"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

Max Scheler




El puesto del hombre en el cosmos
Max Scheler

El inesperado fallecimiento de Max Scheler en 1928 produjo un sentimiento en que el estupor se mezclaba con la aflicción. Su pérdida asumía literalmente el carácter de lo irreparable. Una serie magnífica de libros y estudios le habían conquistado una indiscutible posición de primera fila en la filosofía actual; no eran pocos los que veían en él su representante máximo y por excelencia. La riqueza de su pensamiento con dificultad admitía parangón. En la filosofía universal no escasean los hombres de las grandes ideas, de las concepciones de vasto alcance; tampoco son raros los filósofos que ofrecen con prodigalidad pensamientos agudos, brillantes y justos, pero que no llegan a definir una postura general y sistemática. El filósofo completo ha de conciliar las ideas ordenadoras y la riqueza de contenido concreto; las síntesis sumas y los más menudos mecanismos conceptuales capaces de aprisionar la pluralidad de la experiencia y conducirla en esencia hacia las últimas síntesis. Scheler poseía la capacidad admirable de sobresalir tanto en la idea genial como en los pensamientos menores; el esquema general dibujado por unas cuantas concepciones fundamentales, se llenaba en él con profundas intuiciones parciales, con observaciones precisas, con distingos sutiles. Manejaba con destreza semejante el análisis y la síntesis; un finísimo don de comprensión psicológica venía en ayuda de la especulación del filósofo, y el erudito aportaba por su lado un saber de historia de la filosofía que, apretado en fórmulas concisas en oposiciones e identificaciones atrevidísimas a veces y casi siempre sorprendentes, estimulaba la mente del lector tanto como las tesis originales.


Aun a la distancia se adivinaba la intensidad de esta hoguera filosófica, que no llegaba al lector únicamente como un resplandor, sino que parecía traer hasta él el calor y aun las crepitaciones del fuego en que el filósofo se consumía. Sabido es que Scheler se adhirió a los principios de Husserl y figuró en las filas de la Fenomenología, el movimiento iniciado por Husserl, que heredó la hegemonía filosófica retenida hasta su advenimiento por las direcciones neokantianas, especialmente la de Marburgo. Pero pocos filósofos entre sí más distintos que Husserl y Scheler. Husserl era ante todo un lógico, una mente formada en la meditación matemática; Scheler prefería cuanto atañe más de cerca al hombre, y se preocupaba principalmente de los problemas del espíritu y de los valores. Husserl publicaba relativamente poco; le agradaba conservar inéditos sus manuscritos, únicamente accesibles al círculo de los iniciados. Scheler prodigaba libros y ensayos, en un ritmo que cuenta entre los más acelerados de la productividad filosófica de la época.


Las coincidencias fundamentales entre Husserl y Scheler constan en el manifiesto fenomenológico de 1913, antepuesto al primer volumen del Anuario de filosofía y de indagación fenomenológica: había que retroceder hasta las fuentes vivas de la intuición hasta las esencias dadas intuitivamente y a priori, para esclarecer los conceptos y poner los problemas sobre sólidos basamentos. Luego se vio que ni la captación esencial ni las esencias mismas eran cosas idénticas para Husserl y Scheler. Para Scheler, el volverse hacia las esencias tiene un sentido y un alcance metafísicos, ajenos de todo punto al pensamiento del fundador de la fenomenología. En cuanto a las esencias, Scheler ampliaba fundamentalmente el cuadro de Husserl poniendo al lado de las esencias pensables o significativas —tomadas en cuenta por Husserl— otras desprovistas de significado realizable o pensable, irracionales: los valores, cuya teoría desarrolló en su libro famoso y magistral El formalismo en la ética y la ética material de los valores. Sus discrepancias de Husserl alimentan los brotes capitales de su filosofía. En su peculiar interpretación y estimación de la aprehensión esencial se apoya su metafísica; su doctrina de los valores parte del convencimiento de que el campo de las esencias, además del sector manifiesto a la razón, tiene otro que sólo es captable emocionalmente. Pero si es palmario que Scheler se afirma a sí mismo en cuanto difiere y se aparta de Husserl, lo es también que Husserl le proporcionó el método por el cual le fue posible crear su filosofía, asumiendo una posición resueltamente original en los cuadros del pensamiento de la etapa postrera. En este punto conviene advertir que Scheler traía una singular preparación, obtenida a lo largo de muy tempranas meditaciones, para interpretar y aun hacer entrañablemente suyo el método recién propuesto; en efecto, en su trabajo de 1900, El método trascendental y el método psicológico, palpitaba la exigencia de un mé¬todo nuevo para la filosofía.


Una de las peculiaridades de Max Scheler es desarrollar su propio pensamiento en permanente confrontación y contraste con los resultados del pensamiento ajeno, tanto del individual como del que oscuramente se va condensando en vastas representaciones colectivas. Su filosofía atiende de continuo a las demás vistas filosóficas, a las doctrinas científicas aun en sus últimas expresiones, a las tesis e intuiciones de “concepción del mundo”. Otra señalada nota suya es la tensión, apasionada intensidad del pensamiento. Manuel García Morente ha ejemplificado en tres símbolos tomados del arte tres actitudes del que piensa: la del vago ensueño (Il Pensieroso), la del buceo solitario y doloroso en la propia profundidad (Le Penseur de Rodin) y la de la meditación en solidaridad y diálogo (El Doncel de Sigüenza, que medita ante un libro abierto). Scheler adopta sin duda esta última actitud; ante él están los libros, todos los libros; están también las ideas que acaso nunca fijadas en el papel, viven a nuestro alrededor y se nos insinúan, más imperiosas y vitales por lo mismo que no escritas y apenas conscientes. Pero acaso no baste el símbolo del Doncel, demasiado apacible, para significar la manera de Scheler; el libro ante él no siempre se puede imaginar seguro. La mano que pasa las páginas la adivinamos crispándose de pronto, estrujando violentamente el volumen mientras la mirada se vuelve ha¬cia adentro y el pensamiento atiende sólo a su propia hondura, en el olvido de todo lo demás, tal como nos lo representa la efigie rodiniana.


La tensión espiritual de Scheler tiene una de sus manifestaciones en las sucesivas correcciones de sus puntos de vista. Nunca temió corregirse y aun indica al lector alguna vez la pista de sus evoluciones, que no en todos los casos transcurrieron sin atraerle críticas agresivas y aun ataques violentos, dentro y fuera del campo filosófico. En su estilo se suele reflejar tal tensión de modo diverso, y aun quien lo lee en traducciones percibe un eco de ella, bien en la apasionada elocuencia de ciertos pasajes de El puesto del hombre en el cosmos y de El saber y la cultura, bien en el paso rápido de la Sociología del saber, donde las ideas se suceden como empujándose y hasta superponiéndose, obligando al lector a distinguir y separar por su cuenta lo que se le va ofreciendo en serie apretadísima y seguida. Pero acaso la más evidente muestra de lo intenso de su actividad intelectual está en la reelaboración y ampliación a que con frecuencia sometía sus libros, en su planeo de obras nuevas, en la referencia habitual a los escritos en preparación. La obra producida no quedaba definitiVamente atrás, sino que seguía en el taller, se rehacía en la mente del autor; la obra futura se prefiguraba y hacía presente en la obra actual. Y en cada uno de sus momentos el pensador parecía vivir todo su pensamiento, el logrado, el actual y el previsto, en una sorprendente dinámica creadora.
Max Scheler nació en Munich en 1875; recorrió los grados inferiores de la docencia universitaria en Jena y Munich, y tras largo alejamiento de la cátedra ocupó la de titular en Colonia (1919). Influido primeramente por Eucken, se adhirió después, como ya se ha dicho, a la Fenomenología figurando como uno de los colaboradores iniciales del Anuario editado por Husserl a partir de 1913. La muerte —en Francfort, a poco de iniciar sus enseñanzas en aquella Universidad— le sobrevino a consecuencia de una falla cardiaca, y vino a rubricar así coherentemente una vida dedicada en su parte esencial a desentrañar las posibilidades encerradas en las referencias pascalianas a un “ordre du coeur”, a una “logique du coeur”.
Su obra principal, El formalismo en la ética y la ética material de los valores (1913-1916), aparecida en primera edición en el Anuario de Husserl, documenta desde el título una de las características del procedimiento de Scheler, la manera dialogal de su pensamiento. No se limita a exponer y fundamentar una ética material (esto es, de los contenidos éticos, no de las meras formas éticas), sino que desarrolla sus ideas llevando de frente una crítica al formahsmo ético de Kant; pero tanto como contra el formalismo kantiano, combate contra el empirismo ético, contra todo relativismo y psicologismo. Aunque lo ético es el tema central del libro, este motivo anida y se ensambla en una vasta y profunda doctrina general de los valores, cuyos antecedentes son conocidos hasta Lotze y Brentano, pero cuyo designio y desarrollo son inalienable propiedad de Scheler. Indudablemente estamos aquí ante uno de los libros más poderosos y originales de la filosofía actual, un libro que podría llamarse definitivo —si lo definitivo tuviera su patria en la filosofía, cuya consigna y destino son adelantar sin reposo
Prescindiendo de sus escritos no traducidos que él mismo agrupa alrededor de El formalismo en la ética, conviene aproximar a este libro otros dos, El resentimiento en la mora y Esencia y formas de la simpatía . En el primero, la extraordinaria penetración psicológica del filósofo, que se manifiesta a menudo en casi todos sus escritos, se mueve libremente y patentiza su doble virtud, la capacidad para la intuición descubridora y la destreza para el análisis de increíble finura. Sobre este tema del don psicológico de Scheler hay que destacar que, no admitiendo acaso comparación sino con las facultades de Nietzsche y Klages, aparece en Scheler sin el vicio correspondiente, es decir, sin la general postura psicologista característica de aquéllos. El enérgico rechazo de todo psicologismo por parte de este hombre que como pocos comprendió y vivió el psiquismo humano, es para mí uno de sus más singulares caracteres, y acaso sea uno de los signos de su genialidad. En cuanto a Esencia y formas de la simpatía, reúne tres grupos de problemas: los de la simpatía o participación afectiva; los del amor y odio, sentimientos que para Scheler son independientes de aquellos otros, y las cuestiones atinentes a la percepción del yo ajeno, a las que da una solución tan personal como atrevida. Todo el libro está gobernado por una concepción general que es también uno de los sustentáculos de su ética: la te-sis de que, al lado de las leyes causales y de la dependencia psicofísica que ligan la vida emocional a los fenómenos corporales, hay otras de índole autónoma que rigen ciertas for-mas superiores de lo emocional y les confieren un sentido irreductible a cualquier relación psicofísica. La indagación se acompaña de un examen detallado y crítico de las posiciones adversarias, que importa una revisión casi total del problema, especialmente en lo tocante a los dos primeros órdenes de cuestiones, ya que el tercer punto (percepción del prójimo), aunque ampliado en la segunda edición, no llegó a perder del todo el carácter de apéndice con que figuraba en la primera redacción. En la reelaboración de su escrito, el autor lo concibió como cabeza de una serie de estudios sobre las leyes de la vida emocional, en la que figurarían trabajos sobre los sentimientos de pudor, los de angustia y miedo y los del honor.
Otro aspecto relativamente independiente de su incansable actividad lo proporciona la Sociología del saber. También de este importante escrito dio dos redacciones, la primera (1924) como una especie de introducción o presentación general de problemas que otros investigadores perseguían en el mismo volumen en lo particular y monográfico; la segunda (1926), rehecha parcialmente y ampliada en una tercera parte , en el volumen Las formas del saber y la sociedad, juntamente con un extenso e importante estudio sobre teoría del conocimiento y un ensayo sobre la Universidad. Así como los problemas del valor ético, según hemos visto, están presentados en El formalismo en la ética dentro del marco de una teoría general de los valores, los problemas de la sociología del saber van precedidos del esbozo total de una sociología, para separar en ella el especial dominio de la sociología de la cultura, en la cual a su vez, como porción principal, está la sociología del saber en opinión de nuestro autor.
Por lo que toca a la sociología en su conjunto, distingue Scheler en ella dos sectores, la sociología real y la de la cultura. El supuesto para la primera es una teoría de los impulsos humanos, mientras que el de la segunda es la teoría del espíritu humano; ambas doctrinas debían ser desenvueltas en la Antropología filosófica, libro cuya aparición anunciaba Scheler para 1929. El puesto del hombre en el cosmos, según el propio autor advierte, da en resumen sus ideas sobre los puntos capitales de la antropología en cuanto doctrina filosófica del hombre. Todo intento serio de comprender cumplidamente a Scheler debe apoyarse ante todo en su teoría de los valores y en sus ideas sobre el ser del hombre, recogidas en El puesto del hombre en el cosmos Es éste también un libro dialógico; en el que el pensamiento del autor marcha en grandes tramos apareado al pensamiento ajeno en referencia explícita o en alusión más o menos transparente, para rebatirlo, para asentir a él más o menos parcialmente, para subrayar una estima o una censura. Y como su origen fue una conferencia, mantiene la exposición un tono vivaz, y a la señalada manera dialogal viene a sumarse ese otro rudimento de diálogo que hay siempre en las palabras que marchan directas hacia un auditorio. Como el título lo dice, la materia antropológica consignada en el libro se dispone y orienta según un fin preciso, el de estatuir la situación del hombre en la totalidad del ser. Durante el siglo xix era un tema bastante común éste de fijar la posición del hombre en el mundo, que de ordinario se resolvía en la dirección de un naturalismo biologista que demandaba a Darwin sus mejores razones. Contra tales vistas, que suponen un único principio en lo humano, el principio vital de la serie animal, depurado a lo largo de la evolución, pero sin romper de ninguna manera en provecho del hombre la unidad de los seres vivos. Scheler renueva un dualismo frecuente en la mejor filosofía, que ve en el hombre el habitante de dos reinos diferentes. La clave de la posición de Scheler está en dos concepciones suyas que estrechamente se relacionan, la noción de valor y la de espíritu. Los valores constituyen un orden de instancias objetivas y absolutas, de momentos definidos por una validez y prestigio ajenos a cualquier condicionalidad, a cualquier relatividad y contingencia. El espíritu, a su vez, se define por su capacidad para volverse hacia ese mundo sui generis de los valores y de las esencias. Como se ve, hay una notable unidad en el pensamiento del filósofo, aunque la dispersión de sus escritos no la muestre siempre con evidencia.
Lo dicho es suficiente para mostrar el acuerdo o, mejor dicho, la perfecta coherencia entre su antropología y su axiología; tampoco es difícil ver cómo de su concepción dualística del hombre, ser de impulsos y de espíritu al mismo tiempo, brota su sociología, igualmente dualística en cuanto sociología real y sociología de la cultura. Y con idéntica consecuencia en lo esencial se eleva a los supremos supuestos metafísicos, que el lector puede atisbar en algunos pasajes de El puesto del hombre en el cosmos y de El saber y la cultura .
Niega Scheler tanto que la inteligencia propiamente dicha sea una posesión exclusiva del hombre, como que, por poseerla en común con el animal, no exista diferencia fundamental entre ambos. El ser psicofísico o vital recorre grados cuyas estaciones son el impulso afectivo, el instinto, la memoria asociativa, la inteligencia práctica. La inteligencia práctica se da así en los animales superiores como en el hombre: “Entre un chimpancé listo y Edison (tomado éste sólo como técnico), no existe más que una diferencia de grado, aunque ésta sea muy grande”. El hombre, hasta en cuanto sujeto de inteligencia práctica o utilitaria, pertenece a la serie vital; pero posee otro principio, irreductible al orden biológico, que lo singulariza y aparta, situándole en un solitario recinto del cosmos que en exclusividad le pertenece. Este principio es el espíritu, que Scheler determina con una clarividencia en que se aparean el atrevimiento en la afirmación de lo que le parece indudable y la medida prudencia en lo dudoso. Frente a cualquier naturalismo, las precisiones de Scheler proporcionan, para la doctrina del espíritu, las bases acaso más firmes y de más largo porvenir que podamos hallar en toda la filosofía reciente; frente a las amables ensoñaciones de algunos arrojados filósofos de la espiritualidad, sus cautelas garantizan una marcha segura, protegida contra el argumento fácil del adversario.

Francisco Romero

Prólogo del Autor


Este trabajo representa un breve y comprimido resumen de mis ideas sobre algunos puntos capitales de la Antropología filosófica, que tengo entre las manos hace años y que aparecerá a principios del año 1929. Las cuestiones: “¿Qué es el hombre y cuál es su puesto en el ser?”, me han ocupado de un modo más directo y esencial que todas las demás cuestiones de la filosofía, desde el primer despertar de mi conciencia filosófica. Pero desde el año 1922 los largos esfuerzos que he hecho, abordando el problema por todos los lados posibles, se han concentrado en la composición de una gran obra, dedicada a este asunto; y he tenido el placer creciente de ver que la mayor parte de los problemas filosóficos, que ya había tratado, convergían más y más sobre esta cuestión.
Repetidamente se me ha expresado el deseo de ver publicada parte de mi conferencia El puesto singular del hombre, que di en Darmstadt en abril de 1927, con motivo de la reunión de la Escuela de la Sabiduría (véase también El Candelabro, VIII, 1927). La presente obra satisface ese deseo. Si el lector quiere conocer las etapas de la evolución de mis ideas sobre este gran tema, le recomiendo que lea sucesivamente: 1. El ensayo Sobre la idea del hombre, publicado por primera vez en la revista Summa, 1918, y recogido más tarde en mi colección de artículos y ensayos Del derrocamiento de los valores, tomo 1, 3ª edición, 1927, Leipzig, Editorial “Neuer Geist”, y mi ensayo El resentimiento en la moral (en las publicaciones de la Revista de Occidente); 2. Los capítulos correspondientes de mi obra El formalismo en la ética y la ética material de los valores (1913), 3ª ed, Niemeyer, Halle, página 927 ; y los capítulos correspondientes, sobre la especificidad de la vida afectiva humana, en mi libro Esencia y formas de la simpatía, 3ª edición, Cohen, Bonn (hay traducción francesa). 3. Sobre la relación del hombre con la filosofía de la his-toria, y la sociología debe consultarse mi artículo El hombre y la historia, en la Neue Rundschau, noviembre de 1926, que aparecerá, probablemente, como folleto en otoño de 1928, en la editorial de la Neue Schweizer Rundschau, Zurich, y mi obra Las formas del saber y la sociedad, editorial “Neuer Geist”, 1926. Sobre la relación del hombre, el saber y la cultura, véase El saber y la cultura, publicación de la Revista de Occidente. 4. Mis opiniones sobre las posibilidades evolutivas del hombre han sido expuestas por mí en la conferencia El hombre en la época venidera del equilibrio, impresa en la obra colectiva y de próxima aparición, El equilibrio, como programa y destino, editada por la Escuela Superior de Política, en la serie “Ciencia política”, Berlín, editorial W. Rothschild, 1928.
En mis lecciones sobre los “Fundamentos de la Biología”, sobre “Antropología filosófica”, “Teoría del Conocimiento” y “Metafísica”, dadas en la Universidad de Colonia entre 1922 y 1928, he expuesto repetida y extensamente los resultados de mis investigaciones, superando con mucho los fundamentos aquí indicados.
Puedo comprobar con cierta satisfacción que los problemas de antropología filosófica han llegado actualmente en Alemania a ocupar el centro de la preocupación filosófica; y aun más allá del círculo profesional de la filosofía también los biólogos, médicos, psicólogos y sociólogos trabajan en bosquejar una nueva imagen de la estructura esencial del hombre.
Pero, prescindiendo de esto, los problemas que el hombre se plantea acerca de sí mismo han alcanzado en la actualidad el máximo punto que registra la historia por nosotros conocida. En el momento en que el hombre se ha confesado que tiene menos que nunca un conocimiento riguroso de lo que es, sin que le espante ninguna respuesta posible a esta cuestión, parece haberse alojado en él un nuevo denuedo de veracidad; el denuedo de plantearse este problema esencial de un modo nuevo, sin sujeción consciente —o sólo a medias o a cuartas partes consciente— a una tradición teológica, filosófica y científica, como era usual hasta aquí; el denuedo de desenvolver una nueva forma de la conciencia y de la intuición de sí mismo, aprovechando a la vez los ricos tesoros de saber especiali¬zado, que han labrado las distintas ciencias del hombre.

Francfort del Meno, fin de abril de 1928.

Max Scheler

Introducción

El problema en la idea del hombre

Si se pregunta a un europeo culto lo que piensa al oír la palabra hombre, casi siempre empezarán a rivalizar en su cabeza tres círculos de ideas, totalmente inconciliables entre sí. Primero, el círculo de ideas de la tradición judeocristiana: Adán y Eva, la creación, el Paraíso, la caída. Segundo, el círculo de ideas de la antigüedad clásica; aquí la conciencia que el hombre tiene de sí mismo se elevó por primera vez en el mundo a un concepto de su posición singular mediante la tesis de que el hombre es hombre porque posee “razón”, logos, fronesis, ratio, mens, etc., donde logos significa tanto la palabra como la facultad de apresar el “qué” de todas las cosas. Con esta concepción se enlaza estrechamente la doctrina de que el universo entero tiene por fondo una “razón” sobrehumana, de la cual participa el hombre y sólo el hombre entre todos los seres. El tercer círculo de ideas es el círculo de las ideas forjadas por la ciencia moderna de la naturaleza y por la Psicología genética y que se han hecho tradicionales también hace mucho tiempo; según estas ideas, el hombre sería un producto final y muy tardío de la evolución del planeta Tierra, un ser que sólo se distinguiría de sus precursores en el reino animal por el grado de complicación con que se combinarían en él energía y facultades que en sí ya existen en la naturaleza infrahumana. Esos tres círculos de ideas carecen entre sí de toda unidad. Poseemos, pues, una antropología científica, otra filosófica y otra teológica, que no se preocupan una de otra. Pero no poseemos una idea unitaria del hombre. Por otra parte, la multitud siempre creciente de ciencias especiales que se ocupan del hombre, ocultan la esencia de éste mucho más de lo que la iluminan, por valiosas que sean. Si se considera, además, que los tres citados círculos de ideas tradicionales están hoy fuertemente quebrantados, y de un modo muy especial la solución darwinista al problema del ori-gen del hombre, cabe decir que en ninguna época de la historia ha resultado el hombre tan problemático para sí mismo como en la actualidad. Por eso me he propuesto el ensayo de una nueva antropología filosófica sobre la más amplia base. En lo que sigue quisiera dilucidar tan sólo algunos puntos concernientes a la esencia del hombre, en su relación con el animal y con la planta, y al singular puesto metafísico del hombre —apuntando una pequeña parte de los resultados a que he llegado.

