"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

Cogito e historia de la locura

Jacques Derrida

... El instante de la decisión es una locura...
KIERKEGAARD

En cualquier caso, este libro resultaba terriblemente arriesgado. Lo separa de la locura una hoja transparente.
J. JOYCE,
a propósito de Ulysse

Estas reflexiones tienen su punto de partida, como daba a entender claramente el título de esta conferencia, [i] en el libro de Michel Foucault: Folie et Déraison, Histoire de la folie à l’âge classique. [ii]
Libro admirable desde tantos puntos de vista, libro potente en su aliento y en su estilo: tanto más intimidatorio para mí, que, gracias a haber tenido la ocasión de recibir la enseñanza de Michel Foucault no hace mucho, conservo una consciencia de discípulo admirativo y agradecido. Pero la consciencia del discípulo, cuando éste empieza no digo que a discutir, pero sí a dialogar con el maestro, o más bien a proferir el diálogo interminable y silencioso que lo constituía en discípulo, entonces, la consciencia del discípulo es una consciencia desgraciada. Cuando ésta empieza a dialogar en el mundo, es decir, a responder, se siente ya desde siempre cogida en falta, como el niño, el infante, que, por definición, y como su nombre indica, no sabe hablar y así sobre todo no debe responder. Y cuando, como ocurre aquí, ese diálogo corre el riesgo de ser entendido -equivocadamente- como una discusión, el discípulo sabe que se queda solo, al encontrarse a raíz de tal circunstancia discutido ya por la voz del maestro que, en él, precede a la suya. Se siente indefinidamente discutido, o recusado, o acusado: como discípulo, lo es por el maestro que habla en él antes que él para reprocharle que levante esta discusión y para recusarla por anticipado, al haberla desarrollado antes que él; como maestro de la interioridad, es discutido en consecuencia por el discípulo que también es. Esta desgracia interminable del discípulo consiste quizás en que no sabe, o en que todavía se oculta a sí, que, como la verdadera vida, el maestro está quizás siempre ausente.
Así pues, hay que romper el hielo, o más bien el espejo, la reflexión, la especulación infinita del discípulo sobre el maestro. Y empezar a hablar.
Como el curso que seguirán estas consideraciones no será, ni de lejos, rectilíneo o unilineal, prescindiré de cualquier otro preámbulo e iré directamente a las cuestiones más generales que van a estar en el centro de estas reflexiones. Cuestiones generales que tendremos que determinar, que especificar, sobre la marcha, y de las que muchas o la mayor parte se mantendrán abiertas.
Mi punto de partida puede parecer ligero y artificial. En este libro de 673 páginas, Michel Foucault consagra tres páginas (54-57) -y además en una especie de prólogo a su segundo capítulo- a un cierto pasaje de la primera de las Meditaciones de Descartes, donde la locura, la extravagancia, la demencia, la insania parecen, y digo bien parecen, despedidas, excluidas, condenadas al ostracismo, fuera del círculo de dignidad filosófica, privadas del derecho de ciudadanía filosófica, del derecho a la consideración filosófica, revocadas tan pronto como convocadas por Descartes ante el tribunal, ante la última instancia de un Cogito que, por esencia, no podría estar loco.
Al pretender -con razón o sin ella, habrá que verlo- que el sentido de todo el proyecto de Foucault puede concentrarse en estas pocas páginas alusivas y un poco enigmáticas, al pretender que la lectura que se nos propone aquí de Descartes y del Cogito cartesiano involucra en su problemática la totalidad de esta Historia de la locura, en el sentido de su intención y las condiciones de su posibilidad, voy a plantearme, así, dos series de cuestiones:

1. Primero, cuestión de alguna manera previa: ¿está justificada la interpretación que se nos propone de la intención cartesiana? Lo que llamo aquí interpretación es un cierto paso, una cierta relación semántica que propone Foucault entre, por una parte, lo que Descartes ha dicho -o lo que se cree que ha dicho o querido decir- y, por otra parte, digámoslo muy vagamente a propósito por el momento, una cierta «estructura histórica», como suele decirse, una cierta totalidad histórica llena de sentido, un cierto proyecto histórico total del que se piensa que se lo puede indicar en particular a través de lo que Descartes ha dicho -o lo que se cree que ha dicho o querido decir-. Al preguntarme si la interpretación está justificada, me pregunto, pues, ya dos cosas, me planteo dos cuestiones previas en una:
a) ¿Se ha comprendido bien el signo mismo, en sí mismo?
Dicho de otra manera, ¿se ha entendido bien lo que ha dicho y querido decir Descartes? Esta comprensión del signo en sí mismo, en su materia inmediata de signo, si puede decirse así, no es más que el primer momento, pero es también la condición indispensable de toda hermenéutica y de toda pretensión de pasar del signo al significado. En términos generales, cuando se intenta pasar de un lenguaje patente a un lenguaje latente, hay que asegurarse primero con todo rigor del sentido patente. [iii] Por ejemplo, es necesario que el analista hable en primer lugar la misma lengua que el enfermo.
b) Segunda implicación de la primera cuestión: una vez entendida -como signo- la intención declarada de Descartes, ¿tiene en realidad la relación que se pretende asignarle con la estructura histórica total con la que se pretende ponerla en relación? ¿Tiene la significación histórica que se le pretende asignar?
«¿Tiene la significación histórica que se le pretende asignar?», es decir, de nuevo dos cuestiones en una:

- ¿Tiene la significación histórica que se le pretende asignar, tiene esta significación, tal significación histórica, la que Foucault pretende asignarle?
- ¿Tiene la significación histórica que se le pretende asignar? ¿Se agota esta significación en su historicidad? Dicho de otra manera, ¿es esta significación histórica, en el sentido clásico de la palabra, completamente, y de parte a parte?

2. Segunda serie de cuestiones (y aquí vamos a desbordar un poco el caso de Descartes, el caso del Cogito cartesiano, que no vamos a examinar por sí mismo, sino como el índice de una problemática más general): a la luz de la relectura del Cogito cartesiano, que nos veremos llevados a proponer (o más bien a recordar, pues, y lo digo inmediatamente, va a ser en cierto modo la lectura más clásica, la más banal, incluso si no es la más fácil), ¿acaso no será posible someter a interrogación ciertos presupuestos filosóficos y metodológicos de esta historia de la locura? Solamente ciertos, porque la empresa de Foucault es demasiado rica, señala hacia demasiadas direcciones como para dejarse preceder por un método o incluso por una filosofía, en el sentido tradicional de la palabra. Y si es verdad, como dice Foucault, como confiesa Foucault citando a Pascal, que sólo puede hablarse de locura en relación con esa «otra vuelta de locura» que permite a los hombres «no estar locos», es decir, en relación con la razón, [iv] será quizás posible no ya añadir cualquier cosa a lo que dice Foucault, sino quizás repetir una vez más de nuevo, en el espacio de esa partición entre razón y locura, de la que tan bien habla Foucault, el sentido, un sentido de este Cogito, o de los «Cogito», pues el Cogito de tipo cartesiano no es ni la primera ni la última forma del Cogito; y será posible comprobar que se trata con esto de una experiencia que, en su punta más aguda, no es quizás menos aventurada, peligrosa, enigmática, nocturna y patética que la de la locura, y que es, respecto a ésta, creo, mucho menos adversa y acusadora, acusativa, objetivante, de lo que Foucault parece pensar.

En una primera etapa practicaremos el género comentario, acompañaremos o seguiremos tan fielmente como nos sea posible la intención de Foucault, reinscribiendo la interpretación del Cogito cartesiano en el esquema total de la Historia de la locura. Lo que tendría que mostrarse, pues, en el curso de esta primera etapa, es el sentido del Cogito cartesiano tal como es leído por Foucault. Para lo que hay que recordar el designio general del libro y abrir al margen algunas cuestiones destinadas a mantenerse abiertas y a mantenerse al margen.
Al escribir una historia de la locura, Foucault ha querido -y en eso está todo el valor pero también la misma imposibilidad de su libro- escribir una historia de la locura misma. Ella misma. De la locura misma. Es decir, dándole la palabra. Foucault ha querido que la locura fuese el tema, el «sujeto» de su libro; el sujeto en todos los sentidos de la palabra: el tema de su libro y el sujeto hablante, el autor de su libro, la locura hablando de sí. Escribir la historia de la locura misma, es decir, a partir de su propio instante, de su propia instancia, y no en el lenguaje de la razón, en el lenguaje de la psiquiatría sobre la locura -de manera que la dimensión agonística y la dimensión retórica del sobre se recubren aquí-, sobre una locura ya aplastada bajo ella, dominada, abatida, recluida, es decir, constituida en objeto y exilada como lo otro de un lenguaje y de un sentido histórico que se ha querido confundir con el logos mismo. «Historia no de la psiquiatría, dice Foucault, sino de la locura misma, en su vivacidad antes de toda captura por el saber.»
Así pues, se trata de escapar a la trampa o a la ingenuidad objetivistas que consistiría en escribir, en el lenguaje de la razón clásica, utilizando los conceptos que han sido los instrumentos históricos de una captura de la locura, en el lenguaje pulido y policíaco de la razón, una historia de la locura salvaje misma, tal como ésta se mantiene y respira antes de ser cogida y paralizada en las redes de esta misma razón clásica. La voluntad de escapar a esta trampa es constante en Foucault. Es lo que tiene de más audaz, de más seductor esta tentativa. Lo que le da además su admirable tensión. Pero es también, y lo digo sin juego, lo que tiene su proyecto de más loco. Es notable que esta voluntad obstinada de evitar la trampa, es decir, la trampa que la razón clásica ha tendido a la locura, y la que le tiende ahora a Foucault, que quiere escribir una historia de la locura misma sin repetir la agresión racionalista, esta voluntad de soslayar la razón se expresa de dos maneras difícilmente conciliables a primera vista. Es decir que se expresa en medio del malestar.
Tan pronto Foucault rehúsa en bloque el lenguaje de la razón, que es el del Orden (es decir, a la vez del sistema de la objetividad o de la racionalidad universal, de la que quiere ser expresión la psiquiatría, y del orden de la ciudad, el derecho de ciudadanía filosófica que cubre el derecho de ciudadanía sin más, y funcionando lo filosófico, en la unidad de una cierta estructura, como la metáfora o la metafísica de lo político). Escribe entonces frases de este tipo (acaba de evocar el diálogo roto entre razón y locura a finales del siglo XVIII, ruptura que se habría saldado mediante la anexión de la totalidad del lenguaje -y del derecho al lenguaje- a la razón psiquiátrica, delegada por la razón social y la razón de estado. Se le ha cortado la palabra a la locura): «El lenguaje de la psiquiatría, que es monólogo de la razón sobre la locura, sólo ha podido establecerse sobre un silencio así. No he querido hacer la historia de ese lenguaje; más bien la arqueología de ese silencio». Y a través de todo el libro circula este tema que liga la locura al silencio, a las «palabras sin lenguaje» o «sin sujeto hablante», «murmullo obstinado de un lenguaje que hablaría por sí solo, sin sujeto hablante y sin interlocutor, aplastado sobre sí mismo, anudado a la garganta, hundiéndose antes de haber alcanzado formulación alguna y volviendo sin estrépito al silencio del que en ningún momento había desistido. Raíz calcinada del sentido». Así pues, hacer la historia de la locura misma es hacer la arqueología de un silencio.
Pero, en primer lugar, ¿tiene el silencio mismo una historia? Y luego, ¿no es la arqueología, aunque sea del silencio, una lógica, es decir, un lenguaje organizado, un proyecto, un orden, una frase, una sintaxis, una «obra»? ¿No será la arqueología del silencio el recomienzo más eficaz, más sutil, la repetición, en el sentido más irreductiblemente ambiguo de la palabra, de la acción perpetrada contra la locura, y eso justamente en el momento mismo en que se lo denuncia? Sin contar con que todos los signos a través de los cuales se hace indicar Foucault el origen de este silencio y de esta palabra cortada, de todo lo que habría hecho de la locura esta palabra interrumpida y prohibida, desconcertada, todos esos signos, todos esos documentos se toman, sin excepción, de la zona jurídica de la prohibición.
Cabe entonces preguntarse, y en otros momentos que en aquellos en los que se propone hablar del silencio Foucault se lo pregunta también (en mi opinión demasiado lateralmente y demasiado implícitamente): ¿cuáles van a ser la fuente y el estatuto del lenguaje de esta arqueología, de este lenguaje que debe ser entendido por una razón que no es la razón clásica? ¿Cuál es la responsabilidad histórica de esta lógica de la arqueología? ¿Dónde situarla? ¿Basta con colocar en un taller cerrado con llave los instrumentos de la psiquiatría para volver a encontrar la inocencia y para romper toda complicidad con el orden racional o político que mantiene cautiva a la locura? El psiquiatra no es más que el delegado de ese orden, un delegado entre otros. No basta quizás con encerrar o exilar al delegado, con cortarle a su vez la palabra; no basta quizás con privarse del material conceptual de la psiquiatría para disculpar su propio lenguaje. Todo nuestro lenguaje europeo, el lenguaje de todo lo que ha participado, de cerca o de lejos, en la aventura de la razón occidental, es la inmensa delegación del proyecto que Foucault define bajo la forma de la captura o de la objetivación de la locura. Nada en este lenguaje y nadie entre quienes lo hablan puede escapar a la culpabilidad histórica -si es que la hay y si es histórica en un sentido clásico- que Foucault parece querer llevar a juicio. Pero es quizás un proceso jurídico imposible pues la instrucción y el veredicto reiteran sin cesar el crimen por el mero hecho de su elocución. Si el Orden del que hablamos es tan potente, si su potencia es única en su género, es precisamente por su carácter sobre-determinante y por la universal, la estructural, la universal e infinita complicidad en la que compromete a todos aquellos que lo comprenden en su lenguaje, incluso cuando éste les procura además la forma de su denuncia. El orden es denunciado entonces en el orden.
