"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

Leyes de la robótica


1. Un robot no puede dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que éste sea dañado.
2. Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos excepto cuando estas órdenes entren en conflicto con la Primera Ley.
3. Un robot debe proteger su propia existencia hasta donde esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Leyes.

Hans Küng - Credo



El Símbolo de los Apóstoles explicado al hombre de nuestro tiempo
Capítulo 1

Symbolum Apostolorum

Credo in Deum Patrem omnipotentem
creatorem coeli et terrae.

Et in Iesum Christum
Filium eius unicum, Dominum nostrum
qui conceptus est de Spiritu Sancto
natus ex Maria Virgine

passus sub Pontio Pilato
crucifixus, mortuus et sepultus

descendit ad in fernos
tertia die resurrexit a mortuis
ascendit ad coelos
sedet ad dexteram Dei Patris omnipotentis
inde venturus est
iudicare vivos et mortuus.

Credo in Spiritum Sanctum
sanctam Ecclesiam catholicam
sanctorum communionem

remissionem peccatorum
carnis resurrectionem
et vitam aeternam. Amen.(12)

El símbolo de los Apóstoles

Creo en Dios Padre todopoderoso
creador del cielo y de la tierra.

Y en Jesucristo
su único Hijo, nuestro Señor,
que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo
y nació de santa María Virgen,

padeció bajo el poder de Poncio Pilato,
fue crucificado, muerto y sepultado,

descendió a los infiernos,
al tercer día resucitó de entre los muertos,
subió a los cielos,
está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso,
desde allí ha de venir
a juzgar a vivos y muertos.

Creo en el Espíritu Santo,
la santa Iglesia católica,
la comunión de los santos,

el perdón de los pecados,
la resurrección de los muertos
y la vida eterna.
Amén. (13)


I
DIOS PADRE:
IMAGEN DE DIOS Y CREACIÓN DEL MUNDO

En clara disposición en seis capítulos trataré de mostrar cómo se pueden entender los doce artículos del credo tradicional: ese credo que, indudablemente, no se remonta a los apóstoles pero que está inspirado en el mensaje apostólico.
El nombre de Symbolum Apostolorum y la historia de sus orígenes apostólicos sólo aparecen en los alrededores del año 400.
No existe una versión completa hasta el siglo v, y fue sólo en el siglo x cuando el emperador Otón el Grande lo introdujo en Roma como símbolo del bautismo en sustitución del credo niceno-constantinopolitano.
Pero debido a su carácter narrativo, de sencillo resumen de la fe cristiana sobre la base de la predicación apostólica, ha podido mantenerse hasta hoy tanto en la Iglesia católica como en las Iglesias de la Reforma.
Por eso tiene también una función ecuménicamente relevante. Y, sin embargo, al hombre de hoy le viene inmediatamente la pregunta: «¿Es posible creer todo eso?».

1. ¿Es posible creer todo eso?

La vieja pregunta del bautismo es directa y personal: «¿Cree usted en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra?».
Ya esta primera frase del símbolo de la fe espera de nosotros que «creamos» en muchas cosas. «Dios» - «Padre» - «todopoderoso» - «creador» - «cielo y tierra»: nada de lo que expresan estas palabras es obvio hoy en día.
Cada una de ellas necesita ser explicada, traducida a nuestro tiempo.(15)

Ahora bien, el hombre no vive sólo a base de conceptos e ideas, sino de las imágenes que quedaron profundamente grabadas en él desde su juventud.
Y la fe del hombre tampoco se mantiene viva a base sólo de dogmas, declaraciones y argumentos, sino de cada una de las grandes imágenes que le fueron inculcadas como verdades de la fe, y que no sólo se dirigen al intelecto y al discurso crítico-racional sino a la imaginación y a las emociones.
La fe sería algo a medias si afectara sólo al entendimiento y a la razón del hombre y no al hombre completo, incluido el corazón.

Muchos hombres de hoy asocian la palabra Dios, Dios creador, no tanto a un concepto o una definición, sino a una imagen, una gran imagen clásica de Dios y del mundo, de Dios y del hombre.
Los frescos, por ejemplo, que Miguel Ángel Buonarroti, a los treinta y cinco años escasos y habiendo trabajado hasta entonces únicamente como arquitecto y escultor, pintó, por encargo del papa Julio II della Rovere, en la gigantesca bóveda de la capilla del palacio papal, entre 1508 y 1512.
Son unas imágenes únicas las que aparecen allí ante nosotros: únicas no sólo por la inaudita intensidad de la concepción artística total, por la aparente arquitectura que sustenta el conjunto, por la atrevida perspectiva y el monumentalismo de las figuras y por el fulgor de los recién restaurados colores.
Únicas también por su contenido teológico: fue el mismo Miguel Ángel quien quiso representar -en lugar de los apóstoles que, sobre elevados tronos y en pintura de paños geométricos, deseaba el papa- la historia de la creación y la primitiva historia de la humanidad.

Lo que surgió carecía de precedentes.
Si los primitivos pintores cristianos se habían limitado a representar a Dios mediante signos y símbolos, Miguel Ángel se atreve a lo que nadie se atreviera antes que él: a pintar, de manera directa y sugestiva, el proceso de la creación y el acontecer del primer día de la creación.

Dios Padre flotando en el espacio infinito y separando con majestuoso ademán la luz de las tinieblas.

Luego, en el inmenso fresco siguiente, Dios acercándose impetuosamente y creando en un solo instante el sol y la luna, de tal manera que en la misma escena se le ve ya de espaldas, alejándose vertiginosamente.

Después -tras la separación del mar y la tierra en la cuarta escena central (Miguel Ángel nunca se interesó por las plantas y los animales)- Dios se acerca volando, llevando en medio de un coro de ángeles la gentil figura de una Eva adolescente.
Del dedo índice derecho de Dios salta la chispa de la vida a la mano inerte que le ofrece Adán. (16)

Nadie, ni antes ni después, ha osado pintar tales imágenes, que aún no han sido superadas.
Y sin embargo, aquí surgen de golpe las preguntas del escéptico hombre de hoy:
«¿Hemos de creer todo eso así?
¡Sobre todo esos legendarios relatos de la Biblia sobre una creación que se llevó a cabo en seis días, sobre un Dios allá arriba, en los cielos, super-hombre y super-padre, de aspecto perfectamente masculino y, además, omnipotente!
¿No exige de nosotros la profesión de fe que nos despojemos del pensamiento crítico al entrar en la Iglesia? ».

Concedido: no vivimos ya en la época de Miguel Ángel, quien, por cierto, en sus años tardíos relativizó extraordinariamente el arte en aras de la religión; no vivimos tampoco en los tiempos de Lutero y Melanchton, quienes tuvieron en sus manos el libro verdaderamente revolucionario del canónigo católico Nicolás Copérnico, sobre el sistema heliocéntrico del universo y -por contradecir claramente a la Biblia- lo rechazaron, aunque sin procesar a Copérnico, como procesaron los papas más tarde a Galileo.
Aproximadamente 400 años después de Copérnico, 300 años después de Galileo, 200 años después de Kant y 100 años después de Darwin (todos ellos condenados por un «magisterio» romano incapaz de aprender) tengo clara conciencia de que cada palabra, literalmente, del «Símbolo de los Apóstoles» tiene que ser traducida al mundo postcopernicano, postkantiano, y también postdarwinista y posteinsteiniano, del mismo modo que cada vez que hizo su irrupción una nueva época -Alta Edad Media, Reforma, Ilustración- otras generaciones pasadas tuvieron que comprender ese mismo credo de una forma nueva.
Y desgraciadamente: cada una de las palabras del credo -empezando por la palabra «creo» y por la palabra «Dios»- ha sido también mal entendida, mal aplicada e incluso profanada en el transcurso de los siglos.

Y sin embargo ¿hemos de desechar por eso las palabras del credo?
¡Fuera eso, al montón de basura de la historia! ¡No!
Lo que debemos hacer es renovar teológicamente, pieza por pieza, los fundamentos y tomar en serio las preguntas escépticas del hombre contemporáneo.
Porque el credo da por supuesto, con excesiva obviedad, lo que bajo las condiciones modernas habría que demostrar: que hay una realidad trascendental, que Dios existe.
¿Pero demostrarlo? ¿Es que «creer» quiere decir «probar»?

2. ¿Qué significa «creer» ?

Admitido: los enunciados de la fe no tienen el mismo carácter que las leyes matemáticas o físicas.
Su contenido no puede ser demostrado, ni (17) como en las matemáticas ni como en la física, por evidencia directa o por el experimento ad oculos.
Pero la realidad de Dios tampoco sería la realidad de Dios si fuese tan visible, aprehensible, comprobable empíricamente, si fuese verificable experimentalmente o deducible matemática y lógicamente. «Un Dios que existe no existe», dijo una vez con razón el teólogo evangélico y miembro de la Resistencia Dietrich Bonhoeffer.
Pues Dios -entendido en lo más profundo y último- no puede ser nunca simple objeto, cosa. Si lo fuese, no sería Dios. Dios sería entonces el ídolo de los hombres.
Dios sería un existente entre existentes, y el hombre podría disponer de él, aunque sólo fuese intelectualmente.

Dios es por definición el in-definible, el i-limitable: una realidad literalmente invisible, inconmensurable, inaprehensible, infinita.
Es más: Dios no es una dimensión de nuestra realidad pluridimensional sino que es la dimensión «infinito», recónditamente presente en todos nuestros cálculos diarios, aunque no la percibamos..., excepto en el cálculo infinitesimal que, como es sabido, forma parte de las matemáticas superiores.

La dimensión «infinito», no sólo matemática, sino también real, ese campo de lo inaprehensible e inconcebible, esa invisible e inconmensurable realidad de Dios, no es racionalmente demostrable, por más que lo hayan intentado los teólogos y a veces también los científicos, contrariamente a la Biblia hebrea, contrariamente al Nuevo Testamento y contrariamente al Corán, libros todos ellos en los que la existencia de Dios no se demuestra nunca de modo argumentativo.
Desde una perspectiva filosófica, Immanuel Kant tiene razón: nuestra razón pura, teórica, no llega tan lejos.
Ligada al espacio y al tiempo no puede demostrar lo que está fuera del horizonte de nuestra experiencia espacio-temporal: ni que Dios existe ni -y esto suelen pasarlo por alto los ateos- que Dios no existe.
Tampoco ha aportado nadie hasta ahora una prueba convincente de la no-existencia de Dios. Indemostrable no es sólo la existencia de Dios, sino también la existencia de la nada.

Por eso rige lo siguiente: nadie está obligado racional-filosóficamente a suponer la existencia de Dios.
Quien quiera suponer la existencia de una realidad meta-empírica «Dios», no puede hacer otra cosa que aceptarla sin más, prácticamente.
Para Kant, la existencia de Dios es un postulado de la razón práctica. Yo prefiero hablar de un acto del hombre entero, del hombre dotado de razón (Descartes) y de corazón (Pascal), más exactamente: de un acto de confianza razonable que, si no tiene pruebas rigurosas, sí dispone de buenas razones; del mismo modo que esa persona que, tras ciertas vacilaciones, acepta con (18) amor a otra persona, sin tener, en rigor, pruebas estrictas de esa confianza suya, pero sí -salvo en los casos de un fatídico «amor ciego»- buenas razones.
Mas la fe ciega puede tener consecuencias tan desastrosas como el amor ciego.

La fe del hombre en Dios no es, por tanto, ni una demostración racional ni un sentir irracional ni un acto de decisión de la voluntad, sino una confianza fundada y, en ese sentido, razonable.
Ese confiar razonadamente, que no excluye el pensar, preguntar y dudar y que concierne a un mismo tiempo al entendimiento, a la voluntad y al sentimiento, es lo que se llama, en sentido bíblico, «creer» .
No una simple aceptación de la verdad de ciertas proposiciones, sino un compromiso del hombre, del hombre entero, primariamente no con esas proposiciones sino con la realidad misma de Dios.
Es la distinción que ya hizo el gran Doctor de la Iglesia latina Agustín de Hipona: no sólo un «creer algo» (aliquid credere), ni sólo un «creer a alguien» (credere alicui), sino «creer en alguien» (credere in aliquem).

Es eso lo que significa la palabra «credo»: «creo»
- no en la Biblia (digo esto contra el biblicismo protestante), sino en aquel de quien da testimonio la Biblia;
- no en la tradición (digo esto contra el tradicionalismo ortodoxo oriental), sino en aquel que es transmitido por la tradición;
- no en la Iglesia (digo esto contra el autoritarismo católico-romano), sino en aquel que es objeto de la predicación de la Iglesia; - o sea, y ésta es nuestra confesión ecuménica: credo in Deum: creo en Dios.

Ni el símbolo de la fe es tampoco la fe misma sino sólo expresión, formulación, articulación de la fe; por eso se habla de «artículos de la fe».
Y sin embargo el hombre contemporáneo me preguntará:
«Quien sigue creyendo hoy en Dios
¿no invalida el espíritu de la Ilustración?
¿No vuelve a caer, lo quiera o no, en la Edad Media o, por lo menos, en la época de la Reforma?
¿No se olvida, no se reprime así toda la crítica de la religión que ha llevado a cabo la modernidad?

3. ¿Sigue siendo válida la crítica de la religión de la época moderna?

No, no la he olvidado, esa crítica de la religión: la he estudiado durante años, con apasionamiento y, en verdad, no sin simpatía por los grandes representantes de esa corriente, desde Feuerbach, pasando por Marx, hasta Nietzsche y Freud.
Tenían y tienen todos ellos demasiada razón en muchas cosas como para que hoy se los siga ignorando (o (19) se los ignore de nuevo) impunemente.
Pues si se analiza el perfil de la personalidad de ciertos piadosos «creyentes» -y desde luego no sólo creyentes cristianos- no será posible negar, con Ludwig Feuerbach, que la fe en Dios puede alienar y atrofiar al hombre al haber provisto el hombre a Dios de todos los tesoros interiores que él mismo posee.
¡Esos hombres que creen en Dios son demasiado poco humanos, demasiado poco hombres como para que los que no creen se contagien de esa fe en Dios! Sí, se puede comprender al republicano que fue Feuerbach cuando quería que los hombres, en lugar de candidatos al más allá, fuesen estudiantes de este mundo terrenal: en lugar de ayudas de cámara, religiosos y políticos, de la monarquía y de la aristocracia celestial y terrenal, ciudadanos conscientes de su propio valor.

Por otra parte, desde Feuerbach hemos aprendido dos cosas:
1. El hecho de que Dios sea solamente el reflejo, personificado y proyectado al exterior, del hombre, un reflejo sin contenido real, es algo que Feuerbach nunca pudo probar, sólo afirmar.
Hoy hay un número incontable de personas que son ciudadanos de la tierra, libres y conscientes de sí mismos, precisamente por creer en Dios como fundamento y garantía de su libertad y de su emancipación.

2. El humanismo-sin-Dios también ha tenido con harta frecuencia consecuencias inhumanas, y en las terribles experiencias de nuestro siglo -dos guerras mundiales, Gulag, Holocausto, bomba atómica- muchas veces ha resultado ser bien corto el camino que lleva del humanismo sin Dios a la bestialidad.

Pero a esto cabe preguntar: lo dicho sobre esos hombres libres y conscientes de sí mismos que creen en Dios
¿no es aplicable todo lo más a las sociedades prósperas de occidente, pero no a un continente como Latinoamérica?
¿No se ha recurrido allí, y con razón, a las ideas de Karl Marx para analizar esas condiciones de vida inhumanas, imputables en buena parte a la religión y a la Iglesia?
Marx quiso transformar la crítica del cielo en crítica de la tierra, la crítica de la religión en crítica del derecho, la crítica de la teología en crítica de la política.
Quien conozca las condiciones de vida inhumanas que imperan en los países latinoamericanos apenas podrá negar que el Dios de los cristianos, allí imperante, ha sido en gran parte el Dios de los que imperan: consolando con la esperanza en la otra vida, perturbando la lucidez de conciencia, adornando con flores las cadenas, en lugar de romperlas.

Entretanto, sin embargo, incluso los más doctrinarios se han rendido ante el hecho evidente de que, pese a lo acertado de sus análisis, las soluciones marxistas -supresión de la propiedad privada y socialización de la industria, la agricultura, la educación y la cultura han desembocado en una explotación sin precedentes de los pueblos y (20) en una destrucción de la moral y de la naturaleza.
Y, por otra parte, en una perspectiva de conjunto, esa desaparición automática de la religión que preveía Marx no ha llegado a realizarse.
En lugar de la religión, ha sido la revolución, durante algún tiempo, el opio del pueblo: desde el Elba hasta Vladivostock, y también en Cuba, en Vietnam, en Camboya y en China.
Pero ahora se ha visto que, desde Europa Oriental y la RDA, a través de Sudáfrica y hasta Sudamérica y las Filipinas, la religión no sólo puede ser un medio de consolación y de vanas promesas sino también -así fue ya en el movimiento norteamericano en pro de los derechos cívicos- un catalizador de la liberación social: y ello sin emplear la violencia revolucionaria, cuya consecuencia es el círculo vicioso del aumento de la violencia.

«Cierto», dirán, llegados a este punto, algunos coetáneos, «la fe en Dios puede catalizar la liberación exterior, social.
¿Pero la liberación, más urgente aún, interior, psíquica, la liberación del miedo, de la falta de madurez y libertad?».
Lo admito: tenía plenamente razón Sigmund Freud cuando criticaba la prepotencia, el abuso de poder de las Iglesias, cuando criticaba las formas aberrantes de la religión, la ceguera ante la realidad, el autoengaño, las tentativas de evasión y la represión de la sexualidad, y cuando también criticó muy directamente la imagen autoritaria tradicional de Dios.
Detrás de la ambivalencia de esa imagen de Dios se trasluce muchas veces la imagen, que se remonta a la primera infancia, del padre o de la madre, proyectada a la esfera metafísica, al más allá o al porvenir.
E incluso todavía hoy, en familias religiosas, los padres siguen sirviéndose a veces de un justiciero Padre-Dios como método educativo para disciplinar a los hijos, lo que entraña a largo plazo consecuencias negativas para la religiosidad de los adolescentes.
La fe en Dios aparece así como un retorno a las estructuras infantiles, como regresión a los deseos de la infancia.