Ya el término y el concepto de hombre encierran una pérfida anfibología, sin aclarar la cual ni siquiera se puede acometer la cuestión del singular puesto del hombre. La palabra hombre indica en primer lugar los caracteres morfológicos distintivos que posee el hombre como sub¬grupo de los vertebrados y de los mamíferos. Es claro que —cualquiera que sea el resultado que ofrezca este modo de formar el concepto de hombre— el ser vivo llamado hombre, no sólo está subordinado al concepto de animal, sino constituye también una provincia relativamente muy pequeña del reino animal. Así continúa siendo el caso, aun cuando, con Linneo, llamemos al hombre el “ápice de la serie de los vertebrados mamíferos” —lo que, por lo demás, es muy discutible objetiva y conceptualmente—; pues también este ápice, como todo ápice de una cosa, sigue perteneciendo a la cosa de que es ápice. Mas prescindiendo por completo de semejante concepto, que junta en la unidad del hombre la marcha erecta, la transformación de la columna vertebral, el equilibrio del cráneo, el potente desarrollo cerebral del hombre y las transformaciones orgánicas que la marcha erecta tuvo por consecuencia (como la mano de pulgar oponible, el retroceso de la mandíbula y de los dientes, etc.), la misma palabra “hombre” designa en el lenguaje corriente y en todos los pue-blos cultos, algo tan totalmente distinto, que apenas se encontrará otra voz del lenguaje humano en que se dé análoga anfibología. La palabra hombre designa, en efecto, asimismo un conjunto de cosas que se oponen del modo más riguroso al concepto de “animal en general” y, por lo tanto, también a todos los mamíferos y vertebrados y a éstos, en el mismo sentido que, por ejemplo, al infusorio Stentor, aunque no es discutible que el ser vivo llamado hombre es, desde el punto de vista morfológico, fisiológico y psicológico, incomparablemente más parecido a un chimpancé que el hombre y el chimpancé a un infusorio. Es claro que este segundo concepto del hombre ha de tener un sentido y un origen completamente distintos del primero, que designa sólo un rincón muy pequeño de la rama de los vertebrados . Llamaré a este segundo concepto el concepto esencial del hombre, en oposición a aquel primer concepto sistemático natural. El tema de nuestra confe-rencia es: si ese segundo concepto, que concede al hombre como tal un puesto singular, incomparable con el puesto que ocupan las demás especies vivas, tiene alguna base legítima.

I
Los grados del ser psicofísico

El puesto singular del hombre nos aparece claro cuando dirigimos nuestra atención a la es-tructura total del mundo biopsíquico. A este fin voy a partir de una serie gradual de las fuerzas y facultades psíquicas, en la forma en que la ciencia la ha ido estableciendo paulatina-mente. Por lo que se refiere al límite de lo psíquico, coincide con el límite de la vida en general . Junto a las propiedades objetivas que pertenecen esencialmente al fenómeno de las cosas llamadas vivas (en cuyo detalle no puede entrar, por ejemplo, el automovimiento, la autoformación, la autodiferenciación, la autolimitación en sentido espacial y temporal) presentan los seres vivos otro carácter, para ellos esencial y que es el hecho de que no sólo son objetos para los observadores externos, sino que poseen además un ser para sí, un ser intimo, en el cual se hacen íntimos consigo mismo. De este carácter puede demostrarse que posee, en su estructura y en la forma de su curso, la más estrecha comunidad ontológica con aquellos fenómenos objetivos de la vida.


IMPULSO AFECTIVO - (PLANTA)

El grado ínfimo de lo psíquico, o sea, de lo que se presenta objetivamente (o por fuera) como “ser vivo” y subjetivamente (o por dentro) como “alma”, y a la vez el vapor que lo mueve todo, hasta las alturas luminosas de las actividades espirituales, suministrando la energía a los actos más puros de pensamiento y a los actos más tiernos de radiante bondad es el impulso afectivo sin con¬ciencia, ni sensación, ni representación. Como la misma palabra “impulso” indica, en él no se distinguen todavía el “sentimiento” y el “instinto” que, como tal, tiene siem¬pre una orientación y finalidad específica “hacia” algo, por ejemplo, hacia el alimento, hacia la satisfacción se¬xual, etc. Una mera “dirección hacia” y “desviación de” (por ejemplo, de la luz), un placer y un padecer sin ob¬jeto, son los dos únicos estados del impulso afectivo. Pero este impulso se distingue ya netamente de los centros y campos de fuerza, que están en la base de las imágenes trasconscientes llamadas cuerpos inorgánicos. En ningún sentido puede atribuirse a éstos un ser íntimo.
Debemos y podemos adjudicar ya a las plantas este primer grado de la evolución psíquica, que se presenta en el impulso afectivo . Pero de ningún modo es lícito concederles también sensación y conciencia, como hizo Fechner. Quien con éste considere —ilegítimamente. La “sensación” y la “conciencia” como los componentes más elementales de lo psíquico, deberá negar que las plantas estén animadas. El impulso afectivo de las plantas está ya, sin duda, adaptado a su medio, a un desarrollo en su medio, con arreglo a las direcciones finales del “arriba” y el “abajo”, o sea, hacia la luz y hacia la tierra; pero esta adaptación lo es sólo al conjunto inespecificado de es¬tas direcciones del medio —a posibles resistencias y efec¬tivdades (importantes para la vida del organismo) en ellas, no a componentes del mundo ambiente, no a estímu¬los determinados, a los cuales correspondan especiales cua¬lidades sensibles y elementos representativos—. La planta reacciona, por ejemplo, específicamente a la intensidad de los rayos luminosos; pero no de modo diferente a los colores ni a las direcciones de los rayos. Según las re¬cientes y detenidas investigaciones del botánico holandés Blaauw, no se puede atribuir a las plantas ningún tropis¬mo específico, ninguna sensación, ni tampoco los menores indicios de un arco reflejo, ni asociaciones, ni reflejos con¬diciona-dos, ni, por tanto, ninguna clase de “órganos sen¬soriales”, como los que Haberlandt trató de definir en una detenida investigación. Los fenómenos de movimiento, pro-vocados por estímulos y que eran referidos antes a ese grupo de cosas, se han revelado partes de los movimientos generales de desarrollo en la planta.
Preguntémonos ahora cuál es el concepto más general de la sensación. En los animales superiores, los estímulos ejercidos sobre el cerebro por las glándulas sanguíneas, representa-rían las “sensaciones” más primitivas y cons¬tituirían la base tanto de las sensaciones orgánicas como de las sensaciones procedentes de procesos exteriores. Pues bien, el concepto de sensación contiene: 1º) cierto anun¬cio interno específico que de un estado orgánico y ciné¬tico momentáneo del ser vivo llega a un centro, y 2º) cier¬ta modificabilidad de los movimientos, que se producen en el momento subsiguiente inmediato, a consecuencia de dicho anuncio. Según esta definición del concepto de sen¬sación, la planta no posee ninguna sensación; ni tampoco ninguna “memoria” específica, que rebase la dependencia en que sus esta-dos vitales se encuentran respecto del con¬junto de su historia anterior; ni tampoco verdadera capa¬cidad de aprender, como la que revelan ya los infusorios más sencillos. Algunas investigaciones que pretendieron descubrir en las plantas reflejos condicionados y cierta ca¬pacidad de adiestramiento, habían incurrido sin duda en errores. El empuje general de crecimiento y reproducción, contenido en el “impulso afectivo”, es lo único que hay en la planta de eso que llamamos vida instintiva en los animales. La planta suministra, por tanto, la prueba más clara de que la vida no es esencialmente voluntad de po¬derío (Nietzsche), puesto que ni busca espontáneamente su sustento, ni en la reproducción elige de un modo activo su pareja. Es fecundada pasivamente por el viento, las aves y los insectos; y, puesto que ella misma se prepara en general el alimento que necesita, con materias inorgánicas, que existen en cierta medida por todas partes, no ha me¬nester como el animal dirigirse a determinados lugares para encontrar su sustento.,. El hecho de que la planta no disponga de libre espacio para el movimiento espontáneo de traslación, que tiene el animal, y no posea ninguna sen¬sación ni instinto específico, ninguna asociación, ningún reflejo condicionado ni verdadero sistema nervioso y de poderío, constituye por lo tanto un conjunto de deficien¬cias, que se comprenden de modo perfectamente claro e inequívoco por su estructura ontológica. Cabe demostrar que si la planta tuviese una sola de esas cosas, necesitaría tener también otra y todas las demás. Como no hay nin-guna sensación sin impulso motor y sin conato simultáneo de acción motriz, debe faltar todo sistema de sensaciones allí donde falte el sistema de poderío (la captura activa de la presa, la elección sexual espontánea). El reperto¬rio de las cualidades sensibles que posee un organismo ani-mal nunca es mayor que el repertorio de sus movimientos espontáneos; y es siempre una función de este último.
La dirección esencial de la vida, que designa la pala¬bra vegetativo —los muchos fenómenos de transición en¬tre la planta y el animal, ya conocidos por Aristóteles, prueban que los conceptos de que nos ocupamos aquí no son conceptos empíricos— es un impulso dirigido íntegra¬mente hacia fuera. Por eso llamo extático al impulso afec¬tivo de la planta, para indicar que a ésta le falta total-mente el anuncio retroactivo de los estados orgánicos a un centro, anuncio que es propio de la vida animal; le falta completamente esa reversión de la vida sobre sí misma, esa reflexio, por primitiva que sea, de un estado de inti¬midad “consciente”, por débil que sea. Pues la conciencia surge en la reflexio primitiva de la sensación, y siempre con ocasión de las resistencias que se oponen al movi¬miento espontáneo primitivo . Ahora bien: la planta pue¬de carecer de sensaciones, porque —químico máximo entre los seres vivos— se prepara ella misma el material de su arquitectura orgánica con las sustancias inorgánicas. Su existencia se reduce, pues, a la nutrición, al crecimiento, a la reproducción, a la muerte (sin una duración especí¬fica de vida). No obstante, existe ya en la existencia vegetativa el fenómeno primordial de la expresión, cierta fisiognómica de los estados internos: marchito, lozano, exu¬berante, pobre, etc. La “expresión” es, en efecto, un fe¬nómeno primordial de la vida y no, como Darwin pensaba, un con-junto de acciones atávicas adaptadas. En cambio, lo que falta asimismo completamente a la planta son las funciones de notificación que encontramos en todos los animales y que determinan el trato de unos animales con otros, y emancipan ampliamente al animal de la pre¬sencia inmediata de las cosas, que tienen para él una im¬portancia vital. Pero sólo en el hombre se alza sobre las funciones de expresión y notificación la función de repre¬sentación y denominación de signos, como veremos. Con la conciencia de la sensación falta también a la planta toda vida, de “vigilia”; la cual nace de la función vigilante de la sensación. Por añadidura, su individualización, la medida de su hermetismo espacial y temporal, es mucho menor que en el animal. Se puede afirmar que la planta testimonia mucho más que el animal la unidad de la vida, en sentido metafísico, y el paulatino carácter evolutivo de todas las formas de la vida, modeladas en complejos ce¬rrados de materia y energía. Tanto para sus formas como para sus modos de conducirse fracasa por completo el principio de la utilidad, tan desmedidamente sobreestima¬do por los darwinistas como por los teístas; y por completo también fracasa el lamarckismo. Las formas de sus partes foliadas revelan, con más insistencia aún que las innume¬rables formas y colores de los animales, un principio de fantasía juguetona y puramente estético en la raíz ignota de la vida. No encontramos aquí el doble principio del guía y los secuaces, del ejemplo y la imitación, tan esencial en todos los anima les que viven en grupos. La deficiente centralización de la vida vegetativa, y muy en especial la falta de sistema nervioso, hace que la dependencia de los órganos y las funciones orgánicas sea justamente en la planta más íntima por naturaleza que en los animales. Cada estímulo modifica el estado total de la vida en la planta, mucho más que en el animal; la causa de ello es la natu¬raleza del sistema histológico encargado de conducir los estímulos en la planta. Por eso es más difícil y no más fácil (en general) dar en la planta una explicación mecá¬nica de la vida que no en el animal. Con la mayor cen¬tralización del sistema nervioso en la serie animal surge también una mayor independencia de sus reacciones par¬ciales; y con ésta se produce cierta semejanza del cuerpo animal a la estructura de una máquina.
Este primer grado del aspecto interior de la vida, el impulso afectivo, existe también en el hombre. Como ve¬remos, el hombre contiene todos los grados esenciales de la existencia, y en particular de la vida; y en él llega la naturaleza entera (al menos en las regiones esencia-les) a la más concentrada unidad de su ser. No hay sensación, ni percepción, por simple que sea, ni representación, tras de la cual no esté ese oscuro impulso, el cual alimenta la sensación con ése su fuego, constante cesura entre los pe¬ríodos de vigilia y de sueño. Aun la sensación más simple es siempre función de una atención impulsiva, nunca mera secuela del estímulo. Al mismo tiempo, este impulso re¬presenta la unidad de todos los instintos y afectos del hom¬bre, tan numerosos y variados. Según modernos investiga¬dores, estaría localizado en el tronco cerebral del hombre, que probablemente es también centro de las funciones glandulares endocrinas, agente de los procesos corporales y psíquicos. El impulso afectivo es, además, el sujeto —también en el hombre— de esa primaria sensación de resistencia, que constituye la raíz de toda posesión de “realidad” y “efectividad” y en especial la raíz de la unidad de la realidad y de la impresión de la realidad, que precede a todas las funciones representativas, como he demostrado ampliamente en otros lugares [Cf. mis ensayos El trabajo y el conocimiento en Las formas del saber y la sociedad, Leipzig, 1926, y El problema de la realidad, Cohen, Bonn, 1928]. Las representaciones y el pensamiento mediato nos indican solamente el modo de ser y el diferente ser de esa realidad; pero ella misma, como “realidad” de lo real, nos es dada en una resistencia universal, acompañada de angustia, o en una sensación de resistencia. El sistema nervioso “vegetativo”, que regula ante todo la distribución de los alimentos representa organológicamente, como ya indica su nombre, la vegetalidad existente aún en el hombre. Una periódica sustracción de energía al sistema animal, que regula las relaciones externas de poderío, a favor del vegetativo, es, probable-mente, la condición fundamental del ritmo de los estados de vigilia y sueño; el sueño es, por lo tanto, un estado relativamente vegetativo del hombre.

INSTINTO (ANIMAL)

La segunda forma psíquica esencial, que sigue al impulso afectivo extático en el orden gradual y objetivo de la vida, es el instinto palabra de sentido e interpretación muy oscuros y discutidos. Evitaremos esta oscuridad, absteniéndonos en un principio de toda definición por conceptos psicológicos y definiendo el instinto exclusivamente por la llamada “conducta” del ser vivo. La conducta de un ser vivo es, en primer término, objeto de una observación externa y posible descripción Pero esta conducta en circunstancias cambiantes del medio, puede determinarse independientemente de las unidades fisiológicas de movi¬miento, que la sustentan; y puede determinarse también sin introducir en su característica conceptos de estímulos físicos o químicos. Podemos determinar unidades y varia¬ciones de la conducta, en circunstancias variables, indepen¬dientemente y antes de toda explicación causal; y obtene¬mos así relaciones fijas, que tendrán sentido, puesto que presentan un carácter integral y teleoklino. Es un error de los “behavioristas” el admitir ya en el concepto de la conducta la génesis fisiológica de su producción. Lo más valioso en el concepto de la conducta es justamente el ser un concepto psicofísicamente indiferente. Es decir: que toda conducta es siempre también expresión de estados in¬ternos. Puede y debe, por tanto, ser explicada siempre de dos modos, fisiológica y psicológicamente a la vez. Tan erróneo es preferir la explicación psicológica a la fisioló¬gica como ésta a aquélla. En este sentido, llamamos ins¬tintiva una conducta que posee las siguientes notas: ha de tener, en primer lugar, relación de sentido, ya porque po¬sea positivamente sentido, ya porque sea errada o estúpida —es decir, que ha de ser tal, que resulte teleoklina para el todo del viviente o el todo de otros vivientes (o en ser¬vicio propio o en servicio ajeno); ha de transcurrir, en segundo lugar, con cierto ritmo. Los movimientos adquiri¬dos por asociación, ejercicio, hábito —con arreglo al prin¬cipio que Yennings ha llamado principio de “la prueba y el error”—, aunque están dotados asimismo de sentido, no poseen ese ritmo, esa forma temporal, cuyas partes se exigen mutuamente. La reducción de las formas de con¬ducta instintiva a combinaciones de reflejos particulares y encadenados y a tropismos, ha resultado imposible (Yen. fliflgs, Alverdes, etc.). La relación de sentido no necesita referirse a las situaciones presentes; puede enderezarse también a situaciones muy lejanas en el tiempo y en el espacio. Un animal prepara algo con sentido para el in¬vierno o para la puesta de los huevos, por ejemplo; aunque se puede probar que no ha vivido todavía como individuo situaciones análogas y que están descartadas también la comunicación, la tradición, la imitación y la copia de otros compañeros de su misma especie. El animal se conduce como se conducen los electrones, según la teoría de los cuantos: como si previese un estado futuro. Un tercer carácter de la conducta instintiva es que sólo responde a aquellas situaciones que vuelven de un modo típico y son importantes para la vida de la especie, mas no para la experiencia particular del individuo. El instinto está siem¬pre al servicio de la especie, ya sea la propia, ya una especie extraña u otra con la cual la especie propia se encuentra en importante relación vital (como las hormi¬gas y sus huéspedes, las agallas de los vegetales, los insec¬tos y las aves que fecundan las plantas, etc.). Este carác¬ter distingue netamente la conducta instintiva: primero, del “autoadiestramiento” por la prueba y el error, así como de todo “aprendizaje” y segundo, del uso del intelecto, que están ambos primordialmente al servicio del indivi¬duo y no al de la especie. La conducta instintiva no es nunca, por tanto, una reacción a los contenidos especiales del medio, contenidos que cambian de individuo en indi¬viduo, sino a una estructura totalmente singular, a una disposición típica y específica de las partes posibles del mundo ambiente. Mientras los contenidos especiales pue¬den cambiar ampliamente, sin que el instinto se extravíe y conduzca a acciones fallidas, la menor alteración de la estructura tendrá extravíos por consecuencia. En su gran¬diosa obra Souvenirs entomologiques, ha descrito Fabre con gran precisión un ingente repertorio de estos modos de conducirse. A esta utilidad para la especie responde también, en cuarto lugar, el hecho de que el instinto sea en sus rasgos fundamentales innato y hereditario; y lo sea en cuanto facultad específica de conducirse y no sólo en cuanto facultad general de adquirir determinados mo¬dos de conducta, como naturalmente son la facultad de habituarse, adiestrarse, comportarse con inteligencia. El innatismo no quiere decir que la conducta digna del nom¬bre de instintiva haya de entrar en juego inmediatamente después de nacer; significa tan sólo que es correlativa a determinados períodos de desarrollo y madurez, y even¬tualmente incluso a diferentes formas de los animales (en el polimorfismo). Un carácter muy importante del instinto es, por último, que representa una conducta independiente del número de los ensayos que hace un animal para afron¬tar una situación; en este sentido, puede decirse que el instinto está “listo” de antemano. Así como la organiza¬ción propia de los animales no puede considerarse origi¬nada por pequeñas variaciones diferenciales, tampoco puede considerarse el “instinto” como una suma de movimientos parciales triunfantes. El instinto puede, sin duda, especia¬lizarse por obra de la experiencia y del aprendizaje, como se ve, por ejemplo, en los instintos de los animales caza¬dores, en quienes es innato perfectamente el instinto de perseguir una pieza determinada, mas no el arte de prac¬ticar esta caza con éxito. Pero lo que el ejercicio y la experiencia consiguen en esto es comparable exclusivamen¬te a las variaciones de una melodía, no a la obtención de una melodía nueva. Lo que un animal puede representarse y sentir viene en general determinado y dominado a priori por la relación de sus instintos con la estructura del mundo circundante. Lo mismo pasa con las reproducciones de su memoria, que tienen lugar siempre en el sentido y en el marco de sus “funciones instintivas” predominantes; la frecuencia de los enlaces asociativos, de los reflejos con¬dicionados y de la práctica, tiene sólo una importancia se¬cundaria. Todas las vías nerviosas aferentes se han for¬mado en la historia de la evolución después de la disposi¬ción de las vías nerviosas eferentes y de los órganos del éxito.
El instinto es, sin duda alguna, una forma del ser y del acontecer psíquicos más primitiva que los complejos anímicos determinados por asociaciones. Por eso el ins¬tinto no puede reducirse, como creía Spencer, a una heren¬cia de formas de conducta fundadas en el hábito y el auto-adiestramiento. Podemos demostrar que los procesos psí¬quicos que siguen la ley asociativa están localizados en el sistema nervioso mucho más arriba que las formas instin¬tivas de conducta. La corteza cerebral parece ser esen¬cialmente un órgano de disociación frente a las formas de conducta biológicamente más unitarias y localizadas más profunda-mente; no es, pues, un órgano de asociación. Pero tampoco puede reducirse la conducta instintiva a una auto¬matización de la conducta inteligente. Antes bien, podemos decir que si ciertas sensaciones y representaciones relati¬vamente aisladas se destacan de complejos difusos (y se enlazan con enlace asociativo) y si asimismo un impulso determinado, que demanda satisfacción, se destaca de un nexo de conducta instintivo lleno de sentido, estas forma¬ciones, como por otra parte los comienzos de la inteligen¬cia —que intenta devolver “artificialmente” su sentido al automatismo despojado ya de sentido—, genéticamente vis¬tas, son productos evolutivos, igualmente primarios, de la conducta instintiva. En general caminan rigurosamente al mismo paso, tanto unos con otros, como con la individua¬ción del ser vivo y la emancipación del individuo respecto de los lazos de la especie; y marchan también al mismo paso que la diversidad de las situaciones individuales par¬ticulares a que puede llegar el ser vivo. El proceso básico de la evolución vital es disociación creadora, no asociación o síntesis de trozos sueltos. Y lo mismo acontece fisioló¬gicamente. También fisiológicamente el organismo se pa¬rece a un mecanismo tanto menos, cuanto más simplemen¬te organizado está; pero produce una estructura cada vez más semejante a un mecanismo —fenomenalmente— has¬ta que sobreviene la muerte y la citomorfosis de los órga¬nos. Asimismo, cabría demostrar que la inteligencia no se agrega a la vida psíquica asociativa, en un estadio supe¬rior de la vida, como cree, por ejemplo, Carlos Bühler. La inteligencia se produce, por el contrario, de un modo rigurosamente uniforme y paralelo a la vida anímica aso¬ciativa y no existe sólo en los mamíferos superiores, sino en los infusorios, como han mostrado recientemente Alverdes y Buytendyk. Dijérase, pues, que lo que en el instinto es rígido y ligado a la especie, se hace móvil e individualizado en la inteligencia; pero que lo que en el instinto es automático se torna en la asociación y en el re¬flejo condicionado, mecánico, esto es, relativamente sin sentido, pero a la vez susceptible de combinaciones mucho más variadas. Esto permite comprender por qué los arti-culados, que poseen morfológicamente una organización de base muy especial y mucho más rígida, tienen los ins¬tintos más perfectos, y en cambio apenas dan muestras de una conducta inteligente, y por el contrario el hombre, tipo de mamífero plástico, en el cual la inteligencia y no menos la memoria asociativa alcanzan su máximo des¬arrollo, tiene instintos sumamente retrasados. Intentando interpretar psíquicamente la conducta instintiva, diremos que representan una separable unidad de presciencia y acción, de tal suerte que nunca se da más saber del que entra simultáneamente en el momento subsiguiente de la acción. El saber, que reside en el instinto, parece ser, además, no un saber por representaciones e imágenes, ni menos pen¬samientos, sino sólo un sentir resistencias con matices de valor, diferenciadas según impresiones de valor, resistencias que serían atrayentes y repelentes. En relación al impulso afectivo, el instinto se dirige ya a componentes del mundo circundante que retornan con frecuencia, pero son específicos. Representan una especialización creciente del impulso afectivo y sus cualidades. No tiene, pues, sentido hablar de “representaciones innatas” en los instintos, como ha hecho Reimarus.

