"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

Arte y erotismo



Dialéctica de la soledad



Octavio Paz

LA SOLEDAD, el sentirse y el saberse solo, desprendido del mundo y ajeno a sí mismo, separado de sí, no es característica exclusiva del mexicano. Todos los hombres, en algún momento de su vida, se sienten solos; y más: todos los hombres están solos. Vivir, es separarnos del que fuimos para internarnos en el que vamos a ser, futuro extraño siempre. La soledad es el fondo último de la condición humana. El hombre es el único ser que se siente solo y el único que es búsqueda de otro. Su naturaleza —si se puede hablar de naturaleza al referirse al hombre, el ser que, precisamente, se ha inventado a sí mismo al decirle "no" a la naturaleza— consiste en un aspirar a realizarse en otro. El hombre es nostalgia y búsqueda de comunión. Por eso cada vez que se siente a sí mismo se siente como carencia de otro, como soledad. Uno con el mundo que lo rodea, el feto es vida pura y en bruto, fluir ignorante de sí. Al nacer, rompemos los lazos que nos unen a la vida ciega que vivimos en el vientre materno, en donde no hay pausa entre deseo y satisfacción. Nuestra sensación de vivir se expresa como separación y ruptura, desamparo, caída en un ámbito hostil o extraño. A medida que crecemos esa primitiva sensación se transforma en sentimiento de soledad. Y más tarde, en conciencia: estamos condenados a vivir solos, pero también lo estamos a traspasar nuestra soledad y a rehacer los lazos que en un pasado paradisíaco nos unían a la vida. Todos nuestros esfuerzos tienden a abolir la soledad. Así, sentirse solos posee un doble significado: por una parte consiste en tener conciencia de sí; por la otra, en un deseo de salir de sí. La soledad, que es la condición misma de nuestra vida, se nos aparece como una prueba y una purgación, a cuyo término angustia e inestabilidad desaparecerán. La plenitud, la reunión, que es reposo y dicha, concordancia con el mundo, nos esperan al fin del laberinto de la soledad.

El lenguaje popular refleja esta dualidad al identificar a la soledad con la pena. Las penas de amor son penas de soledad. Comunión y soledad, deseo de amor, se oponen y complementan. Y el poder redentor de la soledad transparenta una oscura, pero viva, noción de culpa: el hombre solo "está dejado de la mano de Dios". La soledad es una pena, esto es, una condena y una expiación. Es un castigo, pero también una promesa del fin de nuestro exilio. Toda vida está habitada por esta dialéctica.

Nacer y morir son experiencias de soledad. Nacemos solos y morimos solos. Nada tan grave como esa primera inmersión en la soledad que es el nacer, si no es esa otra caída en lo desconocido que es el morir. La vivencia de la muerte se transforma pronto en conciencia del morir. Los niños y los hombres primitivos no creen en la muerte; mejor dicho, no saben que la muerte existe, aunque ella trabaje secretamente en su interior. Su descubrimiento nunca es tardío para el hombre civilizado, pues todo nos avisa y previene que hemos de morir. Nuestras vidas son un diario aprendizaje de la muerte. Más que a vivir se nos enseña a morir. Y se nos enseña mal. Entre nacer y morir transcurre nuestra vida. Expulsados del claustro materno, iniciamos un angustioso salto de veras mortal, que no termina sino hasta que caemos en la muerte. ¿Morir será volver allá, a la vida de antes de la vida? ¿Será vivir de nuevo esa vida prenatal en que reposo y movimiento, día y noche, tiempo y eternidad, dejan de oponerse? ¿Morir será dejar de ser y, definitivamente, estar? ¿Quizá la muerte sea la vida verdadera? ¿Quizá nacer sea morir y morir, nacer? Nada sabemos. Mas aunque nada sabemos, todo nuestro ser aspira a escapar de estos contrarios que nos desgarran. Pues si todo (conciencia de sí, tiempo, razón, costumbres, hábitos) tiende a hacer de nosotros los expulsados de la vida, todo también nos empuja a volver, a descender al seno creador de donde fuimos arrancados. Y le pedimos al amor —que, siendo deseo, es hambre de comunión, hambre de caer y morir tanto como de renacer— que nos dé un pedazo de vida verdadera, de muerte verdadera. No le pedimos la felicidad, ni el reposo, sino un instante, sólo un instante, de vida plena, en la que se fundan los contrarios y vida y muerte, tiempo y eternidad, pacten. Oscuramente sabemos que vida y muerte no son sino dos movimientos, antagónicos pero complementarios, de una misma realidad. Creación y destrucción se funden en el acto amoroso; y durante una fracción de segundo el hombre entrevé un estado más perfecto.

EN NUESTRO mundo el amor es una experiencia casi inaccesible. Todo se opone a él: moral, clases, leyes, razas y los mismos enamorados. La mujer siempre ha sido para el hombre "lo otro", su contrario y complemento. Si una parte de nuestro ser anhela fundirse a ella, otra, no menos imperiosamente, la aparta y excluye. La mujer es un objeto, alternativamente precioso o nocivo, mas siempre diferente. Al convertirla en objeto, en ser aparte y al someterla a todas las deformaciones que su interés, su vanidad, su angustia y su mismo amor le dictan, el hombre la convierte en instrumento. Medio para obtener el conocimiento y el placer, vía para alcanzar la supervivencia, la mujer es ídolo, diosa, madre, hechicera o musa, según muestra Simone de Beauvoir, pero jamás puede ser ella misma. De ahí que nuestras relaciones eróticas estén viciadas en su origen, manchadas en su raíz. Entre la mujer y nosotros se interpone un fantasma: el de su imagen, el de la imagen que nosotros nos hacemos de ella y con la que ella se reviste. Ni siquiera podemos tocarla como carne que se ignora a sí misma, pues entre nosotros y ella se desliza esa visión dócil y servil de un cuerpo que se entrega. Y a la mujer le ocurre lo mismo: no se siente ni se concibe sino como objeto, como "otro".

Nunca es dueña de sí. Su ser se escinde entre lo que es realmente y la imagen que ella se hace de sí. Una imagen que le ha sido dictada por familia, clase, escuela, amigas, religión y amante. Su feminidad jamás se expresa, porque se manifiesta a través de formas inventadas por el hombre. El amor no es un acto natural. Es algo humano y, por definición, lo más humano, es decir, una creación, algo que nosotros hemos hecho y que no se da en la naturaleza. Algo que hemos hecho, que hacemos todos los días y que todos los días deshacemos.

No son éstos los únicos obstáculos que se interponen entre el amor y nosotros. El amor es elección. Libre elección, acaso, de nuestra fatalidad, súbito descubrimiento de la parte más secreta y fatal de nuestro ser. Pero la elección amorosa es imposible en nuestra sociedad. Ya Bretón decía en uno de sus libros más hermosos —El loco amor— que dos prohibiciones impedían, desde su nacimiento, la elección amorosa: la interdicción social y la idea cristiana del pecado. Para realizarse, el amor necesita quebrantar la ley del mundo. En nuestro tiempo el amor es escándalo y desorden, transgresión: el de dos astros que rompen la fatalidad de sus órbitas y se encuentran en la mitad del espacio. La concepción romántica del amor, que implica ruptura y catástrofe, es la única que conocemos porque todo en la sociedad impide que el amor sea libre elección.

La mujer vive presa en la imagen que la sociedad masculina le impone; por lo tanto, sólo puede elegir rompiendo consigo misma. "El amor la ha transformado, la ha hecho otra persona", suelen decir de las enamoradas. Y es verdad: el amor hace otra a la mujer, pues si se atreve a amar, a elegir, si se atreve a ser ella misma, debe romper esa imagen con que el mundo encarcela su ser. El hombre tampoco puede elegir. El círculo de sus posibilidades es muy reducido. Niño, descubre la feminidad en la madre o en las hermanas. Y desde entonces el amor se identifica con lo prohibido. Nuestro erotismo está condicionado por el horror y la atracción del incesto. Por otra parte, la vida moderna estimula innecesariamente nuestra sensualidad, al mismo tiempo que la inhibe con toda clase de interdicciones —de clase, de moral y hasta de higiene—. La culpa es la espuela y el freno del deseo. Todo limita nuestra elección. Estamos constreñidos a someter nuestras aficiones profundas a la imagen femenina que nuestro círculo social nos impone. Es difícil amar a personas de otra raza, de otra lengua o de otra clase, a pesar de que no sea imposible que el rubio prefiera a las negras y éstas a los chinos, ni que el señor se enamore de su criada o a la inversa. Semejantes posibilidades nos hacen enrojecer. Incapaces de elegir, seleccionamos a nuestra esposa entre las mujeres que nos "convienen". Jamás confesaremos que nos hemos unido —a veces para siempre— con una mujer que acaso no amamos y que, aunque nos ame, es incapaz de salir de sí misma y mostrarse tal cual es. La frase de Swan: "Y pensar que he perdido los mejores años de mi vida con una mujer que no era mi tipo", la pueden repetir, a la hora de su muerte, la mayor parte de los hombres modernos. Y las mujeres.

La sociedad concibe el amor, contra la naturaleza de este sentimiento, como una unión estable y destinada a crear hijos. Lo identifica con el matrimonio. Toda transgresión a esta regla se castiga con una sanción cuya severidad varía de acuerdo con tiempo y espacio. (Entre nosotros la sanción es mortal muchas veces —si es mujer el infractor— pues en México, como en todos los países hispánicos, funcionan con general aplauso dos morales, la de los señores y la de los otros: pobres, mujeres, niños.) La protección impartida al matrimonio podría justificarse si la sociedad permitiese de verdad la elección. Puesto que no lo hace, debe aceptarse que el matrimonio no constituye la más alta realización del amor, sino que es una forma jurídica, social y económica que posee fines diversos a los del amor. La estabilidad de la familia reposa en el matrimonio, que se convierte en una mera proyección de la sociedad, sin otro objeto que la recreación de esa misma sociedad. De ahí la naturaleza profundamente conservadora del matrimonio. Atacarlo, es disolver las bases mismas de la sociedad. Y de ahí también que el amor sea, sin proponérselo, un acto antisocial, pues cada vez que logra realizarse, quebranta el matrimonio y lo transforma en lo que la sociedad no quiere que sea: la revelación de dos soledades que crean por sí mismas un mundo que rompe la mentira social, suprime tiempo y trabajo y se declara autosuficiente. No es extraño, así, que la sociedad persiga con el mismo encono al amor y a la poesía, su testimonio, y los arroje a la clandestinidad, a las afueras, al mundo turbio y confuso de lo prohibido, lo ridículo y lo anormal. Y tampoco es extraño que amor y poesía estallen en formas extrañas y puras: un escándalo, un crimen, un poema. La protección al matrimonio implica la persecución del amor y la tolerancia de la prostitución, cuando no su cultivo oficial. Y no deja de ser reveladora la ambigüedad de la prostituta: ser sagrado para algunos pueblos, para nosotros es alternativamente un ser despreciable y deseable. Caricatura del amor, víctima del amor, la prostituta es símbolo de los poderes que humilla nuestro mundo. Pero no nos basta con esa mentira de amor que entraña la existencia de la prostitución; en algunos círculos se aflojan los lazos que hacen intocable al matrimonio y reina la promiscuidad. Ir de cama en cama no es ya, ni siquiera, libertinaje. El seductor, el hombre que no puede salir de sí porque la mujer es siempre instrumento de su vanidad o de su angustia, se ha convertido en una figura del pasado, como el caballero andante. Ya no se puede seducir a nadie, del mismo modo que no hay doncellas que amparar o entuertos que deshacer. El erotismo moderno tiene un sentido distinto al de un Sade, por ejemplo; Sade era un temperamento trágico, poseído de absoluto; su obra es una revelación explosiva de la condición humana. Nada más desesperado que un héroe de Sade. El erotismo moderno casi siempre es una retórica, un ejercicio literario y una complacencia. No es una revelación del hombre sino un documento más sobre una sociedad que estimula el crimen y condena al amor. ¿Libertad de la pasión? El divorcio ha dejado de ser una conquista. No se trata tanto de facilitar la anulación de los lazos ya establecidos, sino de permitir que hombres y mujeres puedan escoger libremente. En una sociedad ideal, la única causa de
divorcio sería la desaparición del amor o la aparición de uno nuevo. En una sociedad en que todos pudieran elegir, el divorcio sería un anacronismo o una singularidad, como la prostitución, la promiscuidad o el adulterio.

La sociedad se finge una totalidad que vive por sí y para sí. Pero si la sociedad se concibe como unidad indivisible, en su interior está escindida por un dualismo que acaso tiene su origen en el momento en que el hombre se desprende del mundo animal y, al servirse de sus manos, se inventa a sí mismo e inventa conciencia y moral. La sociedad es un organismo que padece la extraña necesidad de justificar sus fines y apetitos. A veces los fines de la sociedad, enmascarados por los preceptos de la moral dominante, coinciden con los deseos y necesidades de los hombres que la componen. Otras, contradicen las aspiraciones de fragmentos o clases importantes. Y no es raro que nieguen los instintos más profundos del hombre. Cuando esto último ocurre, la sociedad vive una época de crisis: estalla o se estanca. Sus componentes dejan de ser hombres y se convierten en simples instrumentos desalmados.

El dualismo inherente a toda sociedad, y que toda sociedad aspira a resolver transformándose en comunidad, se expresa en nuestro tiempo de muchas maneras: lo bueno y lo malo, lo permitido y lo prohibido; lo ideal y lo real, lo racional y lo irracional; lo bello y lo feo; el sueño y la vigilia, los pobres y los ricos, los burgueses y los proletarios; la inocencia y la conciencia, la imaginación y el pensamiento. Por un movimiento irresistible de su propio ser, la sociedad tiende a superar este dualismo y a transformar el conjunto de solitarias enemistades que la componen en un orden armonioso. Pero la sociedad moderna pretende resolver su dualismo mediante la supresión de esa dialéctica de la soledad que hace posible el amor. Las sociedades industriales —independientemente de sus diferencias "ideológicas", políticas o económicas— se empeñan en transformar las diferencias cualitativas, es decir: humanas, en uniformidades cuantitativas. Los métodos de la producción en masa se aplican también a la moral, al arte y a los sentimientos. Abolición de las contradicciones y de las excepciones... Se cierran así las vías de acceso a la experiencia más honda que la vida ofrece al hombre y que consiste en penetrar la realidad como una totalidad en la que los contrarios pactan. Los nuevos poderes abolen la soledad por decreto. Y con ella al amor, forma clandestina y heroica de la comunión. Defender el amor ha sido siempre una actividad antisocial y peligrosa. Y ahora empieza a ser de verdad revolucionaria. La situación del amor en nuestro tiempo revela cómo la dialéctica de la soledad, en su más profunda manifestación, tiende a frustrarse por obra de la misma sociedad. Nuestra vida social niega casi siempre toda posibilidad de auténtica comunión erótica.

