"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

La dialéctica de Hegel


Hans-Georg Gadamer
Prólogo

La dialéctica de Hegel es una fuente constante de irritación. Incluso a aquellas personas que han sabido atravesar el torbellino lógico del Parménides de Platón, les produce una mezcla de decepción lógica y entusiasmo especulativo. Yo me cuento entre esa clase de personas. Y desde el principio de mi carrera me propuse la tarea de poner en mutua relación la dialéctica antigua y la dialéctica hegeliana, de modo que se aclarasen una a otra. Pero no por eso fue mi intención ponerme a reflexionar sobre este método, o si se quiere no-método, del pensamiento para obtener un juicio definitivo sobre él, sino para no dejar inexhausto el reino de intuiciones que este enigmático modo de conocimiento permite extraer con la mediación de los conceptos. Por mucho que pueda decirse sobre las cavilaciones lógicas de la dialéctica, por mucho que pueda, asimismo, preferirse la «lógica de la investigación» a la «lógica del concepto», la verdad es que la filosofía no es simplemente investigación. La filosofía ha de incorporar, dentro de sí misma, la anticipación de la totalidad que impulsa a nuestra voluntad de saber y que se plasma en la totalidad de nuestro acceso al mundo por medio del lenguaje, y debe dar cuenta de ello por la vía del pensamiento. Ésta es una necesidad insoslayable de la razón humana, incluso en la era de la ciencia y de la particularización de la misma, que prolifera en todas las direcciones de la investigación especializada. La filosofía no puede, pues, desdeñar la oferta del pensamiento dialéctico.
Habiéndome educado en el bien montado taller conceptual de la fenomenología, y tras haber sido llevado primero por Nicolai Hartmann y después por Martin Heidegger a una confrontación con la lógica de Hegel, me ha estimulado el desamparo que se siente al tener que encararse con la pretensión hegeliana de restaurar la idea de demostración filosófica. Así, a lo largo de decenios, me ha acompañado la tarea de introducir claridad en la productiva oscuridad del pensamiento dialéctico y aprender a exhibir la sustancia de su contenido. A pesar de estos decenios de esfuerzos, el resultado fue sólo discreto. Entre el Escila de la pedante clarificación lógica y el Caribdis de la incontrolada entrega al juego dialéctico, era difícil mantenerse en el punto medio. Pero inmensamente más difícil resultaba poder comunicar lo que había logrado verificar, siguiendo el curso del pensamiento especulativo, sin volver a convertirlo en enigma. Sin la ayuda que puede ofrecer el sustrato griego que hay en el pensamiento de Hegel, mi fracaso hubiera sido aún mayor. Por esta razón presento los siguientes ensayos, que espero que puedan ayudar a aprender a deletrear a Hegel.
Los tres primeros, que constituyen el núcleo de este breve volumen y son fragmentos de un libro no escrito, analizan algunas partes de la Fenomenología del espíritu y de la Ciencia de la lógica. Les sigue el texto de una conferencia en que traté de los años de Hegel en Heidelberg, una época que ha sido decisiva para la formación del sistema hegeliano. El capítulo final lo constituye un trabajo, hasta ahora inédito, que contempla las diferencias y semejanzas entre Hegel y Heidegger, y es reproducción de una conferencia que el pasado invierno pronuncié en Italia.

CAPÍTULO PRIMERO
Hegel y la dialéctica de los filósofos griegos


El método, desarrollado por los filósofos antiguos, de extraer las consecuencias de hipótesis contrarias entre sí —método que podía, como señala Aristóteles2, ser practicado incluso sin saber el «qué» de las cosas de las que se estuviese tratando—, fue restaurado en el siglo XVIII por la dialéctica trascendental kantiana de la razón pura, en la medida en que Kant reconoció la necesidad que arrastra a la razón a enredarse en contradicciones. Los seguidores de Kant: Fichte, Schelling, Schleiermacher y Hegel se adhirieron a la demostración de la necesidad de tal dialéctica, superaron la valoración negativa de la misma y reconocieron en ella una posibilidad peculiar de la razón humana para trascender los límites del entendimiento. Todos ellos eran conscientes del origen clásico de la dialéctica; así, por ejemplo, Schleiermacher hizo suyo el arte platónico de conducir un diálogo. Pero la dialéctica de Hegel, si se la compara con el uso que sus contemporáneos hacen de dicho método, ocupa una posición enteramente propia.
Hegel se percató de la ausencia de un verdadero rigor metódico en el uso que sus contemporáneos hacían de la dialéctica, y, de hecho, su procedimiento dialéctico es enteramente distinto y peculiar. Se trata de una progresión inmanente, que no pretende partir de ninguna tesis impuesta, sino más bien seguir el automovimiento de los conceptos, y exponer, prescindiendo por entero de toda transición designada desde fuera, la consecuencia inmanente del pensamiento en continua progresión. Encarecidamente insiste en que las introducciones, divisiones de capítulos, epígrafes, etc., no constituyen propiamente parte del cuerpo del desarrollo científico, sino que sirven tan sólo a una necesidad externa. De acuerdo con ello, Hegel critica a sus contemporáneos (Reinhold y Fichte, entre otros) por partir de la forma de la proposición o de los principios en su exposición de la filosofía. Frente a ello, él considera su propio procedimiento como el verdadero redescubrimiento de la demostración filosófica, cuya forma lógica no puede ser la que conocemos por la exposición sistemática de la geometría, según Euclides, y que fue analizada por Aristóteles en su Organon.
Muy verosímilmente está aludiendo Hegel a esta separación de la analítica respecto de la dialéctica, cuando escribe en el Prefacio de la Fenomenología: «Una vez que la dialéctica se ha separado de la demostración, el concepto de demostración filosófica estaba, de hecho, perdido» (Phän., 53)
Por razones de contenido, este pasaje podría referirse también, sin duda, a la destrucción de la metafísica dogmática del racionalismo y su método matemático de demostración —una destrucción que Hegel atribuye a Kant y a Jacobi (XV, 543 ss., cf. 608). De acuerdo con esta interpretación, el concepto de demostración filosófica habría sido eliminado por la crítica de Kant a las demostraciones de la existencia de Dios, y esta pérdida habría dado lugar al romántico y «metódico proceder del presentimiento y el entusiasmo». Pero el contexto nos enseña que, según Hegel, el concepto de demostración filosófica no es, en absoluto, correctamente entendido cuando se pretende imitar con él el método matemático de la demostración. Opera también aquí una secular referencia a la degradación de la dialéctica a un simple medio auxiliar preparatorio, similar a la efectuada por Aristóteles al hacer objeto de crítica lógica a la dialéctica de Platón. Pero esta circunstancia no debiera hacernos olvidar el hecho de que Hegel redescubre en Aristóteles, sin embargo, las más profundas verdades especulativas. Pues, de hecho, Hegel subraya de modo expreso que el método de la demostración científica lógicamente analizado por Aristóteles, la apodíctica, en modo alguno se corresponde con el procedimiento filosófico que Aristóteles realmente practica. Pero, en cualquier caso, Hegel no contempla el modelo de su concepto de demostración en Aristóteles, sino más bien en la dialéctica eleática y platónica. Con su propio método dialéctico Hegel pretende haber reivindicado el método platónico de dar cuenta o razón, de efectuar la prueba dialéctica de todas las suposiciones sobre un problema. Y esa pretensión no es mera jactancia. Por el contrario, Hegel ha sido realmente el primero en captar la profundidad de la dialéctica platónica. Es el descubridor de los diálogos platónicos propiamente especulativos, Sofista, Parménides y Filebo, que no existían en absoluto para la conciencia filosófica del siglo XVIII, y solamente gracias a él fueron reconocidos como el auténtico núcleo de la filosofía platónica por todo el periodo subsiguiente, hasta los impotentes intentos, hacia mitad del siglo XIX, de probar que estas obras eran espúreas.
Ciertamente, tampoco la dialéctica platónica, ni siquiera la del Sofista, es, según Hegel, una dialéctica «pura», porque parte de proposiciones supuestas, que no son, como tales, derivadas unas de otras en su necesidad. De hecho, para su ideal metódico de demostración filosófica, Hegel puede confiar menos firmemente en el Parménides, esta «suprema obra de arte de la antigua dialéctica» (Phän., 57), o en cualquier otro de los diálogos tardíos, que en el estilo general de la conducción socrática del diálogo, a la que ensalza por esa plástica inmanente que es la autoforjación del pensamiento. Él advirtió, sin duda correctamente, que el incoloro papel que juegan los interlocutores del diálogo socrático sirve para favorecer el desarrollo del pensamiento, de acuerdo con una consecuencia inmanente. Alaba a los interlocutores socráticos por ser jóvenes sinceramente moldeables, que están dispuesto a renunciar a la pertinacia y arbitrariedad de las propias ocurrencias que pudieran perjudicar el desarrollo del pensamiento. El grandioso monólogo del propio filosofar dialéctico de Hegel satisface, ciertamente, su ideal del inmanente autodespliegue del pensamiento con una conciencia metódica enteramente distinta, que se basa mucho más en el ideal cartesiano de método, en el aprendizaje del catecismo y en la Biblia. Así se entrelaza de peculiar manera en Hegel su admiración por los antiguos con la conciencia de la superioridad de la verdad moderna, determinada por el cristianismo y su renovación en la Reforma.