MEMORIA ASOCIATIVA


De las dos formas de conducta que brotan primariamente de la instintiva, la conducta “habitual” y la con¬ducta “inteligente”, representa la habitual —que es la tercera forma psíquica que distinguimos—, la facultad que llamamos memoria asociativa (mneme) - Esta facultad no pertenece en modo alguno a todos los seres vivos, como Bering y Semon creían. Falta a las plantas, como ya Aristóteles había visto. Debemos atribuirla únicamente a los seres vivos, cuya conducta se modifica lenta y conti¬nuamente en forma útil a la vida, o sea, en forma dotada de sentido, y sobre la base de una conducta anterior de la misma índole, de suerte que la medida en que su conducta nos aparece con sentido en un momento determinado, está en rigurosa dependencia respecto del número de ensayos o de movimientos llamados de prueba. El hecho de que un animal haga espontáneamente movimientos de prueba (tam¬bién los movimientos espontáneos de juego pueden contarse entre éstos) y además tienda a repetir los movimientos, lo mismo si tienen por consecuencia placer que disgusto, no obedece a la memoria, sino que es supuesto de toda reproducción y constituye una tendencia innata (la tendencia a la repetición). Pero el hecho de que el animal trate de repetir posteriormente los movimientos que tuvieron éxito para la satisfacción positiva de un impulso cualquiera, con más frecuencia que aquellos otros que condujeron a un fracaso, de suerte que los primeros se “fijan” en el animal, es justamente el hecho fundamental que llamamos prin¬cipio del éxito y el error. Allí donde encontramos estos hechos decimos que hay ejercicio, cuando sólo se trata de lo cuantitativo; o adquisición de hábitos; o autoadiestra¬miento; o, cuando el hombre interviene, adiestramiento. La vida vegetativa desconoce, como hemos visto, todos estos hechos; y no puede conocerlos, porque ignora aquel anun¬cio retroactivo de ciertos estados orgánicos a un centro (la sensación). La base de toda memoria es el reflejo que Pavlov ha llamado reflejo condicionado. Por ejemplo, un perro segrega determinados jugos estomacales no sólo cuando la comida llega a su estómago, sino cuando ve la comida u oye los pasos de la persona que suele llevársela. El hombre segrega los jugos digestivos incluso cuando se le sugiere en sueños que está tomando el alimento corres¬pondiente. Si al realizar un acto provocado por un estí¬mulo, se hace sonar simultánea y reiteradamente una señal acústica, puede llegar a ejecución el acto citado, sin el estímulo adecuado, al presentarse la señal acústica. Estos hechos se llaman “reflejos condicionados”. La llamada ley asociativa —según la cual un complejo de representaciones tiende a reproducirse y a completar sus miembros ausentes, cuando es revivida sensorial o cinéticamente una parte de dicho complejo—. no es sino el análogo psíquico del reflejo condicionado. Asociaciones completamente rigurosas de representaciones aisladas, que sólo estuviesen sometidas a esta ley de contigüidad y de semejanza, esto es, de identidad parcial de las representaciones iniciales con complejos an¬teriores, no pueden darse nunca; como tampoco un reflejo completamente aislado y siempre igual, de un órgano bien localizado; ni tampoco una sensación rigurosamente pro¬porcional al estímulo, esto es, independiente de todas las cambiantes actitudes impulsivas y de todo el material de la memoria. Por eso es muy probable que todas las leyes de la asociación sean sólo leyes estadísticas, exacta-mente lo mismo que las leyes naturales de la física concernientes a procesos de conjunto. Todos estos conceptos (sensación, reflejo asociativo) tienen, por tanto, el carácter de con¬ceptos límites, que sólo indican la dirección de cierta clase de transformaciones psíquicas o fisiológicas. Asociacio¬nes aproximadamente puras sólo se encuentran en casos muy determinados de ausencia de factores directivos men¬tales; por ejemplo, las asociaciones auditivas externas de las palabras en el estado de fuga de ideas. Puede mostrarse también que, en la vejez, el curso anímico de las repre¬sentaciones se acerca más y más al modelo de la asocia¬ción. En efecto, parecen testimoniarlo las modificaciones de la escritura, del dibujo, de la pintura y del lenguaje en esa edad; todas ellas toman un carácter cada vez más aditivo, no referido a la totalidad. Análogamente, en la vejez la sensación propende cada vez más a ser propor¬cional al estímulo. Así como el organismo corporal va produciendo en el curso de la vida cada vez más un con¬junto relativamente mecánico, hasta hundirse por comple¬to en el mecanismo cuando llega el momento de la muerte, así nuestra vida psíquica va produciendo cada día enlaces más puramente habituales de representaciones y de formas de la conducta Y el hombre va tornándose en la vejez el esclavo del hábito. Además, las asociaciones de representaciones aisladas siguen genéticamente a las asociaciones de complejos, que están algo más próximas a la vida ins¬tintiva. Así como la percepción escueta de los hechos, sin desbordamiento de la fantasía o elaboración mítica, es un fenómeno tardío de la evolución psíquica tanto del in¬dividuo como de pueblos enteros así también el enlace asociativo es igualmente un fenómeno tardío. Se ha reco¬nocido igualmente que no hay casi asociación ninguna sin influencia intelectual. Nunca se da el caso de que el trán¬sito de la reacción asociativa casual a la reacción inteligi¬ble crezca en rigurosa relación de continuidad con el nú¬mero de los ensayos. Las curvas presentan casi siempre irregularidades; y precisamente en el sentido de que el paso del azar al “sentido” tiene lugar algo antes de lo que el puro principio de la prueba y el error haría esperar, conforme a las reglas de la probabilidad.
El principio de la memoria actúa hasta cierto grado en todos los animales y se presenta como consecuencia in¬mediata de la aparición del arco reflejo, es decir, de una separación de los sistemas sensorial y motor. Pero en su difusión hay enormes diferencias. Los típicos animales de instintos, con estructura cerrada como una cadena, son los que menos lo revelan; los que lo revelan más netamente son los animales de organización plástica, poco rígida, con grande y amplia facilidad para combinar movimientos par¬ciales, convirtiéndolos en otros nuevos (como los mamí¬feros y los vertebrados en general). Desde el primer mo¬mento de su aparición, este principio se une estrechamente con la imitación de los movimientos y de las acciones, que se funda en la expresión de los afectos y en las señales de los compañeros de especie. La imitación y el “copiar” no son sino especializaciones de aquella tendencia a la repe¬tición, que actúa primero frente a las propias vivencias y formas de conducta y representa, por decirlo así, el motor de toda memoria reproductiva. La unión de ambos fenó¬menos da origen al importante hecho de la tradición, que añade a la herencia biológica una dimensión completa¬mente nueva: la determinación de la conducta animal por el pasado de la vida de los compañeros de especie. Este hecho debe, por otra parte, distinguirse con el mayor rigor de todo recuerdo consciente y libre de lo pretérito (anám-nesis) y de toda tradición fundada en signos, fuentes y documentos. Mientras que estas últimas formas de tradi¬ción son peculiares sólo del hombre, aquella tradición apa¬rece ya en las hordas, manadas y demás formas de sociedad animal. El rebaño “aprende” lo que los más adelantados hacen y puede transmitirlo a las generaciones venideras. La tradición hace posible cierto “progreso”. En cambio, toda auténtica evolución humana descansa esencialmente, en efecto, en un creciente descoyuntamiento de la tradición. El recuerdo consciente de los acontecimientos individuales, vividos una sola vez, y la continua identificación de una pluralidad de actos memorativos, referidos a una misma cosa pasada (todo lo cual es probablemente exclusivo del hombre), representa siempre la disolución, la verdadera muerte de la tradición viva. Los contenidos tradicionales nos son dados siempre como presentes; no tienen fecha y se muestran eficaces para nuestra acción presente, sin llegar a ser objetivos en una determinada distancia de tiempo. En la “tradición”, el pasado nos sugiere más de lo que sabemos de él. La sugestión y, según P. Schilder, probablemente el hipnotismo, es un fenómeno muy difundido en el mundo 8nimal. El hipnotismo habría surgido como función auxi¬liar del ayuntamiento y serviría ante todo para sumir a la hembra en un estado de letargia. La sugestión es un fe¬nómeno primordial, comparado con la “comunicación”, por ejemplo, de un juicio, cuyo contenido objetivo es apre-hendido en la “comprensión”. Esta “comprensión” de los contenidos objetivos mentados, sobre los que recae un juicio en una proposición, sólo se encuentra en el hombre. El derrumbamiento del poder de la tradición aumenta pro¬gresivamente en la historia humana. Es obra de la ratio, que en un mismo acto objetiva un contenido tradicional y al hacerlo lo lanza de nuevo, por decirlo así, al pasado, a que pertenece, dejando así libre el camino para nuevas invenciones y descubrimientos. De un modo análogo, en la historia, el peso que la tradición ejerce preconsciente¬mente sobre nuestra conducta, disminuye sin cesar, mer¬ced al progreso de la ciencia histórica. La influencia del principio asociativo significa en la estructura del mundo psíquico la decadencia del instinto y de su peculiar “sen¬tido”, así como el progreso de centralización y simultánea mecanización de la vida orgánica. Significa, además, que el individuo orgánico se va destacando y separando cada vez más de los vínculos de la especie y de la inadaptable rigidez del instinto. Pues sólo mediante el progreso de este principio puede el individuo adaptarse a situaciones nue¬vas, esto es, no típicas para la especie. Con esta adapta¬ción, empero, cesa el individuo de ser un mero punto donde se cruzan los procesos de reproducción.
Con respecto a la inteligencia técnica, el principio de la asociación es, pues, relativamente un principio de rigidez y de hábito —un principio “conservador”—; pero con res¬pecto al instinto es un poderoso instrumento de liberación.
Crea una novísima dimensión a las posibilidades que la vida tiene de enriquecerse. Otro tanto pasa también con los impulsos. El impulso, emancipado del instinto, aparece hasta cierto punto ya en los animales superiores, y con él el horizonte de la demasía; el impulso así emancipado se convierte en fuente de posibles placeres, independientemente del conjunto de las necesidades vitales. El impulso se¬xual, por ejemplo, es un incorruptible servidor de la vida, mientras queda sujeto al profundo ritmo de las épocas de celo, encajadas en los cambios de la naturaleza. Pero eman¬cipado de este ritmo instintivo, tórnase más y más libre fuente de placer y puede rebasar con mucho el sentido bio¬lógico de su existencia, en los animales superiores, espe¬cialmente en los domesticados (ejemplo: el onanismo de los monos, perros, etcétera). Si la vida impulsiva, que en su origen se refiere únicamente a las formas de conducta y a los bienes, no al sentimiento del placer, es utilizada por principio como fuente de placer, según acontece en todo hedonismo, nos encontramos con una tardía manifestación decadente de la vida. La actitud vital que consiste en mera persecución del placer, representa una manifestación de vejez, no sólo en la vida del individuo, sino también en la de los pueblos, como atestiguan el viejo bebedor, que “apu¬ra la última gota”, y otros ejemplos análogos de orden erótico. Manifestación de vejez es asimismo la separación entre las alegrías consiguientes al ejercicio de las funcio¬nes psíquicas superiores e inferiores y el estado de deleite que acompaña la satisfacción de los impulsos, así como el predominio de este deleite sobre las alegrías propias de las funciones vitales y espirituales. Pero sólo en el hom¬bre toman monstruosas formas ese aislamiento del impulso, que se separa de la conducta instintiva, y esa distinción entre el placer de la función y el deleite del estado. Por eso se ha dicho con razón que el hombre puede ser más o menos que un animal, pero nunca un animal.


INTELIGENCIA PRÁCTICA

(ANIMALES SUPERIORES)



Siempre que la naturaleza ha producido esta nueva forma psíquica de la memoria asociativa, ha depositado ya en sus primeros brotes el correctivo de sus peligros, co¬mo he indicado antes. Y este correctivo no es otro que la cuarta forma esencial de la vida psíquica, la inteligencia práctica —como la llamaremos— que en principio está todavía orgánicamente condicionada. Enlazadas estrecha¬mente con ella aparecen la facultad y la acción de elegir y la facultad de preferir entre los bienes o entre los com¬pañeros de especie, en el proceso de la reproducción (co¬mienzos del eros).
Podemos empezar definiendo la conducta inteligente, sin recurrir a los procesos psíquicos. Un ser vivo se “con¬duce” inteligentemente cuando pone en práctica una con¬ducta caracterizada por las notas siguientes: tener sentido, ya porque la conducta resulte “cuerda”, ya porque la con¬ducta, fallando el fin, tienda empero manifiestamente al fin y resulte por tanto “necia”; no derivarse de ensayos previos o repetirse en cada nuevo ensayo; responder a si¬tuaciones nuevas, que no son típicas ni para la especie ni para el individuo; y acontecer de súbito y sobre todo inde-pendientemente del número de ensayos hechos con ante¬rioridad para resolver un problema planteado por algún impulso. Hablamos de inteligencia orgánicamente condi¬cionada, mientras el proceder interno y externo, que el ser vivo emplea, esté al servicio de un movimiento impulsivo y de la satisfacción de una necesidad. Llamamos, además, esta inteligencia práctica, porque su sentido último es siem¬pre una acción, por medio de la cual el organismo alcanza o falla su fin impulsivo . Pero si pasamos ahora al aspec¬to psíquico, podemos definir la inteligencia diciendo que es la evidencia súbita de un nexo objetivo o de valor en el mundo circundante, nexo que ni está dado directamente en la percepción ni ha sido percibido nunca, esto es, que no puede conseguirse por reproducción. Expresado positi¬vamente: es la evidencia de un nexo objetivo sobre la base de una trama de relaciones, cuyos fundamentos están en parte dados en la experiencia y en parte completados por anticipación en la representación por ejemplo, sobre un estadio determinado de la intuición óptica. Este pensa¬miento no reproductivo, sino productivo, se caracteriza, pues, siempre por la anticipación de un hecho nuevo, nun¬ca, vivido (prudentia, providentia, sagacidad, astucia). La diferencia respecto de la memoria asociativa es clara: la situación, que ha de ser aprehendida y a la que ha de res¬ponder prácticamente la conducta, no sólo es nueva y atí¬pica para la especie, sino sobre todo es “nueva” también para el individuo. Una conducta semejante, llena de sen¬tido objetivo, surge además, de súbito, antes de realizar nuevos ensayos e independientemente del número de los ensayos anteriores. Esta subitaneidad se manifiesta tam¬bién en la expresión, especialmente de los ojos; por ejem¬plo, en ese brillo de los ojos que W. Kóhler interpreta de un modo muy plástico como expresión de la vivencia de un “¡ah!”. Por último, la nueva representación que contiene una solución del problema, no viene provocada por enlaces entre vivencias dadas sólo simultáneamente. Tampoco las estructuras fijas, típicas y reiteradas del mundo ambiente disparan la conducta inteligente. La nueva representación es producida más bien por relaciones objetivas entre los componentes del mundo ambiente que son seleccionadas, digámoslo así, por obra del fin impulsivo: relaciones como las de igual o semejante, o análogo a X, o función de medio para la consecución de algo o causa de algo, etcé-tera.
Hay hoy una embrollada discusión, que científicamen¬te no está resuelta y que sólo de un modo superficial puedo tocar aquí, sobre si los animales, en particular los an¬tropoides superiores, los chimpancés, han alcanzado o no la fase de la vida psíquica que aquí describimos. La dis¬cusión, en que han sido parte casi todos los psicólogos, no se ha acallado aún, a pesar de haber publicado Wolfgang Köhler, en las Memorias de la Academia de Ciencias de Prusia, las experiencias que hizo con chimpancés durante varios años, y que llevó a término con asombrosa pacien¬cia e ingeniosidad en el Instituto Alemán de Experimen¬tación de Tenerife. K6hler atribuye acciones inteligentes muy sencillas a los animales de sus experimentos; y con plena razón a mi juicio. Otros investigadores las discuten. Casi todos tratan de corroborar con otras razones la doc¬trina antigua de que los animales no poseen más que me¬moria e instinto y de que la inteligencia, incluso en la forma de un razonamiento primitivo (sin signos) es un monopolio y aun el monopolio del hombre. Las experien¬cias de Köhler consistían en intercalar entre el fin del im¬pulso (por ejemplo, una fruta, un plátano) y el animal, rodeos u obstáculos u objetos capaces de servir de “instru¬mentos” (cajones, palos, cuerdas, varios palos encajables unos en otros, palos que necesitarán ser antes fabricados o preparados para el fin), todos ellos cada vez más com¬plicados, y observar si, cómo y con qué presuntas funcio¬nes psíquicas, sabe el animal alcanzar el fin de su im¬pulso y dónde residen los límites precisos de sus facultades de ejecución. Las experiencias han demostrado claramente, a mi juicio, que las acciones de los animales no pueden explicarse todas por instintos y procesos asociativos, si-no que en algunos casos hay auténticas acciones inteligentes. Esbocemos de un modo breve lo que parece haber en esta inteligencia condicionada orgánica y prácticamente. En el momento en que el fin del impulso, por ejemplo, una fruta, brilla ante los ojos del animal y se destaca e mdi¬vidualiza enérgicamente sobre el restante campo visual, transfórmanse de un modo peculiar todos los objetos con¬tenidos en el mundo circundante del animal, particular¬mente el campo óptico comprendido entre el animal y el mundo circundante. Este campo estructura de tal suerte las relaciones entre sus objetos y toma un relieve relativamente “abstracto” de tal índole, que ciertas cosas, que percibidas por sí solas parecen indiferentes, o se presentan como algo “para morder”, algo “para jugar”, algo “para dormir” (por ejemplo, una manta que el animal saca de su lecho para alcanzar una fruta situada fuera de la jaula y no asequible directamente), adquieren el carácter refe¬rencial dinámico de “cosa para coger la fruta”; no sólo, pues, los palos efectivos semejantes a las ramas de que penden las frutas en la vida normal arborícola del animal —esto podría interpretarse aún como instinto— sino tam¬bién un pedazo de alambre, el ala de un sombrero de paja, pajas, una manta, en suma, todo lo que realice la represen¬tación abstracta de ser “largo y movible”. Es la dinámica misma de los impulsos del animal la que empieza aquí a realizarse y a dilatarse, invadiendo los componentes del medio. El objeto que usa el animal toma el valor fun¬cional, dinámico, y en rigor puramente ocasional, de “algo para acercar la fruta”. Para el animal, la cuerda, el palo mismo parecen “dirigirse”, si no moverse, hacia el fin dado ópticamente. Aquí sorprendemos en su origen primero el fenómeno de la causalidad, que no consiste exclusivamente en una sucesión regular de los procesos. “Causar” es, pues, un fenómeno que se funda en la objetivación de la causa¬lidad inherente a la acción impulsiva, causalidad vivida por el ser vivo en las cosas del ambiente y en este caso causar coincide aún por completo con servir de “medio”. Sin duda, la reestructuración descrita no tiene lugar por obra de una actividad consciente, reflexiva, sino mediante una suerte de “trastrueque” intuitivo de los ingredientes mismos del medio. La gran diferencia de disposiciones naturales que los animales revelan para conducirse de esta manera confirma, por lo demás, el carácter inteligente de estas acciones. Cosa análoga sucede en la elección y en la acción electiva. Es un error negar al animal la acción elec¬tiva y creer que siempre le mueve el impulso “más fuerte” en cada caso. El animal no es un mecanismo de impulsos. Sus impulsos están ya netamente organizados en impulsos superiores directivos e impulsos inferiores auxiliares eje¬cutivos; en impulsos para acciones generales e impulsos para operaciones especiales. Pero, además, el animal pue¬de intervenir espontáneamente desde el centro de sus im¬pulsos, en la constelación de éstos y desdeñar hasta cierto punto provechos inmediatos para alcanzar otras ventajas mayores, aunque más lejanas en el tiempo y sólo asequi¬bles por medio de rodeos. Lo que el animal no tiene, se¬guramente, es la facultad de preferir entre los valores mismos —por ejemplo, lo útil a lo agradable— prescin¬diendo de los bienes concretos y singulares. En todo lo afectivo, el animal está mucho más cerca del hombre que en lo que se refiere a la inteligencia. Ofrendas, reconci¬liaciones, amistades y otras cosas parecidas pueden en¬contrarse entre los animales.