EL AMOR es uno de los más claros ejemplos de ese doble instinto que nos lleva a cavar y ahondar en nosotros mismos y, simultáneamente, a salir de nosotros y realizarnos en otro: muerte y recreación, soledad y comunión. Pero no es el único. Hay en la vida de cada hombre una serie de períodos que son también rupturas y reuniones, separaciones y reconciliaciones. Cada una de estas etapas es una tentativa por trascender nuestra soledad, seguida por inmersiones en ambientes extraños.

El niño se enfrenta a una realidad irreductible a su ser y a cuyos estímulos no responde al principio sino con llanto o silencio. Roto el cordón que lo unía a la vida, trata de recrearlo por medio de la afectividad y el juego. Inicia así un diálogo que no terminará sino hasta que recite el monólogo de su muerte. Pero sus relaciones con el exterior no son ya pasivas, como en la vida prenatal, pues el mundo le exige una respuesta. La realidad debe ser poblada por sus actos. Gracias al juego y a la imaginación, la naturaleza inerte de los adultos —una silla, un libro, un objeto cualquiera— adquiere de pronto vida propia. Por la virtud mágica del lenguaje o del gesto, del símbolo o del acto, el niño crea un mundo viviente, en el que los objetos son capaces de responder a sus preguntas. El lenguaje, desnudo de sus significaciones intelectuales, deja de ser un conjunto de signos y vuelve a ser un delicado organismo de imantación mágica. No hay distancia entre el nombre y la cosa y pronunciar una palabra es poner en movimiento a la realidad que designa. La representación equivale a una verdadera reproducción del objeto, del mismo modo que para el primitivo la escultura no es una representación sino un doble del objeto representado. Hablar vuelve a ser una actividad creadora de realidades, esto es, una actividad poética. El niño, por virtud de la magia, crea un mundo a su imagen y resuelve así su soledad. Vuelve a ser uno con su ambiente. El conflicto renace cuando el niño deja de creer en el poder de sus palabras o de sus gestos. La conciencia principia como desconfianza en la eficacia mágica de nuestros instrumentos.

La adolescencia es ruptura con el mundo infantil y momento de pausa ante el universo de los adultos. Spranger señala a la soledad como nota distintiva de la adolescencia. Narciso, el solitario, es la imagen misma del adolescente. En este período el hombre adquiere por primera vez conciencia de su singularidad. Pero la dialéctica de los sentimientos interviene nuevamente: en tanto que extrema conciencia de sí, la adolescencia no puede ser superada sino como olvido de sí, como entrega. Por eso la adolescencia no es sólo la edad de la soledad, sino también la época de los grandes amores, del heroísmo y del sacrificio. Con razón el pueblo imagina al héroe y al amante como figuras adolescentes. La visión del adolescente como un solitario, encerrado en sí mismo, devorado por el deseo o la timidez, se resuelve casi siempre en la bandada de jóvenes que bailan, cantan o marchan en grupo. O en la pareja paseando bajo el arco de verdor de la calzada. El adolescente se abre al mundo: al amor, a la acción, a la amistad, al deporte, al heroísmo. La literatura de los pueblos modernos —con la significativa excepción de la española, en donde no aparecen sino como picaros o huérfanos— está poblada de adolescentes, solitarios en busca de la comunión: del anillo, de la espada, de la Visión. La adolescencia es una vela de armas de la que se sale al mundo de los hechos.

La madurez no es etapa de soledad. El hombre, en lucha con los hombres o con las cosas, se olvida de sí en el trabajo, en la creación o en la construcción de objetos, ideas e instituciones. Su conciencia personal se une a otras: el tiempo adquiere sentido y fin, es historia, relación viviente y significativa con un pasado y un futuro. En verdad, nuestra singularidad —que brota de nuestra temporalidad, de nuestra fatal inserción en un tiempo que es nosotros mismos y que al alimentarnos nos devora —no queda abolida, pero sí atenuada y, en cierto modo, "redimida". Nuestra existencia particular se inserta en la historia y ésta se convierte, para emplear la expresión de Eliot, en "a pattern of timeless moments". Así, el hombre maduro atacado del mal de soledad constituye en épocas fecundas una anomalía. La frecuencia con que ahora se encuentra a esta clase de solitarios indica la gravedad de nuestros males. En la época del trabajo en común, de los cantos en común, de los placeres en común, el hombre está más solo que nunca. El hombre moderno no se entrega a nada de lo que hace. Siempre una parte de sí, la más profunda, permanece intacta y alerta. En el siglo de la acción, el hombre se espía. El trabajo, único dios moderno, ha cesado de ser creador. El trabajo sin fin, infinito, corresponde a la vida sin finalidad de la sociedad moderna. Y la soledad que engendra, soledad promiscua de los hoteles, de las oficinas, de los talleres y de los cines, no es una prueba que afine el alma, un necesario purgatorio. Es una condenación total, espejo de un mundo sin salida.

EL DOBLE significado de la sociedad —ruptura con un mundo y tentativa por crear otro— se manifiesta en nuestra concepción de héroes, santos y redentores. El mito, la biografía, la historia y el poema registran un período de soledad y de retiro, situado casi siempre en la primera juventud, que precede a la vuelta al mundo y a la acción entre los hombres. Años de preparación y de estudio, pero sobre todo años de sacrificio y penitencia, de examen, de expiación y de purificación. La soledad es ruptura con un mundo caduco y preparación para el regreso y la lucha final. Arnold Toynbee ilustra esta idea con numerosos ejemplos: el mito de la cueva de Platón, las vidas de San Pablo, Buda, Mahoma, Maquiavelo, Dante. Y todos, en nuestra propia vida y dentro de las limitaciones de nuestra pequeñez, también hemos vivido en soledad y apartamiento, para purificarnos y luego regresar entre los nuestros.

La dialéctica de la soledad —"the twofold motion of withdrawal-and-return", según Toynbee— se dibuja con claridad en la historia de todos los pueblos. Quizá las sociedades antiguas, más simples que las nuestras, ilustran mejor este doble movimiento. No es difícil imaginar hasta qué punto la soledad constituye un estado peligroso y temible para el llamado, con tanta vanidad como inexactitud, hombre primitivo. Todo el complicado y rígido sistema de prohibiciones, reglas y ritos de la cultura arcaica, tiende a preservarlo de la soledad. El grupo es la única fuente de salud. El solitario es un enfermo, una rama muerta que hay que cortar y quemar, pues la sociedad misma peligra si alguno de sus componentes es presa del mal. La repetición de actitudes y fórmulas seculares no solamente asegura la permanencia del grupo en el tiempo, sino su unidad y cohesión. Los ritos y la presencia constante de los espíritus de los muertos entretejen un centro, un nudo de relaciones que limitan la acción individual y protegen al hombre de la soledad y al grupo de la dispersión.

Para el hombre primitivo salud y sociedad, dispersión y muerte, son términos equivalentes. Aquél que se aleja de la tierra natal "cesa de pertenecer al grupo. Muere y recibe los honores fúnebres acostumbrados". El destierro perpetuo equivale a una sentencia de muerte. La identificación del grupo social con los espíritus de los antepasados y el de éstos con la tierra se expresa en este rito simbólico africano: "Cuando un nativo regresa de Kimberley con la mujer que lo ha desposado, la pareja lleva consigo un poco de tierra de su lugar. Cada día la esposa debe comer un poco de ese polvo... para acostumbrarse a la nueva residencia. Ese poco de tierra hará posible la transición entre los dos domicilios." La solidaridad social posee entre ellos "un carácter orgánico y vital. El individuo es literalmente miembro de un cuerpo". Por tal motivo las conversaciones individuales no son frecuentes. "Nadie se puede salvar o condenar por su cuenta" y sin que su acto afecte a toda la colectividad.

A pesar de todas estas precauciones el grupo no está a salvo de la dispersión. Todo puede disgregarlo: guerras, cismas religiosos, transformaciones de los sistemas de producción, conquistas... Apenas el grupo se divide, cada uno de los fragmentos se enfrenta a una nueva situación: la soledad, consecuencia de la ruptura con el centro de salud que era la vieja sociedad cerrada, ya no es una amenaza, ni un accidente, sino una condición, la condición fundamental, el fondo final de su existencia. El desamparo y abandono se manifiesta como conciencia del pecado — un pecado que no ha sido infracción a una regla, sino que forma parte de su naturaleza. Mejor dicho, que es ya su naturaleza. Soledad y pecado original se identifican. Y salud y comunión vuelven a ser términos sinónimos, sólo que situados en un pasado remoto. Constituyen la edad de oro, reino vivido antes de la historia y al que quizá se pueda acceder si rompemos la cárcel del tiempo. Nace así, con la conciencia del pecado, la necesidad de la redención. Y ésta engendra la del redentor.

Surgen una nueva mitología y una nueva religión. A diferencia de la antigua, la nueva sociedad es abierta y fluida, pues está constituida por desterrados. Ya el solo nacimiento dentro del grupo no otorga al hombre su filiación. Es un don de lo alto y debe merecerlo. La plegaria crece a expensas de la fórmula mágica y los ritos de iniciación acentúan su carácter purificador. Con la idea de redención surgen la especulación religiosa, la ascética, la teología y la mística. El sacrificio y la comunión dejan de ser un festín totémico, si es que alguna vez lo fueron realmente, y se convierten en la vía de ingreso a la nueva sociedad. Un dios, casi siempre un dios hijo, un descendiente de las antiguas divinidades creadoras, muere y resucita periódicamente. Es un dios de fertilidad, pero también de salvación y su sacrificio es prenda de que el grupo prefigura en la tierra la sociedad perfecta que nos espera al otro lado de la muerte. En la esperanza del más allá late la nostalgia de la antigua sociedad. El retorno a la edad de oro vive, implícito, en la promesa de salvación. Seguramente es muy difícil que en la historia particular de una sociedad se den todos los rasgos sumariamente apuntados. No obstante, algunos se ajustan en casi todos sus detalles al esquema anterior. El nacimiento del orfismo, por ejemplo. Como es sabido, el culto a Orfeo surge después del desastre de la civilización aquea —que provocó una general dispersión del mundo griego y una vasta reacomodación de pueblos y culturas—. La necesidad de rehacer los antiguos vínculos, sociales y sagrados, dio origen a cultos secretos, en los que participaban solamente "aquellos seres desarraigados, transplantados, reaglutinados artificialmente y que soñaban con reconstruir una organización de la que no pudieran separarse. Su sólo nombre colectivo era el de huérfanos". (Señalaré de paso que orphanos no solamente es huérfano, sino vacío. En efecto, soledad y orfandad son, en último término, experiencias del vacío.)

Las religiones de Orfeo y Dionisios, como más tarde las religiones proletarias del fin del mundo antiguo, muestran con claridad el tránsito de una sociedad cerrada a otra abierta. La conciencia de la culpa, de la soledad y la expiación, juegan en ellas el mismo doble papel que en la vida individual. 

EL SENTIMIENTO de soledad, nostalgia de un cuerpo del que fuimos arrancados, es nostalgia de espacio. Según una concepción muy antigua y que se encuentra en casi todos los pueblos, ese espacio no es otro que el centro del mundo, el "ombligo" del universo. A veces el paraíso se identifica con ese sitio y ambos con el lugar de origen, mítico o real, del grupo. Entre los aztecas, los muertos regresaban a Mictlán, lugar situado al norte, de donde habían emigrado. Casi todos los ritos de fundación, de ciudades o de mansiones, aluden a la búsqueda de ese centro sagrado del que fuimos expulsados. Los grandes santuarios —Roma, Jerusalén, la Meca— se encuentran en el centro del mundo o lo simbolizan y prefiguran. Las peregrinaciones a esos santuarios son repeticiones rituales de las que cada pueblo ha hecho en un pasado mítico, antes de establecerse en la tierra prometida. La costumbre de dar una vuelta a la casa o a la ciudad antes de atravesar sus puertas, tiene el mismo origen.

El mito del Laberinto se inserta en este grupo de creencias. Varias nociones afines han contribuido a hacer del Laberinto uno de los símbolos míticos más fecundos y significativos: la existencia, en el centro del recinto sagrado, de un talismán o de un objeto cualquiera, capaz de devolver la salud o la libertad al pueblo; la presencia de un héroe o de un santo, quien tras la penitencia y los ritos de expiación, que casi siempre entrañan un período de aislamiento, penetra en el laberinto o palacio encantado; el regreso, ya para fundar la Ciudad, ya para salvarla o redimirla. Si en el mito de Perseo los elementos místicos apenas son visibles, en el del Santo Grial el ascetismo y la mística se alían: el pecado, que produce la esterilidad en la tierra y en el cuerpo mismo de los súbditos del Rey Pescador; los ritos de purificación; el combate espiritual; y, finalmente, la gracia, esto es, la comunión.