El tema general de la edad moderna, la querelle des anciens et des modernes, encuentra en la filosofía de Hegel su monumental teatro de batalla. Por esta razón, antes de adentrarnos en la inspección de las diversas referencias particulares de Hegel a los paradigmas griegos, convendría detenerse a considerar su propio punto de vista sobre este viejo debate entre los antiguos y los] modernos. En el Prefacio a la Fenomenología escribe: «El tipo de estudio de los tiempos antiguos se distingue del de los tiempos modernos en que aquél era, en rigor, el proceso de formación plena de la conciencia natural. Ésta se remontaba hasta una universalidad corroborada por los hechos, al experimentarse especialmente en cada parte de su ser allí y al filosofar sobre todo el acaecer. Por el contrario, en la época moderna el individuo se encuentra con la forma abstracta ya preparada; el esfuerzo de captarla y apropiársela es más bien el brote no mediado de lo interior y la abreviatura de lo universal más bien que su emanación de lo concreto y de la múltiple variedad de la existencia. He ahí por qué ahora no se trata tanto de purificar al individuo de lo sensible inmediato y de convertirlo en sustancia pensada y pensante, sino más bien de lo contrario, es decir, de realizar y animar espiritualmente lo universal mediante la superación de los pensamientos fijos y determinados. Pero es mucho más difícil hacer que los pensamientos fijos cobren fluidez, que hacer fluir a la existencia sensible» (Phän., 30).
Este pasaje nos enseña que lo especulativo y, en el sentido de Hegel, productivo de la filosofía antigua reside en que lo individual es purificado del modo de conocimiento del sentido inmediato y es elevado a la universalidad del pensamiento. Es claro que Hegel está pensando aquí, sobre todo, en Platón y Aristóteles. Y la gran realización de Platón consistió precisamente en haber desvelado como una ilusión la certeza del sentido y la opinión en ella arraigada, y haber instalado al pensamiento en una situación de independencia que le permite aspirar a conocer la verdad de la realidad en la universalidad pura del pensar, sin interferencia de la intuición sensible.
En Platón reconoce Hegel la primera elaboración de la dialéctica especulativa. Porque lo que hace Platón es algo más que limitarse a confundir lo particular —eso también lo hacían los sofistas —, para así dejar que surja mediatamente lo universal: sino que, por el contrario aspira a contemplar lo universal, «aquello que debe valer como determinación», tomado puramente en sí mismo, lo cual significa, según Hegel, mostrarlo en su unidad con su contrario. Y precisamente por ello es Aristóteles para Hegel el verdadero adoctrinador del género humano, puesto que es maestro en reducir las más diversas determinaciones a un sólo concepto: recoge todos los momentos de una representación, que se le aparecían desperdigados e inconexos, sin dejar fuera las determinaciones ni establecer primero una y luego otra, sino juntándolas todas en una sola. En la universalidad del análisis ve también Hegel el elemento especulativo en Aristóteles.
Inversamente, la tarea de la filosofía moderna consiste, según Hegel, en realizar lo universal e «infundirle espíritu» mediante la abolición de los pensamientos fijos y determinados. Luego nos ocuparemos de ver lo que esto significa. Bástenos por ahora extraer de esta profunda contraposición entre lo antiguo y lo moderno, expuesta por Hegel en el Prefacio de la Fenomenología, la indicación de que la filosofía antigua era capaz de estar más cerca que la nueva de la fluidez de lo especulativo, porque los antiguos conceptos aún no han sido desarraigados del suelo de la pluralidad concreta, a la que deben concebir: son determinaciones aún por elevar a la universalidad de la autoconciencia, y en las cuales es pensado «todo lo que ocurre» en la conciencia del lenguaje natural. Por ello la antigua dialéctica tiene para Hegel la característica general de ser siempre dialéctica objetiva. De acuerdo con su propio sentido esta característica puede ser tenida por negativa, pero no en el sentido moderno: lo nulo no es nuestro pensar, sino el mundo como lo aparente mismo (cfr. XIII, 327). Pero de la contraposición de la antigua filosofía con la nueva, resulta que la mera elevación a la universalidad del pensamiento no puede ser suficiente. Queda aún la tarea de descubrir en esta universalidad, inmediatamente corroborada, la «pura certeza de sí mismo», la autoconciencia. Ésta es, según Hegel, la deficiencia de la conciencia filosófica de la antigüedad: que el espíritu está aún enteramente inmerso en la sustancia —o dicho en términos hegelianos: que la sustancia es el concepto sólo «en sí»—, que aún no se sabe en su ser-para-sí, como subjetividad, y, por tanto, aún no es consciente de que al concebir lo que ocurre se encuentra a sí mismo.
Si de acuerdo con lo anterior la dialéctica antigua representa para Hegel estos dos momentos, ambos —positivo y negativo— serán también decisivos para la dialéctica hegeliana. Esto quiere decir que la dialéctica hegeliana querrá ser «objetiva» y no una mera dialéctica de nuestro pensar, sino de lo pensado, del concepto mismo. Y como tal dialéctica del concepto, tendrá que completar la evolución hasta desarrollarse en concepto del concepto, en concepto del espíritu mismo.
Cuando uno se percata de la esencial unidad de esta doble pretensión, subjetiva y objetiva, resulta claro que no sólo no es alcanzado el sentido de la dialéctica hegeliana cuando se ve en ella meramente una mecánica subjetiva del pensar, o, como dice Hegel, «un columpiante sistema subjetivo de raisonnement, donde falta el contenido» (Enz. § 81). Se comete un error no menos gigantesco cuando se juzga la dialéctica de Hegel en términos de la tarea que se propusiera la metafísica académica de los siglos XVIII y XX: concebir la totalidad del mundo en un sistema de categorías. Entonces la dialéctica hegeliana se convierte en el intento, sin dirección ni perspectiva, de construir este sistema del mundo como un sistema universal de relaciones de conceptos.
Desde la crítica de Trendelenburg al comienzo de la lógica hegeliana, crítica que impugna la coherencia interna de la superación de las contradicciones dialécticas en una unidad más alta, este segundo malentendido ha encontrado general audiencia. Trendelenburg no creía decir nada crítico al demostrar que el progreso dialéctico del ser y la nada hacia el devenir presupone ya la intuición del movimiento: como si no fuera el movimiento de la autoconciencia el que se piensa a sí propio en todas las determinaciones del pensamiento, y también en la del ser. La crítica de Trendelenburg todavía sigue convenciendo a Dilthey, lo cual constituye en éste una barrera última en su esfuerzo por reconocer lo que hay de valioso y permanente en la dialéctica hegeliana. También Dilthey entiende la lógica de Hegel como el intento de concebir la totalidad del mundo en un sistema de relaciones de categorías, y critica a Hegel por haber caído en la decisiva ilusión de querer desarrollar en la totalidad del mundo el sistema de las relaciones lógicas en él contenidas, sin un apoyo similar al que había tenido Fichte en la autointuición del yo. Como si Hegel no hubiese declarado expresamente ya en el periodo de Jena, según relata Rosenkranz, que lo absoluto «no necesita dar inmediatamente al concepto la forma de la autoconciencia y llamarle, por ejemplo, «yo», para poder recordar-se siempre a sí mismo en el objeto de su saber... Sino que para el saber, como unidad de la autoconciencia universal e individual, es precisamente este elemento y esencia suya el objeto y el contenido de su ciencia, y debe, por tanto, ser expresado de una manera objetiva. Y así él es el ser. Y en este ser, como simple y absoluto concepto, lo absoluto se sabe a sí mismo inmediatamente como autoconciencia, de modo que con este ser no se le ocurre haber expresado algo contrapuesto a la autoconciencia.." Para el que desconozca este punto, será ciertamente el progreso lineal de la evolución dialéctica del concepto «un hilo muerto y sin fin», y se le antojará, como después de Dilthey les ocurrió también a otros (J. Cohn, N. Hartmann), empeñados en el mismo intento de valorar positivamente la dialéctica hegeliana, haber elevado una objeción al proclamar que el sistema de relaciones de los conceptos lógicos es más polifacético y contiene más dimensiones, y que Hegel lo ha reducido frecuentemente por la violencia a la línea unitaria de su progreso dialéctico.
Esta objeción puede tener algo de razón, sólo que no es objeción. Hegel no necesita negar, y él lo sabe, que su exposición no siempre alcanza la necesidad de la cosa. Por tanto, no se recata, en reiterados cursos contiguos de despliegue dialéctico, de volver siempre a acercarse de un modo nuevo y distinto a la verdadera articulación estructural de la cosa. Por otra parte, no se trata tampoco de ningún construir arbitrario, que siguiese un hilo carente de genuina ordenación consecuencial. Pues lo que determina el desarrollo dialéctico no son las relaciones conceptuales en cuanto tales, sino más bien el hecho de que en cada una de estas determinaciones del pensamiento se piensa a sí el «sí mismo» de la autoconciencia, que reclama enunciar cada una de estas determinaciones y que sólo al final, en la «idea absoluta», alcanza empero su plena representación lógica. El automovimiento del concepto, que Hegel intenta seguir en su lógica, descansa, por tanto, enteramente en la absoluta mediación de la conciencia y su objeto, de la que Hegel hizo tema expreso en su Fenomenología del espíritu. Ésta prepara el elemento del saber puro, que en modo alguno es un saber de la totalidad del mundo. Pues no es el mero saber de los entes, sino que, con el saber de lo sabido, es siempre al mismo tiempo saber del saber. Este es el sentido expresamente establecido por Hegel, de la filosofía trascendental. Sólo porque el objeto sabido no puede ser jamás separado del sujeto que sabe —lo cual quiere decir que cuando está en su verdad es en la autoconciencia del saber absoluto—, hay un automovimiento del concepto.
