"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

Manifiesto por la Tierra



Preámbulo

Muchos movimientos artísticos y filosóficos han producido manifiestos proclamando verdades que, para sus autores, eran tan ostensibles como sus manos de cinco dedos. Este manifiesto también afirma verdades evidentes por sí mismas, tan obvias para nosotros como el maravilloso entorno de cinco componentes --tierra, aire, agua, fuego/luz-solar y organismos-- en el cual vivimos, nos movemos y desarrollamos nuestra existencia. El manifiesto está centrado en la Tierra, desplaza los valores de referencia de la humanidad hacia la ecósfera circundante, esa red de estructuras y procesos orgánicos, inorgánicos y simbióticos que constituye nuestro planeta.

La ecósfera es la matriz originaria de vida que envuelve a todos los seres, entrelazada íntimamente con ellos en la historia de la evolución desde el comienzo del tiempo. Los seres vivos están constituidos por aire, agua y sedimentos que, a su vez, son portadores de huellas orgánicas. La composición del agua de mar es regulada por organismos que también estabilizan la impredecible atmósfera. Plantas y animales generaron las rocas calcáreas de las montañas cuyos sedimentos forman nuestros huesos. Las falsas divisiones que hemos establecido entre viviente y no-viviente, biótico y abiótico, orgánico e inorgánico, han puesto en riesgo la estabilidad y el potencial evolutivo de la ecósfera.

El experimento desarrollado por la humanidad durante 10.000 años consistente en un modo de vida a expensas de la naturaleza, con su culminación en la globalización económica, está desfalleciendo. Una de las razones primarias de este hecho es haber colocado la importancia de nuestra especie por encima de todo lo demás. Hemos considerado erróneamente a la Tierra, sus ecosistemas y su miríada de componentes orgánicos e inorgánicos como simples proveedores, valorizados solamente cuando sirven a nuestras necesidades y deseos. Es urgente un cambio valiente de actitudes y actividades. Los diagnósticos y prescripciones para sanar la relación entre los seres humanos y la Tierra se cuentan por miles, pero aquí nos concentramos en la idea que creemos fundamental para el éxito de todas las demás. Una nueva visión del mundo anclada en la ecósfera planetaria señala el camino para avanzar.

Declaración de convicciones

Todos buscamos el significado de la vida o convicciones abarcadoras que adoptan diversas formas. Muchos confían en afirmaciones de fe que ignoran o descartan la importancia de este mundo, sin atribuir ningún sentido profundo al hecho de ser nacidos de la Tierra y sustentados por ella a lo largo de nuestras vidas. En la actual cultura industrial dominante, la Tierra como hogar no es una percepción evidente por sí misma. Pocos se detienen diariamente a considerar con un sentido de admiración la matriz envolvente de la cual provenimos y a la cual, al final, todos volvemos. Porque somos parte de la Tierra, las armonías de sus territorios, mares, cielos e incontables hermosos organismos poseen ricos significados aún escasamente comprendidos.

Estamos convencidos de que mientras la ecósfera no sea reconocida como el espacio común indispensable para todas las actividades humanas, las personas continuarán colocando sus intereses inmediatos en primer lugar. Sin una perspectiva ecocéntrica, con valores y propósitos basados en una realidad mucho mayor que la de nuestra sola especie, no será posible solucionar los actuales conflictos políticos, económicos y religiosos. Mientras el enfoque estrecho sobre las comunidades humanas no se amplíe hasta incluir los ecosistemas de la Tierra --los espacios locales y regionales en donde habitamos-- los programas de modos de vida sanos y sostenibles fracasarán.

Un apego confiado a la ecósfera, una empatía estética con la naturaleza circundante, un sentimiento sobrecogedor ante el milagro de la Tierra Viviente y sus misteriosas armonías son el patrimonio de la humanidad insuficientemente reconocido. Retomada con afecto, nuestra conexión con el mundo natural comenzará a llenar el vacío de las vidas transcurridas en el mundo industrializado. Y resurgirán importantes propósitos ecológicos que la civilización y la urbanización han oscurecido. El objetivo es la restauración de la diversidad y la belleza de la Tierra, con nuestra pródiga especie actuando, una vez más, como un miembro cooperativo, responsable y ético.