Igualmente desprenderse totalmente de la totalidad del lenguaje histórico que habría producido el exilio de la locura, liberarse de él para escribir la arqueología del silencio, eso es algo que sólo puede intentarse de dos maneras:
O bien callarse con un cierto silencio (un cierto silencio que, de nuevo, sólo podrá determinarse dentro de un lenguaje y un orden que le evitarán el que se contamine por no importa qué mutismo), o bien seguir al loco en el camino de su exilio. La desgracia de los locos, la interminable desgracia de su silencio, es que sus mejores portavoces son aquellos que los traicionan mejor; es que, cuando se quiere decir el silencio mismo, se ha pasado uno ya al enemigo y del lado del orden, incluso si, en el orden, se bate uno contra el orden y si se lo pone en cuestión en su origen. No hay caballo de Troya del que no dé razón la Razón (en general). La magnitud insuperable, irreemplazable, imperial del orden de la razón, lo que hace que ésta no sea un orden o una estructura de hecho, una estructura histórica determinada, una estructura entre otras posibles, es que, contra ella, sólo se puede apelar a ella, que sólo se puede protestar contra ella en ella, que sólo nos deja, en su propio terreno, el recurso a la estratagema y a la estrategia. Lo cual da lugar a que se haga comparecer una determinación histórica de la razón ante el tribunal de la Razón en general. La revolución contra la razón, bajo la forma histórica de la razón clásica, sin duda (pero ésta es sólo un ejemplo determinado de la Razón en general. Y es a causa de esta unicidad de la Razón por lo que la expresión «historia de la razón» es difícil de pensar, y por consiguiente también una «historia de la locura»), la revolución contra la razón sólo puede hacerse en ella misma, según una dimensión hegeliana a la que, por mi parte, he sido muy sensible en el libro de Foucault, a pesar de la ausencia de referencia muy precisa a Hegel. Como no puede actuar más que en el interior de la razón desde el momento en que ésta se profiere, la revolución contra la razón tiene, pues, siempre la extensión limitada de lo que se llama, precisamente en el lenguaje del ministerio del interior, una agitación. Sin duda, no puede escribirse una historia, o incluso una arqueología contra la razón, pues, a pesar de las apariencias, el concepto de historia ha sido siempre un concepto racional. Es la significación «historia» o «arquía» lo que habría hecho falta someter a cuestión quizás en primer término. Una escritura que excediera, para cuestionarlos, los valores de origen, de razón, de historia, no podría dejarse encerrar en la clausura metafísica de una arqueología.
Como Foucault es el primero en tener consciencia, y consciencia muy aguda, de esta apuesta y de la necesidad de hablar, de tomar su lenguaje de la fuente de una razón más profunda que la que aflora en la edad clásica, como Foucault experimenta una necesidad de hablar que escapa al proyecto objetivista de la razón clásica, necesidad de hablar aunque sea al precio de una guerra declarada del lenguaje de la razón contra sí mismo, guerra en la que el lenguaje se recuperaría, se destruiría o recomenzaría sin cesar el gesto de su propia destrucción, entonces, el pretender la arqueología del silencio, pretensión purista, intransigente, no-violenta, no-dialéctica, esta pretensión, con mucha frecuencia en el libro de Foucault, viene a ser contrabalanceada, equilibrada, casi diría contradicha, por un tema que no es sólo el reconocimiento de una dificultad sino la formulación de otro proyecto; que no es un mal menor sino un proyecto diferente y quizás más ambicioso, más eficazmente ambicioso que el primero.
El reconocimiento de la dificultad se podría encontrar en frases como éstas, entre otras, que cito simplemente para no privaros de su densa belleza: «La percepción que pretende captar éstos (se trata de los dolores y los murmullos de la locura) en estado salvaje pertenece necesariamente a un mundo que los ha capturado ya. La libertad de la locura no se comprende más que desde lo alto de la fortaleza que la tiene prisionera. Pero ahí sólo dispone del moroso estado civil de sus prisiones, de su experiencia muda de perseguida, y por nuestra parte sólo tenemos de ella sus señas de evadida». Y más adelante, Foucault habla de una locura «cuyo estado salvaje no puede ser restituido jamás en sí mismo» y de una «inaccesible pureza primitiva» (p. VII).
Como esta dificultad o esta imposibilidad tiene que repercutir en el lenguaje en el que se describe esta historia de la locura, Foucault reconoce efectivamente la necesidad de mantener su discurso en lo que llama una «relatividad sin recurso», es decir, sin apoyo en lo absoluto de una razón o de un logos. Necesidad e imposibilidad a la vez de lo que llama Foucault en otra parte «un lenguaje sin apoyo», es decir, uno que rehúsa en principio, si no de hecho, articularse en una sintaxis de la razón. En principio, si no de hecho, pero aquí el hecho no se deja poner entre paréntesis fácilmente. El hecho del lenguaje es sin duda el único que resiste finalmente a toda puesta entre paréntesis. «Ahí, en ese simple problema de elocución, dice de nuevo Foucault, se ocultaba y se expresaba la mayor dificultad de la empresa.» Quizás podría decirse que la solución de esta dificultad está más bien practicada que formulada. Necesariamente. Quiero decir que el silencio de la locura no está dicho, no puede ser dicho en el logos de este libro, sino que se hace presente indirectamente, metafóricamente, si se puede decir, en el pathos -tomo esta palabra en su mejor sentido- de este libro. Nuevo y radical elogio de la locura cuya intención no puede confesarse porque el elogio de un silencio se hace siempre en el logos, en un lenguaje que objetiva; «hablar bien de» la locura sería, todavía, anexionársela, sobre todo cuando este «hablar bien de» es también, en el caso presente, la sabiduría y la fortuna de un «hablar bien».
Ahora bien, decir la dificultad, decir la dificultad de decir, no es todavía superarla; al contrario. En primer término, con eso no se dice a partir de qué lenguaje, de qué instancia de habla se dice la dificultad. ¿Quién percibe, quién enuncia la dificultad? Esto no se puede hacer ni en el inaccesible y salvaje silencio de la locura, ni simplemente en el lenguaje del carcelero, es decir, de la razón clásica, sino en el de alguien para quien tiene un sentido y a quien aparece el diálogo o la guerra o el malentendido o la confrontación o el doble monólogo que oponen razón y locura en la época clásica. Es, pues, posible la liberación histórica de un logos en el que los dos monólogos, o el diálogo roto o, sobre todo, el punto de ruptura del diálogo entre una razón y una locura determinadas, hayan podido producirse y puedan comprenderse y enunciarse hoy. (Suponiendo al menos que puedan serlo; pero aquí nos situamos en la hipótesis de Foucault.)
Así, pues, si, a pesar de las imposibilidades y las dificultades reconocidas, el libro de Foucault ha podido escribirse, tenemos derecho a preguntarnos en qué, como último recurso, ha apoyado este lenguaje sin recurso y sin apoyo: ¿quién enuncia el no-recurso? ¿Quién ha escrito y quién debe comprender, en qué lenguaje y a partir de qué situación histórica del logos, quién ha escrito y quién debe comprender esta historia de la locura? Pues no es un azar el que sea hoy cuando haya podido formarse un proyecto como éste. Hay que suponer ciertamente -sin olvidar, todo lo contrario, la audacia del gesto de pensamiento en la Historia de la locura-, que ha empezado una cierta liberación de la locura, que la psiquiatría se ha abierto, por poco que sea, que el concepto de locura como sinrazón se ha dislocado, si es que alguna vez ha tenido una unidad. Y que es en el espacio abierto de esta dislocación donde ha podido encontrar su origen y su tránsito históricos un proyecto como este.
Si Foucault está, más que otros, sensibilizado y atento a este tipo de cuestiones, parece, sin embargo, que no ha aceptado reconocerle un carácter de algo previo metodológico o filosófico. Es cierto que, una vez comprendida la cuestión, y la dificultad de derecho, consagrarle un trabajo previo habría llevado a esterilizar o a paralizar toda investigación. Ésta puede probar en su ejercicio que es posible el movimiento de la palabra a propósito de la locura. ¿Pero no sigue siendo todavía demasiado clásico el fundamento de esta posibilidad?
El libro de Foucault es de los que no se abandonan a esa alegría prospectiva en la investigación. Por eso, detrás de la confesión de la dificultad concerniente a la arqueología del silencio, hay que hacer aparecer un proyecto diferente, un proyecto que contradice quizás al de la arqueología del silencio.
Puesto que el silencio del que se pretende hacer la arqueología no es un mutismo o un sin-habla originario, sino un silencio que ha sobrevenido, un hablar interrumpido por orden, se trata, pues, dentro de un logos que ha precedido la separación razón-locura dentro de un logos que deja dialogar en él lo que se ha llamado más tarde razón y locura (sinrazón), que deja circular libremente en él, e intercambiarse, razón y locura, como se dejaba circular a los locos en la ciudad medieval, se trata, dentro de este logos del libre-cambio, de acceder al origen del proteccionismo de una razón que persiste en resguardarse y en constituir para ella unos parapetos, constituirse ella misma en parapeto (garde-fou). Se trata, pues, de acceder al punto en que el diálogo se ha roto, se ha partido en dos soliloquios: a lo que llama Foucault con una palabra muy fuerte la Decisión. La Decisión liga y separa al mismo tiempo razón y locura; tiene que entenderse aquí a la vez como el acto originario de una orden, de un fíat, de un decreto, y como una desgarradura, una cesura, una separación, una escisión. Diría más bien disensión para hacer notar que se trata de una división de sí mismo, de una partición y de un tormento interior del sentido en general, del logos en general, de una partición en el acto mismo del sentire. Como siempre, la disensión es interna. El afuera (es) el adentro, se encuentra en él y lo divide según la dehiscencia de la Entzweiung hegeliana.
Parece así como si el proyecto de requerir la disensión primera del logos fuese un proyecto diferente al de la arqueología del silencio, y plantease problemas diferentes. Esta vez se tendría que tratar de exhumar el suelo virgen y unitario en el que se enraíza oscuramente el acto de decisión que liga y separa razón y locura. Razón y locura en la época clásica han tenido una raíz común. Pero esta raíz común, que es un logos, este fundamento unitario es mucho más viejo que el período medieval brillantemente pero brevemente evocado por Foucault en su bello capítulo inicial. Tiene que haber ahí una unidad fundadora que sostenga ya el libre cambio de la Edad Media, y esta unidad es ya la de un logos, es decir, de una razón; razón ciertamente ya histórica, pero razón mucho menos determinada de lo que lo estará bajo su forma llamada clásica; aquélla no ha recibido todavía la determinación de «la época clásica». Es en el elemento de esta razón arcaica donde la escisión, la disensión van a sobrevenir como una modificación, o si se quiere como un trastorno, incluso una revolución, pero una revolución interna, sobre sí misma, en sí misma. Pues este logos que está al comienzo es no sólo el lugar común de toda disensión sino también -y eso no es menos importante- la atmósfera misma en la que se mueve el lenguaje de Foucault, en el que aparece de hecho, pero también en el que se diseña y se dibuja dentro de sus límites de derecho una historia de la locura en la época clásica. Es, pues, a la vez para dar cuenta del origen (o de la posibilidad) de la decisión y del origen (o de la posibilidad) del relato, por lo que habría hecho falta empezar reflejando ese logos originario en el que se ha representado la violencia de la época clásica. Esta historia del logos antes de la Edad Media y antes de la época clásica no es, hay que recordarlo, una prehistoria nocturna y muda. Cualquiera que sea la ruptura momentánea, si es que la ha habido, de la Edad Media con la tradición griega, esta ruptura y esta alteración llegan tarde y sobre-vienen respecto a la permanencia fundamental de la herencia lógico-filosófica.
El que el enraizamiento de la decisión en su verdadero suelo histórico lo haya dejado Foucault en la penumbra es de lamentar al menos por dos razones:
1. Es de lamentar porque Foucault hace al principio una alusión un poco enigmática al logos griego del que dice que, a diferencia de la razón clásica, «no tenía contrario». Leo: «Los griegos se relacionaban con algo que llamaban hybris. Esta relación no era sólo de condena; la existencia de Trasímaco o la de Calicles basta para probarlo, incluso si su discurso se nos ha transmitido envuelto ya en la dialéctica tranquilizadora de Sócrates. Pero el Logos griego no tenía contrario».
[Así, habría que suponer que el logos griego no tenía contrario, es decir, en una palabra, que los griegos se mantenían inmediatamente junto al Logos elemental, primordial e indiviso, en el que toda contradicción en general, toda guerra, en este caso toda polémica, sólo podrían aparecer ulteriormente. En esta hipótesis, habría que admitir, cosa que sobre todo no hace Foucault, que en su totalidad, la historia y la descendencia de la «dialéctica tranquilizadora de Sócrates» estuviese ya desposeída y exilada fuera de ese logos griego que no habría tenido contrario. Pues si la dialéctica socrática es tranquilizadora, en el sentido en que lo entiende Foucault, es porque ha expulsado ya, ha excluido, objetivado o, lo que curiosamente es lo mismo, ha asimilado a sí y dominado como uno de sus momentos, ha «envuelto» lo otro de la razón, y porque ella misma se ha serenado, se ha tranquilizado en una certeza pre-cartesiana, en una sofrosyne, en una sabiduría, en un sentido común y una prudencia razonable.