No sólo hemos sido expulsados del centro del mundo y estamos condenados a buscarlo por selvas y desiertos o por los vericuetos y subterráneos del Laberinto. Hubo un tiempo en el que el tiempo no era sucesión y tránsito, si no manar continuo de un presente fijo, en el que estaban contenidos todos los tiempos, el pasado y el futuro. El hombre, desprendido de esa eternidad en la que todos los tiempos son uno, ha caído en el tiempo cronométrico y se ha convertido en prisionero del reloj, del calendario y de la sucesión. Pues apenas el tiempo se divide en ayer, hoy y mañana, en horas, minutos y segundos, el hombre cesa de ser uno con el tiempo, cesa de coincidir con el fluir de la realidad. Cuando digo "en este instante", ya pasó el instante. La medición espacial del tiempo separa al hombre de la realidad, que es un continuo presente, y hace fantasmas a todas las presencias en que la realidad se manifiesta, como enseña Bergson. Si se reflexiona sobre el carácter de estas dos opuestas nociones, se advierte que el tiempo cronométrico es una sucesión homogénea y vacía de toda particularidad. Igual a sí mismo siempre, desdeñoso del placer o del dolor, sólo transcurre. El tiempo mítico, al contrario, no es una sucesión homogénea de cantidades iguales, sino que se halla impregnado de todas las particularidades de nuestra vida: es largo como una eternidad o breve como un soplo, nefasto o propicio; fecundo o estéril. Esta noción admite la existencia de una pluralidad de tiempos. Tiempo y vida se funden y forman un solo bloque, una unidad imposible de escindir. Para los aztecas, el tiempo estaba ligado al espacio y cada día a uno de los puntos cardinales. Otro tanto puede decirse de cualquier calendario religioso. La Fiesta es algo más que una fecha o un aniversario. No celebra, sino reproduce un suceso: abre en dos al tiempo cronométrico para que, por espacio de unas breves horas inconmensurables, el presente eterno se reinstale. La fiesta vuelve creador al tiempo. La repetición se vuelve concepción. El tiempo engendra. La Edad de Oro regresa. Ahora y aquí, cada vez que el sacerdote oficia el Misterio de la Santa Misa, desciende efectivamente Cristo, se da a los hombres y salva al mundo. Los verdaderos creyentes son, como quería Kierkegaard, "contemporáneos de Jesús". Y no solamente en la Fiesta religiosa o en el Mito irrumpe un Presente que disuelve la vana sucesión. También el amor y la poesía nos revelan, fugaz, este tiempo original. "Más tiempo no es más eternidad", dice Juan Ramón Jiménez, refiriéndose a la eternidad del instante poético. Sin duda la concepción del tiempo como presente fijo y actualidad pura, es más antigua que la del tiempo cronométrico, que no es una aprehensión inmediata del fluir de la realidad, sino una racionalización del transcurrir. La dicotomía anterior se expresa en la oposición entre Historia y Mito, o Historia y Poesía. El tiempo del Mito, como el de la fiesta religiosa, o el de los cuentos infantiles, no tiene fechas: "Hubo una vez...", "En la época en que los animales hablaban...", "En el principio...". Y ese Principio — que no es el año tal ni el día tal— contiene todos los principios y nos introduce en el tiempo vivo, en donde de veras todo principia todos los instantes. Por virtud del rito, que realiza y reproduce el relato mítico, de la poesía y del cuento de hadas, el hombre accede a un mundo en donde los contrarios se funden. "Todos los rituales tienen la propiedad de acaecer en el ahora, en este instante." Cada poema que leemos es una recreación, quiero decir: una ceremonia ritual, una Fiesta. El Teatro y la Épica son también Fiestas, ceremonias. En la representación teatral como en la recitación poética, el tiempo ordinario deja de fluir, cede el sitio al tiempo original. Gracias a la participación, ese tiempo mítico, original, padre de todos los tiempos que enmascaran a la realidad, coincide con nuestro tiempo interior, subjetivo. El hombre, prisionero de la sucesión, rompe su invisible cárcel de tiempo y accede al tiempo vivo: la subjetividad se identifica al fin con el tiempo exterior, porque éste ha dejado de ser medición espacial y se ha convertido en manantial, en presente puro, que se recrea sin cesar. Por obra del Mito y de la Fiesta —secular o religiosa— el hombre rompe su soledad y vuelve a ser uno con la creación. Y así, el Mito —disfrazado, oculto, escondido— reaparece en casi todos los actos de nuestra vida e interviene decisivamente en nuestra Historia: nos abre las puertas de la comunión.

EL HOMBRE contemporáneo ha racionalizado los Mitos, pero no ha podido destruirlos. Muchas de nuestras verdades científicas, como la mayor parte de nuestras concepciones morales, políticas y filosóficas, sólo son nuevas expresiones de tendencias que antes encarnaron en formas míticas. El lenguaje racional de nuestro tiempo encubre apenas a los antiguos Mitos. La Utopía, y especialmente las modernas utopías políticas, expresan con violencia concentrada, a pesar de los esquemas racionales que las enmascaran, esa tendencia que lleva a toda sociedad a imaginar una edad de oro de la que el grupo social fue arrancado y a la que volverán los hombres el Día de Días. Las fiestas modernas —reuniones políticas, desfiles, manifestaciones y demás actos rituales— prefiguran al advenimiento de ese día de Redención. Todos esperan que la sociedad vuelva a su libertad original y los hombres a su primitiva pureza. Entonces la Historia cesará. El tiempo (la duda, la elección forzada entre lo bueno y lo malo, entre lo injusto y lo justo, entre lo real y lo imaginario) dejará de triturarnos. Volverá el reino del presente fijo, de la comunión perpetua: la realidad arrojará sus máscaras y podremos al fin conocerla y conocer a nuestros semejantes.

Toda sociedad moribunda o en trance de esterilidad tiende a salvarse creando un mito de redención, que es también un mito de fertilidad, de creación. Soledad y pecado se resuelven en comunión y fertilidad. La sociedad que vivimos ahora también ha engendrado su mito. La esterilidad del mundo burgués desemboca en el suicidio o en una nueva Forma de participación creadora. Tal es, para decirlo con la frase de Ortega y Gasset, el "tema de nuestro tiempo": la sustancia de nuestros sueños y el sentido de nuestros actos.

El hombre moderno tiene la pretensión de pensar despierto. Pero este despierto pensamiento nos ha llevado por los corredores de una sinuosa pesadilla, en donde los espejos de la razón multiplican las cámaras de tortura. Al salir, acaso, descubriremos que habíamos soñado con los ojos abiertos y que los sueños de la razón son atroces. Quizá, entonces, empezaremos a soñar otra vez con los ojos cerrados. 



Erotismo y pornografía



Se acepta como una verdad de perogrullo que el erotismo y la pornografía son dos cosas diferentes y claramente distinguibles, pero quiero unirme a quienes lo ponen en duda.

Cuando Penrose le preguntó a Picasso qué pensaba de la distinción entre erotismo y pornografía, éste se limitó a decir: “Ah, por qué ¿hay alguna diferencia?” Y yo insisto en la pregunta ¿cuál es la diferencia?

La distinción entre erotismo y pornografía suele construirse teóricamente diciendo que el primero “sugiere” y la segunda “muestra”. El erotismo se inserta en el arte y la pornografía roza la obscenidad. El erotismo es propio del amor y la pornografía del comercio del sexo. El erotismo es elegante y sublime, mientras la pornografía posee una naturaleza sórdida e injustificable.

Supongamos que teóricamente eso funciona11En realidad no funciona. Ruwen Ogien (entre otros) en su libro Pensar la pornografía (2003) ha documentado el debate filosófico al respecto.. Pero ¿cómo aterrizamos esas definiciones para hacer una clasificación efectiva en la vida real? ¿Cuál es el criterio para determinar el carácter pornográfico de las imágenes o de los objetos?

Podría pensarse, en primer lugar, que lo pornográfico alude a la exhibición del cuerpo sin pudor, en cuyo caso habría que hacer siempre la salvedad de que el pudor depende del contexto, pues en ciertos países es pornográfico que una mujer enseñe un pie desnudo, por ejemplo. En nuestro caso concreto, un pie desnudo no tiene ningún problema; lo que entendemos como pornografía se restringe a la presencia de genitales y actividad sexual explícita. Sin embargo, estamos de acuerdo en que las relaciones íntimas de una pareja, en las que, por supuesto, hay penetraciones y caricias explícitas, no son pornográficas sino simplemente sexuales. La diferencia entre “relaciones eróticas” y “relaciones pornográficas” carece de sentido ¿Por qué entonces la aplicamos a una película por ejemplo?

En el cine varios directores y directoras han cuestionado ese prejuicio, demostrando que es posible hacer verdaderas obras de arte aunque las imágenes sexuales sean explícitas. Es el caso, entre los clásicos, de Nagisa Oshima y su pieza El Imperio de los Sentidos (1976). Ejemplos más recientes se encuentran en las cintas Romance X de Catherine Breillat (1999) o Shortbus de John Cameron Mitchell (2006). En estos casos la crítica seria ha tenido que aceptar, a su pesar, la evidencia de que un producto de alta calidad y valor artístico puede incluir imágenes «obscenas».

Así las cosas, el criterio de genitales expuestos no resulta suficiente para marcar una diferencia. ¿Cómo lo diferenciamos entonces?

Yo diría más bien que el sello de “pornográfico” no está tanto en las características propias del objeto, sino en los ojos de quien lo mira. Cuando nuestros ojos están cargados de los preceptos moralistas, de “las grandes virtudes del hombre casto”, vemos pornografía en todas partes, pero cuando nuestra mirada está un poco más relajada, el límite se vuelve difuso y podríamos concluir con el escritor francés Robbe-Grillet, citado por Woody Allen, que “la pornografía es el erotismo de los otros”.

Además, el fenómeno es histórico. De hecho, un sector académico importante coincide en afirmar que si bien en las sociedades antiguas existían ya representaciones públicas de órganos y actividades sexuales, la pornografía es en realidad una invención moderna, porque es tras la Revolución Francesa cuando este tipo de representaciones comienzan a tener como única función social la estimulación visual de los consumidores. En la Antigüedad dichas imágenes tenían un papel religioso (exaltación de la fecundidad, etc.) y en la Edad Media uno político (ridiculización del clero, etc.). Sería a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX cuando reducirían su función a la de estímulo sexual, es decir que sólo hasta entonces podemos hablar de “pornografía”.

Por otra parte, desde su aparición como discurso abyecto, la tendencia ha sido a excluir cada vez más representaciones del calificativo estigmatizador de “pornográfico”, de manera que tendrían razón quienes comentan con ironía que “la pornografía de hoy no es más que el erotismo de mañana”.

Antropología de la depresión



Ángel Aguirre Baztán

Antropólogo y psicólogo. Doctor en psicología y en filosofía. Miembro numerario de la Real Academia de Doctores (Barcelona). Profesor emérito de psicología de la Universidad de Barcelona. Director de "Anthropologica, Revista de Etnopsicología y Etnopsiquiatría". End.: Pg. de la Vall D'Hebron, 171. 08035. Barcelona, Espanha. E-mail: aguirre.baztan@yahoo.es
Antropología de la depresión

Resumen

La depresión se caracteriza por ser un "hundimiento vital" en el que se sufre en todo el ser, se sufre por vivir. El hecho de la depresión es universal, pero su manifiestación sintomática es diferente en las diversas culturas. En occidente, la depresión constituye el fenómeno epidemiológico más importante, con tendencia a crecer. Podríamos decir que la frustración derivada del individualismo occidental lleva a la depresión, y ésta a la drogadicción. Estudiar, pues, la depresión nos permite comprender al hombre actual, desde su dimensión más frágil, como ser práctico y mortal.

1. Introducción

Decía acertadamente C. Ballús, que "si un trastorno humano merece ser calificado de antropológico, aquel es la depresión"1. Por su parte, F. Alonso afirmaba que "la trascendencia de la depresión a otros campos queda demostrada al constituir uno de los temas antropológicos y sociológicos más relevantes de nuestro tiempo2. La depresión podría definirse como un "hundimiento vital" (K. Schneider, 1920)3, como la vivencia existencial de la muerte. En la depresión se sufre en todo el cuerpo, se sufre por vivir. La depresión es quizá, la única enfermedad en la que se desea morir; el depresivo se tutea con la muerte, la desea como forma de poner fin a su sufrimiento4.

1.1. La depresión, ¿enfermedad o trastorno?

La dimensión antropológica de la depresión, defendida por los psiquiatras y psicólogos humanistas ha sido negada, en la práctica, por la corriente biologista actual de la psiquiatria, que distingue entre la depresión como enfermedad biológica (endógena), según ellos tal vez de procedencia genética (disease); y la "depresión" como trastorno reactivo (exógeno), (ilness)5. Si la depresión resultara que es una enfermedad fundamentalmente biológica, entonces la única cura posible sería la farmacológica6, (la medicina "genética" es todavía un proyecto); aunque, paradójicamente, los "trastornos depresivos reactivos", aunque no son "endógenos", los tratan farmacológicamente "como si fueran una depresión".7

¿Pero, existe realmente la depresión endógena?. Lo endógeno (del griego, endo-genos, cuya traducción al latín sería, intus genitus, domi natus, es decir, nacido dentro, en casa), es considerado por los psiquiatras biologistas como lo que tiene procedencia del cuerpo (y tal vez de la genética); en el caso de la depresión, se afirma su carácter hereditario, afirmándose su independencia etiológica de lo exógeno, considerando como su manifestación más clara el trastorno bipolar mayor. Sin embargo, cuando tratan de explicar el concepto de endógeno, que usan con profusión, no aportan la necesaria claridad conceptual8. Por ello, su existencia es ya negada por un número creciente de autores, que se atreven a denunciar el carácter de "creencia" de dicho concepto: "Ningún psiquiatra cabal y actualizado dirá que existen pruebas que demuestren con certeza una causa biológica de la depresión, ni afirmará que la genética pueda, hoy por hoy (ni mañana, ni pasado), dar razón de ella. Sin embargo, en su práctica clínica, cuando cree que ha de explicar a sus pacientes qué les pasa, o cuando aparece en algún medio de comunicación y debe contestar las preguntas que se le plantean, lo más probable es que actúe como si tales pruebas existieran".9

Frente al biologismo de la explicación endógena de la depresión, va ganando terreno la consideración antropológica de la depresión que la define como "hundimiento vital". "La depresión siempre es una enfermedad psíquica porque implica cierto grado de alienación biográfica10. Toda enfermedad depresiva perturba el desarrollo biográfico con la introducción de elementos psicosociales y biológicos ajenos a la línea biográfica. Tal alienación se acompaña con cierta merma de la libertad interior. La degradación de la libertad interior en el contexto de una alienación biográfica más o menos evidente, puede tomarse como uno de los posibles 'santo y seña' propios de la alteración psíquica patológica".11 En otras palabras, la depresión es un trastorno psíquico, con incidencia en lo somático. Como trastorno psíquico (al igual que otros trastornos psíquicos, como la anorexia y la bulimia, las neurosis etc.) tiene una importante incidencia (lesión) en lo somático, y sólo puede curarse mediante un tratamiento psicoterapéutico, acompañado de un tratamiento médico coadyuvante, que suprima las lesiones producidas12. Esta presencia de la "lesión corporal" no es una "somatización" (al estilo de las "conversiones somáticas" de los conflictos psíquicos, que se dan por ejemplo, en la histeria), sino que cuando comienza el trastorno psíquico hunde sus raíces y anida en lo somático, transformándose en psicofísico. Por lo tanto, la depresión es una "enfermedad psicofísica" y no un mero trastorno reactivo y exógeno.

