"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

Interpretaciones históricas del Humanismo III


Humanismo Marxista

Después de la Segunda Guerra Mundial, el “modelo” de marxismo que Lenin había instaurado en la Unión Soviética estaba sufriendo una dramática y profunda crisis, mostrando con Stalin el rostro de una despiadada dictadura. Es en este contexto que se desarrolla una nueva interpretación del pensamiento de Marx –en opocisón y como alternativa a la “oficial” del régimen soviético– que se conoce como “humanismo marxista”. Sus representantes sostienen que el marxismo posee “un rostro humano”, que su problemática central es la liberación del hombre de toda forma de opresión y de alienación y que, consecuentemente, es por esencia un humanismo. Un grupo bastante heterogéneo de filósofos pertenece a esta línea de pensamiento. Los más representativos son: Ernst Bloch en Alemania, Adam Shaff en Polonia, Roger Garaudy en Francia, Rodolfo Mondolfo en Italia, Erich Fromm y Herbert Marcuse en los Estados Unidos.

Y es así entonces que, a partir de los años Cincuenta, con el desafío a nivel de interpretación teórica que el humanismo marxista lanza a la doctrina “ortodoxa” del régimen soviético, se asiste a un áspero enfrentamiento entre dos modos mutuamente excluyentes de entender el pensamiento de Marx. Pero tal situación no representaba una novedad o una anomalía en la historia del marxismo: al contrario, era casi una constante. El pensamiento de Marx ha conocido, durante el arco de su desarrollo y por diversos motivos, una amplia variedad de interpretaciones.[1]

En los años inmediatamente posteriores a la muerte de su fundador (1883), o sea en el tiempo de la Segunda Internacional (1889), el marxismo era interpretado prevalentemente como “materialismo histórico”, al que se entendía como una doctrina “científica” de las sociedades humanas y de sus transformaciones, fundada en hechos económicos y encuadrada en el contexto más amplio de una filosofía de la evolución de la naturaleza desarrollada por Engels. Esta interpretación estaba teñida por el clima cultural de la época, dominado por el evolucionismo darwiniano y, más en general, por el positivismo. En este caso, la “cientificidad” que el marxismo se arrogaba era la de las ciencias empíricas, cuyo método y rigor pretendía extender al campo de la economía, la sociedad y la historia, antes dominados por concepciones “metafísicas”, es decir, irracionales y arbitrarias.

En el siglo XX, la victoria de la revolución proletaria en Rusia y su fracaso en Alemania y en el resto de Europa Occidental impusieron la interpretación del marxismo elaborada primero por Plejanov y Lenin, y más tarde por Stalin. Esta interpretación entiende al marxismo fundamentalmente como “materialismo dialéctico”, es decir como una doctrina filosófica materialista (se podría casi decir una cosmología) en la que la dialéctica —o sea el procedimiento lógico desarrollado por Hegel— juega un papel central: es, a un tiempo, la ley evolutiva de la materia y el método teórico-práctico que permite la compresión del mundo físico y de la historia, y que indica por lo tanto, cuál es la acción política correcta. Aquí la filosofía de la naturaleza elaborada por Engels —que en la interpretación precedente constituía solamente el marco filosófico para la obra sociológica y filosófica de Marx— deviene central y se superpone al materialismo histórico. También en este caso se entiende al marxismo como una “ciencia”, pero no en el sentido de una disciplina propiamente experiemental: se trata ahora de una ciencia filosófica considerada “superior”, que se basa en la aplicación de las leyes de la dialéctica hegeliana a los fenómenos naturales, y que integra y supera a las ciencias empíricas. Con Stalin, el “materialismo dialéctico” se transforma en la doctrina oficial del partido marxista-leninista soviético y de los partidos comunistas que dependen de él.

Trataremos ahora de analizar las ideas en las que se basan estas dos interpretaciones del marxismo, que son las que han prevalecido históricamente.

El término “materialismo histórico” comienza a aparecer en las últimas obras de Engels quien, sin embargo, prefiere utilizar en general la expresión “concepción materialista de la historia”. Cuando se habla de materialismo histórico se hace referencia al análisis y a la interpretación de las sociedades humanas y de su evolución. La tesis fundamental que este término denota —enunciada por Marx y Engels en diversas obras— es que las producciones comúnmente llamadas “espirituales” (el derecho, el arte, la filosofía, la religión, etc.) están determinadas, en última instancia, por la estructura económica de la sociedad en donde se manifiestan. El hecho histórico primario consiste, para Marx, en la producción de bienes materiales que permiten la supervivencia de los individuos y de la especie. Para poder hacer historia, los seres humanos deben antes que nada lograr vivir, es decir, satisfacer sus propias necesidades fundamentales: comer, beber, vestirse, disponer de una vivienda, etc.

Son estas necesidades primarias las que estimulan al ser humano a buscar, en el mundo natural, los objetos y los medios que le permitan satisfacerlas. La relación entre el hombre y la naturaleza —entendida como relación entre la necesidad humana y el objeto natural que la colma— es la base del movimiento de la historia. Se trata de una relación dinámica, dialéctica, que no desaparece una vez que una necesidad primaria ha sido satisfecha. De hecho, esta satisfacción y el instrumento adoptado para lograrla inducen nuevas necesidades y llevan a la búsqueda de nuevos medios para satisfacerlas.

La mediación entre estos dos polos opuestos, la necesidad y su satisfacción, —y, por lo tanto, entre hombre y naturaleza— está constituida, para Marx, por el trabajo. Es por medio del trabajo que el hombre crea los instrumentos con los cuales obtiene de la naturaleza los objetos que le son necesarios.

Toda época histórica se caracteriza por un determinado grado de desarrollo de las fuerzas productivas, expresión que define simultaneamente el conjunto de las necesidades y de los medios de producción (técnicas, conocimientos, hombres, etc.) empleados para satisfacerlas. A estas fuerzas se corresponden específicas relaciones de producción, de trabajo, que ligan entre sí a los hombres empeñados en la fabricación de los bienes materiales necesarios para la existencia.

Marx ha llamado modo de producción al conjunto dado por las relaciones de producción y las fuerzas productivas. El modo de producción es el verdadero fundamento de la sociedad, lo que determina su ordenamiento en las distintas articulaciones: jurídica, política, institucional, etc. Es a partir de esta base material (la estructura) que se desarrollan todos los fenómenos que comúnmente se relacionan con la conciencia o con el espíritu (la superestructura).

He aquí cómo Marx expresa este concepto fundamental en el prefacio de la Crítica de la Economía Política (1859) que contiene una exposición sintética del materialismo histórico: «En la producción social de su existencia los hombres se encuentran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad, es decir, en relaciones de producción, que corresponden a un determinado nivel de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso social, político y espiritual. No es la conciencia la que determina el ser de los hombres sino que, al contrario, es el ser social de los hombres el que determina su conciencia».[2]

En base a estos principios, Marx reconstruye la historia de las sociedades humanas a partir de las comunidades primitivas hasta la sociedad burguesa de su tiempo. Para Marx la historia está dada por la sucesión de diversos modos de producción a través de los cuales los seres humanos logran disponer de los bienes materiales necesarios para la subsistencia. El pasaje de un modo de producción a otro no sigue un proceso lineal, contínuo, sino que al contrario, se da como ruptura del orden precedente, ruptura detonada por una dialéctica interna. Un modo de producción entra en crisis cuando sus elementos fundamentales —las fuerzas productivas y las relaciones de producción— se vuelven recíprocamente contradictorios. En ese momento se verifica una transformación revolucionaria y se establece un nuevo modo de producción. Con éste aparece también una “cultura” y una “conciencia” nuevas que suplantan a las anteriores. Marx dice al respecto: «A un cierto nivel de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción en vigor, o para utilizar un término jurídico, con las relaciones de propiedad con las que han marchado hasta ese momento. Luego de haber sido formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se transforman en obstáculos para las fuerzas productivas mismas. Llega entonces una época de revolución social. Con la modificación de la base económica, la enorme superestructura se derrumba por completo más o menos rápidamente».[3]

Este es el destino histórico de la sociedad burguesa fundada en el trabajo industrial, la propiedad privada de los medios de producción, la hegemonía del capital. Pero comparado con los modos de producción precedentes (el medieval, el esclavista del mundo antiguo, etc.), el sistema capitalista presenta características particulares: está obligado a revolucionar continuamente las fuerzas productivas e imprimirles un impulso enorme. El campo de acción del capitalismo se extiende ya al mundo entero: extrae las materias primas de los lugares más remotos y penetra con sus productos en todos los países, por aislados que éstos sean. Pero el capitalismo está minado por una contradicción insanable entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción: de hecho, el carácter social de los procesos productivos industriales —cada vez más acentuado— está en patente contraste con la propiedad privada de los medios de producción.

La fuerza que pondrá fin al dominio de la burguesía capitalista es la negación dialéctica, el espejo en negativo de todas las características de la burguesía: el proletariado. He aquí como Marx se expresa: «En el desarrollo de las fuerzas productivas, se llega a un estadio en el cual se crean fuerzas productivas (las máquinas) y medios de relación (el dinero) que pueden sólo ser nefastos para la situación existente, que ya no son fuerzas productivas sino destructivas, y —hecho ligado a lo anterior— surge una clase que debe soportar todas las cargas de la sociedad, que se ve forzada a una posición de antagonismo extremo con las demás clases; una clase formada por la mayor parte de los miembros de la sociedad, y de la cual surge la conciencia de la necesidad de una revolución radical: la conciencia comunista...».[4]

Sin embargo, también la desaparición de la burguesía y la victoria del proletariado están determinados por las condiciones materiales de la sociedad y no por un impulso revolucionario puramente voluntario. Marx se expresa así: «Una conformación social nunca desaparece antes de haber creado todas las fuerzas productivas que es capaz de desarrollar; y las nuevas relaciones de producción, más elevadas, jamás logran reemplazar las precedentes antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan sido generadas en el seno de la antigua sociedad».[5]

De todas maneras, la victoria de la revolución proletaria está asegurada porque se inscribe necesariamente en la dinámica de la evolución histórica: ella instaurará un modo de producción —el comunismo— más avanzado que el capitalismo. Con la abolición de la propiedad privada y la socialización de los medios de producción, el comunismo hará que la relaciones de producción sean conformes al carácter social de las fuerzas productivas. De este modo sanará la contradicción del capitalismo y dará a las fuerzas productivas mismas un nuevo y extraordinario desarrollo. Para Marx, con la creación de la sociedad comunista termina el proceso histórico, o mejor dicho, concluye la prehistoria de la humanidad y se inicia una fase radicalmente nueva de la existencia social humana.

Estas son, en breve síntesis, las ideas centrales del “materialismo histórico”. De los textos que hemos citado (que han sido siempre considerados de central importancia para evaluar el pensamiento de Marx) parece emerger una concepción histórica modelada en base a un materialismo radical. No es sorprendente, entonces, que el marxismo haya sido interpretado, desde sus comienzos, con este preciso significado por muchos de sus analistas y seguidores. Y, efectivamente, en esta concepción, no hay nada que supere el rango de las fuerzas productivas, de las que dependen y derivan tanto la organización social como las manifestaciones espirituales del ser humano.

Claro está que una visión tal de la sociedad y de la historia exponía a numerosos problemas. En particular, la relación entre estructura económica y superestructura era muy poco transparente. Y no se trataba de un problema simplemente teórico, ya que involucraba directamente algunos aspectos políticos y organizativos fundamentales del movimiento obrero. Por ejemplo, ¿cuál era el rol de un aspecto superestructural como la “conciencia comunista” o revolucionaria, cuyo portador —según Marx— era el proletariado? Y ¿de qué modo actuaba esta “conciencia” sobre la estructura económica de la sociedad? En términos prácticos este problema se enunciaba así: ¿cómo y cuándo, en la fase de decadencia del capitalismo, el proletariado (o, mejor dicho, su parte más “conciente”, o sea, el partido comunista) debía hacer uso de la violencia intencionalmente? En base a los escritos de Marx la respuesta no es clara. Por una parte Marx confiere al proletariado y a sus organizaciones un rol fundamental en la caída de capitalismo, pero por otra parte, en su teoría, este derrumbe parece ser el resultado de leyes intrínsecas que rigen el desarrollo del capital. Si se considera el análisis de la evolución del capitalismo así como Marx lo presenta en El Capital, se tiene la impresión de que el proceso que llevará a la caída del régimen burgués está determinado por mecanismos inflexibles, reglas férreas, leyes casi cuantitativas como sucede en las ciencias físicas. En efecto, Marx consideraba que su análisis del capitalismo era “científico”, o sea dotado de la capacidad de previsión de las ciencias exactas. En este proceso rígidamente determinista, la conciencia comunista parece desempeñar un papel secundario.

Después de la muerte de Marx, la discusión sobre las formas de organización y de acción del proletariaro en vista del “derrumbe inevitable” del capitalismo se exacerbó tanto que Engels mismo se sintió obligado a hacer algunas aclaraciones. En una famosa carta[6], Engels explicó que la concepción materialista de la historia había sido mal entendida y que había sido un forzamiento el ver un determinismo absoluto y unidireccional de las fuerzas productivas sobre la conciencia y las superestructuras. Ciertamente la estructura economica constituye en última instancia el factor determinante del desarrollo histórico. Pero no es el único factor operante. Los diversos aspectos de las superestructuras, tales como las formas políticas de la lucha de clases, el ordenamiento jurídico de los Estados, y hasta las creencias filosóficas y religiosas, ejercen su influencia sobre el curso de los advenimientos históricos. Esta influencia no es decisiva, pero tampoco desdeñable: debe ser tomada en cuenta.

No obstante la aclaración de Engels, la cuestión de la relación entre estructura y superestructura nunca ha dejado de avivar la discusión teórica, fuera y dentro de los partidos marxistas. Surgió nuevamente, y en forma dramática, poco antes de la primera guerra mundial, cuando la Social Democracia alemana votó por mayoría la declaración de guerra de Alemania. El proletariado alemán —el más “conciente” y mejor organizado de Europa— tomó partido junto a la burguesía nacional en contra del proletariado de Francia e Inglaterra, que siguieron el mismo camino. Un elemento totalmente superestructural, como la identidad nacional, había prevalecido por sobre el interés “objetivo” de los distintos proletariados europeos que era unirse entre sí para combatir la opresión de las respectivas burguesías nacionales.

Por lo que concierne al término “materialismo dialéctico”, es necesario aclarar que nunca fue utilizado por Marx para designar su concepción filosófica; su uso se hizo común a partir de Lenin y con Stalin —como dijimos anteriormente— llegó a denominar la doctrina oficial del partido marxista-leninista en el poder en la Unión Soviética.

