"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

El Pensamiento postmetafísico



Habermas, Jürgen.

Motivos del pensamiento postmetafísico

También la situación de la filosofía actual parece haberse vuelto inextricable. No me refiero a la disputa de escuelas filosó­ficas; pues esa disputa fue siempre el medio en que se movió la filosofía. Me refiero a la disputa en torno a las premisas en que tras Hegel se habían apoyado todos los partidos. Lo que hoy se ha vuelto oscuro es la posición respecto de la metafísica.

Unívoca fue durante mucho tiempo la postura del positivis­mo y de sus seguidores; el positivismo había desenmascarado los problemas de la metafísica como algo sin sentido, como proble­mas que podían dejarse de lado como algo sin objeto. Mas en esa furia antimetafísica delatábase la inaclarada intención cientificis­ta de elevar a absoluto las ciencias experimentales. Ambivalentes habían sido desde el principio los esfuerzos de Nietzsche por superar la metafísica. La destrucción por Heidegger de la historia de la metafísica[i] y la crítica ideológica de Adorno a las formas modernas de filosofía primera encubierta[ii] tenían por meta una metafísica negativa, un circunscribir negativamente aquello que la metafísica había tenido siempre en mientes y había errado siem­pre. Hoy, de las cenizas de este negativismo se levanta la chispa de una renovación de la metafísica, sea en forma de una metafí­sica que trata de afirmarse a sí misma tras Kant, sea en forma de una metafísica[iii] que se apresura intrépida a saltar por detrás de la Dialéctica trascendental de Kant.

Estos movimientos de retorno a la metafísica, y me refiero a los que hay que tomar en serio, oscilan en medio de una corona verdaderamente surrealista de imágenes cerradas del mundo que en términos de mala especulación se componen de fragmentos de teorías científicas. La New Age satisface de forma un tanto para­dójica la necesidad que parece sentir de ese “Uno y Todo” que se le fue para siempre, invocando abstractamente la autoridad de un sistema de la ciencia, que cada vez se vuelve más opaco. Pero en el mar de una comprensión descentrada del mundo, tales cosmovisiones cerradas sólo pueden estabilizarse en islotes subculturales que de uno u otro modo logran blindarse contra el ex­terior.

Pese a lo inextricable o inabarcable de esta nueva situación, mi sospecha es que nuestra situación de partida no difiere en lo esencial de la de la primera generación de discípulos de Hegel. En ese momento la filosofía había mudado su estado de agrega­ción: desde entonces carecemos de toda alternativa al pensa­miento postmetafísico[iv]. Voy a recordar primero algunos aspectos del pensamiento postmetafísico, para tratar después cuatro mo­tivos de desasosiego, con los que éste se vio confrontado: motivos que problematizaron a la metafísica como forma de pensamiento y que al cabo lograron devaluarla. Dejando a un lado la tradición aristotélica, voy a llamar “metafísica”, simplificando quizá en exceso las cosas, a esa tradición de idealismo filosófico, que se remonta a Platón, y que a través de Plotino y el neoplatonismo, de S. Agustín y Santo Tomás, del Cusano y Pico de Mirándola, de Descartes, Spinoza y Leibniz, alcanza hasta Kant, Fichte, Schelling y Hegel. El materialismo y el escepticismo antiguos, el nominalismo medieval y el empirismo moderno representan mo­vimientos antimetafísicos, que permanecen, empero, dentro del horizonte de las posibilidades de pensamiento abiertas por la metafísica. La pluralidad y diversidad de planteamientos metafí­sicos puedo reducirlas a un único título porque, desde la distancia que el tema exige, lo único que me interesa son tres aspectos. Voy a referirme al motivo de la unidad, un tema sin duda carac­terístico de la filosofía primera, a la equiparación de ser y pensamiento y a la dimensión salvífica del modo teorético de vida, en una palabra: al pensamiento “identitario”, a la teoría de las ideas y al concepto fuerte de teoría que caracteriza a la tradición metafísica. En cualquier caso, no cabe duda que esos tres momentos experimentan una peculiar refracción en el tránsito al subjetivismo de la edad moderna.

1. ASPECTOS DEL PENSAMIENTO METAFÍSICO

Pensamiento identitario. La filosofía antigua hereda del mito la mirada al todo; se distingue del mito por el nivel conceptual en que refiere todo al Uno. Los orígenes ya no se representan con la intuitividad narrativa que había caracterizado al mito, es decir, como protoescena y principio de la cadena de generacio­nes, como algo primero en el mundo. Antes bien, esos orígenes se han sustraído a las dimensiones de espacio y tiempo y quedan abstraídos en un proton, que, como infinito, se enfrenta al mun­do de lo finito o le subyace. Ya se lo conciba como Dios creador trascendente al mundo, como fondo esencial de la naturaleza, o, finalmente, en términos más abstractos, como el Ser, en todos los casos surge una perspectiva en que las cosas y sucesos intramundanos pueden ponerse a distancia en su diversidad, cobrar carác­ter unívoco como entidades particulares y al tiempo ser concebi­dos como partes de un todo. En el mito, la unidad del mundo es establecida de otro modo: como continuidad del contacto de lo particular con lo particular, como correspondencia de lo seme­jante y lo desemejante, como juego de reflejos y contrarreflejos, como encadenamiento, solapamiento y entrelazamiento concretos. Con el concretismo de esta visión del mundo rompe el pen­samiento idealista de la unidad. Lo uno y lo múltiple, concebidos abstractamente como relación de identidad y diferencia, consti­tuyen aquí la relación básica que el pensamiento metafísico en­tiende como una relación lógica a la vez que ontológica: el Uno es a la vez principio y fondo esencial, principio y origen. De él deriva lo múltiple, en el sentido de fundamentación y origen. Y, merced a este origen, se reproduce como una diversidad orde­nada[v].

Idealismo. El Uno y el Todo resultan de un esfuerzo heroico del pensamiento, el concepto de Ser surge con el tránsito desde la forma gramatical y nivel conceptual de las narraciones a la explicación deductiva conforme al modelo de la geometría. De ahí que desde Parménides se establezca una relación interna entre el pensamiento abstractivo y su producto, el Ser. Platón saca de ello la conclusión de que el orden creador de unidad que subyace como esencia a la diversidad de los fenómenos, es él mismo de naturaleza conceptual. Los géneros y especies confor­me a los que ordenamos los fenómenos se atienen al orden ideal de las cosas mismas. Pero la idea platónica no es ni puro concepto ni tampoco pura imagen, sino lo típico, lo dador de forma, ex­traído de, y levantado sobre, lo intuitivamente diverso. Las ideas plasmadas en la materia comportan la promesa de un Todo-Uno porque apuntan hacia la cúspide de una pirámide conceptual jerárquicamente ordenada y remiten internamente a ella: hacia la idea del Bien, que encierra en sí a todas las demás. De la naturaleza conceptual de lo ideal toma el Ser otros atributos cuales son el de universalidad, necesidad y supratemporalidad.