Por consiguiente, es necesario:
a) o bien que el momento socrático y toda su posteridad participen inmediatamente en ese logos griego que no tendría contrario; y en consecuencia que la dialéctica socrática no sea tranquilizadora (vamos a tener quizás enseguida la ocasión de mostrar que no lo es más que el Cogito cartesiano). En este caso, en esta hipótesis, la fascinación por los presocráticos, a la que Nietzsche, después Heidegger y algunos otros nos han provocado, comportaría una parte de mistificación, sobre cuyas motivaciones histórico-filosóficas habría que seguir indagando.
b) o bien que el momento socrático y la victoria dialéctica sobre la Hybris de Calicles señalan ya una deportación y un exilio del logos fuera de él mismo, y la herida de una decisión en él, de una diferencia; y entonces la estructura de exclusión que Foucault pretende describir en su libro no habría nacido con la razón clásica. Aquella se habría consumado y reafirmado y asentado desde hace siglos en la filosofía. Sería esencial a la historia de la filosofía y de la razón en su conjunto. A este respecto la época clásica no tendría ni especificidad ni privilegio. Y todos los signos que Foucault reúne bajo el título de Stultifera navis sólo se representarían en la superficie de una disensión inveterada. La libre circulación de los locos, además de que no era tan libre, tan simplemente libre como eso, no sería más que un epifenómeno socio-económico en la superficie de una razón ya dividida contra ella misma desde el alba de su origen griego. Lo que en todo caso me parece seguro, cualquiera que sea la hipótesis en la que se sitúe uno a propósito de lo que no es sin duda más que un falso problema y una falsa alternativa, es que Foucault no puede salvar a la vez la afirmación concerniente a la dialéctica ya tranquilizadora de Sócrates y su tesis de suponer una especificidad de la época clásica cuya razón se tranquilizaría al excluir su otro, es decir, al constituir su contrario como un objeto para protegerse de él y deshacerse de él. Para encerrarlo.
Al querer escribir la historia de la decisión, de la partición, de la diferencia, se corre el riesgo de constituir la división en acontecimiento o en estructura que sobreviene a la unidad de una presencia originaria; y de confirmar así la metafísica en su operación fundamental.
A decir verdad, para que sea verdadera una u otra de estas hipótesis y para que haya que elegir entre una u otra, hay que suponer en general que la razón pueda tener un contrario, algún otro que la razón, que pueda constituirlo o descubrirlo, y que la oposición de la razón y de su otro sea de simetría. Ese es el fondo del asunto. Permitidme que por mi parte me mantenga a distancia.
Cualquiera que sea la manera como se interprete la situación de la razón clásica, en especial con respecto al logos griego, haya conocido éste o no la disensión, en todos los casos, la empresa de Foucault parece implicar previamente una doctrina de la tradición, de la tradición del logos (pero ¿hay otra?). Cualquiera que sea la relación de los griegos con la Hybris, relación que no sería sin duda simple... En este momento yo abriría un paréntesis y una cuestión: ¿en nombre de qué sentido invariante de la «locura» aproxima Foucault , y cualquiera que sea el sentido de esa aproximación, Locura e Hybris? Se plantea un problema de traducción, un problema filosófico de traducción -y que es grave- incluso si para Foucault la Hybris no es la Locura. Determinar la diferencia supone un paso lingüístico muy arriesgado. La frecuente imprudencia de los traductores a este respecto debe hacernos muy suspicaces. (Pienso, en particular, y de paso, en lo que se traduce por locura y furia en el Filebo [45e]. [v] Después, si la locura tiene tal sentido invariante, ¿cuál es su relación con esas modificaciones históricas, con estos a posteriori, con estos acontecimientos que regulan el análisis de Foucault? Éste procede, a pesar de todo, por más que su método no sea empirista, por información y averiguaciones. Lo que él hace es una historia y el recurso al acontecimiento es ahí en última instancia indispensable y determinante, al menos de derecho. Pero ese concepto de locura, que no se somete en ningún momento por parte de Foucault a una solicitación temática, ¿no es hoy en día, al margen del lenguaje corriente y popular que se arrastra siempre más tiempo del que debiera tras su puesta en cuestión por la ciencia y la filosofía, no es este concepto un falso-concepto, un concepto desintegrado, de tal suerte que Foucault, al rehusar el material psiquiátrico o el de la filosofía que no ha dejado de aprisionar al loco, se sirve finalmente -y no tiene elección- de una noción corriente, equívoca, tomada de un fondo incontrolable? Esto no sería grave si Foucault sólo usase esta palabra entre comillas, como lenguaje de otros, de aquellos que, en el período que estudia, lo han usado como un instrumento histórico. Pero todo ocurre como si Foucault supiese lo que quiere decir «locura». Todo ocurre como si, permanentemente y de forma subyacente, fuera posible y estuviese adquirida una precomprensión segura y rigurosa del concepto de locura, o al menos de su definición nominal. De hecho, se podría mostrar que, en la intención de Foucault, si no en el pensamiento histórico que estudia, el concepto de locura se corresponde con todo lo que puede situarse bajo el título de negatividad. Cabe imaginar así el tipo de problemas que plantea un uso como ese de tal noción. Se podrían plantear cuestiones del mismo tipo a propósito de la noción de verdad que circula a través de todo el libro...) Cierro este largo paréntesis. Así pues, cualquiera que sea la relación de los griegos con la Hybris, y de Sócrates con el logos originario, en todo caso es cierto que la razón clásica y ya la razón medieval tienen, por su parte, relación con la razón griega, y que es un elemento de esa herencia más o menos inmediatamente apercibida, más o menos mezclada con otras líneas tradicionales, como se ha desarrollado la aventura o la desventura de la razón clásica. Si la disensión data de Sócrates, entonces la situación del loco en el mundo socrático y post-socrático -suponiendo que hubiese entonces algo que se pudiese llamar loco- merecía quizás que se la interrogase en primer lugar. Sin lo cual, y como Foucault no procede de forma puramente apriorística, su descripción histórica plantea los problemas banales pero inevitables de la periodización, de las limitaciones geográficas, políticas, etnológicas, etc. Si, a la inversa, se preserva la unidad sin contrario y sin exclusión del logos hasta la «crisis» clásica, entonces ésta es, si puedo decirlo así, secundaria y derivada. No compromete a la razón en su conjunto. Y en ese caso, dicho sea de paso, el discurso socrático no tendría nada de tranquilizador. La crisis clásica se desarrollaría a partir de y en la tradición elemental de un logos que no tiene contrario pero que lleva en sí y dice toda contradicción determinada. Esta doctrina de la tradición del sentido y de la razón habría sido tanto más necesaria porque sólo ella puede dar un sentido y una racionalidad en general al discurso de Foucault y a todo discurso acerca de la guerra entre razón y sinrazón. Puesto que estos discursos pretenden que se los entienda.]
2. Decía hace un momento que era de lamentar por dos razones el que se dejara en la penumbra la historia del logos preclásico, historia que no era una prehistoria. La segunda razón, que evocaré brevemente antes de pasar a Descartes, se basa en que Foucault liga profundamente la partición, la disensión, a la posibilidad misma de la historia. La partición es el origen mismo de la historia. «La necesidad de la locura, a todo lo largo de la historia de Occidente, está ligada a este gesto de decisión que destaca del ruido del fondo y de su monotonía continua un lenguaje significativo que se transmite y se consuma en el tiempo; en una palabra, está ligada a la posibilidad de la historia.»
Por consiguiente, si la decisión por la que la razón se constituye excluyendo y objetivando la subjetividad libre de la locura, si esta decisión es realmente el origen de la historia, si es la historicidad misma, la condición del sentido y del lenguaje, la condición de la tradición del sentido, la condición de la obra, si la estructura de exclusión es estructura fundamental de la historicidad, entonces el momento «clásico» de esta exclusión, el que describe Foucault, no tiene ni privilegio absoluto ni ejemplaridad arquetípica. Es un ejemplo a título de muestra, no a título de modelo. En todo caso, para hacer aparecer su singularidad que es, sin duda, profunda, habría hecho falta quizás subrayar no aquello en que tiene estructura de exclusión, sino aquello en lo que y sobre todo por lo que su estructura de exclusión propia y modificada se distingue históricamente de las otras, de cualquier otra. Y se tendría que haber planteado el problema de su ejemplaridad: ¿se trata de un «buen ejemplo», de un ejemplo revelador privilegiadamente? Problemas de una infinita dificultad, problemas formidables que obsesionan el libro de Foucault, que están más presentes en su intención que en su realidad.
Finalmente, última cuestión: si esa gran partición es la posibilidad misma de la historia, la historicidad de la historia, ¿qué quiere decir aquí «hacer la historia de esta partición»? ¿Hacer la historia de la historicidad? ¿Hacer la historia del origen de la historia? El «hýsteron próteron» aquí no sería una simple «falta de lógica», una falta dentro de una lógica, de una ratio constituida. Denunciarlo no es razonar. Si hay una historicidad de la razón en general, la historia de la razón no es jamás la de su origen, que la requiere ya, sino la historia de una de sus figuras determinadas.
Este segundo proyecto, que se esforzaría hacia la raíz común del sentido y del sin-sentido, y hacia el logos originario en el que se parten un lenguaje y un silencio, no es en absoluto un mal menor con respecto a lo que podía resumirse bajo el título «arqueología del silencio». Arqueología que pretendía y renunciaba a la vez a decir la locura misma. La expresión «decir la locura misma» es contradictoria en sí misma. Decir la locura sin expulsarla en la objetividad es dejarla que se diga ella misma. Pero la locura es, por esencia, lo que no se dice: es, dice profundamente Foucault, «la ausencia de obra».
No es, pues, un mal menor, sino un proyecto diferente y más ambicioso, que tendría que conducir a un elogio de la razón (no hay elogio, por esencia, sino de la razón) pero esta vez de una razón más profunda que la que se opone y se determina en un conflicto históricamente determinado. De nuevo Hegel, siempre... No es, pues, un mal menor sino una ambición más ambiciosa, aunque Foucault escribe lo siguiente: «A falta de esta inaccesible pureza primitiva (de la locura misma), el estudio estructural debe remontarse hacia la decisión que liga y separa a la vez razón y locura; debe tender a descubrir el intercambio perpetuo, la oscura razón común, la confrontación originaria que da sentido a la unidad tanto como a la oposición del sentido y de lo insensato» [la cursiva es nuestra].
Antes de describir el momento en que la razón en la época clásica va a reducir la locura al silencio mediante lo que llama Foucault un «extraño golpe de fuerza», muestra éste cómo la exclusión y el encierro de la locura encuentran una especie de alojo estructural preparado por la historia de otra exclusión: la de la lepra. Desgraciadamente no puedo detenerme en estos brillantes pasajes del capítulo titulado Stultifera navis. Nos plantearían también muchas cuestiones.
Voy a parar, pues, al «golpe de fuerza», al gran encierro que, con la creación, a mediados del siglo XVII, de las casas de internamiento para los locos y algunos otros, sería el advenimiento y la primera etapa de un proceso clásico que Foucault describe a lo largo de su libro. Sin que se sepa por otra parte si un acontecimiento como la creación de una casa de internamiento es un signo entre otros, un síntoma fundamental o una causa. Este tipo de cuestiones podría parecer exterior a un método que pretende precisamente ser estructuralista, es decir, para el que en la totalidad estructural todo es solidario y circular de tal suerte que los problemas clásicos de la causalidad tendrían como origen un malentendido. Es posible. Pero me pregunto si, cuando se trata de historia (y Foucault pretende escribir una historia), es posible un estructuralismo estricto y, sobre todo, si puede evitar, aunque no fuera más que para el orden y dentro del orden de sus descripciones, toda cuestión etiológica, toda cuestión que alcance, digamos, el centro de gravedad de la estructura. Al renunciar legítimamente a un cierto estilo de causalidad, quizás no se tiene derecho a renunciar a toda indagación etiológica.
El pasaje consagrado a Descartes abre precisamente el capítulo sobre El gran encierro. Abre, pues, el libro mismo, y su situación en cabeza del capítulo es bastante insólita. Más que en cualquier otro lugar, la cuestión que acabo de plantear me parece aquí ineluctable. No se sabe si este pasaje sobre la primera de las Meditaciones, que Foucault interpreta como un encierro filosófico de la locura, está destinado a dar la nota, como preludio al drama histórico y político-social, al drama total que se va a representar. Este «golpe de fuerza», descrito en la dimensión del saber teórico y de la metafísica, ¿es un síntoma, una causa, un lenguaje? ¿Qué hay que suponer o esclarecer para que se anule esta cuestión o esta disociación en su sentido? Y si este golpe de fuerza tiene una solidaridad estructural con la totalidad del drama, ¿cuál es el estatuto de esa solidaridad? Finalmente, cualquiera que sea el lugar reservado a la filosofía en esta estructura histórica total, ¿por qué la elección del único ejemplo cartesiano? ¿Cuál es la ejemplaridad cartesiana cuando tantos otros filósofos se han interesado en la locura en la misma época o -cosa no menos significativa- se han desinteresado de ella de diversas maneras?
A ninguna de estas cuestiones, evocadas sumariamente pero inevitables, y que son más que metodológicas, responde Foucault directamente. Una sola frase, en su prefacio, regula este problema. La leo: «Hacer la historia de la locura querrá decir, pues: hacer un estudio estructural del conjunto histórico -nociones, instituciones, medidas jurídicas y policiales, conceptos científicos- que tiene cautiva a la locura, cuyo estado salvaje jamás puede ser restituido en sí mismo». ¿Cómo se organizan estos elementos en «el conjunto histórico»? ¿Qué es una «noción»? ¿Tienen un privilegio las nociones filosóficas? ¿Cómo se relacionan con los conceptos científicos? Otras tantas cuestiones que asedian esta empresa.