Para la dialéctica de la Fenomenología del espíritu vale algo similar. Su movimiento es el movimiento de la superación de la diferencia entre saber y verdad, sólo a cuyo final surge la total mediación de la misma, la figura del saber absoluto. Sin embargo, también esta dialéctica presupone ya el elemento de saber puro, del pensarse-a-sí-mismo en el pensar de todas las determinaciones. Es bien sabido que Hegel se ha guardado expresamente contra el malentendido que considera a su Fenomenología del espíritu como una introducción propedéutica que no tiene todavía el carácter de la ciencia. Por el contrario, es precisamente el camino que eleva la conciencia común a conciencia filosófica, en el curso del cual es abolida la distinción en la conciencia, la fisura entre conciencia y objeto, lo que constituye el objeto de la ciencia fenomenológica. Esta última se sitúa ya en el nivel de la ciencia, en el cual es superada esa diferencia. Una introducción que preceda a la ciencia es algo que no puede darse. El pensamiento comienza consigo mismo, vale decir, con la decisión de pensar.
Así, sea que se considere a la lógica o a la fenomenología o a cualquier otra parte de la ciencia especulativa, la ley que gobierna el movimiento de esta dialéctica tiene su fundamento en la verdad de la filosofía moderna, que es la verdad de la autoconciencia. Simultáneamente, sin embargo, la dialéctica hegeliana representa también una readmisión de la dialéctica antigua, y ciertamente de un modo tan explícito como jamás se le ocurrió a nadie antes de Hegel, ni en la Edad Media ni en la Edad Moderna. Esto pueden ilustrarlo ya los más tempranos proyectos de su sistema, en la llamada Lógica de Jena. Ciertamente, la construcción dialéctica es allí bastante más laxa. Las disciplinas tradicionales de la filosofía representan la estructura de la totalidad de manera aún relativamente inconexa. La maestría dialéctica de Hegel se acredita mejor aquí en los detalles del análisis, que no ha logrado aún llevar a término la tarea de integrar el legado de la tradición en un proceso dialéctico unitario. Pero precisamente este carácter inacabado del todo permite reconocer en los pormenores, con particular nitidez, el origen histórico del material elaborado por Hegel. Ya Heidegger señaló en El Ser y el Tiempo la conexión que guarda el análisis del tiempo en la Lógica de Jena con la Física de Aristóteles. Y otra observación testimonia, de modo aún más impresionante, hasta qué punto fue Hegel fecundado por la dialéctica antigua. El capítulo sobre el principio de la identidad y de la contradicción delata, tanto en su plan como en su terminología, una relación mucho más estrecha con el Parménides de Platón de lo que puede advertirse en la correspondiente sección de la Lógica. En la Lógica de Jena se habla todavía de «lo múltiple», para referirse precisamente a la diferencia.
De hecho, la idea de la lógica hegeliana viene a ser una especie de reincorporación de la totalidad de la filosofía griega a la ciencia especulativa. Por mucho que esté determinado por el punto de partida de la filosofía moderna, según el cual lo absoluto es vida, actividad, espíritu, no es, sin embargo, en la subjetividad de la autoconciencia donde ve Hegel el fundamento de todo saber, sino en la racionalidad de todo lo real, y, por ende, en un concepto del espíritu como lo verdaderamente real.
Ello sitúa netamente a Hegel dentro de la tradición de la filosofía griega del nous, que comienza con Parménides. Esto se muestra de forma patente en el modo como desenvuelve Hegel los más abstractos conceptos del ser, la nada y el devenir, los primeros en la historia universal de la filosofía, como un proceso homogéneo de la continua determinación del pensamiento; y lo mismo puede igualmente decirse de la transición, por él establecida, que lleva de la existencia a lo existente. La ley que gobierna esta continua determinación es, manifiestamente, que estos conceptos, los más simples y más antiguos, del pensar representan ya «en sí» definiciones de lo absoluto, que es espíritu, y alcanzan por ello su culminación en el concepto del saber que se sabe a sí mismo. Es el movimiento del conocer, que se reconoce a sí mismo, por primera vez, en la dialéctica del movimiento, con la cual comenzó su curso el pensamiento griego. Esto lo confirma la siguiente formulación de Hegel, suscitada por la dialéctica de Zenón: «La razón por la cual la dialéctica se ocupa primero del movimiento, es precisamente que la dialéctica es ella misma este movimiento, o, dicho de otro modo, el movimiento mismo es la dialéctica de todo ente» (XIII, 313). La contradicción que demuestra Zenón en el concepto del movimiento ha de ser, según Hegel, admitida como tal, sólo que eso no significa nada contra el movimiento, sino que, por el contrario, demuestra la existencia de la contradicción. «Si algo se mueve, ello no es por estar aquí en este ahora y en otro ahora allí (allí donde esto está en algún tiempo dado, no está precisamente en movimiento, sino en reposo), sino tan sólo por estar, en uno y el mismo ahora, aquí y no aquí, por estar y al mismo tiempo no estar en este aquí» (ibid.). En el fenómeno del movimiento cobra el espíritu certeza de su mismidad por primera vez, y de una manera inmediatamente intuitiva. Y ello ocurre porque el intento de apelar al movimiento como algo que es, conduce a una contradicción. A lo que se mueve no le conviene en su ser el predicado de estar aquí ni tampoco el de estar allí. El movimiento mismo no es ningún predicado de lo que es movido, ningún estado en el cual se encuentre un ente, sino una determinación del ser de tipo sumamente peculiar: el movimiento es «el concepto de la verdadera alma del mundo; nosotros estamos acostumbrados a considerarlo como un predicado, como un estado [—porque nuestro modo de captar y de apelar es en cuanto tal predicativo y por ello tiene un efecto de fijación—], pero de hecho es el sí mismo, el sujeto como sujeto, lo que permanece de la desaparición» (VII, 64 ss.).
El problema del movimiento alienta también en la dialéctica del último Platón, a la que Hegel dedicó particular atención. La rígida quietud de un cosmos de ideas no puede ser la última verdad. Porque el «alma», que está referida a estas ideas, es movimiento, y el logos, que piensa la relación de las ideas entre sí, es necesariamente un movimiento del pensar, y con ello un movimiento de lo pensado. Aunque el sentido en el cual se supone que el movimiento es ser no puede ser pensado sin contradicción, la dialéctica del movimiento, esto es, la contradicción a la que conduce la tarea de pensar el movimiento como ser, no puede impedirnos reconocer que el movimiento tiene por necesidad un ser en común con el ser. Éste es, claramente, el resultado del Sofista, y mirada a esta luz, la «transición en el instante», esta supremamente maravillosa naturaleza de lo súbito, de la cual habla Platón en el Parménides (156 a), sólo puede, en definitiva, ser entendida en sentido positivo.
Pero es, sobre todo, en la filosofía de Aristóteles donde subyace, como motivo central, la mutua conexión del movimiento y el pensamiento. Baste recordar aquí cómo el más elevado concepto de la filosofía de Aristóteles, el concepto de «energeia», expresa esta mutua conexión. Para Aristóteles la energeia está en oposición a la «dynamis». Pero como la dynamis tiene para él una significación puramente ontológica, pues no significa ya tan sólo la posibilidad de mover, sino una posibilidad de ser, y, por tanto, el modo de ser que caracteriza a la «hyle», vale decir, la materia ontológicamente considerada, síguese de aquí que el concepto de energeia que le corresponde cobra también una función puramente ontológica. Significa la pura presencia como tal, que, en su pureza, conviene al motor inmóvil, al nous, a la razón, es decir, a aquello que, en el más propio y supremo sentido, es ente. Pero el concepto de energeia, que Aristóteles concibe como pura presencia, es, sin duda, originariamente un concepto de movimiento y designa la realización actual de algo como opuesto a la mera posibilidad o capacidad. Aunque el ente supremo esté totalmente exento de dynamis, y sea, por tanto, pura energeia, lo cual significa que en él no puede darse movimiento alguno, pues todo movimiento implica dynamis, continúa resonando manifiestamente, empero, en la conceptuación del ser como energeia algo de la esencia de la movilidad. La pura energeia viene a coincidir con la peculiar estabilidad característica del movimiento circular, y es, al mismo tiempo, una superación del mismo. Sólo porque ello es así, puede manifiestamente Aristóteles creer que, en su determinación del movimiento, ha ido más allá de la mera oposición del ser y del no ser, y que ha dejado tras de sí a Platón, al definir la esencia del movimiento como «energeia de lo posible en tanto que posible».