De la tensión que la doctrina de las ideas lleva en su seno entre dos formas de conocimiento, el conocimiento discursivo basado en la empiria y un conocimiento anamnésico que apunta a la intuición intelectual, recibe la historia de la metafísica su dinámica interna, no menos que de la paradójica oposición entre idea y fenómeno, entre forma y materia. Pues el idealismo se había engañado a sí mismo desde el principio en lo tocante a que las ideas o formae rerum contenían ya siempre en sí y se limita­ban simplemente a duplicar aquello que como materia o como absolutamente no-Ser tenían por misión dejar a un lado, a saber: el contenido material de aquellas cosas empíricas particulares, a partir de las cuales, en la abstracción comparativa, había que inferir las ideas[vi].

La filosofía primera como filosofía de la conciencia. El nominalismo y el empirismo tienen el mérito de haber descubierto esta contradicción del pensamiento metafísico y haber sacado de ella consecuencias radicales. El pensamiento nominalista devalúa las formae rerum convirtiéndolas en signa rerum que el sujeto cognoscente se limita a poner a las cosas, en nombres que fijamos a los objetos. Y las cosas particulares que el nominalismo había dejado tras desustancializarlas, Hume las disuelve en esas impresiones sensoriales, de las que el sujeto sentiente construye su representación de los objetos. En un movimiento contrario al de Hume, la filosofía idealista renueva ambas cosas: la idea de identidad y la doctrina de las ideas, pero sobre la nueva base abierta por el cambio de paradigma que representa el paso desde la ontología al mentalismo, sobre la base que representa la sub­jetividad. La relación del sujeto cognoscente consigo mismo ofre­ce desde Descartes la llave para acceder a la esfera interior y absolutamente segura de las representaciones que nos hacemos de los objetos. Así, el pensamiento metafísico puede cobrar en el idealismo alemán la forma de teorías de la subjetividad. La autoconciencia, o bien cobra una posición fundamental como fuente espontánea de operaciones trascendentales, o, a fuerza de espíritu, queda elevada a Absoluto. Las esencias ideales se trans­forman en determinaciones categoriales de una razón producto­ra, de suerte que ahora, en un peculiar giro reflexivo, todo queda referido al Uno de esa subjetividad generante. Ya se entienda la razón en términos fundamentalistas: como una subjetividad que posibilita al mundo en conjunto, ya se la conciba en términos dialécticos: como un espíritu que a través de la naturaleza y de la historia se da a sí mismo cobro en ese proceso en que consiste, en ambas variantes la razón sale confirmada como reflexión autorreferencial a la vez que totalizadora.

Esta razón acepta la herencia de la metafísica para asegurar el primado de la identidad sobre la diferencia y de la idea sobre la materia. Ni siquiera la lógica de Hegel, que trata de mediar simétricamente lo Uno y lo Múltiple, lo infinito y lo finito, lo universal y lo temporal, lo necesario y lo contingente, puede evitar sellar el predominio idealista de lo Uno, lo universal y lo necesario, porque en el proceso mismo de mediación se imponen operaciones totalizadoras a la vez que autorreferenciales[vii].

El concepto fuerte de teoría. Todas las grandes religiones universales han venido señalando una vía privilegiada y particu­larmente exigente para la consecución de la salvación individual —por ejemplo, la vía del monje mendicante budista o del eremita cristiano. La filosofía recomienda como camino de salvación específico la vida dedicada a la contemplación —el bios theoreti­kós. Ese camino ocupa la cúspide de las formas de vida anti­guas, por encima de la vida activa del estadista, del pedagogo o del médico. La teoría misma queda afectada por esta su inserción en una forma ejemplar de vida. Abre a los pocos un acceso privilegiado a la verdad, mientras que el camino al conocimiento teorético queda cerrado a los muchos. La teoría exige despren­derse de la actitud natural frente al mundo y promete el contacto con lo extra-cotidiano. La consideración contemplativa de las proporciones de las órbitas de los astros y de los ciclos cósmicos en general, conserva algo de los orígenes sacros de la teoría —“theorós”— era el representante que las ciudades griegas manda­ban a los juegos públicos[viii].

Esta vinculación a un acontecer sacro la pierde el concepto de teoría en la edad moderna, al igual que el carácter elitista que había tenido desde sus orígenes, que queda atenuado y reducido a mero privilegio social. Lo que se mantiene, empero, es la interpretación idealista del distanciamiento respecto al plexo de experiencias e intereses cotidianos. La actitud metódica, que tiene por fin proteger al científico de todos los prejuicios locales, queda peraltada en la tradición universitaria alemana hasta el propio Husserl y convertida en una primacía, a la que se trata de dar una fundamentación interna, de la teoría sobre la praxis. En el desprecio del materialismo y del pragmatismo pervive algo de la comprensión absolutista de una teoría, que no sólo se eleva sobre la empiria y las ciencias particulares, sino que es “pura” en el sentido de una catártica mortificación de toda huella de su terrenal plexo de nacimiento. Con ello se cierra el círculo de un pensamiento “identitario” que se incluye a sí mismo en la totali­dad que aprehende y que, por tanto, trata de satisfacer a la exigencia de fundamentar a partir de sí mismo todas las premisas. La autarquía del modo de vida teórico se sublima en la filosofía moderna de la conciencia convirtiéndose en teoría que se funda­mente absolutamente a sí misma[ix].

El pensamiento metafísico, que permaneció en vigor hasta Hegel, lo he caracterizado recurriendo a la transformación que en la moderna filosofía de la conciencia experimentan el pensa­miento “identitario”, la doctrina de las ideas y el concepto enfá­tico de teoría. Pues bien, fueron evoluciones históricas, que ad­vinieron a la metafísica desde fuera, y en último término social­mente determinadas, las que problematizaron esa forma de pen­samiento:

— El pensamiento totalizante, dirigido al Uno y al Todo, queda puesto en cuestión por el nuevo tipo de racionalidad procedimental que se impone desde el siglo XVII con el método experimental de las ciencias de la naturaleza y desde el siglo XVIII con el formalismo tanto en teoría moral y en teoría del Derecho como en las instituciones del Estado constitucional. La filosofía de la naturaleza y el derecho natural se ven confrontados con un nuevo tipo de exigencias de fundamentación. Éstas sacuden el privilegio cognitivo que se había autoatribuido la filosofía.