Principios centrales

Principio 1. Para la humanidad, la ecósfera es el valor central
Principio 2. La creatividad y la productividad de los ecosistemas de la Tierra dependen de su integridad
Principio 3. La historia natural confirma la visión global centrada en la Tierra
Principio 4. La ética ecocéntrica se funda en la conciencia del lugar que ocupamos en la naturaleza
Principio 5. Una visión ecocéntrica del mundo valoriza la diversidad de los ecosistemas y culturas
Principio 6. La ética ecocéntrica actúa en favor de la justicia social

Principios de acción

Principio 7. Defender y preservar el potencial creativo de la Tierra
Principio 8. Reducir el tamaño de la población humana
Principio 9. Reducir el consumo humano de las partes de la Tierra
Principio 10. Promover la gobernanza ecocéntrica
Principio 11. Difundir el mensaje

¿Por qué este manifiesto?

Este manifiesto está centrado en la Tierra. Es exactamente ecocéntrico, que significa centrado en el lugar que nos acoge, en lugar de biocéntrico, que significa centrado en los organismos. El propósito del mismo es extender y ahondar la comprensión de las personas sobre los valores primarios --de gestación y sostenibilidad de la vida-- del Planeta Tierra, la ecósfera. El manifiesto se compone de seis principios centrales que delinean los deberes de la humanidad con la Tierra y los ecosistemas geográficos abarcados por el planeta. Es ofrecido como una guía para el pensamiento ético, el comportamiento y las políticas sociales.

Durante el último siglo se han producido avances en las actitudes científicas, filosóficas y religiosas hacia los componentes no-humanos de la naturaleza. Celebramos los esfuerzos de aquellos cuya sensibilidad ante el proceso de deterioro de la Tierra los hizo volcarse hacia el exterior, hacia el reconocimiento de los valores de territorios, océanos, animales, plantas y otras criaturas. Aún así, la ausencia de una filosofía ecocéntrica común ha hecho que gran parte de esta buena voluntad se dispersara en un centenar de direcciones. Y ha sido neutralizada y tornada ineficaz por la única y muy arraigada creencia cultural --dada por garantida-- que asigna el valor principal al Homo sapiens y luego, en orden decreciente, a otros organismos según su relevancia con respecto al primero.

La percepción reciente de que la Tierra, la ecósfera, es un objeto de valor supremo ha surgido de estudios cosmológicos, la hipótesis Gaia, imágenes de la Tierra desde el espacio y, especialmente, de la comprensión ecológica. La realidad ecológica central para los seres vivos --en torno a 25 millones de especies-- es que todos son terrícolas. Ninguno podría existir sin el planeta Tierra. El misterio y el milagro llamado vida es inseparable de la historia de la evolución, la composición y los procesos de la Tierra. Por lo tanto, la prioridad ética se desplaza de la humanidad hacia la Tierra-hogar que la incluye. El manifiesto expone lo que, creemos, es un paso esencial hacia una relación sostenible entre los seres humanos y la Tierra.

Principios centrales


Principio 1. Para la humanidad, la ecósfera es el valor central

La ecósfera, el globo terráqueo, es la fuente generadora de la creatividad evolutiva. Los seres vivos surgieron de los ecosistemas orgánicos e inorgánicos del planeta: primero las células bacteriales y más adelante esas complejas confederaciones de células que son los seres humanos. Por consiguiente, los ecosistemas dinámicos, presentes en forma compleja e interrelacionada en todas las partes de la ecósfera, superan en valor e importancia a las especies que contienen.

La realidad y el valor de la existencia ecológica o exterior de cada persona han atraído escasa atención si se lo compara con el profuso pensamiento filosófico dedicado a la esencia interior de la humanidad, la concepción más reciente e individualista que aparta la atención de las necesidades ecológicas y descuida la importancia vital de la ecósfera. Extendida a la sociedad como una preocupación exclusiva por el bienestar de las personas, este homocentrismo (antropocentrismo) es la doctrina egoísta de una especie destructiva del mundo natural. El biocentrismo que extiende la simpatía y la comprensión hacia otros seres más allá de la raza humana constituye un avance ético, pero su alcance es limitado. No consigue apreciar la importancia de la realidad ecológica circundante como un todo. Si no se presta atención a la prioridad de la Tierra-como-marco, el biocentrismo retorna fácilmente hacia un homocentrismo chauvinista dentro del cual el ser humano es considerado habitualmente como el mejor y más sabio de todos los animales. Enfatizando la ecósfera como principal sistema originario de vida, en lugar de un mero soporte de ésta, el ecocentrismo proporciona el modelo al cual debe recurrir la humanidad para orientarse en el futuro.