El “materialismo dialéctico” es una construcción teórica elaborada casi exclusivamente por el marxismo ruso en base a las reflexiones sobre el mundo natural que Engels expone en varios escritos, en especial el Antidühring (1878) y La dialéctica de la naturaleza. Esta última es una obra incompleta y fragmentaria, a la que Engels se dedicó durante varios años en modo discontinuo, y que fué publicada en la Unión Soviética recién en 1925.

Engels, amigo de Marx durante 40 años y su colaborador en la redacción de varias obras, era un apasionado de la estrategia militar y demostraba gran interés por las ciencias, lo que lo llevó a relacionarse epistolarmente con numerosos investigadores. En el campo científico su interés se dirigía a la formulación de una filosofía general de los fenómenos naturales que explicase los grandes descubrimientos de su tiempo (la célula, la conservación de la energía, la evolución de las especies, etc.) y que concomitantemente constituyese un fundamento “objetivo”, o sea “científico”, de la concepción histórica de Marx.

Reconociendo el peligro de la fractura entre saber filosófico y saber científico, Engels criticaba el empirismo y el escaso interés en la filosofía que demostraban los científicos de su época, dedicados a la experimentación en campos limitados y separados entre sí, pero incapaces de justificar filosóficamente sus descubrimientos. De hecho, el mundo científico del siglo XIX en general seguía considerando la naturaleza como un conjunto de entidades fijas y aislables, que debían ser estudiadas separadamente, y explicaba las transformaciones naturales como interacciones mecánicas entre tales entidades fijas.

Engels consideraba a este mecanicismo ingenuo sólo como una mala filosofía, un residuo de la visión del mundo del Setecientos que impedía la comprensión del continuo devenir de la naturaleza, que Darwin había descrito brillantemente. Para Engels —gran admirador de Darwin— el mundo natural debía estudiarse como un conjunto de relaciones y de procesos dinámicos, como desarrollo evolutivo de estructuras que se influencian recíprocamente. Para explicar la dinámica compleja de los fenómenos naturales, Engels recurrió a las leyes de la dialéctica descubiertas por Hegel.

Hegel, revolucionando la lógica tradicional basada, a partir de Aristóteles, en los principios de identidad y no contradicción, había construido una nueva lógica dialéctica cuyo eje central era, precisamente, el principio de contradicción. Para Hegel, el carácter contradictorio de las ideas sobre la realidad no demuestra en modo alguno que éstas sean ilusorias. Al contrario, la contradicción es una propiedad esencial tanto de la realidad como del pensamiento.

Un concepto aparece en su identidad estática y totalmente separada de su contrario sólo a una conciencia intelectualista y abstracta. La lógica dialéctica muestra que los opuestos no son mutuamente indiferentes, sino que cada uno es lo que es, gracias a su relación de oposición a su contrario, y cada uno se define por ser, precisamente, lo que el otro no es. Cualquier concepto entendido como positivo implica su correspondiente negativo, la propia negación determinada: el bien existe sólo en cuanto superación de su contrario, el mal; la vida es tal sólo en relación a lo que constituye su negación, la muerte, etc. Así, una cosa nunca es sólo positividad, sino que contiene en sí la propia negatividad.

La razón misma tiene dos tareas fundamentales: una negativa de disolver, negándolos, los conceptos fijados y aceptados, y una positiva que consiste en reconocer que la oposición entre conceptos opuestos se supera y se resuelve en una unidad superior que contiene a ambos (la síntesis). Ésta a su vez está en relación con una nueva negación determinada (la antítesis) y así siguiendo.

En su Fenomenología del espíritu, Hegel muestra cómo este proceso dialéctico constituye el camino a través del cual la conciencia humana se eleva gradualmente desde las formas más ingenuas y “naturales” a formas más altas y complejas: autoconciencia, razón y espíritu. Hegel reconstruye la distintas “figuras” del saber limitado y aparente (de aquí el término fenomenología) por las que pasa la conciencia en su evolución. Cada “figura” se transforma en su negación, a la que sigue una síntesis, una conciliación entre opuestos, que a su vez constituye el punto de partida para una nueva etapa, para un saber más completo que incluye el precedente. El proceso concluye cuando se llega al estadio en el que la conciencia, como “saber absoluto”, reconcilia y supera la oposición entre la certeza (su saber) y la verdad, entre razón y realidad.

Engels acepta el esquema evolutivo de Hegel pero invierte el protagonista de la historia: lo que se desarrolla según una dinámica dialéctica no es un principio espiritual sino la materia. Para Engels, la naturaleza, incluyendo las especies vivientes y el hombre, es materia que encuentra en sí misma el motor del propio dinamismo. En este sentido, el materialismo dialéctico constituye una suerte de “fenomenología del antiespíritu”.[7]

Esta inversión de la dialéctica hegeliana (o “enderezamiento” como dirá Engels con satisfacción) corresponde puntualmente a la operación de inversión efectuada por Marx a la concepción hegeliana de la sociedad y de la historia. Pero a diferencia de Marx —cuyas relaciones con la dialéctica hegeliana son ambiguas— Engels adopta concientemente este procedimiento lógico y llega a reconocerle una validez positiva, “científica”. La leyes de la dialéctica natural son para él las mismas leyes del pensamiento: la dinámica del conocimiento es “espejo”, reflejo de la dinámica de la realidad. Con esta síntesis entre idealismo y materialismo, entre Hegel y Darwin, Engels trata de salvar la fractura entre pensamiento filosófico y científico y de sentar las bases para la construcción de una nueva ciencia global que supere el especialismo de las ciencias empíricas y la visión exasperadamente analítica que éstas dan de la realidad natural.

Estas ideas son adoptadas por Lenin, que organiza y sistematiza las reflexiones dispersas de Engels, desarrollando en particular la teoría del “espejo” que este había apenas esbozado. Pero el punto más interesante reside en el hecho de que con Lenin la teoría de la evolución de la materia asume la precedencia sobre la concepción histórica de Marx, a la que sirve de base filosófica. Stalin reafirmará esta posición y la transformará en ortodoxia en su famoso opúsculo de 1938, Materialismo dialéctico y materialismo histórico.

Pero el materialismo dialéctico no se conciliaba bien con la concepción histórica de Marx, a la que pretendía legitimar: para Marx la relación dialéctica fundamental es la del hombre con la naturaleza, de la cual el hombre obtiene los objetos que le sirven para satisfacer sus necesidades. En el materialismo dialéctico, esta relación se desequilibra completamente, porque el hombre ha sido reducido a un epifenómeno, un producto secundario e innecesario de la evolución de la materia. Y el desarrollo de las sociedades humanas, que Marx trataba de explicar desde la prehistoria hasta el triunfo y la crisis de la burguesía europea, en el materialismo dialéctico no es más que un breve capítulo de la historia natural del mundo.

Además, equiparando las leyes del pensamiento a leyes “científicas”, inmanentes a la naturaleza, la concepción de Engels resultaba ser tanto un idealismo cuanto un materialismo. En esta concepción, la distinción entre pensamiento y realidad tiende a desaparecer, exactamente como en la filosofía hegeliana que Engels había pretendido “enderezar”. De hecho, si se dice que las leyes del pensamiento son un reflejo de las leyes de la realidad, bien se puede afirmar que las leyes de la realidad son un reflejo de las leyes del pensamiento. Paradójicamente, el materialismo dialéctico terminaba siendo una reproposición de la filosofía de la naturaleza del romanticismo alemán.

Resta aún por señalar que la capacidad heurística de la nueva “ciencia” dialáctica —que debía otorgar estructuralidad y una visión global a las ciencias empíricas— fue prácticamente nula. Ya Engels, pretendiendo aplicar las leyes de la dialéctica a todos los campos del saber, había llegado a forzamientos vistosos, aportando pruebas que eran demasiado genéricas o que fueron invalidadas por las investigaciones posteriores.

Para dar una idea de la arbitrariedad con la cual Engels utilizó el método dialéctico en el campo de las ciencias, baste el siguiente ejemplo en el que una de las tres leyes de la dialéctica que él derivó de las obras de Hegel –la “negación de la negación”– se aplica al álgebra: «Tomemos —dice Engels— una magnitud algebraica cualquiera, por ejemplo, a. Neguémosla y obtendremos -a. Neguemos esta negación multiplicando -a x -a: obtendremos así a2, es decir, la primera magnitud positiva pero a un grado más elevado, o sea a la segunda potencia».[8]

Mucho más lamentables se mostraron las aplicaciones dogmáticas del materialismo dialéctico soviético. Una de las más conocidas es la que intentó el biólogo Lysenko. Éste se encontraba en abierta polémica con los genetistas occidentales que sostenían la tesis de la invariabilidad del gene —entendido como factor hereditario determinante— a través de las generaciones. Según él, una teoría que postulase la fijeza de una estructura biológica era necesariamente falsa porque incompatible con el materialismo dialéctico. Lysenko aplicó a la organización del plan agrícola soviético sus propias teorías genéticas basadas en el materialismo dialéctico. Los resultados fueron tan desastrosos que al poco tiempo Lysenko desapareció de la escena política y científica.

Éstos son los aspectos fundamentales de la doctrina del materialismo dialéctico, cuya importancia creció en el movimiento marxista internacional a medida que aumentaba la fuerza política de la Unión Soviética. Como ya hemos visto, los escritos de Engels tuvieron un peso determinante en la elaboración de esta interpretación del marxismo. Pero su influencia fue también grande en la formación de la otra interpretación, la que ve al marxismo como una “ciencia” —en sentido positivista— de la sociedad y la historia.

En este punto se hace necesaria una aclaración. El rol desempeñado por Engels en la construcción de la imagen “científica” del marxismo hacia fines del siglo XIX se explica no sólo por el clima cultural de la época y el interés que este autor tenía en las disciplinas experiementales, sino también por el hecho de que las obras de Marx eran conocidas en forma muy parcial. En aquel entonces Marx era fundamentalmente el autor de El Capital, un escrito de economía política. Los textos propiamente filosóficos se reducían a los prefacios de El Capital y a otro famoso, aunque breve de 1859, aquel de La crítica de la economía política que, como hemos visto, contiene una síntesis del materialismo histórico. La mayor parte de los textos de la juventud que permiten entender la base filosófica y metodológica de Marx (Crítica de la filosofía hegeliana del derecho publico, Manuscritos económico-filosóficos de 1844, La ideología alemana) no fueron publicados antes de los años Treinta. Y sólo en esa década los críticos pudieron acceder a importantes textos de la madurez ya publicados, como los Grundrisse y la Teoría de la plusvalía. Y, como veremos detalladamente más adelante, es sobre todo en base a las obras juveniles que se construyó la interpretación humanista del marxismo.

Pero aun sin que se supiera de la existencia de estos textos, la línea interpretativa del marxismo como “ciencia” (ya sea en sentido positivista o dialéctico) comenzó a ser duramente criticada desde principios de los años Veinte por algunos teóricos eminentes que operaban fuera de la Unión Soviética. G. Lukàcs, K. Korsch y más tarde A. Gramsci, cada uno a su modo, niegan decididamente que el marxismo sea una ciencia y que deba necesariamente derivar su propio método de las disciplinas experimentales. Para ellos, por el contrario, el marxismo es fundamentalmente una crítica a la sociedad burguesa y una doctrina de la revolución social que se orienta a la liberación del ser humano de todas las alienaciones a las que el sistema capitalista lo ha condenado. La teoría de la alienación y del fetichismo de los bienes, patente en El Capital pero practicamente ignorada por los comentaristas posteriores, con Lukàcs reaparece en primer plano como uno de los aspectos fundamentales del pensamiento de Marx.

En esta línea interpretativa —que recibe el nombre de “marxismo occidental”— el verdadero núcleo del pensamiento de Marx, el centro teórico que contiene la carga revolucionaria, está dado por la dialéctica. A ésta se la entiende como un método teórico-práctico para la comprensión de la historia y de la sociedad humanas, y que no se puede extender a la descripción del mundo natural así como lo entienden las ciencias empíricas. En este caso, la dialéctica adquiere las características de tales ciencias, es decir, se transforma en un mecanismo de causa-efecto, en una conexión determinista entre datos, entre hechos. La dialéctica, al contrario, postula la negación de un mundo históricamente dado: un mundo dividido, alienado, que debe ser superado y reconstituido en su unidad a través de la actividad revolucionaria. En este sentido, la dialéctica es incompatible con la lógica de las ciencias empíricas. Para Lukàcs esta lógica que despedaza el mundo en datos separados y desconectados es la misma lógica de la producción industrial del capitalismo, donde la división del trabajo se hace exasperada y donde el trabajador es transformado en objeto, en cosa, en “hecho natural”. Preteder utilizar los métodos de investigación de las ciencias empíricas o una interpretación “científica” de la dialéctica para comprender la historia y la sociedad humanas es tergiversar el pensamiento de Marx.

Gramsci ataca duramente las teorías de Engels y de sus seguidores rusos en cuanto proyectan en el mundo de los hombres un determinismo que no existe. Los hombres están sí condicionados por un cierto modo de producción y por ciertas superestructuras pero, precisamente por ser hombres y no simples objetos naturales, pueden transformar su situación histórica a través de la toma de conciencia y de la práctica revolucionaria. Un evolucionismo vulgar, un determinismo naturalístico, como el que propone Engels, no podrá jamás explicar las transformaciones históricas. Gramsci llega a negar que el marximo sea un materialismo y ataca la idea misma de “realidad” objetiva, que es el fundamento de las ciencias empíricas. Creer en la “realidad”, en la objetividad del mundo —y en esto Gramsci se remite directamente a Hegel— constituye sólo el primer estadio cognoscitivo, estadio que corresponde a una conciencia ingenuamente “natural”. “Objetivo” para Gramsci significa siempre “históricamente subjetivo”, por lo que su visión no da lugar a teorías del “reflejo”. Esencialmente, Gramsci ve en el marxismo un historicismo y un humanismo.

La reacción del marxismo soviético ante las ideas de Lukàcs y Korsch fue de total rechazo. El Quinto Congreso de la Internacional Comunista del año 1924 en Moscú las tachó de “revisionistas”. Pero mientras tanto el panorama político europeo estaba cambiando radicalmente y, con la llegada al poder de los fascismos en Italia y Alemania, el desarrollo del marxismo se interrumpía en dos de las tres áreas de mayor vitalidad. En la tercera, Rusia, el marxismo se transformaba con Stalin en una suerte de religión de Estado que legitimaba el sistema de poder de las cúpulas burocráticas del partido comunista soviético y, consecuentemente, de los partidos comunistas operantes en países capitalistas.