En el siglo XIX surgen las ciencias histórico-hermenéuticas, las cuales reflejan nuevas experiencias relativas al tiempo y a la contingencia en una sociedad moderna determinada por la economía, que se torna cada vez más compleja. Con la irrupción de la conciencia histórica cobran fuerza de convicción las dimen­siones de la finitud frente a una razón endiosada en términos idealistas, que renuncia a quedar situada en la historia. Con ello se pone en marcha una destrascendentalización de los conceptos básicos recibidos.

— Durante el siglo XIX se difunde pronto la crítica a la cosificación y funcionalización de las formas de trato y formas de vida, así como a la autocomprensión objetivista de la ciencia y la técnica. Estos motivos fomentan también la crítica a los funda­mentos de una filosofía que embute todo en relaciones sujeto-ob­jeto. En este contexto hay que situar el cambio de paradigma desde la filosofía de la conciencia a la filosofía del lenguaje.

Finalmente, el primado clásico de la teoría sobre la prác­tica no logra resistir la evidencia de unas interdependencias entre ambas, que cada día se tornan más patentes. La inserción de las operaciones teoréticas en sus contextos prácticos de nacimiento y aplicación, hace cobrar conciencia de los contextos cotidianos de la acción y la comunicación. Con la idea, por ejemplo, de mundo de la vida, éstos cobran rango filosófico.

Voy a entrar en lo que sigue en estos aspectos de la conmo­ción que experimenta la forma metafísica de pensar, tratando de mostrar que el tránsito al pensamiento postmetafísico nos coloca ante nuevos problemas. Cómo puede reaccionarse a estos proble­mas surgidos tras la metafísica, es lo que voy a tratar de indicar desde la perspectiva, desde luego, de una teoría de la acción comunicativa.

II. RACIONALIDAD PROCEDIMENTAL

La filosofía permanece fiel a sus orígenes metafísicos mien­tras pueda partir de que la razón cognoscente se reencuentra a sí misma en un mundo racionalmente estructurado o puede sumi­nistrar ella misma a la naturaleza y a la historia una estructura racional, sea en forma de una fundamentación trascendental o por vía de una penetración dialéctica del mundo. Una totalidad en sí racional, sea la del mundo o la de la subjetividad formadora de mundo, asegura a sus miembros o momentos particulares la participación en la razón. La racionalidad es pensada como ra­cionalidad material, como una racionalidad que organiza los con­tenidos del mundo o que es legible en tales contenidos. La razón es una razón del Todo y sus partes.

Frente a esto, las modernas ciencias experimentales y una moral que se ha vuelto autónoma sólo se fían ya de la racionali­dad de su propio avance y de su procedimiento, a saber: del método del conocimiento científico o del punto de vista abstracto desde el que es posible resolver algo en moral. La racionalidad se encoge reduciéndose a racionalidad formal tan pronto como la racionalidad de los contenidos se evapora y se convierte en vali­dez de los resultados. Ésta depende de la racionalidad de los procedimientos conforme a los que se tratan de resolver los problemas —empíricos y teóricos— en la comunidad de investi­gadores y en la esfera de la ciencia organizada, y problemas práctico-morales en la comunidad de los ciudadanos de un Esta­do democrático y en el sistema jurídico. Como racional no puede valer ya el orden de las cosas con que el sujeto da en el mundo, o que el propio sujeto proyecta, o que nace del propio proceso de formación del espíritu, sino la solución de problemas que logramos en nuestro trato con la realidad, atenido a procedimien­tos. La racionalidad procedimental no puede garantizar ya una unidad previa en la diversidad de los fenómenos.

Junto con la anticipación de la totalidad del ente se derrum­ba también la perspectiva desde la que la metafísica distinguió entre esencia y fenómeno. Las estructuras subyacentes, de las que en la ciencia se hacen derivar los fenómenos, no pueden tener ya más alcance que el de las teorías que tratan de explicar­los; pero esas estructuras no quedan ya insertas en el plexo de remisiones de una totalidad. No arrojan ya luz sobre la situación del individuo en el cosmos, sobre su lugar en la arquitectónica de la razón o en el sistema. Al conocimiento de la naturaleza se le van de la mano las esencias, al igual que al Derecho Natural. Con la separación metodológica entre ciencias de la naturaleza y cien­cias del espíritu se forma en vez de eso una diferencia de pers­pectiva entre fuera y dentro que sustituye a la diferencia entre esencia y fenómeno.

Para las ciencias nomológicas de la naturaleza sólo puede resultar ya admisible una actitud objetivante y basada en la ob­servación, mientras que las ciencias hermenéuticas sólo pueden hallar acceso al mundo sociocultural a través de la actitud realizativa de un participante en la comunicación. A este privilegio de la perspectiva del observador en las ciencias de la naturaleza y de la perspectiva del participante en las ciencias del espíritu respon­de una escisión de ámbitos objetuales. Mientras que la naturaleza se opone a un acceso desde dentro en términos de comprensión y reconstrucción y sólo parece plegarse a un saber nomológico, contraintuitivo y gobernado por la observación, el plexo de las producciones sociales y culturales se abre, por así decirlo, desde dentro a un procedimiento interpretativo que parte del saber intuitivo de los participantes. La pretensión esencialista del co­nocimiento que trata de aclarar plexos de sentido rebota contra la naturaleza objetivada; y el sustituto hermenéutico que ese pensamiento esencialista puede hoy tener, sólo vale para aquella esfera del no-Ser en la que, según la idea que de ella se hacía la metafísica, las esencias ideales ni siquiera podrían hacer pie.

Finalmente, el saber metódicamente generado de las ciencias modernas pierde también su peculiar autarquía. El pensamiento que operaba en términos autorreferenciales a la vez que totaliza­dores había de acreditarse y fundamentarse a sí mismo como conocimiento filosófico transiendo conceptualmente el Todo de la naturaleza y de la historia, y ello ya fuera mediante argumen­tos relativos a fundamentaciones últimas, o mediante el desarro­llo en espiral de un concepto que todo lo acababa engullendo. Las premisas, en cambio, de que parten las teorías científicas sólo cuentan como hipótesis y deben fundamentarse a partir de sus consecuencias, sea mediante confirmación empírica, o por cohe­rencia con otros enunciados ya aceptados. El falibilismo de las teorías científicas es incompatible con el tipo de saber que la filosofía primera se autoatribuye. Todo sistema comprehensivo, cerrado y definitivo de enunciados, para pretender ser definitivo tendría que estar formulado en un lenguaje que no requiriese comentario y que no permitiese ya corrección alguna, ninguna innovación, ninguna interpretación que hubiese de tomar distan­cias respecto de él; tendría, por así decirlo, que detener su propia historia de influencias y efectos. Este carácter definitivo es in­compatible con la apertura no prejuzgada del progreso científico del conocimiento.