No sé hasta qué punto estaría Foucault de acuerdo en decir que la condición previa de una respuesta a tales cuestiones pasa primero por el análisis interno y autónomo del contenido filosófico del discurso filosófico. Es sólo cuando la totalidad de este contenido se me haya hecho patente en su sentido (pero eso es imposible) cuando podré situarla con todo rigor en su forma histórica total. Solamente entonces su reinserción no la violentará, será reinserción legítima de ese sentido filosófico mismo. En particular en lo que respecta a Descartes, no se puede responder a ninguna cuestión histórica que le concierna -que concierna al sentido histórico latente de su proyecto, que concierna a su pertenencia a una estructura total- antes de un análisis interno riguroso y exhaustivo de sus intenciones patentes, del sentido patente de su discurso filosófico.
En lo que nos vamos a interesar ahora es en ese sentido patente, que no es legible en un encuentro inmediato. Pero en primer lugar leyendo por encima del hombro de Foucault.


Torheit musste erscheinen, damit die Weisheit sie übenvinde...
HERDER

El golpe de fuerza habría sido llevado a cabo por Descartes en la primera de las Meditaciones y consistiría muy concisamente en una expulsión sumaria de la posibilidad de la locura fuera del pensamiento mismo.
Leo primero el pasaje decisivo de Descartes, el que cita Foucault. Después seguiremos la lectura de este texto por Foucault. Finalmente haremos dialogar a Descartes y a Foucault.
Descartes escribe lo siguiente (es en el momento en que procede a deshacerse de todas las opiniones que hasta entonces tenía «en su creencia» y a empezar completamente de nuevo desde los fundamentos: a primis fundamentas. Para lo que le basta con arruinar los fundamentos antiguos sin tener que dudar de sus opiniones una a una, pues la ruina de los fundamentos arrastra con ella todo el resto del edificio. Uno de esos fundamentos frágiles del conocimiento, el más naturalmente aparente, es la sensibilidad. Los sentidos me engañan algunas veces, así pues pueden engañarme siempre: voy a someter a duda también todo conocimiento de origen sensible): «Todo lo que he tenido hasta hoy por más verdadero y seguro lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien: he experimentado varias veces que los sentidos son engañosos, y es prudente no fiarse nunca por completo de quienes nos han engañado una vez».
Descartes continúa en párrafo aparte.
«Pero» (sed forte... insisto en el forte que el duque de Luynes no había traducido, omisión que Descartes no consideró necesario corregir cuando revisó la traducción. Más vale, pues, como dice Baillet «cotejar el francés con el latín» al leer las Meditaciones. Es sólo en la segunda edición francesa de Clerselier cuando adquiere todo su valor el sed forte y se lo traduce por un «pero aunque quizás... ». Señalo este punto que va a revelar enseguida toda su importancia). Prosigo, pues, mi lectura: «Pero, aunque quizás los sentidos nos engañen algunas veces acerca de cosas poco sensibles, y muy alejadas [el subrayado es nuestro], quizás haya otras muchas, de las que no pueda razonablemente dudarse, aunque las conozcamos por medio de ellos...». Habría, pues, habría quizás, pues, conocimientos de origen sensible de los que no sería razonable dudar. «Por ejemplo, prosigue Descartes, que estoy aquí, sentado junto al fuego, vestido con una bata, teniendo este papel en las manos, y otras por el estilo. Y ¿cómo negar que estas manos y este cuerpo sean míos, a no ser quizás que me compare a esos insensatos, cuyo cerebro está tan enturbiado y ofuscado por los negros vapores de la bilis, que afirman de con¬tinuo ser reyes, siendo muy pobres, estar vestidos de oro y púr¬pura, estando en realidad desnudos, o se imaginan que son cántaros o que tienen el cuerpo de vidrio...?»
Y he aquí la frase más significativa a los ojos de Foucault: «Mas los tales son locos, sed amentes sunt isti, y no menos extravagante (demens) fuera yo si me rigiera por sus ejemplos».
Interrumpo mi cita no en ese final del párrafo, sino en la primera palabra del siguiente, que reinscribe las líneas que acabo de leer en un movimiento retórico y pedagógico cuyas articulaciones son muy rigurosas. Esta primera palabra es Praeclare sane... Traducido también por sin embargo. Y es el comienzo de un párrafo en el que Descartes imagina que siempre puede soñar y que el mundo puede no ser más real que su sueño. Y generaliza por hipérbole la hipótesis del dormirse y del sueño («Supongamos, pues, ahora, que estamos dormidos...»), hipótesis e hipérbole que le servirán para desarrollar la duda fundada en razones naturales (pues hay también un momento hiperbólico de esta duda), para no dejar fuera de su alcance más que las verdades de origen no sensible, especialmente las matemáticas, que son ver¬daderas «esté yo despierto o dormido» y que no cederán más que ante el asalto artificial y metafísico del Genio Maligno.
¿Qué lectura hace Foucault de este texto?
Según él, cuando Descartes encuentra así la locura al lado (la expresión al lado es la de Foucault) del sueño y de todas las formas de errores sensibles, no les aplicaría, si puedo decirlo de esta manera, el mismo tratamiento. «En la economía de la duda -dice Foucault- hay un desequilibrio fundamental entre locura, por una parte, y error, por otra parte...» (Hago notar de paso que en otro lugar Foucault denuncia con frecuencia la reducción clásica de la locura al error...) Y prosigue: «Descartes no evita el peligro de la locura del mismo modo que elude la eventualidad del sueño y del error».
Foucault pone en paralelo entonces los dos procedimientos siguientes:
1. aquel por el que Descartes mostraría que los sentidos no pueden engañarnos sino acerca de cosas «poco sensibles» y «muy alejadas». Este sería el límite del error de origen sensible. Y en el pasaje que acabo de citar, Descartes decía realmente: «Aunque los sentidos nos engañen algunas veces acerca de cosas poco sensibles y muy alejadas, hay muchas otras de las que no se puede razonablemente dudar...». A menos que se esté loco, hipótesis que Descartes parece excluir en principio en el mismo pasaje.
2. el procedimiento por el que Descartes muestra que la imaginación y el sueño no pueden crear los elementos simples y universales que hacen entrar en su composición, como, por ejemplo «la naturaleza corporal en general y su extensión, la cantidad, el número, etc.», todo aquello que precisamente no es de origen sensible y constituye el objeto de las matemáticas y de la geometría, invulnerables a la duda natural. Es, pues, tentador creer con Foucault que Descartes quiere encontrar en el análisis (tomo la palabra en su sentido estricto) del sueño y de la sensibilidad un núcleo, un elemento de proximidad y de simplicidad irreductible a la duda. Es en el sueño y en la percepción sensible como supero, o como dice Foucault, «eludo» la duda y reconquisto un suelo de certeza.
Así, Foucault escribe: «Descartes no evita el peligro de la locura del mismo modo que elude la eventualidad del sueño o del error... Ni el sueño poblado de imágenes, ni la clara consciencia de que los sentidos se equivocan pueden llevar la duda al punto extremo de su universalidad; admitamos que los ojos nos enga¬ñan, “supongamos ahora que estamos dormidos”, la verdad no se deslizará entera hacia la noche. Para la locura, las cosas son distintas». Más adelante: «En la economía de la duda, hay un desequilibrio fundamental entre locura, por una parte, sueño y error, por la otra. Su situación es distinta en relación con la verdad y con quien la busca. Sueños o ilusiones son superados en la estructura misma de la verdad; pero la locura queda excluida por el sujeto que duda».
Parece, sí, en efecto, que Descartes no ahonda en la experiencia de la locura hasta encontrar un núcleo irreductible pero interior a la locura misma. No se interesa por la locura, no acoge su hipótesis, no la considera. La excluye por decreto. Sería un extravagante si creyese que tengo un cuerpo de vidrio. Ahora bien, eso está excluido puesto que pienso. Anticipándose al momento del Cogito, que tendrá que esperar numerosas y muy rigurosas etapas en su consecuencia, escribe Foucault... «imposibilidad de estar loco, esencial no al objeto del pensamiento, sino al sujeto que piensa». Es de la interioridad misma del pensamiento de donde la locura será expulsada, rehusada, denunciada en su misma posibilidad.
Foucault es el primero, que yo sepa, en haber aislado así, en esta Meditación, el delirio y la locura de la sensibilidad y de los sueños. En haberlos aislado en su sentido filosófico y su función metodológica. Ahí está la originalidad de su lectura. Pero si los intérpretes clásicos no habían considerado oportuna esta disociación, ¿es por falta de atención? Antes de contestar a esta cuestión, o más bien, antes de seguir planteándola, notemos con Foucault que este decreto de exclusión que anuncia el decreto político del gran encierro, o que le responde, o que lo traduce, o que lo acompaña, que le es, en todo caso, solidario, este decreto habría sido imposible para un Montaigne, por ejemplo, de quien se sabe que estaba obsesionado por la posibilidad de estar o de volverse loco, en el acto mismo de su pensamiento y de parte a parte. El decreto cartesiano marca, pues, dice Foucault, «el advenimiento de una ratio». Pero como el advenimiento de una ratio no «se agota» en «el progreso de un racionalismo», Foucault deja ahí a Descartes para interesarse en la estructura histórica (político-social) de la que el gesto cartesiano no es más que uno de los signos. Pues «más de un signo», dice Foucault, «delata el acontecimiento clásico».
Hemos procurado leer a Foucault. Vamos a intentar ahora releer ingenuamente a Descartes y ver, antes de repetir la cuestión de la relación entre el «signo» y la «estructura», vamos a intentar ver, como había anunciado, lo que puede ser el sentido del signo mismo. (Puesto que el signo tiene ya aquí la autonomía de un discurso filosófico, es ya una relación de significante a significado.)
Al releer a Descartes, hago notar dos cosas:
1. Que en el pasaje al que nos hemos referido y que corresponde a la fase de la duda fundada en razones naturales, Descartes no elude la eventualidad del error sensible y del sueño, no los «supera» «en la estructura de la verdad» por la sencilla razón de que, según parece, no los supera ni los elude en ningún momento y de ninguna manera; y de que no descarta en ningún momento la posibilidad del error total para todo conocimiento que tenga su origen en los sentidos y en la composición imaginativa. Hay que comprender bien aquí que la hipótesis del sueño es la radicalización o, si se prefiere, la exageración hiperbólica de la hipótesis de que los sentidos podrían engañarme a veces. En el sueño es ilusoria la totalidad de mis imágenes sensibles. De lo que se sigue que una certeza invulnerable al sueño lo sería a fortiori a la ilusión perceptiva de orden sensible. Así pues, basta con examinar el caso del sueño para tratar, en el nivel en el que estamos en este momento, el de la duda natural, del caso del error sensible en general. Pero, ¿cuáles son la certeza y la verdad que escapan a la percepción y en consecuencia al error sensible o a la composición imaginativa y onírica? Son certezas y verdades de origen no-sensible y no-imaginativo. Son las cosas simples e inteligibles.
Efectivamente, si estoy dormido, todo lo que percibo en sueños puede ser, como dice Descartes, «falsa ilusión», y en particular la existencia de mis manos, de mi cuerpo y el que abramos los ojos o movamos la cabeza, etc. Dicho de otra forma, lo que parecía excluir más arriba, según Foucault, como extravagancia se admite aquí como posibilidad del sueño. Y veremos por qué inmediatamente. Pero, dice Descartes, supongamos que todas mis representaciones oníricas sean ilusorias. Incluso, en este caso, hace falta realmente que haya representación, de cosas tan naturalmente ciertas como mi cuerpo, mis manos, etc., por ilusoria que sea esa representación, por falsa que sea en cuanto a su relación con lo representado. Pero en estas representaciones, estas imágenes, estas ideas en el sentido cartesiano, todo puede ser falso y ficticio, como las representaciones de esos pintores cuya imaginación, dice expresamente Descartes, es lo bastante «extravagante» como para inventar algo tan nuevo que no hayamos visto nunca nada parecido. Pero, en el caso de la pintura, hay al menos un elemento último que no se deja descomponer en ilusión, que los pintores no pueden fingir, que es el color. Esto es sólo una analogía, pues Descartes no plantea la existencia necesaria del color en general: es una cosa sensible entre otras. Pero de la misma manera que en un cuadro, por inventivo e imaginativo que sea, queda una parte de simplicidad irreductible y real -el color-, del mismo modo hay en el sueño una parte de simplicidad no fingida, supuesta por toda composición fantástica, e irreductible a toda descomposición. Pero esta vez -y por esa razón el ejemplo del pintor y del color sólo era analógico- esa parte no es ni sensible ni imaginativa: es inteligible.
Es un punto en que no se detiene Foucault. Leo el pasaje de Descartes que nos interesa aquí... «Pues, en verdad, aun cuando los pintores se aplican con el mayor artificio a representar sirenas y sátiros, mediante formas raras y extraordinarias, no les pueden atribuir, sin embargo, formas y naturalezas enteramente nuevas, sino que lo que hacen es solamente cierta mezcla y composición de miembros de diversos animales; o bien si su imaginación es suficientemente extravagante quizás para inventar algo tan nuevo que jamás podamos haber visto nada semejante, y que así su obra represente para nosotros algo puramente imaginado y absolutamente falso, por lo menos los colores con que los componen, deben ser, sin duda, verdaderos.