Podemos concluir esta inicial demarcación conceptual de la depresión, diciendo con F. Alonso: "la totalidad semiológica de la depresión se resume presentándola como una depresión [hundimiento] vital",13 en la que lo biológico y lo cultural se aúnan para manifestar el sufrimiento que padece el hombre "por vivir".

1.2. Depresión y cultura

El hecho depresivo es universal, aunque su incidencia es desigual en las culturas14. A diferencia de la biología humana, que si bien es un hecho universal, lo es de una manera básicamente uniforme (una cardiopatía tiene una somatomorfía igual en Madrid que en Nagasaki), la cultura es también un hecho universal (lo que nos permite comunicarnos como humanos) pero adquiere en "las diferentes culturas", diversas modulaciones, lo que hace posible el análisis "transcultural".15 Precisamente, la etnopsiquiatría nace de la conjunción interdisciplinaria entre la etnología y la psiquiatría, para entender el comportamiento humano, normal y anormal, en el contexto de la cultura en general y de cada cultura en particular16.

1.2.1. La naturaleza y la cultura en la depresión

Partimos del hecho de que el hombre es una realidad biológica, pero sobre todo cultural, y que el comportamiento humano adquiere su significación plena en la cultura. Nos organizamos socialmente (y enfermamos) en el marco de una cultura. ¿Cómo puede la psiquiatría biologista explicar el comportamiento humano (en este caso, el depresivo) al margen de la cultura y de las culturas en particular, si no es empobreciéndose conceptualmente?

Es curioso y hasta paradójico, que, el DSM IV (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, primera ed. 1952, citamos por la cuarta, 1995, varias veces reimpresa, preparado por la "Asociación Psiquiátrica Americana, APA, de Washington) nace de un "acuerdo" de clasificación de las patologías mentales para que, entre otros motivos "sociales", las entidades aseguradoras tengan a qué atenerse a la hora de sufragar las bajas laborales de sus mutualistas (en EE.UU., la seguridad social pública es irrelevante para la mayoría de los norteamericanos). Y curiosamente, en este Manual, aceptado plenamente por la psiquiatría biologista, se realiza el diagnóstico a base de detectar, en el caso de la depresión, un tanto por ciento de los síntomas de un listado previo, realizado por el "acuerdo" de un comité de expertos.

Es patente que estos "códigos diagnósticos" del Manual están elaborados desde la realidad cultural occidental hegemónica, y que, como se reconoce en el preámbulo, a veces es difícilmente adaptable, a otras culturas17. A veces, la ciencia "oficial" (la que tiene "poder") se impone con agresividad aculturadora, aunque haga "concesiones" a los que llama "casos particulares" "exóticos" (generalmente, relativos a los países del "tercer mundo", o a las comunidades "marginales").

La etnopsiquiatría y la etnopsicología afirman la universalidad de la depresión, pero en cada cultura se articula un lenguaje diferencial de síntomas, a través de los cuales se expresa la enfermedad. Por lo tanto, es necesario relativizar el diagnóstico sintomático sobre la depresión. El mismo concepto de normalidad/ anormalidad es diferente en cada cultura, pudiéndose afirmar con Ackerknech, que son preferibles los conceptos de "autonormal/autopapológico".

Señalemos que, dentro del ámbito de la etnopsiquiatría, merece especial atención la llamada etnopsiquiatría metacultural, que consiste en comprender y curar los enfermos mentales, a partir de los conceptos de aculturación y deculturación. Su fundador es G. Devereux y sus continuadores, G. Roheim y F. Laplantine18, reconociendo como malos antecedentes las disquisiciones "psicoanalíticas" de B. Malinowski, de la escuela de "Cultura y personalidad" (Mead, Kardiner, Linton, Benedict, Erikson etc.) y en general, el llamado culturalismo norteamericano, han propuesto el concepto de "metacultural", superador de las formas empobrecimiento cultural por aculturación agresiva y deculturación alienante, que originan las depresiones:

El terapeuta occidental que interviene en una cultura distinta a la suya, comprende perfectamente, si es que actúa de buena fe, que sus propios criterios nosológicos funcionan mal o no funcionan en absoluto, en sociedades cuyas estructuras socioeconómicas difieren de las nuestras. El mismo problema se le plantea a cualquiera de nuestros psiquiatras que debe atender a pacientes africanos hospitalizados en Francia a causa de sus perturbaciones mentales. Uno y otro, deben apelar a la etnología.

No obstante, por carecer de tiempo material para analizar en profundidad las peculiaridades culturales de todos aquellos que se ven precisados a tratar, necesitan un instrumento resueltamente metaetnológico, es decir, fundado no sobre el contenido relativo de una cultura particular, sino sobre las categorías universales de la cultura y sobre los procesos, igualmente universales de la deculturación. Tal es el cometido del etnopsiquiatra. Al proporcionar al psiquiatra una antropología culturalmente neutra, exime a este último del largo desvío de la etnología y le permite tratar con igual eficacia a un montañés berberisco, a un pescador de Yurok, a un hechicero bantú o a un estudiante de Nanterre.19

Se trata de una propuesta original, que en el fondo lo que hace es invitar a cada paciente que defina "su mundo cultural y su yo en ese mundo", remarcando los conceptos de autonormal y autopatológico, sobre todo cuando se encuentra en situación de deprivación cultural, como es el caso de no pocos inmigrantes.

Quisiera concluir este apartado con un ejemplo de "folkpsiquiatría" y espero que algunos "cientifistas" no se escandalicen. En un pequeño, pero precioso, libro de A. Cunqueiro, prologado por García Sabell20, se narra cómo el curandero Borrallo de Lagoa curaba a los locos cambiándoles el nombre y el oficio. Esto podría valer también para los afrixoados (deprimidos), ya que en el fondo, este "iletrado" curandero lo que en verdad hacía es cambiarles el "yo biográfico" y el "mundo" de referencia. Cuando alguien se deprime, decimos, rompe su biografía y desea la muerte. Algo grave ha fallado para que no quiera seguir viviendo, y es que el yo no encuentra su salida en el contexto de su comunidad y de su cultura de referencia. Su depresión ha roto el equilibrio vital de su comunidad, pero probablemente, él no es sino un síntoma de que en su comunidad algo no va bien (pérdidas, sucesos traumáticos etc.). De ahí la necesidad de dar un giro a la biografía y encontrar nuevos caminos para "ver luz al final del túnel".

1.2.2. Análisis "transcultural" de la depresión.

La "diversidad cultural", que da soporte a las diversas formas de sintomatizar la depresión, ha sido admitida a regañadientes por la psiquiatría biologista (a veces, tachándola de "reductos exóticos"). Sin embargo, algunos autores21, desde E. Kraepelin (1856-1926) que ya detectó estos problemas transculturales (1904) en Java, han insistido en la necesaria forma de abordar la depresión a través de la cultura, sobre todo en lo que se refiere a su "lenguaje sintomático".22

Contrasta la afirmación de F. Alonso: "los datos que poseemos permiten afirmar que la sociedad occidental es profundamente depresiógena. La depresión alcanza en ella su vértice epidemiológico, casi como si fuera un fenómeno social propio",23 con el hecho de que, hasta que en 1953, Carathers redacta para la OMS su informe sobre África, se creía que la depresión era poco significativa en los países del tercer mundo o primitivos.

Para entender la transculturalidad de la depresión, pondré un par de ejemplos significativos: En la II Guerra Mundial, un batallón de tropas inglesas se disponía a entrar en combate. Momentos antes, pudo observarse un doble comportamiento en las trincheras: mientras los soldados ingleses (europeos) se aislaban para rezar, recordar a sus familiares etc., derramando algunas lágrimas, otros soldados ingleses (asiáticos) saltaban y gesticulaban, profiriendo gritos y alaridos, como en una danza compartida (...) Muchos interpretaron estos gritos como expresión de "valentía", cuando en realidad constituían una manifestación depresivo-maníaca ante el peligro de la muerte por la inminencia del combate. En ambas manifestaciones, llanto y grito, se advierte una posición bipolar depresiva y maníaca, expresándose, a través de la "doble forma", la diferencialidad transcultural.

Otro ejemplo, narrado por R. Bastide, nos confirmará igualmente la transculturalidad:

El psiquiatra de nuestro equipo fue llamado para atender a un chico africano, llevado a Francia por su patrón blanco y que presentaba perturbaciones de conducta tan graves, que el internamiento parecía inevitable. Debimos reconocer que el chico no estaba enfermo en absoluto, que lo que hacía era, sencillamente, continuar empleando los mecanismos de defensa africanos en el seno de una sociedad francesa, que no los comprendía...

El chico rompía todos los objetos de sus amos, en realidad, la simple torpeza de una persona no habituada al frío, a quien el frío hacía temblar. El chico, en lugar de atribuirlo a causas naturales, lo atribuía a un ataque de brujería. Para defenderse de ella, recurría a mecanismos de defensa de su país, al llamado tótem protector y al uso de fetiches. Habiendo encontrado una vieja piel de león, se envolvió en ella y, en adelante, hacía los recados en el barrio, vestido con ese extraño atuendo. La sonrisa de los transeúntes, las burlas de los chiquillos, la aglomeración de los curiosos, terminaron por consolidar en él la idea de brujería, provocándole crisis de agresividad y de inmensa angustia.

Aconsejamos su repatriación y la supuesta neurosis depresiva desapareció con su retorno a África, donde sus mecanismos culturales de defensa resultaban adaptados".24

Es verdad que el la sociedad occidental hay un cierto retroceso de las manifestaciones maníacas y que las formas depresivas se han tornado más larvadas, más inhibidas y, sobre todo, más individualizadas; mientras que en las comunidades "primitivas" y más aglutinadas, las manifestaciones depresivas son más extrovertidas y asumidas comunitariamente. Y es que el "yo individual" es mucho más costoso psicológicamente que el "yo colectivo". Trataré de explicarlo con un ejemplo: si cinco alumnos alquilan un apartamento para residir durante sus estudios universitarios, estos cinco alumnos compartirán la nevera, el televisor, la cocina, y sobre todo el apartamento. Si, después de un conflicto de convivencia, decidieran independizarse y vivir autónomamente por separado, necesitarían cinco apartamentos, cinco neveras etc. En esta nueva situación, es muy probable que no todos tengan capacidad económica para una residencia individual, por lo que algunos se "hundirían" económicamente si lo intentaran y sólo unos pocos resistirían la coyuntura debido a su potencial económico individual. Vivir individualmente resulta mucho más caro que en grupo. Pues, lo mismo sucede en el plano psíquico, ya que, a pesar de que se insiste en la competitividad individual (self made man), en la autorealización, en la excelencia de ser triunfador etc., la mayoría de las personas no alcanzan estas metas. En este sentido, la vida occidental lleva al "hundimiento" psíquico, al no poder afrontar el "gasto psicológico" que supone triunfar y competir individualmente. Cuando a un drogadicto, por ejemplo, lo llevan a una "comunidad terapéutica", para que se cure de su drogadicción, se suele "curar" viviendo en comunidad ("yo colectivo"), pero cuando creen que está curado y vuelve "individualmente" a la ciudad, al poco tiempo suele recaer en la drogadicción, al no poder afrontar el "gasto psíquico individual".

La sociedad occidental, al intentar ser "competitiva individual", se "hunde" en la depresión (a mayor individualismo, mayor epidemia depresiva). Pero, aquí encontramos el segundo problema: si la sociedad padece el "hundimiento depresivo", necesita levantarse, para lo cual utiliza "euforizantes" que le devuelvan las ganas de vivir. Esto explica el consumo de drogas estimulantes (cafeína, nicotina, alcohol, cocaína etc) o de adiciones psicológicas (tragaperras, compra compulsiva, bulimias, riesgo y velocidad etc.). Aunque, después de los "subidones", se vuelve al "hundimiento" y de nuevo, a la necesidad de "euforizarse" para salir del hundimiento. Una sociedad individualista se transforma, de este modo, en una sociedad depresiva, para después, transformarse en una sociedad (droga)adicta.

Muy diferente es la posición de las comunidades "primitivas", de vivencia colectiva, donde todo se comparte ("yo colectivo"). De entrada, un bororo o un motilón, no son un conjunto de individuos autónomos, sino "individuos" en la colectividad de una tribu. Lo mismo sucede en las comunidades donde la familia extensa en un núcleo aglutinante. Cuando un individuo o un grupo de ciertas comunidades entran en una depresión, se suele reunir la comunidad para danzar y gritar ritualmente en una "fiesta" hasta que se alcanza el trance y el paroxismo (posición maníaca de la danza, el grito y el canto colectivos). A veces, se acompaña esta vivencia colectiva con el sacrificio de un animal. De la misma manera, el duelo por la muerte de un ser querido, mientras en las sociedades urbanas es vivenciado cada vez más individualmente, e incluso, negado, (lo que comporta un alto coste psicológico depresivo, a corto o medio plazo), en las comunidades "primitivas" es asumido por toda la comunidad. Aquí, el difunto es "llorado y gritado" colectivamente, (con plañideras incluidas) y la muerte es vivenciada como "fiesta" (maníaca) colectiva (tal como sucede en ciertas comunidades negras y gitanas, por poner dos ejemplos cercanos). En las sociedades urbanas, el individualismo queda sobrecargado con el llanto privado y la "culpa" depresiva; en las comunidades "primitivas", por el contrario, la explosión maníaca de la fiesta trágica, diluye el dolor y la depresión entre todo el colectivo25.