Por esta razón el pensamiento metafísico hubo de quedar perplejo cuando el saber quedó asentado en una racionalidad procedimental en vez de material. La autoridad de las ciencias experimentales obligó a la filosofía desde mediados del siglo XIX a una estrategia de asimilación[x]. Desde entonces los retornos a la metafísica proclamados una y otra vez no logran liberarse de la mancha de lo puramente reaccionario. Pero los intentos de asimilar la filosofía a las ciencias de la naturaleza o del espíritu, o a la lógica y la matemática, no hicieron sino crear nuevos pro­blemas.

Ora hayan sido el materialismo vulgar de Moleschott a Büch­ner, o el positivismo desde Mach, quienes hayan pretendido cons­truir una imagen científica del mundo, ora fueran Dilthey y el historicismo los que trataban de disolver la filosofía en historia de la filosofía y en tipología de las cosmovisiones, ora fuera el Círculo de Viena el que tratara de reducir a la filosofía a la estrecha senda de la metodología y la filosofía de la ciencia, con todas estas reacciones el pensamiento filosófico parecía abando­nar lo que le era específico, a saber: el conocimiento enfático del Todo, sin poder competir, empero, digo competir en serio, con las ciencias que en cada caso se habían elegido como mo­delo.

Como alternativa ofrecióse una división del trabajo que tenía por fin asegurar a la filosofía, junto con un método propio, un ámbito objetual que le fuera también propio. Como es sabido, fue este camino el que emprendieron la fenomenología y la filo­sofía analítica, cada una a su manera. Pero la antropología, la psicología y la sociología no parecen haber mostrado demasia­do respeto por tales cotos reservados; las ciencias humanas han transgredido una y otra vez las líneas de demarcación trazadas por la abstracción eideitizante y por el análisis filosófico, irrumpiendo sin respeto alguno en los santuarios de la filo­sofía.

Quedaba como último recurso la huida hacia lo irracional. En esta forma la filosofía habría de asegurar sus posesiones y su referencia a la totalidad a costa de la renuncia a un conocimiento capaz de competir con los demás. Y así, presentóse como ilumi­nación de la existencia y fe filosófica (Jaspers), como mito que sirve de complemento a las ciencias (Kolakowski), como pensar místico del Ser (Heidegger), como tratamiento terapéutico del lenguaje (Wittgenstein), como actividad deconstructiva (Derri­da) o como dialéctica negativa (Adorno). Empero, el anticientificismo de estos deslindes lo único que después permite decir es lo que la filosofía no es y lo que la filosofía no quiere ser; mas en tanto que no-ciencia la filosofía tiene que dejar indeterminado su status. Las determinaciones positivas se han tornado imposibles porque todo producto cognitivo sólo puede ya acreditarse mer­ced a la racionalidad del camino por el que se ha obtenido, merced a procedimientos, y en última instancia a los procedi­mientos que implica el discurso argumentativo.

Estas perplejidades exigen hoy una nueva determinación de las relaciones entre filosofía y ciencia. Una vez que la filosofía ha abandonado su pretensión de ser ciencia primera o de ser enci­clopedia, no puede mantener su status en el sistema de las cien­cias ni por asimilación a esta o aquella ciencia que la filosofía dé en considerar ejemplar, ni por un distanciamiento excluyente respecto de la ciencia en general. Habrá de pasar a asentarse sobre la autocomprensión falibilista y la racionalidad procedimental que caracterizan a las ciencias experimentales; la filosofía no puede pretender, ni un acceso privilegiado a la verdad, ni estar en posesión de un método propio, ni tener reservado un ámbito objetual que le fuera exclusivo, ni siquiera disponer de un estilo de intuición que le fuera peculiar. Sólo entonces, en una división no excluyente del trabajo, podrá aportar la filosofía lo mejor que puede dar de sí[xi], a saber: su tenaz insistencia en planteamientos universalistas y un procedimiento de reconstruc­ción racional que parte del saber intuitivo, preteórico de sujetos que hablan, actúan y juzgan competentemente, procedimiento en el que, por cierto, la anámnesis platónica queda despojada de su carácter no discursivo. Esta dote recomienda a la filosofía como un participante insustituible en el trabajo cooperativo de aquellos que hoy se esfuerzan por desarrollar una teoría de la racionalidad.

Cuando la filosofía se instala de esta guisa en el sistema de la ciencia, en modo alguno tiene por eso que abandonar entera­mente aquella referencia a la totalidad que caracterizó siempre a la metafísica. Cuando no tiene sentido defender tal referencia a la totalidad, es cuando se abandona toda pretensión definible de conocimiento. Pero intuitivamente a todos nosotros no es siem­pre ya presente de forma aproblemática el mundo de la vida como una totalidad de carácter no objetual, preteórico —como esfera de las autoevidencias cotidianas, del common-sense. Con el common-sense estuvo siempre hermanada la filosofía, si bien de forma nada pacífica. Al igual que éste, la filosofía se mueve en el círculo del mundo de la vida; guarda con la totalidad de ese horizonte de saber cotidiano, que retrocede siempre que tratamos de apresarlo, una relación similar a la del common-sen­se. Y, sin embargo, nada más opuesto al sano sentido común que la filosofía, merced a la fuerza subversiva de la reflexión, al análisis clarificador, crítico, disector. Merced a esta relación ín­tima y, sin embargo, compleja y discontinua, con el mundo de la vida, la filosofía resulta también apta para un papel aquende el sistema de la ciencia para el papel de un intérprete que media entre las culturas de expertos que representan la ciencia y la técnica, el derecho y la moral, por una parte, y la práctica comu­nicativa cotidiana, por otra, y ello de forma similar a cómo la crítica literaria y la crítica de arte median entre el arte y la vida[xii]. Ciertamente que el mundo de la vida, con el que la filosofía mantiene un contacto de carácter no objetivante, no debe confundirse con aquella totalidad del Todo-Uno de la que la metafísica trataba de dar una imagen, justo una “imagen del mundo”. El pensamiento postmetafísico opera con un concepto distinto de mundo.