II

DIFERENCIA ESENCIAL ENTRE EL HOMBRE
Y EL ANIMAL



En este punto surge la cuestión decisiva para nuestro problema. Si se concede la inteligencia al animal, ¿existe más que una mera diferencia de grado entre el hombre y el animal? ¿Existe una diferencia esencial? ¿O es que hay en el hombre algo completamente distinto de los grados esenciales tratados hasta aquí y superior a ellos, algo que convenga específica mente a él sólo, algo que la inteligencia y la elección no agotan y ni siquiera tocan?
Aquí es donde los caminos se separan más netamente. Los unos quieren reservar la inteligencia y la elección al hombre y negarlas al animal. Afirman, pues, sin duda, una diferencia esencial; pero la afirman donde, a mi jui¬cio, no existe. Los otros, en especial todos los evolucionistas de las escuelas de Darwin y de Lamarck, niegan, con Darwin, Schwalbe y también W. Kohler, que haya una última diferencia entre el hombre y el animal, porque el animal posee ya inteligencia. Son, por tanto, partidarios en una u otra forma, de la gran teoría monista sobre el hombre, designada con el nombre de teoría del homo faber; y no conocen, naturalmente, ninguna clase de ser metafísico, ni metafísica alguna del hombre, esto es, ninguna relación característica del hombre como tal con el fondo del universo.
Por lo que a mi toca, no puedo por menos de rechazar resueltamente ambas doctrinas. Yo sostengo que la esen¬cia del hombre y lo que podríamos llamar su puesto sin¬gular están muy por encima de lo que llamamos inteli¬gencia y facultad de elegir, y no podrían ser alcanza-dos, aunque imaginásemos esas inteligencia y facultad de elegír acrecentadas cuantitativa-mente incluso hasta el infini¬to. [Entre un chimpancé listo y Edison (tomando éste sólo como técnico) no existe más que una diferencia de grado aunque ésta sea muy grande]. Pero también sería un error representarse ese quid nuevo, que hace del hombre un hombre, simplemente como otro grado esencial de las funciones y facultades pertene¬cientes a la esféra vital, otro grado que se superpondría a los grados psíquicos ya recorridos —impulso afectivo, instinto, memoria asociativa, inteligencia y elección— y cuyo estudio pertenecería a la competencia de la psicolo¬gía. No. El nuevo principio que hace del hombre un hom¬bre, es ajeno a todo lo que podemos llamar vida, en el más amplio sentido, ya en el psíquico in-terno o en el vital externo. Lo que hace del hombre un hombre es un prin¬cipio que se opone a toda vida en general; un principio que, como tal, no puede reducirse a la “evolución natural de la vida”, sino que, si ha de ser reducido a algo, sólo puede serlo al fundamento supremo de las cosas, o sea, al mismo fundamento de que también la “vida” es una mani¬festación parcial. Ya los griegos sostuvieron la existencia de tal principio y lo llamaron la “razón” [Cf. el articulo “El origen del concepto del espíritu entre los griegos”, por Julio Stenzel, en la revista Die Antike.] Nosotros preferi¬mos emplear, para designar esta X, una palabra más com¬prensiva, una palabra que comprende el concepto de la razón, pero que, junto al pensar ideas, comprende también unas determinada especie de intuición, la intuición de los fenómenos primarios o esencias, y además una determi¬nada clase de actos emocionales y volitivos que aún hemos de caracterizar: por ejemplo, la bondad, el amor, el arrepentimiento, la veneración, etc. Esa palabra es espíritu. Y denominaremos persona al centro activo en que el espí¬ritu se manifiesta dentro de las esferas del ser finito, a rigurosa diferencia de todos los centros funcionales “de vida”, que, considerados por dentro, se llaman también centros “anímicos”.


ESENCIA DEL ESPÍRITU. — LIBERTAD,

OBJETIVIDAD, CONCIENCIA DE SI MISMO.


Pero, ¿qué es este “espíritu”, este nuevo principio tan decisivo? Pocas veces se han cometido tantos desafueros con una palabra —una palabra bajo la cual sólo pocos piensan algo preciso—. Si colocamos en el ápice del con¬cepto de espíritu una función particular de conocimiento, una clase de saber, que sólo el espíritu puede dar enton¬ces la propiedad fundamental de un ser “espiritual” es su independencia, libertad o autonomía existencial —o la del centro de su existencia— frente a los lazos y a la presión de lo orgánico, de la “vida”, de todo lo que pertenece a la “vida” y por ende también de la inteligencia impulsiva propia de ésta. Semejante ser “espiritual” ya no está vin-culado a sus impulsos, ni al mundo circundante, sino que es “libre frente al mundo circundante”, está abierto al mundo, según expresión que nos place usar. Semejante ser espiritual tiene “mundo”. Puede elevar a la dignidad de “objetos” los centros de “resistencia” y reacción de su mundo ambiente, que también a él le son dados primitiva¬mente y, en que el animal se pierde extático. Puede apre¬hender en principio la manera de ser misma de estos “ob¬jetos”, sin la limitación que este mundo de objetos o su presencia experimenta por obra del sistema de los impul¬sos vitales y de los órganos y funciones sensibles en que se funda.
Espíritu es, por tanto, objetividad; es la posibilidad de ser determinado por la manera de ser de los objetos mis¬mos. Y diremos que es “sujeto” o portador de espíritu aquel ser, cuyo trato con la realidad exterior se ha inver¬tido en sentido dinámicamente opuesto al del animal.
En el animal, lo mismo si tiene una organización su¬perior que si la tiene inferior, toda acción, toda reacción llevada a cabo, incluso la “inteligente”, procede de un estado fisiológico de su sistema nervioso, al cual están coor¬dinados, en el lado psíquico, los impulsos y la percepción sensible. Lo que no sea interesante para estos impulsos, no es dado; y lo que es dado, es dado sólo como centro de resistencia a sus apetitos y repulsiones. Del estado fisiológico-psíquico parte siempre el primer acto en el drama de toda conducta animal, en relación con su medio. La estructura del medio está ajustada íntegra y exactamente a su idiosincrasia fisiológicá e indirectamente a la morfoló¬gica; y además, a la estructura de sus impulsos y de sus sentidos, que forman una rigurosa unidad funcional. Todo lo que el animal puede aprehender y retener de su medio, se halla dentro de los seguros limites e hitos que rodean la estructura de su medio. El segundo acto, en el drama de la conducta animal, consiste en producir una modificación real en el medio por virtud de la reacción del animal, dirigida hacia el fin objeto del impulso. El tercer acto es el nuevo estado fisiológico-psíquico engendrado por esta mo¬dificación. El curso de la conducta animal tiene, pues, siempre esta forma:

Animal — Medio

Ahora bien, un ser dotado de espíritu es capaz de una conducta, cuyo curso tiene una forma exactamente opuesta. El primer acto de este nuevo drama, el drama del hombre, consiste en que la conducta es motivada por la pura manera de ser de un complejo intuitivo, elevado a la dignidad de objeto; y es motivada, en principio, prescindiendo del es¬tado fisiológico del organismo humano, prescindiendo de sus impulsos y de las partes externas sensibles del medio, que aparecen justamente en esos impulsos y están deter¬minadas siempre modalmente, esto es, ópticamente, o acús¬ticamente, etc. El segundo acto del drama consiste en re¬primir libremente —o sea, partiendo del centro de la per¬sona— un impulso, o en dar rienda suelta a un impulso reprimido en un principio. Y el tercer acto es una mo¬dificación de la objetividad de una cosa, modificación que el hombre vive como valiosa en sí y definitiva. Este “hallarse abierto al mundo” tiene, pues, la siguiente forma:

Hombre — Mundo — . . .

Esta conducta, una vez que existe, es por naturaleza susceptible de una expansión ilimitada: hasta donde alcanza el “mundo” de las cosas existentes. El hombre es, según esto, la X cuya conducta puede consistir en “abrirse al mundo” en medida ilimitada. Para el animal, en cambio, no hay “objetos”. El animal vive extático en su mundo ambiente, que lleva estructurado consigo mismo adonde vaya, como el caracol su casa. El animal no puede llevar a cabo ese peculiar alejamiento y sustantivación que con¬vierte un “medio” en “mundo”; ni tampoco la transformación en objeto” de los centros de “resistencia”, defi¬nidos afectiva e impulsivamente. Yo diría que el animal está esencialmente incrustado y sumido en la realidad vital correspondiente a sus estados orgánicos, sin aprehenderla nunca “objetivamente”. La objetividad es, por tanto, la categoría más formal del lado lógico del espíritu. Sin duda el animal no vive ya sumido en su medio de un modo absolutamente extático, sin anuncio retroactivo de los estados propios del organismo a un centro interior, como el impulso afectivo de la planta, privada de sensa¬ción, representación y conciencia. Según vimos, el ani¬mal se ha recobrado a sí mismo, por decirlo así, mediante la separación entre la sensación y el sistema motor y me¬diante la continua notificación de su esquema corporal y de sus contenidos sensoriales. El animal posee un esquema corporal; pero frente al medio sigue conduciéndose extá¬ticamente, aun en los casos en que se conduce de un modo “inteligente”.
El acto espiritual, en la forma en que el hombre puede realizarlo y en contraste con este simple anuncio del es¬quema corporal del animal y de sus contenidos, está li¬gado esencialmente a una segunda dimensión y grado del acto reflejo. Tomemos juntamente este acto y su fin y llamemos al fin de éste “recogimiento en sí mismo” la conciencia que el centro de los actos espirituales tiene de sí mismo o la “conciencia de sí”. El animal tiene, pues, conciencia, a distinción de la planta; pero no tiene con¬ciencia de sí, como ya vio Leibniz. El animal ni se posee a sí mismo, no es dueño de sí; y por ende tampoco tiene conciencia de sí. El recogimiento, la conciencia de sí y la facultad y posibilidad de convertir en objeto la primitiva resistencia al impulso, forman, pues, una sola estructura inquebrantable, que es exclusiva del hombre. Con este tornarse consciente de sí, con esta nueva reflexión y con¬centración de su existencia, que hace posible el espíritu, queda dada a la vez la segunda nota esencial del hombre: el hombre no sólo puede elevar el “medio” a la dimensión del “mundo” y hacer de las “resistencias” “objetos”, si no que puede también —y esto es lo más admirable— con¬vertir en objetiva su propia constitución fisiológica y psíquica y cada una de sus vivencias psíquicas. Sólo por esto puede también modelar libremente su vida. El ani¬mal oye, y ve, pero sin saber que oye y que ve. Para su¬mergirnos en cierto modo en el estado normal del animal, necesitamos pensar en ciertos estados extáticos del hombre, muy raros, como los que encontramos en el despertar de la hipnosis, en la ingestión de determinados tóxicos embria¬gadores y en el uso de ciertas técnicas que paralizan la actividad del espíritu, por ejemplo, los cultos orgiásticos de toda especie. El animal no vive sus impulsos como suyos, sino como movimientos y re-pulsiones que parten de las cosas mismas del medio. Incluso el hombre primi¬tivo —que se halla en ciertos rasgos próximo aún al ani¬mal— no dice: “yo detesto esta cosa”, sino: “esta cosa es tabú”. El animal no tiene una “voluntad” que sobreviva a los impulsos y a su cambio y pueda mantener la continuidad en la mudanza de sus estados psicofísicos. Un animal va siempre a parar, por decirlo así, a una distinta cosa de la que “quiere” primitivamente. Es profundo y exacto lo que dice Nietzsche: “El hombre es el animal que puede prometer”.
De lo dicho resulta que son cuatro los grados esencia¬les en que se nos presenta todo lo existente, desde el punto de vista de su ser íntimo y propio. Las cosas inorgánicas carecen de todo ser íntimo y propio; carecen, por lo mis¬mo, de todo centro que les pertenezca de un modo onto¬lógico. Lo que llamamos unidad en este mundo de objetos, incluyendo las moléculas, átomos y electrones, depende ex¬clusivamente de nuestro poder de dividir los cuerpos reali¬ter o mentalmente. Toda unidad corpórea lo es sólo relativamente a una determinada ley de su acción sobre otros cuerpos. Un ser vivo, por el contrario, es siempre un cen¬tro óntico y forma siempre por sí “su” unidad e individua¬lidad tempo-espacial, que no surge por obra y gracia de nuestra síntesis, condicionada biológicamente. El ser vivo es una X, que se limita a sí misma. Los centros inespa-ciales de fuerzas, que establecen la apariencia de la ex¬tensión en el tiempo, y que necesitamos suponer a la base de las imágenes de los cuerpos, son centros de puntos, fuerzas que actúan recíprocamente unas sobre otras y en las cuales convergen las líneas de fuerza de un campo. En cambio el impulso afectivo de la planta supone un centro y un medio en que el ser vivo, relativamente libre en su desarrollo, está sumido, aunque sin anuncio retro¬activo de sus diversos estados. Pero la planta posee un “ser intimo” y, por tanto, está animada. En el animal existen la sensación y la conciencia, y, por tanto, un punto central al que son anunciados sus estados orgánicos; el ani¬mal está, pues, dado por segunda vez a sí mismo. Ahora bien: el hombre lo está por tercera vez en la conciencia de sí y en la facultad de objetivar todos sus procesos psíqui¬cos. La persona, por tanto, debe ser concebida en el hom¬bre como un centro superior a la antítesis del organismo y el medio.
Dijérase, pues, que hay una gradación, en la cual un ser primigenio se va inclinando cada vez más sobre sí mismo, en la arquitectura del Universo, e intimando consigo mismo por grados cada vez más altos y dimensiones siempre nue¬vas, hasta comprenderse y poseerse íntegramente en el hombre.


EJEMPLOS DE CATEGORÍAS ESPIRITUALES:

SUSTANCIA; ESPACIO Y TIEMPO COMO

FORMAS VACÍAS.


Esta estructura ontológica del hombre —su ser dado para sí propio— permite comprender una serie de parti¬cularidades del hombre, alguna de las cuales indicaré bre¬vemente. En primer lugar, sólo el hombre posee la ca¬tegoría de cosa y sustancia plenamente expresa y concreta. Los animales superiores no parecen poseerla plenamente. Si se le da a un mono un plátano a medio pelar, huye de él; en cambio, si se le da del todo pelado, lo come, y si se le da sin pelar, lo pela y luego lo come. Para el ani¬mal, la cosa no se ha “modificado”, sino que se ha trans¬formado en otra [Véase también el experimento de H. Volkelt sobre las arañas. Otros hechos que prueban esto mismo se encontrarán en gran número en mi Antropología ]. Manifiestamente, le falta un centro desde el cual poder referir a un mismo núcleo de realidad, a una misma cosa concreta, las funciones psicofísicas de su visión, audición, olfación, y las cosas aprehensibles visi¬bles, tangibles, audibles, degustables y olfatibles que se presentan en ellas. En segundo término, el hombre tiene de antemano un espacio único. Lo que aprende, por ejem¬plo, el ciego de nacimiento operado, no es a sintetizar unos “espacios” primitivamente aislados (espacios kinestéticos, táctiles, visuales, auditivos, etc.) en una intuición espacial, sino sólo a identificar los datos de sus sentidos como símbolos de la cosa existente en un lugar. El animal no tiene esta función central, que da al espacio único una forma fija y previa a las distintas cosas y a la percepción de las mismas; pero sobre todo carece de aquella auto-concentración que recoge todos los datos de los sentidos, con sus correspondientes impulsos, y los refiere a un“mundo” ordenado sustancialmente. Como he demostrado detenidamente en otro lugar, el animal carece de un ver¬dadero espacio universal, que persista como fondo estable, independiente de los movimientos de traslación que veri¬fica. Carece asimismo de las formas vacías de espacio y tiempo, en las cuales concibe el hombre primariamente sumidas las cosas y los sucesos —y que sólo son posibles en un ser en quien la insatisfacción de los impulsos es siem¬pre superior a su satisfacción—. La raíz de la intuición humana de espacio y tiempo, que precede a todas las sen¬saciones externas, está en la posibilidad orgánica espon¬tánea de ejecutar movimientos y acciones en un orden de¬terminado. Llamamos originariamente “vacío” al incum¬plimiento de las esperanzas que nuestro impulso abriga. Por eso el primer “vacío” es, por decirlo así, el vacío de nuestro corazón. El extraño hecho de que el espacio y el tiempo se presenten al hombre, en su concepción natural del Universo, como formas vacías, que anteceden a todas las cosas, es sólo comprensible por este exceso de la insa¬tisfacción de los impulsos sobre su satisfacción. También el hecho de que el espacio táctil no esté directamente coor¬dinado al espacio visual, sino que la coordinación tenga lugar por intermedio de las sensaciones kinestéticas —he-cho que ha podido demostrarse en determinados casos anor¬males —indica que la forma vacía del espacio, al menos como “espaciosidad” todavía informe, es vivida ya antes de tener conciencia de cualesquiera sensaciones, sobre la base de impulsos motores y de la vivencia del poder produ-cirlos. Estos impulsos de movimiento son, en efecto, los principales causantes de las sensaciones kinestéticas. Este primitivo espacio cinético, la “conciencia del alrededor”, sigue existiendo aun cuando esté ya edificado por completo el espacio óptico, único en que se da la diversidad conti-nua y simultánea de la “extensión”. En el tránsito del animal al hombre encontramos, pues, una completa inver¬sión de lo “vacío” y lo “lleno”, tanto respecto del tiempo como respecto del espacío. El animal no puede aislar las formas vacías del espacio y el tiempo, desprendiéndolas de las cosas contenidas en ellas, como tampoco puede aislar el número abstracto, separándole del número concreto ma¬yor o menor residente en las cosas mismas. El animal vive completamente sumido en la realidad concreta de su actual presente. Es menester que las esperanzas nacidas de las tendencias y convertidas en impulsos de movimiento, ex¬cedan a la satisfacción efectiva, que las tendencias obtienen en una percepción o sensación, para que tenga lugar (co¬mo sucede en el hombre) el extraño fenómeno que consiste en que el vacío espacial, y análogamente el temporal, re¬sultan anteriores, “básicos”, respecto de todos los conte¬nidos posibles de la percepción y del mundo de las cosas. De este modo, y sin sospecharlo, el hombre contempla el vacío de su propio corazón como “vacío infinito” del es¬pacio y del tiempo, como si el espacio y el tiempo exis¬tiesen, aunque no hubiese cosas. Sólo mucho más tarde rectifica la ciencia este enorme engaño, que comete la con¬cepción natural del mundo, enseñándonos que el espacio y el tiempo sólo son órdenes, posibilidades de posición y sucesión de las cosas y que no tienen existencia alguna fuera e independientemente de éstas. Para el animal tampoco existe un espacio universal, como dije antes. Un perro vivirá durante años en un jardín y recorrerá frecuentemente todos los parajes del mismo, sin lograr nunca una imagen total del jardín y de la disposición que los árboles, arbustos, etc., tienen independientemente de la situación de su cuerpo, cualesquiera que sean las dimensiones de dicho jardín. Para el perro sólo existen espacios ambientes, que cambian cuando el perro se mueve, y el perro no logra coordinar esos espacios ambientes en el espacio total del jardín, independiente de la posición de su cuerpo. La razón de ello es que el animal no puede convertir su propio cuerpo y sus movimientos en objetos; no puede incluir la situación de su propio cuerpo, como elemento variable, en su intuición del espacio, y aprender a contar instintiva-mente, por decirlo así, con la contingencia de su posición, como hace el hombre sin necesidad de ciencia. Esto que primariamente hace el hombre es el principio de lo que lue¬go prosigue la ciencia. La grandeza de la ciencia hu¬mana consiste justamente en esto: que el hombre aprende en ella a contar cada vez en mayor medida consigo mismo y con toda su organización física y psíquica, como si fuese una cosa extraña, que se encontrase en rigurosas relaciones de causalidad con las demás cosas; merced a lo cual el hombre ha sabido forjarse una imagen del mundo, en don. de los objetos son independientes en absoluto de la orga¬nización psicofísica, de los sentidos (y de sus umbrales) de las necesidades (y de los intereses que éstas sienten por las cosas) humanas, y por consiguiente permanecen cons¬tantes en medio del cambio de posición, de estado y de vivencia sensorial en el hombre. El hombre —en cuanto persona —es el único que puede elevarse por encima de sí mismo —como ser vivo— y partiendo de un centro si¬tuado, por decirlo así, allende el mundo tempo-espacial, convertir todas las cosas, y entre ellas también a sí mismo, en objeto de su conocimiento.
Ahora bien; este centro, a partir del cual realiza el hombre los actos con que objetiva el mundo, su cuerpo y su psique, no puede ser “parte” de ese mundo, ni puede estar localizado en un lugar ni momento determinado. Ese centro sólo puede residir en el fundamento supremo del ser mismo. El hombre es, por tanto, el ser superior a si mismo y al mundo. Como tal ser, es capaz de ironía y de humor —que implican siempre una elevación sobre la propia exis¬tencia—. Ya Kant, en su profunda teoría de la apercep¬ción trascendental, ha explicado en lo esencial esta nueva unidad del cogitare, la cual “es condición de toda expe¬riencia posible y por tanto también de todos los objetos de la experiencia” —no sólo de la externa, sino también de esa experiencia interna mediante la cual nos es accesible nues¬tra propia vida interior—. Con esta teoría ha elevado Kant por primera vez el “espíritu” sobre la “psique”, negando expresamente que el espíritu sea sólo un grupo de fun¬ciones pertenecientes a una supuesta alma sustancial, cuya ficción es debida sólo a una injustificada sustancialización de la unidad actual del espíritu.