Hasta qué punto la dialéctica del movimiento, que de este modo domina la filosofía de Platón y de Aristóteles, viene a encontrarse con los intereses de Hegel, que vio «la absoluta tendencia de toda cultura y toda filosofía», en que lo absoluto sea determinado como espíritu, es algo que se verá más claro posteriormente, cuando examinemos de una manera más pormenorizada la autovinculación de Hegel a la filosofía griega. El problema que plantea el movimiento al pensar, es el problema de la continuidad. Que la tarea que Hegel se ha propuesto depende de este problema, lo demuestra su concepto de la homogeneidad del proceso dialéctico, en el que se refleja la conexión entre el pensar y el movimiento. Pero aun allí donde se ha intentado escapar a la absoluta mediación de la dialéctica de Hegel, el problema continúa planteándose, característicamente, en tanto que tal, como, por ejemplo, en las investigaciones lógicas de Trendelenburg, en el concepto de origen de Hermann Cohen, en el creciente reconocimiento con el que Dilthey ensalza la realización de Hegel, pero también en la doctrina de Husserl sobre la intencionalidad y la corriente de la conciencia, en especial en la continuación de la misma en la doctrina de la intencionalidad del horizonte y de las intencionalidades «anónimas», y, finalmente, en el descubrimiento por Heidegger de la posición ontológica fundamental del tiempo.
En vista de la continuidad que de este modo subsiste entre la dialéctica del movimiento y la dialéctica del espíritu, la autovinculación de Hegel a la filosofía antigua parece realmente bien fundada. Pero ahora se plantea la cuestión de cómo alcanza a cobrar expresión, de acuerdo con el modo de su adscripción metódica a la dialéctica antigua, la conciencia que tiene Hegel de la oposición entre el periodo antiguo y el moderno, y de la oposición entre las tareas que una y otra época le plantean al pensar. Él pretende haber fluidificado, mediante la dialéctica, las rígidas categorías del entendimiento, en cuya oposición queda prisionero el pensamiento moderno. La dialéctica debe lograr la superación de la distinción entre sujeto y sustancia y concebir la autoconciencia, inmersa en la sustancia, y su pura interioridad, que es para sí, como figuras faltas de verdad de uno y el mismo movimiento del espíritu. Para referirse a la fluidificación de las categorías ontológicas tradicionales del entendimiento, Hegel emplea la característica expresión de «infundirse espíritu». Esto significa que ya no deben limitarse a concebir al ser en oposición a la autoconciencia, sino más bien pensar al espíritu como la verdad propia de la filosofía moderna. De acuerdo con su origen griego, son conceptos que deben enunciar el ser de la naturaleza, de lo que se presenta a nuestro alrededor y ante la movilidad de las cosas naturales desembocan en dialéctica. Pero entonces, inversamente, su autonegación, su reducción a la autocontradicción debe alumbrar la verdad, más alta, del espíritu. Como pertenece a la esencia del espíritu sostener la contradicción y mantenerla en él precisamente como la unidad especulativa de los opuestos, la contradicción, que era una prueba de nulidad para los antiguos, se convierte en algo positivo para la filosofía moderna. La nulidad de lo que está sencillamente a nuestro alrededor, de lo que es enunciado como ser, da a luz la verdad, más alta, de «lo que es sujeto o concepto». Nada de esto hay en la antigua dialéctica. Incluso el Parménides de Platón se presenta como un ejercicio sin resultado. Siendo esto así, ¿cómo se explica que Hegel creyese estar dando nueva vida a la dialéctica antigua? Aun suponiendo que la dialéctica del movimiento pudiese mostrar una genuina correspondencia con la dialéctica del espíritu, ¿cómo puede Hegel creer que la dialéctica del movimiento, que fue desarrollada por Zenón y luego llevada por Platón a un más alto nivel de reflexión, suministre un modelo para su propio método dialéctico? ¿Cómo pueden esos esfuerzos, que a nada conducen, demostrar el verdadero resultado de que lo absoluto es espíritu?
Para poner en claro esta cuestión conviene hacer memoria de los propios enunciados de Hegel sobre su método dialéctico. Nuestro punto de partida debe serlo el cuestionable carácter de la forma de la proposición como vehículo propio de la esencia especulativa de la filosofía. Pues al comienzo mismo de toda reflexión sobre la lógica de la filosofía especulativa, debemos percatarnos de que la forma de la proposición (o, respectivamente, del juicio) no es adecuada para la expresión de verdades especulativas (cfr. Enz. § 31). La exigencia de la filosofía es concebir. Pero la estructura de la proposición y del juicio ordinario del entendimiento no puede satisfacer esta demanda. En el juicio ordinario el sujeto es lo que subyace (hypokeimenon = subjectum), aquello con respecto a lo cual el contenido, es decir, el predicado, se comporta como su accidens. El movimiento del determinar discurre de acá para allá por encima del ente así puesto, es decir, el sujeto, como una base firme en qué apoyarse. El sujeto puede ser determinado como esto y también como aquello, en un respecto así y en otro respecto de otro modo. Los respectos, bajo los cuales es juzgado el sujeto, son externos al sujeto mismo. Lo cual quiere decir que éste siempre puede ser juzgado bajo otros respectos. El determinar es, por tanto, exterior a la cosa y prescinde de toda necesidad del desarrollo, en la medida en que la base firme del sujeto trasciende a todas estas determinaciones en un contenido que le es añadido, puesto que también se le pueden añadir otros predicados. Todas estas determinaciones son, pues, externamente captadas y guardan entre sí una relación puramente externa. Incluso allí donde un nexo deductivo cerrado parezca satisfacer el ideal de una demostración concluyente, como es el caso en el conocimiento matemático, Hegel no deja de reconocer (véase el Prefacio a su Fenomenología) una tal exterioridad. Pues las construcciones auxiliares que hacen posible una demostración geométrica no son deducidas necesariamente de la cosa. Se le tienen que ocurrir primero a uno, aunque luego su validez termine por resultar evidente en el curso de la prueba.
Con polémica incisión califica Hegel de raisonnement (= raciocinio) a todos estos juicios del entendimiento. La palabra raisonnement tuvo, en cierto tiempo, una connotación negativa, que todavía encuentra cierta resonancia en el significado del vocablo alemán raisonnieren (= raciocinar). Partiendo de la visión negativa de «que algo no es así», no se obtiene un progreso real del conocimiento de la cosa, de suerte que, por ejemplo, lo positivo que yace en toda negación, pasase a ser el tema de la consideración. Por el contrario, el raisonnieren se mantiene en esta vana negatividad y se limita a reflejarse a sí mismo. Se entretiene en hacer juicios y con esto no se atiene a la cosa, sino que pasa por encima. «En lugar de permanecer en ella y olvidarse de sí en ella, semejante saber se lanza siempre en pos de algún otro, pero lo cierto es que permanece junto a sí mismo, en vez de quedar junto a la cosa y entregarse a ella» (Phän., 11). Pero más importante es que el llamado conocimiento positivo es también raisonnement, en el sentido de que coloca al sujeto de base y procede de una a otra representación, poniéndolas en relación con este sujeto. Es característico de ambas formas, positiva y negativa, del raisonnement, que el movimiento de esta pensativa captación de la cosa discurre externamente por ella como si ésta fuese inmóvil e inerte.
En cambio, el pensamiento especulativo es pensamiento conceptual. La natural captación de la determinación, para ir más allá del sujeto de la proposición hacia otros aspectos por los cuales la cosa es determinada como esto o aquello, queda limitada. «Experimenta, por así decirlo, como un contraímpetu. Comenzando con el sujeto como si éste permaneciese en la base, encuentra que, mientras el predicado es más bien la sustancia (subjectum), el sujeto se ha tornado en predicado y es así superado; y mientras lo que parece ser un predicado se torna así en una masa completa independiente, el pensar no puede vagar libremente de un lado a otro, sino que más bien es .retenido por este peso» (Phän., 50). El movimiento del pensar conceptual, al cual describe Hegel con ésta y una serie de metáforas similares, lo caracteriza como algo insólito. Para el conocimiento «representativo» ordinario constituye un desafío. Al querer experimentar algo nuevo sobre la cosa, se va más allá del fundamento del sujeto en pos de algo otro que se le pueda adscribir como predicado. Pero en las proposiciones filosóficas sucede algo completamente diferente. En ellas no se da ningún fundamento firme del sujeto, que, en cuanto tal, permanezca incuestionado. Aquí el pensamiento no llega a un predicado que signifique algo distinto, sino más bien a un predicado que lo fuerza a retornar al sujeto. No es que se capte algo nuevo o diferente como predicado, pues al pensar el predicado se está, en realidad, ahondando en aquello que el sujeto es. El subjectum, tomado como un fundamento firme, es abandonado, puesto que el pensamiento no piensa algo diferente en el predicado, sino que más bien redescubre en él al sujeto mismo. De aquí que para el pensamiento «representativo» ordinario una proposición filosófica sea siempre algo así como una tautología. La proposición filosófica es una proposición de identidad. En ella es superada la supuesta diferencia entre el sujeto y el predicado. Hablando en propiedad, la proposición filosófica no es, en absoluto, proposición. Nada se propone en ella que deba luego permanecer. Porque el «es», la cópula de esta proposición, tiene aquí una función enteramente diferente. No enuncia ya el ser de algo con algo otro, sino que más bien describe el movimiento en el cual el pensamiento pasa desde el sujeto al predicado para volver a encontrar en él el suelo firme que ha perdido.