Pero la aparición de los textos de la juventud de Marx, y en especial de los Manuscritos (descubiertos casualmente en París), revelaba, sin lugar a dudas, el fuerte impulso humanista de Marx y una actitud crítica y libertaria que desacreditaban radicalmente a las burocracias de los partidos comunistas en el poder en aquel entonces. La posición que asumieron estas burocracias frente a los textos juveniles de Marx fue la de considerarlos obras aún inmaduras, ejercicios preparatorios para el desarrollo de un pensamiento que se habría manifestado plenamente sólo mucho más tarde. El espíritu libertario de estos escritos fue etiquetado de ideología, palabra que, en la terminología marxista, significa toda representación que oculta la verdadera realidad de los hechos, revistiéndola de imágenes falsas o ilusorias. Es precisamente a las ideologías, a las superestructuras (jurídicas, políticas, filosóficas, religiosas, etc.) que Marx contrapone su concepción materialista de la historia.

Para Marx, la producción de ideologías presupone ya la existencia de una fundamental división social del trabajo, o sea, la separación entre trabajo manual e intelectual. Es gracias a esta escisión que pueden constituirse los grupos de intelectuales de profesión que operan en campos especializados y que dan vida a estructuras institucionales más o menos complejas. La función de estas franjas intelectuales productoras de ideologías es principalmente la de esconder y justificar la división en clases de la sociedad y la explotación del trabajo manual. A partir de esta mentira de base, construyen una imagen invertida e idealizada de la realidad social e histórica.

En modo grotesco y sin ninguna capacidad de autocrítica, los intelectuales ligados a las burocracias del partido no dudaron en acusar de “ideología” al mismo Marx joven y contraponerlo al Marx “científico” de las últimas obras. Se llegó incluso a censurar sus textos juveniles y a ocultar pasajes enteros de los textos de su madurez.[9]

Pero luego de la Segunda Guerra Mundial —y aquí retomamos el hilo del discurso inicial— comenzó a quedar en claro que el modelo ruso había producido, con el estalinismo, una dictadura monstruosa que infringía los derechos humanos fundamentales y las más elementales formas de libertad personal. Fue en este clima cultural que surgió en los ambientes filosóficos marxistas no ligados a las burocracias de partido un interés creciente por recuperar los aspectos humanistas del pensamiento de Marx. Y así se fue desarrollando la línea interpretativa del humanismo marxista, opuesta al “materialismo dialéctico” y, en general, a las interpretaciones del marxismo entendido como “ciencia” de la economía y de la historia.

Veamos entonces la concepción que Marx tiene del hombre y cómo él considera el humanismo en sus escritos juveniles.

A los 26 años, Marx critica el idealismo de Hegel —para quien el hombre era sólo un ser espiritual, una autoconciencia— y delínea su antropología en los Manuscritos. Según Marx, el hombre es ante todo un ente natural, material. Las distintas definiciones que da ponen de relieve este aspecto. Así el hombre: «...es el hombre real, corpóreo, plantado en la tierra firme y redonda, este hombre que espira y aspira todas las fuerzas de la naturaleza...».[10] Además «El hombre es inmediatamente un ser natural. Como ser natural, como ser natural viviente está en parte provisto de fuerzas naturales, de fuerzas vitales, es decir, es un ser natural activo, y estas fuerzas existen en él como disposiciones y facultades, como impulsos; él es en parte, en cuanto ser natural, objetivo, dotado de cuerpo y de sentidos, un ser pasivo condicionado y limitado, tal como los animales y las plantas: es decir, los objetos de sus impulsos existen fuera de él, como objetos independientes de él, pero estos objetos son objetos de su necesidad, objetos esenciales, indispensables para actuar y reafirmar sus fuerzas esenciales».[11]

Vemos entonces que el hombre vive en el horizonte del mundo natural del que recibe, tal como los demás seres sensibles, impresiones y condicionamientos, y en el que encuentra los objetos que satisfacen sus necesidades, objetos hacia los que lo dirgen sus impulsos internos, también ellos entendidos como fuerzas naturales. Y el mundo que lo circunda es un mundo real, objetivo. Esta concepción deriva claramente de Feuerbach quien, en polémica con Hegel, consideraba al hombre y al mundo como entes naturales objetivos.

Y sin embargo, en los Manuscritos, la distancia que separa a Marx del riguroso naturalismo de Feuerbach es ya incolmable. Para Marx, de hecho, «... el hombre no es solamente un ser natural; es también un ser natural humano, o sea un ser que es para sí mismo y luego un ser que pertenece a una especie; como tal él debe realizarse y confirmarse tanto en su ser como en su saber. Por ello los objetos humanos no son los objetos naturales como se presentan en modo inmediato».[12] Y «la naturaleza, considerada en forma abstracta, en sí, fijada en su separación del hombre, es para el hombre una total nulidad».[13]

Vemos así que, a diferencia de los demás seres naturales, el hombre posee características que le son particulares: es también una conciencia (para sí) que se manifiesta como saber. No es solamente naturaleza. A su vez, los objetos naturales, aun siendo reales, no pueden ser concebidos en sí mismos, independientemente de las actividades de los hombres. La relación hombre-naturaleza no consiste por lo tanto en un “reflejo” fiel de la realidad natural en la conciencia humana —como sostendrán Engels y Lenin—, o en un simple condicionamiento que la naturaleza ejerce sobre el hombre; se trata en cambio de una relación eminentemente activa, práctica.

A través de su actividad conciente (el trabajo), el ser humano se “objetiva” en el mundo natural, acercándolo siempre más a sí, haciéndolo cada vez más similar a sí: lo que antes era simple naturaleza, ahora se transforma en un producto humano. Por lo tanto, si el hombre es un ser natural, la naturaleza es a su vez naturaleza humanizada, o sea transformada concientemente por el hombre. Dice Marx: «...Toda la así llamada historia del mundo no es otra cosa que la generación del hombre a través del trabajo humano, nada más que el devenir de la naturaleza para el hombre».[14] «Es solamente en la transformación del mundo objetivo que el hombre se muestra realmente como un ser perteneciente a una especie. Esta producción es su vida activa como ser perteneciente a una especie. A través de ella, la naturaleza se revela como su obra y su realidad».[15]

Por consiguiente, para Marx la especificidad del ser humano, su característica fundamental en cuanto perteneciente a una especie natural determinada, la especie humana, consiste en la transformación de la naturaleza por medio del trabajo. El hombre es, fundamentalmente, homo laborans. Varios aspectos de una tal concepción llegan a Marx directamente de Hegel. Éste había sostenido en la Fenomenología del Espíritu (aunque con una perspectiva distinta) que toda la realidad histórico-social, cultural y aun natural es un producto de la actividad de los hombres, una “objetivación” de la conciencia humana. También para Hegel el trabajo —que transforma contemporáneamente a la naturaleza y al hombre mismo — constituye la vida y la conciencia de la especie.

El otro aspecto fundamental (estrechamente ligado al anterior) de la antropología de Marx se encuentra en la afirmación de que el hombre es, por esencia, social: «El hombre es un ‘zoon politikon’ en el sentido más literal: no sólo es un animal social, sino también un animal que puede individualizarse únicamente en la sociedad».[16] «La esencia humana no es algo abstracto e inmanente a cada individuo. Es en su realidad el conjunto de las relaciones sociales».[17]

Por consiguiente, la esencia humana no reside en alguna característica que se pueda ubicar en el interior de un individuo aislado, en su conciencia. Por el contrario, ella se encuentra, por así decir, en su exterior, en la sociedad, en el conjunto de relaciones sociales que el hombre establece con sus semejantes. Colaborando entre sí para transformar a la naturaleza, los hombres construyen una especie de ser colectivo, social, comunitario. Y es sólo aquí que la esencia humana se manifiesta plenamente: «El intercambio de actividad humana dentro de la producción misma, así como el intercambio de productos con el otro, es equivalente a la actividad de la especie y al espíritu de la especie, cuya existencia real, conciente y auténtica, es la actividad social y la satisfacción social. Así como la naturaleza humana es la verdadera naturaleza comunitaria o el ser comunitario de los hombres, éstos a través de la activación de su naturaleza crean y producen un ser humano comunitario, un ser social que no es un poder abstracto, universal, opuesto al del individuo aislado, sino que es la naturaleza o esencia de cada individuo aislado, su propia actividad, su propia vida, su propio espíritu, su propia riqueza».[18]

El hombre se transforma de ser natural en ser verdaderamente humano únicamente en la sociedad. Y sólo en la sociedad resulta comprensible y realizable la tarea que le ha sido asignada a la especie: la humanización de la naturaleza. «La esencia humana de la naturaleza existe solamente para el hombre social: en efecto, sólo aquí la naturaleza existe para el hombre como vínculo con el hombre, como existencia de él para el otro y del otro para él ... sólo aquí la naturaleza existe como fundamento de su propia existencia humana. Solamente aquí la existencia natural del hombre se ha vuelto para el hombre existencia humana; la naturaleza se vuelto hombre. Por lo tanto, la sociedad es la unidad esencial, plenamente realizada, del hombre con la naturaleza, la verdadera resurrección de la naturaleza, el naturalismo completado del hombre y el humanismo completado de la naturaleza».[19]

De esta concepción derivan dos consecuencias, ambas de gran importancia. Ante todo, el hombre no posee una esencia pasible de ser asimilada a un concepto abstracto y estático, que pueda ser determinada de una vez para siempre: siendo el conjunto de las relaciones sociales, la esencia humana es necesariamente histórica y cambia de acuerdo a la organización de la producción social, al proceso de humanización de la naturaleza.

La segunda consecuencia es que la sociabilidad natural del hombre no podrá manifestarse en su positividad mientras que el trabajo, la producción, estén organizados en forma no comunitaria, no solidaria. En tales condiciones, se manifestará siempre como alienación, como extrañamiento del hombre de sí mismo, de la sociedad, de la especie, de la naturaleza. He aquí como Marx expresa este concepto fundamental: «En tanto el hombre no sea reconocido como hombre y no organice el mundo humanamente, su ser social se manifestará en forma de alienación, puesto que su sujeto, el hombre, es un ser extrañado de sí mismo. Los hombres son este ser no en una abstracción, sino como individuos reales, vivientes, particulares. Tal como ellos son, así es por consiguiente este ser. Es, pues, una proposición idéntica [el decir] que el hombre se extraña a sí mismo y [el decir] que la sociedad de este hombre extrañado es la caricatura de su real ser social, de su verdadera vida de especie; que su actividad, por tanto, se le presenta como tormento, su propia creación se le presenta como una potencia extranjera, su riqueza como pobreza, el vínculo esencial que lo liga a los otros hombres como un vínculo inesencial; y que también la separación de los otros hombres se le presenta como su verdadera existencia ...».[20]

Marx descubre el origen de la alienación en la propiedad privada, que en la sociedad capitalista domina todos los aspectos de la vida individual y colectiva. El ser humano ha sido reducido al trabajo que es capaz de ofrecer, a la mercancía que produce. Así, él mismo se ha transformado en mercancía, en cosa. En su contra se yergue como un Golem un “poder social extraño”, que no es otra cosa que el ser colectivo que por esencia los hombres siempre construyen, pero que, por el hecho de ser el resultado de una producción no comunitaria, domina como una fuerza independiente a los hombres que le han dado vida.

He aquí cómo Marx describe esta “guerra de todos contra todos” en la sociedad capitalista: «Cada hombre se las ingenia para procurar una nueva necesidad a otro hombre, para constreñirlo a un nuevo sacrificio, para reducirlo a una nueva dependencia... Cada uno trata de crear sobre el otro una fuerza esencial extraña para lograr con esto la satisfacción de la propia necesidad egoísta. Con la masa de los objetos crece, entonces, la esfera de los seres extraños a los cuales el hombre está sometido, y cada nuevo producto es un nuevo potenciamiento del recíproco engaño y de los recíprocos despojamientos. El hombre se hace mucho más pobre como hombre, tiene mucha más necesidad del dinero para apoderarse del ser hostil, y la potencia de su dinero está en proporción inversa a la masa de la producción; en otras palabras, su miseria crece en la medida en que aumenta la potencia del dinero».[21]

Pero la alienación no se limita a la relación entre los hombres: ésta produce una escisión, una fractura en el interior de hombre mismo, alterando incluso su estructura perceptiva. «La propiedad privada nos ha vuelto tan obtusos y unilaterales, que un objeto es considerado nuestro solamente cuando lo tenemos y, por lo tanto, cuando existe para nosotros como capital o es por nosotros poseído, comido, bebido, llevado sobre nuestro cuerpo, habitado, etc., en síntesis, cuando es utilizado por nosotros... En lugar de todos los sentidos físicos y espirituales, se ha instalado la simple alienación de todos estos sentidos, el sentido de poseer».[22] «...los sentidos del hombre social son distintos de los del hombre no social».[23]

Para Marx es posible eliminar la alienación sólo suprimiendo su causa: la propiedad privada. Gracias a la negación de aquello que la había negado, la sociabilidad natural del hombre vuelve a manifestarse en su positividad y plenitud. Con una nueva inversión, el mundo invertido se endereza. Se restablece la humanidad del ser humano; se sana la escisión interna y se salva la fractura entre hombre y sociedad, especie, naturaleza.