EL ESPIRITU COMO ACTUALIDAD PURA


Con esto hemos definido ya un tercero e importante carácter del espíritu. El espíritu es el único ser incapaz de ser objeto; es actualidad pura; su ser se agota en la libre realización de sus actos. El centro del espíritu, la persona, no es, por lo tanto, ni ser substancial ni ser objetivo, sino tan sólo un plexo y orden de actos, determinado esencial¬mente, y que se realiza continuamente a sí mismo en sí mismo. Lo psíquico no se realiza “a sí mismo”; es una serie de sucesos “en” el tiempo, serie que podemos en principio contemplar desde el centro de nuestro espíritu y hacer objetiva en la percepción y observación internas. Mas por lo que toca al ser de nuestra persona, sólo podemos recogernos en él, concentrarnos en él, pero no objetivarlo. Tampoco las demás personas pueden ser objetos, en cuanto personas. Sólo podemos llegar a tener parte en ellas reali¬zando en nosotros y por nosotros mismos sus actos libres, “identificándonos”, como solemos decir, con la voluntad, el amor, etc., de una persona y a través de éstos, con ella misma. Sólo mediante correalización podemos participar en los actos de ese espíritu suprasingular y uno —que ne¬cesitamos admitir, a causa del nexo esencial e inviolable que existe entre la idea y el acto, si admitimos un orden de ideas que se realiza en ese mundo independientemente de la conciencia humana y lo atribuimos al ser primigenio como uno de sus atributos—. La antigua filosofía de las ideas, reinante desde San Agustín, había admitido ideae ante res, una “Providencia” y un plan de creación ante¬riores a la realidad del mundo. Pero las ideas no existen antes, ni en, ni después de las cosas, sino con las cosas, y son engendradas únicamente en el acto de la continua reali¬zación del mundo (creatio continua) en el espíritu eterno. Por eso nuestra correalización de estos actos, en tanto que pensamos “ideas”, no es tampoco un mero hallazgo o des¬cubrimiento de un orden existencial y esencial indepen¬diente de nosotros, sino una verdadera coparticipación en la producción, en la generación de las ideas y de los va¬lores coordinados al amor eterno, partiendo del origen mismo de las cosas.


III

EL CONOCIMIENTO IDEATORIO DE LAS ESENCIAS
COMO ACTO FUNDAMENTAL DEL ESPÍRITU


Para aclarar más en detalle la índole peculiar, la idio¬sincracia de eso que llamamos el “espíritu”, lo mejor será partir de un acto específicamente espiritual, el acto de la ideación. Es éste un acto completamente distinto de toda inteligencia técnica. Un problema de la inteligencia sería, por ejemplo, el siguiente: tengo ahora un dolor aquí en el brazo; ¿cómo ha surgido, cómo puede ser eliminado? Averiguar esto sería, en correspondencia, misión de la ciencia positiva. Pero puedo tomar el mismo dolor como ejemplo de esta realidad esencial, sumamente extraña y asombrosa: que este mundo está en general manchado de mal y de dolor. Entonces lo que preguntaré será: ¿qué es el dolor mismo, prescindiendo de que yo lo tenga aquí y ahora, y cómo debe de estar constituido el fondo de las cosas para que sea posible “el dolor en general”? La co¬nocida historia de la conversión de Buda nos suministra un ejemplo grandioso de un acto ideatorio semejante. El prín¬cipe ve un pobre, un enfermo, un muerto, después de haber permanecido años enteros en el palacio de su padre, alejado de todas las impresiones negativas; pero en seguida toma esos tres casos accidentales, “existentes ahora, aquí y de tal o cual manera”, como meros ejemplos de una esen¬cial constitución del mundo, que podemos aprehender en ellos. Descartes trataba de explicarse la essentia del cuerpo material y su estructura esencial, sobre un pedazo de cera. Éstas son las cuestiones que plantea el espíritu corno tal. La matemática nos ofrece ejemplos contundentes en cues¬tiones de esta índole. El hombre puede separar del “nú¬mero concreto” de tres cosas el “número abstracto” tres y operar con éste como con un objeto independiente, con arreglo a la íntima ley generatriz de la serie de estos ob¬jetos. El animal no puede hacer nada semejante. Ideación es, por tanto, la acción de comprender las formas esen¬ciales de la estructura del universo, sobre cada ejemplo de la correspondiente región de esencias, prescindiendo del número de observaciones que hagamos y de las inferen¬cias inductivas. El saber que logramos de este modo es válido, con generalidad infinita para todas las cosas posibles que sean de esa esencia, prescindiendo totalmente de nuestros órganos sensoriales contingentes y de la índole y grado de su excitabilidad . Los conocimientos que ob¬tenemos de esta suerte poseen una validez que rebasa los límites de nuestra experiencia sensible. En el lenguaje filosófico los llamamos conocimientos a priori.
Estos conocimientos de las esencias realizan dos fun¬ciones muy diferentes. En primer término, suministran a todas las ciencias positivas los axiomas supremos, que se¬ñalan la dirección de una observación, inducción y deduc¬ción fecundas, realizadas por la inteligencia y el pensamiento discursivo. Mas para la metafísica filosófica, cuyo fin último es el conocimiento del ser que es absolutamente, constituyen las ventanas abiertas sobre lo absoluto, como decía exactamente Hegel. No es posible, en efecto, redu¬cir a causas empíricas de naturaleza finita ninguna de las auténticas esencias, que la razón encuentra en el mundo, ni tampoco la existencia de “algo” participante de estas esen¬cias. Todo ello sólo puede ser atribuido al espíritu supra¬singular y uno, considerado como atributo del Ens a se suprasingular. Esta facultad de separar la existencia y la esencia constituye la nota fundamental del espíritu hu¬mano, en la que se basan todas las demás. Lo esencial al hombre no es que tenga saber, como ya decía Leibniz, sino que tenga esencia a priori o que sea capaz de adquirirla. No hay, empero, una organización racional “constante”, como la que admitía Kant; la organización racional está sometida en principio al cambio de la historia. Sólo es constante la razón misma, como disposición y facultad de producir y configurar formas siempre nuevas del pensa¬miento y de la intuición, del amor y de la valoración, po¬niendo en función esos conocimientos de las esencias.


LA REDUCCIÓN FENOMENOLÓGICA COMO

TÉCNICA PARA ANULAR LA RESISTENCIA

(REALIDAD, RESISTENCIA, CONCIENCIA)


Para penetrar desde aquí más profundamente en la esencia del hombre, debemos representarnos la trama de los actos que conducen al acto de la ideación. Consciente o inconscientemente, el hombre pone en práctica una téc¬nica que puede llamarse anulación ficticia del carácter de realidad. El animal vive totalmente en lo concreto y en la realidad. Mas toda realidad implica o un lugar en el espacio, o un lugar en el tiempo, un ahora, un aquí, y, en segundo término, un modo de ser accidental, como el que suministra la percepción sensible de cada “aspecto”. Pues bien: ser hombre significa lanzar un enérgico “no” al rostro de esa clase de realidad. Ya Buda lo sabía, cuan¬do decía que es magnífico contemplar todas las cosas, pero terrible ser una. Ya Platón lo sabía, cuando explicaba la contemplación de las ideas como un acto por el cual el alma se desvía de la faz sensible de las cosas y se encierra en sí misma para encontrar los “orígenes” de las cosas. Ni tampoco E. Husserl piensa otra cosa, cuando funda el conocimiento de las ideas en una reducción fenomenológica, esto es, en la operación de “borrar” o de “poner entre paréntesis” el coeficiente existencial (contingente) de las cosas, para alcanzar su essentia. No puedo asentir en de¬talle a la teoría de esta reducción dada por Husserl; pero sí debo conceder que en ella está significado el acto que define más propiamente al espíritu humano.
Para saber cómo tiene lugar este acto de reducción, es necesario saber en qué consiste propiamente nuestra vi¬vencia de la realidad. No puede señalarse sensación alguna (azul, duro, etc.) que corresponda especialmente a la im¬presión de la realidad. Ni la percepción, ni el recuerdo, ni el pensamiento, ni ningún otro acto perceptivo posible puede procurarnos esta impresión, pues lo que nos dan es exclusivamente la manera de ser las cosas, jamás su exis¬tencia. La existencia nos es dada por la vivencia de la resistencia que ofrecen las esferas del mundo ya descubier¬tas. Ahora bien: resistencia solamente la hay para nuestros impulsos, para nuestra vida impulsiva, para nuestro im¬pulso vital central. La vivencia primaria de la realidad, como vivencia de “la resistencia que ofrece el mundo”, precede a toda conciencia, a toda representación, a toda percepción. La percepción sensible más penetrante no viene nunca condicionada por solo el estimulo y el proceso normal del sistema nervioso. Ha de existir a la vez un mo¬vimiento impulsivo, ya sea de apetencia o de repugnancia, aun cuando se trate de la más simple sensación. Por tanto, si una sacudida de nuestro impulso vital es condición inelu¬dible de toda posible percepción, las resistencias ejercidas contra aquel impulso vital por los centros y los campos de fuerzas residentes en el fondo de las imágenes de los cuer¬pos que integran el medio —las “imágenes sensibles” mis¬mas carecen de toda acción causal— pueden ser vividas ya en un punto del proceso temporal de una percepción, en el cual no se haya llegado todavía a la percepción consciente de una imagen. La vivencia de la realidad no es, pues, pos¬terior, sino anterior a toda “representación” del mundo. ¿Qué significa, pues, aquel enérgico “no” de que antes ha¬blábamos? ¿Qué significa desrealizar el mundo o “idear” el mundo? No significa, como cree Husserl, reservar el juicio existencial; significa más bien abolir, aniquilar, ficti¬vamente el momento de la realidad misma, toda esa im¬presión indivisa, poderosa, de realidad, con su correlato afectivo; significa eliminar esa angustia de lo terreno que como dice Schiller profundamente, sólo “desaparece en aquellas regiones donde habitan las formas puras”. Este acto de desrealización, acto ascético en el fondo, sólo puede consistir —si existencia es “resistencia”— en la anulación, en la examinación de ese impulso vital, para el cual el mun¬do se presenta como “resistencia”, y que es a la vez la condición de toda percepción sensible del ahora, del aquí y del modo contingentes. Pero ese acto sólo puede ser reali¬zado por aquel ser que llamamos “espíritu”. Sólo el espí¬ritu, en su forma de “voluntad pura, puede operar la inactualización de ese centro de impulso afectivo, que hemos conocido como el acceso a la realidad de lo real.


EL HOMBRE COMO ASCETA DE LA VIDA


El hombre es, según esto, el ser vivo que puede adoptar una conducta ascética frente a la vida —vida que le estre¬mece con violencia—. El hombre puede reprimir y someter los propios impulsos; puede rehusarles el pábulo de las imágenes perceptivas y de las representaciones. Comparado con el animal, que dice siempre “si” a la realidad, incluso cuando la teme y rehuye, el hombre es el ser que sabe decir no, el asceta da la vida, el eterno protestante contra toda mera realidad. En comparación también con el animal (cuya existencia es la encarnación del filisteísmo), es el eterno “Fausto”, la bestia supidissima rerum novarum, nun¬ca satisfecha con la realidad circundante, siempre ávida de romper los límites de su ser ahora, aquí y de este modo, de su “medio” y de su propia realidad actual. En este sentido ve también S. Freud en el hombre el “represor de sus impulsos” —en su obra: Allende el principio del pla¬cer—. Y sólo porque es esto, puede el hombre edificar sobre el mundo de su percepción, un reino ideal del pensa¬miento; y por otra parte, puede canalizar la energía —la¬tente en los impulsos reprimidos— hacia el espíritu que habita en él. Esto es: el hombre puede sublimar la energía de sus impulsos en actividades espirituales.








IV

TEORÍA NEGATIVA Y TEORÍA CLÁSICA
DEL HOMBRE



Ahora bien, en este punto surge la cuestión decisiva. ¿Nace el espíritu por obra del ascetismo, de la represión, de la sublimación, o sólo recibe de éstos su energía? Mi convicción es que esa actividad negativa, ese “no” opuesto a la realidad, no condiciona en modo alguno el ser del espíritu, sino tan sólo su aprovisionamiento de energía y su capacidad para manifestarse. El espíritu mismo es, en último extremo, como dijimos, un atributo del ser mismo, que se manifiesta en el hombre, en la unidad concentrativa de la persona, que se “recoge” en sí misma. Pero como tal, el espíritu en su forma “pura” carece originariamente de todo “poderío”, “fuerza”, “actividad”. Para que el espí¬ritu adquiera el más mínimo grado de actividad, ha de agregársele ese ascetismo, esa represión de los impulsos y simultánea sublimación, de que hablábamos.
Partiendo de aquí descubrimos dos primeras posibili¬dades de concebir el espíritu, que representan un papel fundamental en la historia de la idea del hombre. La pri¬mera de estas teorías, desarrollada por los griegos, atribuye al espíritu mismo, no sólo fuerza y actividad, sino el máximo de poderío y de fuerza. La llamaremos teoría clásica del hombre. Es parte integrante de una concepción general del universo, que afirma que el ser del “universo” (cosmos), existente desde un principio e invariable a tra¬vés del proceso de la historia, tiene una estructura tal, que las formas superiores del ser, desde la divinidad hasta la materia bruta, son, a la vez, los modos del ser más dotados de poder y de fuerza, o sea, los modos causativos. El ápice de un mundo semejante es, naturalmente, el Dios espiritual y omnipotente, es decir, el Dios que es omnipotente por virtud de su espíritu. La segunda concepción, que llamare¬mos teoría negativa del hombre, defiende la tesis inversa:
que el espíritu mismo —hasta donde se admite este con¬cepto— o, por lo menos, todas las actividades humanas “productoras de cultura”, esto es, todos los actos morales, lógicos, de contemplación estética y de creación artística, nacen exclusivamente por virtud de aquel “no”. Yo recha¬zo ambas teorías. Yo sostengo que aquel acto negativo tiene por resultado dotar de energía al espíritu, que es im¬potente por naturaleza y consiste sólo en un grupo de puras intenciones. Pero niego que el espíritu “nazca” por obra de dicho acto.



LA TEORIA NEGATIVA Y SU CRÍTICA


Citaré algunos ejemplos —muy heterogéneos, sin du¬da— de la teoría negativa del hombre. Son éstos la doctri¬na de la salvación, en Buda; la teoría de la “autonegación de la voluntad de vivir”, en Schopenhauer; el notable li¬bro de Alsberg El enigma de la humanidad, y, finalmente, las últimas doctrinas de S. Freud, sobre todo la expuesta en Allende el principio del placer. No pudiendo entrar en la exposición detallada de estas doctrinas, les dedicaré so¬lamente unas palabras. Para Buda el sentido de la existen¬cia humana culmina en la extinción del ser humano como sujeto de apetitos, o sea en el ingreso en un mundo de esencias, que es objeto de pura contemplación: la nada o el nirvana. Buda no tiene una idea positiva del espíritu ni en el hombre, ni en el fundamento del universo. Sólo ha conocido profundamente el orden causal en que las cua¬lidades sensibles, las formas, las relaciones, la espacialidad y la temporalidad del ser van cayendo en pedazos, gracias a la técnica de la desrealización por la íntima abolición del deseo y de lo que Buda llama la “sed”. Schopenhauer ve la nota esencial que diferencia al animal del hombre exclusivamente en que el animal no puede llevar a cabo esa negación “salvadora” de la voluntad de vivir, que el hom¬bre verifica en sus ejemplares supremos; negación que es para Schopenhauer, como para su maestro Bouterweck, la fuente de todas las “formas superiores” de la conciencia y del saber en la metafísica, en el arte, en la ética de la compasión, etc. Alsberg, discípulo de Schopenhauer, re¬conoce muy justamente que ningún carácter morfológico o fisiológico o psicológico-empírico puede justificar la con¬vicción general que tiene el mundo culto de que existe una diferencia esencial entre el hombre y el animal. Alsberg ha ampliado la doctrina de Schopenhauer, sosteniendo que el “principio de la humanidad” reside exclusivamente en que el hombre ha sabido eliminar sus órganos de la lucha por la vida y conservación del individuo y de la especie, en beneficio de la herramienta, del lenguaje y de la for¬mación de conceptos, que Alsberg reduce a eliminación de los órganos y de las funciones sensibles según el principio —formulado por Mach— del máximo “ahorro” posible de contenidos sensibles. Expresamente rechaza Alsberg la de¬finición del hombre por el espíritu y la razón. La razón, que sólo conoce —erróneamente, como su maestro Scho¬penhauer— como pensamiento discursivo y en especial como formación de conceptos, es para él una consecuencia del lenguaje, no su raíz; y en cuanto al lenguaje mismo, lo considera como un “instrumento inmaterial”, destinado a eliminar el trabajo de los órganos de los sentidos. La causa de que aparezca este “principio de la humanidad” o ten-dencia de la vida a eliminar sus órganos y a establecer “herramientas” y en lugar de la función viva del órgano; la causa también de la creciente “cerebralización” del hombre en sentido morfológico y fisiológico es, segur Alsberg, la muy deficiente adaptación de los órganos hu¬manos a su medio (carencia de pie prensil o pie trepador, de garras, de colmillos, de pelaje, etcétera), esto es, la falta de esas adaptaciones orgánicas específicas que poseen sus próximos parientes, los monos antropoides. El llamado “espíritu” es para Alsberg, por tanto, un sustitutivo tardío de una deficiente adaptación orgánica; o como se podría decir en el sentido de Alfredo Adler: la supercompensación de una deficiencia orgánica constitucional de la especie humana. También las últimas doctrinas de S. Freud entran en el círculo de las teorías negativas del hombre. Ya Scho-penhauer había usado el término de “represión” de los impulsos y de los afectos para explicar determinadas “for¬mas de los demencia”, como él dice expresamente. Es sabido con qué grandiosidad ha desarrollado Freud estas ideas para explicar el origen de la neurosis. Pero, según Freud, estas mismas represiones de los impulsos, que en una dirección explicarían la neurosis, engendrarían por otra parte nada menos que la capacidad para toda clase de crea¬ción cultural superior y aun la especificidad de la naturaleza humana misma, como dice Freud expresamente, en el caso de que la energía reprimida de los impulsos se subli¬mase. Así dice expresamente en Allende el principio del placer: “la evolución del hombre hasta el presente no me parece necesitar otra explicación que la de los animales. El afán incesante de mayor perfección, impulso que se observa en una mino-ría de individuos humanos, puede ex¬plicarse sin dificultad como consecuencia de esa represión de los impulsos, sobre la cual está edificado lo más valioso de la cultura humana”, etc. (p. 40). Se ha reparado poco todavía en que el Freud de la última época, desde que ha ex -puesto la doctrina dualista de los dos impulsos funda¬mentales, la libido y el impulso tanático, llega a una sor¬prendente coincidencia, no sólo con Schopenhauer, sino directamente con la doctrina de Buda. Según ambas doc¬trinas, todas las formas del espíritu, desde la cosa material, pasando por la planta, el animal, y el hombre, hasta el sabio que posee el “saber santo”, serían en el fondo, por decirlo así, grupos de una procesión petrificada hacía la nada silenciosa, hacia la muerte eterna. En efecto, para Freud —que atribuye al organismo en general (errónea¬mente, según creo), una tendencia a la pura y simple con¬servación de su naturaleza, una tendencia al reposo, a pro¬tegerse contra los estímulos, a “rehusar” los estímulos— el sistema del poderío, que en el animal se agrega a los sistemas de la nutrición, del crecimiento y de la reproduc¬ción y se intercala entre ellos y el medio (en contraste con la planta) es ya un producto relativo del impulso tanático, en el fondo destructor, sádico, nostálgico y primitiva aspi-ración de la vida “a retornar a lo inorgánico”.
El defecto capital de todas las formas de esta teoría negativa del hombre es no dar la más mínima respuesta a las preguntas siguientes: ¿Qué es lo que niega en el hombre? ¿Qué es lo que anula la voluntad de vivir? ¿Qué es lo que reprime los impulsos? ¿Y por qué diversas y últi¬mas razones la energía de los impulsos reprimidos se convierte unas veces en neurosis y se sublima otras veces en actividad creadora de cultura? ¿En qué sentido se su¬bliman y cómo concuerdan, al menos parcialmente, los principios del espíritu con los principios del ser? Final¬mente, ¿para qué se reprime, se sublima, se niega la vo¬luntad de vivir? ¿Con vistas a qué valores y fines últimos? El mismo Alsberg no puede menos de preguntarse: ¿Quién realiza la eliminación de los órganos? ¿Quién inventa las herramientas materiales e inmateriales? La mera “necesi¬dad”, que ya Lamarck sobreestimaba tan desmesuradamen¬te en la formación de nuevos órganos, cuando la conside¬raba como la última “causa de su propia satisfacción”, no es bastante en modo alguno. ¿Por qué, pues, no se ha extinguido una especie tan mal adaptada, ya que se han ex¬tinguido otras muchas especies? ¿Cómo ha sido posible que este ser, ya casi condenado a muerte, este animal en¬fermo, retrasado, doliente, cuya actitud fundamental es la de encubrir y proteger medrosamente sus órganos mal adap¬tados, supervulnerables, se haya salvado en el “principio de la humanidad” y con éste en la civilización y en la cultura? Se ha dicho que el hombre tiene un exceso de impulsos como carácter específico originario (A. Seydel) y que por eso ha tenido necesidad de reprimirlos. Pero este exceso de impulsos parece ser más bien consecuencia de la represión de los impulsos, que no su causa. La teoría negativa del hombre presupone siempre lo que pretende explicar: la razón, el espíritu, la autonomía del espíritu y la identidad parcial de sus principios con los del ser. El espíritu es el que verifica la represión de los impulsos, mediante la voluntad, que, guiada por las ideas y los valores, rehúsa a los impulsos opuestos a dichas ideas y valores las representaciones necesarias para llevar a cabo una acción impulsiva, mientras por otro lado ofrece como un cebo ciertas representaciones conformes a las ideas y a los valo¬res, a los impulsos latentes, para coordinarlos, de manera que ellos mismos ejecuten el proyecto de la voluntad, dic¬tado por el espíritu. Llamaremos conducción a este proceso fundamental que acabamos de escribir y que consiste en “enfrenar” ciertos impulsos para desenfrenar otros; y en¬tenderemos por dirección la presentación —digámoslo así— de la idea y del valor mismo, que se realizan en cada caso por medio de los movimientos impulsivos. Mas lo que el espíritu no puede hacer es engendrar o aniquilar por sí mismo energía impulsiva alguna. Pero no sólo esta represión por obra del espíritu; también su fin último es algo positivo: la íntima liberación y emancipación y el aprovisionamiento de poderío y actividad, en suma, la vi¬vificación del espíritu. Sólo ésta merece con justicia lla¬marse sublimación de la vida en el espíritu; no un proceso místico, supuesto creador de nuevas cualidades espirituales.