La especulación filosófica comienza, por tanto, con la «decisión de pensar puramente» (Enz. § 102). Pensar puramente significa pensar sólo lo que es pensado y nada más. Como Hegel dice en una ocasión, la especulación es la pura consideración de aquello que debe valer como determinación. Pensar una determinación no es pensar algo diferente a lo cual pertenece la determinación, esto es, algo que no sea la determinación misma. Más bien la determinación ha de ser pensada «en sí misma», es decir, ha de ser determinada como aquello que es. Pero con ello es en sí misma ambas cosas, tanto lo que es determinado como lo que es determinante. En tanto que el determinar se refiere a sí mismo, lo que es determinado es al mismo tiempo distinto de sí mismo. En este punto, sin embargo, ya ha sido empujado hacia la contradicción que yace dentro de sí mismo, y se encuentra en el movimiento de su superación, es decir, produce por sí mismo la «simple unidad» de aquello que, en la oposición de la identidad y la no identidad, como negación de sí mismo, pugnaba por arrojar. El «pensar puro», que en una determinación dada no piensa nada más que esta determinación misma, sin pensar conjuntamente ninguna otra cosa adventicia, tal y como la facultad de representación acostumbra a imaginar, descubre en sí mismo el origen de toda determinación posterior. Sólo cuando la completada mediación de todas las determinaciones, la identidad de la identidad y la no identidad es pensada, en el concepto del concepto o espíritu, puede reposar en sí mismo el movimiento de esta progresión. De ahí que caracterice Hegel al movimiento especulativo como plástico-inmanente, queriendo decir con ello que se configura a sí mismo a base de sí mismo. Lo contrario de esto es la «ocurrencia», es decir, la aportación de representaciones que no son inherentes a una determinación, sino que más bien se nos «ocurren» con ella, y justamente por ocurrírsenos perturban la marcha inmanente de esta continua autoconfiguración de los conceptos. Así como el pensamiento subjetivo al que algo se le «ocurre» se desvía por esta ocurrencia de la dirección de lo que ha sido pensado, Hegel entiende que las ocurrencias o intrusiones de la imaginación externa constituyen una desviación de nuestra penetración del concepto, tal y como éste continúa determinándose a sí mismo. En filosofía no hay buenas ocurrencias. Pues toda ocurrencia es una transición, que carece de conexión, de necesidad y de visión, hacia algo distinto. Pero el filosofar debe ser, de acuerdo con Hegel, el necesario, evidente y homogéneo progreso del concepto mismo.
Esta característica formal de la continua determinación del pensar en sí mismo no necesita demostrar primero que las contradicciones que emergen se unifican ellas mismas, fundiéndose en un nuevo positum, en un nuevo y simple mismo. El nuevo contenido no es propiamente deducido, sino que siempre se ha mostrado ya a sí mismo como lo que mantiene la fuerza de la contradicción, y se manifiesta a sí mismo como uno: el sí mismo del pensar.
En resumen, hay tres elementos que, de acuerdo con Hegel, puede decirse que constituyen la esencia de la dialéctica. Primero: el pensar es pensar de algo en sí mismo, para sí mismo. Segundo: en cuanto tal es por necesidad pensamiento conjunto de determinaciones contradictorias. Tercero: la unidad de las determinaciones contradictorias, en cuanto éstas son superadas en una unidad, tiene la naturaleza propia del sí mismo. Hegel cree reconocer estos tres elementos en la dialéctica de los antiguos.
Si dirigimos nuestra atención al primero de estos elementos, advertiremos que incluso en la más antigua dialéctica griega es claramente evidente semejante pensar para sí de las determinaciones. Sólo la decisión de tratar de pensar puramente y evitar nociones ficticias, puede haber conducido a la increíble osadía del pensamiento que caracteriza a la filosofía eleática. Y ciertamente es el recurso plenamente consciente a tal pensamiento lo que encontramos en Zenón, por ejemplo, en los tres primeros fragmentos de la colección de Diels, que proceden de Simplicio. La demostración de Zenón —que si existiera lo «múltiple» tendría que ser infinitamente pequeño, ya que consistiría en ínfimas partes sin tamaño, y al mismo tiempo tendría que ser infinitamente grande, puesto que constaría de infinitamente muchas de estas partes— descansa sobre el supuesto de que ambas de: terminaciones, la pequeñez y la multiplicidad de las partes, son pensadas por sí mismas y, en cada caso, conducen por sí mismas a las determinaciones de «lo múltiple». También el segundo elemento, es decir, el pensamiento simultáneo de las determinaciones contradictorias, está aquí presente en el argumento, en la medida en que dicho argumento pretende ser una refutación indirecta de la hipótesis de lo «múltiple». Pero es una refutación tal sólo en tanto que la pequeñez y el tamaño han de ser directamente adscritos a lo múltiple, y no en diferentes aspectos. Una separación de los diferentes aspectos de multiplicidad y pequeñez evitaría, en efecto, la contradicción. La forma del argumento corresponde exactamente a los que los antiguos atribuían al «eleata Palámedes»: que para cada proposición hay que investigar también su contraria, y que hay que desarrollar además las consecuencias de ambas proposiciones. Ciertamente, en Zenón el hecho de pensar las determinaciones conjuntamente y por sí mismas es dialéctico-negativo. Lo que es determinado por tales contradicciones es, por contradictorio, nulo y vacío. El tercer elemento de la dialéctica hegeliana que hemos señalado, la positividad de las contradicciones, falta por tanto aquí.
Pero también cree Hegel poder mostrar esta positividad en la antigua dialéctica, aunque no antes de Platón. Hegel está, por supuesto, de acuerdo en que la dialéctica en Platón, bien frecuentemente, sólo tiene el propósito negativo de confundir los prejuicios. Como tal, es sólo una variante subjetiva de la dialéctica de Zenón, que con los medios de la representación externa y sin resultado positivo es capaz de refutar cada afirmación —un arte particularmente cultivado por los sofistas. Pero por encima de esto Hegel ve en Platón una dialéctica positivo-especulativa, una dialéctica tal que no conduce a contradicciones objetivas solamente por abolir su presuposición, sino que comprende además la contradicción, la antitética del ser y el no ser, de la diferencia y la indiferencia en el sentido de su recíproca correspondencia, y, por tanto, de una unidad superior. Para esta interpretación de la dialéctica platónica Hegel se inspira, sobre todo, en el Parménides de Platón, cuya exégesis onto-teológica desarrollada por el neoplatonismo él tuvo presente. Allí, en lo que enteramente parece ser una radicalización de la dialéctica de Zenón, se lleva a cabo la conversión de una posición en su contraria —y ciertamente, merced a un proceso de mediación, en el cual cada una de estas determinaciones es pensada abstractamente por sí misma. (Por supuesto, Hegel, como ya hemos mencionado, le objeta a la dialéctica del Parménides el que no sea todavía pura dialéctica, sino que comienza con representaciones dadas, como, por ejemplo, la proposición: «Lo Uno es.» Pero si se acepta este innecesario comienzo, entonces —opina Hegel— esta dialéctica es «enteramente correcta».)
El Parménides destaca por derecho enteramente propio entre las obras de Platón. Es cuando menos problemático decidir si la exhibición de contradicciones en el Parménides tiene un sentido positivo de demostración, y no se trata tan sólo de un ejercicio propedéutico que intenta disolver la fijación de las suposiciones ideales y el rígido concepto eleático del ser que late tras esas suposiciones. Pero Hegel procede luego a leer el Sofista platónico con la idea preconcebida de que la dialéctica tiene allí el mismo sentido que en el Parménides, y sobre la base de esta idea preconcebida encuentra que en el Sofista se expresa, de hecho, la positividad de las contradicciones absolutas. Lo decisivo que Hegel cree leer aquí es que Platón enseña que lo idéntico debe ser reconocido, en uno y el mismo respecto, como lo diferente. Hegel llega a esta conclusión, como hace ya largo tiempo que se ha demostrado, merced a una total malcomprensión del pasaje 259 b del Sofista. Su traducción dice así: «Lo difícil y verdadero es esto: que lo que es lo otro es lo mismo. Y ciertamente en uno y el mismo respecto, por el mismo lado» (XIV, 233). Pero lo que en verdad se dice en el referido pasaje es: Lo difícil y verdadero es, cuando alguien dice que lo mismo es de alguna manera también diferente, seguirle hasta averiguar en qué sentido y en qué respecto ello es así. Si no se caracteriza este respecto, y se lo deja indeterminado, entonces concebir lo mismo como diferente y producir de esta manera contradicciones es, por el contrario, expresamente caracterizado como una tarea inútil que sólo tiene interés para un aprendiz.