»Y por la misma razón, aunque estas cosas generales, es decir, un cuerpo, los ojos, una cabeza, manos y otras por el estilo, pueden ser imaginarias, es preciso reconocer que hay cosas aún más simples y más universales, que son verdaderas y existentes, de cuya mezcla, ni más ni menos que de la mezcla de algunos colores verdaderos, están formadas todas estas imágenes de las cosas que residen en nuestro pensamiento, ya verdaderas y reales, ya fingidas y fantásticas. A este género de cosas pertenece la naturaleza corpórea en general, y su extensión, igualmente la figura de las cosas extensas, su cantidad o magnitud, y su número; como también el lugar donde están, el tiempo que mide su duración y otras semejantes. Por eso quizás no concluiremos erradamente si decimos que la Física, la Astronomía, la Medicina y todas las demás ciencias que dependen de la consideración de las cosas compuestas son muy dudosas e inciertas; pero que la Aritmética, la Geometría y las demás ciencias de esta naturaleza, que no tratan si no de cosas muy simples y muy generales, sin preocuparse demasiado si se encuentran en la naturaleza o no, contienen algo cierto e indudable. Pues, esté durmiendo o esté despierto, dos y tres juntos formarán siempre el número cinco, y el cuadrado jamás tendrá más de cuatro lados; y no parece posible que verdades tan claras puedan ser sospechosas de falsedad o incertidumbre alguna.»
Y hago notar que el párrafo siguiente comienza también con un «sin embargo» (verumtamen) en el que tendremos que interesarnos enseguida.
Así, la certeza de esta simplicidad o generalidad inteligible -que será sometida poco después a la duda metafísica, artificial e hiperbólica con la ficción del Genio Maligno- no se obtiene en absoluto por medio de una reducción continua que descubre al fin la resistencia de un núcleo de certeza sensible o imaginativa. Se da un paso a otro orden, y discontinuo. El núcleo es puramente inteligible y la certeza, todavía natural y provisional, que se alcanza así, supone una ruptura radical con los sentidos. En este momento del análisis, no se salva ninguna significación sensible o imaginativa, en tanto tal, no se experimenta ninguna invulnerabilidad de lo sensible a la duda. Toda significación, toda «idea» de origen sensible queda excluida del dominio de la verdad, bajo el mismo título que la locura. No hay en eso nada de qué extrañarse: la locura es sólo un caso particular, y no el más grave, por otra parte, de la ilusión sensible que le interesa aquí a Descartes. Se puede constatar así que:
2. la hipótesis de la extravagancia -en este momento del orden cartesiano- no parece que reciba ningún tratamiento privilegiado, ni que esté sometida a ninguna exclusión particular. Releamos, en efecto, el pasaje donde aparece la extravagancia y que cita Foucault. Situémoslo de nuevo. Descartes acaba de señalar que los sentidos nos engañan a veces, «y es prudente no fiarse nunca por completo de quienes nos han engañado alguna vez». Pasa al párrafo siguiente y comienza con el sed forte hacia el que he atraído vuestra atención hace un momento. Pero todo el párrafo que sigue expresa no el pensamiento definitivo y en firme de Descartes, sino la objeción y la extrañeza del no-filósofo, del novicio en filosofía al que asusta esa duda, y que protesta, y dice: me parece bien que dudéis de algunas percepciones sensibles concernientes a cosas «poco sensibles y muy alejadas», pero ¡las otras!, ¡que estéis sentado aquí, cerca del fuego, sosteniendo este lenguaje, este papel entre las manos, y otras cosas de la misma naturaleza! Entonces Descartes asume la extrañeza de ese lector o de ese interlocutor ingenuo, finge hacerse cargo de ella cuando escribe: «¿Y cómo podría negar que estas manos y este cuerpo son míos? A menos quizás que me compare con esos insensatos, cuyo [...], etc. [...] Y yo no sería menos extravagante si me rigiera por su ejemplo...».
Se ve cuál es el sentido pedagógico y retórico del sed forte que rige todo este párrafo. Es el «pero quizás» de la objeción fingida. Descartes acaba de decir que todos los conocimientos de origen sensible pueden engañarlo. Finge dirigirse a sí mismo la objeción extrañada del no-filósofo imaginario a quien asusta una audacia como esa, y que le dice: no, no todos los conocimientos sensibles, si no estaríais loco, y sería irrazonable conducirse con arreglo a los locos, proponernos un discurso de loco. Descartes se hace eco de esta objeción: puesto que yo estoy ahí, escribo, vosotros me comprendéis, yo no estoy loco, ni vosotros, y estamos entre gentes sensatas. Así pues, el ejemplo de la locura no es revelador de la fragilidad de la idea sensible. De acuerdo. Descartes está de acuerdo con ese punto de vista natural o más bien finge apoyarse en esa comodidad natural, para desprenderse de ésta mejor, y más radicalmente y más definitivamente, e inquietar a su interlocutor. De acuerdo, dice, pensáis que estaría loco al dudar que estoy sentado cerca del fuego, etc., que sería extravagante regirme por el ejemplo de los locos. Voy a proponeros entonces una hipótesis que os parecerá mucho más natural, que no os extrañará, porque se trata de una experiencia más común, más universal también que la de la locura: y es la del dormir y soñar. Descartes desarrolla entonces esta hipótesis que arruinará todos los fundamentos .sensibles del conocimiento y que pondrá al desnudo sólo los fundamentos intelectuales de la certeza. Esta hipótesis, sobre todo, no escapará a la posibilidad de extravagancias -epistemológicas- mucho más graves que las de la locura.
Esta referencia al sueño no se queda atrás, pues, todo lo contrario, en relación con la posibilidad de una locura, que Descartes habría mantenido a raya, o incluso excluido. Aquélla constituye, en el orden metódico en que nos mantenemos aquí, la exasperación hiperbólica de la hipótesis de la locura. Ésta sólo afectaba, de manera contingente y parcial, a ciertas regiones de la percepción sensible. Aquí no se trata, por otra parte, para Descartes, de determinar el concepto de locura, sino de servirse de la noción corriente de extravagancia para fines jurídicos y metodológicos, para plantear cuestiones de derecho que conciernen solamente a la verdad de las ideas. [vi] Lo que hay que retener aquí es que, desde este punto de vista, el durmiente, o el soñador, está más loco que el loco. O al menos, el soñador, con respecto al problema del conocimiento que le interesa aquí a Descartes, está más lejos de la percepción verdadera que el loco. Es en el caso del durmiente y no en el de la extravagancia donde la totalidad absoluta de las ideas de origen sensible se hace sospechosa, queda privada de «valor objetivo» según la expresión de M. Guéroult. La hipótesis de la extravagancia no era, pues, un buen ejemplo, un ejemplo revelador; no era un buen instrumento de duda. Y esto al menos por dos razones.
a) No cubre la totalidad del campo de la percepción sensible. El loco no se equivoca siempre y en todo; no se equivoca suficientemente, no está jamás lo bastante loco.
b) Es un ejemplo ineficaz y desafortunado en el orden pedagógico pues encuentra la resistencia del no-filósofo, que no tiene la audacia de seguir al filósofo cuando éste admite que bien podría estar loco en el momento en que está hablando.
Devolvamos la palabra a Foucault. Ante la situación del texto cartesiano, cuyo principio acabo de indicar, Foucault -y por esta vez no hago más que prolongar la lógica de su libro sin apoyarme en ningún texto- podría recordarnos dos verdades que justificarían en segunda lectura su interpretación, de manera que ésta no diferiría más que en apariencia de la que acabo de proponer.
1. Lo que resulta, en esta segunda lectura, es que para Descartes la locura no se piensa más que como un caso, entre otros, y no el más grave, del error sensible. (Foucault se situaría entonces en la perspectiva de la determinación de hecho y no del uso jurídico del concepto de locura por Descartes.) La locura no es más que una falta de los sentidos y del cuerpo, un poco más grave que la que amenaza a todo hombre despierto pero normal, mucho menos grave, en el orden epistemológico, que aquella a la que estamos entregados siempre en el sueño. ¿No hay entonces, diría Foucault sin duda, en esa reducción de la locura a un ejemplo, a un caso del error sensible, una exclusión, un encierro de la locura, y sobre todo un ponerla al abrigo del Cogito y de todo lo que depende del intelecto y de la razón? Si la locura no es más que una perversión de los sentidos -o de la imaginación-, entonces es cosa del cuerpo, queda del lado del cuerpo. La distinción real de las sustancias expulsa la locura a las tinieblas exteriores al Cogito. Queda, por retomar una expresión que Foucault propone en otro lugar, encerrada en el interior del exterior y en el exterior del interior. Es lo otro del Cogito. Yo no puedo estar loco cuando pienso y cuando tengo ideas claras y distintas.
2. Aun instalándose en nuestra hipótesis, Foucault podría recordarnos también esto: en cuanto que inscribe su alusión a la locura en una problemática del conocimiento, en cuanto que hace de la locura no sólo un asunto del cuerpo sino un error del cuerpo, en cuanto que no se ocupa de la locura más que como una modificación de la idea, de la representación o del juicio, Descartes neutralizaría la locura en su originalidad. Estaría incluso condenado a hacer de ella, en el límite, no sólo, como de todo error, una deficiencia epistemológica, sino un desfallecimiento moral ligado a una precipitación de la voluntad, que es lo único que puede consagrar como error la finitud intelectual de la percepción. De ahí a hacer de la locura un pecado no habría más que un paso, que pronto fue alegremente franqueado, como muestra bien Foucault en otros capítulos.
Foucault tendría perfectamente razón al recordarnos estas dos verdades, si nos mantuviésemos en la etapa ingenua, natural y premetafísica del itinerario cartesiano, etapa marcada por la duda natural tal como interviene en el pasaje citado por Foucault. Pero parece que estas dos verdades se hacen a su vez vulnerables desde que se aborda la fase propiamente filosófica, metafísica y crítica de la duda. [vii]
1. Notemos primero cómo, en la retórica de la primera de las Meditaciones, al primer sin embargo que anunciaba la hipérbole «natural» del sueño (cuando Descartes acababa de decir «pero son locos, y yo no sería menos extravagante», etc.) sucede, al comienzo del párrafo siguiente, otro «sin embargo». Al primer «sin embargo», que marca el momento hiperbólico dentro de la duda natural, va a responder un «sin embargo» que marca el momento hiperbólico absoluto que nos hace salir de la duda natural y acceder a la hipótesis del Genio Maligno. Descartes acaba de admitir que la aritmética, la geometría y las nociones primitivas escapaban a la primera duda, y escribe: «Sin embargo, hace mucho que tengo en mi espíritu cierta opinión, a saber, que existe un Dios que lo puede todo [...], etc.». Y ese es el comienzo del muy conocido movimiento que lleva a la ficción del Genio Maligno.
Pero el recurso a la hipótesis del Genio Maligno va a hacer presente, va a convocar la posibilidad de una locura total, de un enloquecimiento total que yo no podría dominar puesto que me es infligido -por hipótesis- y puesto que ya no soy responsable de él; enloquecimiento total, es decir, con una locura que no será ya sólo un desorden del cuerpo, del objeto, del cuerpo-objeto fuera de las fronteras de la res cogitans, fuera de la ciudad civilizada y confiada de la subjetividad pensante, sino con una locura que introducirá la subversión en el campo de las ideas claras y distintas, en el dominio de las verdades matemáticas que escapaban a la duda natural.
Esta vez la locura, la extravagancia no perdona nada, ni la percepción de mi cuerpo, ni las percepciones puramente intelectuales. Y Descartes admite sucesivamente:
a) lo que fingía no admitir cuando conversaba con el no-filósofo. Leo (Descartes acaba de evocar ese «cierto genio maligno, tan astuto y engañador como poderoso»): «Pensaré que el aire, el cielo, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y todas las cosas exteriores que vemos no son sino ilusiones y engaños de los que se sirve para sorprender mi credulidad. Me consideraré a mí mismo como sin manos, sin ojos, sin carne, sin sangre, como falto de todo sentido, pero en la creencia falsa de tener todo esto...». Este motivo se repetirá en la segunda de las Meditaciones. De manera que estamos muy lejos de la despedida que se le daba más arriba a la extravagancia...
b) lo que escapaba a la duda natural: «Puede ser que él [se trata aquí del Dios engañador antes del recurso al Genio Maligno] haya querido que yo me equivoque siempre que hago la suma de dos y tres, o que cuento los lados de un cuadrado, etc.». [viii]
Así, ni las ideas de origen sensible, ni las ideas de origen intelectual estarán al abrigo en esta nueva fase de la duda, y lo que hace un momento era separado bajo el nombre de extravagancia es acogido ahora en la más esencial interioridad del pensamiento.