El pensamiento postmetafísico estuvo en su origen totalmen­te bajo el signo de una crítica al idealismo de cuño hegeliano. La primera generación de discípulos de Hegel criticó en la obra del maestro la secreta preponderancia de lo universal, supratemporal y necesario sobre lo particular, mudable y contingente, es decir, la articulación idealista del concepto de razón. Feuerbach acen­túa la primacía de lo objetivo, la inserción de la subjetividad en una naturaleza interna y su confrontación con la externa. Marx ve enraizado el espíritu en la producción material y lo considera encarnado en el conjunto de las relaciones sociales. Kierkegaard opone, finalmente, a una quimérica razón en la historia la facticidad de la propia existencia y la interioridad del radical querer­-ser-uno-mismo. Todos estos argumentos reclaman contra el pen­samiento autorreferencial y totalizador, propio de la dialéctica, la finitud del espíritu —Marx habla de “proceso de descomposi­ción” del espíritu absoluto. Ciertamente que ninguno de los jóvenes hegelianos evitó del todo el riesgo de hipostatizar a su vez ese prius de la naturaleza, de la sociedad y de la historia y retroceder así a la etapa de un inconfesado pensamiento precrítico[xiii]. Los hegelianos de izquierda fueron lo suficientemente fuertes como para conferir fuerza de convicción, en nombre de la objetividad, la finitud y la facticidad, al desiderátum de una razón generada en términos de historia natural, encarnada en el cuerpo, socialmente situada e históricamente contextualizada; pero no lograron desempeñar ese desiderátum a la altura de la conceptuación y nivel de reflexión fijados por Kant y Hegel. Y así, abrieron las esclusas para la crítica radical de Nietzsche a la razón, que al proceder a su vez en términos totalizadores acaba reobrando sobre sí misma.

Un adecuado concepto de razón situada no llegó a cuajar por esta vía, sino merced a la lógica interna de otro tipo de crítica dirigido contra las variantes fundamentalistas del pensamiento liga­do a la filosofía del sujeto. En esta discusión que conecta con Kant se ven sacudidos los conceptos básicos de la filosofía trascendental aunque no por ello despojados de su significación paradigmática.

La posición trasmundana de la subjetividad trascendental, a la que habían quedado transferidos los atributos metafísicos que eran la universalidad, la supratemporalidad y la necesidad, chocó en primer lugar con las premisas de las nuevas ciencias del espí­ritu. Pero éstas se topan (en sus ámbitos objetuales) con produc­tos que ya están simbólicamente preestructurados y que, por así decirlo, poseen la dignidad de productos trascendentales; y ello aunque hayan de ser sometidos a un análisis puramente empírico. Foucault ha descrito cómo las ciencias humanas se adentran en las condiciones empíricas bajo las que sujetos transcendentales multiplicados y aislados generan sus mundos, sistemas de símbo­los, formas de vida e instituciones. Con ello se ven atrapadas sin remedio en una no aclarada doble perspectiva empírico-trascen­dental[xiv]. Dilthey se ve desafiado por lo mismo a emprender una crítica de la razón histórica. Trata de reestructurar de tal guisa los conceptos básicos de la filosofía trascendental, que las opera­ciones sintéticas carentes de origen, sustraídas a toda contingen­cia y necesidad natural pueden encontrar en adelante un lugar en el mundo, sin tener que abandonar con ello su conexión interna con el proceso de constitución del mundo.

El historicismo y la filosofía de la vida confirieron al proceso de mediación que representa la tradición, a la experiencia estéti­ca, a la existencia corporal, social e histórica del individuo un significado similar al que antes habían tenido las categorías de la teoría del conocimiento. El lugar de la síntesis trascendental pasó a ocuparlo la productividad de la “vida”, una productividad con­creta en apariencia pero carente de estructura. Por otro lado, Husserl no dudó en equiparar el ego trascendental, al que se siguió ateniendo, con la conciencia fáctica de cada fenomenólogo individual. Ambas líneas de argumentación confluyen en Ser y Tiempo de Heidegger. Bajo el título de Dasein la subjetividad generadora queda, finalmente, arrancada del reino de lo inteligi­ble y entregada, si no al aquende de la historia, sí a las dimensio­nes que representan la historicidad y la individualidad. En cual­quier caso se torna determinante la figura de pensamiento que representa ese “proyectar arrojado en el mundo”, referida a la “cura” por la existencia en cada caso mía.

Esta historificación e individuación del sujeto trascendental impone una mudanza en la arquitectónica de los conceptos bási­cos. El sujeto pierde su conocida doble posición como uno frente a todo y uno entre muchos. Pues el sujeto de Kant, en tanto que conciencia trascendental, había estado frente al mundo como totalidad de los objetos susceptibles de experiencia; y a la vez, en tanto que conciencia empírica, aparecía en el mundo como una entidad entre muchas entidades. Heidegger, en cambio, trata de entender a la subjetividad misma proyectora de mundo como ser-en-el-mundo, como Dasein que de antemano se encuentra en la facticidad de un entorno histórico, y que, sin embargo, no puede quedar privado de su espontaneidad trascendental. La conciencia trascendental, sin menoscabo de su originalidad fun­dadora de mundo, ha de quedar sometida a las condiciones de la facticidad histórica y de la existencia intramundana. Pero estas condiciones mismas no deben pensarse a su vez como algo óntico, como algo que aparezca en el mundo, sino que, más bien, limitan, por así decirlo, desde dentro, las operaciones generativas del sujeto que es en el mundo, limitan la espontaneidad proyectora de mundo en su propia fuente. El lugar de la distinción trascendental entre constituens y constitutum lo ocupa ahora una distinción distinta: la diferencia ontológica entre proyección de mundo, que abre el horizonte para encuentros posibles en el mundo, y aquello con que fácticamente nos topamos o encontra­mos en el mundo.