«La abolición de la propiedad privada representa, entonces, la completa emancipación de todos los sentidos y de todos los atributos humanos; pero es una emancipación de este tipo precisamente porque estos sentidos y estos atributos se han vuelto humanos, subjetiva y objetivamente. El ojo se ha vuelto humano en el momento en que su objeto se ha transformado en un objeto social, humano, que procede del hombre para el hombre».[24]

Y ahora, veamos la definición más completa que da Marx del comunismo humanista: «El comunismo [se define] como supresión positiva de la propiedad privada, entendida como autoalienación del hombre y por lo tanto como real apropiación de la esencia del hombre a través del hombre y para el hombre; por esto [se define también] como regreso del hombre para sí, del hombre como ser social, o sea humano; regreso completo, hecho conciente, madurado dentro de toda la riqueza del desarrollo histórico hasta hoy. Este comunismo se identifica, en cuanto naturalismo que ha alcanzado la propia realización, con el humanismo; en cuanto humanismo que ha alcanzado la propia realización, con el naturalismo...».[25]

Pero, para Marx, esta fundamental comprensión teórica no es suficiente como tal: debe ser actuada, puesta en práctica. La filosofía ya no basta más a sí misma, no vale más como modo de existencia. No hay que contentarse con interpretar el mundo, es necesario transformarlo. Es preciso que la filosofía se comprometa en actividades, que oriente la transformación del mundo, que llegue a ser praxis. Sin la praxis, la filosofía es nada.[26]

Así entonces, con Marx la filosofía pasa a ser fundamentalmente acción (trabajo) y el filósofo, un revolucionario. Pero la acción humana, que niega y transforma las condiciones inhumanas del mundo, no sería posible si la evolución de la historia fuera el resultado de un rígido determinismo —como sostenían los materialistas antiguos y modernos— o de la astucia de la Razón universal que se sirve de los hombres como ingenua materia de la historia —como sostenía Hegel. Marx critica con fuerza ambas posiciones. Para él, el determinismo no es suficiente. La dinámica histórica nace de la unión entre el condicionamiento natural e histórico y la actividad humana libre, que trata de modificar este condicionamiento.[27]

Esta concepción filosófica no es fácilmente definible como un materialismo en el sentido tradicional. Marx mismo aclara este punto en los Manuscritos cuando inicia la exposición de su antropología: «Vemos aquí cómo el naturalismo o humanismo, conducido a la propia realización, se distingue tanto del idealismo como del materialismo, y es al mismo tiempo la verdad que une a ambos».[28] Pero, la concepción que emerge de las obras juveniles parece ser, según lo que Marx mismo afirma, un naturalismo que coincide con un humanismo, en el sentido de que si el hombre es un ser natural, la naturaleza es siempre naturaleza humanizada, es decir transformada por el trabajo social de la humanidad.

El humanismo marxista ha sido desarrollado sobre todo en base a estas ideas. No es sorprendente que los exponentes de esta línea interpretativa sostengan con vehemencia que no es correcto considerar al marxismo como un materialismo y que afirmen que la definición más adecuada es precisamente la de humanismo. He aquí cómo se expresa Mondolfo, el primer intérprete de Marx en sostener esta tesis: «... En realidad si examinamos sin prejuicios el materialismo histórico, tal como resulta de los textos de Marx y Engels, debemos reconocer que no se trata de un materialismo, sino de un verdadero humanismo, que coloca el concepto de hombre en el centro de toda consideración y discusión. Es un humanismo realista (realer Humanismus) como lo llamaron sus mismos creadores, que quiere considerar al hombre en su realidad efectiva y concreta, comprender su existencia en la historia y comprender la historia como una realidad producida por el hombre a través de su actividad, de su trabajo, de su acción social, durante los siglos en los cuales se va desarrollando el proceso de formación y de transformación del ambiente en el que el hombre vive, y en el que se va desarrollando el hombre mismo, simultáneamente como efecto y causa de toda la evolución histórica. En este sentido consideramos que el materialismo histórico no puede ser confundido con una filosofía materialista... ».[29]

Pero la interpretación humanista del pensamiento de Marx desencadena una durísima reacción por parte de los sostenedores de la “cientificidad” del marxismo. Uno de los más conocidos, el francés Althusser, escribe: «... el binomio ‘humanismo socialista’ encierra en realidad una extraordinaria desigualdad teórica: en el contexto de la concepción marxista, el concepto de socialismo es efectivamente un concepto científico, mientras que el concepto de humanismo es solamente un concepto ideológico».

A pesar de reconocer una fase humanista en el período juvenil de Marx, Althusser continúa: «Desde 1845 Marx rompe radicalmente con toda teoría que fundamente la historia y la política en una esencia del hombre. Esta ruptura única comporta tres aspectos teóricos indisolubles: 1) Formación de una teoría de la historia y de la política fundada en conceptos radicalmente nuevos, conceptos tales como: formación social, fuerzas productivas, relaciones de producción, superestructura, ideologías, determinación en última instancia por obra de la economía, determinación específica de los otros niveles, etc. 2) Crítica radical de las pretensiones teóricas de todo humanismo filosófico. 3) Definición del humanismo como ideología».[30]

Althusser sostiene, entonces, que en la producción de Marx existe un momento de ruptura y de cambio, una especie de conversión de una fase humanista a una estrictamente científica. Con la elaboración de los conceptos clave del materialismo histórico y la crítica de los humanismos filosóficos, Marx se colocaría más allá de cualquier concepción ideológica, o sea, no fundada sobre un análisis científico de los fenómenos económicos que son la base de la evolución histórica.

Ésta es la “teoría de los dos Marx” (el joven, todavía ideólogo y el maduro, verdaderamente científico), que sustancialmente se alínea con la teoría “oficial” del partido marxista-leninista soviético. Las consecuencias que el filósofo francés deriva de esta posición son las siguientes: «Todo pensamiento que se remita a Marx para restaurar, de un modo u otro, una antropología o un humanismo filosóficos, no sería teóricamente más que polvo. Pero, prácticamente, erigiría un monumento de ideología premarxista que pesaría gravemente sobre la historia real y que podría arrastrarla a un callejón sin salida».[31] «Una (eventual) política marxista de la ideología humanista, o sea una actitud política con respecto al humanismo —política que puede ser rechazo o crítica, uso o sostén, desarrollo o renovación de las formas actuales de la ideología humanista en el campo ético-político—, una tal política no es entonces posible a menos que cumpla con la condición absoluta de estar fundada en la filosofía marxista, cuya premisa es el antihumanismo teórico».[32]

Es así que Althusser, haciéndose intérprete de lo que considera el pensamiento original de Marx, niega decididamente que el marxismo sea un humanismo. Por el contrario, considera que el marxismo, por ser una “ciencia” de la sociedad y de la historia, es necesariamente un antihumanismo. La relación política del marxismo con cualquier tipo de humanismo puede, desde este punto de vista, ser táctica, es decir que según las circunstancias puede comportar un rechazo o un apoyo, etc.; pero debe quedar siempre en claro que marxismo y humanismo son antitéticos.

De todo lo que hemos dicho hasta ahora resulta evidente cuán divergentes son las evaluaciones que los mismos marxistas han hecho del significado general de la obra de Marx. Y en años más recientes, el hecho de que su pensamiento pueda ser considerado un humanismo divide a los intérpretes en dos facciones irreconciliables. Es cierto que en la historia de la filosofía no faltan ejemplos análogos: basta pensar en la variedad de interpretaciones que de Aristóteles dio el mundo antiguo y el medieval. Pero, en general, aparecen nuevas interpretaciones de una doctrina cuando ésta comienza a operar en un contexto histórico-cultural distinto de aquél que le dio origen.

El aspecto singular, en el caso del marxismo, reside en el hecho de que dos interpretaciones opuestas aparecieron casi simultáneamente en el ámbito cultural originario. Como hemos visto, ya en el área de influencia alemana el marxismo ha sido entendido, por una parte, como una teoría materialista de la sociedad de tipo científico, fundada sólo en el estudio de relaciones deterministas de causa-efecto y por lo tanto carente, en cuanto ciencia, de juicios de valor y, por otra parte, se lo ha visto como una crítica de la sociedad burguesa alienada, crítica que, como tal, presupone una confrontación con un sistema de valores considerados superiores.

En el primer caso, la teoría de la alienación o la dialéctica misma se relegan al márgen de la obra de Marx. En el segundo caso, son sus aspectos “científicos” los que se dejan de lado como elementos caducos y superados.

Pero si se analiza la cuestión con detenimiento, esta duplicidad interpretativa parece derivar de una ambigüedad de fondo que caracteriza a toda la obra de Marx. Como hemos observado, Marx ha combinado positivismo con idealismo, el reino de los hechos y las causas con el de los fines y los valores. Por un lado, ha intentado investigar los mecanismos y los nexos causales que operan en las formaciones económico-sociales y que producen su transformación; ha pretendido estudiar la sociedad humana como lo hace un investigador que escruta fríamente un fenómeno natural, describiendo con precisión y desapego sus características y leyes. Pero esta actitud, si es coherente, no permite juzgar a las distintas conformaciones económico-sociales en base a un ideal ético: el estudio de los nexos evolutivos entre especies de primates o de insectos sometidos a la presión del ambiente no puede comportar un juicio moral sobre las mismas.

Pero Marx, por otro lado, ha sido el filósofo de su tiempo que con mayor fuerza ha denunciado la alienación y la cosificación del hombre, su deshumanización en un mundo trastornado. Su indignación ante la explotación y la miseria del proletariado industrial, su desprecio por la hipocresía de la clase burguesa y de sus ideólogos, su llamado a la praxis conciente para la transformación de una realidad social inhumana constituyen una de las críticas morales más duras a la sociedad capitalista. En realidad, toda su concepción filosófica, está impregnada de una tensión ideal y de una promesa escatológica. Para Marx, el hombre que recorre el largo camino de la historia es una criatura mutilada, expropiada de su verdadera esencia: el trabajo social y solidario para humanizar la naturaleza. Porque el hombre es señor y dios; es el centro de la naturaleza. Pero esta historia de lágrimas y sangre, de extrañamiento y dominio, que es la historia de la humanidad, llegará a un término: al final de la Historia, la sociedad ideal, el reino de la libertad —el comunismo— sanará todas las laceraciones, reconciliando al hombre consigo mismo, con los otros hombres y con la naturaleza.

Es evidente que tanto la dimensión humanista cuanto la escatológica (que deriva claramente de Hegel) mal se concilian con la pretensión de describir científicamente los fenómenos económico-sociales, ya que se basan en juicios de valor, en fines, en lo que Marx mismo ha llamado ideologías.

Si este análisis es correcto, es posible decir en síntesis que Marx, por un lado, asimila el ser humano a un ente natural cualquiera y, por otro, lo coloca al centro de la naturaleza y de la historia como valor supremo. Marx oscila continuamente —a menudo incoherentemente— entre estas dos concepciones opuestas del hombre. En su esfuerzo por conciliarlas, Marx intenta demostrar que la historia, aunque se fundamente en rígidas leyes de necesidad, tiende a realizar un Fin Último: la libertad humana. Si se considera a estas dos concepciones del hombre en menoscabo una de otra, la doctrina marxista puede ser interpretada en dos modos divergentes: como materialismo o como humanismo. Si se la entiende como un materialismo, la doctrina marxista se expone a la misma crítica que Marx lanzaba contra la sociedad burguesa capitalista: el reducir el ser humano a objeto, a cosa. Efectivamente, como Sartre ha escrito en su polémica contra el marxismo interpretado de este modo: «Todo materialismo tiene por efecto el considerar a los hombres, incluso al materialista mismo, como objetos, es decir, como una suma de reacciones determinadas que en nada se distinguen de la suma de las cualidades y los fenómenos que conforman una mesa, una silla o una piedra».[33]

Si, en cambio, se lo entiende como un humanismo, el marxismo ya no puede ser presentado como un ciencia, fundada sobre hechos y leyes de la sociedad y la historia, sino que puede sólo desempeñar el rol de una interpretación.

Notas:

[1] Cfr. sobre este punto el artículo de L. Colletti, Marxismo en Enciclopedia del Novecento, vol. IV, Roma 1979.
[2] K. Marx. Zur Kritik der politischen Oekonomie. Traducción italiana de B. Spagnuolo Vigorita, Roma 1976, pág. 31.
[3] Ibid.
[4] K. Marx. Deutche Ideologie. Trad. italiana de F. Codino, Roma 1969, págs. 28-29.
[5] K. Marx. Zur Kritik de politischen Oeconomie, trad. cit., pág. 32.
[6] Carta de F. Engels a J. Bloch del 21 de septiembre de 1890. En: K. Marx e F. Engels. Sul materialismo storico, Roma 1958, págs. 91-95.
[7] La expresión es de T. Adorno.
[8] Fragmento del Antidühring de F. Engels citado por J. Monod como ejemplo de “proyección animística” en las ideas científicas, en Le hazard et la nécessité, trad. ital. de A. Busi, Milán 1970, pág. 42.
[9] Para un análisis de las distorsiones del marxismo soviético, cfr. H. Marcuse. Soviet Marxism, New York 1958.
[10] K. Marx. Oekonomisch-philosophische Manuskripte aus dem Jahre 1844, trad. ital. de N. Bobbio, Torino 1968, pág. 171.
[11] Ibid., pág. 172.
[12] Ibid., pág. 174.
[13] Ibid., pág. 185.
[14] Ibid., pág. 125.
[15] Ibid., pág. 79.
[16] Fragmento de una Introducción a la Crítica de la filosofía del derecho escrito por K. Marx en 1857. Citado por R. Mondolfo, Umanesimo di Marx, Torino 1968, pág. 337. También en Grundrisse, trad. it. di E. Grillo, Florencia, 1978, Vol. I, pág. 5.
[17] K. Marx. Thesen über Feuerbach, VI tesis. Traducción italiana de M. Rossi, Roma 1950, pág. 84.
[18] Texto inédito de los Manuscritos, MEGA, I, 3, págs. 535-536, citado por J. O’Malley en su Introducción a Critique of Hegel’s Philosophy of Right de K. Marx, Cambridge 1970, pág. XLIII.
[19] K. Marx. Manuskripte, trad. cit., pág. 113.
[20] Fragmento de un comentario a Elementos de Economía Política de James Mill escrito por K. Marx en 1844-45, citado por R. Mondolfo en Umanesimo di Marx, op. cit. pág. 340-341.
[21] K. Marx. Manuskripte, trad. cit. pág. 127.
[22] Ibid., pág. 116.
[23] Ibid., págs. 118-119
[24] Ibid., pág. 117.
[25] Ibid., pág. 111.
[26] K. Marx. Thesen über Feuerbach. Tesis VIII y XI
[27] Ibid. Tesis III.
[28] K. Marx. Manuskripte, trad. cit. Pág. 172.
[29] R. Mondolfo, Umanesimo di Marx, cit. Pág. 312-313.
[30] L. Althusser, Pour Marx, París 1965, trad. ital. de F. Madonia, Roma 1967, pág. 202-203.
[31] Ibid., pág. 205.
[32] Ibid., pág. 206.
[33] J.P.Sartre, L’existentialisme est un humanisme, París 1946, trad. ital. de G. Mursia Re, Milán 1978, pág. 84.