Desde entonces, por otra parte, se ha comprobado que no sólo cabe reprimir la sexualidad sino también la religiosidad;
que los deseos más remotos, más intensos, más urgentes, de la humanidad, deseos que, según Freud, constituyen la fuerza de la religión, no deberían ser descalificados como meras ilusiones;
que en una época de desorientación general, en que muchos no le ven sentido a la vida, es precisamente la fe en Dios lo que puede ayudar a dar su pleno y definitivo sentido a la vida y a la muerte, y también, por otra parte, a encontrar normas éticas absolutas y una patria espiritual.

De ese modo, la fe en Dios puede tener, precisamente en el plano psíquico, una función no esclavizante sino liberadora, no perjudicial sino curativa, no debilitadora sino estabilizante. (21)

De todo esto resulta claramente que quien hoy cree en Dios -definido por lo pronto, de manera general, como la realidad más real, trascendental-inmanente, que todo lo abarca y todo lo gobierna, en el hombre y en el mundo- no tiene por qué retroceder a la Edad Media ni a la Reforma ni a la propia infancia, sino que puede ser perfectamente un hombre de hoy entre hombres de hoy: justamente en la actual transición, dolorosamente lenta, a la postmodernidad.

He aquí, pues, resumida, mi respuesta a la crítica moderna de la religión:

- La fe en Dios muchas veces ha sido y es, sin duda, autoritaria, tiránica y reaccionaria. Puede producir miedo, inmadurez, estrechez de miras, intolerancia, injusticia, frustración y abstinencia social, puede llegar a legitimar y a inspirar inmoralidad, abusos sociales y guerras en un pueblo o entre los pueblos. Pero:

- La fe en Dios ha resultado ser otra vez, precisamente en los últimos años y de manera creciente, liberadora, humanitaria y orientada hacia el futuro. La fe en Dios puede propagar confianza en la vida, madurez, magnanimidad, tolerancia, solidaridad, compromiso creativo y social, puede fomentar la renovación espiritual, las reformas sociales y la paz mundial.

«¿Pero y esos puntos concretos de nuestro credo cristiano? ¿Cómo hay que entender, bajo las condiciones de la crítica moderna de la religión, que Dios es "creador" del cielo y de la tierra? ¿No se oponen los descubrimientos de la cosmología moderna a la fe en un creador?». Así preguntan muchos coetáneos.

4. Fe en la creación y cosmología: ¿una contradicción?

«En el inicio creó Dios el cielo y la tierra», así reza la primera frase de la Biblia.
Este mundo tuvo, pues, un comienzo, fijado por un acto de Dios.
Hay también muchos científicos que parten hoy del hecho de que el mundo no es eterno, que no carece de principio, sino que tuvo un inicio en el tiempo, un inicio que posiblemente coincidió con una explosión inicial.
Pero ya estoy oyendo la objeción: «¿Quiere usted demostrar científicamente la afirmación bíblica de que Dios creó el mundo?
El momento en que tuvo lugar ese Big Bang que, a juicio de relevantes investigadores, fue el inicio de nuestro universo, ¿lo identifica usted quizás con la creación del mundo a partir de la nada y por obra de la omnipotencia divina?».

El «modelo standard» (S. Weinberg) cosmológico sobre el origen del mundo, modelo basado en la teoría del Big Bang, se ha visto (22) confirmado muy recientemente de manera espectacular.
Ya en 1929, el físico norteamericano Edwin P. Hubble, basándose en los corrimientos hacia el rojo, hallados por él, de las líneas espectrales de las galaxias (sistemas de vías lácteas), había concluido que nuestro universo seguía expansionándose.
Según eso, las galaxias que están fuera de la Vía Láctea se alejan de nosotros con una velocidad proporcional a la distancia que las separa de nosotros.
¿Desde cuándo? Desde la eternidad no es posible.
Tiene que haber habido un inicio en el que toda radiación y toda materia estuvieran comprimidas en una casi indescriptible bola de fuego primigenia, de proporciones mínimas y de densidad y calor máximos.
Con una gigantesca explosión cósmica, el Big Bang -a una temperatura de 100.000 millones de grados Celsius y una densidad aproximadamente 4.000 millones de veces mayor que la del agua- debió comenzar hace casi 15.000 millones de años la expansión isomorfa e isótropa, que dura hasta hoy, del universo.

Ya en los primeros segundos debieron formarse, a partir de fotones sumamente ricos en energía, partículas elementales pesadas (protones, neutrones) y otras ligeras (electrones, positrones), los elementos constitutivos de los átomos.
Más tarde, mediante procesos nucleares, fueron surgiendo, de protones y neutrones, núcleos de helio y, otros cientos de miles de años después, átomos de hidrógeno y de helio.
Fue sólo mucho más tarde -al ceder la presión de los cuantos de luz, en su origen altamente energéticos, y tras el posterior enfriamiento cuando, mediante la gravitación, el gas pudo condensarse en masas compactas y, finalmente, tras lenta y progresiva densificación, en galaxias y constelaciones...
La radiación de radio en un espacio de decímetros y centímetros (radiación cósmica de microondas o de fondo), descubierta por A. A. Penzias y R. W. Wilson en 1964, no sería, según eso, sino el residuo de aquella radiación cósmica, extraordinariamente caliente, ligada al Big Bang, que mediante la expansión del universo pasó a ser una radiación de muy baja temperatura, un eco del Big Bang, por así decir.
En abril de 1992 se consiguió por primera vez, con ayuda del COBE, el satélite norteamericano de investigación, medir en un sistema espacio-temporal las huellas de aquellas diminutas y primitivas estructuras, salidas del primer proceso explosivo y de las cuales se formaron finalmente las galaxias: o sea, las estructuras más grandes y más antiguas (oscilaciones de densidad en la primitiva sopa cósmica energética) surgidas 300.000 años después del Big Bang.

¿Anda Miguel Ángel tan descarriado, entonces?
¿Y no tendrá razón la Biblia? «Y dijo Dios: Hágase la luz. Y se hizo la luz. Y Dios vio que la luz era buena... un primer día» (Gn 1,3 s.):
¿No demuestra inequívocamente la teoría de la explosión inicial que es verdad la (23) creación del mundo?
¿No tiene ese súbito acto creador algo semejante a una explosión inicial, infinitamente más grandiosa de lo que pudieron imaginar en su época los escritores bíblicos e incluso Miguel Ángel?
Según aquella teoría, el Big Bang tuvo lugar hace mucho tiempo, pero tiempo finito.
El mundo tendría, pues, un comienzo, una edad determinada: unos 15.000 millones de años. Y nuestro planeta, por su parte, estaría formado a base de nebulosas de polvo cósmico, en el extremo de uno de los 100 millones de sistemas galácticos, hace aproximadamente 5.000 millones de años.
Así es, las últimas mediciones fijan la edad del sistema solar, nacido de una nebulosa espiral, condensada, de gas y polvo, de la que también surgió nuestra prototierra, en 4.500 millones de años 1.

Esta teoría, sin embargo, tiene un pero: aún no se ha podido aclarar si la expansión del universo continuará indefinidamente o si cesará una vez para iniciar después otra vez un proceso de contracción.
Esto sólo se decidirá a partir de otras observaciones, por las que también sabremos si el universo es abierto o cerrado, es decir, si el espacio cósmico es infinitamente grande o si tiene un volumen limitado.
Como es sabido, con anterioridad a la teoría del Big Bang Albert Einstein había desarrollado un nuevo, pero todavía estático modelo del universo que divergía totalmente de la física clásica de Newton: a partir de las ecuaciones de su teoría general de la relatividad, la gravitación se entiende como consecuencia de una curvatura del (no-accesible a los sentidos) «continuo espacio-tiempo», es decir, de un espacio numérico tetradimensional, formado, con geometría no euclidea, de coordenadas espacio-tiempo.
Un universo curvado en el espacio, que tiene que ser concebido como ilimitado, pero que tiene un volumen limitado, de la misma manera que en el espacio tridimensional la superficie de una esfera tiene una superficie de contenido limitado, siendo sin embargo ilimitada.

Ya pronto, por razones de fe, representantes del materialismo dialéctico condenaron por «idealista» el modelo de Einstein de un universo espacial y temporalmente finito, pues parecía no confirmar su dogma de la materia infinita y eterna.
Cuando más tarde, en los escritos apologéticos cristianos, se intentó cada vez más identificar el momento de la explosión inicial con la creación divina del mundo, los científicos no marxistas también empezaron a inquietarse:
«Algunos investigadores más jóvenes -escribió el astrónomo alemán Otto Heckmann- se irritaron tanto por esas tendencias teológicas que decidieron sin más cegar su fuente cosmológica, creando la Steady State Cosmology, la cosmología del universo que se dilata pero que no cambia» 2.
Mas esa teoría del universo estacionario presuponía una (24) generación espontánea de materia y se presentaba como contradictoria; y, después del descubrimiento de la radiación cósmica de microondas, pero también, en los años sesenta, de los quásares y púlsares, esta teoría no tiene posibilidades de éxito.

Sin embargo, estoy oyendo otra vez la pregunta de los escépticos:
«¿Así que usted está sosteniendo, de hecho, que las ciencias ratifican la afirmación bíblica de que el mundo fue creado por Dios?».
No, eso no lo sostengo.
Tienen razón los científicos cuando echan en cara a los teólogos el haberse servido tantas veces de Dios para suplir lagunas cósmicas, con el fin de explicar lo que aún no tenía explicación, contribuyendo así, por otra parte, a lo que el zoólogo Ernst Haeckel llamó cáusticamente, a principios de siglo, « el problema de la vivienda» de Dios.
En efecto: con cada nueva explicación científica
¿no se vuelve Dios cada vez más superfluo y muere al cabo -como apuntó el filósofo inglés Anthony Flew- la muerte de mil reducciones?,
¿y van a replegarse los creyentes al resto aún no aclarado del mundo, para probar desde allí la existencia de un creador?
No, el teólogo no puede hacer depender esa verdad de la fe que es la creación del mundo del estado casual de la física de partículas o de la biología molecular.

Pero también hay que decir, a la inversa, lo siguiente: a ningún filósofo o científico -por muy Premio Nobel que sea- le es lícito querer confirmar, partiendo de descubrimientos físicos o biológicos, su posición atea (la cual, por otra parte, tiene perfecto derecho a defender).
En este punto le falta competencia, más aún, en este punto se traspasan los límites, observados por Kant, de la razón pura.
En este contexto, tiene que dar que pensar el hecho de que la física atómica y la astrofísica aún no hayan resuelto o quizá no puedan resolver (« Origins», una serie de entrevistas a relevantes cosmólogos publicada con este título en 1990, lo demuestra 3) enigmas bien elementales de los orígenes:
¿por qué comienza el cosmos no con un caos sino con un estado inicial de asombroso orden?,
¿por qué vienen dadas ya desde la explosión inicial, a la que debemos energía y materia, pero también espacio y tiempo, todas las constantes de la naturaleza (por ejemplo la velocidad de la luz) y determinadas leyes de la naturaleza?,
¿por qué reinan en todo el cosmos las mismas condiciones físicas (temperatura)?,
¿por qué el cosmos no pasa ya al principio, conforme a la ley física de la entropía, de un estado de relativo orden al caos?

En lugar de ponerse de malhumor por no poder explicar el instante preciso de la creación (la primera billonésima de segundo, por así decir), los cosmólogos deberían afrontar, con toda racionalidad, la siguiente pregunta:
¿Qué había «antes» del Big Bang?
Más exactamente: ¿Cuál fue la condición que hizo posible el Big Bang: de energía (25) y materia, de espacio y tiempo?
Aquí, evidentemente, la pregunta cosmológica se convierte en pregunta teológica, situada más allá de los límites de la razón pura, pasando a ser, también para el cosmólogo, la pregunta decisiva.
Por eso, volvemos a plantear la pregunta, que ahora puede tener una respuesta constructiva:

5. ¿Creer en un Dios creador en la era de la cosmología?

Cuando preguntamos por la causa de las causas, por la causa primera y creadora que llamamos Dios, Dios creador, no sólo preguntamos por un acontecimiento único inicial. Sino que estamos planteando la pregunta de cuál es la relación básica de Dios y mundo. La creación continúa, el acto creador de Dios continúa.
Y sólo cuando desechamos ideas modernas, ya superadas, sobre un «Dios sin vivienda» o un «universo absurdo», podemos barruntar algo de la grandiosidad de esa creación continua.
En cuanto a ese comienzo del mundo de que habla la Biblia y que el Símbolo de los Apóstoles da por supuesto, puedo ahora, respaldado por la actual exégesis bíblica, resumir mi respuesta en pocas frases:

1. Para nuestra comprensión del mundo y para nuestra propia autocomprensión (también desde un punto de vista teológico) no tiene escasa importancia el hecho de que (desde una perspectiva científica) nuestro universo esté posiblemente limitado en el espacio y en el tiempo; ello confirma la evidencia de la limitación de todo lo que existe.
Pero también es válido, a la inversa, lo siguiente: si el mundo fuese infinito, tampoco podría poner límites al Dios infinito, que está en todas las cosas. Es decir: la fe en Dios es compatible con distintos modelos del universo. Y los apologistas teológicos van tan errados como sus adversarios antiteológicos.

2. Sin embargo, la pregunta de cuál es el último origen del mundo y del hombre -¿qué había antes de la explosión inicial y antes del hidrógeno?- sigue siendo una pregunta que el hombre no puede soslayar y que lleva directamente a la pregunta fundamental (según Leibniz y Heidegger) de la filosofía:
¿Por qué hay algo y no, al contrario, nada?
El científico, que carece de competencia más allá del horizonte de la experiencia, no puede responder a ella; pero -porque le resulte molesta (como también muchas veces al filósofo)- no debe rechazarla por inútil o incluso absurda. ¿Quién podría demostrar que no tiene sentido preguntar justamente por el sentido de la totalidad?

3. El lenguaje de la Biblia no es un lenguaje científico, que describe (26) hechos, sino un lenguaje metafórico. La Biblia no quiere dar fe de determinados hechos científicos, quiere interpretarlos.
Los dos relatos bíblicos sobre la creación -el primero escrito hacia el año 900 y el segundo hacia el 500 a.C.- no informan sobre los orígenes del universo en el sentido moderno, científico.
Pero, eso sí, dan un testimonio de fe sobre su origen último, que las ciencias de la naturaleza no pueden ni confirmar ni refutar.
Y ese testimonio reza: en el inicio del mundo no hay azar ni arbitrariedad, no hay demonio ni energía ciega, sino Dios mismo, sus buenos designios para con el mundo.
Ese Dios no debe ser entendido ni como el gran arquitecto ni como el hábil relojero que todo lo ensambla desde fuera a la perfección, determinando totalmente su orden.

4. La afirmación de que Dios ha creado el mundo «de la nada» no es un enunciado científico sobre un «falso espacio vacío» con «fuerza de la gravedad negativa», pero tampoco implica la autonomía de la nada (un espacio negro y vacío, por así decir) antes o al lado de Dios, sino que es la expresión teológica de que el mundo y el hombre, junto con el espacio y el tiempo, se deben sólo a Dios y a ninguna otra causa.

5. El testimonio de fe de los relatos bíblicos de la creación y asimismo los frescos de Miguel Ángel responden, con imágenes y metáforas de su tiempo, a preguntas que también para el hombre de hoy son irrecusables, unas preguntas a las que las ciencias de la naturaleza, con su método y su lenguaje, no pueden dar respuesta. Y éste es el mensaje de la primera página de la Biblia:

- El Dios bueno es el origen de todo lo que existe.
- Dios no compite con ningún principio contrario malo o demónico.
- El mundo, en su conjunto y en detalle, incluida la noche, la materia, los animales inferiores, el cuerpo humano y la sexualidad, son fundamentalmente buenos.
- La creación del Dios bueno implica de por sí la benigna dedicación de Dios al mundo y al hombre.
- El hombre es, pues, la meta del proceso creador, y precisamente por eso tiene a su cargo el cuidado del mundo que le rodea, de la naturaleza.

Con esto ha quedado claro que creer en un Dios creador del cielo y de la tierra, o sea, del universo entero, no significa decidirse por uno u otro modelo del universo, por una u otra teoría cósmica (ya sean verdaderas o falsas).
Pues cuando hablamos de Dios estamos tratando de la condición previa a todos los modelos del universo y al universo mismo.
Por tanto, creer en Dios, creador del cielo y de la tierra, no (27) significa creer en unos mitos de tiempos remotos, ni tampoco significa aceptar la actividad creadora de Dios tal y como la pintó Miguel Ángel en la bóveda de la Capilla Sixtina. Aquí no hay cabida para la imaginación.
Y las imágenes no son ni más ni menos que imágenes.

Creer en el creador del mundo significa aceptar, con esclarecida confianza, que el mundo y el hombre no quedan sin explicar en su causa última, que el mundo y el hombre no han sido arrojados absurdamente de la nada a la nada, sino que, en su totalidad, están plenos de sentido y de valor, que no son solamente caos sino cosmos: porque tienen en Dios -su causa última, su autor, su creador- una primera y última seguridad.
Y esta idea capital también se ve expresada en las imágenes del gran Miguel Ángel. Respecto al principio de todos los principios, al origen de todos los orígenes, podemos, por tanto -pues aquí se trata de Dios mismo-, servirnos de esa palabra aplicada tan abusivamente por los teólogos a todo lo irracional: la palabra mysterium: «Dios como misterio del mundo» (Eberhard Jüngel).

Sin embargo, es importante saber que nadie me impone por la fuerza esa fe.
Yo puedo decidirme por ella con toda libertad. Pero, una vez que me he decidido, esa fe transforma mi posición en el mundo, transforma mi posición frente al mundo: fortalece mi confianza básica en esta tan ambivalente realidad y concreta mi confianza en Dios.
No obstante, la pregunta por el Deus creator et evolutor está necesitada de una respuesta más detenida, sobre todo con vistas a los últimos resultados de la biología.
No es posible soslayar la siguiente pregunta, tan importante para el hombre de hoy: «¿Cómo fue el origen de la vida?».
6. La transición a la vida: ¿una intervención del Dios creador?