Se trata de una operación filosófica y jurídica (pero ya lo era la primera fase de la duda), de una operación que no nombra ya la locura y que pone al desnudo posibilidades de derecho. Por derecho, nada se opone a la subversión llamada extravagancia en la primera duda, aunque de hecho, y desde un punto de vista natural, para Descartes, para su lector y para nosotros, no sea posible ninguna inquietud natural en cuanto a esta subversión de hecho. (A decir verdad, para llegar al fondo del asunto, habría que abordar directamente por sí misma la cuestión del hecho y del derecho en las relaciones del Cogito y la locura.) Bajo esa comodidad natural, bajo esa confianza aparentemente pre-filosófica, se oculta el reconocimiento de una verdad de esencia y de derecho: a saber, que el discurso y la comunicación filosóficas (es decir, el lenguaje mismo), si han de tener un sentido inteligible, es decir, si han de conformarse a su esencia y vocación de discurso, tienen que escapar de hecho, y simultáneamente de derecho, a la locura. Tienen que llevar en ellos mismos la normalidad. Y esto no es un desfallecimiento cartesiano (aunque Descartes no aborda la cuestión de su propio lenguaje), [ix] no es una tara o una mistificación ligada a una estructura histórica determinada; es una necesidad de esencia universal a la que ningún discurso puede escapar porque pertenece al sentido del sentido. Es una necesidad de esencia a la que ningún discurso puede escapar, ni siquiera el que denuncia una mistificación o un golpe de fuerza. Y paradójicamente, esto que digo aquí es estrictamente foucaultiano. Pues ahora nos damos cuenta de la profundidad de esta afirmación de Foucault que curiosamente salva también a Descartes de las acusaciones lanzadas contra él. Dice Foucault: «La locura es la ausencia de obra». Es una nota básica en su libro. Pero la obra comienza con el discurso más elemental, con la primera articulación de un sentido, con la frase, con el primer esbozo sintáctico de un «como tal», [x] puesto que hacer una frase es manifestar un sentido posible. La frase es por esencia normal. Lleva en sí la normalidad, es decir, el sentido, en todos los sentidos de la palabra, en particular el de Descartes. La frase lleva en sí la normalidad y el sentido, cualquiera que sea por otra parte el estado, la salud o la locura del que la profiera, o por quien aquélla pase, y sobre quien, en quien se articule. En su sintaxis más pobre, el logos es la razón, y una razón ya histórica. Y si la locura es, en general, por encima de cualquier estructura fáctica y determinada, la ausencia de obra, entonces la locura es efectivamente por esencia y en general el silencio, la palabra cortada, en una cesura y una herida que encentan realmente la vida como historicidad en general. Silencio no determinado, no impuesto en tal momento antes que en tal otro, sino ligado esencialmente a un golpe de fuerza, a una prohibición que inauguran la historia y el habla. En general. Es, en la dimensión de la historicidad en general, que no se confunde ni con una eternidad ahistórica, ni con algún momento empíricamente determinado de la historia de los hechos, la parte de silencio irreductible que lleva y encanta el lenguaje; sólo fuera de ésta y sólo en contra de ésta puede surgir el lenguaje; designando aquí «contra» a la vez el fondo contra el que se levanta la forma por fuerza y el adversario contra el que me afirmo y me aseguro por fuerza. Aunque el silencio de la locura sea la ausencia de obra, no es el simple exergo de la obra, no queda al margen como entrada para el lenguaje y el sentido. Es también el límite y el recurso de éstos, como el no-sentido. Claro está, al esencializar de esta manera la locura, se corre el riesgo de disolver su determinación de hecho en el trabajo psiquiátrico. Es una amenaza permanente, pero que no tendría que desanimar al psiquiatra exigente y paciente.
De tal forma que, por volver a Descartes, todo filósofo, todo sujeto hablante (y el filósofo no es sino el sujeto hablante por excelencia) que tenga que evocar la locura en el interior del pensamiento (y no sólo del cuerpo o de alguna instancia extrínseca) sólo puede hacerlo en la dimensión de la posibilidad y en el lenguaje de la ficción o en la ficción del lenguaje. Por eso mismo se reafirma en su lenguaje contra la locura de hecho -que puede a veces parecer muy parlanchina, pero eso es otro asunto-, toma sus distancias, la distancia indispensable para poder seguir hablando y viviendo. Pero no hay ahí un desfallecimiento o una búsqueda de seguridad propia de tal o cual lenguaje histórico (por ejemplo, la búsqueda de la «certeza» en el estilo cartesiano), sino propia de la esencia y el proyecto mismo de todo lenguaje en general; e incluso del de los más locos aparentemente. E incluso de aquellos que, mediante el elogio de la locura, mediante la complicidad con la locura, se miden con lo más próximo a la locura. Como el lenguaje es la ruptura misma con la locura, estará más de acuerdo con su propia esencia y con su vocación, romperá todavía mejor con la locura, si se mide con ella más libremente y se le aproxima más: hasta no estar ya separado de ella más que por la «hoja transparente» de que habla Joyce, por sí mismo, pues esta diafanidad no es ninguna otra cosa sino el lenguaje, el sentido, la posibilidad y la discreción elemental de una nada que lo neutraliza todo. En este sentido, estaría tentado por considerar el libro de Foucault como un potente gesto de protección y de encierro. Un gesto cartesiano para el siglo XX. Una recuperación de la negatividad. Aparentemente, lo que él encierra a su vez es la razón, pero, como ya hizo Descartes, es la razón de ayer la que elige como blanco, y no la posibilidad del sentido en general.
2. En cuanto a la segunda verdad que Foucault habría podido oponernos, también parece que sólo vale para la fase natural de la duda. No sólo no echa fuera Descartes a la locura en la fase de la duda radical, no sólo instala su posibilidad amenazante en el corazón de lo inteligible, sino que no permite que se le escape a dicha duda, de derecho, ningún conocimiento determinado. En cuanto que amenaza al conocimiento en su conjunto, la extravagancia -la hipótesis de la extravagancia- no es una modificación interna de aquél. Así pues, en ningún momento podrá el conocimiento por sí solo dominar la locura y controlarla, es decir, objetivarla. A1 menos hasta que no se levante la duda. Pues el final de la duda plantea un problema que vamos a volver a encontrar en un instante.
El acto del Cogito y la certeza de existir escapan bien, por primera vez, a la locura; pero además de que no se trata ya ahí, por primera vez, de un conocimiento objetivo y representativo, no se puede ya decir literalmente que el Cogito escape a la locura porque se mantenga fuera de su alcance, o porque, como dice Foucault, «yo que pienso, no puedo estar loco», sino porque en su instante, en su instancia propia, el acto del Cogito vale incluso si estoy loco, incluso si mi pensamiento está loco de parte a parte. Hay un valor y un sentido del Cogito así como de la existencia que escapan a la alternativa de una locura y una razón determinadas. Ante la experiencia aguda del Cogito, la extravagancia, como dice el Discurso del método, queda irreme¬diablemente del lado del escepticismo. El pensamiento, entonces, no le teme a la locura: «Las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverlo» (Discurso del método, IV parte). La certeza alcanzada de esta manera no está al abrigo de una locura encerrada, se la alcanza y se la asegura en la locura. Es válida incluso si estoy loco. Suprema seguridad que parece no requerir ni exclusión ni elusión. Descartes no encierra jamás a la locura, ni en la etapa de la duda natural ni en la etapa de la duda metafísica. Simplemente simula que la excluye en la primera fase de la primera etapa, en el momento no-hiperbólico de la duda natural.
La audacia hiperbólica del Cogito cartesiano, su loca audacia, que quizás no comprendemos ya muy bien como audacia porque, a diferencia del contemporáneo de Descartes, estamos demasiado confiados, demasiado rendidos a su esquema más que a su experiencia aguda, consiste, pues, en retornar hacia un punto originario que no pertenece ya a la pareja de una razón y una sinrazón determinadas, a su oposición o a su alternativa. Esté loco o no, Cogito, sum. En todos los sentidos de la palabra, la locura no es, pues, más que un caso del pensamiento (en el pensamiento). Se trata entonces de retroceder hacia un punto en el que puede aparecer cualquier contradicción determinada bajo la forma de tal estructura histórica de hecho, y aparecer como relativa a ese punto-cero en el que el sentido y el sin-sentido determinados se unen en su origen común. De ese punto-cero, determinado como Cogito por Descartes, se podría decir, desde el punto de vista que asumimos en este momento, lo siguiente.
Invulnerable a toda contradicción determinada entre razón y sinrazón, es el punto a partir del cual puede aparecer como tal, y llegar a expresarse, la historia de las formas determinadas de esta contradicción, de este diálogo entablado o roto. Es el punto de certeza inencentable en que se enraíza la posibilidad del relato foucaultiano, como también el relato de la totalidad, o más bien de todas las formas determinadas de intercambios entre razón y locura. Es el punto [xi] en el que se enraíza el proyecto de pensar la totalidad escapando a ésta. Escapando a ésta, es decir, excediendo la totalidad, lo cual sólo es posible -dentro de lo que existe- hacia el infinito o la nada: incluso si la totalidad del mundo no existe, incluso si el sin-sentido ha invadido la totali¬dad del mundo, incluido el contenido de mi pensamiento, pienso, existo mientras que pienso. Incluso si no accedo aquí de hecho a la totalidad, si no la comprendo ni la abrazo de hecho, formulo un proyecto como ese, y este proyecto tiene un sentido tal que no se define más que con respecto a una precomprensión de la totalidad infinita e indeterminada. Por eso, en ese exceso de lo posible, del derecho y del sentido sobre lo real, el hecho y lo existente, este proyecto es loco y reconoce la locura como su libertad y su propia posibilidad. Por eso no es humano en el sentido de la facticidad antropológica sino realmente metafísico y demoníaco; se reconoce en primer lugar en su guerra con el demonio, con el Genio Maligno del sin-sentido, y se mide con su altura, le resiste a aquél reduciendo en sí mismo al hombre natural. En este sentido, nada es menos tranquilizador que el cogito en su momento inaugural y propio. Este proyecto de exceder la totalidad del mundo, como totalidad de lo que puedo pensar en general, no es más tranquilizador que la dialéctica de Sócrates cuando ésta desborda también la totalidad de lo que existe al situarnos a la luz de un sol oculto que está epékeina tes ousías. Y Glaucón no andaba errado cuando exclamaba entonces: «Dios mío, ¡qué demoníaca hipérbole! “daimonías hyperboles”», que se traduce con bastante vaguedad como «maravillosa trascendencia». Esta hipérbole demoníaca va más lejos que la hybris, al menos si ésta se ve sólo como la modificación patológica del ente llamado hombre. Una hybris como esa se mantiene en el interior del mundo. Implica, suponiendo que sea alteración y desmesura, la alteración y la desmesura fundamental de la hipérbole que abre y funda el mundo como tal al excederlo. La hybris no es excesiva y excedente más que dentro del espacio abierto por la hipérbole demoníaca.
En la medida en que, en la duda y en el Cogito cartesiano, despunta este proyecto de un exceso inaudito y singular, de un exceso hacia lo no-determinado, hacia la Nada o lo Infinito, de un exceso que desborda la totalidad de lo que se puede pensar, la totalidad de lo existente y del sentido determinados, la totalidad de la historia de hecho, en esa medida, toda empresa que se esfuerce en reducirlo, en encerrarlo en una estructura histórica determinada, por comprensiva que sea, corre el riesgo de dejar perder lo esencial, de embotar su mismo despuntar. Aquella empresa corre el riesgo de hacerle violencia a su vez a este proyecto (pues hay también violencia frente a los racionalistas y frente al sentido, al buen sentido; y es eso, en definitiva, lo que enseña Foucault, pues las víctimas de las que nos habla son siempre los portadores del sentido, los verdaderos portadores del verdadero y buen sentido disimulado, oprimido por el «buen sentido» determinado, el de la «partición», el que no se reparte suficientemente y se determina demasiado deprisa), aquella empresa corre el riesgo de hacerle violencia a este proyecto, y una violencia de estilo totalitario e historicista que pierde el sentido y el origen del sentido. [xii] Entiendo «totalitario» en el sentido estructuralista de la palabra, pero no estoy seguro de que los dos sentidos de la palabra no se aludan el uno al otro en la historia. El totalitarismo estructuralista ejercería aquí un acto de encierro del Cogito que sería del mismo tipo que el de las violencias de la época clásica. No digo que el libro de Foucault sea totalitario, puesto que plantea al menos al principio la cuestión del origen de la historicidad en general, liberándose así del historicismo: digo que corre ese riesgo a veces al llevar a cabo su proyecto. Entendámonos bien: cuando digo que hacer entrar en el mundo lo que no está en él y que el mundo supone, cuando digo que el «compelle intrare» (exergo del capítulo sobre «el gran encierro») se convierte en la violencia misma cuando se vuelve hacia la hipérbole para hacerla entrar en el mundo, cuando digo que esta reducción a la intramundanidad es el origen y el sentido mismo de lo que se llama violencia y hace posibles, después, todas las camisas de fuerza, no estoy apelando a otro mundo, a alguna coartada o trascendencia evasiva. Con eso estaríamos ante otra posibilidad de violencia, frecuentemente cómplice de la primera, por otra parte.
Creo, pues, que se puede reducir todo a una totalidad histórica determinada (en Descartes) salvo el proyecto hiperbólico. Pero este proyecto queda del lado del relato que relata y no del relato relatado de Foucault. Y no se deja contar, no se deja objetivar como acontecimiento en su historia determinante.