LA TEORIA CLÁSICA Y SU CRÍTICA


Con esto volvemos a la llamada “teoría clásica”. Según ya he dicho, esta teoría es tan falsa como la negativa. Mas como domina casi toda la filosofía de Occidente, su error es mucho más peligroso para nosotros. Esta teoría, que tiene su origen en el concepto griego del espíritu y de las ideas, es la teoría de la autarquía de la idea, la teoría de que la idea está originariamente dotada de fuerza y actividad, es capaz de acción causal. Los griegos la concibieron por vez primera y gracias a ellos se ha convertido en una concepción básica para la mayor parte de la burguesía occidental . Ahora bien, esta teoría clásica del espíritu —ya se ofrezca en el aspecto que le dieron Platón y Aristóteles, para quie¬nes las ideas y las formas se presentan ante todo como fuerzas creadoras, que de un “~iI~v” (no ser) o del “ser posible” de la materia prima extraen y forman las cosas del mundo —ya se presente en el aspecto teísta de la religiosi¬dad judeo-cristiana, que hace de Dios sólo un espíritu puro y le adjudica, como tal, no sólo la dirección y la con¬ducción (“enfrenar o desenfrenar”), sino una voluntad positiva, creadora, omnipotente incluso —ya aparezca en la forma más panteísta de J. T. Fichte o del panlogismo de Hegel, según el cual la historia del universo se funda en el autodespliegue de la Idea divina, conforme a una ley dialéctica, siendo el hombre en el fondo tan sólo la con¬ciencia naciente que la divinidad espiritual y eterna llega a tener de sí misma “en él”—, esta teoría clásica, digo, ado¬lece siempre y dondequiera del mismo error, que consiste en creer que el espíritu y la idea poseen una fuerza prima¬ria. Ahora bien; esta doctrina clásica del hombre se pre¬senta, sobre todo, en dos formas capitales: la doctrina del alma humana sustancial y espiritual, y aquellas teorías se¬gún las cuales sólo existe un espíritu único, del cual todos los demás espíritus son meros modos o centros de actividad (Averroes, Spinoza, Hegel). La teoría del alma sustancial descansa en una aplicación completamente ilegítima de la categoría de cosa exterior, o —en su forma más antigua— en la distinción entre las categorías de “materia” y “for¬ma”, inspirada en los organismos, y su aplicación a la relación del alma y el cuerpo (Santo Tomás de Aquino). Am¬bas aplicaciones de categorías cosmológicas al ser central del hombre fallan su blanco. La persona humana no es una “sustancia”, sino un complejo de actos organizados monár¬quicamente, esto es, de los cuales uno lleva en cada caso el gobierno y dirección. Pero dejemos la crítica de las for¬mas particulares que adoptan estas doctrinas. El error fun¬damental de donde procede la teoría “clásica” del hombre es más profundo; es un error de principio, que se relaciona con la imagen total del universo, y consiste en suponer que este mundo en que vivimos, está ordenado desde su origen y constantemente de manera tal, que las formas del ser, cuanto más altas son, más aumentan no sólo en sentido y valor, sino también en fuerza y poderío.
Para nosotros hay, pues, dos errores igualmente graves:el de pensar que las formas superiores del ser —por ejem¬plo, la vida frente a lo inorgánico, la conciencia frente a la vida, el espíritu en relación a las formas infrahumanas de la conciencia en el hombre y fuera del hombre— se origi-nan genéticamente de procesos pertenecientes a las formas inferiores del ser (materialismo y naturalismo); y el de creer, a la inversa, que las formas superiores del ser son causa de las inferiores, por ejemplo, que hay una fuerza vital, una actividad de la conciencia, un espíritu poderoso y activo por propia naturaleza (vitalismo e idealismo). La teoría negativa conduce a una falsa explicación mecanicista de todas las cosas; la clásica, al inconsistente absurdo de una concepción “teleológica” del universo, como la que domina en toda la filosofía teísta de Occidente. Nicolás Hartmann ha expresado reciente-mente con mucha exactitud esta misma idea, que ya había defendido yo en mi Ética:
“Las categorías superiores del ser y del valor son por natu¬raleza las más débiles”.


RELACIÓN ENTRE EL ESPÍRITU Y EL PODERÍO

EN LA NATURALEZA, EL HOMBRE, LA HIS¬-

TORIA Y EL FUNDAMENTO DEL UNIVERSO


La corriente de las fuerzas y las causas, única que puede poner la existencia y los modos accidentales de ser, no corre, en este mundo que habitamos, de arriba abajo, sino de abajo arriba. Ahí está, en la más orgullosa inde¬pendencia, el mundo inorgánico con sus leyes propias. Ese mundo contiene en unos, muy pocos puntos, esos que llamamos “vivientes”. En orgullosa independencia existen la planta y el animal frente al hombre, si bien el animal depende mucho más de la existencia de la planta que ésta de la de aquél. La vida animal, en efecto, no significa sólo una ganancia frente a la vegetal, sino también una pérdida, puesto que el animal ya no posee ese comercio directo con lo inorgánico, que la planta debe a la forma de su alimentación. En análoga independencia vive la masa como tal en la historia; tienen leyes propias sus mo¬vimientos frente a las formas superiores de la existencia humana. Breves y raros son los períodos en que florece la cultura en la historia de la humanidad. Breve y raro es lo bello en su delicadeza y vulnerabilidad. La ordena¬ción primaria que existe entre las formas superiores e in¬feriores del ser, de las categorías de valor, de las fuerzas y potencias en que aquéllas se realizan, queda caracterizada en los siguientes términos: “Originariamente, lo inferior es poderoso, lo superior es impotente”. Toda forma supe¬rior del ser es, con respecto a las inferiores, relativamente inerte, y no se realiza mediante sus propias fuerzas, sino mediante las fuerzas de las inferiores. El proceso de la vida es en sí mismo un proceso en el tiempo, con forma y estructura propias; pero se realiza exclusivamente por me¬dio de las materias y fuerzas del mundo inorgánico. Ente¬ramente análoga es la relación entre el espíritu y la vida. El espíritu puede lograr fuerza mediante el proceso de la sublimación. Los impulsos vitales pueden penetrar (o no penetrar) en las leyes del espíritu y en la estructura de las ideas y de los valores que el espíritu presenta a los impul¬sos al dirigirlos; y en el transcurso de esta penetración y compenetración en el individuo y en la historia, pueden los impulsos prestar fuerza al espíritu. Pero el espíritu no tiene por naturaleza ni originariamente energía propia. La forma superior del ser “determina”, por decirlo así, la esencia y las regiones esenciales en la configuración del universo; pero es realizada por otro, por un segundo prin¬cipio, también originariamente propio del ser primigenio: el principio creador de la realidad y plasmador de las imágenes contingentes, el principio que llamamos impulso, o fantasía impulsiva y creadora, según los casos.
Lo más poderoso que hay en el mundo, son pues, los centros de fuerza del mundo inorgánico, que son ciegos para las ideas y las formas y que constituyen los puntos de acción inferiores del “impulso”. Según cierta concep¬ción de nuestra física teórica actual, concepción que se extiende cada vez con mayor fuerza, parece que estos cen¬tros no están sometidos en sus relaciones mutuas a una legalidad ontológicamente necesaria, sino tan sólo a una legalidad contingente, de índole estadística. El ser vivo —cuyos órganos sensoriales y cuyas funciones sensibles indican más los procesos regulares del mundo que los irre¬gulares —es quien introduce en el mundo esas “leyes na-turales” que la inteligencia descifra luego. No la ley reside tras el caos de la contingencia y la arbitrariedad, sino el caos yace en el fondo de la ley formal mecánica. Si triunfase la teoría de que todas las leyes naturales de estructu¬ra mecánica sólo tienen en último término una significación estadística y de que todos los procesos naturales (incluso los de la esfera microscópica) son procesos resultantes de la acción recíproca entre unidades dinámicas arbitrarias, nuestra imagen de la naturaleza experimentaría una enor¬me transformación. Las verdaderas leyes ónticas resul¬tarían ser entonces las llamadas leyes de “figura”, esto es, las leyes que prescriben cierto ritmo temporal a los proce¬sos y, en dependencia de éste, ciertas figuras estáticas a la existencia corpórea . Y como en la esfera de la vida, tan¬to fisiológica como psíquica, las únicas leyes vigentes per¬tenecen, con seguridad, a la clase de las leyes de “figura” (aunque no necesariamente sólo las leyes materiales de la física), resultaría que la legalidad de la naturaleza vol¬vería a ser, según esta concepción, rigurosamente unitaria. En este caso, no sería imposible extender formalmente el concepto de sublimación a todo el curso del universo. La sublimación tendría lugar entonces en todo proceso me¬diante el cual las fuerzas de una esfera inferior del ser se pusieran paulatinamente —en el proceso del mundo— al servicio de un ser y de un proceso de forma superior; como, por ejemplo, las fuerzas que juegan entre los elec¬trones se ponen al servicio de la forma atómica, o las fuerzas que actúan dentro de mundo inorgánico al servicio de la estructura viviente. El advenimiento del hombre y del espíritu debería considerarse entonces como el último proceso de sublimación de la naturaleza, hasta el presente; proceso que se manifiesta simultáneamente: 1º) en la apli¬cación cada vez mayor de las energías exteriores, recogidas por el organismo, a los procesos más complicados, que conocemos a los procesos de excitación de la corteza cere¬bral; 2º) en el proceso psíquico análogo de la sublimación de los impulsos, como transformación de la energía impul¬siva en actividad “espiritual”.
En otra forma volvemos a encontrar este mismo pro¬ceso —del antagonismo entre el espíritu y la vida— en la historia de la humanidad. Seguramente no es válida tam¬poco aquí la tesis de Hegel, según la cual la historia des¬cansa en un despliegue de meras ideas, nacidas unas de otras; sino que, como he mostrado ampliamente en mi Sociología del saber, debe aplicarse la tesis de Carlos Marx de que las ideas que no tienen tras de sí intereses y pasio¬nes —esto es, fuerzas procedentes de la esfera vital e im¬pulsiva del hombre— suelen “ponerse en ridículo” inevita¬blemente en la historia. Ésta enseña, no obstante, un robus¬tecimiento de la razón, que en total es creciente, pero fun¬dado sólo en una creciente apropiación de las ideas y los valores por los grandes impulsos colectivos y los cruces de intereses entre ellos. También debemos hacernos, pues, una idea mucho más modesta de la significación del espíritu y de la voluntad humanos en el curso de los aconte¬cimientos históricos. El espíritu y la voluntad del hombre no pueden significar nunca más que una dirección y una conducción, como ya dije. Y esto significa exclusivamente que el espíritu presenta a las potencias impulsivas ciertas ideas, y que la voluntad suministra o sustrae a los im¬pulsos —que necesitan existir ya de antemano— aquellas representaciones que pueden realizar en concreto dichas ideas. Una lucha directa de la voluntad pura contra las potencias impulsivas es un imposible; intentar esa lucha, no es más que excitar a las potencias impulsivas a seguir su propia y exclusiva dirección. Bien lo sabía por expe¬riencia San Pablo, cuando decía que la ley da vueltas, como león rugiente, para herir a los hombres con el pecado. En estos últimos tiempos William James, entre otros, ha hecho profundas observaciones sobre este punto. La volun¬tad causa el efecto contrario del que quiere, cuando se dedica meramente a combatir y negar un impulso, cuyo fin se presenta como “malo” a la conciencia moral, en lugar de tender hacia un valor superior, cuya realización haga olvidar lo malo y atraiga la energía del hombre. El hom¬bre debe aprender, pues, a soportarse a sí mismo; a sopor¬tar incluso aquellas inclinaciones que conoce como en sí malas y perniciosas. No debe atacarlas en lucha directa, sino aprender a vencerlas indirectamente, empleando su energía en obras valiosas, que su conciencia conozca como buenas y excelentes, y que le resulten asequibles. En la doctrina de la “no resistencia” al mal hay una gran ver¬dad, como ya Spinoza expuso profundamente en su Ética. Reducido a este concepto de la sublimación, el adveni¬miento de la humanidad representa la más alta sublimación conocida por nosotros y a la vez la más íntima unión de todas las regiones esenciales de la naturaleza. Ante una imagen del mundo como la que esbozamos aquí, desapare¬ce la antítesis que ha imperado durante tantos siglos: la antítesis de una explicación “teleológica” y una explica¬ción “mecánica” de la realidad universal
Bien se comprende que estas ideas no pueden detenerse ante el Ser supremo, ante el fundamento del universo. Tam¬poco el ser, que existe sólo “por sí mismo” y del cual depende todo lo demás, puede poseer ninguna clase de po¬derío o fuerza originaria si no se le adjudica otro atributo que el espíritu o si se le considera sólo como ser espiritual. El responsable de la realidad y de los modos de ser ac¬cidentales de esta realidad, jamás determinados de manera inequívoca por las leyes de las esencias y por las ideas, es aquel otro, el segundo atributo de que yo hablaba; es la natura naturans del ser supremo, el impulso omnipotente y cargado de infinitas imágenes. Si llamamos deitas al atributo puramente espiritual en el principio supremo de todo ser finito, entonces ese atributo, eso que llamamos espíritu y divinidad en ese fundamento, carece de toda cla¬se de poder positivo y creador. La idea de una “creación del universo de la nada” sucumbe ante esta consecuencia. Si en el ser que existe “por sí mismo” hay este antagonismo originario entre el espíritu y el impulso, la relación de este ser con el mundo ha de ser forzosamente otra. Y expre-saremos esta relación diciendo que si el principio de las cosas quiso realizar su deitas, la copia de ideas y de valo¬res contenidos en su deidad, hubo de desenfrenar el im¬pulso creador del universo, para realizarse a si mismo en el curso temporal del proceso del universo; hubo de com¬prar, por decirlo así, con el proceso del mundo, la reali¬zación de su propia esencia en y mediante este proceso. El “ser existente por sí” sólo es un ser digno de llamarse existencia divina, en la medida en que el curso impulsivo de la historia del universo realiza la eterna deidad en el hombre y mediante el hombre. Y este proceso, que en si es ajeno al tiempo, pero que se presenta bajo una forma temporal en la experiencia finita, se acercará a su fin, a la autorrealización de la divinidad, en la misma medida en que el universo se convierta en cuerpo perfecto del espíritu e impulso eternos. Sólo en el vórtice de esta imponente tormenta que es el “universo” puede tener lugar una con¬ciliación entre el orden de las formas del ser y de los valores y las potencias efectivamente activas; y, a la inver¬sa, entre éstas y aquél. Más aún; en el curso de esta evolu¬ción puede producirse una paulatina inversión de la rela¬ción primitiva, según la cual las formas superiores del ser son las más débiles y las inferiores las más fuertes. Dicho de otra manera: la mutua compenetración del espíritu —originariamente impotente— con el impulso —origina¬riamente demoníaco, esto es ciego para todas las ideas y valores espirituales—, por obra de la progresiva idealiza¬ción y espiritualización de las tribulaciones escondidas tras las imágenes de las cosas y del simultáneo robustecimien¬to, esto es, vivificación del espíritu, es el blanco y fin del ser y del devenir finitos. El teísmo lo coloca erróneamen¬te en su punto de partida.