Ciertamente que entonces se plantea la cuestión de si la apertura de mundo, el dejar ser al ente, puede entenderse toda­vía como una actividad y ser imputada a las operaciones de un sujeto. En Ser y Tiempo Heidegger favorece todavía esta versión. El Dasein individual, pese a su enraizamiento existencial en el mundo, mantiene todavía la autoría de la proyección soberana de mundo —una potencia creadora de mundo sin la correspondiente posición transmundana. Pero con esta decisión Heidegger se acarrea un problema con el que Husserl laboró en vano en su quinta meditación cartesiana y para el que tampoco Sartre en la tercera parte de El Ser y la Nada encontraría solución alguna. Pues en cuanto la conciencia trascendental se desmorona en el pluralismo de mónadas individuales fundadoras de mundo, se plantea el problema de cómo desde el punto de vista de ellas puede quedar constituido un mundo intersubjetivo en que cada subjetividad pudiera salir al encuentro de las demás no como un contrapoder objetivante sino en su espontaneidad originaria, proyectora de mundo. Pero este problema de la intersubjetividad resulta insoluble bajo la premisa de que se parte, de un Dasein que sólo en la soledad puede con autenticidad proyectarse en lo concerniente a sus posibilidades[xv].

En su filosofía última Heidegger desarrolla una alternativa. Aquí ya no carga el proceso de apertura del mundo al Dasein individual; ya no entiende la constitución del mundo en general como operación, sino como el superpotente acontecer anónimo de una potencia originaria disuelta en tiempo. El cambio de ontologías se cumple en el medio del lenguaje como un acontecer situado allende la historia óntica. El problema de la intersubjetividad se convierte con ello en algo sin objeto. Pero ahora, lo que rige en el cambio gramatical de las imágenes lingüísticas del mundo, y ello de forma imprevisible, es el Ser mismo convertido en poder soberano. El último Heidegger eleva la potencia crea­dora de sentido que es el lenguaje al rango de absoluto. Pero de ello se sigue un ulterior problema. Pues, en este planteamiento de Heidegger, la fuerza que la apertura lingüística del mundo posee de prejuzgar lo intramundano devalúa todos los procesos de aprendizaje intramundanos. La precomprensión ontológica dominante en cada caso constituye para la práctica de los indivi­duos socializados en el mundo un marco fijo. El encuentro con lo intramundano se mueve, en términos fatalistas, por las vías de plexos de sentido de antemano regulados, de suerte que éstos no pueden verse a su vez afectados por las soluciones logradas de problemas, por el saber acumulado, por los cambios en la situa­ción de las fuerzas productivas y por la evolución de las ideas morales. Con ello se torna inexplicable el juego dialéctico entre el desplazamiento de horizontes de sentido y aquello en que tales horizontes fácticamente han de acreditarse.

Todas estas tentativas de destrascendentalizar a la razón se ven aún atrapadas en las predecisiones conceptuales de la filoso­fía trascendental, a las que siguen apegadas. Estas falsas alterna­tivas sólo desaparecen con el tránsito a un nuevo paradigma, el paradigma del entendimiento. Los sujetos capaces de lenguaje y de acción que sobre el trasfondo de un mundo de la vida común se entienden entre sí sobre algo en el mundo, se han acerca del medio que representa su lengua tanto de forma autónoma como de forma dependiente: pueden servirse para sus propios fines del sistema de reglas gramaticales que es el que empieza haciendo posible su práctica (de ellos). Ambos momentos son coorigina­rios[xvi]. Por una parte los sujetos se encuentran ya siempre en un mundo lingüísticamente abierto y estructurado y se nutren de los plexos de sentido que la gramática les adelanta. En este aspecto el lenguaje se hace valer frente a los sujetos hablantes como algo previo y objetivo, como una estructura de condiciones de posibilidad que en todo deja su impronta. Pero, por otro lado, el mundo de la vida lingüísticamente abierto y estructurado no tiene otro punto de apoyo que la práctica de los procesos de entendi­miento en una comunidad de lenguaje. Y en tales procesos la formación lingüística de consenso, a través de la que se entrete­jen las interacciones en el espacio y en el tiempo, permanece dependiente de tomas de postura autónomas de afirmación o negación por parte de los participantes en la comunicación frente a pretensiones de validez susceptibles de crítica.

Los lenguajes naturales no sólo abren los horizontes de un mundo específico en cada caso, en que los sujetos socializados se encuentran ya siempre a sí mismos; obligan, a la vez, a los sujetos a rendimientos propios, a saber: a una práctica intramundana orientada por pretensiones de validez que somete los avances de sentido que la apertura lingüística del mundo comporta, a una continua prueba de acreditación. Entre el mundo de la vida como recurso del que se nutre la acción comunicativa, y el mundo de la vida como producto de esa acción, se establece un proceso circular, en el que el desaparecido sujeto trascendental no deja tras de sí hueco alguno. Empero, sólo el giro lingüístico de la filosofía ha suministrado los medios conceptuales con que poder analizar la razón materializada en la acción comunicativa.

IV. GIRO LINGÜÍSTICO

En las dos últimas secciones he mostrado cómo el pensa­miento posthegeliano se desliga de las concepciones metafísicas de la razón que aparecen ligadas a la moderna filosofía de la conciencia. Antes de entrar en la relación entre teoría y praxis (tras haberme referido al pensamiento “identitario” y al idealis­mo), voy a referirme a la crítica a la filosofía de la conciencia, crítica que es la que ha allanado el camino al pensamiento post­metafísico. El tránsito desde la filosofía de la conciencia a la filosofía del lenguaje no sólo ha comportado ventajas metodológicas, sino también de contenido. Pues nos saca del círculo de ese ir y venir sin salida alguna entre pensamiento metafísico y pensamien­to antimetafísico, es decir, entre idealismo y materialismo, y ofrece además la posibilidad de abordar un problema que no tiene ningu­na solución cuando se sigue aferrado a los conceptos básicos de la metafísica: el de la individualidad. En la crítica a la filosofía de la conciencia se agavillan, por lo demás, motivos sumamente diversos. Voy a mencionar al menos los cuatro más importantes.