Dios, hombre y mundo tienen que ser vistos hoy -la teología escolar ha allanado exteriormente, pero no solventado, el conflicto con las ciencias de la naturaleza- a la luz de la evolución.
Todavía en 1950, en la encíclica Humani generis, Pío XII quería obligar a la Iglesia y a la teología a afirmar que la humanidad entera había salido de una primera pareja humana, con el fin evidente de mantener la interpretación literal del relato bíblico del pecado original.
Estado original perfecto-pecado-redención: ¿tres estapas históricas?
Como si no hubiera que distinguir aquí también entre expresión lingüística, símbolos, formas de expresión y la cosa en sí.
Como si el capítulo tercero del Génesis (el relato sobre la caída del hombre) no se refiriese, en lugar de a una sola (28) primera pareja de hombres, al hombre en general. Como si hubiese habido alguna vez un mundo sin instintos y sin muerte, sin devorar y sin ser devorado.

De la cosa en sí, de la implicación de todos los hombres en la culpa y en el pecado, se hablará más tarde.
Pero la idea -que no se halla ni en la Biblia hebrea ni en el Nuevo Testamento, sino que fue propagada por el Padre de la Iglesia san Agustín- de un pecado original hereditario 4 transmitido mediante procreación sexual (por lo que deberían ser bautizados los recién nacidos) ya no se puede mantener, aunque sólo sea por el hecho de que nunca existió una pareja humana que pecase por toda la humanidad.
El teólogo Karl Schmitz Moormann, especialista en Teilhard de Chardin, tiene razón cuando dice: «La teoría clásica de la redención es prisionera de una visión estática del mundo en la que al principio todo era bueno y en la que el mal no llegó al mundo sino a través del hombre.
Esa visión tradicional de la redención como reconciliación y rescate de las consecuencias de la caída de Adán es absurda para todo aquel que conozca el trasfondo evolutivo de la existencia humana en el mundo actual»5.

Por otra parte, a muchos coetáneos les causa menos dificultades el relato bíblico de la creación, el trabajo de seis días (entendido ya muy metafóricamente), que la ulterior historia de la salvación (que Miguel Ángel sólo trató someramente) y los milagros bíblicos.
He aquí sus dificultades: ¿no es la historia del mundo, desde el principio hasta el fin, una evolución coherente, lógica, en la que todo se rige por la ley -terrenal- de causa y efecto y cada paso sigue claramente al anterior?, ¿dónde queda ahí la posibilidad de una intervención especial, de un entro-metimiento de Dios?» .

Precisamente en lo relativo a los orígenes de la vida, la biología de las últimas décadas se ha apuntado tan sensacionales éxitos que hoy se puede afirmar que la teoría de la evolución de Darwin está fundamentada físicamente -no sólo en el plano de la célula viva, sino de la molécula- y comprobada experimentalmente: mediante la biología molecular, que viene a ser, desde mediados de siglo, como la nueva base de la biología.
Darwin ya manifestó su esperanza de que un día se pudiese comprobar que el principio de la vida es parte o resultado de una ley general.
Pero lo que parecía un sueño hace pocos decenios se ha convertido en realidad: la biología molecular de nuestros días parece haber hallado esa ley.
La biología sufrió así una revolución como poco antes la física con la mecánica cuántica.

Hoy sabemos que los portadores elementales de vida son dos clases de macromoléculas, a saber, ácidos nucleicos y proteínas.
Las cadenas de moléculas de los ácidos nucleicos (ADN, ARN), sobre todo (29) en el núcleo de la célula, constituyen la central que todo lo dirige.
Contienen, en cadena, todo el plan de formación y de funcionamiento de cada uno de los seres humanos, un plan que está en clave (un «código genético» que consta de sólo cuatro letras) y es trasmitido de célula a célula, de generación en generación.
Por su parte, las proteínas (estructuras múltiples de aminoácidos) reciben esa «información»: ellas son las que cumplen las funciones de la célula viva, funciones que les fueron encomendadas a través de esas instrucciones de formación y de funcionamiento.
Así funciona, pues, así se propaga la vida: un mundo maravilloso en el plano más elemental, un mundo en que, en un espacio reducidísimo, las moléculas llevan a cabo los cambios ya muchas veces en una millonésima de segundo.

Pero, sea cual fuere la explicación que se dé a la transición a la vida, esa transición se basa en una autoorganización de la materia, de la molécula.
Pues ésa es en realidad la causa del «ascenso» de la evolución, de formas primitivas a formas cada vez más elevadas, por lo que en lugar de teoría de la descendencia tendría que haber recibido el nombre de teoría de la ascendencia: ya a nivel de la molécula impera el principio, que Darwin comprobó por primera vez en el mundo de las plantas y de los animales, de la «selección natural» y de la «supervivencia de los «más aptos», un principio que impulsa inconteniblemente hacia arriba la evolución a costa de las pocas moléculas aptas.
Tras estos últimos descubrimientos de la biofísica, a la vista de esa materia que se organiza a sí misma, de una evolución que se regula a sí misma, no se ve por qué razón haría falta la intervención de un Dios creador: con esas condiciones materiales previas, el surgimiento de la vida es un acontecer que se desarrolla enteramente conforme a unas leyes internas; el paso de lo no vivo a lo vivo tuvo lugar de manera continua, o, más exactamente, de manera casi continua.

Se pone aquí de manifiesto la misma problemática que en la mecánica cuántica: falta de precisión, de nitidez, casualidad en los procesos aislados.
Así, se echa de ver una curiosa ambivalencia: el proceso total de la evolución biológica está determinado, dirigido, por leyes, es necesario.
Pero, sin embargo, muchas veces la evolución hacia formas más elevadas se ha hallado ante una encrucijada y muchas veces la naturaleza ha recorrido ambos caminos (por ejemplo, a un mismo tiempo, el que lleva a los insectos y el que lleva a los mamíferos).
Es decir: los sucesos aislados son indeterminados, «casuales» en la sucesión temporal.
Es decir: los caminos que sigue la evolución en cada caso individual no están fijados de antemano. Son casuales los súbitos y microscópicos cambios transmitidos por herencia (mutaciones), (30) que, mediante un crecimiento o una elevación brusca, producen también en el terreno macroscópico cambios súbitos y nuevas formaciones.
La vida se desarrolla, pues, según «el azar y la necesidad» (Demócrito).
Ése es el título que Jacques Monod, biólogo y Premio Nobel francés, dio a su libro más conocido (1970), en el que el autor concede la prioridad decididamente al azar:
«El puro azar, sólo el azar, la libertad ciega, absoluta, como base del maravilloso edificio de la evolución» 6.
¿Todo es, pues, casualidad? ¿Y por eso no existe la necesidad de un creador y conservador de ese edificio, como piensa Monod?

El biofísico alemán Manfred Eigen, también Premio Nobel, formuló la tesis contraria, compartida hoy en gran medida por los biólogos, en su libro El juego (1975), que lleva el subtítulo «Las leyes naturales dirigen el azar»7.
O, como escribe Eigen en el prólogo de la edición alemana de Monod: «Por mucho que la forma individual deba su origen al azar, el proceso selectivo y evolutivo es una necesidad ineludible. Y no más. O sea, no una misteriosa «propiedad vital», inherente, de la materia, que determinará finalmente el curso de la historia. Pero tampoco menos: no sólo azar» 8.
¿Así que Dios juega a los dados? «Ciertamente», responde, enlazando con Eigen, el biólogo de Viena Rupert Riedl, «pero siguiendo sus reglas de juego. Y sólo la distancia que media entre ambos extremos nos da sentido y libertad al mismo tiempo» 9.
Entonces, continúa Riedl, como explicación de la evolución, de la «estrategia de la génesis», azar y necesidad, indeterminación y determinación, y hasta materialismo e idealismo son falsas alternativas.

La «teoría del caos» -las ciencias abstractas (y los medios de comunicación) sienten inclinación por los nombres dramáticos- tampoco cambia mucho en todo esto (pues, como es sabido, esa teoría también presupone un orden), la pregunta «¿Juega Dios a la ruleta?» (así se titula en alemán el ingenioso libro de lan Stewart) debe recibir por tanto una respuesta análoga.
La respuesta de ese matemático británico da qué pensar, sin embargo: «Un ser infinitamente inteligente con sentidos perfectos -Dios, el «entendimiento profundo» o Deep Thought- podría, en efecto, estar en situación de predecir exactamente cuándo se desintegrará un átomo y cuándo abandonará su órbita un determinado electrón.
Pero nosotros, con nuestras limitadas facultades e insuficientes sentidos, jamás seremos capaces de dar en el quid» 10.

Pero aunque Dios juegue a los dados ajustándose a unas reglas, el hombre de hoy se sigue planteando la pregunta: «¿Juega aquí Dios a I los dados?
La materia que se organiza a sí misma, la evolución que se (31)regula a sí misma, ¿no convierte en superflua la hipótesis de la existencia de Dios?».

7. ¿Fe en el creador en la era de la biología?

Ante todo, hay que puntualizar:
- Una hipótesis sin fundamento sería -y en esto hay que dar la razón a Monod y a otros biólogos- postular la existencia de Dios a causa de la transición de la materia inerte a la biosfera o a causa de la indeterminación molecular; sería éste otra vez ese pobre Dios que sirve para rellenar lagunas.
- Pero una hipótesis sin fundamento es también excluir la existencia de Dios a causa de esos resultados de la biología molecular. Las ciencias de la naturaleza, lo mismo que no aportan pruebas de la existencia de Dios, tampoco postulan que el hombre «no necesita creer en Dios».

Por eso podemos ahora responder constructivamente a la pregunta «¿Creer en Dios creador en la era de la biología?».
Al igual que el cosmólogo, el biólogo se halla ante una alternativa existencial:

O bien se dice que no a una causa, sustento y meta últimos de todo el proceso evolutivo: en ese caso hay que aceptar lo absurdo de todo el proceso y el total abandono del hombre en cosmos y bios, como hizo consecuentemente Monod.
O bien se dice que sí (como muchos biólogos) a una causa, sustento y meta últimos, y se puede entonces, si no demostrar por el proceso mismo, sí suponer con confianza que todo el proceso está dotado de un sentido fundamental.
Y la pregunta por el misterio de la materia, de la energía, de la evolución, la pregunta por el misterio del ser «<¿por qué hay algo y no nada»?) tendría entonces una respuesta. Pues: «El misterio no es el modo de la evolución, sino el hecho de la evolución», como dice el científico Hoimar von Ditfurth: «Estamos empezando a entender cómo tiene lugar esa evolución. Pero nuestra ciencia tiene que admitir su incompetencia cuando preguntamos por qué existen esa evolución y su orden» 11. Habría que evitar, naturalmente, mezclar el saber científico y la fe religiosa: no es cuestión de atribuir al proceso evolutivo, como hizo Teilhard de Chardin llevado de motivos (perfectamente loables) éticoreligiosos, la tendencia a un estado final Omega y, de esa manera, dotarlo de un sentido. Ese sentido, digámoslo claramente, no puede aportarlo la ciencia sino únicamente la fe religiosa. Yo he abogado por aceptar un «Alfa» como «causa» de todo y abogaré también por (32) aceptar una «Omega» como «meta» de todo. Pero tiene que quedar claro que es una aceptación «más allá de la ciencia». Pero si esto está claro, entonces la respuesta a la pregunta por la relación entre la fe en el creador y el origen de la vida sólo puede ser la siguiente: 1. A juicio de relevantes biólogos, la intervención inmediata sobrenatural de Dios en los orígenes de la vida -¡y, analógicamente, de la mente humana!- es más innecesaria que nunca. Visto desde una perspectiva científica, el proceso de la evolución ni incluye ni excluye de por sí una causa última, un creador y un guía (Alfa) y un último sentido-meta (Omega). 2. Pero el biólogo que asume su condición humana también se plantea la pregunta existencial del hombre por la razón última y por el sentido y la meta de todo el proceso. ¿Por qué y para qué todo ello? Esa pregunta no admite respuesta científica sino que exige una decisión existencial. 3. Tal decisión es, otra vez, una cuestión de confianza razonable: o se acepta la ausencia de una causa, sustento y sentido últimos, o bien se acepta una causa, sustento y sentido últimos de todo, un creador, guía y consumador del proceso evolutivo. Sólo el sí lleno de fe a una causa última, a un último sustento y sentido puede responder a la pregunta por el origen, mantenimiento y meta del proceso evolutivo y dar así al hombre la esperanza de una última y confiada seguridad. Con esto estamos preparados para responder a la pregunta, igualmente difícil, sobre determinados atributos de Dios. Pues esto ha pasado a ser hoy, efectivamente, una auténtica pregunta para muchos creyentes: «¿Se puede creer en un Dios Padre, en un Dios todopoderoso?». 8. ¿Creer en Dios, «Padre» «todopoderoso»? Ya hace tiempo que se tienen muchas reservas frente a un ser «todopoderoso» que se ocupa directamente de todo y que después, con los progresos de la Edad Moderna, sólo es concebible, en el mejor de los casos, como un ser de atribuciones limitadas, que ayuda obrando milagros en casos determinados. Sí, quién no va a poner reparos a un Dios a quien, en la naturaleza y en la historia, se recurre siempre que no encontramos salida con nuestra ciencia, nuestra técnica, nuestra economía y nuestra política, o siempre que no conseguimos solucionar nuestros problemas personales? Sería ése un Dios que, con el progreso intelectual y material y el desarrollo de la psicología, resulta cada (33) vez menos necesario intelectualmente, más superfluo también en la vida práctica y, por tanto, cada vez más inverosímil. Pero yo, además, confieso que después de Auschwitz, del Gulag y de las dos guerras mundiales me resulta más imposible que nunca hablar con toda naturalidad del «Dios todopoderoso» que, detentador de un poder «ab-soluto», y «des-ligado» por tanto, alejado de todo sufrimiento, sin embargo lo dirige todo, lo hace todo o, al menos, podría hacerlo todo si quisiera, pero que viendo las enormes catástrofes naturales y los crímenes de los hombres no interviene sino que permanece callado, callado, callado... «Todopoderoso» (en griego Pantokrátor, «dominador de todo»; en latín omnipotens, «todopoderoso»): este atributo no expresa ante todo el poder creador de Dios, sino su superioridad y su inmenso poder operativo, al que no se opone ningún principio, de género numinoso o político, ajeno a él. En la traducción griega de la Biblia hebrea se utiliza esta palabra para trasponer el término hebreo Sabaotb («Dios de los ejércitos»), mas en el Nuevo Testamento -salvo en el Apocalipsis (y en un pasaje de Pablo)- esto llama la atención, se evita su empleo. Pero después, en la patrística, ese atributo divino pasó a ser expresión de la exigencia de universalidad del cristianismo en nombre del Dios único, y en la Escolástica se convirtió en objeto de muchas especulaciones sobre lo que Dios puede y (por ser en sí imposible) no puede. Cuando se siguen proclamando constituciones de Estados modernos «en nombre de Dios todopoderoso», no sólo encuentra así una legitimación el poder político sino que al mismo tiempo se fija un límite a la absolutización del poder humano. Sólo una fe razonada en Dios es una respuesta, con fundamento último, al «complejo de Dios» (Horst Eberhard Richter), al delirio de omnipotencia del hombre. Por otra parte, en el credo (y en muchas plegarias oficiales) podrían anteponerse al predicado «todopoderoso», tomando como fuente el Nuevo Testamento, otros atributos más frecuentes y más «cristianos»: Dios «sumamente bondadoso» o también (como en el Corán) «sumamente misericordioso». O simplemente «Dios amoroso», como expresión de lo que, desde un punto de vista cristiano, es seguramente la descripción más profunda de Dios: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8.16). La cuestión de Dios y el sufrimiento humano la trataremos después por separado. Pero después de todo lo que ya sabemos, no debemos presuponer sin más, como en la Edad Media o incluso en la época de la Reforma, un Dios que está «por encima» o «fuera» del mundo: (34) 1. Si, dada la situación de la época moderna (Hegel y sus secuelas), hay que concebir a Dios con esa concepción unitaria de la realidad propia de la época moderna, entonces sólo puede concebirse a Dios en el mundo y al mundo en Dios, entonces no se puede entender el obrar de Dios en el mundo al modo de lo finito y relativo sino sólo como lo infinito en lo finito y lo absoluto en lo relativo. Por eso: 2. Dios no actúa en el mundo desde arriba o desde fuera, como motor inmóvil, como arquitecto o relojero, sino que actúa desde dentro, como la más real realidad dinámica, en el proceso evolutivo del mundo, proceso que él hace posible, que él dirige y consuma. No actúa por encima del proceso del mundo, sino en el proceso del mundo: en los hombres y las cosas, con ellos y bajo ellos. Él mismo es origen, centro y meta del proceso del mundo. 3. Dios no actúa sólo en determinados puntos o en determinadas lagunas, especialmente importantes, del proceso del mundo, sino que actúa como el sustento primigenio, creador y perfecto, y por tanto como el guía del mundo, inmanente y superior al mundo, respetando plenamente las leyes de la naturaleza, cuyo origen es él. Él es el sentido y la razón, que todo lo abarca y todo lo dirige, del proceso del mundo, pero que sólo puede ser aceptado por la fe. Pero si sé todo esto, quizá pueda entonces, con prudencia pero también con una «segunda ingenuidad» (Paul Ricoeur), hablar de Dios «Padre que está en los cielos», quizá pueda alzar tranquilamente los ojos al firmamento, al cielo, que, en su inmensidad, claridad y belleza, fue siempre el símbolo real de Dios y que -precisamente para los que poseen una formación científica- puede seguir siéndolo hoy también. Pues yo sé que Dios, tal y como lo entendemos hoy, no es hombre, no es persona como nosotros, sino infinitamente más que persona. Pero de tal manera que Dios no se convierta simplemente en un principio abstracto, apersonal, impersonal, en algo menos que una persona. Dios es, antes bien, transpersonal, suprapersonal: infinito incluso en todo lo finito, espíritu puro. Él, el infinito e inaprehensible, es el mar que (pese al «hombre loco» de Nietzsche) no puede ser bebido hasta el final, es el horizonte que no puede ser borrado, es el sol del que no se pueden desencadenar la tierra ni el hombre... Pero si sé que Dios es la realidad infinita que todo lo abarca y todo lo dirige, una realidad que no se puede concebir separada pero sí distinguida de mi realidad finita, puedo reconocer que no carece de sentido ver en esa amplia realidad espiritual un interlocutor, que todo lo abarca y todo lo fundamenta, pero a quien puedo hablar fuera o dentro de mí. Entonces, si bien con respetuosa veneración, (35) puedo decirle «tú» a ese ser infinito que me abarca y -tal y como lo han hecho personas de todos los continentes en la varias veces milenaria tradición judeo-cristiano-islámica- puedo también orar: alabando y muchas veces exponiendo mis quejas, dando gracias, pidiendo y, a veces, rebelándome con indignación. «Pero ese Dios Padre ¿es una figura enteramente masculina?» . A este respecto, impulsado por los estudios de las teólogas feministas, hoy sé mejor que nunca que ese Dios no es varón, que no es ni masculino ni femenino, que trasciende la masculinidad y la feminidad, que todos los conceptos que aplicamos a Dios, incluida la palabra «padre», son sólo analogías y metáforas, sólo símbolos y claves, y que ninguno de esos símbolos «fija» a Dios de tal manera que en nombre de ese Dios patriarcal se pueda impedir, por ejemplo, la liberación de las mujeres en la sociedad y la ordenación de las mujeres en la Iglesia. Pero si sé que Dios es el misterio indecible de nuestra realidad que abarca y suprime positivamente todas las oposiciones de este mundo (coincidentia oppositorum, como lo llamó Nicolás de Cusa), entonces, si se tiene en cuenta que los hombres no disponemos de nombres superiores a los nombres humanos y «padre» o «madre» nos dicen más que «lo absoluto» o «el ser en sí», entonces podemos rezar otra vez, con toda sencillez y al mismo tiempo postpatriarcalmente -o sea, incluyendo la calidad materna de Dios- como Jesús nos enseñó a rezar hace casi dos mil años: «Padre nuestro». Pero hoy muchos preguntan también: «Lo que creen los cristianos basándose en los escritos de las dos Alianzas, la Antigua (Dios Creador) y la Nueva (Dios Padre, que se ocupa de su creación), ¿tiene que ser tan completamente distinto de lo que han aprendido de sus maestros otras religiones?». Respuesta: ¡No! Y he aquí por eso, al final de este primer capítulo, un importante panorama interreligioso: 9. La común fe en Dios de las tres religiones proféticas Lo aquí expuesto sobre la manera de entender a Dios y a la creación no es sólo válido para el cristianismo. También el judaísmo y el Islam creen en Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra. Judaísmo, cristianismo e Islam constituyen, como sabemos, las tres religiones proféticas que creen en un solo Dios, el Dios de Abrahán. Más importante aún que la proveniencia de la misma región del Próximo Oriente y del mismo grupo de lenguas semíticas es para el judaísmo, el cristianismo y el Islam la comunidad básica de su fe: - la fe en un solo Dios, el Dios de Abrahán, patriarca común, (36) quien según las tres tradiciones fue el gran testigo de ese Dios único, vivo y verdadero; - una visión de la historia, no en ciclos cósmicos sino orientada hacia una meta: una historia universal de la salvación, que, desde su comienzo con la creación por obra de Dios, avanza a través de los tiempos, dirigiéndose -también para cada individuo humano- hacia un final en la plenitud de Dios; - la predicación profética y la Revelación, depositada de una vez para siempre en los escritos sagrados, y normativa para todos los tiempos; - la ética fundamental de un humanismo elemental, basada en la fe en el único Dios: las diez (o las correspondientes) «palabras» o «mandamientos» como expresión de la voluntad de Dios. Aquí tenemos un núcleo, una base común para una ética universal de las religiones universales, de lo cual también existen paralelos en las otras religiones. Dicho con una sola frase: judaísmo, cristianismo e Islam, esas tres religiones abrahámicas, forman el movimiento universal y monoteísta de orientación ética, nacido en el Próximo Oriente semítico y dotado de carácter profético. Y es urgente que esas tres religiones hagan un esfuerzo común en pro de la paz, la justicia y la libertad, en pro de la dignidad y los derechos humanos, sin el fanatismo religioso que amenaza constantemente: una tarea tanto más urgente a la vista de las corrientes fundamentalistas que van ganando terreno en las tres religiones. Pero aquí, como es natural -yo sólo lo insinúo-, habría que incluir también las religiones de origen indio y chino. Pues ellas también creen en un absoluto, en una suprema y última realidad: Brahman en la tradición hinduista, Dharma, Dharmakaya o Nirvana en la budista, Tao o T'ien/Cielo en la tradición china. La exposición detallada de las coincidencias y las diferencias entre las religiones de los tres diferentes sistemas -de orígenes semítico, indio y chino- formaría parte de una teología sistemática de las religiones universales. En lo que toca a nuestro primer artículo de la fe sólo hay que insistir en un punto: no debemos dejarnos engañar por el politeísmo, real o aparente, de las religiones de la corriente india y china. Cuando los indios, los chinos o los japoneses entran en una iglesia barroca bávara o italiana, la impresión que reciben no es precisamente la de una religión monoteísta. A la inversa, todos esos diferentes demonios y dioses de la India, de China o del Japón, son claramente distintos de la única realidad última. También las religiones de origen chino e indio conocen y reconocen algo último, Supremo o (37) sumamente Profundo que determina toda realidad, ya sea como persona dominante o inmanente, ya sea como principio sobresaliente y determinante. - La religión china dispone desde tiempos remotos de dos denominaciones para designar a Dios: de una parte, «Dios de las alturas» (Shang-ti), el supremo dominador de todos los dioses y espíritus anímicos; de otra parte, «Cielo» (T'ien): un poder (orden, ser) cósmicomoral, dotado de inteligencia y voluntad, que dirige sin partidismos el destino de todos los hombres; ambos nombres se unen para designar al ser único supremo, al poder que todo lo trasciende. En el taoísmo chino, esa realidad última y trascendente está representada por el Tao («el Camino»). - En las religiones hinduistas, desde la época de los Upanishads se considera última realidad el Brahman que todo lo abarca, al que el hombre accede por la vía de la concentración mística, por más que esa fe esté vinculada a una plétora de mitos antropo-mórficos y personalistas. Por supuesto: pese a todos los elementos comunes, no hay que borrar las diferencias entre las religiones, y entre las tres religiones proféticas que creen en el Dios de Abrahán también hay diferencias esenciales. El judaísmo está concentrado en el pueblo de Dios y en la tierra prometida, el cristianismo, en el Mesías e Hijo de Dios, el Islam, en la palabra y el libro de Dios. Pero de esas diferencias hay que hablar hoy, no con espíritu triunfalista y con devoto fanatismo sino con espíritu de avenencia y de paz. Y si en los capítulos que siguen voy a concentrarme en lo específicamente cristiano, pondré todo de mi parte por evitar cualquier apariencia de antijudaísmo o antiislamismo. Me esforzaré por exponer lo específicamente cristiano de forma que judíos y musulmanes no se sientan rechazados sino invitados a, por lo menos, entender un poco mejor el camino, tal vez a recorrerlo durante algún tiempo. Que la fe en el Dios único tiene consecuencias para la ética es algo que ya ha quedado claro. En una época de transición como la nuestra, en la que muchos (sobre todo intelectuales y personas en posiciones clave) se han contagiado de ese «cinismo universal y difuso», en un mundo en que tantos valores parecen desgastados, tantas convicciones venales, la fe en algo mejor casi perdida, la moral sustituida por la defensa de los propios intereses, será necesario, para que la humanidad pueda sobrevivir, adoptar y vivir una actitud básica alternativa, una actitud ética. ¿En qué basarla? Si tengo una confianza razonable en Dios, poseo, en mi calidad de hombre, un «punto arquimedeo», un punto de apoyo fijo, desde el cual puedo al menos determinar, mover (38) y cambiar «mi mundo». Un Absoluto al que puedo asirme. La libre vinculación a ese Absoluto me regala la gran libertad frente a todo lo relativo de este mundo, por muy importante, por muy poderoso que ello sea. Sólo ante ese Dios soy responsable en último término y no ante el Estado o la Iglesia, ante un partido o una empresa, ante el papa o cualquier líder. Punto de anclaje de una actitud básica alternativa ética es, pues, esa fe en Dios. Su módulo es -como veremos en el próximo capítulo- la palabra de Dios, su vitalidad, el espíritu de Dios. Su centro es la libertad y el amor, y su ápice -quizás también para algunos hombres de hoy-, nueva esperanza y alegría de vivir. (39)