Escepticismo


La carga del escepticismo
Carl Sagan

¿Qué es el escepticismo? No es nada esotérico. Nos lo encontramos a diario. Cuando compramos un coche usado, si tenemos el mínimo de sensatez, emplearemos algunas habilidades escépticas residuales (las que nos haya dejado nuestra educación). Podrías decir: «Este tipo es de apariencia honesta. Aceptaré lo que me ofrezca.» O podrías decir: «Bueno, he oído que de vez en cuando hay pequeños engaños relacionados con la venta de coches usados, quizá involuntarios por parte del vendedor», y luego hacer algo. Le das unas pataditas a los neumáticos, abres las puertas, miras debajo del capó. (Podrías valorar cómo anda el coche aunque no supieses lo que se supone que tendría que haber debajo del capó, o podrías traerte a un amigo aficionado a la mecánica.) Sabes que se requiere algo de escepticismo, y comprendes por qué. Es desagradable que tengas que estar en desacuerdo con el vendedor de coches usados, o que tengas que hacerle algunas preguntas a las que es reacio a contestar. Hay al menos un pequeño grado de confrontación personal relacionado con la compra de un coche usado y nadie afirma que sea especialmente agradable. Pero existe un buen motivo para ello, porque si no empleas un mínimo de escepticismo, si posees una credulidad absolutamente destrabada, probablemente tendrás que pagar un precio tarde o temprano. Entonces desearás haber hecho una pequeña inversión de escepticismo con anterioridad.

Ahora bien, esto no es algo en lo que tengas que emplear cuatro años de carrera para comprenderlo. Todo el mundo lo comprende. El problema es que los coches usados son una cosa, y los anuncios de televisión y los discursos de presidentes y líderes políticos son otra. Somos escépticos en algunas cosas, pero, desafortunadamente, no en otras.

Por ejemplo, hay un tipo de anuncio de aspirina que revela que el producto de la competencia sólo tiene una cierta cantidad del ingrediente analgésico que los médicos recomiendan (no te dicen cuál es el misterioso ingrediente), mientras que su producto tiene una cantidad dramáticamente superior (de 1,2 a 2 veces más por cada pastilla). Por tanto deberías comprar su producto. Pero ¿por qué no simplemente tomar dos pastillas de la competencia? Nadie te ha dicho que preguntes. No apliques escepticismo en este asunto. No pienses. Compra.

Las afirmaciones de los anuncios comerciales constituyen pequeños engaños. Nos hacen gastar algo más de dinero, o nos inducen a comprar un producto algo inferior. No es tan terrible. Pero considera esto: Tengo aquí el programa de este año de la Expo Whole Life de San Francisco. Veinte mil personas asistieron a la del año pasado. He aquí algunas de las presentaciones: «Tratamientos Alternativos para Enfermos de sida: reconstruirá las defensas naturales y prevendrá crisis del sistema inmunitario-aprende sobre los últimos avances que los medios han ignorado por completo.» Me parece que esa presentación podría causar graves daños. «Cómo las Proteínas Sanguíneas Atrapadas Producen Dolor y Sufrimiento.» «Cristales: ¿Son Talismanes o Piedras?» (Yo tengo mi propia opinión) Dice: «Al igual que un cristal enfoca ondas de sonido y luz para la radio y la televisión» las radios de galena tienen bastante tiempo- «también podría amplificar las vibraciones espirituales del hombre desintonizado». Apuesto a que muy pocos de vosotros estáis desintonizados. O esta otra: «El Retorno de la Diosa, Ritual de Presentación.» Otra: «Sincronicidad, la Experiencia de Reconocimiento.» Esa la da el «Hermano Charles». O, en la siguiente página: «Tú, Saint-Germain, y Cómo Curarse Mediante la Llama Violeta.» Sigue y sigue, con montones de anuncios acerca de las oportunidades (que van desde lo dudoso a lo espurio) disponibles en la Expo Whole Life.

Si tuvieras que bajar a la Tierra en cualquier momento del dominio humano, te encontrarías con un conjunto de sistemas de creencia populares, más o menos similares. Cambian, a veces rápidamente, a veces en una escala de varios años: pero, a veces, sistemas de creencia de este tipo duran muchos miles de años. Al menos unos cuantos están siempre presentes. Creo que es razonable preguntarse por qué. Somos Homo Sapiens. Ésa es nuestra característica diferenciadora, eso de sapiens. Se supone que somos listos. Entonces ¿por qué nos rodea siempre todo ese tema? Bueno, por una parte, muchos de esos sistemas de creencia tratan necesidades humanas reales que no se presentan en nuestra sociedad. Existen necesidades médicas insatisfechas, necesidades espirituales, y necesidades de comunicación con el resto de la comunidad humana. Puede que haya más de esos defectos en nuestra sociedad que en muchas otras de la historia de la humanidad. Por tanto, es razonable para la gente probar y hurgar en varios sistemas de creencia, para ver si ayudan en algo.

Por ejemplo, tomemos una manía de moda: la canalización. Tiene como premisa fundamental, al igual que el espiritualismo, que, cuando morimos, no desaparecemos exactamente, sino que una parte de nosotros continúa. Esa parte, dicen, puede retomar el cuerpo de un humano u otras criaturas en el futuro, y por tanto, personalmente, la muerte pierde mucha amargura para nosotros. Y lo que es más, tenemos una oportunidad, si los argumentos de la canalización son ciertos, de contactar con seres queridos que han muerto.

Hablando personalmente, yo estaría encantado de que la reencarnación fuese cierta. Perdí a mis dos padres en los últimos años, y me encantaría tener una pequeña conversación con ellos, para decirles cómo están los niños y asegurarme de que todo va bien dondequiera que estén. Eso toca algo muy profundo. Pero, al mismo tiempo, y precisamente por esa razón, sé que hay gente que intenta beneficiarse de las vulnerabilidades de los afligidos. Mejor que los espiritualistas y los canalizadores tengan un argumento convincente.

O tomemos la idea de que, pensando mucho sobre formaciones geológicas, podemos decir dónde hay depósitos de mineral o petróleo. Uri Geller afirma eso. Ahora bien, si eres un ejecutivo de una compañía de exploración de mineral o petróleo, tus garbanzos dependen de que encuentres los minerales o el petróleo: por tanto, gastar cantidades triviales de dinero, comparadas con lo que te gastas a menudo en exploración geológica, en este caso para encontrar físicamente los depósitos, no suena tan mal. Podrías caer en la tentación.

O tomemos a los OVNIs, el argumento de que nos están visitando continuamente seres de otros mundos en naves espaciales. Encuentro esto muy emocionante. Al menos es una ruptura con lo ordinario. He empleado una buena cantidad de tiempo en mi vida científica trabajando en el tema de la búsqueda de inteligencia extraterrestre. Piensa cuánto esfuerzo podría ahorrarme si esos tipos están visitándonos. Pero cuando podemos reconocer alguna vulnerabilidad emocional relacionada con una pretensión, es cuando tenemos que hacer los esfuerzos más firmes de escrutinio escéptico. En esa situación es cuando pueden aprovecharse de nosotros.

Ahora reconsideremos la canalización. Hay una mujer en el Estado de Washington que afirma entrar en contacto con alguien que tiene 35.000 años de edad: Ramtha (quien, por cierto, habla muy bien inglés con lo que me parece un acento indio). Supongamos que tenemos a Ramtha aquí y supongamos que Ramtha es cooperativo. Podríamos hacer algunas preguntas: ¿Cómo sabemos que Ramtha vivió hace 35.000 años? ¿Quién está llevando la cuenta de los milenios que se interponen? ¿Cómo es que son exactamente 35.000 años? Eso es un número muy redondo. ¿35.000 más qué, o menos qué? ¿Cómo eran las cosas hace 35.000 años? ¿Cómo era el clima? ¿Dónde vivió Ramtha? (Sé que habla inglés con un acento indio, pero ¿dónde se hablaba así hace 35.000 años?) ¿Qué come Ramtha? (Los arqueólogos saben algo sobre lo que comía la gente por aquel entonces.) Tendríamos una buena oportunidad de descubrir si sus afirmaciones son ciertas. Si fuera realmente alguien de hace 35.000 años, podríamos aprender mucho sobre hace 35.000 años. Por tanto, de una manera u otra, o Ramtha es realmente alguien de hace 35.000 años, en cuyo caso descubriremos algo sobre ese periodo (que es anterior a la glaciación de Wisconsin, una época interesante), o es un farsante y se equivocará. ¿Cuáles son los idiomas indígenas, cómo es la estructura social, con quién más vive Ramtha (hijos, nietos), cuál es el ciclo de vida, la mortalidad infantil, qué ropas lleva, cuál es su esperanza de vida, qué armas, plantas y animales hay? Dinos. En cambio, lo que oímos son las homilías más banales, indistinguibles de las que los supuestos ocupantes de los OVNIs les dicen a los pobres humanos que afirman haber sido abducidos por ellos.

Ocasionalmente, por cierto, recibo una carta de alguien que está en contacto con un extraterrestre que me invita a «preguntar lo que sea». Así que tengo una lista de preguntas. Los extraterrestres están muy avanzados, recordemos. Por tanto pregunto cosas como: «Por favor, denme una demostración simple del Último Teorema de Fermat.» O de la Conjetura de Goldbach. Y luego tengo que explicar qué son estas cosas, porque los extraterrestres no las llamarán Último Teorema de Fermat, así que escribo la pequeña ecuación con sus exponentes. Nunca recibo respuesta. Por otra parte, si le pregunto algo como «¿Deberíamos ser buenos los humanos?», siempre recibo respuesta. Pienso que se puede deducir algo de esta habilidad diferenciada para contestar preguntas. Si son cosas imprecisas y vagas, están encantados de responder, pero si es algo específico, que dé ocasión a descubrir si saben algo realmente, sólo hay silencio.

El científico francés Henri Poincarè hizo una observación sobre por qué la credulidad está tan extendida: «También sabemos lo cruel que es la verdad a menudo, y nos preguntamos si el engaño no es más consolador.» Eso es lo que he intentado decir con mis ejemplos. Pero no creo que ésa sea la única razón por la que la credulidad está extendida. El escepticismo desafía a instituciones establecidas. Si enseñamos a todo el mundo, digamos a los estudiantes de instituto, el hábito de ser escépticos, quizá no limiten su escepticismo a los anuncios de aspirinas y a los canalizadores de 35.000 años. Puede que empiecen a hacerse inoportunas preguntas sobre las instituciones económicas, o sociales, o políticas o religiosas. ¿Luego dónde estaremos?

El escepticismo es peligroso. Ésa es precisamente su función, en mi opinión. Es menester del escepticismo el ser peligroso. Y es por eso que hay una gran renuencia a enseñarlo en las escuelas. Es por eso que no encontramos un dominio general del escepticismo en los medios. Por otra parte, ¿cómo evitaremos un peligroso futuro si no poseemos las herramientas intelectuales elementales para hacer preguntas agudas a aquéllos que están nominalmente al cargo, especialmente en una democracia?

Creo que éste es un buen momento para reflexionar sobre el tipo de problema nacional que se podría haber evitado si el escepticismo estuviese más disponible en la sociedad americana. El fiasco de Irán/Nicaragua es un ejemplo tan obvio que no tomaré ventaja de nuestro pobre y hostigado presidente (Reagan) hablando sobre ello. La resistencia de la Administración a un Tratado de Prohibición de Pruebas Nucleares y su continua pasión por aumentar las armas nucleares (uno de los pilotos principales en la carrera nuclear) bajo el pretexto de estar más seguros es otro asunto semejante. También lo es La Guerra de las Galaxias. Los hábitos de pensamiento escéptico que fomenta el CSICOP tienen relevancia para asuntos de la mayor importancia para la nación. Hay tantas tonterías promulgadas por los partidos políticos que el hábito de escepticismo imparcial debería declararse un objetivo nacional esencial para nuestra supervivencia.

Quiero decir algo más sobre la carga del escepticismo. Se puede coger un hábito de pensamiento en el que te diviertes burlándote de toda la gente que no ve las cosas tan bien como tú. Esto es un peligro social potencial, presente en una organización como el CSICOP. Tenemos que protegernos cuidadosamente de esto.

Me parece que lo que se necesita es un equilibrio exquisito entre dos necesidades conflictivas: el mayor escrutinio escéptico de todas las hipótesis que se nos presentan, y al mismo tiempo una actitud muy abierta a las nuevas ideas. Obviamente, estas dos maneras de pensar están en cierta tensión. Pero si sólo puedes ejercitar una de ellas, sea cual sea, tienes un grave problema.

Si sólo eres escéptico, entonces no te llegan nuevas ideas. Nunca aprendes nada nuevo. Te conviertes en un viejo cascarrabias convencido de que la estupidez gobierna el mundo. (Existen, por supuesto, muchos datos que te apoyan.) Pero de vez en cuando, quizá uno entre cien casos, una nueva idea resulta estar en lo cierto, ser válida y maravillosa. Si tienes demasiado arraigado el hábito de ser escéptico en todo, vas a pasarla por alto o tomarla a mal, y en ningún caso estarás en la vía del entendimiento y del progreso.

Por otra parte, si eres receptivo hasta el punto de la mera credulidad y no tienes una pizca de sentido del escepticismo, entonces no puedes distinguir las ideas útiles de las inútiles. Si todas las ideas tienen igual validez, estás perdido, porque entonces, me parece, ninguna idea tiene validez alguna.

Algunas ideas son mejores que otras. El mecanismo para distinguirlas es una herramienta esencial para tratar con el mundo y especialmente para tratar con el futuro. Y es precisamente la mezcla de estas dos maneras de pensar el motivo central del éxito de la ciencia.

Los científicos realmente buenos practican ambas. Por su cuenta, cuando hablan consigo mismos, amontonan grandes cantidades de nuevas ideas y las critican implacablemente. La mayoría de ellas nunca llega al mundo exterior. Sólo las ideas que pasan por rigurosos filtros salen y son criticadas por el resto de la comunidad científica. A veces ocurre que las ideas que son aceptadas por todo el mundo resultan ser erróneas, o al menos parcialmente erróneas, o al menos son reemplazadas por ideas de mayor generalidad. Y, aunque, por supuesto, existen algunas pérdidas personales (vínculos emocionales con la idea de que tú mismo has jugado un papel inventivo), no obstante la ética colectiva es que, cada vez que una idea así es derribada y reemplazada por algo mejor, la misión de la ciencia ha salido beneficiada. En ciencia, ocurre a menudo que los científicos dicen: «¿Sabes?, ése es un gran argumento; yo estaba equivocado.» Y luego cambian su mentalidad y jamás se vuelve a escuchar de sus bocas esa vieja opinión. Realmente hacen eso. No ocurre tan a menudo como debiera, porque los científicos son humanos y el cambio es a veces doloroso. Pero ocurre a diario. No soy capaz de recordar la última vez que pasó algo así en la política o en la religión. Es muy raro que un senador, por ejemplo, responda: «Ese es un buen argumento. Voy a cambiar mi afiliación política.»