Comprendo bien que, en el movimiento que se llama el Cogito cartesiano, esta punta hiperbólica que tendría que ser, como toda locura pura en general, silenciosa, no es lo único. Una vez alcanzada esa punta, Descartes intenta reafirmarse, garantizar el Cogito mismo en Dios, identificar el acto del Cogito con el acto de una razón razonable. Y lo hace desde el momento que profiere y refleja el Cogito. Es decir, desde el momento en que tiene que temporalizar el Cogito, que en sí mismo no vale más que en el instante de la intuición, del pensamiento atento a él mismo, en ese punto o esa punta del instante. Es a ese lazo entre el Cogito y el movimiento de la temporalización a lo que habría que estar atento aquí. Pues si el Cogito vale incluso para el loco más loco, hace falta no estar loco de hecho para reflejarlo, retenerlo, comunicarlo, comunicar su sentido. Y es aquí, con Dios y con una cierta memoria, [xiii] donde comenzarían el «desfallecimiento» y la crisis esenciales. Y aquí comenzaría el repatriamiento precipitado de la errancia hiperbólica y loca que viene a abrigarse, a reafirmarse en el orden de las razones para volver a tomar posesión de las verdades abandonadas. Al menos en el texto de Descartes, el encierro se produce en este momento. Es aquí donde la errancia hiperbólica y loca se convierte en itinerario y método, camino «seguro» y «resuelto» sobre nuestro mundo existente que Dios nos ha dado como tierra firme. Pues es sólo Dios quien, finalmente, al permitirme salir de un Cogito que siempre puede persistir en su momento propio, como una locura silenciosa, es sólo Dios quien garantiza mis representaciones y mis determinaciones cognitivas, es decir, mi discurso contra la locura. Pues no hay ninguna duda de que para Descartes, es sólo Dios [xiv] quien me protege contra una locura a la que el Cogito en su instancia propia no podría sino abrirse de la manera más hospitalaria. Y la lectura de Foucault me parece fuerte e iluminadora no en la etapa del texto que cita, y que es anterior e inferior al Cogito, sino a partir del momento que sucede inmediatamente a la experiencia instantánea del Cogito en su punta más aguda, en la que razón y locura no se han separado todavía, cuando tomar el partido del Cogito no es tomar el partido de la razón como orden razonable, ni el del desorden y la locura, sino recuperar la fuente a partir de la cual pueden determinarse y decirse la razón y la locura. La interpretación de Foucault me parece iluminadora a partir del momento en que el Cogito tiene que reflejarse y proferirse en un discurso filosófico organizado. Es decir, casi todo el tiempo. Pues si el Cogito vale incluso para el loco, estar loco -si, una vez más, esta expresión tiene un sentido filosófico unívoco, cosa que no creo: simplemente significa lo otro de cada forma determinada del logos- es no poder reflejar y decir el Cogito, es decir, hacerlo aparecer como tal para otro; otro que puede ser yo mismo. A partir del momento en que Descartes enuncia el Cogito, lo inscribe en un sistema de deducciones y protecciones que traicionan su fuente viva y constriñen la errancia propia del Cogito para eludir el error. En el fondo, al mantener en silencio el problema de habla que plantea el Cogito, Descartes parece sobreentender que pensar y decir lo claro y lo distinto es lo mismo. Se puede decir lo que se piensa y qué se piensa sin traicionarlo. De manera análoga -sólo análoga- san Anselmo veía en el insipiens, en el insensato, a alguien que no pensaba porque no podía pensarlo que decía. La locura era también para él un silencio el silencio charlatán de un pensamiento que no pensaba sus palabras. Este es también un punto sobre el que habría que extenderse más largamente. En todo caso, el Cogito es obra desde el momento en que se reafirma en su decir. Pero es locura antes de la obra. El loco, si bien podía recusar al Genio Maligno, en todo caso no podría decírselo a sí mismo. Así pues, no puede decirlo. En todo caso, Foucault tiene razón en la medida en que el proyecto de constreñir la errancia animaba ya una duda que se había pro¬puesto siempre como metódica. Esta identificación del Cogito y de la razón razonable -normal- no tiene necesidad de esperar -de hecho, si no de derecho- las pruebas de la existencia de un Dios veraz como supremo parapeto. Esta identificación intervie¬ne desde el momento en que Descartes determina la luz natural (que en su fuente indeterminada tendría que valer incluso para los locos), en el momento en que se aleja de la locura al determi¬nar la luz natural por medio de una serie de principios y axio-mas (axioma de causalidad según el cual tiene que haber al menos tanta realidad en la causa como en el efecto; después, una vez que este axioma haya permitido probar la existencia de Dios, el axioma de «la luz natural que nos enseña que el engaño depende necesariamente de algún defecto» probará la veracidad divina). Estos axiomas, cuya determinación es dogmática, escapan a la duda, incluso no están nunca sometidos a ésta, sólo son fundados de vuelta a partir de la existencia y de la veracidad de Dios. De ahí que caigan bajo el peso de una historia del conocimiento y de las estructuras determinadas de la filosofía. Por eso, el acto del Cogito en el momento hiperbólico en que se mide con la locura, o más bien se deja medir por ésta, ese acto debe ser repetido y distinguido del lenguaje o del sistema deductivo en el que Descartes tiene que inscribirlo desde el momento en que lo propone a la inteligibilidad y a la comunicación, es decir, desde que lo refleja para el otro, lo cual significa para sí. Es en esa relación con el otro como otro sí mismo cómo se reafirma el sentido contra la locura y el sin-sentido... Y la filosofía es, quizás, esa seguridad que se adquiere en la mayor proximidad de la locura contra la angustia de estar loco. Se podría llamar patético a ese momento silencioso y específico. En cuanto al funcionamiento de la hipérbole en la estructura del discurso de Descartes y en el orden de las razones, nuestra lectura está, pues, a pesar de las apariencias, de acuerdo con la de Foucault. Es realmente Descartes -y todo lo que se indica bajo ese nombre-, es realmente el sistema de la certeza el que tiene, en primer lugar, como función, la de controlar, dominar, limitar la hipérbole, determinándola en el éter de una razón natural cuyos axiomas están sustraídos desde el principio a la duda hiperbólica, y convirtiendo su instancia en un punto de paso que se mantiene sólidamente en la cadena de las razones. Pero pensamos que ese movimiento sólo se puede describir en su lugar y su momento propios si previamente se ha despejado la punta de la hipérbole, cosa que, al parecer, no ha hecho Foucault. ¿No se deja repetir el Cogito cartesiano, hasta un cierto punto, por el Cogito husserliano y por la crítica de Descartes que aquél implica, en el momento, tan fugitivo y por esencia inaprehensible, en que sigue escapándose del orden lineal de las razones, del orden de la razón en general y de las determinaciones de la luz natural?
Esto sólo sería un ejemplo, pues un día se descubrirá cuál es el suelo dogmático e históricamente determinado -el nuestro- sobre el que han tenido que apoyarse la crítica del deductivismo cartesiano, el vuelo y la locura de la reducción husserliana de la totalidad del mundo, y decaer después para poder decirse. Se podrá volver a hacer con Husserl lo que Foucault ha hecho con Descartes: mostrar cómo la neutralización del mundo fáctico es una neutralización (en el sentido que neutralizar es también dominar, reducir, dejar libre en una camisa de fuerza), una neutralización del sin-sentido, la forma más sutil de un golpe de fuerza. Y verdaderamente, Husserl asociaba cada vez más el tema de la normalidad y el de la reducción trascendental. El enraizamiento de la fenomenología trascendental en la metafísica de la presencia, toda la temática husserliana del presente viviente es la seguridad profunda del sentido en su certeza.
Al separar, en el Cogito, por una parte la hipérbole (de la que digo que no se la puede encerrar en una estructura histórica de hecho y determinada, pues es proyecto de exceder toda totalidad finita y determinada) y por otra parte aquello que en la filosofía de Descartes (o también en la que sostiene el Cogito agustiniano o el Cogito husserliano) forma parte de una estructura histórica de hecho, no me estoy proponiendo separar en cada filosofía el grano bueno de la cizaña en nombre de cierta philosophia perennis. Es, incluso, exactamente lo contrario. Se trata de dar cuenta de la historicidad misma de la filosofía. Creo que la historicidad en general sería imposible sin una historia de la filosofía y creo que ésta sería imposible a su vez si no hubiese más que hipérbole, por una parte, o si no hubiese, por otra parte, más que estructuras históricas determinadas, Weltanschauungen finitas. La historicidad propia de la filosofía tiene su lugar y se constituye en ese pasaje, en ese diálogo entre la hipérbole y la estructura finita, entre el exceso sobre la totalidad y la totalidad cerrada, en la diferencia entre la historia y la historicidad; es decir, en el lugar, o más bien el momento, en que el Cogito y todo lo que éste simboliza aquí (locura, desmesura, hipérbole, etc.) se dicen, se reafirman y decaen, se olvidan, de forma necesaria, hasta su reactivación, su despertar en otra ocasión de decir el exceso, que más tarde será también otra decadencia y otra crisis. Desde el primer aliento, el habla, sometida a este ritmo temporal de crisis y despertar, sólo puede abrir su espacio de habla en cuanto que encierra a la locura. Este ritmo, por otra parte, no es una alternancia, que sería, además, de carácter temporal. Es el movimiento de la temporalización misma en lo que la une al movimiento del logos. Pero esta liberación violenta del habla ni es posible ni puede proseguirse, a no ser en la medida en que se conserva, en que es la huella de ese gesto de violencia originaria, y en la medida en que se mantiene, resueltamente, en consciencia, en la mayor proximidad del abuso que es el uso de la palabra, justo lo bastante cerca para decir la violencia, para dialogar consigo misma como violencia irreductible, justo lo bastante lejos para vivir, y vivir como palabra. Se nota en eso que la crisis o el olvido no es quizás el lado accidental sino el destino de la filosofía hablante, que no puede vivir más que encerrando a la locura, pero que moriría como pensamiento y bajo una violencia aún peor, si a cada instante una nueva palabra, aun encerrando en ella misma, en su presente, al loco del momento, no liberase a la antigua locura. Es sólo gracias a esta opresión de la locura como puede reinar un pensamiento-finito, es decir, una historia. Sin atenerse a un momento histórico determinado, sino extendiendo esta verdad a la historicidad en general, se podría decir que el reino de un pensamiento-finito sólo puede establecerse sobre la base del encierro y la humillación y el encadenamiento y la irrisión más o menos disimulada del loco que hay en nosotros de un loco que sólo puede ser el loco de un logos, como padre, como señor, como rey.
Pero eso es otro tema y otra historia. Concluiré citando de nuevo a Foucault. Mucho después del pasaje sobre Descartes, unas trescientas páginas más adelante, Foucault escribe, susurrando un remordimiento, como anuncio de El sobrino de Rameau: «En el momento en que la duda arrostraba sus mayores peligros, Descartes tomaba consciencia de que no podía estar loco -aunque reconoció aún durante mucho tiempo que todas las potencias de la sin-razón, y hasta el Genio Maligno, rondaban alrededor de su pensamiento». Lo que hemos intentado hacer es instalarnos en el hueco de ese remordimiento, remordimiento de Foucault, remordimiento de Descartes según Foucault; en el espacio de ese «aunque reconoció aún durante mucho tiempo...», hemos intentado no apagar esa otra luz, esa luz negra y tan poco natural: el rondar las «potencias de la sin-razón» alrededor del Cogito. Hemos intentado desquitarnos frente al gesto mediante el que Descartes mismo se desquita respecto a las potencias amenazadoras de la locura como origen adverso de la filosofía.
Entre todos los motivos para mi reconocimiento a Foucault, está, pues, también el de haberme hecho presentir mejor, mejor por su libro monumental que por la lectura ingenua de las Meditaciones, hasta qué punto el acto filosófico no podía ya no ser en adelante cartesiano, no podía ya no mantener en su memoria el cartesianismo, si es que ser cartesiano es, como sin duda entendía el propio Descartes, querer ser cartesiano. Es decir, como al menos he intentado mostrar, querer-decir-la-hipérbole-demoníaca a partir de la cual el pensamiento se revela a sí mismo, se asusta de sí mismo y se reafirma en lo más alto de sí mismo contra su anulación o su naufragio en la locura y en la muerte. En lo más alto de él mismo, la hipérbole, la apertura absoluta, el gasto a-económico se recupera siempre, y se sorprende, en una economía. La relación entre la razón, la locura y la muerte es una economía, una estructura de diferancia cuya irreductible originalidad hay que respetar. Este querer-decir-la-hipérbole-demoníaca no es un querer entre otros; no es un querer que se completaría ocasional y eventualmente mediante el decir, como mediante el objeto, el complemento objetivo de una subjetividad voluntaria. Este querer decir, que no es tampoco el antagonista del silencio sino realmente su condición, es la originaria profundidad de todo querer en general. Nada, por otra parte, sería más incapaz de recobrar ese querer que un voluntarismo, pues ese querer, como finitud y como historia, es también una pasión primera. Guarda en él la huella de una violencia. Se escribe más que se dice, se economiza. La economía de esta escritura es una relación ajustada entre lo excedente y la totalidad excedida; la diferancia del exceso absoluto.
Definir la filosofía como querer-decir-la-hipérbole es confesar -y la filosofía es quizás esa gigantesca confesión- que, en lo históricamente dicho, con lo que la filosofía se sosiega y excluye la locura, aquélla se traiciona a sí misma (o se traiciona como pensamiento), entra en una crisis y en un olvido de sí que son un período esencial y necesario de su movimiento. Sólo hago filosofía en el terror, pero en el terror confesado de estar loco. La confesión es a la vez, en su estar presente, olvido y desvelamiento, protección y exposición: economía.
Pero esta crisis en la que la razón está más loca que la locura -pues es sin-sentido y olvido- y en que la locura es más racional que la razón, pues está más cerca de la fuente viva aunque silenciosa o murmuradora del sentido, esta crisis ha empezado ya desde siempre, y es interminable. Baste decir que si es clásica, no lo es quizás en el sentido de la época clásica, sino en el sentido de lo clásico esencial y eterno, aunque histórico en un sentido insólito.
Y en ninguna parte, y nunca, quizás, ha podido enriquecerse y reunir todas sus virtualidades y también la energía de su sentido, el concepto de crisis, tanto, como a partir del libro de Michel Foucault. Aquí la crisis es, por una parte, en el sentido husserliano, el peligro que amenaza a la razón y el sentido bajo la forma del objetivismo, del olvido de los orígenes, del redescubrimiento mediante el propio desvelamiento racionalista y trascendental. Peligro como movimiento de la razón amenazada por su propia seguridad, etc.