Vemos, pues, cómo el análisis transcultural nos ayuda a relativizar ciertos discursos teóricos sobre la depresión. La depresión es un hecho pancultural, pero en cada cultura se ponen de manifiesto dimensiones sintomáticas que son prevalentes y hasta específicas de las diversas culturas.

2. Los tres nombres de la depresión

La historia terminológico-conceptual de la depresión está jalonada, fundamentalmente, por tres vocablos: Melancolía, Acedia, Depresión, que representan las tres perspectivas culturales de la filosofía occidental: cosmológica, teológica y logológica26.

2.1. Melancolía

La Melaina chole (atra bilis, bilis negra) o melancolía provenía de la alteración del equilibrio humoral. De acuerdo con la idea hipocrática (siglos V y IV aJC), la alteración cuantitativa y cualitativa (discrasia) de la "bilis negra" (uno de los cuatro humores corporales) produciría el estado patológico melancólico depresivo.

Aunque la concepción hipocrática adscribe, etiológicamente, la melancolía a un origen "natural" (léase, hereditario y orgánico), existen en la antigüedad clásica greco-romana, posturas eclécticas y aún propiamente psicológico-religiosas en orden a la explicación de la melancolía. Así, Celso (c.50 pJC), Sorano de Éfeso (siglo II pJC), y otros, siguen las enseñanzas hipocráticas, pero introducen factores psicoreligiosos.

No obstante, este eclecticismo no anula la potente influencia hipocrática que se hace patente en tres autores importantes: Rufo de Éfecso (siglo II pJC), el cual afirma que la mente es también factor de melancolía; Areteo de Capadocia (c. 150), que vislumbró la conexión entre manía y melancolía; y Galeno (siglo II pJC), que continuó desarrollando el esquema humoral, aunque introduciendo factores psíquicos. Esta medicina griega, inscrita en el esquema filosófico de la cosmología (la physis como agente explicativo principal), abarca un paréntesis que va desde Hipócrates a Galeno, y que, no obstante, se adentra en la Edad Media a través de las traducciones árabes de los textos griegos (siglos X y XI, edad de oro de la medicina árabe), aportaciones que culminan con las traducciones de Constantino Africano (1220-1287), musulmán que se hace benedictino en Montecasino, y cuyas traslaciones serán de norme influencia en toda la Edad Media y el Renacimiento27.

2.2. Acedia

Después de la invasión bárbara, la cultura se refugia en los monasterios y en las catedrales. Y es, principalmente, en el ámbito del monacato, donde se comienza a hablar de Acedia (accedia, acedia, accidia, acidia), un síndrome de tristeza y dejadez, de inhibición y apatía, de angustia y pereza.

El término griego akédeia, akedía (a--kédos = sin cuidado), es traducido al latín por acedia (en autores como Casiano, Alcuino, Jonas de Orleans), por acidia (Hugo de S. Víctor, Otón de Luques, S. Buenaventura), por accidia (S. Isidoro de Sevilla, S. Tomás de Aquino, R. Lulio), y por taedium vitae (biblia Vulgata, Casiano)28.

El principal introductor del concepto de acedia en Occidente es el monje Juan Casiano, el cual en su libro, De institutis coenobiorum et de octo principalium vitiorum remediis libri XII, (escrito entre el 419 y el 426) introduce la lista de los ocho vicios en los que se incluye la acedia. En esta obra consagra, sobre todo, los capítulos 6-23 del libro X, al spíritus acediae:

Nuestro sexto combate es contra lo que los griegos llaman acedia y que nosotros podemos denominar tedio o ansiedad del corazón. Está emparentada con la aflicción y es especialmente dura para con los solitarios y un enemigo fuerte y peligroso para los que moran en el desierto, siendo especialmente perturbadora para el monje en la hora sexta, como una fiebre que le ataca en las horas regulares, produciendo el ardiente calor de sus ataques en el hombre enfermo, a horas fijas. Por último, alguno de los antiguos dicen que eso es el 'demonio meridiano' del que habla el salmo noventa. Produce disgusto con el lugar, con la celda y desdén y desprecio por los hermanos (...) También hace al hombre perezoso y negligente en cualquier tipo de trabajo que haya que hacer dentro de la clausura de su dormitorio29

Es importante que en sus Collationes, vuelve a enumerar los "ocho vicios principales":

Ocho son los vicios principales que afligen al género humano. El primero es la gula o la glotonería; el segundo, la lujuria; el tercero, la avaricia o el amor al dinero; el cuarto, la ira; el quinto, la tristeza; el sexto, la acedia, esto es, el desabrimiento o tedio del corazón; el séptimo, la jactancia o vanagloria; el octavo, la soberbia.

Dos cuestiones, pues, aparecen con claridad en la obra de Casiano, la definición de "acedia" como "tedio del corazón" (una especie de "tedio vital"), y la enumeración de los "pecados principales" que dará lugar a la posterior lista de los "pecados capitales".

Después de Casiano, será S. Gregorio Magno, el que reforma la lista de los pecados principales, poniendo (en su libro, Moralia in Job) la soberbia como raíz de todos los demás y reemplazando la acedia por la envidia. Esto significa que, según los autores posteriores se inspiraran en Casiano o en S. Gregorio Magno, apareciera o no la acedia en la lista, aunque Rábano Mauro intenta conciliar ambas posturas30. Será, sin embargo, Hugo de S. Víctor el que en el siglo XII, inicia la teoría de los siete pecados capitales, con esta enumeración: soberbia, envidia, ira, acedia, avaricia, gula y lujuria.

El tema de la acedia recorrerá toda la Edad Media, desde su introducción en Occidente por J. Casiano (siglo IV) hasta la posterior perspectiva de los Libros Penitenciales (siglos XII y XIII), planteando las dos cuestiones principales: la descripción de la acedia como vicio, y en segundo lugar, su inclusión dentro de la lista de los "siete pecados capitales".

David de Ausburgo, en el siglo XIII, hace de la acedia un triple retrato:

El vicio de la acedia tiene tres clases. La primera es una cierta amargura de la mente que no se alegra con nada alegre ni edificante. Se alimenta de hastío y abomina la compañía humana. Esto es lo que el apóstol llama tristeza del mundo que fabrica la muerte. Produce la inclinación a la desesperación, hurañía y desconfianza y, a veces, conduce a las víctimas al suicidio al verse oprimidas por la aflicción irracional. Tal tristeza sale, a veces, de una impaciencia previa, a veces del hecho de que se pospone algún deseo o se frustra, y otras veces, de la abundancia de humores melancólicos, en cuyo caso compete al médico más que al sacerdote, prescribir el remedio.

La segunda clase es una especie de indiferencia indolente que induce al sueño y a las comodidades del cuerpo, abomina las dificultades, huye de cualquier tipo de dureza, desfallece en presencia del trabajo y se complace en la ociosidad. Esta es la pereza (pigritia) propiamente dicha.

La tercera clase es el fastidio sólo por todo lo que pertenece a Dios, mientras que en el resto de actividades conserva su actividad y buen humor. La persona sufre esto sin devoción, rehuye los rezos siempre que puede hacerlo y se atreve a ello, se apresura a terminar las oraciones que no tiene más remedio que decir y piensa en otras cosas mientras lo hace, para que no le aburra demasiado la plegaria31.

Como subraya Jackson, los autores espirituales de la Baja Edad Media que se ocupan de la acedia, tienden a distinguir los aspectos "mentales" de los "manuales", en el fondo porque se refieren a la doble actividad de los monjes ("ora et labora"). Hasta el siglo X, la acedia de los monjes es considerada como una tentación diabólica; en el siglo XI se la describe como ociosidad y a partir del siglo XII como pereza y falta de fervor espiritual.

Por una parte, a los "monjes piadosos" se les aplicaba una doble "terapia": a los que eran tentados con la sequedad espiritual ("noche oscura del alma") se les recomendaba la confesión frecuente y la oración. En este sentido, la confesión y la dirección espiritual tenían para los afectados de la tristeza (acedia) un efecto de terapia psicológico-espiritual. Cuando, sin embargo, se les diagnosticaba, por el galeno, el origen "melancólico" de la tristeza, se recomendaba el ayuno purgativo de las grasas y bilis negra.

Sin embargo, cuando los autores de los Libros Penitenciales se dieron cuenta de que el principal fruto de la acedia era la ociosidad, acuñaron la consigna de "contra pereza diligencia". Hay, pues, una doble perspectiva al considerar la acedia como "tristeza" o como "pereza". Ya no se dirige el discurso a los "monjes piadosos", sino que se recrimina a los ociosos y mendicantes vagabundos, así como a la plebe ociosa. Contra estos "perezosos", la confesión era más un remedio de control, de imposición de disciplina y de castigo contra el "pecado mortal y capital de la ociosidad".32

En segundo lugar, la acedia fue considerada como un "pecado capital". Ya J. Casiano había reconocido como los "ocho principales vicios", la gula, la lujuria, la avaricia, la ira, la tristeza, la acedia, la vanagloria y el orgullo. ("nuestro sexto combate (...) es la acedia"). Gregorio Magno fusiona tristeza y acedia, vanagloria y orgullo, añadiendo la envidia. Casiano daba prevalencia a la acedia como fuente de todos los vicios, mientras que Gregorio Magno lo hacía con el orgullo.

Ya hemos anotado, cómo los diversos autores se afilian a una u otra lista (S. Isidoro reproduce las dos), cómo R. Mauro no aprecia diferencias sustanciales entre ambas listas, y cómo Hugo de S. Víctor establece la lista ("definitiva") de los siete pecados capitales: orgullo, envidia, cólera, acedia, avaricia, gula y lujuria.

Estos listados de los Libros Penitenciales, utilizados como guía para los confesores, dejan de un lado el concepto de acedia como "tristitia", "taedium", "anxietas cordis" etc., que nosotros traduciríamos con el lenguajes de S. Juan de la Cruz, como "noche oscura del alma", "sequedad espiritual", "ausencia de Dios" etc., poniendo "de cara a la práctica penitencial" del pueblo, el concepto de acedia como "pigritia", al que contraponen la "diligencia" (actividad del amor).

Durante la Edad Media, pues, coexistían los dos diagnósticos sobre la acedia: el diagnóstico "melancólico" de la tristeza, eximía de culpa, pues se trataba de una enfermedad corporal; mientras que el diagnóstico "diabólico" de la acedia era un pecado al que había que combatir con confesión, oración y trabajo manual.

La influencia de las ideas teológicas de la acedia sobre el pueblo llano fue grande. Casi no existen, hasta nuestros días, curanderos que aborden la curación de la depresión, ya que era un tema reservado a los clérigos.

2.3. Depresión

El Renacimiento supuso una "vuelta" a las ideas de Rufo de Éfeso y de Galeno de Pérgamo. Así, Paracelso (1567) habla de cuatro clases de melancólicos; Th. Elyot (1530) hace referencia al temperamento melancólico y T. Bright (1586) publica un Tratado sobre la melancolía, en el que se desmarca de la etiología pecaminosa de la depresión, constituyendo este libro la primera monografía específica sobre la depresión. En la misma línea están, el médico español F. Vallés (1524-1592), A. du Laurens (1560-1601) y F. Platter (1536-1614). Pero es el "depresivo" clérigo y filósofo inglés R. Burton, el que publica, en 1621, La anatomía de la melancolía, dando un paso adelante respecto a la teoría humoral, teniendo en cuenta los factores psicológicos y distinguiendo entre los estados de hipertimia y distimia.

En el Renacimiento se recupera, pues, la terminología clásica de la melancolía, junto con otros términos similares, como atra bilis (estado atrabiliario, cólera negra), pero se introduce, más allá de la teoría humoral, el concepto psicológico de "temperamento melancólico", concepto que dará lugar, sobre todo en el Romanticismo, a toda una gama de expresiones literarias y populares sobre la melancolía: descontento, abatimiento, soledad, desesperanza, malhumor etc33.

Se puede decir, pues, que es a partir de la obra de R. Burton cuando comienza la nueva concepción "nerviosa" o "mental" de la depresión. El término "depresión" se fragua a partir de la Ilustración. R. Blackmore habla ya en 1725 de "depresión", R. Whytt (1764) habla de "depresión mental" al referirse a la melancolía, Ph. Pinel (1801) alude a la "depresión de espíritu" (abbattement), S. Tuke (1813) se refiere a la "depresión de la mente" y G. M. Beard (1869) habla de "agotamiento del sistema nervioso".

A mediados del siglo XIX, W. Griesinger introduce la expresión "die psychischen Depressionzustände" como sinónimo de melancolía, E. Kraepelin habla de "depresive Wahnsinn" y Esquirol propone el término "lipemanie" en lugar de malancolía.

Conceptualmente, el término se transforma al tener que expresar la bipolaridad de euforia-disforia. Así J.P. Falret (1854) tematiza esta bipolaridad depresiva hablando de "folie circulaire" y Baillarguer a lude a la "folie à double forme", mientras E. Kraepelin (1896) habla ya de "locura maníaco-depresiva" como entidad nosológica independiente34.

Hoy, el término "depresión", utilizado por geógrafos, economistas, sociólogos, psicoanalistas etc., se refiere predominantemente, al síndrome de "hundimiento vital" que estamos estudiando, debido a la grave incidencia epidemiológica de esta enfermedad que padece una gran parte de la humanidad. Es tal su importancia que infunde enorme respeto35, porque comporta un enorme sufrimiento y porque se la ubica como en el fondo de un enorme pozo o en la oscuridad de un túnel del que no se alcanza a ver la salida.

La depresión ha tenido pues, a lo largo del tiempo, tres principales nombres, melancolía, acedia y depresión, que significaban una misma realidad: el abatimiento, la postración, el hundimiento, la distonía, el descenso a la oscuridad vital y a la muerte.