Me gustaría decir unas cuantas cosas sobre las estimulantes sesiones sobre la búsqueda de inteligencia extraterrestre (SETI) y sobre el lenguaje animal en nuestra conferencia del CSICOP. En la historia de la ciencia, existe un instructivo desfile de importantes batallas intelectuales que resultan tratar todas ellas sobre lo centrales que son los seres humanos. Podríamos llamarlas batallas sobre la presunción anti-copernicana.

He aquí algunas de las cuestiones:


Somos el centro del Universo. Todos los planetas y las estrellas y el Sol y la Luna giran alrededor nuestro. (Chico, debemos ser realmente especiales.)
Ésa era la creencia impuesta (Aristarco aparte) hasta la época de Copérnico. Le gustaba a mucha gente porque les daba una posición central personalmente injustificada en el Universo. El mero hecho de estar en la Tierra te hacía privilegiado. Eso te hacía sentir bien. Luego llegó la prueba de que la Tierra era sólo un planeta y de que esos puntos brillantes en movimiento eran también panetas. Decepcionante. Incluso deprimente. Mejor cuando éramos centrales y únicos.


Pero al menos nuestro Sol está en el centro del Universo.
No, esas otras estrellas también son soles, y lo que es más, nos encontramos en las afueras de la galaxia. No estamos nada cerca del centro de la galaxia. Muy deprimente.


Bueno, al menos la Vía Láctea está en el centro del Universo.
Luego un poco más de progreso científico. Descubrimos que no existe eso del centro del Universo. Lo que es más, hay cien mil millones de galaxias más. Ésta no tiene nada de especial. Completamente deprimente.


Bueno, al menos nosotros, los humanos, somos el pináculo de la creación. Somos aparte. Todas esas criaturas, las plantas y los animales, son inferiores. Nosotros somos superiores, no tenemos conexión con ellos. Todo ser viviente ha sido creado separadamente.
Luego viene Darwin. Descubrimos una continuidad evolucionaria. Estamos relacionados estrechamente con las otras bestias y vegetales. Lo que es más, nuestros parientes biológicos más cercanos son los chimpancés. Esos son nuestros parientes más cercanos (¿esos bichos?) Es una vergüenza. ¿Has ido alguna vez al zoo y los has visto? ¿Sabes lo que hacen? Imagina lo embarazosa que era esta verdad en la Inglaterra victoriana, cuando Darwin tuvo esta idea.


Hay otros ejemplos importantes (sistemas de referencia privilegiados en física y la mente inconsciente en psicología) que pasaré por alto.

Mantengo que en la tradición de este largo conjunto de debates (cada uno de los cuales ha sido ganado por los copernicanos, por los tipos que dicen que no hay nada especial en nosotros), hubo una nota callada profundamente emocional en los debates de las dos sesiones del CSICOP que he mencionado. La búsqueda de inteligencia extraterrestre y el análisis de un posible lenguaje animal hieren a uno de los sistemas de creencia pre-copernicanos que quedan:


Al menos somos las criaturas más inteligentes de todo el Universo.
Si no existen más chicos listos en ninguna parte, aunque estemos relacionados con los chimpancés, aunque estemos en las afueras de un universo vasto y tremendo, al menos todavía nos queda algo especial. Pero, en el momento que encontremos inteligencia extraterrestre, se perderá el último pedazo de presunción. Creo que parte de la resistencia a la idea de la inteligencia extraterrestre es debida a la presunción anti-copernicana. Asimismo, sin tomar ninguna postura en el debate de si hay otros animales (los primates superiores, especialmente los grandes monos) inteligentes o con un lenguaje, es claramente, a nivel emocional, la misma cuestión. Si definimos a los humanos como criaturas que tienen lenguaje y nadie más tiene lenguaje, al menos somos únicos en ese aspecto. Pero si resulta que todos esos sucios, repugnantes y graciosos chimpancés pueden, con el Ameslan o de cualquier otra manera, comunicar ideas, entonces ¿qué nos queda de especial a nosotros? En los debates científicos existen, a menudo inconscientemente, impulsoras predisposiciones emocionales sobre estas cuestiones. Es importante darse cuenta de que los debates científicos, al igual que los debates pseudocientíficos, pueden llenarse de emociones por todas estas razones.


Ahora echemos un vistazo más de cerca a la búsqueda de inteligencia extraterrestre por radio. ¿En qué se diferencia de la pseudociencia? Dejadme contar un par de casos reales. A principios de los sesenta, los soviéticos ofrecieron una rueda de prensa en Moscú en la que anunciaron que una fuente distante de radio, llamada CTA-102, estaba variando sinusoidalmente, como una onda seno, con un periodo de unos 100 días. ¿Por qué convocaron una rueda de prensa para anunciar que una fuente distante de radio estaba variando? Porque pensaban que era una civilización extraterrestre de inmenso poder. Eso se merece convocar una rueda de prensa. Esto es incluso anterior a la existencia de la palabra cuásar. Hoy sabemos que CTA-102 es un cuásar. No sabemos muy bien lo que es un cuásar: y existe más de una explicación para ellos mutuamente exclusiva en la literatura científica. No obstante, pocos consideran seriamente que un cuásar, como CTA-102, sea una civilización galáctica extraterrestre, porque hay un número de explicaciones alternativas de sus propiedades que son más o menos consistentes con las leyes físicas que conocemos sin evocar a la vida alienígena. La hipótisis extraterrestre es una hipótesis de último recurso. Sólo si falla todo lo demás se acude a ella.

Segundo ejemplo: en 1967, científicos británicos encontraron una fuente de radio cercana que fluctuaba en un periodo de tiempo mucho más corto, con un periodo constante de hasta diez cifras significativas. ¿Qué era? Su primer pensamiento fue que era algo como un mensaje que se nos estaba enviando, o un faro de navegación interestelar para las naves espaciales que volaban entre las estrellas. Incluso le dieron, entre los de la Universidad de Cambridge, el pervertido nombre de LGM-1 (Little Green Men, u Hombrecillos Verdes). Sin embargo (eran más listos que los soviéticos), no convocaron una rueda de prensa, y pronto se hizo claro que lo que tenían era lo que ahora se llama un púlsar. De hecho fue el primer púlsar, el púlsar de la Nebulosa Cangrejo. Bueno, ¿qué es un púlsar? Un púlsar es una estrella comprimida hasta el tamaño de una ciudad, soportada como no lo está ninguna otra estrella, no por presión gaseosa, no por exclusión electrónica, sino por las fuerzas nucleares. Es, en cierto sentido, un núcleo atómico del tamaño de Pasadena. Sostengo que esa es una idea al menos tan rara como la del faro de navegación interestelar. La respuesta a lo que es un púlsar tiene que ser algo muy extraño. No es una civilización extraterrestre, es otra cosa: pero otra cosa que abre nuestros ojos y mentes e indica posibilidades en la naturaleza que nunca habríamos adivinado.

Luego está la cuestión de los falsos positivos. Frank Drake en su original experimento Ozma, Paul Horowitz en el programa META (Megachannel Extraterrestrial Assay) patrocinado por la Sociedad Planetaria, el grupo de la Universidad de Ohio y muchos otros grupos han recibido señales que han hecho palpitar sus corazones. Piensan por un momento que han captado una señal genuina. En algunos casos no tenemos la menor idea de lo que fue; las señales no se han repetido. La noche siguiente apuntas el mismo telescopio al mismo punto en el cielo con la misma modulación y la misma frecuencia, y lo pasa-bandas todo de la misma manera, y no oyes nada. No publicas esos datos. Puede ser un mal funcionamiento del sistema de detección. Puede ser un avión militar AWACS revoloteando y emitiendo en canales de frecuencia supuestamente reservados para la radioastronomía. Puede ser un aparato de diatermia en la misma calle. Hay muchas posibilidades. No se declara inmediatamente que has descubierto inteligencia extraterrestre sólo porque has encontrado una señal anómala.

Y si se repitiese, ¿lo anunciarías? No. Puede ser una broma. Puede ser algo que le pasa a tu sistema y que no eres capaz de descifrar. En cambio, llamarías a los científicos de un montón de radiotelescopios y les dirías que en ese punto particular del cielo, a esa frecuencia, modulación, y banda y todo eso, pareces captar algo curioso. ¿Por favor, podrían mirar si captan algo parecido? Y sólo si obtienen la misma información varios observadores independientes del mismo punto del cielo piensas que tienes algo. Aun entonces sigues sin saber que ese algo es inteligencia extraterrestre, pero al menos has podido determinar que no es algo de la Tierra. (Y también que no es algo en órbita terrestre; está más lejos que eso.) Este es el primer plan de acción que se requiere para asegurarse de que realmente tienes una señal de una civilización extraterrestre.

Fíjate que hay una cierta disciplina implicada. El escepticismo impone una carga. No puedes salir y gritar pequeños hombrecillos verdes, porque vas a parecer muy tonto, como les pasó a los soviéticos con el CTA-102, que resultó ser algo muy distinto. Es necesaria una cautela especial cuanto las implicaciones son de tanta importancia como aquí. No estamos obligados a decidirnos por algo en cuanto tenemos unos datos. No pasa nada por no estar seguros.

Me suelen preguntar: «¿Crees que existe inteligencia extraterrestre?» Y yo respondo con los argumentos habituales. Hay un montón de lugares allá afuera, miles de millones. Luego digo que me sorprendería mucho que no existiese inteligencia extraterrestre, pero que por supuesto no tenemos pruebas concluyentes de ello. Y luego me preguntan: «Vale, pero ¿qué es lo que crees realmente?» Y respondo: «Ya te he dicho lo que creo.» «Sí, pero ¿qué te dicen tus entrañas?» Pero yo no intento pensar con mis entrañas. En serio, es mejor reservarse la opinión hasta que tengamos pruebas.

Después de que se publicase mi artículo «El Arte de la Detección de Camelos» en Parade (1 feb. 1987), recibió, como puedes imaginar, un montón de cartas. Parade es leído por 65 millones de personas. En el artículo di una larga lista de cosas que eran presuntos o demostrados camelos (treinta o cuarenta). Los defensores de todas esas cosas resultaron uniformemente ofendidos, por lo que recibí montones de cartas. También ofrecí un conjunto de instrucciones muy elementales acerca de cómo tratar a los camelos (los argumentos de una autoridad no valen, todos los pasos de una cadena de evidencias tienen que ser válidos, etcétera). Mucha gente contestó diciendo: «Tiene usted toda la razón en las generalidades; desafortunadamente, eso no es aplicable a mi doctrina particular.» Por ejemplo, uno de ellos decía que la idea de que existe inteligencia extraterrestre fuera de la Tierra es un ejemplo de excelente camelo. Concluía: «Estoy tan seguro de esto como de cualquier otra cosa en mi experiencia. No hay vida consciente en otro lugar del Universo. El Hombre vuelve así a su legítima posición en el centro del Universo.»

Otro remitente también estaba de acuerdo con todas mis generalidades, pero decía que, como escéptico empedernido, yo había cerrado mi mente a la verdad. Más notablemente, he ignorado la evidencia de que la Tierra tiene seismil años de antigüedad. Bueno, no la he ignorado; he considerado la supuesta evidencia y luego la he rechazado. Existe una diferencia, y ésta es una diferencia, podríamos decir, entre prejuicio y postjuicio. Prejuicio es hacer un juicio antes de considerar los hechos. Postjuicio es hacer un juicio después de considerarlos. El prejuicio es terrible, en el sentido de que se cometen injusticias y graves errores. El postjuicio no es terrible. Por supuesto, no puedes ser perfecto; también puedes cometer errores. Pero es permisible hacer un juicio después de haber examinado la evidencia. En algunos círculos incluso se fomenta.

Creo que parte de lo que impulsa a la ciencia es la sed de maravilla. Es una emoción muy poderosa. Todos los niños la sienten. En una clase de parvulario, todos la sienten; en una clase de bachillerato casi nadie la siente, o siquiera la reconoce. Algo pasa entre el parvulario y el bachillerato, y no es sólo la pubertad. No sólo los colegios y los medios no enseñan mucho escepticismo, tampoco se fomenta mucho este emocionante sentido de lo maravilloso. Ambas ciencia y pseudociencia despiertan ese sentimiento. Una pobre popularización de la ciencia establece un nicho ecológico para la pseudociencia.

Si la ciencia se explicase a la gente de a pie de una manera accesible y excitante, no habría sitio para la pseudociencia. Pero existe una especie de Ley de Gresham por la que, en la cultura popular, la mala ciencia expulsa a la buena. Y por esto pienso que tenemos que culpar, primero, a la comunidad científica por no hacer un mejor trabajo popularizando la ciencia, y segundo, a los medios, que a este respecto son casi por completo inútiles. Todo periódico americano tiene una columna diaria de astrología. ¿Cuántos tienen siquiera una columna semanal de astronomía? Y también pienso que es culpa del sistema educativo. No enseñamos a pensar. Esto es un error muy serio que podría incluso, en un mundo infestado con 60.000 armas nucleares, comprometer el futuro de la humanidad.

Sostengo que hay mucha más maravilla en la ciencia que en la pseudociencia. Y además, en la medida que esto tenga algún significado, la ciencia tiene como virtud adicional (y no es una despreciable) su veracidad.



Cosmovisiones



Las cuatro cosmovisiones actuales
Juan Lorda

1. La analogía y los niveles fundamentales de la experiencia.

Uno de los instrumentos más importantes del conocimiento humano es la analogía. Amplía enormemente nuestras capacidades y da una increible plasticidad a nuestra inteligencia. Se utiliza espontáneamente en todos los ámbitos del conocimiento. Tendemos a trasladar nuestra experiencia de un campo a otros, y así podemos afrontar situaciones y problemas nuevos, aplicando analógicamente lo que sabemos. La aplicación de analogías es un formidable instrumento intelectual, aunque también es el origen de algunos espejismos.

Todos los hombres tendemos a hacernos una idea global del mundo, partiendo de nuestra experiencia particular. Es una aspiración natural. Y en los espíritus más poderosos y atrevidos, es casi una necesidad la que conduce a formular las grandes cosmovisiones teóricas. Simplificando un poco, se puede afirmar que cada cosmovisión está construida desde una perspectiva, desde una experiencia básica. Desde ella, se intenta contemplar y explicar toda la realidad. Se le puede llamar, en términos clásicos, el analogatum princeps; es decir, el analogado principal, el punto de partida o referencia de la analogía.

