"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

La belleza


George Batialle - El erotismo
La contradicción fundamental del hombre

Así, a través de los cambios, volvemos a encontrar la oposición entre la plétora del ser que se desgarra y se pierde en la continuidad, y la voluntad de duración del individuo aislado. Si llega a faltar la posibilidad de la transgresión, surge entonces la profanación. La vía de la degradación, en la que el erotismo es arrojado al vertedero, es preferible a la neutralidad que tendría una actividad sexual conforme a la razón, que ya no desgarrase nada. Si la prohibición deja de participar, si ya no creemos en lo prohibido, la transgresión es imposible, pero un sentimiento de transgresión se mantiene, de hacer falta, en la aberración. Ese sentimiento no se fundamenta en una realidad perceptible. Sin remontarnos al inevitable desgarro para el ser destinado a la muerte por la discontinuidad, ¿cómo captaríamos la verdad de que sólo la violencia, una violencia insensata, que quiebre los límites de un mundo reductible a la razón, nos abre a la continuidad?

Estos límites los definimos de todas las maneras: partiendo de la prohibición, de Dios, o incluso de la degradación. Y siempre, una vez definidos sus límites, salimos de ellos. Dos cosas son inevitables: no podemos evitar morir, y no podemos evitar tampoco «salir de los límites». Morir y salir de los límites son por lo demás una única cosa.

Pero, saliendo de los límites, o muriendo, nos esforzamos en escapar del pavor que la muerte produce, y que también la visión de una continuidad más allá de esos límites puede dar.

Cuando se quiebran los límites, prestamos, si hace falta, la forma de un objeto. Nos esforzamos en considerarla un objeto. Con nuestras solas fuerzas, sólo obligados, en los estertores de la muerte, llegamos hasta el extremo. Y siempre buscamos el modo de engañarnos, nos esforzamos en acceder a la perspectiva de la continuidad que supone el límite franqueado, sin salir de los límites de esta vida discontinua. Queremos acceder al más allá sin tomar una decisión, manteniéndonos prudentemente más acá. No podemos concebir nada, imaginar nada, como no sea en los límites de nuestra vida, más allá de los cuales nos parece que todo se borra. Más allá de la muerte, en efecto, comienza lo inconcebible, que de ordinario no tenemos el valor de afrontar. Y, sin embargo, lo inconcebible es la expresión de nuestra impotencia. Lo sabemos, la muerte no borra nada, deja intacta la totalidad del ser, pero no podemos concebir la continuidad del ser en su conjunto a partir de nuestra muerte, a partir de lo que muere en nosotros. De ese ser que muere en nosotros, no aceptamos sus límites. Esos límites queremos franquearlos a cualquier precio; pero al mismo tiempo habríamos querido excederlos y mantenerlos.

En el momento de dar el paso, el deseo nos arroja fuera de nosotros; ya no podemos más, y el movimiento que nos lleva exigiría que nosotros nos quebrásemos. Pero, puesto que el objeto del deseo nos desborda, nos liga a la vida desbordada por el deseo. ¡Qué dulce es quedarse en el deseo de exceder, sin llegar hasta el extremo, sin dar el paso! ¡Qué dulce es quedarse largamente ante el objeto de ese deseo, manteniéndonos en vida en el deseo, en lugar de morir yendo hasta el extremo, cediendo al exceso de violencia del deseo! Sabemos que la posesión de ese objeto que nos quema es imposible. Una de dos: o bien el deseo nos consumirá, o bien su objeto dejará de quemarnos. No lo poseemos más que con una condición: la de que, poco a poco, se aplaque el deseo que nos produce. ¡Pero antes la muerte del deseo que nuestra propia muerte! Nosotros nos satisfacemos con una ilusión. La posesión de su objeto nos dará sin que muramos el sentimiento de llegar al extremo de nuestro deseo. No solamente renunciamos a morir: anexamos el objeto al deseo, cuando en verdad el deseo era de morir; anexamos el objeto a nuestra vida duradera. Enriquecemos nuestra vida en lugar de perderla.

En la posesión se acentúa el aspecto objetivo de lo que nos había llevado a salir de nuestros límites.2 El objeto que la prostitución designa para el deseo (en sí, la prostitución no es otra cosa que el hecho de ofrecer al deseo), pero que nos oculta en la degradación (si la baja prostitución hace de él una basura), se ofrece para ser poseído como un bello objeto. La belleza es su sentido. Constituye su valor. En efecto, la belleza es, en el objeto, lo que lo designa para el deseo. Esto es así en particular si el deseo, en el objeto, apunta menos a la respuesta inmediata (a la posibilidad de exceder nuestros límites) que la larga y tranquila posesión.