V

IDENTIDAD DEL ALMA Y DEL CUERPO

CRÍTICA DE DESCARTES


Nos hemos remontado un poco. Volvamos al proble¬ma de la naturaleza humana, más cercano a la experien¬cia. La teoría clásica del hombre ha encontrado su más influyente forma moderna en la doctrina de Descartes, doctrina que sólo en estos últimos tiempos hemos empe¬zado a superar plena e íntegramente. Con su división de todas las sustancias en “pensantes” y “extensas”, Descar¬tes ha introducido en la conciencia occidental todo un ejército de graves errores sobre la naturaleza humana. Esta división del mundo circundante implicaba varios absurdos que Descartes hubo de aceptar: 1º) la negación de la natu¬raleza psíquica a todas las plantas y animales; 2º) la explicación de la “aparente” alma animal y vegetal, que todas las épocas anteriores a él habían tomado por reali¬dad, mediante una “proyección” antropopática de nuestros afectos vitales en las formas externas de la naturaleza orgánica; y 3º) la explicación puramente “mecánica” de todo lo que no es conciencia o pensamiento humano. La consecuencia de esto no fue sólo exacerbar del modo más absurdo la singularidad del puesto que ocupa el hombre, arrancándolo a los brazos maternales de la naturaleza, sino que la fundamental categoría de la vida y sus fenó¬menos primarios fueron borrados del universo de un senci¬llo plumazo. El universo se compone para Descartes sólo de puntos pensantes y de un poderoso mecanismo que debe ser investigado geométricamente. En esta doctrina hay una sola cosa de valor: la nueva autonomía y soberanía del espíritu y el conocimiento de su superioridad sobre todo lo orgánico y meramente vivo. Lo demás es el mayor de los errores.
Hoy podemos decir que el problema del alma y el cuer¬po, que ha puesto en tensión a tantos siglos, ha perdido su rango metafísico para nosotros. Los filósofos, médicos y naturalistas que se ocupan de esta cuestión, convergen cada vez más en la unidad de una concepción fundamental. Que no existe un alma sustancial, localizada en un punto de¬terminado —como admite Descartes— se comprende por el simple hecho de no haber en el cerebro, ni en ninguna otra parte del cuerpo humano, un lugar central en que con¬fluyan todos los nervios sensibles y se encuentren todos los procesos nerviosos. Pero aún hay en la doctrina carte¬siana otra tesis radicalmente falsa: la de que lo psíquico consiste sólo en la “conciencia” y está ligado exclusiva¬mente a la corteza cerebral. Profundas investigaciones de los psiquiatras nos han enseñado que las funciones psíqui-cas, que constituyen la base del “carácter” personal y, en especial, todas las que pertenecen a la vida impulsiva y a la afectividad (en las cuales hemos reconocido la for¬ma fundamental y primitiva de lo psíquico) no tienen sus procesos fisiológicos paralelos en el cerebro, sino en la base del encéfalo, bien en la sustancia gris de la parte central del tercer ventrículo, bien en el tálamo, que hace de estación central intermediaria entre las sensaciones y los impulsos. Por otra parte, el sistema de las glándulas endocrinas (tiroides, glándulas germinativas, hipófisis, cáp¬sulas suprarrenales, etc.), cuyo funcionamiento determina la vida impulsiva y la afectividad humanas y además el desarrollo en altura y anchura, el gigantismo y el enanismo, y probablemente los caracteres étnicos, se ha revelado como el verdadero intermediario entre el organismo entero, con su morfogénesis, y esa pequeña parte apendicular de la vida psíquica que llamamos conciencia despierta. El campo fisiológico paralelo a los procesos psíquicos vuelve a ser hoy el cuerpo entero y no sólo el cerebro. Por ende, no cabe seguir hablando seriamente de un nexo entre la sustancia psíquica y la sustancia corporal, tan externo como el supuesto por Descartes. Es una y la misma vida la que posee, en su “ser íntimo”, forma psíquica y, en su ser para los demás, forma corporal. No se aduzca en contra de esto que el “yo” es simple y uno, mientras el cuerpo es una com¬plicada “república celular”. La fisiología actual ha des¬truido por completo esta idea de la república celular, como también ha roto con la básica concepción según la cual las funciones del sistema nervioso se integrarían por adición y no como un todo, y tendrían un punto de partida localizado y determinado morfológicamente con todo rigor en cada caso. Sin duda, si con Descartes consideramos el organismo físico como una especie de máquina —y de máquina en el sentido rígido de la teoría mecánica de la naturaleza, pro¬fesada en la época de Galileo y Newton, pero hoy superada por la física y la química teóricas y arrojada al cuarto de los trastos viejos—: si, como Descartes y sus secuaces, pasamos por alto la autonomía de la vida impulsiva y afectiva y su anterioridad a todas las representaciones “cons¬cientes”; si reducimos toda la vida psíquica a la concien¬cia actual, prescindiendo de las enormes distancias a que grupos enteros de funciones psíquicas se encuentran res¬pecto del yo consciente; si, en fin, negamos la represión de los afectos y las posibles amnesias de fases enteras de la vida, así como los conocidos fenómenos de desdobla¬miento del yo consciente; si hacemos todo esto, entonces sí llegaremos a esta falsa antítesis: aquí, unidad y simplici¬dad originarias; allá, pluralidad de partes corpóreas uni¬das sólo secundariamente, y procesos fundados en ellas. Pero esta imagen del alma es tan errónea exactamente co¬mo la imagen que de los procesos fisiológicos tenía la an¬tigua fisiología.
Oponiéndonos resueltamente a todas estas teorías, po¬demos decir que: el proceso de la vida fisiológica y el de la vida psíquica son rigurosamente idénticos desde el punto de vista ontológico, como ya Kant había sospechado. Sólo fenomenalmente son distintos; pero también fenomenalmen-te son con todo rigor idénticos en las leyes estructurales y en el ritmo de su curso. Ambos procesos son amecáni¬cos; los fisiológicos lo mismo que los psíquicos. Ambos son teleoklinos y conspiran a una totalidad. Los procesos fisiológicos lo son tanto más cuanto más bajos (no, pues, cuanto más altos) son los segmentos del sistema nervioso en que tienen lugar; los procesos psíquicos son asimismo tanto más integrales y certeros cuanto más primitivos son. Ambos procesos son sólo dos aspectos del proceso de la vida, que es supramecánico y único por su forma y por la trama de sus funciones. Lo que llamamos “fisiológi¬co” y “psíquico” sólo son, pues, dos aspectos desde los cuales se puede considerar uno y el mismo proceso vital. Hay una “biología desde dentro” y una “biología desde fuera”. La biología desde fuera va del conocimiento de la estructura formal del organismo al conocimiento de los procesos vitales propiamente dichos; pero no debe olvi¬dar nunca dos cosas: que toda forma viva, desde los últi¬mos elementos celulares diferenciables hasta el organismo entero, pasando por las células, los tejidos y los órganos, está en todo momento animada dinámicamente y refor¬mada de nuevo por ese proceso vital; y que en la evolución las “funciones creadoras de formas” (que deben distin¬guirse con todo rigor de las funciones específicas de los órganos) son las que producen las formas estáticas de la materia orgánica, contando siempre con la influencia de la “situación” físico-química. El difunto anatómico de Heidelberg, Braus, y, en el campo de la fisiología, E. Tschermack, han hecho con razón de estas ideas el centro de sus investigaciones. Se puede decir que la misma con¬cepción se impone hoy en todas las ciencias relacionadas con este famoso problema. El antiguo “paralelismo psi¬comecánico” yace hoy entre los trastos viejos, exactamente lo mismo que la “teoría del influjo mutuo” reavivada por Lotze, o la teoría escolástica del alma como forma corpo¬ritatis.
El abismo que Descartes abrió entre el alma y el cuerpo se ha cerrado hasta el punto de que casi tocamos ya la unidad de la vida. Para Descartes, que colocaba fuera del “alma” la vida impulsiva y afectiva y exigía una expli¬cación puramente físico-química de los fenómenos vitales, incluyendo sus leyes estructurales, el hecho de que un perro vea un trozo de carne y en el acto se formen en su estó¬mago ciertos jugos es, naturalmente, un milagro absoluto. ¿Por qué? Primero, porque ha eliminado el impulso del apetito, que sin embargo, es una condición de la percepción óptica de la comida, en el mismo sentido en que lo es el estímulo externo —el cual, dicho sea de paso, nunca es condición del contenido de la percepción, como cree Descartes, sino tan sólo de que ahora y aquí sea perci¬bido este contenido, que existe, como parte de la imagen con entera independencia de toda “conciencia”—; y se¬gundo, porque no «considera esa formación de jugo gás¬trico, que responde al apetito, como un auténtico proceso vital, basado en la unidad funcional fisiológica y su es¬tructura, sino como un proceso que tiene lugar en el estó¬mago, de un modo puramente físico-químico, o con entera independencia del sistema nervioso central. Pero, ¿qué diría Descartes si se le pusiese ante los ojos el hecho, com¬probado por Heyder, de que la mera sugestión del acto de comer un manjar puede producir el mismo efecto que el comerlo realmente? Bien se ve el error —el error funda¬mental de Descartes—, que consiste en pasar completa¬mente por alto el sistema impulsivo de los hombres y los animales, sistema que sirve de intermediario entre todo auténtico movimiento vital y los contenidos de la conciencia y engendra su unidad. La “función” fisiológica es, en su concepto fundamental, una figura fluyente, rítmica y autó¬noma, una figura dinámico-temporal, que no está por natu¬raleza vinculada rígidamente a un lugar, sino que puede escoger e incluso estructurar dentro de amplios límites su campo de acción en los substractos celulares existentes. Una reacción orgánica aditiva y rígida no existe tampoco en las funciones fisiológicas sin correlato en la concien¬cia; es más, se ha demostrado recientemente que no existe, ni aun tratándose de reflejos tan simples como el reflejo patelar. Por lo demás, desde el punto de vista fenomeno¬lógico, el proceder fisiológico del organismo es exacta¬mente tan “inteligente” como los procesos conscientes; y éstos son con la misma frecuencia exactamente tan “estú¬pidos” como los procesos orgánicos.
A mi juicio, actualmente es preciso proponer a la in¬vestigación el fin metódico de examinar con la mayor am¬plitud posible hasta qué punto puedan producirse y modi¬ficarse las mismas formas de conducta en el organismo, bien por estímulos físico-químicos externos, bien por es¬tímulos psíquicos —sugestión, hipnosis, psicoterapia de todas clases, transformaciones del medio social, del cual dependen muchas más enfermedades de las que se sospe¬chan—. Guardémonos, pues, muy mucho de exagerar fal¬samente las explicaciones exclusivamente “fisiológicas”. Con arreglo a nuestra experiencia, una úlcera gástrica pue¬de estar condicionada por influencias psíquicas tanto como por procesos físico-químicos. Y no solamente enfermeda¬des nerviosas, sino también orgánicas, tienen muy preci¬sos correlatos psíquicos. También cuantitativamente po¬demos ponderar ambas formas de nuestro influjo sobre el proceso propio y unitario de la vida —el influjo por la vía de la conciencia, y el influjo por la vía de la excita¬ción exterior del cuerpo— de tal suerte que economicemos una excitación en la misma medida que empleamos más la otra. Hasta el proceso vital básico, que llamamos muerte, puede ser producido por un súbito choque afectivo como por un pistoletazo. La excitación sexual puede producirse por la ingestión de ciertas drogas como por imágenes y lecturas licenciosas. Todos éstos no son sino distintos ac-cesos, que dan entrada al mismo proceso vital, ontológica¬mente único, que tenemos en nuestra experiencia y con¬ducta. Ni las más altas funciones psíquicas, como el lla¬mado “pensamiento de relaciones”, escapan a un riguroso paralelismo fisiológico. Y, finalmente, según nuestra teo¬ría, también los actos espirituales poseen siempre un miembro paralelo fisiológico y psíquico, puesto que sacan de la esfera de la vida impulsiva toda la energía que emplean en su actividad y sin alguna “energía” no pueden mani¬festarse a nuestras experiencias y ni aun siquiera a las suyas propias. La vida psicofísica es, por ende, una. Pero debo prescindir aquí de profundizar esta teoría hasta sus últimas consecuencias filosóficas.
Esta unidad de las funciones físicas y psíquicas es un hecho absolutamente válido para todos los seres vivos; por tanto, también para el hombre. La preferencia que la ciencia occidental del hombre, en sus dos formas de ciencia natural y de medicina, ha revelado por el lado corpóreo del hombre y por la influencia de los agentes externos sobre los procesos vitales, es una manifestación parcial del inte¬rés unilateral que es propio de la técnica occidental. La razón de que los procesos vitales nos parezcan más acce¬sibles desde fuera que por la vía de la conciencia, no es necesariamente la relación existente de hecho entre el alma y la physis, sino que puede ser también un interés unilate¬ralmente orientado durante muchos siglos. La medicina india, por ejemplo, revela una orientación opuesta, la psí¬quica, de un modo no menos unilateral. Pero no existe el menor motivo para distinguir al hombre del animal, por su vida psíquica, como no sea gradualmente, y para atri¬buir, por ejemplo, al alma corporal del hombre un origen y un destino especiales, como hacen el “creacionismo” teísta y la doctrina tradicional de la “inmortalidad”. Las leyes mendelianas rigen para la estructura del carácter psíquico en la misma medida que para cualesquiera carac¬teres corporales. Las diferencias existentes entre el hom¬bre y el animal en el curso de las funciones psíquicas, son, sin duda, muy considerables; pero también las diferencias fisiológicas entre el hombre y el animal son muy consi¬derables, incluso mucho más considerables que las diferen¬cias morfológicas. El hombre consume en la formación de sustancia nerviosa una parte del material total de asi¬milación incomparablemente mayor que el animal. En cambio, es notablemente escasa la cantidad de este material que se destina a la formación y estructuración de unida¬des anatómicas visibles. Una parte de este material, mu¬cho mayor que en el animal, se transforma en pura energía funcional del cerebro. Ahora bien; este proceso representa el correlato fisiológico del mismo proceso que en lenguaje psicológico llamamos represión y sublimación. El orga¬nismo humano no es esencialmente superior al animal en sus funciones sensomotrices; la distribución de la energía entre su cerebro y todos los demás sistemas de órganos es, en cambio, completamente distinta. El cerebro humano go¬za en la nutrición de una preferencia incondicional, com¬parado con el cerebro animal; posee, en efecto, un reper¬torio de las más variadas e intensas descargas de energía y sus excitaciones transcurren de tal forma que se localizan de un modo mucho menos rígido. En los casos de dificultad general para la asimilación, el cerebro es el último que la padece, y el que menos la padece, comparado con los de¬más órganos. La corteza del cerebro humano guarda y con¬centra la historia entera del organismo y su prehistoria. Como el curso de cada excitación cerebral modifica la estructura entera de las demás excitaciones, nunca puede repetirse fisiológicamente “el mismo” proceso. Éste es un hecho que corresponde exactamente a la ley fundamental de la causalidad psíquica, según la cual la cadena toda de las vivencias pasadas explica cada proceso psíquico, nunca el proceso anterior por sí solo. Y como las excitaciones de la corteza no cesan nunca, ni siquiera en el sueño y los ele¬mentos estructurales se estructuran en nueva forma a cada momento, hay que esperar incluso por motivos fisiológicos un poderoso desbordamiento de la fantasía, desbordamiento que sigue su curso aun sin estímulos exteriores y apa¬rece tan pronto como cesa la conciencia despierta y su censura (Freud), y, como he demostrado en otro lugar, debe considerarse como algo absolutamente primario, que la percepción sensible limita en medida creciente, pero no produce. La corriente anímica circula, además, tan conti¬nuamente como la cadena fisiológica de las excitaciones, a través del ritmo de los estados de sueño y de vigilia. El cerebro parece ser en el hombre el órgano de la muerte también en mayor medida que en el animal; como era de esperar, dado que en el hombre es mucho más intensa la centralización y sujeción de todos sus procesos vitales a la actividad cerebral. Sabemos, en efecto, gracias a una serie de investigaciones, que el perro o el caballo, privado artificialmente de cerebro, puede realizar todavía una mul¬titud de operaciones que en el hombre no se dan en seme¬jante estado. Así, pues, la materia y el alma, o el cuerpo y el alma, o el cerebro y el alma, no constituyen una antí¬tesis ontológica en el hombre.


CRITICA DE LAS CONCEPCIONES NATU¬RALISTAS:
EL TIPO MECÁNICO FORMAL


La antítesis, que encontramos en el hombre y que tam¬bién subjetivamente es vivida como tal, pertenece a un or¬den mucho más alto y más profundo; es la antítesis entre la vida y el espíritu. Esta antítesis penetra en el principio de todas las cosas mucho más profundamente que la antí¬tesis entre la vida y lo inorgánico —que en especial H. Driesch ha exagerado de un modo erróneo en estos últimos tiempos—. Si tomamos lo psíquico y lo fisiológico sola¬mente como dos aspectos del mismo proceso vital, aspec¬tos a los cuales corresponden dos modos de considerar este mismo proceso, entonces la X, que lleva a cabo estos dos modos de consideración, debe ser por necesidad superior a la antítesis del alma y el cuerpo. Esta X no es otra cosa que el espíritu mismo, que nunca se torna objetivo, pero que lo “objetiva” todo. Si la vida es ser inespacial —“el organismo es un proceso”, advierte Yennings exactamente, y toda forma en apariencia estática se halla sustentada y animada en todo momento por ese proceso de la vida— es, sin embargo, ser temporal. Mas lo que llamamos espíritu es no sólo supraespacial, sino también supratemporal. Las intenciones del espíritu cortan, por decirlo así, el curso temporal de la vida. El acto espiritual sólo indirectamente, o en cuanto solicita una actividad, depende de un pro¬ceso vital y se halla como inserto en él. Pero aunque la “vida” y el “espíritu” son esencialmente distintos, ambos principios están en el hombre, según nuestra concepción ya expuesta, en relación mutua: el espíritu idea la vida; y la vida es la única que puede poner en actividad y reali¬zar el espíritu, desde el más simple de sus actos hasta la ejecución de una de esas obras a que atribuimos valor y sentido espiritual.
Esta relación entre el espíritu y la vida, que acabamos de describir, ha sido inadvertida o falseada por todo un grupo de concepciones filosóficas del hombre. Empeza¬remos por caracterizar sumariamente todas aquellas teorías sobre el hombre que pueden apellidarse naturalistas. Den¬tro de estas teorías pueden distinguirse dos tipos fundamen¬tales: la concepción exclusivamente mecánico-formal de la conducta humana y la concepción exclusivamente vitalista de la misma.
Las concepciones mecánico-formales de la relación en¬tre el espíritu y la vida, no advierten en primer lugar la peculiaridad de la categoría de la vida; como consecuen¬cia forzosa tampoco pueden comprender el espíritu. Estas concepciones aparecen en la historia de Occidente bajo dos formas. La una viene de la antigüedad, de las doctrinas de Demócrito, Epicuro y Lucrecio Caro, y ha encontrado su exposición más perfecta en el libro de Lamettrie L’hom¬me machine. Este libro intenta, como ya dice su título, reducir los fenómenos psíquicos —sin distinguirlos de lo espiritual— a fenómenos concomitantes de las leyes físi¬co-químicas que imperan en el organismo. La otra forma de la concepción mecánico-formal se ha desarrollado con máximo rigor en el sensualismo inglés. El Tratado de la naturaleza humana de David Hume, representa su expre¬sión más perfecta. El que más se ha acercado en estos últimos tiempos a una concepción semejante del hombre es Ernesto Mach, que presenta el yo como un nudo en donde se conectan con particular densidad los elementos sensoriales del mundo. Ambas teorías llevan hasta su úl¬timo extremo el principio mecánico-formal; la única dife¬rencia es que la primera pretende explicar los procesos de las sensaciones mediante procesos que tienen lugar con arreglo a los principios de la mecánica física, mientras que la segunda deriva de los datos de las sensaciones —con¬siderados como datos últimos— y de las leyes de la aso¬ciación de las representaciones, los conceptos fundamen¬tales de la ciencia de la naturaleza inorgánica, incluso todos los conceptos de sustancia y de causalidad. El error de ambos tipos de la teoría mecánica consiste en no ver la esencia de la vida con su naturaleza y leyes propias.


EL TIPO VITALISTA EN SUS TRES VARIEDADES


El segundo tipo de la teoría naturalista, el vitalista, al contrario que el anterior, hace de la categoría de la vida la categoría básica de la concepción total del hombre y, por consiguiente, del espíritu, exagerando el alcance del principio de la vida. Según él, el espíritu humano se ex¬plicaría perfectamente, en último término, por la vida im¬pulsiva humana; sería un tardío “producto de la evolu¬ción” de ésta. De un modo algo semejante pretende el pragmatismo angloamericano, primero en Pierce, luego en William James, F. C. Schiller y Dewey, derivar de las for¬mas del trabajo humano (homo faber) propias de cada época las formas y las leyes del pensamiento. Del mismo modo pretende Nietzsche, en su “voluntad de poderío” explicar las formas del pensamiento por el impulso de poderío, propio de la vida, considerándolas como funcio¬nes necesarias o de vital importancia. En forma algo dis¬tinta le ha seguido recientemente en este punto Hans Vai¬hinger . Si lanzamos una ojeada a la totalidad de estas concepciones, encontramos tres variedades de esta idea na¬turalista-vitalista del hombre, según que los investigadores consideren el sistema de los impulsos nutritivos, o el sis¬tema de los impulsos sexuales y reproductores, o el sistema de los impulsos de poderío, como el sistema primario y director de toda la vida impulsiva humana. “El hombre es lo que come”, ha dicho toscamente Vogt. Profundizándola incomparablemente y fundándola en la filosofía hegeliana de la historia, ha defendido Carlos Marx una concepción análoga: no es tanto el hombre quien hace la historia, como la historia la que da al hombre diversas formas sucesivas; y, en primer término, la historia económica, la historia de las “relaciones materiales de producción”. Según esta con¬cepción, la historia de las producciones espirituales, arte, ciencia, filosofía, derecho, etc., no posee una lógica propia ni una íntima continuidad. La continuidad y la verdadera causalidad residen íntegramente en el proceso de las for¬mas económicas: cada forma histórica relevante de la eco¬nomía tiene por consecuencia, según Marx, un mundo es¬piritual peculiar, la conocida “superestructura”1. La con¬cepción del hombre como un ser dominado primordial¬mente por los impulsos de poderío y de prevalecimiento ha salido históricamente de Maquiavelo, Tomás Hobbes y los grandes políticos del Estado absolutista; en la actua¬lidad ha encontrado su prolongación en las teorías de Fe¬derico Nietzsche sobre el poderío y —en un aspecto más médico— en la teoría de Alfredo Adler, según la cual domina en el hombre el impulso al prevalecimiento. La tercera concepción posible es la que considera la vida es¬piritual como una forma de la libido sublimada, como el simbolismo y la aérea superestructura de la libido, y por tanto considera la cultura humana toda y sus creaciones como un producto de una libido reprimida y sublimada. Ya Schopenhauer había llamado al amor sexual el “foco de la voluntad de vivir”, sin incurrir empero por completo en el naturalismo, porque se lo dificultaba su teoría ne-gativa del hombre. En cambio, Freud, en su primera épo¬ca, no admitía un impulso de muerte autónomo y ha llevado esta concepción del hombre hasta sus más extremadas con¬secuencias .
Nosotros no podemos por menos de rechazar por com¬pleto estas teorías naturalistas, ya sean del tipo mecánico o del vitalista. El tipo vitalista de la concepción natura¬lista del hombre tiene, sin duda, un alto mérito: el de haber dado a conocer que lo propiamente poderoso y creador en el hombre no es lo que llamamos el espíritu, ni las for¬mas superiores de la conciencia, sino las oscuras, subconscientes, potencias impulsivas del alma; que el destino del individuo, y asimismo el de los grupos humanos, depende, sobre todo, de la continuidad de estos procesos y de sus correlatos imaginativos y simbólicos; y que el mito oscuro no es tanto un producto de la historia como más bien el elemento que determina en gran medida el curso de la historia de los pueblos. Todas estas teorías han cerrado, sin embargo, en un punto: en haber querido derivar de estas potencias impulsivas no solamente la actividad, la vigorización del espíritu y de sus ideas y valores, sino también el contenido y sentido de estas mismas ideas y las leyes y el desarrollo íntimo del espíritu. El error del idea¬lismo occidental en la teoría “clásica”, con su exagerada valorización del espíritu, consistió en no ver la profunda verdad de Spinoza: la razón es incapaz de regir las pa¬siones, a no ser que ella misma se convierta en pasión, por virtud de una sublimación, como diríamos hoy. Los que llamamos naturalistas, por su parte, han despreciado com¬pletamente la originalidad y la autonomía del espíritu.