 3. El origen de la depresión

Al abordar el análisis de la depresión en un enfermo es preciso comenzar por construir un diagnóstico etiológico36. La primera dificultad proviene de una distinción, que ya se ha hecho "clásica", pero que a nuestro entender es incorrecta, entre depresiones endógenas y exógenas o reactivas37.

Ya hemos polemizado, al comienzo, sobre la existencia misma de las depresiones "endógenas". De momento, constatemos que "ningún psiquiatra emplea prueba biológica alguna para hacer un diagnóstico de depresión. (...) Se destinan millones de euros a investigaciones que demuestren un origen biológico de la depresión, y no hay un solo test biológico eficaz que haya resultado de esos estudios desde que empezaron".38 Llaman la atención afirmaciones como esta:

Si se trata de efectuar la validación empírica de cualquier prueba diagnóstica para la depresión endógena no hay más remedio que referirse al diagnóstico clínico basado en los antecedentes personales de hipertimia y/o en la presencia de parientes de primer grado con depresión bipolar.39

Es patente la falta de rigor al afirmar, sin más pruebas, que la depresión endógena se da en situaciones de "herencia" y de "trastorno bipolar".

Seguimos, pues, cuestionando la existencia de la distinción entre endógeno y exógeno, para hablar de una sola forma fundamental de depresión que es la que se define como "hundimiento vital", cuyo origen puede ser triple:

a) Las depresiones procedentes de "quiebras biográficas" (pérdidas, sucesos estresantes etc.), que suponen una "ruptura vital" del individuo, el cual precisa de una "reconstrucción biográfica".

b) Las depresiones procedentes de "estados de ansiedad", producidos por trastornos neuróticos de la personalidad.

c) Las depresiones "secundarias", procedentes de alguna enfermedad somática o de la ingesta de sustancias (medicamentos, drogas etc.) que alteran el ritmo vital de la persona.

3.1. Depresiones "biográficas"

En un principio, se las denominó "reactivas" ya que se suponía que, al igual que el estrés, eran producidas por la "respuesta inadecuada del sujeto a algún estresor exterior". La depresión era el producto de un yo incapaz (por sobrecarga emocional) de procesar correctamente el estrés producido por un suceso vital exterior, como la muerte de un ser querido.

F. Alonso las denomina "situacionales", ya que el estrés exterior traumatizante no genera una respuesta meramente puntual de "reacción", sino que el sujeto cambia a una "nueva situación" de duración prolongada. Aquí la "situación" viene a significar "reorientación", "nueva posición".

Otros, sobre todo en el ámbito anglosajón, prefieren el término de "acontecimientos vitales" (life events), ya que representan un cambio intenso y brusco del curso vital del individuo, lo que produce un grave estrés traumático al que sigue una depresión postraumática.

Hemos preferido llamarlas "depresiones biográficas", ya que es el continuum biográfico del individuo o de la comunidad lo que se quiebra (a causa de las "pérdidas" o de "sucesos vitales"). No se trata de un "estresor exterior" ajeno al sujeto, ya que la pérdida se refiere a un objeto afectivo "relacional" que se considera como "propio" (muerte de un ser querido, separación etc.). Es verdad que el sujeto queda, después del "brusco acontecimiento vital", en posición de "resituado", pero en toda quiebra biográfica se rompe, al menos parcialmente, el "hilo conductor" de la vida del sujeto, lo que genera depresión, y cuya curación (como en el caso de la elaboración del duelo por la pérdida) requiere una "restauración biográfica".

La depresión biográfica "por pérdida" hace referencia a la pérdida de un "objeto amado", considerado relacionalmente como parte del sujeto. El sujeto ha quedado mutilado en su yo y en su perimundo (Umwelt).

Los tipos de pérdidas más usuales son:

Pérdida de la vida: muerte o separación de la pareja o persona amada, muerte de otras personas en una experiencia común (terremoto, incendio, guerra, accidente, campo de concentración etc.), desarraigo, emigración, "nido vacío" al abandonar los hijos el hogar parental etc.

Pérdida de espacios: de la casa (donde nació, vivió,..), del barrio o pueblo de la infancia, derrumbes, traslados, migraciones etc.

Pérdida del estatus: paro laboral, pérdida de nivel económico o de influencia social, jubilación, marginación, etc.

Al definir la "pérdida" nos encontramos con una cuestión importante, y es si la pérdida produce sólo "tristeza" o además "depresión".

S. Freud, en su conocido trabajo, La aflicción y la melancolía (1917) dice que la aflicción es la tristeza por la pérdida de un ser querido, la cual no se considera patológica; mientras que el "melancólico" "sabe a quién ha perdido, pero no lo que con él ha perdido". "En la aflicción, el mundo aparece desierto y empobrecido a los ojos del sujeto. En la melancolía, es el yo el que ofrece esos rasgos a la consideración del paciente".

En la aflicción "duele la muerte", la "pérdida". La muerte o la pérdida, por mucho que se esperen, siempre son una sorpresa. La elaboración del duelo suele realizarse mediante el "luto", que es una manera de "com-padecer" con el difunto, de "morir" (socialmente) con él. La elaboración del duelo, cuando más exterior y grupalmente compartida, es menos dolorosa; cuanto más inhibida e individual, es mucho más lacerante40.

La melancolía depresiva y la aflicción comparten síntomas. En el duelo y la melancolía coexisten el ánimo dolorido, la tristeza, el desánimo, el llanto etc., pero se diferencian en una cosa: en la melancolía el sujeto habla de sí mismo como de otra persona ("psicosis depresiva"). El melancólico ha incorporado a su interior la persona muerta, por lo cual se autoacusa, se autodevalúa, se autoculpa.

Cuando la "pérdida" genera tristeza, es posible elaborarla a través de un proceso y tiempo prudencial (tiempo del duelo y el luto). Pero, cuando está dominada por la autodevaluación y la autoculpa, tenemos ya depresión o melancolía41.

Los temas de "pérdida" más comunes son los de muerte y separación, accidente grave que cambia la vida, pérdida de estatus económico y social etc. Pero, quizá uno de los más actuales y menos estudiados sea el de la "pérdida del espacio y tiempo vitales", que afecta, sobre todo, a los inmigrantes. Desde que en 1569 se certificó la muerte de un soldado por nostalgia (gestorben von Heimwe), hasta que en 1688 se acuña la palabra nostalgia42, comienza una preocupación por el tema que se ha incrementado en nuestros días. Muchos inmigrantes son capaces de elaborar el duelo por la lejanía, pero otros sufren graves depresiones. En este sentido, vemos que, mientras la posición del muerto es la de "enterrado", la del inmigrante es la de "desterrado", sin mundo43.

3.2. Depresiones "neuróticas"

Las depresiones "neuróticas" aparecen en los individuos, generalmente, con personalidad neurótica, que a causa de la reactivación de un conflicto psíquico, sufren un agravamiento de los estados de ansiedad. La personalidad neurótica (en sus tres principales manifestaciones: histérica, fóbica y obsesiva) activa estados de ansiedad, por lo que a veces, se la denomina, "depresión ansiosa", y muchos psiquiatras la denominan inadecuadamente, "depresión atípica", sobre todo cuando se dan elementos histéricos (en la psiquiatría biologista no suele reconocerse la existencia de la histeria y por ello centran, casi siempre, sus análisis en las "depresiones anancásticas" u obsesivas).

Resulta notoria la distancia de análisis sobre las "depresiones neuróticas" entre los psiquiatras biologistas y los psicoanalistas, siendo los segundos los que las analizan con competencia. En primer lugar, no tiene mucho sentido definir la depresión neurótica como contraposición a la depresión psicótica, y en segundo lugar, sin tener un concepto claro de neurosis, difícilmente puede entenderse el concepto de "depresiones neuróticas".

En la neurosis, el conflicto interno que genera ansiedad proviene de la deficiente manera en que se ha construido la personalidad del individuo (generalmente en la interacción con los padres en la infancia). Algunos autores afirman que las neurosis no son categoriales sino dimensionales, es decir, que todos los individuos tienen un alto o bajo nivel de neuroticismo, con la consiguiente presencia de una menor o mayor nivel de ansiedad.

La ansiedad tiene como principales manifestaciones somáticas, los vértigos angustiosos, la opresión precordial y epigástrica, parestesias en las extremidades, ahogo respiratorio etc.; mientras que el cuadro psíquico viene dominado por la ansiedad generalizada (estados timéricos que pueden llegar al pánico, inseguridad, hipocondría, irritabilidad, sentimientos de culpa etc.).

Es muy conveniente diferenciar, en la depresión neurótica, si ésta está dominada por estados de ansiedad histéricos (en los cuales, la extroversión y la teatralidad colocan al sujeto depresivo en el centro del grupo de referencia, y cuya tendencia al suicidio es muy baja, aunque se presente como "llamada de atención"); o si, por el contrario, está dominada por estados de ansiedad obsesivos (en los cuales, la culpabilidad, la inhibición, el autocastigo, la ambivalencia sado-masoquista etc, producen mayor tendencia hacia el suicidio).

3.3. Depresiones "secundarias"

Llamadas por F. Alonso, "sintomáticas", están producidas por alguna enfermedad física o por la ingesta de medicamentos o drogas.

La "secundariedad"44 es manifiesta al proceder de afecciones primarias, tanto cerebrales como extracerebrales, así como por causa de la ingesta de drogas medicamentosas o estimulantes. Sin entrar a considerar aquí las depresiones secundarias producidas por enfermedades físicas, la acción del médico en la prescripción farmacológica, hace que algunos autores llamen a las procedentes de la ingesta medicamentosa, depresión yatrógena. Hay que distinguir, sin embargo, entre una depresión procedente de la acción médica como el "hospitalismo", o las "amputaciones" (que son casos típicos de "pérdida"), de la acción farmacógena propiamente dicha. Capítulo aparte merecería el creciente autoconsumo de drogas estimulantes que provocan dependencia45, y que, evidentemente, no son prescritas por los médicos.

La vulnerabilidad a la depresión, unida a la ingesta de estas substancias, suele tener un efecto depresiógeno, sobre todo con los fármacos neurolépticos, en los que se aprecia, incluso, una tasa mayor de inducción al suicidio.

No vamos a detenernos, sino brevemente, en las substancias drogodependientes (cafeína, nicotina, alcohol, cocaína, heroína etc.), las cuales, después de producir un efecto euforizante puntual ("subidón"), vuelven a hundir al individuo que las toma, en una postración depresiógena.

El exceso de consumo de medicamentos y drogas dependientes constituye uno de los problemas sanitarios más importantes de nuestro tiempo, a la vez que producen un efecto depresiógeno.

4. El síndrome depresivo

Concluiremos este trabajo sobre la dimensión antropológica de la depresión, tratando de "definir" y "demarcar" el síndrome (conjunto de síntomas) que identifican a la depresión, sobre todo, desde una perspectiva sociocultural.

4.1. La construcción de la vivencia depresiva

El comienzo de la depresión suele ser, en un 80% gradual. generalmente durante algunas semanas de "gestación" de la depresión, con síntomas prodrómicos que avisan que llega el estado depresivo, aunque, tanto la rapidez como la aparición de determinados síntomas previos y no otros, varía mucho, según los individuos.

Generalmente, los primeros síntomas que aparecen son, la "ruptura del sueño", el malestar al despertarse y durante toda la mañana, el enlentecimiento físico y mental, el llanto etc. Junto a estos elementos "objetivos", aparecen las vivencias "subjetivas", como la tristeza, la baja autoestima, la hipocondría, el aburrimiento, las dudas obsesivas, la inhibición y falta de interés para comunicarse, el abandono personal etc.

El comienzo rápido, alrededor del 20%, se da en las pérdidas súbitas (accidentes, muertes, intentos de suicidio fallidos, un diagnóstico de enfermedad grave como sida, cáncer etc.) lo que comporta que el individuo "se viene abajo" de golpe.

Después de esos comienzos, progresivos o súbitos, se alcanza el "cuadro completo" que define que un individuo está deprimido, es decir, que ha caído en un "hundimiento vital", tan doloroso, que prefiere cualquier otra enfermedad e incluso, que le hace desear la muerte, se trata de "un mundo saturado de sufrimiento de vivir" (F. Alonso).

No es fácil encontrar descripciones de "cuadros sintomáticos completos" de la depresión. Un primer intento entre nosotros lo constituyó la edición del Ministerio de Sanidad y Consumo de España, del libro Las depresiones en la clínica cotidiana46. Más recientemente (1988), F. Alonso ha presentado un "cuadro completo tetradimensional" a base de: humor depresivo, anergia, discomunicación y ritmopatía, que seguimos en líneas generales.

4.2. Tetradimensionalidad de la depresión

Podemos agrupar los síntomas que construyen el síndrome depresivo en cuatro dimensiones que facilitarán, tanto la construcción del diagnóstico de la depresión, así como una didáctica analítica de los rasgos interiores del hecho depresivo.

4.2.1. El "humor depresivo"

No nos referimos a la "bilis negra" (melancolía), sino al "humor que ve todo negro", a la "desvinculación" con el mundo, al "desapego a la vida". La metáforas vivenciales de "estar en el fondo de un pozo", de "estar en un túnel oscuro", de "estar en un lugar que se va estrechando", son expresivas de esta amargura existencial. El depresivo piensa que "muriendo se acabaría el sufrimiento de vivir", que "muriendo se arreglarían todos los problemas", que "muriendo pagaría la culpa por algo".

El "humor depresivo" sustituye el narcisismo egocéntrico por el "vaciamiento del yo", sin proyectos de futuro, sin posibilidad de gozar de la vida; por el contrario, se siente devaluado en su autoestima, tiene ideas de ruina respecto al mundo exterior y, sobre todo, se siente culpable, lo que puede llevarle al suicidio.

4.2.2. La "anergia"

La depresión se caracteriza por la falta de "pulsión vital", por el vaciamiento y enlentecimiento somático y psíquico de la vitalidad.

Esta falta de energía vital comienza con apatía, aburrimiento, pasotismo, desmotivación, alejamiento e inhibición; le siguen amnesias anestésicas, rigidez e inmovilismo, insensibilidad y astenia. No son extraños, en este estado de anergia depresiva, la total desmotivación sexual, la inapetencia alimentaria, la desmotivación laboral etc.