No cabe duda de que esta particular referencia, y de hecho también la referencia al Sofista en conjunto, como un ejemplo de dialéctica «eleática» y no obstante «positiva», carece de justificación. Platón ve lo esencial de su doctrina del logos y la fundamental diferencia que lo separa de la filosofía de los eleatas en el hecho de que él logra arribar del carácter abstracto de la oposición del ser y del no ser a la posible unificación de ambos, libre de contradicción, en el sentido de la recíproca correspondencia de las determinaciones reflexivas de la identidad y la diferencia. Esta perspectiva le permite suministrar una positiva justificación del quehacer del dialéctico, es decir, de la diferenciación, la división y la definición, a pesar de la aparente contradicción de que lo mismo sea uno y múltiple cuando es determinado como algo. Pero aquí no se intenta, en modo alguno, extremar una hipótesis hasta la contradicción, y, menos aún, hacer que emerja un sí mismo superior, en el cual las determinaciones abstractas y pensadas para sí, cuya contradicción requiere su superación, vengan a confluir en la unidad simple de una síntesis; sino que, por el contrario, la identidad y la diferencia llegan a concretarse de modo que el ente se encuentra en relación con otro ente y siempre es, en diferente respecto, al mismo tiempo idéntico y diferente. Así, pues, el sentido del Sofista está bien lejos de inscribirse en la línea del intento de Hegel de instaurar la dialéctica de la contradicción por encima de la llamada lógica formal, como el método de la lógica especulativa superior. Por el contrario, en el Sofista (230 b) se encuentra la más importante prefiguración de la célebre fórmula del principio de contradicción que ha establecido Aristóteles en el libro cuarto de la Metafísica.
Es manifiesto que Platón quiere liberar al genuino dividir y definir de la falsa dialéctica del arte erístico de la contradicción. Pudiera ser que ello entrañase su propia aporía de lo uno y lo múltiple, pero la meta del Sofista es precisamente romper el falso hechizo que opera en las discusiones y argumentaciones, cuando «sin especificar en qué aspecto», se demuestra que algo es, a la par, idéntico y diferente.
Preguntémonos, por de pronto, qué significa esta malinterpretación que hace Hegel del mencionado pasaje platónico, esto es, qué actitud positiva y real le lleva a Hegel a convertir en su opuesto un pasaje no particularmente oscuro. Quien esté familiarizado con Hegel entenderá por qué éste rehusa escuchar, en el pasaje en cuestión, el requerimiento, estipulado por Platón, de que en cada caso debe ser especificado el respecto en el cual algo es idéntico y diferente. Pues tal requerimiento contradice estrictamente el método dialéctico propio de Hegel. Dicho método consiste, ciertamente, en pensar una determinación en sí misma y por sí misma, hasta el extremo de que resalte su unilateralidad y ello nos fuerce a pensar su opuesto. Las determinaciones opuestas son exacerbadas hasta la contradicción, precisamente por ser pensadas en su abstracción, por sí mismas. Hegel ve aquí la naturaleza especulativa de la reflexión: lo que está en contradicción es reducido a momentos, cuya unidad es la verdad. En cambio, el entendimiento pugna por evitar contradicciones, y allí donde encuentra una antítesis procura restringirla, todo cuanto puede, a la indiferencia de la mera distinción. Ciertamente, lo que es distinto es contemplado en un aspecto común, que es el de la desemejanza (y que siempre implica, a la par, el respecto de la semejanza). Pero el mero diferenciar no reflexiona sobre esto. Considera sólo los aspectos diferentes de una cosa en los cuales son evidentes su semejanza y su desemejanza. En este punto intenta el entendimiento, según Hegel, fijar el pensamiento. Remueve la unidad de la semejanza y de la desemejanza y la transfiere desde las cosas al pensamiento mismo, que piensa a ambas en su actuar13 .
En ambos casos, el de la semejanza y el de la desemejanza, el entendimiento se sirve del mismo medio, que consiste en no pensar las determinaciones en ellas mismas, en su puro contenido conceptual: no intenta pensarlas como sujeto, sino como predicados que convienen a un sujeto y que le pueden convenir, por tanto, en diferente respecto. De este modo las determinaciones abstractas permanecen una junto a otra, en un indiferente «también», puesto que no son pensadas como tales, sino más bien como los atributos de algo diferente. En lugar de «agrupar» las determinaciones «y así superarlas, el entendimiento, al que nos referimos, por el contrario, trata de resistir, apoyándose para ello en el en tanto que y en los distintos puntos de vista, o recurriendo a asumir uno de los pensamientos para mantener el otro separado y como lo verdadero» (Phän., 102; 81). Precisamente aquello que Platón ofrece contra los sofistas como el requerimiento del pensar filosófico, lo llama Hegel la sofistiquería del entendimiento y de la imaginación. ¿No habría que concluir que el procedimiento propio de Hegel, que deja sin especificar los respectos al objeto de exacerbar las determinaciones empujándolas hacia la contradicción, sería llamado sofística por Platón y Aristóteles?
Pero ¿acaso, aunque haya malentendido ciertos pormenores, no ha entendido Hegel correctamente la posición global de Platón? ¿No tiene razón al reconocer en el Sofista platónico la dialéctica de las determinaciones reflexivas de la identidad y de la diferencia? ¿No ha sido efectivamente la gran hazaña de Platón el haber elevado la abstracta contraposición eleática del ser y del no ser a la relación especulativa del ser y de la nada, que cobra contenido con las determinaciones reflexivas de la identidad y la diferencia? Y ¿no tiene también razón Hegel desde el momento en que la tarea que se había propuesto de hacer fluidas las rígidas determinaciones del pensamiento converge con la visión de Platón sobre la inevitable confusión de todo discurso? Platón habla del pathos imperecedero de los logoi, como si el enredarse en contradicciones fuese el adverso destino del pensamiento. Platón tampoco ve esto sólo como algo negativo, como aquella confusión de los conceptos e intuiciones fijas que la ilustración griega aportó mediante la demonización del arte retórico y del arte de la discusión. Por el contrario, ve en Sócrates la nueva posibilidad, que consiste en que el poder del discurso puede cobrar una auténtica función filosófica y, en la confusión de las imaginaciones, alumbrar la mirada sobre las verdaderas relaciones de las cosas. La autodescripción que en su Carta Séptima nos aporta Platón del conocimiento filosófico, enseña que la función positiva y la función negativa del logos tienen un fundamento común en la cosa. Los «medios» del conocer: palabra, concepto, intuición o imagen, opinión o punto de vista, sin los cuales cualquier uso del logos es imposible, son de suyo equívocos, pues cualquiera de ellos puede adelantarse a ocupar un primer plano y, de este modo, mostrarse a sí mismo y no a la cosa que significa. Pertenece a la esencia del enunciado el no ser dueño de su adecuada interpretación, pues está siempre expuesto al riesgo de ser interpretado en sentido falsamente literal. Lo cual no quiere decir sino que aquello mismo que hace posible la visión de las cosas, tiene, al mismo tiempo, el poder de distorsionarlas. La filosofía y el razonamiento sofístico no pueden ser discriminados cuando nuestra atención se dirige exclusivamente a lo enunciado en tanto que tal. Sólo en la realidad viva del diálogo, en el cual «los hombres de buena disposición y auténtica dedicación a las cosas» alcanzan mutuo acuerdo, puede obtenerse el conocimiento de la verdad. Toda filosofía es, por tanto, dialéctica. Porque todo enunciado, incluso aquel, y precisamente aquel, que enuncie la estructura interior de la cosa, la mutua relación de las ideas, contiene la contradicción de lo uno y de lo múltiple, de modo que es posible explotar esta contradicción con una intención erística.
Por supuesto, el propio Platón puede hacer algo semejante, como lo muestra el Parménides. Lo que parece ser la verdad única de la dialéctica socrática, la indestructible inconmovibilidad de una idea, que parece exclusivamente garantizar la unidad de lo significado y hacer, en general, posible la comprensión, no es la pura y simple verdad. En una confrontación magistralmente diseñada por Platón, el viejo Parménides hace ver bien claramente al joven Sócrates que ha intentado definir la idea demasiado pronto y que ahora debe aprender a disolver de nuevo el para sí de la idea. Todo enunciado es, por esencia, tanto un múltiple como un uno, porque el ser es en sí mismo distinto. Es él mismo logos.
De este modo se puede obtener una clara visión de la verdadera naturaleza de la predicación, lo cual permite combatir con éxito el arte sofístico de confundir el discurso. En la esfera propiamente filosófica de los enunciados de esencia, por ejemplo, en la definición, no estamos tratando con la predicación, sino con la autodiferenciación especulativa de la esencia. El logos es, de acuerdo con su estructura, una proposición especulativa en la cual el llamado predicado es en verdad el sujeto. En un sentido distinto del arte erístico —calificado por Platón de pueril—, que emplea abusivamente la contradicción de la unidad y la multiplicidad en sus argumentaciones, en este enunciado especulativo late una grave aporía, una contradicción insoluble de lo uno y lo múltiple, que es al mismo tiempo una rica fuente de progreso en nuestro conocimiento de las cosas. De conformidad con estas sugerencias del Filebo, también la exposición de la dialéctica de los géneros en el Sofista sigue siendo en el fondo «dialéctica», por cuanto que no puede darse ninguna caracterización simple del respecto en el cual algo es diferente cuando se ha enunciado la recíproca correspondencia dialéctica de la diferencia con la identidad misma, del no ser con el ser. El enunciado filosófico que pretende determinar la esencia de las cosas mediante la articulación de las «ideas» entraña en sí, de hecho, la relación especulativa de la unidad de los contrarios. En este sentido, Hegel no está completamente injustificado al buscar en Platón el soporte de sus concepciones.