Notas:



12. E. Drewermann, Tiefenpsychologie und Exegese I, Olten, 1984, p. 527.
13. Ibid.
14. C. G. Jung, Psicología y religión, Paidós, Buenos Aires, 1981, p. 21.
15. E. Fromm, Psicoanálisis y religión, Paidós, Buenos Aires, 1963, p. 30. 16. E. Drewermann, o. c., p. 527.
17. E. Brunner-Traut, «Pharao und Jesus als Sóhne Gottes» (1961), en Id., Gelebte Mythen. Beitráge zum altágyptischen Mythos, Darmstadt, 1981, 31988, pp. 31-59, cita pp. 51. 53.
18. R. Guardini, El Señor, Rialp, Madrid, 1954, 2 vols., vol. 1, p. 541.
19. E. Waldschmidt, Die Legende vom Leben des Buddha. In Auszügen 191
aus den heiligen Texten aus dem Sanskrit, Pali und Chinesischen übersetzt und eingeführt, Graz, 1982, pp. 33. 42.
20. M. Hengel ha destacado de modo convincente, en el primer trabajo extenso sobre el tema, la función clave del versículo del salterio «Siéntate a mi derecha». «Die Inthronisation Christi zur Rechten Gottes und Ps. 110,1», en M. Philonenko (ed.), Le tróne de Dieu, Tübingen, 1993.
21. Ibid.
22. K.-J. Kuschel, Geboren vor aller Zeit? Der Streit um Christi Ursprung, Munchen, 1990, p. 393.
23. Ibid., pp. 393 s.
24. Ibid., p. 502. 25. Ibid.
26. Cf. 1 Cor 1,23.
27. Cf. F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid, '1978, pp. 252 s.
28. J. Klausner, Jesús de Nazaret: su vida, su época, sus enseñanzas, Paidós, Barcelona, 1991 (orig. hebr., 1922; ingl., 1925).
29. C. Thoma, «Spiritualitát der Pharisáer»: Bibel und Kirche 35 (1980), p. 118.
30. A. Strobel. Die Stunde der Wahrheit. Untersuchungen zum Strafverfahren gegen Jesús, Tübingen, 1980, pp. 116 s.
31. Concilio Vaticano 11, Declaración sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas Nostra aetate, 4.
32. Cf. D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión, Sígueme, Salamanca, 1983, p.252.
33. D. Tracy, «Religious Values after the Holocaust: A Catholic View», en A. J. Peck (ed.), fcws and. Christians after the Holocaust, Philadelphia, 1982, pp. 87-107, cita p. 106.
34. Cf. J. Moltmann, El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca, 1975, pp. 275 s.
35. Cf. E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, Sígueme, Salamanca, 1984, pp. 244 s. y 438 s.
36. Cf. H. Crouzel, artículo «Patripassianismus», en J. Hófer y K. Rahner (eds.), Lexikon fürTheologie und Kirche VIII, Freiburg Br., 1963, col. 180 s.
37. Cf. H. Blumenberg, Motthjuspassion, Frankfurt a. M., 1988.
38. H. S. Kushner, UThen Bad Thmgs Happen to Good People, New York, 1981.
39. Lev 10,3. Desde la perspectiva judía, ha _realizado una teología sistemát ca del silencio de Dios -considerado como el lado escondido de Dios frente al lado «visible» de la palabra- A. Néher, L'exil de la parole. Du silente biblique au silente d'Auschw¡tz, Paris, 1970.

Aristóteles De Caelo


1. La perfección del universo

Es evidente que la ciencia de la naturaleza versa casi toda ella sobre los cuerpos y las magnitudes y sobre sus propiedades y movimientos, así como sobre todos los principios de esta clase de entidades. En efecto, de las cosas naturalmente constituidas unas son cuerpos y magnitudes, otras tienen cuerpo y magnitud y otras son principios de las que lo tienen.
Pues bien, continuo es lo divisible en partes siempre divisibles, y cuerpo, lo divisible por todas partes. De las magnitudes, la que se extiende en una dimensión es una línea, la que en dos, una superficie, la que en tres, un cuerpo. Y aparte de éstas, no hay más magnitudes, puesto que tres son todas las dimensiones posibles y «tres veces» equivale a «por todas partes». En efecto, tal como dicen también los pitagóricos, el todo y todas las cosas quedan definidos por el tres; pues fin, medio y principio contienen el número del todos, y esas tres cosas constituyen el número de la tríada. Por eso, habiendo recibido de la naturaleza, como si dijéramos, sus leyes, nos servimos también de ese número en el culto de los dioses. Y damos también las denominaciones de esta manera: en efecto, a dos objetos los designamos como «ambos», y a dos personas, como «uno y otro», pero no como «todos»; sin embargo, acerca de tres empezamos ya a emplear esa expresión. Seguimos estas pautas, como se ha dicho, porque la propia naturaleza así lo indica.
Por consiguiente, dado que la totalidad, el todo y lo perfecto no se diferencian en cuanto a la forma, sino, en todo caso, en la materia y en aquello sobre lo que se dicen, sólo el cuerpo, entre las magnitudes, es perfecto: sólo él, en efecto, se define por el tres, y eso es un todo.
Al ser el cuerpo divisible en tres direcciones, es divisible por todas partes; de las demás magnitudes, en cambio, una lo es en una y otra en dos direcciones: en efecto, según el número que les corresponde, así es su división y su continuidad; pues una es continua en una dirección, otra lo es en dos y otra lo es en todas. Así, pues, todas las magnitudes que son divisibles son también continuas; aunque de lo dicho hasta ahora no se desprende claramente si todas las cosas continuas son también divisibles.
Pero lo que sí está claro es que no es posible el paso a otro género de magnitud, como sí lo es el paso de longitud a superficie, y de superficie a cuerpo, pues una magnitud así no sería perfecta; en efecto, es forzoso que el paso de un género de magnitud a otro se produzca a causa de una carencia, y no es posible que a lo perfecto le falte nada, pues es perfecto en su totalidad.
En definitiva, cada uno de los cuerpos que tienen el carácter de partes es igualmente perfecto en virtud de este razonamiento, pues posee todas las dimensiones. Pero está limitado por el contacto con el contiguo; por tanto, en cierto modo, cada uno de los cuerpos es múltiple. En cambio, el todo del que éstos son partes es necesariamente perfecto y, tal como su nombre indica, lo es completamente, y no en parte sí y en parte no.

2. El cuerpo dotado de movimiento circular

Acerca, pues, de la naturaleza del Todo, de si es infinito en magnitud o si el conjunto de su masa es limitado, hemos de investigar más adelante. Hablemos, en cambio, de sus partes específicas tomando el punto de partida siguiente.
De todos los cuerpos y magnitudes naturales decimos que son de por sí móviles con respecto al lugar; decimos, en efecto, que la naturaleza es el principio de su movimiento. Ahora bien, todo movimiento con respecto al lugar, al que llamamos traslación, ha de ser rectilíneo o circular o mezcla de ambos: estos dos, en efecto, son los únicos simples. La razón es que sólo estas magnitudes son simples, a saber, la rectilínea y la circular. Circular, pues, es el movimiento en tomo al centro, y rectilíneo, el ascendente y el descendente. Y llamo ascendente al que se aleja del centro, descendente, al que se acerca al centro. De modo que, necesariamente, toda traslación simple ha de darse desde el centro, hacia el centro o en tomo al centro. Y esto parece desprenderse lógicamente de lo dicho al principio: en efecto, el cuerpo y su movimiento alcanzan la perfección con el número tres.
Y puesto que, de los cuerpos, unos son simples y otros son compuestos de aquéllos llamo simples a todos los que tienen por naturaleza un principio de movimiento, como el fuego, la tierra y sus especies y elementos afines, por fuerza los movimientos han de ser también simples unos y mixtos de alguna manera los otros, y los de los cuerpos simples serán simples y los de los compuestos, mixtos, moviéndose según el elemento predominante .
Dado, pues, que existe el movimiento simple, que el movimiento circular es simple y que el movimiento del cuerpo simple es simple y el movimiento simple lo es de un cuerpo simple en efecto, aun cuando lo fuera de uno compuesto, sería con arreglo al elemento predominante, es necesario que haya un cuerpo simple al que corresponda, de acuerdo con su propia naturaleza, desplazarse con movimiento circular. Cabe, sin duda, que, de manera forzada, uno se desplace con arreglo al movimiento propio de otro, pero es imposible que eso ocurra de manera natural, pues el movimiento correspondiente a la naturaleza de cada uno de los cuerpos simples es uno solo.
Además, si el movimiento antinatural es contrario al natural y el contrario de uno es uno solo, entonces, dado que el movimiento en círculo es simple, si no fuera conforme a la naturaleza del cuerpo que así se desplaza, forzosamente sería contrario a su naturaleza. Así, pues, si lo que se desplaza en círculo fuese fuego o algún otro de los elementos de esta clase, la traslación natural de éste sería contraria a la circular. Pero uno solo es el contrario de uno; ahora bien, el movimiento hacia arriba y el movimiento hacia abajo son mutuamente contrarios. Por otro lado, si lo que se desplaza en círculo de manera antinatural es otro cuerpo cualquiera, éste tendrá algún otro movimiento natural. Pero eso es imposible, pues si el movimiento es hacia arriba, se tratará de fuego o de aire, y si es hacia abajo, de agua o de tierra.
Pero además la traslación de ese tipo ha de ser necesariamente primaria. Pues lo perfecto es anterior por naturaleza a lo imperfecto, y el círculo está entre las cosas perfectas, mientras que no lo está ninguna línea recta; en efecto, ni lo está la indefinida pues tendría en ese caso un límite y un final, ni ninguna de las limitadas pues algo queda fuera de todas ellas: en efecto, es posible alargarlas indefinidamente. Por consiguiente, y puesto que el movimiento primario es propio de un cuerpo primario por naturaleza y el movimiento en círculo es anterior por naturaleza al rectilíneo y el movimiento en línea recta es propio de los cuerpos simples en efecto, el fuego se desplaza en línea recta hacia arriba y los cuerpos terrosos hacia abajo, en dirección al centro, también el movimiento circular será necesariamente propio de uno de los cuerpos simples; pues ya dijimos que la traslación de los mixtos tenía lugar con arreglo al elemento simple predominante en la mezcla.
A partir de esto resulta evidente, entonces, que existe por naturaleza alguna otra entidad corporal aparte de las formaciones de acá, más divina y anterior a todas ellas; de igual modo, si uno considera que todo movimiento es, bien conforme a la naturaleza, bien contrario a ella, entonces también considerará que el movimiento que para un cuerpo es contrario, para otro es conforme a la naturaleza, como sucede, por ejemplo, con el movimiento hacia arriba y el movimiento hacia abajo. Éste, en efecto, es antinatural para el fuego y aquél para la tierra, y viceversa. Es necesario, por consiguiente, que el movimiento en círculo, ya que para estos elementos es ajeno a su naturaleza, sea conforme a la naturaleza de algún otro.
Además de esto, si el desplazamiento en círculo es natural en alguna cosa, está claro que habrá algún cuerpo, entre los simples y primarios, en el que sea natural que, así como el fuego se desplaza hacia arriba y la tierra hacia abajo, él lo haga naturalmente en círculo. Ahora bien, si lo que se desplaza circularmente se mueve de manera antinatural en su traslación en derredor, resulta sorprendente y completamente ilógico que ese movimiento sea el único continuo y eterno, siendo antinatural; parece, en efecto, que en los demás casos lo antinatural se destruye muy rápidamente.
De modo que, si lo que se desplaza es fuego, tal como algunos dicen, no menos antinatural es para él este movimiento que el movimiento hacia abajo: pues vemos que el movimiento del fuego es el que se aleja en línea recta del centro.
Por consiguiente, razonando a partir de todas estas consideraciones, uno puede llegar a la convicción de que existe otro cuerpo distinto, aparte de los que aquí nos rodean, y que posee una naturaleza tanto más digna cuanto más distante se halla de los de acá.