a) Quien, al centrar su interés en la relación consigo mismo que caracteriza al sujeto cognoscente, se decidía a elegir la autoconciencia como punto de partida de su análisis, tenía que habér­selas ya desde Fichte con la objeción de que la autoconciencia no puede considerarse en absoluto un fenómeno originario, pues la espontaneidad de la vida consciente escapa justo a aquella forma de objeto en la que, empero, tendría que ser subsumida en cuanto el sujeto cognoscente se vuelve sobre sí para apoderarse de sí como de un objeto[xvii]. Esta coerción que los conceptos básicos elegidos ejercen y que obliga a la objetivación y a la autoobjetivación viene sirviendo también desde Nietzsche de blanco de una crítica a la forma de pensamiento que tiene por meta apoderarse de objetos y a la razón instrumental, crítica que a grandes zanca­das y con no poco apresuramiento se hace extensiva a las formas de vida modernas en su totalidad.
b) Desde Frege la lógica y la semántica dieron un golpe a esa concepción articulada en términos de teoría del objeto, que re­sulta de la estrategia conceptual de la filosofía de la conciencia. Pues son sólo siempre objetos, en palabras de Husserl: objetos intencionales, a lo que pueden dirigirse los actos del sujeto que juzga, actúa y tiene vivencias. Pero esta concepción del objeto representado no hace justicia a la estructura proposicional de los estados de cosas a que nos referimos (gemeinten) y que refleja­mos en enunciados[xviii].
c) Además, el naturalismo pone en duda que sea posible partir de la conciencia como base, como algo incondicionado y originario: habría que conciliar a Kant con Darwin. Más tarde, con las teorías de Freud, Piaget y Saussure, ofreciéronse catego­rías “terceras” que acabaron socavando el dualismo conceptual con que operaba la filosofía de la conciencia. A través de las categorías de cuerpo susceptible de expresarse, de comportamiento, de acción y de lenguaje pueden introducirse relaciones con el mundo, en las, que ya está inserto el organismo socializado, el sujeto capaz de lenguaje y de acción, antes de poder referirse a algo en el mundo en términos objetivantes[xix].
d) Pero sólo con el giro lingüístico han encontrado tales reservas un sólido fundamento metodológico. Este giro se debe al abandono, marcado ya por Humboldt, de la concepción tradi­cional según la cual el lenguaje ha de entenderse conforme al modelo de la asignación de nombres a objetos y como un instru­mento de comunicación que permanece externo al contenido del pensamiento. Pero esta nueva concepción de lenguaje, de cuño trascendental, cobra relevancia paradigmática ante todo por la ventaja metodológica que supone frente a una filosofía del sujeto que ha de apelar a un acceso introspectivo a los hechos de con­ciencia. La descripción de entidades que aparecen en el interior del espacio de las representaciones o de la corriente de vivencias, no logra liberarse de la sospecha de no ser más que puramente subjetiva, ora se apoye en la experiencia interna, en la intuición intelectual, o en la evidencia inmediata. La validez intersubjetiva de las observaciones sólo puede venir asegurada por la práctica experimental, es decir, por una transformación regulada de las percepciones en datos. Una objetivación similar es la que parece lograrse cuando el análisis de las representaciones y pensamien­tos se emprende recurriendo a los productos gramaticales con cuya ayuda son expresados. Las expresiones gramaticales son algo públicamente accesible, en ellas pueden leerse estructuras sin necesidad de referirse a algo meramente subjetivo. El modelo que representaron la matemática y la lógica hizo el resto, para que la filosofía se viera remitida con carácter general al ámbito objetual público que representan las expresiones gramaticales. Frege y Peirce marcan el punto de inflexión[xx].

Ciertamente que el giro lingüístico sólo se efectuó en un principio dentro de los límites del semanticismo, a saber: a costa de abstracciones que estorbaron un uso pleno del potencial de resolver problemas que el nuevo paradigma poseía. El análisis semántico es, en lo esencial, un análisis de formas de oraciones, sobre todo de las formas de oraciones asertóricas; prescinde de la situación de habla, del empleo del lenguaje y de los contextos de ese empleo, de las pretensiones, roles dialógicos y tomas de postura de los hablantes, en una palabra: de la pragmática del lenguaje que la semántica formal quiso reservar a otro tipo de investigación, a saber: a una investigación empírica. De modo similar, también la teoría de la ciencia estableció una separación entre lógica de la investigación y cuestiones relativas a la dinámi­ca de la investigación que habrían de dejarse a los psicólogos, historiadores y sociólogos.

La abstracción semanticista reduce el lenguaje a un formato que hace irreconocible el carácter peculiarmente autorreferencial de éste[xxi]. Baste sólo un ejemplo: en el caso de acciones no lingüísticas no cabe inferir la intención del agente del comporta­miento manifiesto de éste, o en todo caso sólo cabe colegirla por vía indirecta. En cambio, un acto de habla da a entender por sí mismo al oyente la intención del hablante. Las manifestaciones lingüísticas se identifican a sí mismas porque están estructuradas autorreferencialmente y, por así decirlo, comentan el sentido que tiene el empleo del contenido expresado en ellas.

El descubrimiento de esta doble estructura realizativo-proposicional partiendo de Wittgenstein y Austin[xxii] fue el primer paso en el camino hacia una inclusión de componentes pragmá­ticos en un análisis formal. Sólo con este tránsito a una pragmá­tica formal recobra el análisis del lenguaje las dimensiones y problemas de la filosofía del sujeto inicialmente dados por perdi­dos. El paso siguiente es el análisis de los presupuestos universa­les que han de cumplirse para que los participantes en la interac­ción puedan entenderse sobre algo en el mundo. Estos presu­puestos pragmáticos de la formación de consenso ofrecen la pe­culiaridad de contener fuertes idealizaciones. Inevitable, pero a menudo contrafáctica es, por ejemplo, la suposición de que todos los participantes en el diálogo emplean con el mismo significado las mismas expresiones lingüísticas. Llevan también aparejadas idealizaciones similares las pretensiones de validez que un ha­blante entabla en favor del contenido de sus oraciones asertóricas, normativas o expresivas: lo que un hablante aquí y ahora, en un contexto dado, afirma como válido, trasciende, en lo que a su pretensión se refiere, todos los estándares de validez dependientes del contexto, meramente locales. Con el contenido normativo de tales presupuestos comunicativos (idealizadores y, sin embargo, inevitables) de una práctica fácticamente ejercitada, penetra en la esfera misma de los fenómenos la tensión entre lo inteligible y lo empírico. Presupuestos contrafácticos se tornan hechos socia­les —éste es el aguijón crítico que lleva clavado en su carne una realidad social que no tiene más remedio que reproducirse a través de la acción orientada al entendimiento.

El giro lingüístico no se efectuó sólo a través de la semántica de la oración, sino también a través de la semiótica —por ejem­plo, en el caso de Saussure. Pero el estructuralismo cae de forma muy similar en la trampa de falacias abstractivas. Al peraltar las formas anónimas de lenguaje otorgándoles rango trans­cendental rebaja al sujeto y a su habla a algo meramente acci­dental. El modo como los sujetos hablan y lo que los sujetos hacen es algo que habría que aclarar a partir de los sistemas de reglas subyacentes. La individualidad y creatividad del sujeto capaz de lenguaje y de acción, y en general todo lo que se ha venido atribuyendo a la subjetividad como posesión suya, sólo constituyen ya fenómenos residuales que, o bien se pasan por alto, o bien quedan devaluados como síntomas narcisistas (La­can). Quien, bajo premisas estructuralistas, quiera defender to­davía los derechos de todo ello, no tiene más remedio que des­plazar todo lo individual e innovador a una esfera de lo prelingüístico sólo accesible ya en términos meramente intuitivos[xxiii].