Es bien natural, por tanto, que Hegel insista en la pretensión de haber sobrepujado la necesidad de la matemática que reivindica para sí la dialéctica platónica de las ideas. La dialéctica no necesita de figuras, es decir, de construcciones traídas del exterior a las cuales siguiera luego la demostración, de nuevo como algo externo, sino que recorre el camino del pensamiento, tal y como se enseña en el libro VI de la República, enteramente de idea a idea, sin interferencia de nada que venga de fuera.
Conocido es el procedimiento de la diairesis, la división del tema bajo consideración efectuada de acuerdo con la estructura del mismo, es decir, de acuerdo con las diferencias lógicas en él subyacentes. En esta operación veía Platón el cumplimiento mental de sus exigencias metódicas. Es cierto que Aristóteles criticó este procedimiento de la división conceptual tomando como base el criterio de consecuencia lógica, con lo cual «separó la dialéctica de la demostración». Pero también lo es que Hegel no le sigue en esa crítica. El ideal de consecuencia lógica queda, con respecto al ideal de la demostración, al ideal del progreso inmanente del pensamiento, mucho más lejos que la continuidad ilativa del diálogo platónico, que divide y define, pero ciertamente no deduce, sino que más bien tiende a una comprensión del tema en cuestión a través del intercambio de preguntas y respuestas.
Pero la verdad es que una crítica lógica de esa índole no es aplicable al movimiento especulativo del diálogo platónico. Sólo cuando Platón pretende hacer dialéctica imitando el estilo monológico de Parménides y Zenón es cuando, a juicio de Hegel, le falta la unidad de la evolución inmanente y el «enredo».
Si ahora pasamos a considerar la autovinculación de Hegel a la filosofía de Aristóteles, podemos comprobar que el buen y el mal entendimiento están mezclados en igual medida. Por lo que ya queda dicho, es evidente que la lógica propia del método dialéctico en modo alguno puede ser derivada de Aristóteles. Por el contrario, es altamente paradójico que Hegel otorgue el rango de «especulativa» a la universal «empeiría» del proceder aristotélico. Por otra parte, la cita de Aristóteles (Metafísica, XII, 7), con la cual concluye Hegel la exposición de su sistema en la Enciclopedia (Enz., 463), demuestra cuánto de sus propias concepciones era capaz de reconocer en el contenido de la filosofía de Aristóteles.
Un más cuidadoso examen de la interpretación que ha consagrado Hegel a dicho pasaje en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, es muy instructiva en este respecto. Dicha interpretación se encuentra en dos lugares: XIV, 330 ss. y (en conexión con De Anima, III, 4), 390 ss. No puede negarse que en el pasaje en cuestión Aristóteles está estableciendo la verdadera identidad especulativa de lo subjetivo y de lo objetivo como la más alta cima de su metafísica. Pero Hegel ve también muy claramente que, a pesar de ello, Aristóteles no da a esta identidad la función sistemática de principio que tiene para el idealismo especulativo. «Para Aristóteles el pensar es un objeto como cualquier otro—una especie de estado. Él no dice que la sola verdad es que toda cosa es pensamiento; sino que lo que dice es que el pensamiento es lo primero, lo más vigoroso, lo más estimado. Somos nosotros quienes decimos que el pensamiento, como aquello que se relaciona consigo mismo, es la verdad. Más aún, nosotros decimos que el pegamiento es toda la verdad, pero no Aristóteles... Aristóteles no se expresa tal como habla hoy la filosofía; pero este mismo punto de vista es para él básico.»
Veamos si de hecho es así. Sin duda, lo que aquí interesa en la interpretación de los textos aristotélicos es cuestión de matices. Pero tampoco se trata, precisamente, de una mera diferencia en los modos de lectura. Por el contrario, si se parte del pasaje leído por Hegel, podrán advertirse los leves cambios que éste introduce en el pensamiento de Aristóteles. Hegel expone con entera corrección cómo caracteriza Aristóteles al supremo nous por aquello que éste piensa. El Nous se piensa a sí mismo «recibiendo lo pensado como su objeto. Así es receptivo; pero es pensado, en la medida en que actúa y piensa. Así el pensamiento y lo pensado es lo mismo». La interpretación de Hegel, al respecto, es que «El objeto se plasma en actividad, energía». Indudablemente Aristóteles quiere decir algo distinto, a saber, que, a la inversa, el pensamiento deviene «objeto», esto es, pensado. Y más adelante cree Hegel con Aristóteles poder fundamentar esta conversión en energía, al leer a Aristóteles así: «Pues lo que recibe la cosa pensada y la esencia es el pensamiento». Y más explícitamente en página 390: «Su recibir es actividad y produce lo que aparece como siendo recibido —es activo, en la medida en que tiene». Así, pues, Hegel piensa ya la receptividad o el captar como actividad. Pero esto también es erróneo. Aristóteles quiere decir, sin duda, que aquello que puede recibir tiene también ya el carácter del pensar, pero que este pensar tiene sólo actualidad cuando ya ha recibido, y concluye de ahí que la actualidad y no la potencialidad es el elemento divino del pensar. Es cierto que esta conclusión se encuentra sustancialmente también en la paráfrasis de Hegel, pero no en tanto que conclusión; por el contrario, para Hegel la prioridad del ser en acto es tan evidente, que deja de otorgar un papel fundamental en la marcha del pensamiento a la conexión entre el ser capaz de recibir un pensamiento y tenerlo (que es lo que justifica en Aristóteles la sentada conclusión). Así el resultado al que llega Hegel es ciertamente correcto: «El nous sólo se piensa a sí mismo porque es lo más excelente» (391). Pero para Hegel esta proposición significa que lo que es supremo es el ser del pensamiento, la libre actividad, y no lo que es pensado. Según Aristóteles, para la determinación de lo que es supremo es preciso partir primero y precisamente de lo que es pensado. Pues todo pensar es por mor de lo pensado. Y así concluye: Si el nous ha de ser lo supremo —como queda establecido—, lo que éste piensa, lo pensado, no puede ser otra cosa que él mismo. Por ello se piensa a sí mismo.
Este orden de las cosas corresponde a la marcha platónica del pensamiento en el Sofista. Allí se atribuye primero al ser el movimiento del ser conocido y del ser pensado, y sólo después la determinación de la vida y la movilidad del pensar21. Allí también parece que se prefiere partir del ser pensado y no primariamente del pensarse a sí mismo. Pero esto significa que el pensarse a sí mismo, que está en la misma línea que el alma, la vida y el movimiento, no puede ser pensado como «actividad». La «energeia», el ser-en-funcionamiento, no pretende caracterizar el origen de la libre espontaneidad del sí mismo, sino más bien el ser irrestricto y pleno del proceso creador, que se consuma en lo creado, el ergon. Por tanto, Hegel expone la forma griega de la «reflexión en sí», por así decirlo, desde un fin equivocado, a saber, que el propio Hegel ensalza como el auténtico descubrimiento de la moderna filosofía que el absoluto es actividad, vida, espíritu.
La alteración del significado original del texto griego no es aquí tan manifiesta en la interpretación hegeliana de Aristóteles, como lo fue la interpretación del pasaje de Platón antes discutido. La razón última de ello es que el concepto de vida, desde el cual piensan los griegos el ser, también juega un papel fundamental en el intento que hace Hegel de distanciarse críticamente de la moderna filosofía de la subjetividad. Subsiste, ciertamente, una insuperable diferencia, por cuanto Hegel define la vida siempre desde el espíritu, desde el autorreconocerse en el ser otro, como «reflexión en sí», mientras que, a la inversa, los griegos piensan como lo primero lo que se mueve a sí mismo, o lo que tiene en sí mismo el comienzo del movimiento; y partiendo de aquí, es decir, desde un ser que se encuentra en el mundo, trasladan al Nous la estructura de la autorreferencialidad.
Un texto particularmente clarificador, en el que se señala esta diferencia, es De Anima, III, 6, 430 b, 20 ss. Allí se establece una inferencia que va precisamente de la relación de oposición entre «steresis» y «eidos» a la relación entre el cognoscente y lo conocido. Donde falta la oposición de la steresis, el pensamiento se piensa a sí mismo, o en otras palabras, se da la pura autopresentación del eidos. Es, por tanto, la autorreferencialidad del ser, lo que es pensado, la que da al pensar la característica del pensarse a sí mismo, y no una autorreferencialidad del pensar, que sería como tal el ser supremo. También aquí cambia las cosas la exposición de Hegel. A este respecto, el orden aristotélico de la marcha del pensamiento es inequívoco: el diferenciarse de las cosas es lo primero. La diferenciación que lleva a cabo el pensar es lo segundo. La diferenciación que lleva a cabo en sí el pensar, de modo que «se piensa a sí mismo», es sólo un tercer estadio, para el que se precisa la consecuencia de lo pensado. Por tanto, donde Aristóteles y Hegel se encuentran, es sólo en el resultado, en la estructura de la autorreferencialidad como tal.