Los seres humanos somos expresiones concientes de las fuerzas procreadoras de la ecósfera. Nuestra experiencia vital individual es inseparable del aire, el agua y la tierra calentados por el sol y del alimento que otros organismos proveen. Al igual que otros seres vivos nacidos de la Tierra, hemos sido "puestos a punto" a través de una larga evolución, con sus resonancias, sus ciclos rítmicos, sus estaciones. Lenguaje, pensamiento, intuiciones --todos provienen directa o metafóricamente de nuestra existencia física en la Tierra. Más allá de la experiencia de la conciencia, toda persona es poseedora de una inteligencia, una sabiduría innata del cuerpo que, sin recurrir al pensamiento conciente, se ajusta para participar como una parte simbiótica de los ecosistemas terrestres. La comprensión de la realidad ecológica según la cual las personas son terrícolas traslada el centro de valores de lo homocéntrico para lo ecocéntrico, del Homo sapiens al Planeta Tierra.

Principio 2. La creatividad y la productividad de los ecosistemas de la Tierra dependen de su integridad

"Integridad" se refiere a totalidad, a unidad, a la capacidad de funcionar en plenitud. El patrón está dado, en su estado inalterado, por los ecosistemas de la naturaleza que reciben la energía del sol. Por ejemplo, una parcela productiva de la plataforma continental marina o un bosque pluvial templado en el tiempo previo al afincamiento, cuando los seres humanos eran primariamente recolectores. Aunque tales épocas están fuera del recuerdo, sus ecosistemas (tanto como los podemos conocer) proporcionan hasta hoy los únicos modelos conocidos para la sostenibilidad en la agricultura, la forestación y la pesca. Los graves problemas del presente en cada una de estas tres actividades industrializadas muestran los efectos del deterioro de la integridad, en particular, la pérdida de productividad y de atractivo estético en paralelo con la alteración continua de las funciones vitales de los ecosistemas.

La creatividad evolutiva y la productividad sostenida de la Tierra y sus ecosistemas regionales requieren la continuidad de sus estructuras y procesos ecológicos clave. Esta integridad interna depende de la preservación de las comunidades junto con sus innumerables formas evolucionadas de cooperación e interdependencia. Y también de intrincadas cadenas de alimentación y flujos de energía, de suelos no erosionados y del ciclo de vida de materiales esenciales como el nitrógeno, el potasio y el fósforo. Además, la composición natural del aire, los sedimentos y el agua es parte integral de la salud de los procesos y funciones de la naturaleza. La contaminación de estos tres elementos, junto con la extracción y explotación de los constituyentes inorgánicos y orgánicos, debilita la integridad de los ecosistemas y las leyes de la ecósfera, fuente de la vida en evolución.

Principio 3. La historia natural confirma la visión global centrada en la Tierra

La historia natural es la historia de la Tierra. Cosmólogos y geólogos hablan de los comienzos de la Tierra hace más de cuatro mil millones de años, de la aparición de pequeñas criaturas marinas en los primeros sedimentos, el surgimiento desde el mar de animales terrestres, la era de los dinosaurios, la evolución con influencias mutuas de los insectos, plantas con flores y mamíferos, de los cuales, en tiempos geológicos recientes, provienen los primates y el género humano. Compartimos material genético y un ancestro común con todas las otras criaturas que son parte de los ecosistemas de la Tierra. Estos sólidos conocimientos sitúan, sin lugar a dudas, a la humanidad en su contexto. Las historias de la evolución de la Tierra a lo largo de las eras geológicas rastrean nuestra coevolución con miríadas de organismos acompañantes por medio del acuerdo, y no sólo a través de la competencia. Los hechos de la coexistencia orgánica revelan los importantes roles desempeñados por el mutualismo, la cooperación y la simbiosis dentro de la gran sinfonía de la Tierra.