A continuación, vamos a intentar mostrar que las principales cosmovisiones que están actualmente vigentes proceden de ampliar analógicamente a toda la realidad la experiencia de cuatro niveles fundamentales1.

a) - la materia
b) - la vida (el psiquismo inferior)
c) - la conciencia espiritual
d) - la revelación de lo personal

Cada una de estas experiencias básicas da lugar a una cosmovisión. En el pasado, han existido otras, porque, por ejemplo, se tenía una idea mitologizada de la naturaleza; o porque se pensaba que existían muchos dioses (politeísmo). También caben mezclas y derivados, que den lugar a cosmovisiones híbridas. Pero en nuestro siglo, destacan estas cuatro formas fundamentales, especialmente, cuando ha desaparecido el marxismo que ha ejercido una inmensa distorsión del panorama intelectual y político mundial.

Veremos que todas las cosmovisiones tienen razón en lo que afirman: porque se puede contemplar la realidad desde su nivel. Pero también veremos que se equivocan cuando niegan que exista algo superior a su nivel, y deciden encerrarse en el propio campo de experiencia al que están acostumbrados. A este fenómeno, muy común, se le llama reduccionismo, porque reduce la riqueza de la realidad al desconocer los niveles superiores e intentar explicarlos con las categorías que son válidas para los inferiores.

2. El materialismo constructivista

Se puede considerar que esta cosmovisión está muy extendida entre las personas que tienen una formación científica. Consiste en ver toda la realidad desde la experiencia de la bioquímica y la física atómicas.

Casi todas las personas que tienen una formación científica contemplan el mundo como si fuera una inmensa construcción: un conglomerado material íntimamente ordenado. Existía -y todavía existe- un juego muy popular que se llama "Mecano". Es un juego de construcción con piezas metálicas, que permite hacer grúas, coches, puentes, etc. Muchas personas con mentalidad científica tienden a contemplar el mundo como si fuera un enorme "Mecano": un artefacto muy complicado construido con piezas muy sencillas. Todo lo que se construye con él depende absolutamente de las piezas con que se construye. No hay más.

Desde hace dos siglos, las ciencias modernas han descubierto, en sucesivos pasos, la composición del mundo material: tanto de la materia inerte como de la materia viva. Y han llegado a la conclusión de que todo está compuesto de lo mismo. Esta idea ha sido reforzada por la teoría del Big Bang, que habla de un origen común del universo, y de un despliegue de toda la realidad visible a partir de una enorme concentración de energía primitiva (S. Weinberg, Los tres primeros minutos del universo).

Gracias a un formidable empeño científico, sabemos cómo está compuesto casi todo el cosmos visible. Y es muy fácil caer en la tentación de decir que el universo es sólo una inmensa construcción hecha con las piezas elementales que conocemos. Y que todo se puede explicar por las propiedades de esas "piezas" elementales. Exáctamente lo mismo que diríamos sobre un coche construido con el juego del "Mecano". Podríamos asegurar que sólo es un conjunto de piezas, y que las propiedades del coche se explican por las propiedades de las piezas que lo componen. Pero conviene advertir ya, de pasada, que esto supone una reducción sutil, porque un coche no está hecho sólo con las "piezas" del Mecano, sino también con una "idea" de lo que es un coche. Un coche no es sólo un conjunto de piezas, por la misma razón que el Quijote no es sólo un conjunto ordenado de letras. Pero vayamos por partes.

En esta cosmovisión materialista, el analogatum princeps desde el que se contempla toda la realidad, es decir el punto de partida, son las partículas subatómicas que componen los átomos y las moléculas, tal como nos las describe la física. Se quiere ver toda la realidad desde la física y se da por supuesto que todo se puede explicar acudiendo a las propiedades elementales con las que trabajamos en la física. Una roca, una planta, un perro o un hombre son sólo, en definitiva, un enorme compuesto físico-químico. Y las propiedades del conjunto deben depender de las propiedades elementales.

Esta es la tesis de algunos conocidos científicos que han divulgado sus ideas, como los premios nobel Erwin Schrödinger (Qué es la vida) y Jacques Monod (Azar y necesidad), y los astrofísicos Stephen Hawking (Historia del tiempo) y Carl Sagan (Cosmos). Aplican a todo el universo su conocimiento de la composición de la materia, y lo reducen a lo que les resulta más familiar. Todo lo ven desde algunas propiedades de la materia.

Ciertamente, aportan algo cuando afirman que todo lo visible está compuesto de lo mismo. Es una verdad llena de interés. En cambio, son reductivistas cuando dicen que toda la realidad es "sólo" una composición material compleja.

Primero, olvidan la complejidad de la realidad y, en particular, las ideas que dan la posibilidad y forma de las cosas: "ideas" como la del "coche", sin la cual no se puede explicar la posibilidad de la construcción. Se conforman con una explicación "material", pero también la forma de las cosas necesita una explicación. Es evidente que falta algo cuando decimos que el Quijote es sólo un conjunto de letras. También falta algo cuando decimos que un animal es un compuesto físico-químico. Hoy tenemos, además, otro acercamiento al problema, a medida que conocemos mejor la composición de los códigos genéticos. Es evidente que hay en ellos algún tipo de leyes de reordenación; si no la evolución no hubiera podido progresar de manera creciente. Con un Mecano se puede hacer un coche, pero no un caballo, por más piezas que se reúnan. Las piezas del Mecano no tienen las propiedades necesarias para hacer un caballo. El coche está ya en unas piezas que han sido preparadas pensando en el coche, pero el caballo no.

En segundo lugar, al negar que pueda haber algo no material en el universo, reducen todas las dimensiones de la persona humana a fenómenos físicos, aunque todavía -dicen- no podamos explicarlas. Una versión particular de esta tendencia es el intenso debate sobre la inteligencia artificial. Algunos científicos piensan que la inteligencia humana es como la de un procesador complejo (Marvin Mynsky), y que muy pronto todas sus funciones podrán ser imitadas, aunque hoy aparezcan dificultades notables. Esto les lleva a ver al hombre como un mecanismo complejo y a desconocer, de hecho, las complejas funciones intelectuales que se manifiestan en la conciencia. Dan por supuesto que dependen, en definitiva, de la composición, aunque no puedan demostrarlo.

Hay que decir que los ideales materialistas y mecanicistas se han difuminado un poco en los últimos veinte años por las consecuencias epistemológicas del principio de indeterminación de Heisemberg; por el problema de las condiciones de partida (Arecchi); y por la aparición de la problemática del caos (Ilya Prygoguine), que afecta a muchas disciplinas científicas. Somos más conscientes que nunca de los límites de nuestro conocimiento científico. Y ha desaparecido la utopía mecanicista que pensaba que un día podríamos conocer y controlar todo el universo como si fuera un inmenso mecanismo. Basta pensar en las dificultades habituales de los partes metereológicos...

3. El naturalismo vitalista

Esta segunda cosmovisión es muy antigua, y siempre ha estado presente en la historia humana. Su punto de referencia (su analogatum princeps) es el fenómeno de la vida, especialmente, los impulsos vitales. Percibe el mundo como algo vivo y en movimiento. El animismo antiguo, que todavía pervive en muchas culturas primitivas, ve vida y almas en todo lo que se mueve: los ríos, los mares, los volcanes, la tierra, las nubes, los astros... Toda la naturaleza en su conjunto y la tierra se nos presenta en movimiento, y, por tanto, viva. Todo tiene alma. También, las religiones telúricas, que divinizan la naturaleza, la contemplan como un inmenso ser vivo: la diosa madre tierra es un ser que todo lo abarca.

A finales del siglo XVIII y principios del XIX surgieron algunas formas románticas de carácter vitalista; con exaltación de la naturaleza y cierto culto a los impulsos vitales o también a los "sentimientos" nacionales, a veces, con recuperación de formas paganas. Era una reacción contra el racionalismo agobiante de la ilustración, defendiendo los derechos de los sentimientos e impulsos vitales (Sturm und Drang). Además de muchas expresiones literarias románticas, esta corriente irracionalista llega a Nietzsche, que defendió los derechos de Dionisos frente a Apolo. Pero hoy, con la excepción de Nietzsche, son formas abandonadas por ser consideradas ingenuas y socialmente improductivas.

Al aparecer la teoría de la evolución, a mediados del siglo pasado, aparece una nueva expresión del naturalismo vitalista, con un tono mucho más sobrio y científico. La imagen de un movimiento de crecimiento ascendente desde la materia hasta el hombre ha cambiado la mentalidad de nuestra época. Para muchas personas, ese movimiento ascendente expresa la entera historia del cosmos. Piensan que hay un impulso interior en el conjunto de la naturaleza que la empuja constantemente hacia arriba y que es la explicación de todo lo que significa vida.

Esta idea encontró expresiones filosóficas importantes en la primera mitad de este siglo, como las de Bergson o, incluso, la del último Max Scheler; también la de Ortega y Gasset, al que se le suele titular "vitalista", aunque el término resulta bastante vago. También tuvo expresiones de tipo histórico o sociológico, como el famoso libro de Oswald Spengler, La decadencia de occidente, que era una aplicación de la idea de la evolución a la historia de las civilizaciones. Este último tipo de aplicaciones político-culturales cayeron, inevitablemente, en expresiones nacionalistas y racistas; porque si la evolución es la ley fundamental presente en todo, cabe pensar que algunas razas son superiores a otras. Quienes defendían estas ideas (por ejemplo, los nazis, pero no sólo ellos) se enfrentaron a la tradición ilustrada liberal y a la cristiana; y quedaron totalmente desacreditados después de la Segunda Guerra Mundial. En cierto modo, se puede decir que perdieron la guerra y desaparecieron con ella del espacio cultural, aunque no de todo el espacio científico.

En el espacio cultural han surgido otras formas del vitalismo más vagas. Existe un cierto vitalismo ecologista que, legítimamente, quiere proteger la naturaleza y, a veces, la trata como si fuera una totalidad viva, en términos que recuerdan las antiguas religiones telúricas. También existe la expresión algo excéntrica, pero con algún fundamento, de James Lovelock, que piensa que el planeta tierra se comporta, de hecho, como un ser vivo, con movimientos homeostáticos, y lo llama Gaia (Gaia's defense).

Y, en el ámbito científico, ha aparecido la sociobiología, mucho más modesta en sus planteamientos que las anteriores, pero con gran fuerza seductora en medios científicos. Algunos conspícuos representantes han obtenido un gran éxito editorial difundiendo estas ideas, empezando por su fundador, Edmund Wilson (La sociobiologìa, nueva síntesis), y también otros, como Richard Dawkins (El relojero ciego ; El gen egoísta), y R. Foley (Humanos antes de la humanidad). Estos autores creen que el impulso fundamental que gobierna la vida es el principio de conservación del patrimonio genético. Este principio explicaría todo el comportamiento animal y la aparición de todas las formas de la vida, incluyendo la inteligencia y todas las expresiones culturales. Y se esfuerzan en elaborar relatos donde lo explican todo, desde la aparición del bipedismo hasta la convivencia familiar y social, de una manera, hay que decirlo, algo ingenua pero, por eso mismo, simple y exitosa.

Se puede considerar "vitalistas" a estos autores sólo en el sentido de que hablan de un "impulso" biológico que no pertenece a las categorías de la física o de la química. En todo lo demás tienden al materialismo constructivista, y están muy próximos a otros científicos divulgadores como Hawking o Sagan.

Puede ser que muchos -incluso ellos mismos- no perciban la importancia de esta distinción. Pero, al reconocer la existencia de un "impulso" que no se puede expresar en términos bioquímicos, están defendiendo la existencia de un plano de la realidad que es superior al de la física y la química. Están hablando de una "propiedad" que no está en la física, sino que se manifiesta sólo en los procesos de la vida. Si es así, no hay razones para negar que pueda haber en el universo otros planos superiores con otras propiedades irreductibles. Este es el problema de las llamadas "propiedades emergentes" que estudia la filosofía de la ciencia.

Indudablemente, los distintos vitalismos expresan una gran verdad o, mejor dicho, muchas verdades: expresan la unidad de la naturaleza, expresan el vigor de las fuerzas naturales y la importancia del misterio de la evolución. En cambio, son reduccionistas cuando consideran que en el universo sólo hay fuerzas vitales ciegas y, en ese mismo sentido, inhumanas.

4. El todo como espíritu

Frente a estas cosmovisiones tristes, en la medida en que son inhumanas, existe otra forma muy antigua de concebir el universo que proviene de las religiones orientales. Está presente en el hinduismo y, de una manera casi filosófica, caracteriza el budismo y el taoísmo. La experiencia básica de esta cosmovisión es la meditación trascendental. Es decir, la penetración en las profundidades de la conciencia.

Cuando se vive esta experiencia, se perciben, de alguna manera, las dimensiones inmensas del universo espiritual, especialmente en la esfera cognoscitiva. Y se cree entrar en contacto con el sustrato más profundo de la realidad. Se percibe un fondo espiritual, que parece común a todas las conciencias y a toda la realidad. Se tiende a afirmar que ese todo (Atmen) es la conciencia universal, presente en todas las conciencias; y la vida presente en todas las formas de vida. Toda la realidad es presencia, emanación, degradación o división del todo espiritual. Y anhela integrarse, de nuevo, en él. Todo es, en el fondo lo mismo: procede de lo mismo y vuelve a lo mismo. Pero aquí se trata de un todo espiritual. Es un panteísmo espiritualista.

Esta intuición llega hasta la filosofía griega a través del orfismo e influye en la filosofía de Platón. Y, posteriormente, en toda la tradición platónica, donde toma muchas formas, especialmente en la medida en que entra en contacto con la revelación bíblica (Filón de Alejandría).

Presenta algunas semejanzas con las religiones telúricas ya mencionadas, que piensan la tierra como la diosa madre. En ambas cosmovisiones podría hablarse de un "alma" del mundo. Pero la diferencia es notable. En las religiones telúricas, la experiencia básica es la de las fuerzas de la vida (el psiquismo inferior), mientras que, en el panteísmo espiritualista, la experiencia básica es la de la autoconciencia (psiquismo superior). En las religiones telúricas el alma es sólo vida, impulso y animación ciega, mientras que en el panteísmo espiritualista, es, sobre todo, conciencia.

Esta cosmovisión recuerda también la filosofía hegeliana, cuando habla del espíritu absoluto. Pero la filosofía hegeliana no parte propiamente de una experiencia de la meditación trascendental. Es un espiritualismo totalmente teórico. Su experiencia básica es el dinamismo de la cultura como saber objetivado; interpretado con las formas de una teología cristiana secularizada. En Hegel no hay meditación trascendental, sino sólo especulación. Su espíritu es el espíritu objetivo de la cultura no el de la conciencia.