Podríamos distinguir, para una mayor claridad, entre un enlentecimiento físico (fatiga, movimientos lentos, descoordinación motriz, sensación de sentirse cansado aunque no se haya hecho nada etc.), y un enlentecimiento cognitivo (déficit de memoria, falta de concentración, desconexión comunicativa tanto emisora como receptiva, sensación de "me cuesta trabajo pensar" etc.).

4.2.3. La "discomunicación"

En la depresión hay un notable descenso de la comunicación (escrita, hablada, gestual, ritual, de indumentaria, proxémica, protésica, estética, ornamental etc.). El depresivo emite poca comunicación personal (pocas palabras, gestos aversivos y hostiles, mirada perdida y facies depresiva etc.), y se expresa sobre todo a través de los síntomas (humor depresivo, anergia, llanto, quejas etc.); pero, tampoco admite suficiente comunicación exterior ya que se inhibe del mundo que le rodea (incapacidad de sintonizar, empobrecimiento en la recepción de mensajes, introversión etc.).

La discomunicación depresiva es baja, cualitativa y cuantitativamente, tanto en la emisión como en la recepción de mensajes (descenso en los niveles de abstracción, racionalización y conceptualización de los contenidos), pero sobre todo, en la urdimbre afectiva y emocional (inhibición afectiva para con los otros, incluidas las personas queridas; incapacidad de compartir emociones placenteras y hasta displacenteras), por lo que parece comportarse como un "autista". Esta discomunicación se quiebra a veces por excesivas demandas de cuidado (sobreprotección y dependencia), por la irritabilidad y hasta la agresividad.

4.2.4. La ritmopatía

Los trastornos en el ritmo circadiano (sueño roto, mañanas inhibidas y mejora por las tardes, alteración de los horarios alimentarios etc.), de los ritmos estaciónales (mayor incidencia depresiva en otoño y primavera), la especial percepción del tiempo en el depresivo (mayor interés por el pasado, aislamiento de la realidad presente y negación del futuro), el enlentecimiento anérgico del "pasar las horas" de la "lenta duración de la actividad" etc.).

Uno de los trastornos más importantes del depresivo lo constituyen las roturas de los tiempos del sueño y la vigilia. El depresivo suele tener un insomnio tardío (se acuesta y duerme tarde), sueño fragmentado y con frecuentes pesadillas, pocas horas de sueño y sentimiento de no haber descansado. Tras un despertar precoz, queda postrado en la cama con ausencia de luz (persianas bajadas) hasta, más o menos, al mediodía: Por la tarde, suelen experimentar una cierta mejoría. Son escasos los depresivos con hipersomnia y empeoramiento por las tardes. La ritmopatía puede verse acrecentada por los cambios de turnos laborales (turnos de día y de noche), por los vuelos transmeridianos (de este a oeste y viceversa).

También son considerables los cambios de ritmo, no sólo transmeridiamos, sino de latitud (de norte a sur y viceversa), las horas de luz y sol, los efectos de la temperatura ambiental etc.

4.3. Diagnóstico clínico

Las depresiones pueden ser unipolares y bipolares. Las primeras se manifiestan como episodios disfóricos (en la población occidental) o como episodios maníacos (en no pocas poblaciones "primitivas"); las depresiones bipolares alternan los episodios maníacos con los episodios disfóricos. Como apuntábamos al principio, no está demostrado que las depresiones bipolares sean endógenas, mientras que a todas las demás se las considera unipolares. A menudo se han confundido los episodios maníacos con manifestaciones esquizofrénicas. Puede afirmarse que el 90% de los depresivos son unipolares.

La duración media de las depresiones es de menos seis meses, siendo en el 70% de los casos inferior a cuatro meses. El riesgo de suicidio se concentra en los comienzos de la depresión y en las semanas siguientes a la "curación" (alta terapéutica), así como en las depresiones secundarias (ingesta de neurolépticos, alcoholismo, drogadicción, sensación de fracaso etc.).

Las depresiones se cronifican cuando se obtiene un beneficio primario (una madre guarda luto depresivo por la muerte de su hijo en accidente con la moto que ella le compró, de lo cual se siente culpable. No puede dejar de "expiar la culpa" a través de la depresión), cuando hay una "resistencia" a los antidepresivos (resistencia objetiva y "subjetiva"). La cronicidad alcanza al 20% de los depresivos.

La demarcación del síndrome depresivo suele hacerse a través de un conjunto de síntomas, de los cuales, un tercio pertenece al humor depresivo, otro tercio a la anergia y otro tercio se lo reparte la discomunicación y la ritmopatía. Pero, generalmente, estos listados de síntomas varían con las culturas47.

5. Conclusión

La dimensión antropológica de la depresión se caracteriza por constituir una "quiebra biográfica", en la que se estanca el "impulso vital", olvidando el pasado, viviendo al margen del presente y negando la posibilidad de futuro.

Antropológicamente, la depresión afecta a todo el ser humano, el soma y la psique, pudiéndola definir como una "vivencia existencial de la muerte", en la que se sufre en todo el ser, se sufre por vivir. El depresivo va entregándose lentamente a la muerte desde el "hundimiento vital" en que se encuentra.

Como patología, la depresión es un síndrome multiaxial que se manifiesta a través de grupos de síntomas (ritmopatía, discomunicación, anergia, humor depresivo). Sin embargo, esta sintomática depresiva se manifiesta de diferente manera en las diversas culturas, pudiéndose, por lo tanto, realizar un análisis transcultural del síndrome depresivo.

El organicismo biologista ha pretendido definir, reductoramente, la depresión como una "enfermedad endógena", relegando a la categoría de "trastorno reactivo o exógeno" las demás formas depresivas. Defendemos, sin embargo, que la depresión no es inteligible al margen de la cultura y de las culturas en concreto, y que la conducta normal y patológica no pueden alcanzar pleno sentido al margen de la perspectiva cultural. Hay que recordar constantemente que el ser humano se organiza socialmente (y se desorganiza y enferma) en el marco de una cultura.

La depresión constituye, en Occidente, el fenómeno epidemiológico número uno, de ahí que hayamos considerado oportuno abordar su estudio, siendo a la vez el síndrome donde se encuentran más implicaciones antropológicas. Recordando una vez más a C. Ballús, "si un trastorno humano merece ser calificado de 'antropológico', aquel es la depresión".

La depresión, como "hundimiento vital" nos traslada al estudio del hombre desde su cara oculta, la del deseo de morir a causa del sufrimiento por vivir.