Los mitos e historias culturales que conforman nuestras actitudes y valores explican de dónde venimos, quiénes somos y adónde iremos en el futuro. Estas historias han sido fantasiosamente homocéntricas y/o ultramundanas. En contraste, el relato basado en evidencias y en una observación externa de la historia natural de la humanidad --surgida del polvo de las estrellas, dotada de vitalidad y sustentada por los procesos naturales de la ecósfera-- es no sólo verosímil sino también mucho más maravillosa que los mitos tradicionales centrados en el ser humano. Situando a la humanidad en su contexto, como un componente orgánico del globo terráqueo, el relato ecocéntrico también revela un propósito funcional y una finalidad ética, a saber, el componente humano puesto al servicio de la totalidad mayor de la Tierra.

Principio 4. La ética ecocéntrica se funda en la conciencia del lugar que ocupamos en la naturaleza
La ética se ocupa de las actitudes y acciones desinteresadas que fluyen de los grandes valores, o sea, del sentido de lo que es verdaderamente importante. Una apreciación aguda de la Tierra tiene como consecuencia un comportamiento ético hacia ella. La reverencia hacia la Tierra surge fácilmente en las experiencias al aire libre de la niñez y en la edad adulta es impulsado por la vida junto a la naturaleza, de tal manera que las formas de la tierra y el agua, de las plantas y animales, se vuelven familiares como relaciones de vecindad. La visión ecológica del mundo y la ética que encuentra sus valores de primer orden en la ecósfera extraen su fortaleza de la vida en el mundo natural y seminatural, el medio ambiente rural más que el urbano. La conciencia del lugar que ocupamos en este mundo provoca la admiración, el sobrecogimiento y la decisión de restaurar, conservar y proteger las antiguas bellezas y formas naturales de la ecósfera que han pasado la prueba del tiempo a través de las eras geológicas.

El Planeta Tierra y sus diversos ecosistemas con sus elementos básicos --aire, tierra, agua y cuerpos orgánicos-- circundan y alimentan a cada persona y a cada comunidad, dándoles vida y tomando de vuelta el regalo cíclicamente. La conciencia de sí mismo como un ser ecológico, alimentado por el agua y otros organismos, y como un animal inmerso en el aire, viviendo en la interacción productiva caldeada por el sol donde se encuentran la atmósfera y la tierra, trae un sentido de conexión y reverencia por la abundancia y la vitalidad del sustento de la naturaleza.

Principio 5. Una visión ecocéntrica del mundo valoriza la diversidad de los ecosistemas y culturas
La mayor revelación de la perspectiva centrada en la Tierra es la variedad y riqueza sorprendentes de los ecosistemas y de sus partes orgánicas e inorgánicas. La superficie de la Tierra presenta una diversidad de ecosistemas árticos, templados y tropicales de notable belleza estética. Dentro de este mosaico global, las diferentes variedades de plantas, animales y seres humanos dependen de las combinaciones de relieves, suelos, aguas y climas locales que los acompañan. La diversidad de los organismos, la biodiversidad, depende así del mantenimiento de la diversidad de los ecosistemas, la ecodiversidad. La diversidad cultural --una forma de biodiversidad-- es el resultado histórico de la adaptación por los seres humanos de sus actividades, pensamientos y lenguaje a ecosistemas geográficos específicos. En consecuencia, cualquier degradación o destrucción de los ecosistemas es un peligro y una desgracia tanto biológica como cultural. Una visión global ecocéntrica valoriza la diversidad de la Tierra en todas sus formas, las no-humanas tanto como las humanas.

Cada cultura humana del pasado desarrolló un lenguaje único, enraizado estética y éticamente en las imágenes, sonidos, fragancias, sabores y sentimientos de la parte singular de la Tierra que le servía de hogar. Esta diversidad cultural basada en los ecosistemas era vital para impulsar formas de vida sustentable en diferentes partes de la Tierra. En la actualidad, los idiomas ecológicos de los pueblos aborígenes y la diversidad cultural que representan, están tan amenazados como las especies de los bosques tropicales y por los mismos motivos: el mundo está siendo homogeneizado, los ecosistemas están siendo simplificados, la diversidad está declinando, la variedad se está perdiendo. La ética ecocéntrica se contrapone a la globalización económica actual que ignora la sabiduría ecológica que se encuentra incorporada en diversas culturas y las destruye en aras de beneficios de corto plazo.