La oposición en la belleza entre la pureza y la mancha

Al hablar de la belleza de una mujer, evitaré hablar de la belleza en general.3 Sólo quiero comprender y limitar el papel de la belleza en el erotismo. En rigor, es posible admitir de manera* elemental que, en la vida sexual de los pájaros, sus plumajes multicolores y sus cantos desempeñan una función precisa. No hablaré de lo que significa la belleza de esos plumajes o de esos cantos. No quiero entrar a discutirla; y, del mismo modo, admitiré que unos animales son más o menos bellos según la respuesta que den al ideal de la forma correspondiente a su especie. Pero no por ello la belleza es menos subjetiva; varía según cuál sea la inclinación de quienes la aprecian. En ciertos casos, podemos creer que unos animales la aprecian como nosotros, pero la suposición es arriesgada. Sólo tomo nota del hecho de que, en la apreciación de la belleza humana, debe entrar en juego la respuesta dada al ideal de la especie. Ese ideal varía, pero se da en un tema físico susceptible de variaciones, entre las cuales algunas son muy poco agraciadas. El margen de interpretación personal no es tan grande. Sea como fuere, debía tomar nota de un elemento muy simple, que entra en juego tanto en la apreciación que hace un hombre de la belleza animal como de la humana. (La juventud se añade en principio a ese elemento primero.)

Llego así a otro elemento que, por ser menos claro, no entra menos en juego en el reconocimiento de la belleza de un hombre o de una mujer. En general a un hombre o a una mujer se les juzga en la medida en que sus formas se alejan de la animalidad.

La cuestión es difícil y, en ella, todo se enmaraña. Renuncio a examinarla con detalle. Me limitaré a mostrar que la cuestión merece ser planteada. La aversión de lo que, en un ser humano, recuerda la forma animal, es cierta. En particular, el aspecto del antropoide es odioso. El valor erótico de las formas femeninas está vinculado, me parece, a la disipación de esa pesadez natural que recuerda el uso material de los miembros y la necesidad de una osamenta; cuanto más irreales son las formas, menos claramente están sujetas a la verdad animal, a la verdad fisiológica del cuerpo humano, y mejor responden a la imagen bastante extendida de la mujer deseable. Más adelante hablaré del sistema piloso, cuyo sentido en la especie humana es singular.

De lo que he dicho, me parece necesario tomar nota de una verdad indudable. Pero la verdad contraria, que sólo se impone en un lugar segundo, no está menos garantizada. La imagen de la mujer deseable, la primera en aparecer, sería insulsa —no provocaría el deseo— si no anunciase, o no revelase, al mismo tiempo, un aspecto animal secreto, más gravemente sugestivo. La belleza de la mujer deseable anuncia sus vergüenzas; justamente, sus partes pilosas, sus partes animales. El instinto inscribe en nosotros el deseo de esas partes. Pero, más allá del instinto sexual, el deseo erótico responde a otros componentes. La belleza negadora de la animalidad, que despierta el deseo, lleva, en la exasperación del deseo, a la exaltación de las partes animales.

El sentido último del erotismo es la muerte. Hay, en la búsqueda de la belleza, al mismo tiempo que un esfuerzo para acceder, más allá de una ruptura, a la continuidad, un esfuerzo para escapar a ella.

Ese esfuerzo ambiguo nunca deja de serlo.

Pero su ambigüedad resume y reproduce el movimiento del erotismo.

La multiplicación altera un estado de simplicidad del ser; un exceso derrumba los límites y lleva de alguna manera al desbordamiento.

Siempre se da un límite con el cual el ser concuerda. El identifica ese límite con lo que es. Es presa del horror cuando piensa que ese límite puede dejar de ser. Pero nos equivocamos tomándonos en serio el límite y el acuerdo que el ser le da. El límite sólo se da para ser excedido. El miedo (el horror) no indica la verdadera decisión. Al contrario, de rebote, incita a franquear los límites.

Si lo experimentamos, ya sabemos que se trata entonces de responder a la voluntad inscrita en nosotros de exceder los límites. Queremos excederlos, y el horror experimentado significa el exceso al cual debemos llegar; al cual, si no hubiese el horror previo, no habríamos podido llegar.

Si la belleza, cuyo logro es un rechazo de la animalidad, es apasionadamente deseada, es que en ella la posesión introduce la mancha de lo animal. Es deseada para ensuciarla. No por ella misma, sino por la alegría que se saborea en la certeza de profanarla.

En el sacrificio, la víctima era elegida de tal manera que su perfección acabase de tornar sensible la brutalidad de la muerte. La belleza humana, en la unión de los cuerpos, introduce la oposición entre la humanidad más pura y la animalidad repelente de los órganos. De esa paradoja de la suciedad que en el erotismo está en oposición a la belleza, los Cuadernos de Leonardo da Vinci dan esta expresión sorprendente: «El acto de apareamiento y los miembros de los que se sirve son de una fealdad tal, que si no hubiese la belleza de las caras, los adornos de los participantes y el arrebato desenfrenado, la naturaleza perdería la especie humana». Leonardo no ve que el atractivo de una cara bella o de un vestido bello actúa en la medida en que esa cara bella anuncia lo que el vestido disimula. De lo que se trata es de profanar esa cara, su belleza. De profanarla primero revelando las partes secretas de una mujer; y luego colocando ahí el órgano viril. Nadie duda de la fealdad del acto sexual. Del mismo modo que la muerte en sacrificio, la fealdad del apareamiento hace entrar en la angustia. Pero cuanto mayor sea la angustia —en la medida de la fuerza que tengan los partenaires—, más fuerte será la conciencia de estar excediendo los límites, conciencia decidida por un éxtasis de alegría. Que situaciones y costumbres varíen según los gustos, no puede hacer que, de manera general, la belleza (la humanidad) de una mujer no concurra a hacer sensible —y chocante— la animalidad del acto sexual. Nada más deprimente, para un hombre, que la fealdad de una mujer, sobre la cual la fealdad de los órganos o del acto no se destaca. La belleza es importante en primer lugar por el hecho de que la fealdad no puede ser mancillada, y que la esencia del erotismo es la fealdad. La humanidad significativa de la prohibición es transgredida en el erotismo. Es transgredida, profanada, mancillada. Cuanto mayor es la belleza, más profunda es la mancha.