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Notas

1. C. Ballús, "Depresión, realidad humana", en, Anthropologica, 5/6, 1989:9. 
2. F. Alonso, La depresión y su diagnóstico, Barcelona: Labor, 1988:2.; "El estudio de la depresión aporta muchos datos positivos para el conocimiento del ser humano. La visión del ser humano a través de la depresión nos permite captar cualidades humanas profundas e insondables, difícilmente cognoscibles por otras vías" (Ibid, 1988:14). 
3. "Lo que podríamos llamar error norteamericano actual consiste en haber clasificado la depresión en el DSM III (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders) como un trastorno afectivo. Anteriormente, muchos clínicos participábamos de un error análogo. Por mi parte, había sucumbido a esa postura equivocada, proponiendo incluso, para los cuadros depresivos e hipertímicos, la denominación de fasodistimia, que significa 'trastorno afectivo de evolución fásica'. Si podemos hablar hoy de error norteamericano es por haber mantenido esta postura, institucionalizándola, en cierto sentido, como el corpus representativo de la psiquiatría de este país" (F. Alonso, 1988:2-3). 
4. Cfr. La sugerente página de F. Alonso sobre la antropología de la depresión (Ibid. 1988:14-15). 
5. "La palabra enfermedad hace referencia al cuerpo, al soma y no a la psique", "Las neurosis no son enfermedades. El criterio médico de enfermedad es indefendible en este caso, ya que en los trastornos neuróticos no existe una causa orgánica subyacente que actúe como tal, provocando el espectro clínico típico de estos cuadros. Por el contrario, sin olvidar la implicación de los factores de orden somático en la comprensión holística de las neurosis, el peso etiológico del trastorno recae sobre contingencias fundamentalmente psicológicas" (J. Vallejo, Introducción a la psicopatología y a la psiquiatría, 1985:410. El biologismo reduccionista de tales afirmaciones resulta patente en este libro que tomamos como ejemplo, porque se ha convertido en uno de los principales manuales introductorios para psiquiatras y psicologos. Este libro constituye una muestra del biologismo imperante en las facultades de medicina, donde se afirman como "trastornos" y no como enfermedades a las depresiones exógenas, llamadas "reactivas". 
6. Desde que apareció la imipramina (1957) como primer antidepresivo, otros psicotrópicos (neurolépticos, antidepresivos, ansiolíticos e hipnóticos, principalmente) cambiaron el mundo de la psiquiatría. Los primeros antidepresivos tenían la desventaja de las graves contraindicaciones. Con la introducción de los ISRS y su mejor tolerancia, el uso de antidepresivos se ha extendido a gran número de pacientes, dentro de la estrategia de ampliación del consumo de antidepresivos, propugnada por los laboratorios, los cuales, en sus propagandas, los presentan como el talismán de la eficacia. La aparición del Prozac (1987), saludado como "la aspirina de la depresión", fue el comienzo del consumo masivo de antidepresivos, mayormente recetados por los médicos de familia. Un estudio del 2005, publicado por el Ministerio francés de Salud, habla de un crecimiento del 6'7 del consumo de depresivos en Francia, entre 1980 y 2001, con una factura que creció, de los 84 millones a los 543 millones de euros, en los últimos veinte años. Todo el mundo sabe que los laboratorios farmacéuticos controlan estadísticamente la venta de los fármacos y de los que los recetan, como práctica habitual. 
7. La psiquiatra Sylvia Simpson, del Johns Hopkins Hospital afirmó: "si parece una depresión, trátelo como una depresión" (cit. por F. Calvillo, 2003:132). Sin comentarios. El psiquiatra biologista, desde su lógica, no se interesa por los "relatos" del paciente que van más allá de la descripción de los síntomas corporales. ¿Cómo se va a interesar, si los aspectos reactivos no son biológicos?. A veces, mientras "escucha breves minutos" al paciente, escribe simultáneamente la receta farmacológica. 
8. "A principios de siglo [s. XX], aparece en psiquiatría el concepto de endógeno. Junto al soma y a la psique, pues, se presenta el 'endon' como tercer 'campo de causas'. Su caracterización es, en principio, extremadamente incierta. Parece pertenecer a la región del soma (...), parece desplegar en lo somático procesos muy determinados, si bien aún no demostrables, de los que proceden aquellas notables alteraciones de lo psíquico que se designan como psicosis endógenas (...) Hasta ahora, lo endógeno viene a ser lo criptógeno, propiamente dicho" (H. Tellembach, 1976:38). D. Barcia (1982) defiende que lo endógeno no debe entenderse como "etiológico", sino como el "marco interno", donde puede desarrollarse el proceso. Lo mismo opina N. Andreasen: "A la vista de estos hechos, hay una corriente de opinión, cada vez más fuerte, que tiende a definir el carácter de endogeneidad de la depresión, desde el punto de vista fenomenológico, es decir, por los rasgos clínicos, y a ignorar, en la definición, el papel de los factores precipitantes" (N. Andreasen, 1985:74). De todas las maneras, los que admiten las depresiones "endógenas" les otorgan, como mucho, un volumen del 6% de la totalidad de las depresiones, lo cual dejaría a la depresión, en un altísimo tanto por ciento, "fuera de la psiquiatría biologista". 
9. F. Calvillo, 2003:61."Sorprende que la inexistencia de pruebas que demuestren el origen biológico de la depresión no lleve a renunciar a tal creencia, y no podemos pensar que se trate de una cuestión de inteligencia y racionalidad mermadas lo que determina tan injustificada como firme convicción. Definitivamente, quienes así lo piensan no pueden considerarse incultos ni tontos. La creencia no tiene que ver con la inteligencia, sino con los ideales. Buscamos, en el cuerpo, la disfunción bioquímica causal, sostenidos por la ideología de nuestros tiempos. El cientifismo nos promete que, aunque todavía no la hayamos encontrado, la encontraremos y, mientras tanto, cualquier resultado obtenido al administrar un tratamiento químico o físico será interpretado como probatorio del origen orgánico de la depresión" (F. Calviño, 2003:85). 
10. De ahí que por algunos autores sea considerada la depresión como una "psicosis". 
11. F. Alonso, 1988:9. "La depresión acredita, una vez más por tanto, su filiación vital al no ser habitualmente un trastorno psíquico puro, sino un trastorno psicofísico. Su cuadro clínico, suficientemente desarrollado, en forma más o menos completa, comprende rasgos psicopatológicos y alteraciones corporales funcionales. La depresión es, a la vez, psicomorfa y somatomorfa. Y desde del principio suele surgir con este carácter". (Ibid., 1988:9). 
12. "Si al mono se le provoca un traumatismo psíquico apartándolo del grupo y manteniéndolo aislado, los niveles de serotonina descienden hasta un 50%, y desarrolla entonces conductas agresivas, tanto hetero como autodestructivas. Otros estudios demuestran que esas conductas se ven suavizadas si al mono se le administran antidepresivos. (...) Cualquiera puede deducir que un ser humano sufriría semejantes modificaciones ante una situación similar, y efectivamente, es algo que sucede con frecuencia. (...) Pero la perversión del pensamiento está en que, tras tamaña demostración de que los niveles de serotonina cambian cuando hay modificaciones en la vida de relación, se haga caso omiso de ello y se siga extendiendo el rumor de que es la vida de relación la que cambia cuando cambian los niveles del neurotransmisor" (F. Calviño: 2003: 55-56). 
13. F. Alonso, 1988:6. 
14. "Las diferencias en la depresión según las culturas y los momentos históricos son muy importantes cuantitativa y cualitativamente. Los datos que poseemos nos permiten afirmar que la sociedad occidental actual es profundamente depresiógena. La depresión alcanza en ella su vértice epidemiológico, como si fuera un fenómeno social propio" (F. Alonso, 1988: 16). 
15. En verdad, para poder manejar el concepto de 'transcultural' en la depresión, en primer lugar, deberíamos tener previamente, un depurado concepto de lo qué es depresión y de lo qué es cultura. Para no caer en equívocos, definiremos la cultura como un conjunto de elementos interactivos fundamentales, generados y compartidos por los miembros de una organización, al tratar de conseguir la misión que da sentido a su existencia (Á. Aguirre, 2004:159); y, definiremos la depresión como, hundimiento vital, en el que se sufre en todo el ser, se sufre por vivir (Cfr. F. Alonso, 1988:14). 
16. Cfr. Á. Aguirre, Estudios de etnopsicología y etnopsiquiatría, Barcelona: Marcombo (1994); Cfr. también, R. F. Fouraste, Introduction a l´ethnopsychiatrie, Paris: Privat (1985); G. Devereux, Ensayos de etnopsiquiatría general, Barcelona:Barral ([1970]1973); A. Polaino, "Factores sociales, cultura y depresión", Anthropologica, 5/6,1989:47-66. 
17. En la introducción del DSM IV hay un apartado dedicado a "Consideraciones étnicas y culturales" donde se afirma: "Se ha hecho un importante esfuerzo en la preparación del DSM IV para que el manual pueda usarse en poblaciones de distinto ámbito cultural (tanto dentro como fuera de los EE.UU.). Los médicos visitan diariamente a personas de diferentes grupos étnicos y culturales (incluidos inmigrantes). La valoración diagnóstica puede constituir un reto cuando un clínico de un grupo étnico determinado usa el DSM IV para evaluar a un paciente de otro grupo étnico. Un médico que no esté familiarizado con los matices culturales de un individuo puede, de manera incorrecta, diagnosticar como psicopatológicas variaciones normales del comportamiento, de las creencias y de la experiencia que son habituales en su cultura" (DSM IV, pág. xxiii). 
18. G: Devereux, Ensayos de etnopsiquiatría general, Barcelona:Barral (1973); G. Roheim, Psicoanálisis y antropología, Buenos Aires: Ed. Sudamericana; F. Laplantine, Introducción a la etnopsiquiatría, Barcelona: Gedisa (1977). 
19. F. Laplantine, 1977:129-130. 
20. Cfr. A. Cunqueiro, Escola de menciñeiros, Vigo:Galaxia (1986); D. García Sabell, Análise existencial do home galego enfermo, Vigo: Galaxia (1991); A. Rodríguez López, "Depresión y cultura en la medicina popular gallega", Anthropologica, 5/6, 1989: 133-141. 
21. Cfr. M. de Noronha, "Trastornos mentales específicos de la cultura", en Revista de Psiquiatría de la Facultad de Medicina de Barcelona , 25,1998:131-138 
22. Los estudios de E. Kraepelin (1904) en Java; los de H. van Lom (1928) en Malaya; los de J. Cooeper (1934) en los Ojibas; los de M. Opler (1956), H. Collomb (1965, 1972), J. Bustamante (1959, 1975), E.D. Wittkower (1959, 1975) etc; las revistas: Curare (Alemania), Trascultural Psychiatric Research (Canadá) etc., han puesto de manifiesto la realidad de la transculturalidad en psiquiatría. 
23. F. Alonso, 1988: 16. 
24. R. Bastide, La réve, le transe y la folie, Paris (1972: 237-238). 
25. Cfr. L.V. Thomas, Antropología de la muerte, México:FCE, (1983). 
26. Cfr., el sabio libro de M. Buber, ¿Qué es el hombre?, (1942 en hebreo). "El sistema de Hegel representa, dentro del pensamiento occidental, la tercera gran tentativa de seguridad: después de la cosmológica de Aristóteles y la teológica de Sto Tomás, tenemos la logológica de Hegel" (edición, México: FCE, 1964: 44). 
27. Cfr. La importante obra, S. W. Jackson, Historia de la melancolía y la depresión. Desde los tiempos hipocráticos a la época moderna., Madrid:Turner (1989), a quien seguimos frecuentemente en este apartado. 
28. El término acedia y su significación moral proviene de autores orientales, como Orígenes y Evagrio Póntico. Orígenes ya habla de la tentación del espíritu cercana a la lasitud. Por su parte, Evagrio Póntico (+399) en su obra, De octo viciosis cogitationibus, habla de "ocho demonios": "El demonio de la acidia, llamado también demonio meridiano, es el más grave o peligroso de todos: ataca al monje hacia la hora cuarta y asedia al alma hasta la hora octava..." le llama demonio del mediodía en alusión al Salmo 90,6 (mal traducido por los Setenta). S. Juan Climaco (+600) por su parte, dice: "Acedia est animi remissio, mentis enervatio, neglectus religiosae exercitationis...Languida est in psalmodia, ad preces infirma...Coenobium repugnat acediae...Acedia et ignavia totum virtutis thesaureum dissipat" (Enchir.Ascéticum). S. Juan Damasceno (+749) en su libro, De spiritibus nequitiae, enumera ya los ocho "espíritus de malicia": gula, lujuria, avaricia, tristeza, ira, acedia, vanagloria, soberbia.Algunos autores intentan presentar a Sto. Tomás de Aquino como el gran tratadista de la acedia: "Opino que fue S.T., el primer escritor que ofreció una explicación clara y precisa del vicio de la acidia. Esta explicación perdura hasta nuestros días, aunque no sea siempre bien entendida" (Manzanedo, 2007:288). Pero, es más acertado el juicio de Llinarès cuando dice: "Pour clore cette liste, non exhaustive, des précurseurs de Llull, citons Thomas d'Aquin et Bonaventure. Rien de nouveau chez ces deux auteurs. Pour Thomas d'Aquin, l'acédie n'est rien d'autre qu'une certaine tristesse". (A. Llinarès, 1989:50). 
29. J. Casiano, Instituciones de los Cenobios, X,1. Reproducimos parte del famoso texto latino se Casiano: "Sextum nobis certamen est, quod Graeci akedían vocant, quod nos taedium sive anxietatem cordis possumus nuncupare. Adfinis haec tristitiae ac solitariis magis experta et in heremo commorantibus infestior hostis ac frecuens, maxime circa horam sextam monachum inquietans" (ibid, X,1.). 
30. "Acediam autem unde Gregorius in supra dicta principalium vitiorum dinumeratione nihil dixit, aiunt eam sub tristitiae nomine intelligere voluisse, unde et Cassianus: Accedia quam nos inquit, taedium sive anxietatem cordis possumus nuncupare affinis est tristitiae. His autem sententiis manifeste probatura quia Gregorius et Cassianus de octo principalibus vitiis uniformiter senserunt" (R. Maurus, De vitiis et virtutibus). 
31. S. Jackson, 1989:73. 
32. La pereza era la madre de todos los vicios: "Homo accidiosus ad agendum bonum est piger, sed ad agendum malum est velox et solicitus" (R. Lulius, Ars generalis ultima, IX,9,25). "Accidia, peccatum mortale ...,cum quo accidiosus dolet de bonis proximi, sed gaudet de malis illius" (ibid. IX, 9). 
33. Cfr. C. Gurméndez, La melancolía, Madrid: Espasa Calpe (1994). 
34. Cfr. S. W. Jackson, Historia de la melancolía y la depresión, Madrid: Turner, 1989. 
35. "Depresión es una de las muy pocas palabras que, usadas por la psiquiatría, no se emplean en la calle para el agravio. Prácticamente. La totalidad de las patologías mentales consideradas por la psiquiatría han prestado sus nombres para la afrenta de los ciudadanos entre sí. Todas menos esa: depresión". (F. Calviño, 2003:24). Se insulta con términos como: histérico, paranóico, psicópata, obsesivo-compulsivo, ninfómana, etc., pero no motejando a alguien como "depresivo". 
36. "El diagnóstico nosológico cursa fundamentalmente, siempre que ello sea posible, por la vía etiológica, mediante el estudio de los datos familiares, la personalidad previa, la situación, los acontecimientos de vida, las sustancias administradas (medicamentos y drogas) y los trastornos somáticos, con el concurso de los datos semiológicos y evolutivos que mantengan una cierta correspondencia con alguna clase etiológica de la depresión" (F. Alonso, 1988:110). 
37. Si a esto se añade la asimilación de lo endógeno a lo psicótico y de lo reactivo (exógeno) a lo neurótico, las dificultades para evaluar con propiedad el hecho depresivo se multiplican. 
38. F. Calviño, 2003:57. La escala de Newcastle, la más citada y seguida, que distingue entre endógeno y exógeno con cierta rotundidad, no puede darse por validada para la depresión endógena (Cfr. F. Alonso, 1988:127). 
39. F. Alonso, 1988:126. 
40. Cfr. L.V. Thomas, Antropología de la muerte, México: FCE, 1983; J.L. Tizón, Pérdida, pena, duelo, Barcelona: Paidós, 2004. 
41. "Si oímos pacientemente las múltiples acusaciones del melancólico, acabamos por experimentar la impresión de que las más violentas resultan con frecuencia muy poco adecuadas a la personalidad del sujeto, y, en cambio, pueden adaptarse, con pequeñas modificaciones, a la otra persona, a la que el enfermo ama, ha amado o debía amar. Siempre que investigamos estos casos, queda confirmada la hipótesis, que nos da la clave del cuadro patológico, haciéndonos reconocer que los reproches con los que el enfermo se abruma corresponden en realidad a otra persona, a un objeto erótico, y han sido vueltos contra el propio yo" (S. Freud, 1917). Un ejemplo nos lo aclarará: "Cada vez que lo pienso, paréceme que no debo estar aquí. Manolo tenía los mismos años que yo; los dos teníamos 34. ¿Por qué tuvo que morir él y no yo?. Yo no tengo por qué ser distinta, no tengo derecho a tener algo que él no tiene. Siento, aquí dentro, como si yo tuviera también, algo de culpa por esto. Es que soy cobarde y no tengo fuerza para hacerlo, pero mi deber era estar con él. Es algo que sientes y que no puedes decir a todo el mundo, pero ahora callo; tengo que desfogar esto" (M. Gondar, Mulleres de mortos, Vigo: Xerais, 1991:88). Esta "culpa" sólo solía encontrar remedio en la autoculpación en la confesión religiosa o en el diálogo con el terapeuta. 
42. Cfr. J. Hofen, Disertatio medica über Nostalgia oder Heimwe, (1688); Zimmerman, Der nostalgische Phänomen in zur Psuchologie du Lebenskrise, Frankfurt: Adad Verlag (1962) 
43. Cfr, J.L. Tizón (Coord.) Migraciones y salud mental, Barcelona:PPU,1993; J.L. Tizón, Pérdida, pena y duelo, Barcelona: Paidós (2004);I. Badillo, "Psicopatologías en la migración. Duelo y depresión en la población migrante", en F. Herrera (Coord.) Inmigración, interculturalidad y convivencia, Ceuta: IEC (2002) pp.153-168; A. Aguirre, "La identidad cultural en la migración" en F. Herrera (Coord.), Inmigración, interculturalidad y convivencia, Ceuta: 2002, p. 119-138. 
44. Somos conscientes de las discusiones sobre el concepto de depresiones primarias y secundarias. Aquí, utilizamos el concepto de depresión secundaria, en el sentido de que estas depresiones proceden de otras enfermedades o de la ingesta de medicamentos o drogas dependientes. 
45. Vale la pena reproducir el listado de las sustancias farmacológicas con efecto depresiógeno, que cita F. Alonso (1988: 175): 
a) Psicofármacos: Psicorrelajantes y ansiolíticos (benzodiacepinas); Betabloqueantes (propanolol, pindolol etc.); Sedantes e hipnóticos (barbitúricos); Psicoestimulantes (anfetaminas, metilfenidato); Antipsicóticos incisivos y mixtos (perfenacina, haloperidol, productos retardados etc.); Antimorfínicos (pentazozina, que es un agonista-antagonista morfínico y naltrexona, que es un antagonista morfínico cada vez más empleado en la terapia de los drogadictos); Antialcohólicos (disulfirán); Antimaniacos (alfametilparatiroxina). 
b) Diversos medicamentos: Inhibidores del apetito o anorexígenos (fenfluramina, fenmetrazina y otros); Tónicos cardíacos (digitálicos); Antihipertensores (reserpina, alfametildopa, clonidina, guanetidina, betadinina, hidralazina, diuréticos derivados de la tiazida); Productos colinérgicos (colina, fisostigmina y otros anticolinesterásicos); Substancias antiparkinsonianas (levodopa, carbidopa, amantadina); Contraceptivos orales (estrógenos, progesterona); Corticosteroides (ACTH, cortisona, glucocorticoides); Antibióticos (cicloserina); Antimicóticos; Antiartríticos o antirreumáticos (fenilbutazona, indometazina);Antitumorales (vinblastina, vincristina); Nutrición parental total y prolongada; Curas de adelgazamiento; Diversos (baclofén, cimetidina). 
c) Substancias dependígenas sin acción terapéutica: Alcohol etílico; Productos cannábicos; Lisergida; Mescalina (peyotl); Tabaco. 
46. C. Ballús y otros, Las depresiones en la clínica cotidiana, Madrid: MSC, 1981, texto redactado para ayudar a un correcto diagnóstico de las depresiones, por un comité de psiquíatras. 
47. "Los esfuerzos norteamericanos por mejorar el diagnóstico con arreglo a un procedimiento estrictamente descriptivo y lineal condujeron al DSM III. 'Ninguna de las series de criterios han alcanzado aceptación general o se han mostrado más útiles que otros' (Zisook et alt., 1980, 1981). 'Aunque parece legítimo el empleo de sistemas de diagnóstico y clasificación de las enfermedades mentales, apoyándose sobre criterios semiológicos definidos, como los del DSM III, surge la duda de si estos criterios concebidos para los EE.UU. son válidos en otras muestras culturales' (Delile y Bourgeois, 1986). 'Con las nosologías 'oficiales' actuales se ha ganado en rigor, pero se ha perdido en riqueza potencial para el pensamiento psiquiátrico'" (De Praingy et alt., 1984). (cits, por F. Alonso, 1988:99).