Principio 6. La ética ecocéntrica actúa en favor de la justicia social

Muchas de las injusticias de la sociedad humana se asocian a la desigualdad y, como tales, son apenas un subconjunto de las mayores injusticias e inequidades causadas por los seres humanos sobre los ecosistemas y especies de la Tierra. Con su amplio sentido de comunidad, el ecocentrismo enfatiza la importancia de la interactividad de todos los componentes de la Tierra, incluyendo muchos cuyas funciones están muy lejos de ser conocidas. Se reafirma así el valor intrínseco de todas las partes de los ecosistemas orgánicos e inorgánicos sin inhibir su uso cuidadoso. La norma es "Diversidad con Igualdad": una ley ecológica basada en el funcionamiento de la naturaleza que brinda una directriz ética para la sociedad humana.

Los ecologistas sociales critican con justicia la organización de jerarquías internas en las culturas que discrimina a los desposeídos, en especial a las mujeres y las niñas y niños pobres. El argumento de que el avance hacia formas de vida sustentable será imposible mientras el progreso cultural no desahogue las tensiones originadas por la injusticia social y la inequidad de género es correcto hasta cierto punto. Le falta tener en consideración que la rápida degradación en curso de los ecosistemas de la Tierra aumenta las tensiones entre los seres humanos y, al mismo tiempo, cancela en forma anticipada posibilidades tanto para una vida sustentable como para la eliminación de la pobreza. Los problemas de la injusticia social, aunque importantes, no pueden ser resueltos si no se detiene la hemorragia de los ecosistemas, poniendo fin a las filosofías y actividades homocéntricas.

Principios de acción

Principio 7. Defender y preservar el potencial creativo de la Tierra

Los poderes creadores de la ecósfera se manifiestan a través de sus ecosistemas geográficos resilientes. Por lo tanto, como primera prioridad, la filosofía ecocéntrica convoca con urgencia a la preservación y restauración de los ecosistemas naturales y sus especies componentes. Salvo las colisiones con cometas y asteroides que pudieran destruir el planeta, la creatividad evolutiva de la Tierra continuará por millones de años, obstaculizada sólo en aquellos lugares donde los seres humanos han destruido ecosistemas enteros mediante el exterminio de especies o el envenenamiento de los sedimentos, el agua y el aire. La extinción vil de partes de la ecósfera elimina para siempre hebras de la red orgánica, disminuyendo la belleza de la Tierra y el potencial para la emergencia futura de ecosistemas únicos con sus consiguientes organismos, posiblemente algunos de sensibilidad e inteligencia superiores a la humana.

"La primera ley del arreglo inteligente es salvar todas las partes " (Aldo Leopold - Sand County Almanac). Las acciones que destruyen la estabilidad y la salud de la ecósfera y sus ecosistemas necesitan ser identificadas y condenadas públicamente. Entre las actividades humanas más destructivas se encuentran el militarismo y sus gastos grotescos, la extracción de materiales tóxicos, la manufactura de venenos biológicos en todas sus formas, la agricultura industrial, la pesca y la forestación industriales. Si no son detenidas, este tipo de tecnologías letales, justificadas como necesarias para proteger a ciertas poblaciones humanas, para enriquecer intereses corporativos específicos y satisfacer antojos humanos más que necesidades, conducirán incluso a mayores desastres ecológicos y sociales.

Principio 8. Reducir el tamaño de la población humana

Una causa primaria de la destrucción de los ecosistemas y la extinción de las especies es la pródiga población humana, que excede largamente los niveles de sostenibilidad ecológica. La población humana total, situada ahora en 6.500 millones de personas, aumenta a un ritmo inexorable de 75 millones por año. Cada ser humano adicional es un "usuario" del medio ambiente en un planeta cuya capacidad de alimentar a todas sus criaturas está físicamente limitada. En todos los territorios, la presión demográfica continúa socavando la integridad y la capacidad de reproducción de los ecosistemas terrestres, fluviales y marinos. Nuestra monocultura humana está sobrecargando y destruyendo las culturas plurales de la naturaleza. En cada país es necesario disminuir el tamaño de la población humana mediante la reducción de la natalidad.

La ética ecocéntrica que valoriza la Tierra y sus evolucionados sistemas por encima de las especies condena la aceptación social de la fecundidad humana ilimitada. La actual necesidad de reducir la población es mayor en los países ricos donde el uso per cápita de energía y materiales de la Tierra es mayor. Un objetivo razonable es volver a los niveles de población anteriores al uso generalizado de los combustibles fósiles, o sea, mil millones de personas o menos. Esto se logrará ya sea por medio de políticas inteligentes o, inevitablemente, por plagas, hambrunas y guerras.