Pero si nos volvemos de estas convergencias y divergencias de contenido que se dan entre Hegel y la filosofía griega a la consideración de lo que es propiamente lógico, a la cuestión de cómo puede erigirse la dialéctica de Hegel en forma de la demostración filosófica, entonces el modelo de los griegos, a despecho de cualquier conexión de la dialéctica de Hegel con la dialéctica eleática y platónica, es aquí lo que nos sirve de ayuda. Lo que Hegel reconoce con razón en los griegos, es lo que reconoce en todas partes donde existe la filosofía: la especulación. Las proposiciones de la filosofía no pueden ser entendidas como juicios en el sentido de la lógica predicativa. Esto no sólo es válido para los pensadores expresamente «dialécticos» como Heráclito o Platón. Como correctamente ve Hegel, esto es también válido para Aristóteles, a pesar de que haya sido Aristóteles quien explicó la estructura de la predicación, tanto en su forma lógica como en su fundamento ontológico, y quien, al hacer esto, rompió el encanto de la retórica, cultivada por los sofistas.
¿Qué es lo que permite a Hegel reconocer, con tal seguridad, el elemento especulativo en Aristóteles? Es porque el vigor de su pensamiento le permite pasar a través del rígido lenguaje de escuela de la filosofía y seguir en su interpretación de Aristóteles las huellas de lo especulativo dondequiera que aparezcan. Hoy podemos medir mucho mejor el alcance de la prestación de Hegel, pues estamos en situación de explicar la génesis conceptual aristotélica a partir de la operatividad del instinto lingüístico, al que sigue su pensamiento.
Con ello se cierra el círculo de nuestras consideraciones. Pues éste fue precisamente el punto donde Hegel, determinado como estaba por las circunstancias modernas, vio enfrentarse sus personales esfuerzos filosóficos con un problema que era precisamente el opuesto a aquél con el cual se enfrentaron los antiguos. Lo que ahora hay que hacer es «fluidificar y espiritualizar» las posiciones fijas del entendimiento. El propósito hegeliano de «restaurar» la demostración filosófica, motiva la disolución de todo lo positivo, extraño y distinto en lo familiar del ser-consigo-mismo del espíritu.
De dos cosas se sirve Hegel para cumplir su tarea: por un lado, del método dialéctico de radicalizar una posición hasta que resulte contradictoria; y, por otro, de su habilidad para conjurar el contenido especulativo oculto en el instinto lógico del lenguaje. En ambos respectos le fue útil la filosofíaantigua. Él elaboró su propio método dialéctico, ampliando la dialéctica de los antiguos y transformándola en una superación de la contradicción hacia una síntesis cada vez más alta. Vimos que su utilización de los griegos está justificada sólo en parte, es decir, por referencia al contenido, pero no al método. Mas para la otra dimensión de su empeño, para la ayuda especulativa que es capaz de proporcionar el instinto lógico del lenguaje, la antigua filosofía fue paradigmática. En la medida en que trató de superar —sin purismos de ninguna clase— el enajenado lenguaje escolástico de la filosofía, y fundir el extraño vocabulario y las artificiales expresiones de dicho lenguaje con los conceptos del pensamiento ordinario, Hegel acertó a incorporar el espíritu especulativo de su lengua materna al movimiento especulativo del filosofar, a la manera como, por don de la naturaleza, ejercitaron el primitivo filosofar los pensadores griegos. El ideal metódico de Hegel, la exigencia de un progreso inmanente, en el cual los conceptos se mueven hacia una mayor diferenciación y concretización, encuentra su permanente sustento y su guía en el instinto lógico del lenguaje. El modo de exponer la filosofía no puede tampoco, a juicio de Hegel, estar nunca enteramente divorciado de la forma de la proposición y de la apariencia de una estructura predicativa, que acompaña a esa forma.
Aquí me parece adecuado ir más allá de la propia autocomprensión de Hegel y reconocer que el desarrollo dialéctico y la atención al espíritu especulativo del lenguaje propio tienen, en definitiva, una misma esencia y guardan entre sí una unidad dialéctica y una indisoluble reciprocidad. Pues lo especulativo solamente es real cuando no es solamente retenido en la interioridad del mero opinar, sino que alcanza a cobrar expresión —sea en la forma de representación explícita, en la contradicción y su superación, o en la velada tensión del espíritu del lenguaje prevalente entre nosotros. En el análisis de la proposición especulativa, que Hegel lleva a cabo en el Prólogo a la Fenomenología, se patentiza el papel que juegan la expresión y la representación expresa, mediante la radicalización dialéctica de la contradicción, para su idea de demostración filosófica. Lo que con ello se satisface no es sólo una demanda de la conciencia natural a tener bien dispuesta en su seno la verdad especulativa. Cuando Hegel da de este modo crédito a las demandas del entendimiento, se trata más bien de su fundamental tema de posición contra el subjetivismo de la modernidad y las preferencias de ésta por el reino de lo interior. «Lo inteligible es lo que es ya conocido, lo que es común a la ciencia y a la conciencia no científica.» Hegel ve la falta de verdad de la interioridad pura no sólo en las figuras marchitas de la conciencia, tales como la del «alma bella» y la «buena voluntad». Ve también esta falta en todas las formas hasta entonces aparecidas de especulación filosófica, en la medida en que no alcanzan a elevar a consideración explícita qué contradicciones son superadas en la unidad especulativa de los conceptos filosóficos.
El concepto de exposición y de expresión, que define la propia esencia de la dialéctica, de la realidad de lo especulativo, debe, al igual que el exprimere de Spinoza, ser entendido como un proceso ontológico. Representación, expresión, ser expresado denotan un campo conceptual tras el cual subyace una gran tradición neoplatónica. La «expresión» no es un adventicio aditamento emanado del arbitrio subjetivo, merced al cual se torna comunicable lo interiormente imaginado, sino que es el venir-a-la-existencia del espíritu mismo, su representación. El origen neoplatónico de estos conceptos no es accidental. Las determinaciones del pensamiento dentro de las cuales se mueve el pensar son, como Hegel subraya, no formas extrínsecas que nosotros aplicamos, como si fueran instrumentos, a algo ya dado. Más bien sucede que ellas siempre y ya se han apoderado de nosotros, y nuestro pensar consiste en seguir su movimiento. Aquel cautiverio del logos que los griegos de la época clásica experimentaron como un delirio, y a partir del cual Platón, en nombre de Sócrates, hizo surgir la verdad de la idea, viene a caer, después de dos mil años de historia del platonismo, en la vecindad del automovimiento especulativo del pensar que despliega la dialéctica de Hegel.
Nuestro análisis de la autovinculación a los griegos por parte de Hegel nos ha enseñado también que hay otro punto de convergencia entre éste y aquéllos: la afinidad, en lo especulativo, que Hegel medio adivina en los textos griegos y en parte extrae de ellos a la fuerza. Por esta afinidad experimenta Hegel la fluidez lingüística del pensamiento griego en lo que era para él más entrañable, en el nuclear enraizamiento en su lengua materna, en el hondo sentido de los refranes y juegos verbales de dicha lengua y en el poder expresivo de la misma, emanado del espíritu de Lutero, de la mística y de la herencia pietista de la patria suaba de Hegel. Ciertamente, de acuerdo con Hegel, la forma de la proposición no tiene ninguna justificación filosófica dentro del propio cuerpo de la ciencia filosófica. La envoltura de una proposición, al igual que el viviente poder nominador de la palabra, no es una mera envoltura vacía, sino encubridora de un contenido. Preserva en sí lo que hay que atribuir a la apropiación y despliegue dialécticos. Ahora bien, como quiera que para Hegel, según ya subrayamos al comienzo, la representación adecuada de la verdad es un quehacer infinito, que avanza sólo por aproximaciones y repetidos intentos, las producciones del instinto lógico bajo la envoltura de las palabras, formas preposicionales y proposiciones, son portadoras del contenido especulativo y parte verdaderamente integrante de la expresión, en la cual se representa la verdad del espíritu. Sólo cuando se reconoce esta otra cara de la vecindad de la filosofía griega respecto de la dialéctica de Hegel —sobre la cual este último no ha reflexionado explícitamente, pues sólo alude a ella de modo ocasional y preliminar— cobra la evocación que hace Hegel de la dialéctica antigua toda la evidencia de una auténtica afinidad. Esta afinidad, entre Hegel y los griegos, mantiene su verdad a pesar de la diferencia creada por el ideal de método del periodo moderno, y a pesar de la violencia con que el propio Hegel proyecta este ideal en la tradición clásica. En este respecto puede recordarse el parangón entre Hegel y su amigo Hölderlin, quien adopta como poeta una posición enteramente similar en la querelle des anciens et des modernes: así como Hölderlin se esforzó por renovar el entendimiento clásico del arte, por dar estabilidad y sustancia a la excesiva interioridad del periodo moderno, así la mundanidad de los antiguos, tal y como es expresada en la ilimitada audacia de su dialéctica, suministra un modelo al pensamiento. Pero sólo porque es el mismo instinto lógico del lenguaje el que opera, tanto en Hegel como en los griegos, sirve el paradigma conscientemente elegido, y frente al cual pretende Hegel establecer su propia y reflexiva verdad del espíritu autoconsciente, de auténtica ayuda para el pensamiento. El propio Hegel, según hemos visto, no tiene una cabal conciencia de por qué su «culminación» de la metafísica comporta un retorno al magno origen de ésta.