3. Propiedades del cuerpo en movimiento circular

Dadas las tesis expuestas, unas que se han dado por supuestas y otras que se han demostrado, es evidente que no todo cuerpo tiene levedad ni gravedad, pero es preciso establecer qué entendemos por grave y por leve, de momento en función de nuestras necesidades actuales, y luego de manera más detallada, cuando investiguemos sus respectivas esencias. Digamos, pues, que es grave lo que tiende naturalmente a desplazarse hacia el centro, y leve, lo que tiende a alejarse del centro, que lo más grave es lo que queda debajo de todas las cosas que se desplazan hacia abajo, y lo más leve, lo que queda por encima de todas las cosas que se desplazan hacia arriba.
Necesariamente, todo lo que se desplaza hacia abajo o hacia arriba ha de poseer levedad o gravedad o ambas, aunque no respecto a lo mismo; en efecto, tales cosas son graves y leves unas en relación con otras, v.g.: el aire respecto al agua y el agua respecto a la tierra. En cambio, el cuerpo que se desplaza en círculo es imposible que posea gravedad o levedad: pues ni por naturaleza ni de manera antinatural le cabe moverse hacia el centro o alejándose del centro. Por naturaleza, en efecto, no le es posible la traslación en línea recta: pues vimos que sólo una traslación era propia de cada uno de los cuerpos simples, de modo que será idéntico a uno cualquiera de los que así se desplazan. Por otra parte, en caso de desplazarse de manera antinatural, si el movimiento descendente es antinatural, el ascendente será natural, y si es antinatural el ascendente, será natural el descendente; pues dejamos ya sentado que, cuando uno de los movimientos contrarios es antinatural para una cosa, el otro es natural para ella.
De otro lado, puesto que el todo y su parte se desplazan naturalmente hacia el mismo sitio v.g.: la tierra entera y una pequeña mota de ella, resulta, en primer lugar, que aquel elemento no tendrá levedad ni gravedad alguna pues podría, si no, acercarse al centro o alejarse de él conforme a su propia naturaleza; en segundo lugar, que no se lo puede forzar a moverse con movimiento ascendente o descendente: pues ni de manera natural ni de manera antinatural le es posible moverse siguiendo otro movimiento, ni a él mismo ni a ninguna de sus partes; en efecto, el mismo razonamiento vale para el todo y para la parte.
Igualmente razonable es suponer también acerca de él que es ingenerable e incorruptible, no susceptible de aumento ni de alteración, debido a que todo lo que se produce lo hace a partir de un contrario y un sujeto, y asimismo el destruirse tiene lugar previo un sujeto y bajo la influencia de un contrario para pasar al otro contrario, tal como se ha dicho en los tratados anteriores; ahora bien, las traslaciones de los cuerpos contrarios son también contrarias. Entonces, si no es posible que haya nada contrario a éste por no haber tampoco movimiento alguno contrario a la traslación en círculo, parece justo que la naturaleza libere de los contrarios a lo que ha de ser ingenerable e indestructible: en efecto, la generación y la destrucción se dan en los contrarios.
Además, todo lo que aumenta [y lo que disminuye] lo hace por influjo de algo del mismo género que se le añade y que se reduce a pura materia; ahora bien, este cuerpo no tiene de donde generarse.
Pero si no es susceptible de aumento ni de destrucción, por el mismo razonamiento hay que suponer que es también inalterable. En efecto, la alteración es un movimiento con respecto a la cualidad», y los modos de ser y las disposiciones de lo cualitativo no surgen sin cambios de propiedades, v.g.: la salud y la enfermedad. Ahora bien, vemos que todos los cuerpos naturales que cambian de propiedades experimentan aumento y disminución, como es el caso de los cuerpos de los animales y de sus partes, así como de las plantas, y de igual manera los de los elementos; de modo que, si no es posible que el cuerpo que se mueve en círculo sufra aumento ni disminución, es razonable que sea también inalterable.
Por tanto, el primero de los cuerpos es eterno y no sufre aumento ni disminución, sino que es incaducable, inalterable e impasible, lo cual, si uno acepta los supuestos de partida, resulta evidente a partir de lo expuesto.
Parece, por otro lado, que el razonamiento testimonia en favor de las apariencias, y las apariencias, en favor del razonamiento; todos los hombres, en efecto, poseen un concepto de los dioses y todos, tanto bárbaros como griegos, asignan a lo divino el lugar más excelso, al menos todos cuantos creen que existen dioses, por lo que es evidente que lo inmortal va enlazado con lo inmortal: en efecto, es imposible que sea de otro modo. Luego si existe algo divino, como es el caso, también es correcto lo que se acaba de exponer acerca de la primera de las entidades corporales.
Esto se desprende también con bastante claridad de la sensación, por más que se remita a una creencia humana; pues en todo el tiempo transcurrido, de acuerdo con los recuerdos transmitidos de unos hombres a otros, nada parece haber cambiado, ni en el conjunto del último cielo, ni en ninguna de las partes que le son propias.
Parece asimismo que el nombre se nos ha transmitido hasta nuestros días por los antiguos, que lo concebían del mismo modo que nosotros decimos: hay que tener claro, en efecto, que no una ni dos, sino infinitas veces, han llegado a nosotros las mismas opiniones. Por ello, considerando que el primer cuerpo es uno distinto de la tierra, el fuego, el aire y el agua, llamaron éter al lugar más excelso, dándole esa denominación a partir del hecho de desplazarse siempre por tiempo interminable. Anaxágoras, en cambio, se sirve de ese nombre de manera incorrecta: utiliza, en efecto, éter por fuego.
A partir de lo expuesto resulta evidente también por qué es imposible que haya un número de cuerpos simples mayor que el de los dichos; en efecto, es forzoso que el movimiento del cuerpo simple sea simple, y ya dijimos que sólo eran simples éstos: el circular y el rectilíneo, así como las dos partes de éste: el de alejamiento del centro y el de acercamiento al centro.

4. Ausencia de contrario para el movimiento circular

De que no existe otra traslación que sea contraria a la traslación en círculo puede uno cerciorarse de múltiples maneras. En primer lugar, consideramos que la línea recta es lo más opuesto a la circunferencia; en efecto, lo cóncavo y lo convexo no sólo parecen contraponerse mutuamente, sino también a lo recto, acoplándose y formando un conjunto; de modo que, si algún movimiento es contrario a otro, forzosamente el rectilíneo será el más contrario al circular. Ahora bien, los rectilíneos se oponen mutuamente en función de los lugares ; en efecto, el arriba y el abajo constituyen una diferencia de lugar y una oposición de contrarios.
Además, si alguien supone que vale para el movimiento circular el mismo discurso que para el rectilíneo a saber, que la traslación de A a B es contraria a la traslación de B a A, está hablando en realidad del movimiento rectilíneo: éste, en efecto, está delimitado, mientras que por los mismos puntos podrían pasar infinitas circunferencias.
Igualmente en el caso de una sola semicircunferencia, v. g.: de C a D y de D a C: en efecto, el movimiento sobre ella es idéntico al efectuado sobre el diámetro, pues consideramos siempre toda distancia en línea recta.
De igual modo si uno, habiendo construido una circunferencia, considera que la traslación sobre una de las semicircunferencias es contraria a la efectuada sobre la otra, v.g.: en la circunferencia entera, la traslación de E a F sobre la semicircunferencia H respecto a la traslación de F a E sobre la semicircunferencia G. Aunque estas traslaciones fueran contrarias, no por eso, sin embargo, serían contrarias entre sí las traslaciones sobre la circunferencia entera.
Y ni siquiera la traslación circular de A a B es contraria a la traslación de A a C: en efecto, ese movimiento va del mismo sitio al mismo sitio, mientras que la traslación contraria se definió como la que va de contrario a contrario.
Pero en el caso de que un movimiento en círculo fuera contrario a otro, uno de los dos sería en vano; en efecto, ambos irían a parar al mismo sitio, dado que, necesariamente, lo que se desplaza en círculo, no importa de dónde parta, llegará de todos modos siempre a los mismos sitios (las contrariedades de lugar son: arriba y abajo, delante y detrás, derecha e izquierda, y las contrariedades de la traslación son según las contrariedades de los lugares); en efecto, si las traslaciones circulares contrarias fueran iguales, no tendrían movimiento, y si uno de los dos movimientos predominara, el otro no existiría. De modo que, si existieran ambos, uno de los dos cuerpos existiría inútilmente, al no moverse con su movimiento propio: pues llamarnos inútil al calzado que no es posible calzarse. Ahora bien, Dios y la naturaleza no hacen nada inútilmente.

5. Finitud del universo

Pero ya que está claro lo tocante a estas cuestiones, hay que investigar acerca de las demás, y en primer lugar si hay algún cuerpo infinito, como creyó la mayoría de los filósofos antiguos, o si ésta es una de las cosas imposibles; pues el que sea de esta manera o de aquélla no comporta poca diferencia, sino una diferencia total y absoluta para el conocimiento riguroso de la verdad: éste, en efecto, ha venido a ser, y probablemente continuará siendo, el origen de casi todas las controversias entre los que sostienen afirmaciones acerca de la naturaleza en su conjunto, pues por poco que uno se desvíe de la verdad al principio, esa desviación se hace muchísimo mayor a medida que se avanza. Como es el caso cuando uno dice que existe una magnitud mínima: éste, en efecto, al introducir la magnitud mínima, remueve los más importantes fundamentos de las matemáticas. Y la causa de ello es que el principio es mayor en potencia que en magnitud, y por eso lo inicialmente pequeño se convierte al final en algo enorme. Ahora bien, lo infinito posee la mayor de las potencias, tanto de principio como de cantidad, de modo que nada tiene de absurdo ni de ilógico que sea tan llamativa la diferencia entre suponer que existe algún cuerpo infinito y lo contrario. Por consiguiente hay que hablar de ello retomando el asunto desde el principio.
Todo cuerpo estará necesariamente entre los simples o entre los compuestos, de modo que también lo infinito será simple o compuesto. Pero es evidente que, si los cuerpos simples son limitados, necesariamente será limitado el compuesto de ellos; en efecto, lo compuesto de cuerpos limitados en número y en magnitud está a su vez limitado en número y magnitud: pues es tan grande como la suma de todos aquellos de los que está compuesto.
Queda, pues, por ver si es admisible que alguno de los cuerpos simples sea infinito en magnitud o si eso es imposible. Tras ocupamos, entonces, del primero de los cuerpos, llevaremos a cabo la misma investigación sobre los demás.
Pues bien, que necesariamente es limitado en su totalidad el cuerpo que se desplaza en círculo es cosa evidente a partir de las pruebas siguientes.
En efecto, si el cuerpo que se desplaza en círculo fuera infinito, serían infinitos los radios trazados a partir del centro. Y siendo éstos infinitos, el intervalo entre ellos también lo sería llamo intervalo entre líneas aquello fuera de lo cual no es posible tomar ninguna magnitud que esté en contacto con esas líneas. Así, pues, éste habrá de ser infinito: en efecto, el intervalo entre radios finitos sería siempre finito. Además, siempre es posible tomar algo mayor que lo dado, de modo que, al igual que llamamos infinito a un número en el sentido de que no hay un número máximo, el mismo razonamiento cabe también acerca del intervalo; así, pues, si no es posible recorrer lo infinito, y, al ser infinito el cuerpo, también lo es necesariamente el intervalo, no será posible que ese cuerpo se mueva en círculo; ahora bien, vemos que el cielo da vueltas en círculo y también dejamos establecido mediante el razonamiento que existe en algún cuerpo el movimiento circular.
Además, si de un tiempo finito se sustrae un intervalo finito, lo que reste será también, necesariamente, finito y tendrá un comienzo. Ahora bien, si el tiempo de desplazamiento tiene un comienzo, habrá un comienzo del movimiento, de modo que también lo habrá de la distancia que se ha recorrido. Y lo mismo ocurrirá en los demás casos.
Sea, pues, la línea ACE infinita en una dirección, E; y la línea BB, infinita en ambas direcciones. Si ACE describe un círculo a partir de C como centro, se desplazará, cortando en algún momento ACE a BB durante un tiempo finito: en efecto, el tiempo que el cielo invierte en una revolución es finito. Luego también lo será la porción de ese tiempo en la que ACE se moverá cortando a BB. Por consiguiente, habrá un primer momento en que ACE corte a BB. Pero eso es imposible. No puede ser, por tanto, que lo infinito se mueva en círculo. De modo que tampoco podría el universo, si fuera infinito.
Que es imposible que lo infinito se mueva resulta evidente, además, a partir de los argumentos siguientes. Sea, en efecto, el segmento A, que se desplaza a lo largo del segmento B. Necesariamente perderá contacto el A con el B al mismo tiempo que el B con el A; en efecto, el primero se superpone al segundo tanto como éste a aquél. Si, pues, ambos se mueven en sentidos contrarios, se separarán más aprisa, mientras que si uno se desplaza sobre el otro que sigue inmóvil, se separarán más despacio, siempre que el que se desplaza se mueva a la misma velocidad.
Ahora bien, una cosa es evidente: que es imposible recorrer una línea infinita en un tiempo finito. Será necesario hacerlo, por tanto, en un tiempo infinito; en efecto, esto se ha demostrado anteriormente en los escritos acerca del movimiento. Y en nada difiere que el segmento se desplace a lo largo de la línea ilimitada o que la ilimitada lo haga a lo largo de aquél; en efecto, cuando el uno se desplaza a lo largo de la otra, también ésta rebasa a aquél, igual si se mueve que si está inmóvil; salvo que se separarán más aprisa si ambos se mueven en sentidos opuestos. A veces, sin embargo, nada impide que la línea que se mueve a lo largo de la que está en reposo la recorra más aprisa que si ésta se moviera en sentido contrario, a condición de hacer que las dos que van en sentidos contrarios se muevan despacio y que la que se desplaza a lo largo de la que está en reposo lo haga mucho más aprisa que aquéllas.
As!, pues, no constituye ningún obstáculo para este razonamiento que nuestra recta se desplace a lo largo de una en reposo, puesto que cabe que A se desplace a lo largo de B más despacio si ésta está en movimiento que si está en reposo. Si, por consiguiente, es infinito el tiempo al cabo del cual el segmento en movimiento pierde contacto con la línea ilimitada, también será necesariamente infinito el tiempo en que la ilimitada se mueva a lo largo del segmento. Por tanto es imposible que el infinito se mueva en su totalidad: pues si se moviera, por poco que fuera, necesitaría un tiempo infinito. Ahora bien, el cielo gira y se desplaza todo él en círculo en un tiempo limitado, de modo que recorre toda la circunferencia interior, representada como segmento AB, por ejemplo. Es imposible, por tanto, que lo que se mueve en círculo sea infinito.
Además, al igual que una línea, en cuanto es límite, no puede ser ilimitada sino, a lo sumo, en longitud, tampoco la superficie puede serlo, en cuanto límite; y cuando queda delimitada, no puede serlo en modo alguno, v.g.: un cuadrilátero o un círculo o una esfera infinitos, como tampoco puede serio un segmento de un pie. Así, pues, si no existen esfera [ni cuadrilátero] ni círculo infinitos, al no existir círculo, tampoco existirá traslación circular, y de manera semejante, sí no existe círculo infinito, no existirá traslación circular infinita, y si en ningún caso el círculo es infinito, un cuerpo infinito no podrá moverse circularmente.
Además, si C es el centro, la línea AB infinita, la línea E, perpendicular e infinita y la línea CD, en movimiento, esta última nunca se acabará de separar de E, sino que se comportará siempre como si fuera la línea CE: en efecto, cortará a E por F. Por tanto, la línea infinita nunca girará en círculo.
Además, si el cielo es infinito y se mueve en círculo, habrá recorrido una distancia infinita en un tiempo finito. Sea, en efecto, infinito un cielo en reposo, y otro igual moviéndose en él. De modo que, si este último, que es infinito, ha girado en círculo, habrá recorrido el infinito igual a él en un tiempo finito. Pero eso, como vimos, era imposible.
Es posible decirlo también al revés, a saber, que si el tiempo en el que gira es finito, es necesario que la distancia que ha recorrido sea también finita; ahora bien, ha recorrido una distancia igual a él: luego también él es limitado.
Así, pues, es evidente que lo que se mueve en círculo no es infinito ni ilimitado, sino que tiene fin.