Principio 9. Reducir el consumo humano de las partes de la Tierra

La principal amenaza a la diversidad, la belleza y la estabilidad de la ecósfera es la apropiación ininterrumpida de los bienes del planeta para uso humano exclusivo. Tal apropiación y uso abusivo, justificado a menudo por el crecimiento excesivo de la población, constituye un saqueo de los medios de vida de otros organismos. La visión homocéntrica egoísta según la cual los seres humanos tienen derechos exclusivos sobre todos los componentes de los ecosistemas --aire, tierra, agua, organismos-- es inmoral. A diferencia de las plantas, los humanos somos heterótrofos (que se nutren de otros seres) y debemos matar para alimentarnos, vestirnos y resguardarnos, pero esto no significa poseer licencia para el saqueo y el exterminio. El consumo acelerado de componentes vitales de la Tierra es una receta segura para la destrucción de la biodiversidad y la ecodiversidad. Las naciones ricas pertrechadas con tecnologías poderosas son las principales responsables de este proceso y, por tanto, las más calificadas para reducir el consumo y compartir los bienes con aquellos cuyos estándares de vida son más bajos, pero ninguna nación está libre de culpa.

La ideología mercantil del crecimiento ilimitado debe ser abandonada, junto con las perversas políticas industriales y económicas que la usan de fundamento. La tesis sobre 'Los límites del Crecimiento' es sabia. Un paso razonable hacia el fin de la expansión económica expoliadora es el fin de los subsidios públicos a las industrias que contaminan el aire, la tierra o el aire y/o que destruyen organismos y suelos. Una filosofía de la simbiosis, del vivir satisfechos como miembros de las comunidades de la Tierra, asegurará la restauración de los ecosistemas productivos. Las líneas directrices de las economías sostenibles son cualitativas y no cuantitativas. "Conserva la salud, la belleza y la estabilidad de la tierra, el agua y el aire, y la productividad se cuidará sola" (E.F. Schumacher - Lo pequeño es hermoso).

Principio 10. Promover la gobernanza ecocéntrica

Las concepciones homocéntricas de gobernanza que estimulan la sobreexplotación y la destrucción de los ecosistemas de la Tierra deben ser sustituidas por aquellas que sean favorables para la sobrevivencia e integridad de la ecósfera y sus componentes. Es necesario que los defensores de las estructuras y funciones vitales de la ecósfera se conviertan en miembros influyentes de los órganos de gobierno. Estos "ecopolíticos", conocedores de los procesos de la Tierra y de la ecología humana, darán voz a los sin voz. En los actuales centros de poder, '¿quién habla por los lobos?' y '¿quién habla en nombre de los bosque pluviales templados?' Estas cuestiones tienen un significado más que metafórico: revelan la necesidad de salvaguardar legalmente a los diversos componentes no-humanos de la ecósfera.

Es necesario promulgar un cuerpo de leyes ambientales que confiera valor legal a las estructuras y funciones vitales de la ecósfera. En los órganos de gobierno de cada país deben ser elegidas o designadas personas ecológicamente responsables, procuradores o representantes que actuarán oportunamente como defensores de los ecosistemas y sus procesos fundamentales cuando éstos se vean amenazados. Los problemas se decidirán sobre la base de preservar la integridad de los ecosistemas, en lugar de las ganancias económicas. Con el correr del tiempo, como consecuencia de la filosofía ecocéntrica, surgirán nuevos marcos legales, de políticas y de administración para sostener y guiar los métodos ecocéntricos de gobierno. La implementación a largo plazo será necesariamente lenta y paso a paso, a medida que las personas vayan probando las formas prácticas de representar y asegurar la salud esencial de los componentes no-humanos de la Tierra y sus ecosistemas.