Las posibilidades son tan numerosas, tan escurridizas, que el cuadro de los diversos aspectos decepciona. De la una a la otra, son inevitables repeticiones y contradicciones. Pero el impulso, una vez comprendido, no deja nada oscuro. Siempre se trata de una oposición donde vuelve a encontrarse el paso de la compresión a la explosión. Los caminos cambian, la violencia es la misma, e inspira a la vez horror y atracción. La humanidad degradada tiene el mismo sentido que la animalidad; la profanación tiene el mismo sentido que la transgresión.

A propósito de la belleza, he hablado de profanación. Tanto como eso, hubiera podido hablar de transgresión, puesto que la animalidad, en relación con nosotros, tiene el sentido de la transgresión, pues el animal ignora la prohibición. Pero el sentimiento de estar profanando nos es más inmediatamente inteligible.

No he podido, sin contradecirme y sin repetirme, describir un conjunto de situaciones eróticas que, por lo demás, de hecho están más cercanas las unas a las otras de lo que podría hacer pensar una idea preconcebida por distinguirlas. Debía distinguirlas para conseguir que fuese evidente, a través de las vicisitudes, lo que está en juego. Pero no hay ninguna forma donde no pueda aparecer un aspecto de la otra. El matrimonio está abierto a todas las formas del erotismo. La animalidad se mezcla con la degradación, y el objeto del deseo puede destacarse, en la orgía, con una precisión que nos deja estupefactos.

Del mismo modo, la necesidad de hacer que sea perceptible una verdad primera borra otra verdad, la de la conciliación,4 sin la cual el erotismo no existiría. Debía insistir sobre la alteración que imprimí al movimiento inicial. En sus vicisitudes, el erotismo se aleja en apariencia de su esencia, que lo vincula a la nostalgia de la continuidad perdida. La vida humana no puede seguir sin temblar —sin hacer trampas— el movimiento que la arrastra hacia la muerte. La he representado haciendo trampas —zigzagueando— en los caminos de los que he hablado.

Notas:

1. ¿Cómo hemos imaginado, en el camino de la continuidad, en el camino de la muerte, la persona de Dios, que se preocupa por la inmortalidad individual, que se ocupa de un cabello de un ser humano? Sé que, en el amor de Dios, a veces ese aspecto se disipa; que, más allá de lo concebible, de lo concebido, se revela la violencia. Sé también que la violencia, lo desconocido, nunca han significado la imposibilidad del conocimiento y de la razón. Pero lo desconocido no es el conocimiento, la violencia no es la razón, la discontinuidad no es la continuidad que la quiebra, que la mata. Ese mundo de la discontinuidad es llamado, en el horror, a concebir —puesto que, a partir de la discontinuidad, el conocimiento es posible— la muerte, es decir, el más allá del conocimiento y de lo concebible. La distancia, pues, es débil entre Dios, en quien coexisten violencia y razón (continuidad y discontinuidad) y la perspectiva del desgarramiento abierta a la existencia intacta (la perspectiva de lo desconocido abierta al conocimiento). Pero ahí está la experiencia que designa en Dios el medio para salir de ese delirio al cual pocas veces llega el amor de Dios, que designa en Dios al «Buen Dios», garante del orden social y de la vida discontinua. Lo que, en su culminación, alcanza el amor de Dios es en verdad la muerte de Dios. Pero por ese lado no podemos conocer nada que sea el límite mismo del conocimiento. Eso no significa que la experiencia del amor de Dios no nos dé las más verdaderas indicaciones. No debemos sorprendernos de que los datos teóricos no falseen la experiencia posible. La búsqueda es siempre la de la continuidad, a la cual llega el «estado teopático». Las vías de esta investigación nunca son derechas.
2. Negándonos a nosotros mismos como objetos.
3. Tengo plena conciencia del carácter incompleto de estos desarrollos. He querido dar una visión de conjunto coherente del erotismo, pero no su cuadro exhaustivo. Aquí me refiero esencialmente a la belleza femenina. Sólo es, en este libro, una laguna entre otras muchas.
4. Del deseo con el amor individual, de la duración de la vida con la atracción hacia la muerte, del frenesí sexual con el cuidado de los hijos.