La crisis es también la decisión, la cesura de la que habla Foucault, la decisión en el sentido de krinein, de la elección y la partición entre los dos caminos separados por Parménides en su poema, el camino del logos y el no-camino, el laberinto, el «palintropo» donde se pierde el logos; el camino del sentido y el del sin-sentido; del ser y del no-ser. Partición a partir de la cual, después de la cual, el logos, en la violencia necesaria de su irrupción, se separa de sí como locura, se exila y olvida su origen y su propia posibilidad. Eso que se llama la finitud, ¿no será la posibilidad como crisis? ¿Una cierta identidad de la consciencia de la crisis y del olvido de la crisis? ¿Del pensamiento de la negatividad y de la reducción de la negatividad?
Finalmente, crisis de razón, acceso a la razón y acceso de razón. Pues lo que Foucault nos enseña a pensar es que existen crisis de razón extrañamente cómplices de lo que el mundo llama crisis de locura.
Jacques Derrida




i] Con la excepción de algunas notas y de un breve pasaje (entre corchetes), este estudio reproduce una conferencia pronunciada el 4 de marzo de 1963 en el College Philosophique. Cuando nos propuso publicarlo en la Revue de Métapysique et de Morale, el Sr. Jean Wahl quiso aceptar que este texto conservase su primera forma, que fue la de la palabra viva, con sus exigencias y sobre todo con sus desfallecimientos típicos: si ya en general, según la expresión del Fedro, lo escrito, privado de «la ayuda de su padre», «ídolo» frágil y caído del «discurso vivo y animado», no puede nunca «auxiliarse a sí mismo», ¿no estará más expuesto y más desasistido que nunca cuando, al simular la improvisación de la palabra hablada, tiene que prescindir hasta de los recursos y los juegos del estilo?
[ii] Michel Foucault, Folie et Déraison, Histoire de la folie à l’âge classique, Plon, 1961. (Trad. esp. Historia de la locura en la época clásica, FCE, 1967.)
[iii] En la Traumdeutung (cap. II, 1), a propósito de la conexión entre el sueño y la expresión verbal, Freud recuerda esta observación de Ferenczi: toda lengua tiene su lengua onírica. El contenido latente de un sueño (y de una conducta o una consciencia en general) sólo puede ponerse en comunicación con el contenido manifiesto a través de la unidad de una lengua de una lengua, en consecuencia, que el analista debe hablar lo mejor posible. (Cf. sobre este tema, D. Lagache, «Sur le polyglottisme dans l’analyse», en La Psychanalyse, t. I, 1956.) Lo mejor posible: como el progreso en el conocimiento y en la práctica de una lengua está por naturaleza abierto al infinito (primeramente a causa de la equivocidad originaria y esencial del significante en el lenguaje, al menos el de la «vida cotidiana», a causa de su indeterminación y de su espacio de juego, que precisamente libera la diferencia entre lo oculto y lo declarado; después, a causa de la esencial y original comunicación de las diferentes lenguas entre sí a través de la historia; finalmente, a causa del juego, de la relación consigo misma o de la «sedimentación» de cada lengua), ¿no será el análisis por principio o irreductiblemente, inseguro o insuficiente? Y el historiador de la filosofía, cualesquiera que sean su método y su proyecto, ¿no se ve enfrentado a las mismas amenazas? Sobre todo si se tiene en cuenta un cierto enraizamiento del lenguaje filosófico en el lenguaje no-filosófico.
[iv] Lo que Foucault no podía dejar de experimentar, y volveremos a eso en un instante, es que toda historia no puede ser, en última instancia, sino historia del sentido, es decir, de la Razón en general. Lo que no podía dejar de experimentar es que la significación más general de una dificultad que él le atribuye a la «experiencia clásica» es válida realmente más allá de la «época clásica». Cf. por ejemplo, p. 628: «Y cuando, persiguiéndola hasta su más retirada esencia, se trataba de cercarla en su última estructura, para formularla no se descubría sino el lenguaje mismo de la razón desplegado en la impecable lógica del delirio, y aquello mismo que la hacía accesible, la esquivaba como locura». El lenguaje mismo de la razón... pero ¿qué es un lenguaje que no lo sea de la razón en general? Y si sólo hay historia de la racionalidad y del sentido en general, eso quiere decir que el lenguaje filosófico, desde el momento en que habla, recupera la negatividad -o la olvida, que es lo mismo- incluso cuando pretende confesarla, reconocerla. De forma todavía más segura, quizás, en ese caso. La historia de la verdad es, pues, la historia de esta economía de lo negativo. Así pues, hace falta, ha llegado el momento quizás de volver a lo «histórico en un sentido radicalmente opuesto al de la filosofía clásica: no para desconocer, sino, esta vez, para confesar -en silencio- la negatividad. Es ésta, y no la verdad positiva, la que constituye el fondo no histórico de la historia. Se trataría entonces de una negatividad tan negativa que ni siquiera se la podría llamar así. La negatividad ha sido determinada siempre por la dialéctica -es decir, por la metafísica- como trabajo al servicio de la constitución del sentido. Confesar la negatividad en silencio es acceder a una disociación de tipo no clásico entre el pensamiento y el lenguaje. Y quizás entre el pensamiento y la filosofía como discurso; sabiendo que este cisma sólo puede decirse, borrándose en ella, en la filosofía.
[v] Cf. también, por ejemplo, Banquete, 217e/218b, Fedro, 244bc/245a/249/265a ss., Teeteto, 257e, El sofista, 228d, 229a, Timeo, 86b, República, 382c, Leyes X, 888a.
[vi] La locura, tema o índice: lo significativo es que Descartes no habla nunca de la locura misma en este texto. No es su tema. La trata como un índice para una cuestión de derecho y de valor epistemológico. Eso es quizás, se podrá decir, una señal de que se la excluye profundamente. Pero este silencio acerca de la locura misma significa simultáneamente lo contrario de la exclusión, puesto que en este texto no se trata de la locura, puesto que no es su tema, ni siquiera para excluirla. No es en las Meditaciones donde Descartes habla de la locura misma.
[vii] Habría que precisar, para subrayar esta vulnerabilidad y hacer notar la mayor dificultad, que las expresiones «falta de los sentidos y del cuerpo» o «error del cuerpo» no tendrían ninguna significación para Descartes. No hay error del cuerpo, particularmente en la enfermedad: la ictericia o la melancolía no son más que las ocasiones de un error que surgirá sólo con el consentimiento o la afirmación de la voluntad en el juicio, cuando «juzgamos que todo es amarillo» o cuando «consideramos como realidades los fantasmas de nuestra imaginación enferma» (Regla XII. Descartes insiste mucho en esto: la experiencia sensible o imaginativa más anormal, considerada en sí misma, en su nivel y en su momento específico, no nos engaña nunca; no engaña nunca al entendimiento, «si éste únicamente intuye de modo preciso la cosa que le es objeto, en tanto que tiene esa intuición, o en sí mismo o en la imaginación, y si además no juzga que la imaginación ofrece fielmente los objetos de los sentidos, ni que los sentidos revisten las verdaderas figuras de las cosas, ni finalmente que las cosas exteriores son siempre tales como aparecen»).
[viii] Se trata aquí del orden de las razones que se sigue en las Meditaciones. Se sabe que en el Discursa del Método (4.a parte) la duda afecta de forma muy inicial a «las más simples cuestiones de geometría», en las que los hombres, a veces, «caen en paralogismos».
[ix] Como Leibniz, Descartes confía en e1 lenguaje «científico» o «filosófico», que no es necesariamente el que se enseña en las escuelas (Regla III) y que hay que distinguir cuidadosamente de los «términos del lenguaje ordinario», que lo único que hacen es «engañarnos» (Meditaciones, II).
[x] Es decir, desde que, más o menos implícitamente, apela al ser (incluso antes de su determinación en esencia y existencia); lo cual sólo puede significar dejarse apelar por el ser. El ser no sería lo que es si la palabra lo precediese o apelase a él simplemente. El último parapeto del lenguaje es el sentido del ser.
[xi] Se trata menos de un punto que de una originariedad temporal en general.
[xii] Corre el riesgo de borrar el exceso mediante el que toda filosofía (del sentido) se pone en relación, en alguna zona de su discurso, con el desfondamiento del sin-sentido.
[xiii] En el penúltimo párrafo de la sexta de las Meditaciones, el tema de la normalidad se pone en comunicación con el de la memoria, en el momento en que ésta, por otra parte, queda garantizada por medio de la Razón absoluta como «veracidad divina», etc.
Planteado de un modo general, ¿no significa la garantía del recuerdo de las evidencias mediante Dios, que sólo la infinidad positiva de la razón divina puede reconciliar absolutamente la temporalidad y la verdad? Sólo en el infinito, más allá de las determinaciones, de las negaciones, de las «exclusiones» y de los «encierros», se produce esta reconciliación del tiempo y del pensamiento (de la verdad), que era, según Hegel, la tarea de la filosofía desde el siglo XIX, mientras que el proyecto de los racionalismos llamados «cartesianos» habría sido la reconciliación entre el pensamiento y la extensión. El que la infinidad divina sea el lugar, la condición, el nombre o el horizonte de estas dos reconciliaciones, es algo que no ha discutido nunca ningún metafísico, ni Hegel ni la mayor parte de quienes, como Husserl, han pretendido pensar y nombrar la temporalidad o la historicidad esenciales de la verdad y el sentido. Para Descartes, la crisis de la que estamos hablando tendría finalmente su origen intrínseco (es decir, en este caso, intelectual) en el tiempo mismo como ausencia de conexión necesaria entre las partes, como contingencia y discontinuidad del paso entre los instantes; lo cual supone que aquí seguimos todas las interpretaciones que se oponen a la de Laporte, a propósito del papel del instante en la filosofía de Descartes. Sólo la creación continua, que aúna la conservación y la creación, las cuales «no difieren más que en relación a nuestra manera de pensar», reconcilia en última instancia la temporalidad y la verdad. Es Dios el que excluye la locura y la crisis, es decir, las «comprende» en la presencia que resume la huella y la diferencia. Lo cual viene a significar que la crisis, la anomalía, la negatividad, etc., son irreductibles en la experiencia de la finitud o de un momento finito, de una determinación de la razón absoluta, o de la razón en general. Querer negarlo y pretender asegurar la positividad (de lo verdadero, del sentido, de la norma, etc.) fuera del horizonte de esta razón infinita (de la razón en general y más allá de sus determinaciones) es querer borrar la negatividad, olvidar la finitud en el mismo momento en que se pretendería denunciar como una mistificación el teologismo de los grandes racionalismos clásicos.
[xiv] Pero Dios es el otro nombre de lo absoluto de la razón misma, de la razón y del sentido en general. Y ¿qué es lo que podría excluir, reducir o, lo que viene a ser lo mismo, comprender absolutamente la locura, sino la razón en general, la razón absoluta y sin determinación, cuyo otro nombre para los racionalistas clásicos es Dios? No se les puede acusar a aquellos, individuos o sociedades que han recurrido a Dios contra la locura, el hecho de que aspiren a ponerse al abrigo, a asegurar parapetos, fronteras de asilos, a no ser que se tenga ese abrigo por un abrigo finito, en el mundo, a no ser que se tenga a Dios por un tercero o una potencia finita, es decir, a no ser equivocándose; equivocándose no acerca del contenido y la finalidad efectiva de este gesto en la historia, sino acerca de la especificidad filosófica del pensamiento y del nombre de Dios. Si la filosofía ha tenido lugar -cosa que siempre puede someterse a discusión- es sólo en la medida en que ha concebido el proyecto de pensar más allá del abrigo finito. Cuando se describe la constitución histórica de estos parapetos finitos, en e1 movimiento de los individuos, de las sociedades y de todas las totalidades finitas en general, en el límite puede describirse todo .y se trata de una tarea legítima, inmensa, necesaria- salvo el proyecto filosófico mismo. Y salvo e1 proyecto de esa descripción a su vez. No se puede pretender que el proyecto filosófico de los racionalismos infinitistas ha servido de instrumento o de coartada a una violencia histórico-político-social finita (de lo cual, por otra parte, no cabe ninguna duda), sin tener primeramente que reconocer y respetar el sentido intencional de este proyecto mismo. Ahora bien, en su sentido intencional propio, aquél se ofrece como pensamiento de lo infinito, es decir, de lo que no se deja agotar por ninguna totalidad finita, por ninguna función o determinación instrumental, técnica o política. En ofrecerse bajo esa forma es donde está, se dirá acaso, su mentira, su violencia y su mistificación; o incluso su mala fe. Y sin duda hay que describir con rigor la estructura que liga esta intención excedente a la totalidad histórica finita, hay que determinar su economía. Pero estas astucias económicas sólo son posibles, como toda astucia, para palabras e intenciones finitas, sustituyendo una finitud por otra. No se miente cuando no se dice nada (finito o determinado), cuando se dice Dios, el Ser o la Nada, cuando no se modifica lo finito en el sentido manifiesto de su palabra, cuando se dice lo infinito, es decir, cuando se deja a lo infinito (Dios, el Ser o la Nada, pues forma parte del sentido de lo infinito el que no pueda ser una determinación óntica entre otras) decirse y pensarse. El tema de la veracidad divina y la diferencia entre Dios y el Genio Maligno se esclarecen así bajo una luz que sólo aparentemente es indirecta.
En resumen, Descartes sabía que el pensamiento finito no tuvo nunca -sin Dios- el derecho de excluir la locura, etc. Lo cual viene a querer decir que nunca la excluyó más que de hecho, violentamente, en la historia; o más bien, que esta exclusión, y esta diferencia entre el hecho y el derecho, constituyen la historicidad, la posibilidad de la historia misma. ¿Dice Foucault otra cosa? «La necesidad de la locura [...] está ligada a la posibilidad de la historia.» La cursiva es del autor.