CRÍTICA DE LA TEORÍA ANTROPOLÓGICA DE LUIS KLAGES


En contraste con todas estas teorías, un escritor mo¬derno, obstinado, aunque no exento de profundidad, ha intentado comprender al hombre acudiendo ante todo a las dos categorías fundamentales e irreductibles de la “vida y el espíritu”, análogamente a como hacemos nosotros . Alu¬do a Luis Klages, que es quien principalmente ha dado fundamentos filosóficos en Alemania a esa ideología pan-romántica sobre la esencia del hombre, que encontramos hoy en tantos investigadores de las ciencias más diversas, por ejemplo, en Dacqué, Frobenius, Jung, Prinzhorn, T. Lessing , y en cierto sentido también en O. Spengler. La pe¬culiaridad de esta concepción, en la cual no puedo entrar con detalle, consiste sobre todo en dos puntos. El espíritu es considerado como algo originario, pero equiparado a la inteligencia y la facultad de elegir, exactamente lo mismo que en los positivistas y pragmatistas. Klages no reconoce que el espíritu, primariamente, no sólo objetiva, sino tam¬bién intuye ideas y esencias, sobre la base de una desreali¬zación. El espíritu, así despojado de su verdadera médula y esencia, es en seguida desvalorado por completo. Según Klages, el espíritu se encuentra frente a toda vida y a todo cuanto pertenece a la vida, frente a toda vida psíquica de pura expresión automática, en un primario estado de lucha, no en una relación de mutuo complemento. Pero en este estado de lucha, el espíritu aparece como el principio que cada vez más profundamente destruye la vida y el alma en el curso de la historia humana; de tal forma, finalmente, que la historia se presenta como una decadencia, como una progresiva manifestación patológica de la vida que el hom¬bre representa. Klages no es del todo consecuente, pues hace “irrumpir” al espíritu de un modo extraño, en un punto determinado de la historia, después de la aparición del hombre; de tal suerte que la historia del horno sapiens es precedida de una gran prehistoria, vista a través de las ideas de Bachofen. Si Klages fuera del todo consecuente, debería poner el comienzo de esta “tragedia de la vida” que, según él, es el hombre, en el momento mismo de apa¬recer el hombre.
El simple hecho de que el espíritu carezca de toda “fuerza y poder”, de toda energía y actividad con que llevar a cabo esta “destrucción”, nos impide admitir se¬mejante antítesis dinámica y hostil entre la vida y el es¬píritu, según la concepción que de la relación entre ambos hemos expuesto anteriormente.
Las manifestaciones realmente lamentables de tardía cultura histórica, que Klages aduce en sus obras, ricas en finas observaciones, no deben achacarse al “espíritu”, sino que deben atribuirse en realidad a un proceso que yo llamo hipersublimación; a un estado de tan desmesurada cere-bralización, que a causa de él y como reacción contra él se inicia periódicamente la consciente fuga romántica a un estado histórico, las más de las veces supuesto, en el cual no existe aún esa hipersublimación ni sobre todo el exceso de actividad intelectual discursiva. Semejante movimiento de fuga representó el movimiento dionisíaco en Grecia, como también el dogmatismo helenístico, que veía la Gre¬cia clásica de modo semejante a como el romanticismo alemán veía la Edad Media. Pero me parece que Klages no aprecia lo bastante el hecho de que estas visiones de la historia descansan en su mayor parte sobre un anhelo de “juventud y primitivismo”, engendrado por la propia superintelectualización, pero no concuerdan nunca con la rea¬lidad histórica. Otro grupo de fenómenos que Klages con¬sidera consecuencias del poder destructor del espíritu consiste en que dondequiera que aparecen actividades espi¬rituales contrapuestas a actividades automáticas del alma vital, estas últimas resultan, en efecto, sumamente per¬turbadas. Síntomas tan sencillos como fundamentales son, por ejemplo, la perturbación total o parcial de los latidos del corazón, de la respiración y de otras actividades auto¬máticas; así como las perturbaciones que tienen lugar cuan¬do la voluntad se dirige contra los impulsos mismos, en vez de volverse hacia valores siempre nuevos. Pero lo que Klages llama en todo esto espíritu, sólo es en realidad una inteligencia técnica complicada, en el sentido de nuestras consideraciones anteriores. Justamente él, el adversario más encarnizado de toda concepción positivista del hombre, de toda concepción del hombre como horno faber, resulta en este punto fundamental un discípulo, sin crítica, de la concepción que combate con tanto encarnizamiento. Klages desconoce también que allí donde lo dionisíaco y la forma dionisíaca de la existencia humana es primaria e ingenua, el estado dionisíaco mismo se funda en una complicada técnica consciente y voluntaria, es decir, trabaja con el mismo “espíritu” que se trata de eludir. Esto sin tener en cuenta que la forma dionisíaca de la existencia humana nunca es completamente primaria e ingenua, pues el acto de desenfrenar los impulsos es iniciado por el espíritu, no menos que el ascetismo racional; el animal no conoce un estado semejante de impulsos desenfrenados. El espíritu y la vida están mutuamente coordinados; y es un error fun¬damental colocarlos en hostilidad primordial o en estado de lucha. Quien ha pensado lo más hondo, ama lo más vivo (Holderlin).



VI

PARA LA METAFÍSICA DEL HOMBRE.
METAFÍSICA Y RELIGIÓN



La misión de una antropología filosófica es mostrar exactamente cómo la estructura fundamental del ser humano, entendida en la forma en que la hemos descripto brevemente en las consideraciones anteriores, explica todos los monopolios, todas las funciones y obras específicas del hombre: el lenguaje, la conciencia moral, las herramientas, las armas, las ideas de justicia y de injusticia, el Estado, la administración, las funciones representativas de las ar¬tes, el mito, la religión y la ciencia, la historicidad y la sociabilidad. No nos es posible entrar en todos estos te-mas. Pero como conclusión vamos a dirigir la mirada hacia las consecuencias que resultan de lo dicho para la relación metafísica del hombre con el fundamento de las cosas.
Uno de los frutos más hermosos de la estructuración sucesiva de la naturaleza humana, basada en las fases de la existencia subordinadas a ella, en la forma en que acabo de intentarla, es poder mostrar la íntima necesidad con que el hombre tiene que concebir la idea formalísima de un ser suptasensible, infinito y absoluto, en el mismo momento en que se convierte en hombre, mediante la conciencia del mundo y de sí mismo y mediante la objetivación de su propia naturaleza psicofísica —que son los caracteres dis¬tintivos específicos del espíritu—. Cuando el hombre se ha colocado fuera de la naturaleza y ha hecho de ella su “ob¬jeto” —y ello pertenece a la esencia del hombre y es el acto mismo de la humanificación— se vuelve en torno suyo, estremeciéndose, por decirlo así, y pregunta: ¿Dónde estoy yo mismo? ¿Cuál es mi puesto?” El hombre ya no puede decir con propiedad: “Soy una parte del mundo; estoy cercado por el mundo”; pues el ser actual de su es¬píritu y de su persona es superior incluso a las formas del ser propias de este “mundo” en el espacio y en el tiempo. En esta vuelta en torno suyo, el hombre hunde su vista en la nada, por decirlo así. Descubre en esta mirada la posi¬bilidad de la “nada absoluta”; y esto le impulsa a seguir preguntando: “¿Por qué hay un mundo? ¿Por qué y cómo existo «yo»?” Repárese en la rigurosa necesidad esencial de esta conexión, que existe entre la conciencia del mundo, la conciencia de sí mismo y la conciencia formal de Dios en el hombre. En esta conciencia, Dios es concebido sólo como un ser existente por si mismo, provisto con el predi¬cado de “santo” y que puede tener naturalmente las efec¬tividades más numerosas y matizadas. Pero esta esfera de un ser absoluto pertenece a la esencia del hombre tan cons¬titutivamente como la conciencia de sí mismo y la concien¬cia del mundo, prescindiendo de que la esfera sea accesi¬ble o no a la vivencia o al conocimiento. Lo dicho por G. de Humboldt acerca del lenguaje (que el hombre no pudo “inventario”, porque el hombre sólo es hombre mediante el lenguaje) es aplicable con el mismo rigor exactamente a la esfera ontológica formal de un ser cuya santidad impone veneración, cuya autonomía es absoluta y cuyo rango es superior a todos los objetos finitos de la experiencia y al ser central del hombre mismo. Si se entiende por las palabras: “origen de la religión y de la metafísica”, no sólo el acto de llenar esta esfera con determinadas hipó¬tesis y creencias, sino el origen de la esfera misma, este origen coincide exacta-mente con el advenimiento del hom¬bre. Con necesidad intuitiva descubre el hombre el sin¬gular acaso, la contingencia del hecho de que “exista un mundo” en vez de “no existir”, y de que “exista él mismo” en vez de “no existir”; y descubre la contingencia de esa existencia en el momento en que adquiere conciencia del “mundo” y de sí mismo. Por eso es un completo error an¬teponer el “yo soy” —como Descartes— o “el mundo existe” —como Santo Tomás de Aquino— a la afirmación general “hay un ser absoluto” y querer alcanzar esta es¬fera de lo absoluto mediante una inferencia, fundada en aquellas primeras especies de ser.
La conciencia del mundo, la conciencia de sí mismo y la conciencia de Dios forman una indestructible unidad estructural; enteramente como la trascendencia del objeto y la conciencia de sí mismo surgen en el mismo acto, en la “tercera reflexión”. El hombre tuvo que afirmar de alguna manera su centro fuera y más allá del mundo, en el momento mismo en que opuso aquel “no, no” a la reali¬dad concreta del medio, constituyen el ser actual del espí¬ritu y sus objetos ideales; en el momento mismo en que se inició la conducta abierta al mundo y la pasión jamás aquietada de avanzar sin límites en la esfera del “mundo” descubierto, sin reposar en ningún objeto; en el momento mismo en que el hombre naciente rompió con los métodos de adaptación al medio, característicos de toda la vida ani¬mal anterior, y emprendió la dirección contraria, la adaptación del “mundo” a sí mismo y a su vida, orgánicamente estabilizada; en el momento mismo en que el hombre se colocó fuera de la naturaleza para hacer de ella el objeto de su señorío y del nuevo principio de las artes y de los signos. El hombre ya no podía, en efecto, concebirse como simple “miembro”’ o como simple “parte” del mundo, so¬bre el cual se había colocado tan osadamente.
Ahora bien, una doble conducta era posible al hombre después de este descubrimiento de la contingencia del mundo y del extraño ocaso de su propio ser, excéntrico al mundo. En primer término podía admirarse () de esto y poner en movimiento su espíritu cognoscente para aprehender lo absoluto e insertarse en él; éste es el origen de toda metafísica. La metafísica ha aparecido en la historia muy tarde y sólo en pocos pueblos. Mas el hombre podía también seguir el invencible impulso de sal¬vación, no sólo de su ser individual, sino primariamente de todo su grupo, y utilizar el enorme exceso de fantasía —innato en él, y que le diferencia del animal— para poblar esta esfera del ser con figuras caprichosas, refu¬giándose en su poder mediante los ritos y el culto, y “tener así las espaldas guardadas” de alguna manera, cuando pa¬reciese que el acto de emanciparse de la naturaleza y ob¬jetivarla y alcanzar simultáneamente su ser propio y la conciencia de sí mismo iba a hundirle en la pura nada. La superación de este nihilismo, mediante semejantes for¬mas de salvación y protección, es lo que llamamos religión. Ésta es primeramente religión de grupo, “religión nacio¬nal”; sólo más tarde se convierte en “religión de un fun¬dador”, juntamente con el origen del Estado. Ahora bien, si es seguro que el mundo nos es dado en la vida corno resistencia a nuestra existencia práctica, antes que como objeto de conocimiento, no es menos seguro que estas ideas y representaciones sobre la nueva esfera descubierta, que prestan al hombre fuerza para afirmarse en el mundo —ayuda que prestó a la humanidad primero el mito y más tarde la religión, nacida del mito— hubieron de preceder históricamente a todos los conocimientos o intentos de co¬nocimiento dirigidos principalmente a la verdad, o sea, conocimientos de la índole de la metafísica.
Tomemos un par de tipos capitales de la idea que el hombre se ha formado de su relación con la clave suprema de las cosas, pero limitándonos al estudio del monoteísmo en Asia Menor y Occidente. Encontramos representacio¬nes como las siguientes: el hombre concluye una “alianza” con Dios después que éste hubo escogido a un pueblo de¬terminado por suyo (judaísmo antiguo); o el hombre apa¬rece, con arreglo a la estructura de la sociedad, como un “esclavo de Dios” que se postra, astuto y servil, ante Él, intentando moverle con sus ruegos y amenazas o por me¬dios mágicos. En una forma algo más elevada, el hombre se representa a sí mismo como el “fiel servidor” del sumo “señor” soberano. La representación más alta y más pura que es posible dentro de los límites del monoteísmo, llega a la idea de que todos los hombres son hijos de Dios Pa¬dre; intermediario de esta relación es el “Hijo”, que tiene la misma esencia divina y la revela a los hombres, a la vez que les prescribe con autoridad divina ciertas creen¬cias y mandamientos.
En nuestra consideración filosófica de esta relación de¬bemos rechazar todas las ideas de esta índole y debemos rechazarlas simplemente porque negamos el supuesto teísta de “un Dios espiritual y personal, omnipotente en su es¬piritualidad”. Para nosotros la relación del hombre con el principio del universo consiste en que este principio se aprehende inmediatamente y se realiza en el hombre mismo, el cual, como ser vivo, y ser espiritual, es sólo un centro parcial del impulso y del espíritu del “ser exis¬tente por sí”. Es la vieja idea de Spinoza, de Hegel y de otros muchos: el Ser primordial adquiere conciencia de sí mismo en el hombre, en el mismo acto en que el hombre se contempla fundado en Él. Sólo hemos de reformar en parte esta idea defendida hasta ahora de un modo excesivamente intelectualista; este saberse fundado es sólo una consecuen¬cia de la activa decisión tomada por el centro de nuestro ser de laborar en pro de la exigencia ideal de la “deitas”, es una consecuencia del intento de llevarla a cabo, y, al llevarla a cabo, de contribuir a engendrar el “Dios”, que se está haciendo desde el primer principio de las cosas y es la compenetración creciente del impulso con el espíritu.
El lugar de esta autorrealización o, mejor dicho, de esta autodivinización, que busca el ser existente por sí y cuyo precio es la “historia” del mundo, es, por lo tanto, el hombre, el yo y el corazón humanos. Ellos son el único lugar del advenimiento de Dios, que nos es accesible; pero este lugar es una verdadera parte de este proceso trascen¬dente. Todas las cosas nacen en cada segundo —en el sentido de una creación continuada —del ser existente por sí y, más concretamente, de la unidad funcional del im¬pulso y el espíritu; pero sólo en el hombre y su yo están relacionados mutua y vivamente los dos atributos del En per se, conocidos de nosotros. El hombre es su punto de unión. En él se convierte el logos, “conforme” al cual está hecho el mundo, en acto solidariamente realizable. El adve¬nimiento del hombre y el advenimiento de Dios se impli-can, pues, mutuamente, desde un principio, según nuestra concepción. Ni el hombre puede cumplir su destino sin conocerse como miembro de aquellos dos atributos del Ser Supremo y como habitante de ese Ser, ni el Ens a se, sin la cooperación del hombre. El espíritu y el impulso, los dos atributos del ser, no están en sí perfectos —prescindiendo de su paulatina compenetración mutua, como fin último—, sino que se desarrollan a través de sus manifestaciones en la historia del espíritu humano y en la evolu¬ción de la vida universal.
Se me dirá —y se me ha dicho, en efecto— que no le es posible al hombre soportar un Dios imperfecto, un Dios que se está haciendo. Respondo que la metafísica no es una institución de seguros para hombres débiles y necesitados de apoyo. La metafísica supone en el hombre un espíritu enérgico y elevado. Así se comprende que sólo en el curso de su evolución y con el creciente conocimiento de sí mismo, llegue el hombre a tener conciencia de ser parte en la lucha por la “Divinidad” y coautor de ésta. La necesidad de encontrar salvación y amparo en una om-nipotencia extrahumana y extramundana, que se identifi¬que con la bondad y la sabiduría, es demasiado grande para no haber roto todos los diques de la prudencia y de la reflexión, en tiempos de menor edad. Nosotros, empero, no admitimos esa relación semiinfantil y semitemerosa del hombre con la Divinidad, relación que se manifiesta en la contemplación, la adoración y la plegaria, actos objeti¬vantes y por ende distanciadores; en su lugar ponemos el acto elemental del hombre que personalmente hace suya la causa de la Divinidad y se identifica en todos sentidos con la dirección de sus actos espirituales. La última “realidad” de ser existente por sí no es susceptible de objetivación, como tampoco lo es la de una persona extraña. Sólo se pue¬de tener parte en su vida y en su actualidad espiritual me¬diante la correalización, mediante el acto de colaboración y de identificación activa. El ser absoluto no existe para amparo del hombre y como mero remedio de sus debilidades y necesidades, las cuales tratan de hacer de él una y otra vez un objeto. Sin embargo, hay para nosotros un “amparo”: es el amparo que encontramos en la obra ínte¬gra de la realización de los valores en la historia del mun¬do hasta el presente, en la medida en que ha promovido ya la conversión de la Divinidad en un “Dios”. Mas no deben buscarse nunca en último término certidumbres teóricas previas a esta autocolaboración. Ingresar personalmente en la tarea es la única manera posible de saber del ser existente por sí.
No es objeto de esta conferencia desarrollar con más detalle la médula de esa fundamental idea metafísica.

Notas:

La exposición más a mano, en Gurvitch, Las tendencias actuales de la Iilosolía alemana.
Hay traducción española. La primera redacción alemana es de 1912.
La versión española está publicada en esta misma Biblioteca Filosó¬fica. La primera redacción la publicó Scheler en 1913; la segunda, consi¬derablemente ampliada, en 1923.
La traducción española está conducida sobre esta redacción ampliada.
El lector puede complementar por su cuenta la doctrina del libro con otros dos hermosos trabajos de Scheler publicados en nuestro idioma: La idea del hombre y la historia y El porvenir del hombre, en Revista de Occidente, noviembre de 1926 y agosto de 1927, respectivamente.

Hay traducción española. Nótese que la palabra “cultura” no tra¬duce aquí la alemana Kultur, sino Bildung, que no se refiere a la cultura en cuanto objetividades culturales, sino en cuanto formación.
Deben estudiarse, entre otros, los capítulos que tratan de la teoría de la experiencia de la realidad y la teoría de la percepción, página 109 y ss.; de la refutación de las teorías naturalistas acerca del hombre, pági¬na 278 y ss.; de los estratos de la vida emocional, p. 340 y ss.; y de la persona, pág. 384 y ss. Con ayuda del detallado índice de materias que lleva la 3 edición, véanse también las partes referidas en las palabras “hombre”, “físico”, “psíquico”, etc., etc.
Cf. acerca de esto mi ensayo “Sobre la idea del hombre” en el libro El derrocamiento de los valores, tomo II. En él demuestro que el concepto tradicional del hombre está constituido a imagen y semejanza de Dios, o sea, que supone ya la idea de Dios como centro de referencia.
La doctrina de que lo psíquico sólo empieza con la “memoria aso¬ciativa”, o sea en el animal, o aun sólo en el hombre (Descartes), se ha revelado errónea. Pero sería arbitrario atribuir psique a lo inorgánico.
La impresión de que la planta carece de un estado intimo procede tan sólo de la lentitud con que verifica sus procesos vitales. A la lupa del tiempo esta impresión desaparece por completo.

Toda conciencia se basa en un padecer; y todos los grados superio¬res de la conciencia se basan en un padecer creciente.
Cf. a este respecto mis ensayos “Sociología del saber” y “El trabajo y el Conocimiento” en Las formas del saber y la sociedad. (Leipzig, 1926).
Esta misma inteligencia puede ponerse en el hombre al servicio de fines específicamente espirituales; sólo entonces se eleva por encima dc la sagacidad y la astucia.

El hombre posee, pues, aquel intellectus archetypus que Kant, re¬conociéndolo sólo como “concepto limite”, le negaba, pero que Goethe le concedía expresamente.

Sociológicamente la teoría clásica es una ideología de clase; es la ideología de una clase superior de la burguesía. Cf. mi Sociología del saber.
Cf. a este respecto mis consideraciones en el ensayo “El trabajo y el conocimiento” en Las Iormas del saber y la sociedad.
Cf. mi ensayo “El trabajo y el conocimiento” en el libro Las formas del saber y la sociedad.
Cf. mi ensayo “El trabajo y el conocimiento” en Las Iormas del saber y la sociedad.
La distinción entre “espíritu” y “vida” sirve de base ya a mi primera obra: El método trascendental y el método psicológico y después a mi Ética. No se identifica con los conceptos de Klages, pues para éste, “espíri¬tu” = “inteligencia”, “yo” y “voluntad”.
Teodoro Lessing expresa del modo siguiente la idea fundamental de la teoría en la 4ª edición de su libro La historia, como acto de dar sentido a lo sin sentido, pág. 28: “Así se ha consolidado cada vez más mi idea fundamental: el mundo del espíritu y sus normas no es sino el indis¬pensable sustitutivo de una vida enferma de humanidad; es sólo el medio de salvar una especie de monos carniceros, atacados de manía de grandezas por obra de la ciencia, especie que se ha tornado problemática en sí misma y que se hubiera hundido sin dejar huella, después de un breve período de conciencia” .