6. Finitud del universo (continuación)

Pero tampoco lo que se desplaza hacia el centro ni lo que se aleja del centro será infinito; en efecto, las traslaciones hacia arriba y hacía abajo son contrarias, y las contrarias van hacia lugares contrarios. Y de los contrarios, si uno está determinado el otro también lo estaría. Ahora bien, el centro está determinado; pues desde dondequiera que descienda lo que se sitúa debajo de todo, no cabe que pase más allá del centro. Estando, pues, determinado el centro, también lo ha de estar el lugar superior. Y si los lugares están determinados y son limitados, también los cuerpos lo serán. Además, si el arriba y el abajo están determinados, necesariamente estará también determinado lo intermedio. pues si no lo estuviera, el movimiento sería ilimitado; pero antes se ha demostrado que eso es imposible. El centro, por consiguiente está determinado, de modo que también lo está el cuerpo que está o puede llegar a estar en él. Ahora bien, el cuerpo que se desplaza hacia arriba y el que se desplaza hacia abajo pueden llegar a estar en él: en efecto, es propio de la naturaleza del uno alejarse del centro, y de la del otro, moverse hacia él.
A partir de estas consideraciones resulta evidente que es imposible que un cuerpo sea infinito, y además de esto, si no existe un peso infinito, ninguno de esos cuerpos será tampoco infinito: en efecto, el peso de un cuerpo infinito sería también, necesariamente, infinito. El mismo argumento valdrá también para lo ligero: pues si existe una gravedad infinita, también existe una levedad infinita, en caso de que lo que se superpone al resto sea infinito. Esto resultará claro a partir de lo que sigue.
Sea, en efecto, limitada la gravedad y tómese el cuerpo infinito AB y su peso, C. Sustráigase, pues, del cuerpo infinito una magnitud finita, BD; y sea E el peso de ésta. E será entonces menor que C: pues el peso de lo menor es menor. Supóngase entonces que la magnitud menor está contenida un b cierto número de veces en la mayor, y hágase que BD llegue a estar con respecto a una tercera magnitud BF en la misma relación que el peso menor con respecto al mayor; en efecto, de lo infinito cabe sustraer cualquier cantidad. Si, pues, las magnitudes son proporcionales a los pesos y el peso menor lo es de la magnitud menor, también el mayor lo será de la mayor. Por consiguiente, el peso de la magnitud finita será igual al de la infinita.
Además, si de un cuerpo mayor es mayor el peso, el peso de GB será mayor que el de FB, de modo que el de lo finito será mayor que el de lo infinito. Y el peso de magnitudes desiguales será igual: en efecto, lo infinito no es igual a lo finito.
No hay, por otro lado, ninguna diferencia entre que los pesos sean conmensurables o inconmensurables: en efecto, aunque sean inconmensurables, el razonamiento será el mismo; v.g.: si tomando el peso menor tres veces como medida se rebasa el peso total; pues al tomar tres magnitudes BD enteras, su peso será mayor que el designado como C. De modo que surgirá la misma imposibilidad. Además, siempre cabe tomar cantidades conmensurables: pues ninguna diferencia hay entre partir del peso o de la magnitud; tal, por ejemplo, si se toma el peso E, conmensurable con C, y se sustrae del cuerpo infinito lo que tiene el peso E, digamos BD, y luego, como un peso se relaciona con el otro, se relaciona BD con otra magnitud, digamos BF pues, al ser infinita la magnitud total, es posible sustraerle cualquier cantidad: en efecto, al tomar estas proporciones, serán conmensurables entre sí tanto las magnitudes como los pesos.
Tampoco supondrá ninguna diferencia para la demostración el que la magnitud sea de peso uniforme o no uniforme: pues siempre será posible tomar cuerpos de peso equivalente al de BD, sustrayendo o añadiendo al infinito una cantidad cualquiera.
A partir de lo dicho queda claro, por consiguiente, que el peso de un cuerpo infinito no será limitado. Luego será infinito. Y si eso es imposible, también será imposible que exista algún cuerpo infinito.
Ahora bien, que es imposible que exista un peso infinito se hará manifiesto a partir de lo que sigue. En efecto, si tal peso se mueve tal distancia en tanto tiempo, tal otro mayor lo hará en menor tiempo, y los tiempos estarán en razón inversa a los pesos; v.g.: si un peso mitad se mueve en tanto tiempo, un peso doble lo hará en la mitad de ese tiempo. Además, un peso finito recorre cualquier distancia finita en un tiempo finito. De ello, por tanto, se desprende necesariamente que, si hay un peso infinito, se moverá, por un lado, tanto como uno finito y más aún, pero, por otro lado, no se moverá, por cuanto es preciso que se mueva proporcionalmente a su exceso de peso pero en sentido contrario: cuanto mayor, en menos tiempo. Ahora bien, no hay ninguna razón posible entre lo infinito y lo finito, pero sí entre un tiempo menor y otro mayor limitado: con todo, un cuerpo puede moverse en un tiempo cada vez menor. Pero no existe un tiempo mínimo. Ni serviría de nada, en caso de que existiera: pues podría tomarse otro peso finito como término mayor en la misma proporción que guarda el infinito con respecto al otro, de modo que en igual tiempo recorrerían la misma distancia lo infinito y lo finito. Pero eso es imposible. Ahora bien, si lo infinito se mueve en un tiempo limitado tan pequeño como se quiera, necesariamente habrá también otro peso limitado que se mueva a la misma distancia en el mismo tiempo .
Es imposible, por tanto, que exista un peso infinito, y de manera semejante una levedad infinita. Y, por consiguiente, no puede haber cuerpos que tengan un peso o una levedad absolutos.

7. Finitud del universo (continuación)

Así, pues, está claro que no existe un cuerpo infinito, tanto para los que estudian cada cuerpo en particular, como para los que investigan en general, no sólo con arreglo a los argumentos expuestos por nosotros en los textos acerca de los principios, en efecto, ya allí se hizo una distinción general acerca del infinito, entre cómo es y cómo no es, sino también aquí, con otro enfoque.
Tras esto hay que examinar también si, aun no siendo infinito el cuerpo del universo, no será, empero, de un tamaño tal como para permitir que existan múltiples mundos; pues quizá podría uno plantear que nada impide que, tal como está constituido el mundo que nos rodea, existan múltiples mundos diferentes en vez de uno solo, aunque no en número infinito. Pero hablemos primeramente de lo infinito en general.
Pues bien, todo cuerpo será, necesariamente, infinito o limitado, y si es infinito, estará todo constituido por partes heterogéneas o por partes homogéneas, y si por partes heterogéneas, éstas serán de un número limitado o de un número ilimitado de especies. Ahora bien, está claro que no es posible que sean de un número ilimitado, a poco que se nos conceda que siguen en pie nuestras hipótesis iniciales: en efecto, al ser limitado el número de los movimientos primarios, necesariamente serán también limitadas las especies de los cuerpos simples. Pues, por un lado, el movimiento de un cuerpo simple es simple y los movimientos simples son limitados, mientras que, por otro lado, es forzoso que todo cuerpo natural tenga un movimiento.
Pero si lo infinito estuviera constituido por un número limitado de partes, cada una de éstas quiero decir, por ejemplo, el agua o el fuego sería también, necesariamente, infinita. Pero eso es imposible: pues se ha demostrado ya que ni la gravedad ni la levedad son infinitas.
Además, sería necesario asimismo que fueran infinitos en magnitud los lugares de aquellos elementos, de modo que también los movimientos de todos ellos serían infinitos. Pero eso es imposible, si hemos de dejar sentadas como verdaderas las hipótesis iniciales, y no cabe que lo que se desplaza hacia abajo lo haga infinitamente ni tampoco, por el mismo razonamiento, lo que se desplaza hacia arriba. Pues es imposible que se produzca lo que no puede haber llegado a producirse, tanto en lo tal como en lo tanto y en el dónde. Quiero decir que, si es imposible para una determinada cosa haber llegado a ser blanca o de un codo de longitud o haber llegado a estar en Egipto, también es imposible para ella encontrarse en trance de llegar a ello. Es imposible, por tanto, desplazarse hacia un lugar al que ninguna cosa que se desplace puede llegar.
Además, aun cuando las especies elementales se encontraran dispersas, no por ello dejaría de ser infinita la suma de todas sus partes. Pero vimos que cuerpo es lo que tiene extensión en todas direcciones: de modo que ¿cómo podrían las especies elementales ser múltiples y heterogéneas y, a la vez, infinita la suma de las partes de cada una de ellas? Pues es preciso que cada infinito lo sea en todas direcciones.
Pero tampoco es admisible que el infinito esté todo constituido de partes homogéneas. Pues, en primer lugar, no existe ningún otro movimiento aparte de éstos. Por tanto, el infinito homogéneo tendrá uno de éstos. Pero si es así, resultará haber un peso o una ligereza infinitos. Ahora bien, tampoco podrá ser infinito el cuerpo que se desplaza en círculo. Pues es imposible que lo infinito se desplace en círculo: en efecto, no hay ninguna diferencia entre decir esto o que el cielo es infinito, y ya se ha demostrado que eso es imposible.
Pero ni siquiera es posible, en general, que lo infinito se mueva. Pues, o bien se moverá por naturaleza, o bien de manera forzada; y si de manera forzada, existirá frente a él un movimiento por naturaleza y, en consecuencia, otro lugar de igual extensión hacia el que se desplazara. Pero esto es imposible.
Por otro lado, el hecho de que es absolutamente imposible que lo infinito sufra la acción de lo finito o la ejerza sobre ello queda de manifiesto a partir de lo que sigue. Sea, en efecto, A algo infinito, B algo limitado y C el tiempo en que uno de ellos movió o fue movido por el otro. Pues bien, si por efecto de B resultó A calentado o portado, o sufrió cualquier otra acción o movimiento en el tiempo C, supongamos que hay un D, menor que B, y que este motor más pequeño produce un movimiento menor en el mismo tiempo; sea, por otro lado, E lo alterado por D. En tal caso, lo que es D respecto a B lo será E respecto a algo limitado. Supóngase, entonces, que lo igual, en un tiempo igual, produce una alteración igual, que lo menor, en un tiempo igual, la produce menor, que lo mayor la produce mayor y que estas alteraciones guardan la misma proporción que lo mayor respecto a lo menor. Por consiguiente, lo infinito no será movido por nada finito en tiempo alguno; pues alguna otra cosa menor que él será movida en el mismo tiempo por algo menor, y lo proporcional a esto último será limitado: en efecto, lo infinito no guarda ninguna proporción con lo limitado.
Pero tampoco moverá en tiempo alguno lo infinito a lo limitado. Sea A, en efecto, infinito, B, limitado, y C, el tiempo. Así, pues, D moverá en C alguna cosa menor que B: llamémoslo F. Pues bien, lo que es el conjunto BF respecto a F séalo E, que guarda esta misma proporción, respecto a D. Por consiguiente, E moverá BF en el tiempo C. Así, pues, lo limitado y lo infinito producirán la misma alteración en un tiempo igual. Pero eso es imposible: pues se dio por supuesto que lo mayor mueve en menos tiempo . Pero se tome el tiempo que se tome, siempre dará el mismo resultado, de modo que no existirá tiempo alguno en que lo infinito mueva. Ahora bien, en un tiempo infinito no es posible mover ni ser movido: pues dicho tiempo no tiene límite, mientras que la acción y la pasión sí lo tienen.
Tampoco cabe que lo infinito sea afectado en nada por lo infinito. Sean, en efecto, A y B infinitos, y CD el tiempo en que B fue afectado por A. Entonces, comoquiera que la totalidad de B ha sido afectada, E, una parte de ese infinito, no habrá sufrido lo mismo en un tiempo igual: pues hay que suponer que lo menor es movido en un tiempo menor. Supóngase que E ha sido movido por A en el tiempo D. Entonces, lo que es D respecto a CD lo es E respecto a una parte limitada de B. Así, esto último será necesariamente movido por A en el tiempo CD: pues hay que suponer que lo mayor es afectado por lo mismo en un tiempo mayor, y lo menor, en un tiempo menor, para todas las cantidades que se hayan tomado proporcionalmente al tiempo. No es posible, por tanto, que lo infinito sea movido por lo infinito en ningún tiempo limitado: por consiguiente lo habrá de ser en uno ilimitado. Pero el tiempo ilimitado no tiene fin, mientras que lo que se ha movido sí lo tiene.
Si, pues, todo cuerpo sensible tiene la potencia de actuar o de padecer o ambas, es imposible que un cuerpo infinito sea sensible. Ahora bien, todos los cuerpos que están en un lugar son sensibles. Por tanto no existe ningún cuerpo infinito fuera del cielo. Pero tampoco uno que se extienda hasta un cierto punto. Por tanto no existe en absoluto ningún cuerpo fuera del cielo. Pues si es inteligible, estará en un lugar: en efecto, fuera y dentro indican lugar. De modo que será sensible. Y no hay nada sensible que no esté en un lugar.
Pero también es posible abordarlo, con un carácter más general, de la manera siguiente. En efecto, lo infinito, si es homogéneo, no puede siquiera moverse en círculo: pues no hay un centro de lo infinito, y lo que se mueve en círculo lo hace en tomo a un centro. Pero tampoco en línea recta es posible que se desplace lo infinito: pues haría falta que hubiera otro lugar infinito igual de grande hacia el que se moviera por naturaleza, y aun otro igual hacia el que se moviera antinaturalmente.
Además, tanto si posee por naturaleza el movimiento en línea recta como si se mueve forzadamente, en ambos casos habrá de ser infinita la fuerza motriz: pues la fuerza infinita es propia de lo infinito y la fuerza de lo infinito es infinita; de modo que el motor será infinito (el tratado sobre el movimiento muestra que ninguna de las cosas limitadas tiene una potencia infinita ni ninguna de las infinitas una potencia limitada). Si, pues, lo que se mueve por naturaleza puede moverse también contra su naturaleza, habrá dos infinitos, lo que mueve de este modo y lo movido por ello.
Además, ¿qué es lo que mueve a lo infinito? En efecto, si se mueve a sí mismo, estará animado. Pero ¿cómo es posible esto, a saber, que exista un ser vivo infinito? Y si es otro el que lo mueve, habrá dos infinitos, el motor y el movido, diferentes en forma y en potencia.
Si el universo no es continuo, sino que, como dicen Demócrito y Leucipo, está compuesto de partes separadas por el vacío, necesariamente será uno solo el movimiento de todas ellas. En efecto, se hallan diferenciadas por sus figuras; pero dicen que su naturaleza es única, como si cada una fuera una pieza de oro separada. Y, tal como decimos, es necesario que su movimiento sea el mismo: pues allá donde va a parar una sola mota de polvo va también la tierra en su conjunto, y la totalidad del fuego, igual que la chispa, van a parar al mismo sitio. De modo que ninguno de los cuerpos será absolutamente ligero, si todos tienen peso; y si todos tienen ligereza, ninguno será pesado. Además, si tiene gravedad o levedad, será el extremo o el centro del universo. Pero esto es imposible siendo infinito.
En general, aquello en lo que no hay centro ni extremo, ni arriba ni abajo, no constituye lugar ninguno para los cuerpos en traslación. Y si éste no existe, no existirá movimiento: pues es necesario que el movimiento se dé por naturaleza o contra la naturaleza, y esto se define con arreglo a los lugares propios y extraños.
Además, si el lugar donde una cosa se encuentra o es transportada contra naturaleza ha de ser necesariamente el lugar natural de alguna otra cosa (lo cual se pone de manifiesto a partir de la comprobación) es necesario que no todo tenga peso o ligereza, sino que unas cosas tengan el uno o la otra, y otras no.
A partir de estas consideraciones, pues, queda claro que el cuerpo del universo no es infinito.