Hoy la cosmovisión espiritualista se sigue expresando principalmente en las religiones orientales y en sus derivados. Y están más presentes que nunca en Occidente. Desde hace un siglo, pero con más intensidad en las últimas décadas, el budismo llega con nueva vitalidad y se presenta como alternativa real para satisfacer las necesidades y anhelos espirituales. Aunque se trata de un budismo, o de un hinduismo, fuertemente depurado por su contacto con la tradición cristiana, como sucede, por ejemplo, en la religiosidad hindú de Gandhi, Tagore y también Krishnamurti.

Al acercarse a Occidente, estas religiones pierden en mucha parte la carga supersticiosa y mitológica con que han sido revestidas por la historia. Y tienden a convertirse en técnicas de autoayuda y concentración, con una especie de metafísica panteísta, pero sin una divinidad personal. Hay una conciencia, pero no una persona; es un todo pero no un alguien; en el fondo, son panteísmos sin Dios. No puede haber un interlocutor personal y un diálogo, cuando todo es lo mismo y está llamado a confundirse.

Estas religiones impregnan la mentalidad de muchos nuevos movimientos religiosos, que acogen la inspiración oriental. De manera destacada, el movimiento New Age, que desea hacer una síntesis superadora y ecuménica de todas las religiones, y pierde, por eso, la referencia a un Dios personal. También está presente, de algún modo, en algunas expresiones de la religión islámica que se reciben en occidente, como la espiritualidad sufí. Y, en general, impregna las diversas formas del misticismo natural, que no perciben la alteridad de lo divino, es decir la distinción entre Dios y el mundo.

La cosmovisión espiritualista -el panteísmo espiritual- expresa una verdad, que es la profunda impregnación de inteligencia que tiene el cosmos. Reconoce la misteriosa comunión de todo lo que existe. Y sabe descubrir la hondura de la conciencia humana. Pero, al diluirla en el todo común, destruye el universo personal. Cada hombre es sólo una partícula provisional llamada a disolverse en el todo. Por eso, la historia carece de sentido y de relieve. No tienen interés las personas ni las relaciones entre ellas. No permanecen las distancias ni las diferencias, no destacan las personalidades. Todo está llamado a juntarse. La aspiración final es la confusión: que todo sea lo mismo.

5. Un universo personal: Dios y los hombres

Mientras que las dos primeras cosmovisiones reducen el ser del hombre a sustratos inferiores de la naturaleza, la cosmovisión espiritualista lo difumina en la totalidad espiritual. Para entender la idea de hombre que transmite la cultura occidental es necesario recurrir a otra cosmovisión que la ha inspirado y que todavía está presente como una alternativa real: la cosmovisión cristiana, que es una cosmovisión profundamente personalista.

La cosmovisión cristiana no se basa directamente en una experiencia, sino, según se presenta, en una revelación divina. Se acepte o no la existencia de esa revelación, hay que reconocer que ha permitido mirar las realidades del universo con ojos nuevos. Y que nuestra idea del universo personal, de lo que es el hombre y su dignidad, y de lo que son las relaciones humanas se basa en ella. Es la única cosmovisión -entre las que hemos visto- que permite fundamentar la personalidad humana y el universo de las realidades personales. No hay que olvidar que la palabra "persona" procede de la teología cristiana.

La cosmovisión cristiana se basa en tres puntos fundamentales:

a) que Dios es creador, y que ha hecho el mundo cuando ha querido

b) que Dios es Trino, es decir una comunión vital de tres personas

c) que el hombre ha sido hecho a imagen de Dios.

a) Que Dios es creador significa que Dios es un ser personal, alguien y no algo que ha creado el mundo libremente, y que no se confunde con el mundo sino que lo trasciende. Por eso puede actuar en el mundo y en la historia, cuando quiere y como quiere. Dios es el fundamento de todo, pero no se confunde con el todo. Está en el fondo de todo lo que existe, pero no es el fondo de todo lo que existe. Las cosas no son parte de Dios y Dios no es una parte de las cosas. Entre Dios y las cosas creadas hay una distancia, porque las ha creado con su voluntad, no proceden de Él como si fueran los efluvios de un gas caliente.

b) Que Dios es Trino es la gran revelación que nos ha transmitido Jesucristo, al presentarse como Hijo de Dios, lleno de su Espíritu Santo. Por Jesucristo sabemos que en el misterio de Dios hay una comunión de tres Personas. Esta verdad ilumina toda nuestra idea del cosmos y especialmente nuestra idea del hombre, de su capacidad de relación y de la vida social. En la entraña de la realidad, el ser más importante de todos los seres, Dios, resulta que contiene, que es, una comunión de tres personas. Dios no es un ser inerte, ni un espíritu gaseoso con una inteligencia inmutable y perpleja. En el núcleo del misterio de Dios -lo sabemos por Jesucristo- hay una comunión de tres personas.

c) La tercera gran afirmación es que el hombre es imagen de Dios. Hecho a semejanza de Dios y con una huella y parecido de Dios. Esto significa, entre otras cosas, que podemos buscar en el hombre el reflejo de las dos afirmaciones anteriores: que Dios es Creador y que es Trino. Si es verdad que el hombre es imagen de Dios, es la imagen de un Dios creador y de un Dios Trino. Esto tiene consecuencias antropológicas importantísimas, que vamos a intentar mostrar.

- Que el hombre es imagen de un Dios creador y trascendente significa que, a semejanza de Dios, es un sujeto creador. Por un lado, un sujeto, es decir un actor. Por otro, creador, con capacidad de hacer algo nuevo, con capacidades creativas, en definitiva con libertad para poner en la realidad los frutos de su inteligencia. Y precisamente porque hay algo de Dios en cada hombre, los hombres, aunque están dentro del mundo, no se reducen al mundo, lo trascienden. Hay en ellos algo que no viene del mundo, que no es parte del mundo, que no se reduce al mundo. Este es el fundamento de la peculiar dignidad del hombre, de todo hombre, de todo lo que sea hombre.

- La comunión de personas de la Trinidad tiene también una imagen. Se refleja, de algún modo en las comunidades humanas. Es el modelo de las comunidades humanas. Y el hecho de que cada persona divina -el Padre, el Hijo, el Espíritu- exista en relación a las otras, nos da una idea de lo que significa ser persona en Dios. Cada persona de la Trinidad, en cuanto relación subsistente, expresa la máxima realización personal. Y es el modelo de realización de las personas creadas. Por eso, la realización humana consiste "en la entrega sincera de sí mismo a los demás", como ha querido recordar la constitución Gaudium et Spes. La entrega mutua de las personas divinas es el modelo de comportamiento de la persona humana.

Cada hombre ha sido creado por Dios y para Dios. Por eso, tiene, con respecto al creador, una relación original que lo funda como persona, como ser abierto al diálogo. Y en esa apertura funda su capacidad de relación, de comunicación y amor con otras personas, con otros hombres. A imitación de la Trinidad, los hombres, son naturalmente sociables, y están llamados a comprenderse y amarse.

De Dios se dice que "es amor" (1 Jn 4,8). Por eso, la palabra "amor" es la más importante del universo personal: expresa lo que tiene que ser la comunión entre personas. Las comunidades humanas están llamadas a reflejar la comunión divina. Y, para eso, necesitan participar de algún modo en el Misterio de la Trinidad. La idea cristiana del amor no parte de la experiencia de la amistad o del amor conyugal, sino de la revelación del amor divino.

De esta manera la revelación cristiana permite fundamentar el universo personal: sustentar auténticamente la personalidad de cada hombre, con su propia intimidad y creatividad, y expresar en qué consiste la plenitud de sus relaciones. Esta cosmovisión aporta un ideal de realización y responde a los anhelos de trascendencia y plenitud (plenitud de realización y de amor), del ser humano. La connaturalidad de esos ideales con los anhelos humanos es un indicio de su verdad, pero no es suficiente para demostrarla. La cosmovisión cristiana parte de la fe y sólo se entra en ella cuando se acepta a Jesucristo como Hijo y revelador de Dios Padre, y redentor del hombre, porque nos ha dado su Espíritu.

6. La deriva de la mentalidad ilustrada

Hemos expuesto las cuatro cosmovisiones fundamentales presentes en occidente. Si extendiéramos nuestro análisis a todo el universo, tendríamos que tener en cuenta otras, sobre todo, la que supone el Islam, aunque en mucha parte depende de la revelación judeocristiana. Nos hemos limitado a lo que tiene vigencia actual en nuestra cultura.

Las dos primeras cosmovisiones se presentan hoy como expresiones científicas (aunque su reduccionismo no puede basarse en la ciencia). Las dos segundas cosmovisiones son religiosas: la impersonal (el todo divino) y la personal (un Dios creador y trinitario).

Pero las posiciones intelectuales no se definen sólo por las adhesiones, sino también por los prejuicios y aversiones. Por eso, si queremos tener en cuenta las opciones intelectuales vigentes en Occidente, es preciso decir algo más. Desde hace tres siglos, existe una fuerte corriente de reacción y emancipación frente al mensaje cristiano, especialmente en los países sociológicamente católicos. Es el movimiento ilustrado o, por lo menos, una parte de él. Sería necesario hacer delicados análisis para advertir hasta qué punto sus quejas y también sus logros pueden ser admitidos. También habría que hacer muchas distinciones para identificar la multiplicidad de sus manifestaciones. Pero no es el momento de intentar un juicio tan complejo. Bastan unas breves pinceladas históricas.

En su inicio, la tradición ilustrada asumió el universo personal creado por la fe cristiana, convirtiéndolo, hasta donde era posible, en filosofía. Era el proyecto racionalista: quería apoyarse en la razón y en la ciencia que parecía el fruto mejor de la razón. De la cultura política inglesa, incorporó los ideales de la democracia parlamentaria y de tolerancia cívica. De la francesa, su amor por el derecho. Desde Kant, una parte considerable de las élites ilustradas asumió el agnosticismo como postura vital, perdió la metafísica, y se sintió liberada de la necesidad de optar por las diversas cosmovisiones. Entonces, se redefinió como una cultura laica, ética y política, sosteniendo todavía valores cristianos, sobre todo éticos, como la dignidad de la persona, la igualdad fundamental de los hombres, la libertad personal, la racionalidad de la ética y de las relaciones de justicia, y la noción de bien común. En los países de tradición católica, sobre todo en Francia, ha tenido una veta laicista y fuertemente crítica frente a la Iglesia. En otros, se ha mantenido en un agnosticismo moderado.

Desde finales del siglo pasado, perdió la iniciativa cultural y fue en parte subsumida por las utopías políticas socialistas, especialmente el marxismo, que también representaba una alternativa fuerte frente al cristianismo. En este final de siglo, al desaparecer el marxismo, se advierte, en todo el Occidente, una curiosa regresión hacia las formas de pensamiento ilustrado. La ilustración de corte laicista es la mentalidad más extendida entre las élites cultas que se resisten a ser cristianas. Se expresa a través de importantes órganos de opinión pública en todos los países de Europa, especialmente en los de mayoría católica. Frente al cristianismo, sostiene una crítica histórica y una ridiculización de su moral, especialmente de la moral sexual. Mientras intenta recuperar, por todos los medios, una ética civil y laica, que sea capaz de sustituir a la cristiana, para configurar la vida ciudadana y dar sentido a las viejas abstracciones (libertad, tolerancia, igualdad, etc.).

Pero no es fácil dar marcha atrás en la historia. El movimiento ilustrado tropieza hoy con la fuerza del reduccionismo materialista o naturalista. Muchos ilustrados con mentalidad científica han optado por alguna de las dos primeras cosmovisiones, materialismo constructivista o naturalismo biológico, y ya no pueden sostener intelectualmente los valores éticos que mantenía la ilustración. Aunque son una minoría, porque es difícil vivir de una manera coherente con esas cosmovisiones.

En cambio, los ilustrados con mentalidad humanista, después de la desaparición del marxismo, parecen haber perdido el vigor de su racionalismo crítico y de su laicismo, y se acercan a la visión espiritualista de las religiones orientales. El budismo o el hinduísmo depurados pueden ser la tentación intelectual del porvenir para las élites de la cultura occidental que son críticas frente al cristianismo. Aparte de otras alternativas folclóricas, como el politeísmo pagano; o religiosas, como el Islam, que son minoritarias.

Florece también, muy debilitado, un nuevo agnosticismo, que no se atreve a afirmar ni a negar nada. Está cansado de los "grandes relatos" y de las utopías; es decir de toda teoría general sobre el mundo, y también de todo proyecto demasiado grande para cambiarlo. Se conforma con observaciones parciales y con pequeños experimentos entretenidos. Se define como "pensamiento débil" y es una de las expresiones de lo que se ha dado en llamar "posmodernidad". Pero su misma debilidad hace que su vida sea lánguida. No puede suscitar entusiasmos, ni sumar consensos porque no está claro, ni es constante en lo que afirma y lo que niega. Resulta demasiado dependiente de algunas figuras indecisas.

En este contexto cultural, se ofrece la oportunidad de presentar con nuevo vigor la cosmovisión cristiana, que es profundamente coherente con el universo personal que consideramos uno de los grandes tesoros de Occidente. No tiene sentido presentarla en polémica con otras opciones, porque la desgastaría inútilmente. Debe presentarse como plenitud de lo que en otros lugares está incoado. El cristianismo como fe religiosa es capaz de asumir lo que hay de verdadero en otras cosmovisiones y en otras visiones parciales de la realidad. Éste es el enfoque que conviene a una apologética moderna, que ha asumido en profundidad la idea de un Dios creador y redentor para todo el universo. Todo lo naturalmente valioso tiene un lugar en la obra de la redención y consumación en Cristo. Por eso, frente a cada cosmovisión, plena o parcial, es necesario discernir para poner de manifiesto sus reduccionismos y aceptar lo que tiene de válido.

La fuerza de la oferta cristiana se basa en la belleza del universo personal: en su idea de persona y de intimidad, de libertad y de realización humana, de las relaciones personales, de entrega y del amor, de la felicidad y de Dios. Todo este universo no tiene dónde apoyarse en las demás cosmovisiones. Ha nacido de la cultura cristiana y se sostiene sólo dentro de ella. Hay que esforzarse en mostrar su atractivo, que es un signo de su verdad. Pero, como hemos dicho antes, la belleza es sólo un indicio para vencer prejuicios; la puerta de entrada a esta cosmovisión es la fe en Cristo resucitado.

Notas

(1) El análisis de los niveles de la realidad se puede encontrar ya en el famoso libro de Max Scheler, El puesto del hombre en el cosmos. O también, en el menos famoso, pero también estupendo libro, de Romano Guardini, Mundo y persona. Aunque esta reflexión procede de los años veinte, no ha perdido vigencia.