También de esta abstracción estructuralista es el giro prag­mático el que logra sacarnos. Pues las operaciones trascendenta­les en modo alguno se han retraído como tales a los sistemas gramaticales de reglas, antes la síntesis lingüística es el resultado de operaciones constructivas de entendimiento que se efectúan en las formas de una intersubjetividad discontinua. No cabe duda de que las reglas gramaticales garantizan la identidad del signifi­cado de las expresiones lingüísticas; pero al propio tiempo han de dejar espacio para un empleo (individualmente matizado e imprevisible en lo que a innovaciones se refiere) de estas expre­siones cuya identidad de significado no es más que una suposición inscrita en la propia comunicación. El hecho de que las intencio­nes de los hablantes se desvíen también siempre de los significa­dos estándar de las expresiones empleadas explica esos ribetes de diferencia que anidan en todo consenso lingüísticamente alcanza­do: “Todo comprender es, pues, siempre a la vez un no-compren­der, toda convergencia en pensamientos y sentimientos es al tiempo una divergencia” (W. v. Humboldt). Como la intersubjetividad del entendimiento lingüístico es porosa por su propia naturaleza, y como el consenso lingüísticamente alcanzado no elimina en las convergencias las diferencias de las perspectivas de los hablantes, sino que las supone como insuprimibles, la acción orientada al entendimiento resulta también apta como medio en que discurren procesos de formación que posibilitan dos cosas en una: socialización e individuación. El papel gramatical de los pronombres personales obliga a hablante y oyente a una actitud realizativa, en la que el uno sale al encuentro del otro como alter ego —sólo en la conciencia de su absoluta diversidad e incanjeabilidad puede el uno reconocerse en el otro. Así, ya en la práctica comunicativa cotidiana nos resulta accesible de forma bien trivial aquella no-identidad, vulnerable y una y otra vez distorsionada cada vez que se la aborda en términos objetivantes, que siempre escapaba por la red de los conceptos básicos de la metafísica[xxiv]. El alcance de esta salvación profana de lo no-idén­tico sólo resulta empero reconocible si abandonamos el primado clásico de la teoría y con ello superamos al tiempo el estrecha­miento logocéntrico de la razón.

 Notas:
[i] M. Heidegger, Nietzsche, tomos I y II, Pfullingen, 1961.
[ii] Th. W. Adorno, Zur Metakritik der Erkenntnistheorie, Stuttgart, 1956.
[iii] D. Henrich, Fluchtlinien, Francfort, 1982; R. Spaemann, Philos. Essays,
Stuttgart, 1983.
[iv] Esta premisa la razono en J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Madrid, 1989.
[v] W.Beierwaltes, Denken des Einen, Francfort, 1985.
[vi] Adorno, loc. cit., pág. 29: “La filosofía primera o filosofía del origen, que, consecuente consigo misma, es decir, consecuente con su huida ante lo condicionado, se vuelve al sujeto, esto es, a la identidad pura, no puede menos de temer a la vez perderse en la condicionalidad de lo puramente subjetivo, que como momento aislado nunca logra tal pura identidad y que, al igual que su contrario, ha de quedarse con tal mácula. A esta antinomia no logró nunca escapar la gran filosofía.” Sobre el significado de lo no-idéntico en la historia de la metafísica, cfr. K. H. Kaag, Der Fortschritt in der Philosophie, Francfort, 1983.
[vii] Cfr. D. Henrich, Hegel im Kontext, Francfort, 1971, págs. 35 y ss.
[viii] B. Schnell, Die Entdeckung des Geistes, Heidelberg, 1955, págs. 401 y ss.
[ix] Sobre la idea de fundamentación última en Fichte, cfr. V. Hösle, Hegels System, tomo I, Heidelberg, 1987, págs. 22 y ss.
[x] H. Schnädelbach, Philosophie in Deutschland 1831-1933, Francfort 1983, págs. 120 y ss.
[xi] J. Habermas, “Die Philosophie als Platzhalter und Interpret”, en Id., Moralbewusstsein und kommunikatives Handeln, Francfort, 1983, págs. 9 y ss.
[xii] Cfr. mi excurso sobre Derrida en J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Madrid, 1989, págs. 225 y ss.
[xiii] Incluso Marx no logró pensar suficientemente la relación entre naturale­za en sí, naturaleza para nosotros y sociedad. La dialéctica de la naturaleza de Engels, la ampliación del Materialismo Histórico a materialismo dialéctico, tomó después evidente la recaída en el pensamiento precrítico.
[xiv] Cfr. el capítulo final de M. Foucault, Les mots et les choses, París, 1966.
[xv] M. Theunissen, Der Andere, Berlín, 1977, págs. 176 y ss.
[xvi] Cfr. mi réplica a Taylor en A. Honneth, H. Toas (eds.), Kommunikatives Handeln, Francfort, 1986, págs. 328 y ss.; y en este libro, más adelante págs. 200 y ss.
[xvii] M. Frank analiza teorías no egológicas de la conciencia, que tratan de buscar una salida a esta aporía, cfr. Die Unhintergehbarkeit von Individualität, Francfort, 1986, págs. 33-64.
[xviii] E. Tugendhat, Einführung in die sprachanalytische Philosophie, Franc­fort, 1976, págs. 72-106.         
[xix] La temática de la antropología filosófica de H. Plessner y A. Gehlen quedó retomada en la fenomenología antropológica de Merleau-Ponty, cfr. B. Waldenfels, Phänomenologie in Frankreich, Francfort, 1983; cfr. también A. Honneth, H. Joas, Soziales Handeln und menschliche Natur, Francfort, 1980.
[xx] Cfr. los escritos del período medio de Ch. S. Peirce: K. O. Apel (ed.), Schriften zum Pragmatismus, Francfort, 1976, págs. 141 y ss.
[xxi] K. O. Apel, Transformation der Philosophie, tomo II, Francfort, 1973, segunda parte, págs. 155 y ss.
[xxii] J. Searle, Speech acts, Cambridge, 1969.
[xxiii] M. Frank, Was ist Neostrukturalismus? Francfort, 1983, lección 23, págs. 455 y ss.
[xxiv] Cfr. K. H. Haag, loc. cit., págs. 50 y ss.; cfr. más adelante, págs. 186 y ss.