8. La unicidad del cielo

Digamos ahora por qué no es posible tampoco que existan múltiples cielos: pues ya dijimos que había que investigar esto, por si alguien piensa que no se ha demostrado ya en general acerca de los cuerpos que es imposible que ninguno de ellos se encuentre fuera de este mundo, sino que el argumento ha versado únicamente sobre cuerpos situados en lugar indefinido.
Pues bien, todas las cosas se hallan en reposo o en movimiento por naturaleza o forzadamente, y allí donde permanecen por naturaleza, allá también se desplazan por naturaleza, y allá donde se desplazan por naturaleza, allí también permanecen por naturaleza; y donde permanecen forzadamente, allá también se desplazan de manera forzada, y donde se desplazan de manera forzada, allí también permanecen forzadamente. Además, si tal o cual traslación es forzada, su contraria es natural. Así, si la tierra se desplaza de manera forzada desde allá lejos hasta aquí, al centro, se desplazará desde aquí hasta allá por naturaleza; y si la tierra venida desde allí permanece aquí sin violencia, también se desplazará hacia aquí por naturaleza. Pues el movimiento por naturaleza es único.
Además, es forzoso que todos los mundos estén formados por los mismos cuerpos, al ser semejantes por naturaleza. Ahora bien, es forzoso también que cada uno de los cuerpos, v.g.: el fuego y la tierra y sus intermedios, tenga la misma potencia; pues si las cosas de allá sólo tienen en común el nombre con las que nos rodean y no se llaman así con arreglo a la misma forma, entonces también el mundo tendrá sólo el nombre de tal. Es evidente, pues, que una de aquellas cosas tendrá por naturaleza que alejarse del centro y la otra acercarse al centro, si todo fuego es semejante al fuego y lo mismo cada uno de los demás elementos, como ocurre con las partículas de fuego en este mundo.
Que es necesario que ocurra así resulta evidente a partir de las hipótesis sobre los distintos movimientos: en efecto, los movimientos son limitados y cada uno de los elementos se define con arreglo a cada uno de los movimientos. De modo que, si los movimientos son los mismos, también los elementos serán necesariamente los mismos en todas partes.
Por tanto, es natural que las partículas de tierra del otro mundo se desplacen hacia este centro, y también que se desplace hacia esta extremidad el fuego de allá. Pero eso es imposible: pues si así ocurriera, necesariamente se desplazaría hacia arriba la tierra en su propio mundo, y el fuego, hacia el centro, y de modo semejante la tierra de aquí se alejaría por naturaleza del centro al desplazarse hacia el centro de allá, por estar los mundos en una relación recíproca. En efecto, o bien no hay que sostener que la naturaleza de los cuerpos simples sea la misma en los diversos mundos, o bien, si así lo afirmarnos, hay que hacer únicos el centro y la periferia; pero si esto es así, es imposible que exista más de un mundo.
Opinar, por otra parte, que la naturaleza de los cuerpos simples sea distinta según estén más o menos alejados de sus lugares propios es absurdo: pues ¿qué diferencia hay entre decir que se hallan a tanta o cuanta distancia? En efecto, diferirán en proporción a la mayor o menor distancia, pero la forma esencial será la misma.
Ahora bien, es necesario que tengan algún movimiento: en efecto, es evidente que se mueven. ¿Diremos acaso que se mueven de manera forzada con arreglo a todos los movimientos, incluso los contrarios? Pero lo que tiene por naturaleza no moverse en absoluto es imposible que se mueva forzadamente. Así, pues, si hay algún movimiento propio por naturaleza de aquellos elementos, el movimiento de cada uno de la misma especie se producirá hacía un lugar numéricamente uno, v.g.: hacia este tal centro y hacia esta tal extremidad. Y si el movimiento tiene lugar hacia lugares idénticos en especie pero múltiples, ya que las cosas individuales son múltiples, pero cada individuo es indiferenciado en especie, no será de esta determinada manera para una parte del elemento pero no para otra, sino de la misma manera para todas: pues todas son por igual indiferenciadas entre sí en cuanto a la especie, aunque numéricamente son unas distintas de otras. Quiero decir lo siguiente: que si las partes elementales de aquí se relacionan entre sí de manera semejante a las del otro mundo, entonces lo que se substraiga de las de aquí no se relacionará en absoluto con las de cualquier otro mundo de manera diferente de como se relacione con las del suyo, sino de la misma manera: pues específicamente no difieren entre sí en nada. De modo que será necesario, o retirar aquellas hipótesis iniciales, o que el centro y la extremidad sean únicos. Y siendo esto así, necesariamente será también el cielo uno solo y no varios, por estas mismas pruebas e ilaciones necesarias.
Que hay un lugar a donde es natural que se desplace la tierra y el fuego es evidente también a partir de los otros movimientos. En efecto, lo movido, en general, cambia de algo a algo, y aquello desde lo que cambia y aquello a lo que cambia difieren en especie; por otro lado, todo cambio es limitado; v.g.: lo que sana cambia de la enfermedad a la salud, y lo que crece, de la pequeñez a la grandeza. También, por tanto, lo que se traslada: en efecto, esto pasa de algún lugar a algún otro. Por tanto, es preciso que difieran en especie el lugar desde donde y el lugar a donde es natural que algo se traslade; así, por ejemplo, lo que sana no pasa a cualquier situación al azar, ni a la que quiere el que lo impulsa.
Por tanto, el fuego y la tierra no se desplazarán hasta el infinito, sino hacia los opuestos; ahora bien, se oponen según el lugar el arriba y el abajo, de modo que éstos serán los límites de la traslación. Puesto que también la traslación en círculo tiene en cierto modo como opuestos los extremos del diámetro, aunque tomada en conjunto no tiene ningún contrario, de modo que también para estas cosas va el movimiento, en cierto modo, hacia lugares opuestos y bien delimitados. Es necesario, por tanto, que haya un término y que no se desplace nada hasta el infinito.
Una prueba de que no es posible desplazarse hasta el infinito es que la tierra, cuanto más cerca está del centro, más rápido se desplaza, y lo mismo el fuego cuanto más arriba. Pero si fuera infinito el movimiento, también sería infinita la velocidad, y si la velocidad, también el peso y la ligereza: en efecto, igual que lo que estuviera más abajo sería más veloz, y sería veloz por su peso , así también, si el aumento de este último fuera infinito, el aumento de su velocidad lo sería igualmente.
Ahora bien, ninguno de estos elementos es desplazado, uno hacia arriba, otro hacia abajo, por otro; ni tampoco forzadamente, por expulsión, como dicen algunos. Pues en ese caso, una cantidad mayor de fuego se movería más lentamente hacia arriba y una mayor cantidad de tierra se movería más lentamente hacia abajo; pero de hecho es lo contrario: siempre una cantidad mayor de fuego y una cantidad mayor de tierra se desplazan más rápidamente hacia su lugar propio. Y tampoco se desplazarían más aprisa hacia el final si lo hicieran forzadamente y por expulsión: pues todos los cuerpos, a medida que se alejan de aquello que los ha forzado a moverse, se desplazan más lentamente, y de donde se los desplaza a la fuerza, allá es a donde se dirigen en no actuando dicha fuerza. De modo que todos los que estudien la cosa a partir de estas consideraciones podrán convencerse suficientemente de lo dicho.
Además, se podría demostrar también mediante argumentos tomados de la filosofía primera , así como del movimiento circular, que por fuerza será igualmente eterno aquí y en los demás mundos.
También resultará evidente que el cielo es necesariamente único a los que consideren la cosa del modo siguiente. En efecto, al ser tres los elementos corpóreos, tres serán también los lugares de los elementos: uno, el del cuerpo situado debajo, que se encuentra en tomo al centro; otro, el del cuerpo que se desplaza en círculo, que es el extremo; tercero, el que se halla entre estos dos, el del cuerpo intermedio. Pues necesariamente se encontrará en este lugar el cuerpo que queda por encima. En efecto, si no se halla en este lugar, estará fuera: pero es imposible hallarse fuera. Pues uno de los cuerpos es ingrávido, el otro, en cambio, tiene peso, y el lugar del cuerpo que tiene peso está más abajo, si realmente el lugar próximo al centro es propio del cuerpo pesado. Ahora bien, tampoco se halla fuera contra la naturaleza: pues entonces sería un lugar natural para otro cuerpo, pero ya vimos que no existía otro. Es necesario, por tanto, que se halle en el lugar intermedio. Más tarde diremos cuáles son las características propias de este último.
Acerca, pues, de los elementos corpóreos está claro para nosotros, a partir de lo que se acaba de decir, cuáles y cuántos son y cuál es el lugar de cada uno, así como, en general, cuantos son en número los lugares.

9. La unicidad del cielo (continuación)

Digamos ahora, exponiendo primeramente las dificultades que encierra, que no sólo es único el mundo, sino que es imposible que se formen varios, además de que es eterno, por ser indestructible e ingenerable.
Podría, en efecto, parecer a los que lo estudien de este modo que es imposible que el mundo sea único y exclusivo: pues en todas las cosas constituidas o producidas por la naturaleza y por el arte es distinta la propia forma en sí misma de la mezclada con la materia; v.g.: una cosa es la forma de la esfera y otra la esfera de oro o la de bronce; o aun, una cosa es la forma del círculo y otra el círculo de bronce o de madera: en efecto, al decir cuál es el ser de la esfera o del círculo no mencionamos en la definición el oro ni el bronce, por no formar parte de la entidad; pero si hablamos de la esfera áurea o broncínea, sí que los mencionaremos, así como cuando no podamos concebir ni percibir ninguna otra cosa al margen del individuo. Pues a veces nada impide que ocurra esto, v.g.: si sólo se percibiera un círculo: pues en ese caso el ser del círculo no sería otra cosa que el ser de este círculo, y aquél sería la forma pura, éste, en cambio, la forma en la materia y una de las cosas individuales.
Dado, pues, que el cielo es sensible, habría de ser una de las cosas individuales: pues vimos que todo lo sensible se da en combinación con la materia. Y si se tratara de una de las cosas individuales, sería distinto el ser de este cielo y el del cielo sin más. Este cielo, por tanto, es distinto del cielo sin más: uno existe como forma y estructura, el otro, como forma mezclada con la materia. Ahora bien, de las cosas que tienen estructura y forma existen o pueden llegar a existir múltiples individuos. Pues si las formas existen independientemente, como algunos dicen, necesariamente ocurrirá esto último, y si ninguna de tales cosas existe independientemente, no por ello dejará de ocurrir lo mismo: pues en todos los casos vemos que sucede así, que de todas aquellas cosas cuya entidad se da en la materia son múltiples e incluso infinitos los individuos de idéntica forma. De modo que existen o pueden existir múltiples cielos.
A partir, pues, de estas consideraciones podría uno suponer que existen y pueden existir múltiples cielos; pero hay que examinar de nuevo cuál de estas consideraciones es correcta y cuál no lo es.
Así, pues, la afirmación de que la definición de la forma sin la materia es distinta de la definición de la forma en la materia es correcta; admítase, pues, como verdadero. Pero no lo es menos que no hay ninguna necesidad por ello de que existan o de que puedan llegar a existir múltiples mundos, si éste, como así es, consta de toda la materia disponible .
Quizá lo que se acaba de decir quede más claro de la manera siguiente. En efecto, si la aguileñez es una convexidad en la nariz o en la carne y la carne es la materia de la aguileñez, entonces, si de todas las carnes se formara una sola y en ésta se diera lo aguileño, no existiría ni podría llegar a existir ninguna otra cosa aguileña. De manera semejante, si la materia del hombre son las carnes y los huesos, y de toda la carne y todos los huesos, sin que les fuera posible descomponerse, se formara un solo hombre, no podría existir ningún otro hombre. Igualmente en los demás casos: pues, en general, ninguna de las cosas cuya entidad tiene como sustrato una materia puede llegar a formarse si no hay materia disponible.
El cielo es una de las cosas individuales y formadas de materia; pero si no está constituido de una parte de ella, sino de su totalidad, su ser como cielo sin más y como este cielo de aquí serán distintos, pero no existirá ningún otro ni cabrá la posibilidad de que se formen varios, por haber acaparado éste toda la materia. Queda por mostrar, pues, que está constituido por todo cuerpo natural y sensible.
Pero digamos primero a qué llamamos cielo y en cuántos sentidos, a fin de que nos quede más claro lo que investigamos.
Llamamos, pues, cielo en un sentido a la entidad del orbe extremo del universo, o al cuerpo natural que se halla en el orbe extremo del universo: solemos, en efecto, llamar cielo a la extremidad del universo y a lo más alto, donde decimos también que reside toda divinidad.
En otro sentido, llamamos cielo al cuerpo contiguo al orbe extremo del universo, donde se hallan la luna, el sol y algunos de los astros: en efecto, también éstos decimos que están en el cielo.
En otro sentido aún, llamamos cielo ál cuerpo englobado por el orbe extremo: en efecto, solemos llamar cielo a la totalidad y al universo.
Así, puesto que se habla del cielo en tres sentidos diferentes, es necesario que la totalidad englobada por el orbe extremo esté constituida por todo cuerpo natural y sensible, al no existir ni poder llegar a generarse cuerpo alguno fuera del cielo. Pues si existe un cuerpo natural fuera del orbe extremo, necesariamente será éste uno de los cuerpos simples o de los compuestos, y se encontrará allí por naturaleza o contra la naturaleza. Pues bien, no será ninguno de los cuerpos simples. En efecto, se ha demostrado que lo que se desplaza en círculo no puede cambiar de lugar . Ahora bien, tampoco es posible que se hallen fuera del universo el que se aleja del centro ni el que está debajo de todos. En efecto, no podrían estar allí por naturaleza pues sus lugares propios son otros, y si están contra la naturaleza, el lugar exterior será natural para algún otro cuerpo: pues lo que para éste es antinatural será necesariamente natural para otro. Pero vimos que no había ningún otro cuerpo al margen de éstos. Luego no es posible que ninguno de los cuerpos simples esté fuera del cielo. Pero si no de los simples, tampoco de los mixtos: pues si se encuentra allí lo mixto, necesariamente se encontrarán también los simples.
Pero tampoco es posible que se genere ningún cuerpo fuera del cielo: pues será por naturaleza o contra la naturaleza, simple o compuesto. De modo que se tendrá de nuevo el mismo razonamiento: pues no hay ninguna diferencia entre investigar si puede existir o generarse.
Es evidente, pues, a partir de lo dicho que fuera del universo no existe ni cabe que se genere la masa de ningún cuerpo: por consiguiente, la totalidad del mundo consta de toda la materia que le es propia; en efecto, vimos que su materia propia era el cuerpo natural y sensible. De modo que ni ahora hay múltiples cielos ni los hubo ni es posible que los llegue a haber, sino que este cielo es uno, único y perfecto.
Está claro, a la vez, que no existe lugar ni vacío ni tiempo fuera del cielo. Pues en todo lugar puede llegar a haber algún cuerpo; el vacío, por otro lado, dicen que es aquello en lo que no hay ningún cuerpo pero puede llegar a haberlo; y el tiempo es el número del movimiento: y no hay movimiento sin cuerpo natural. Ahora bien, se acaba de demostrar que fuera del cielo no existe ni puede generarse cuerpo alguno. Luego es evidente que fuera del universo no hay lugar ni vacío ni tiempo.
Por eso las cosas de allá arriba no están por su naturaleza en un lugar, ni el tiempo las hace envejecer, ni hay cambio alguno en ninguna de las cosas situadas sobre la traslación más externa, sino que, llevando, inalterables e impasibles, la más noble y autosuficiente de las vidas, existen toda la duración del mundo. Y por cierto que este nombre fue divinamente articulado por los antiguos. Pues el límite que abarca el tiempo de la vida de cada uno, fuera del cual no hay por naturaleza nada más, ha sido llamado «duración» de cada uno. Por la misma razón, el límite de todo el cielo y el que abarca todo el tiempo y toda su infinitud es su duración, que ha tomado dicha denominación del hecho de «existir siempre», inmortal y divino. De allí es de donde dependen el existir y el vivir para las demás cosas, más claramente para unas, misteriosamente para otras.
Y en efecto, tal como se hace en nuestros textos ordinarios de filosofía acerca de los seres divinos, frecuentemente se proclama en los argumentos sobre el tema que la divinidad, entidad primera y suprema, ha de ser totalmente inmutable: y de que ello es así se da prueba con lo aquí expuesto. Pues ni existe otra realidad superior que la mueva pues esta otra sería entonces más divina, ni posee defecto alguno, ni carece de ninguna de las perfecciones propias de ella. Y, lógicamente, se mueve con movimiento incesante: pues todas las cosas cesan de moverse cuando llegan a su lugar propio, mientras que el lugar de donde parte el cuerpo circular es el mismo a donde va a parar.

10. Ingenerabilidad e incorruptibilidad del mundo

Una vez precisadas estas cuestiones, digamos si el mundo es generado o ingenerado y destructible o indestructible, revisando primero las opiniones de los demás: pues las demostraciones de las tesis contrarias son otras tantas dificultades para sus contrarias. Y, a la vez, las cosas que se van a decir serán más dignas de crédito para los que hayan escuchado previamente las alegaciones de los argumentos en disputa. En efecto, no nos estaría bien parecer que emitimos un veredicto contra un ausente: pues es preciso que los que se disponen a discernir adecuadamente la verdad actúen como árbitros, no como litigantes.
Así, pues, todos dicen que el universo ha sido engendrado, pero unos dicen que, una vez engendrado, es eterno, otros que corruptible, como cualquier otra de las cosas compuestas, otros dicen que es, alternativamente, de este modo y, al corromperse, de este otro, y que este proceso perdura siempre así, como Empédocles de Agrigento y Heráclito de Éfeso.
Pues bien, afirmar que, por un lado, ha sido engendrado y que, sin embargo, es eterno, pertenece a las cosas imposibles. Pues, lógicamente, sólo hay que sostener aquellas cosas que vemos darse en la mayoría o en la totalidad de los casos; con esto, en cambio, ocurre lo contrario: pues todas las cosas engendradas parecen ser también corruptibles.
Además, lo que no tiene un principio de su manera de ser, sino que es imposible que haya sido de otro modo a lo largo de toda su duración, es imposible también que cambie; pues en ese caso habría alguna causa del cambio y, si ésta se hubiera dado anteriormente, entonces habría sido posible que fuera de otra manera lo que no podía ser de otra manera.
Si el mundo estuviera compuesto de elementos previamente diferenciados y éstos se comportaran siempre de tal manera determinada y sin posibilidad de comportarse de otra, no habría sido engendrado; y si lo hubiera sido, está claro que aquellos elementos deberían necesariamente ser capaces de comportarse de otro modo y no siempre de tal manera determinada, de modo que, una vez constituidos, se disolverían y, una vez disueltos, se volverían a constituir como antes, y esto ocurriría o podría ocurrir así una infinidad de veces. Y si esto fuera así, el mundo no sería incorruptible, ni en el caso de que se comportara alguna vez de otro modo ni en el caso de que pudiera hacerlo. Y la ayuda que pretenden darse a sí mismos algunos de los que dicen que el mundo es incorruptible aun habiendo sido engendrado no es verdadera: pues dicen que, al igual que los que trazan figuras geométricas, también ellos han hablado de generación, no como si el mundo hubiera sido engendrado alguna vez, sino con fines didácticos, como si así se entendiera mejor, al igual que cuando uno contempla la construcción de una figura geométrica. Pero, como decimos, esto no es lo mismo: pues en la construcción de figuras, suponiendo que todos sus elementos se den a la vez, resulta lo mismo, mientras que en las demostraciones de éstos no resulta lo mismo, sino algo imposible; pues las cosas supuestas al principio y las supuestas al final son contrarias: dicen, en efecto, que de cosas desordenadas se han originado otras ordenadas, pero es imposible que algo sea a la vez ordenado y desordenado, sino que necesariamente habrá una generación y un tiempo que separe ambos estados; en las figuras geométricas, en cambio, nada está separado por el tiempo. Así, pues, queda de manifiesto que es imposible que este mundo sea eterno y, a la vez, se haya generado.
En cuanto a la teoría de que se constituye y se disuelve alternativamente, es no hacer otra cosa sino afirmar que es eterno, pero que cambia de forma, como si uno creyera que un niño que se convierte en adulto y un adulto que se convierte en niño unas veces se destruye y otras existe: pues está claro que, cuando los elementos se unen entre sí, no se produce una ordenación y composición cualquiera, sino siempre la misma, especialmente según los que han expuesto este razonamiento, quienes ponen la contrariedad como causa de cada una de las disposiciones. De modo que, si la totalidad de lo corpóreo, siendo continua, adopta unas veces tal disposición y ordenación y otras veces tal otra, y si la composición de la totalidad es el mundo y el cielo, entonces no se generará ni se destruirá el mundo, sino sus diversas disposiciones.
En cuanto a que lo engendrado de manera absoluta se destruya y no se recupere ya más, es imposible, suponiendo que sea uno: pues antes de generarse existiría desde siempre su composición, la cual, al no haber sido engendrada, decimos que no puede cambiar; en cambio, suponiendo que existan infinitos mundos, es más plausible.
De lo que sigue, no obstante, se desprenderá con claridad si esto es imposible o posible: pues hay algunos a quienes parece admisible que algo que sea ingenerado se destruya y que algo generado perdure sin destruirse nunca, como se dice en el Timeo; allí, en efecto, dice el autor que el cielo ha sido engendrado y que, sin embargo, existirá durante todo el tiempo por venir. Contra ésos, pues, se ha argumentado desde un punto de vista físico tratando sólo acerca del cielo, pero si examinamos la cosa en general ocupándonos de la totalidad, también así nos resultará evidente su refutación.

11. Ingenerado-generado, corruptible-incorruptible

Se llama ingenerado a algo, de un primer modo, cuando existe actualmente lo que no ha existido antes, sin generación ni cambio, tal como algunos definen el estar en contacto y el moverse: pues dicen que no hay generación cuando una cosa se toca con otra ni cuando se mueve. De un segundo modo, si algo que puede generarse o haberse generado no existe de hecho: pues también esto se llama ingenerado, porque puede generarse. De otro modo, aún, si es absolutamente imposible que algo se genere, de modo que en un cierto momento exista y en otro no. Lo imposible, por su parte, se define de dos maneras. O bien porque no es verdad si uno dice que algo se generará, o bien porque no se genera con facilidad, rapidez ni perfección.
Del mismo modo también se habla de lo generable, en un sentido, cuando no existiendo previamente llega luego a existir y, bien generándose, bien sin generación, no existe en un cierto momento y luego, en cambio, existe. En otro sentido, si una cosa es posible, definiéndose lo posible bien en el sentido de poder llegar a ser verdaderamente, bien fácilmente. Y en otro sentido, si la generación de la cosa va de lo inexistente a lo existente, bien existiendo realmente la cosa, merced a su generación, bien no existiendo todavía, pero siendo capaz de ello.
De igual manera definiremos lo corruptible y lo incorruptible; en efecto, si una cosa previamente existente ya no existe o puede no existir, decimos que es corruptible, tanto si se destruye y cambia alguna vez como si no. También ocurre a veces que decimos que es corruptible lo que, a causa de la corrupción, puede no existir, y en otro sentido aún lo que fácilmente se destruye, a lo que podría llamarse lábil.
Hay que distinguir, primeramente, en qué sentido llamamos a algo ingenerado o generado, corruptible o incorruptible: pues al decirse de muchas maneras, aunque en nada difieren por lo que respecta al razonamiento, necesariamente permanecerá el pensamiento en la indefinición si uno utiliza como algo indistinto lo que admite múltiples distinciones: pues no queda claro entonces con arreglo a qué manera de ser se da lo enunciado.
Y el mismo razonamiento acerca de lo incorruptible. En efecto, es incorruptible lo que, sin corrupción, unas veces existe y otras no, como, por ejemplo, los contactos, ya que, existiendo previamente, luego, sin corromperse, no existen. O bien lo que existe y es imposible que no exista, o también lo que, existiendo actualmente, dejará alguna vez de existir: tú, en efecto, existes ahora, así como el contacto; y, sin embargo, se trata aquí de cosas corruptibles, ya que habrá un momento en que no será verdad decir que existes, ni que estas cosas se tocan. Pero lo incorruptible en sentido más propio es lo que existe y que es imposible que se destruya de manera tal que, existiendo ahora, más adelante no exista o pueda no existir. O bien lo que aún no se ha destruido pero puede dejar de existir más tarde. Llámase también incorruptible a lo que no se destruye fácilmente.
Si esto es así, hay que investigar cómo definimos lo posible y lo imposible: pues lo incorruptible por antonomasia se llama así por no poder destruirse ni existir unas veces y otras no; se llama asimismo ingenerable lo que es imposible o que no puede generarse de manera tal que primero no exista y luego sí, v. g.: la diagonal conmensurable.
Y si una cosa puede moverse cien estadios o un peso levantarse, siempre lo decimos refiriéndolo al máximo, v.g.: levantar cien talentos o recorrer cien estadios aunque, si se puede hacer lo máximo, también se pueden realizar las partes contenidas en él, pues al parecer hay que definir la potencia en relación con el fin y el máximo. Necesariamente, pues, lo que puede tal cantidad superior podrá también las partes en ella contenidas, v.g.: si puede levantar cien talentos, también podrá levantar dos, y si puede recorrer cien estadios, también podrá recorrer dos. La potencia, en efecto, es potencia de lo máximo; y si alguna de las cosas mencionadas es imposible en tal cantidad máxima, también será imposible para cantidades mayores, v.g.: el que no pueda recorrer mil estadios está claro que tampoco podrá recorrer mil uno.
Pero no nos inquietemos: defínase, en efecto, respecto al máximo realizable el límite enunciado como posible en sentido propio. Pues quizá podría alguien objetar que lo enunciado no es necesario: en efecto, el que ve un estadio no por ello verá las distancias en él contenidas, sino más bien al contrario, el que pueda ver un punto u oír un pequeño ruido tendrá también la percepción de las magnitudes mayores. Pero no hay diferencia alguna por lo que respecta a nuestro argumento: pues hay que distinguir el máximo en cuanto a la potencia y en cuanto a la cosa. En efecto, lo que decimos está claro: pues es superior la vista de lo menor, la velocidad, en cambio, de lo mayor.

12. El universo, ingenerable e incorruptible

Una vez hechas estas distinciones, hay que exponer lo que viene a continuación. Si hay cosas que pueden existir o no existir, es necesario que esté determinado un tiempo máximo para su existencia y su inexistencia; quiero decir un tiempo durante el cual es posible que la cosa exista y un tiempo durante el cual es posible que la cosa no exista con arreglo a cualquier forma de predicación v.g.: hombre, o blanco, o de tres codos, u otra cualquiera de las cosas de este tipo. En efecto, si no hubiera una determinada duración, sino que ésta siempre fuera mayor que la previamente establecida, y no hubiera una duración a la que fuera inferior, entonces sería posible que la cosa existiera durante un tiempo infinito y no existiera durante otro tiempo infinito: pero eso es imposible.
Partamos del siguiente principio: «imposible» y «falso» no significan lo mismo. Por otra parte, existen lo imposible, lo posible, lo falso y lo verdadero por hipótesis quiero decir, por ejemplo, que, si ello así se establece, será imposible que el triángulo tenga dos rectos y la diagonal será conmensurable. Pero existen también cosas posibles, imposibles, falsas y verdaderas sin más. No es, pues, lo mismo que una cosa sea falsa sin más y que sea imposible sin más. En efecto, decir que tú estás de pie cuando no lo estás es falso, pero no imposible. Igualmente, decir que el citarista canta cuando en realidad no está cantando es falso, pero no imposible. En cambio, estar a la vez de pie y sentado, o que la diagonal sea conmensurable, no sólo es falso, sino también imposible. No es, pues, lo mismo suponer algo falso que suponer algo imposible. Por otro lado, de lo imposible se desprende lo imposible.
Así, pues, una misma persona tiene a la vez la potencia de estar sentada y la de estar de pie, porque cuando tiene aquélla también tiene la otra; pero no de manera que esté a la vez sentada y de pie, sino en tiempos distintos. Ahora bien, si algo tiene durante un tiempo infinito la potencia de varias cosas, eso ya no tiene lugar en tiempos distintos, sino simultáneamente.
De modo que, si algo que existe durante un tiempo infinito es corruptible, tendrá la potencia de no existir. Y por ser durante un tiempo infinito, supóngase realizado lo que puede llegar a ser. En consecuencia, existirá y no existirá simultáneamente en acto. Se concluirá, pues, en una falsedad, dado que se ha establecido algo falso. Pero si no fuera algo imposible, tampoco la conclusión sería imposible. Por consiguiente, todo lo que existe siempre es incorruptible sin más.
Igualmente es ingenerable: pues si fuera generable, sería posible que durante algún tiempo no existiera. En efecto, es corruptible lo que, habiendo existido previamente, ahora no existe o puede que luego, en algún momento, no exista; generable, lo que puede no haber existido previamente. Pero no hay ningún tiempo en que sea posible que lo que existe siempre no exista, ni tiempo infinito ni limitado: en efecto, si realmente existe durante un tiempo infinito, también puede existir durante un tiempo limitado. No cabe, por tanto, que una misma cosa pueda existir siempre y no existir nunca. Pero tampoco cabe la negación, quiero decir, por ejemplo: no existir siempre. Es imposible, por tanto, que algo exista siempre y sea corruptible. Tampoco es posible, asimismo, que sea generable: pues de dos términos, si es imposible que el posterior se dé sin el anterior, y es imposible que se dé éste, también es imposible que se dé el posterior. De modo que, si no cabe que lo que siempre existe no exista en algún momento, es imposible también que sea generable.
Puesto que la negación de «lo que siempre puede existir» es «lo que no siempre puede existir» y «lo que siempre puede no existir» es su contrario, cuya negación es «lo que no siempre puede no existir», necesariamente las negaciones de ambos términos se darán en la misma cosa, y lo intermedio entre lo que siempre existe y lo que siempre carece de existencia es lo que puede existir y no existir: pues la negación de cada uno de los términos se dará en algún momento en la cosa, si no siempre existe. De modo que, si «lo no siempre no existente» existirá en algún momento y en algún momento no, está claro que lo mismo ocurrirá con «lo que no siempre puede existir pero que alguna vez existe», de modo que también podrá no existir. La misma cosa, por tanto, podrá existir y no existir, y esto es lo intermedio entre ambos términos.
El argumento, en forma universal, sería como sigue. Supóngase, en efecto, que A y B no pueden nunca darse en la misma cosa, y que en cada cosa se dan A o C y B o D. Entonces se darán necesariamente C y D en todo aquello en lo que no se den ni A ni B. Sea entonces E el intermedio entre A y B: pues lo que no es ninguno de los dos contrarios es su intermedio. En éste, entonces, se darán necesariamente tanto C como D. En efecto, A o C se dan en cada cosa y, por tanto, también en E; de manera que, puesto que es imposible que se dé A, se dará C. El mismo razonamiento vale para D.
Así, pues, ni lo que siempre existe ni lo que siempre carece de existencia será generable ni corruptible. Y está claro que, si es generable o corruptible, no será eterno. Pues en tal caso sería a la vez algo que siempre puede existir y algo que no siempre puede existir: y se ha mostrado antes que eso es imposible.
Y si una cosa es ingenerable y existe, ¿será necesariamente eterna, tanto en ese caso como en el de que sea incorruptible y exista? Me refiero a lo ingenerable e incorruptible en sentido propio, a saber: ingenerable, lo que existe ahora sin que anteriormente fuera verdad decir que no existía; incorruptible, lo que existe ahora sin que posteriormente vaya a ser verdad decir que no existe.
O bien, si estas cosas se implican mutuamente y lo ingenerable es incorruptible y lo incorruptible generable, lo eterno acompañará necesariamente a cada uno de ellos y, tanto si una cosa es ingenerable como si es incorruptible, será eterna. Esto resulta evidente incluso a partir de sus definiciones: en efecto, si una cosa es corruptible, necesariamente será generable. Pues, o bien será ingenerable, o bien generable; ahora bien, se ha dado por supuesto que, si es ingenerable, es incorruptible. Y si es generable, necesariamente será corruptible: pues, o bien será corruptible, o bien incorruptible; pero se ha supuesto que, si era incorruptible, era ingenerable. Ahora bien, si lo incorruptible y lo ingenerable no se implican mutuamente, no habrá ninguna necesidad de que lo ingenerable ni lo incorruptible sean eternos.
Que necesariamente se implican resulta manifiesto a partir de las consideraciones siguientes. En efecto, lo generable y lo corruptible se implican mutuamente. Esto se desprende claramente de lo anterior: pues entre lo siempre existente y lo siempre inexistente está aquello que no implica ninguna de esas dos cosas, y esto es lo generable y corruptible. En efecto, cada uno de ellos puede existir y no existir durante un tiempo determinado: quiero decir que cada uno existiría durante un cierto tiempo y, durante otro cierto tiempo, no existiría.
Si una cosa, pues, es generable o corruptible, necesariamente será intermedia. Sea, en efecto, A, lo siempre existente, B, lo siempre inexistente, C, lo generable, y D, lo corruptible. Entonces necesariamente será C intermedio entre A y B. Respecto a éstos, en efecto, no hay tiempo alguno, en ninguno de los dos sentidos, en que A no exista o B exista; para lo generable, por otro lado, es necesario existir en acto o en potencia, mientras que para A y B, ninguna de ambas cosas. Por tanto, C existirá durante un cierto tiempo limitado, y durante otro tiempo limitado no existirá. Igualmente por lo que respecta a D. Luego lo uno y lo otro serán corruptibles y generables. Luego lo generable y lo corruptible se implican mutuamente.
Sea, entonces, E lo ingenerable, F, lo generable, G, lo incorruptible, y H, lo corruptible. Pues bien, se ha mostrado ya que F y H se implican mutuamente. Siempre que se hallen relacionados igual que aquí, a saber, que F y H se impliquen mutuamente, que E y F no se den nunca en la misma cosa, pero que en cada cosa se dé uno de los dos, e igualmente G y H, entonces, necesariamente, E y G se implicarán el uno al otro. Supóngase, en efecto, que de G no se sigue E. En tal caso se seguirá F: pues en cada cosa se ha de dar E o F. Ahora bien, allá donde se dé F, también se dará H. Luego, H se seguirá de G. Pero se supuso que eso era imposible. Idéntico razonamiento con G respecto a E. Ahora bien, lo ingenerable, representado por E, se relaciona con lo generable, representado por F, igual que lo incorruptible, representado por G, con lo corruptible, representado por H.
Pero decir que nada impide que una cosa generada sea incorruptible y que un existente ingenerable se corrompa, dándose en aquélla la generación y, en éste, la corrupción una sola vez, equivale a eliminar algo de lo previamente concedido. Pues todas las cosas pueden hacer o padecer, ser o no ser durante un tiempo infinito, o durante un período de tiempo determinado... y también excluye el tiempo infinito, porque en su teoría el infinito, mayor que el cual nada existe, está en cierto modo limitado. Lo infinito en un solo sentido, pues, no es ni infinito ni limitado.
Además, ¿por qué el universo se había de destruir precisamente en este punto habiendo existido siempre antes, o se había de generar después de no existir durante un tiempo infinito? En efecto, si no hay mayor motivo ahora que antes y los instantes son infinitos, está claro que existirá durante un tiempo infinito algo generable y corruptible. Puede ser, por tanto, que durante un tiempo infinito no exista: pues tendrá a la vez la potencia de no existir y la de existir, lo primero por ser corruptible, lo último por ser generable. De modo que, si damos por sentado que se realiza lo que puede realizarse, se darán simultáneamente los opuestos.
Además, esto ocurrirá igualmente en cada instante, de modo que el universo tendrá durante un tiempo ilimitado la capacidad de no existir y de existir. Pero se ha demostrado ya que esto es imposible.
Además, si la potencia se da antes que la efectividad se dará durante todo el tiempo, también durante aquel en que el universo estaba sin engendrar y no existía, pero podía generarse. No existía, pues, y al mismo tiempo tenía la capacidad de existir, y de existir entonces o más tarde: durante un tiempo infinito, por consiguiente.
También de otro modo resulta manifiesto que es imposible que lo que puede corromperse no se corrompa alguna vez, En efecto, será a la vez corruptible e incorruptible en acto, de modo que será posible a la vez que exista siempre y no siempre; luego en algún momento se corrompe lo corruptible. Y si es generable, en algún momento se ha generado: pues tenía la posibilidad de haberse generado y, por tanto, de no existir siempre.
Pero también del modo siguiente cabe ver cómo es imposible que lo que en un cierto momento ha sido engendrado subsista como algo indestructible, o que lo que es ingenerable y siempre ha existido anteriormente se destruya. En efecto, ningún producto del azar puede ser incorruptible ni ingenerable. Pues lo azaroso y lo debido a la suerte queda al margen de lo que es o llega a ser siempre o la mayoría de las veces; en cambio, lo que se da durante un tiempo infinito, sin más o a partir de un cierto punto, existe siempre o la mayoría de las veces.
Por naturaleza, pues, es necesario que las cosas de esa clase tan pronto existan como no. La potencia de éstas es la misma que la de su contradicción, y la materia es la causa de que existan o no.
De modo que necesariamente los opuestos existirán a la vez en acto. Pero no es en absoluto verdad decir ahora que algo existe el año pasado, ni decir el año pasado que algo existe ahora. Luego es imposible que lo que en un momento dado no existe sea después eterno: pues después tendrá también la potencia de no existir, aunque no la de no existir en el momento preciso en que existe pues entonces existe en acto, sino el año anterior, en el pasado. Supóngase, pues, que existe en acto aquello de lo que tiene la potencia: entonces será verdad decir ahora que la cosa no existe el año pasado. Pero eso es imposible: pues no hay ninguna potencia de haber llegado a ser, sino de existir actualmente o en el futuro. De igual manera si lo que previamente es eterno posteriormente no va a existir: pues tendrá la potencia de aquello que no existe en acto. De modo que, si suponemos realizado lo posible, será verdad decir ahora que tal cosa existe el año anterior y, de manera general, en el pasado.
Y para quienes estudian la cosa desde el punto de vista natural y no universal es imposible que lo que existe previamente como eterno se destruya después, o que lo que previamente no existe llegue después a ser eterno. Pues todas las cosas corruptibles y generables son también alterables; ahora bien, se alteran por efecto de los contrarios y de aquello de lo que constan los seres naturales y, por efecto de estos mismos, se corrompen.