Algunos antecedentes históricos

Este manifiesto ofrece un marco unificador para el pensamiento ético-ambiental precedente que, aunque mayormente biocéntrico, posee tendencias ecocéntricas. Veamos tres ejemplos:

a) La Plataforma de la Ecología Profunda (Deep Ecology Platform) elaborada en 1984 (levemente revisada en 2000) por Arne Naess y George Sessions. Si bien sus cuatro primeros principios indican una postura más biocéntrica que ecocéntrica, el Movimiento de la Ecología Profunda ha sido un abanderado de la creatividad de la naturaleza y de los que consideran que los organismos y ecosistemas naturales son de una importancia mucho mayor que la de simples proveedores de recursos para la humanidad.

b) La Carta Mundial de la Naturaleza aprobada por las Naciones Unidas en 1982. Aunque comienza bien, señalando que la vida depende del funcionamiento ininterrumpido de los sistemas naturales, luego enfatiza su utilidad para la humanidad como razón principal para cuidar de la Tierra.

c) La Carta de la Tierra , es un alegato ambiental digno de elogio. Los primeros dos principios - "Respeto y cuidado de la comunidad de vida" e "Integridad ecológica" - están loablemente puestos por delante de objetivos humanistas explícitos. Asocia el mantenimiento de la biodiversidad y la recuperación de las especies en peligro de extinción, a la protección de la Tierra y sus ecosistemas. En este manifiesto, ponemos el énfasis en los valores primarios de la Tierra por encima de todo.

Principio 11. Difundir el mensaje

Los que estén de acuerdo con los principios precedentes tienen el deber de difundir el mensaje a través de la educación y el liderazgo. La tarea urgente inicial es hacer tomar conciencia a las personas sobre su dependencia de los ecosistemas de la Tierra, así como sobre sus lazos con otras especies. Viene después un cambio hacia afuera, del homocentrismo al ecocentrismo, ofreciendo una norma ética exterior para la empresa humana. Un cambio de este orden debe indicar qué hacer para perpetuar el potencial evolutivo de esta hermosa ecósfera. Y debe revelar la necesidad de participar en las actividades de la sabia comunidad terrícola, en donde cada uno desempeña un rol personal en el sostenimiento de la maravillosa realidad circundante.

Este manifiesto ecocéntrico no es antihumano, aunque sí rechaza el homocentrismo chauvinista. La búsqueda de valores permanentes --una cultura de contemporización y simbiosis con este planeta viviente solitario-- propicia una perspectiva unificadora. La visión opuesta, mirando hacia el interior sin comprender el exterior, es tan peligrosa como lo son, claramente, las ideologías, religiones y sectas humanistas beligerantes. La difusión del mensaje ecológico, poniendo el énfasis en la realidad exterior compartida por la humanidad, abre un nuevo y promisorio camino hacia el entendimiento internacional, la cooperación, la estabilidad y la paz.

El argumento del diseño y el principio antrópico




Todos somos naturalmente como el loco de Atenas, quien imaginaba que eran suyos todos los barcos que entraban en el puerto del Pireo. Nuestra locura no es menos extravagante. Creemos que todas las cosas en la naturaleza están diseñadas para nuestro uso, y todos, salvo los filósofos, nos preguntamos qué propósito hay en esta prodigiosa compañía de estrellas fijas, cuando un número mucho menor nos haría el mismo servicio. Ellos responden fríamente que fueron hechas para agradar a nuestra vista{

Bernard de Fontenelle 1686
Una pluralidad de mundos [1]

El viejo argumento del diseño

Cuando uno contempla cualquiera de las formas de vida que inundan la biosfera terrestre no puede más que sentir admiración. Habitualmente, todo ese derroche de imaginación de la naturaleza nos hace preguntar cómo esa complejidad ha llegado a ser. Vemos diseño en las estructuras orgánicas y finalidad en sus funciones, e incrédulos ante la capacidad de organización de las leyes de la física y la química atribuimos todo el mérito a la voluntad creadora del Gran Diseñador.

El argumento del diseño ha sido utilizado, junto a los argumentos ontológico y cosmológico [2], como prueba de la inevitable existencia de un Creador del Universo. El teólogo del siglo XVIII William Paley lo exponía de la siguiente manera, en un pasaje bien conocido que daba comienzo a su Teología Natural o pruebas de existencia y atributos de la divinidad recogidas a partir de los aspectos de la naturaleza de 1803:

Supongamos que, al cruzar un zarzal, mi pie tropieza con una piedra, y se me pregunta cómo esa piedra ha llegado hasta allí; probablemente podría contestar que, por lo que yo sabía, había estado allí desde siempre: quizás tampoco sería fácil demostrar lo absurdo de esta respuesta. Pero supongamos que hubiese encontrado un reloj en el suelo, y se me preguntase qué había sucedido para que el reloj estuviese en aquel sitio; yo no podría dar la misma respuesta que antes, de que, por lo que yo sabía, el reloj podía haber estado allí desde siempre. [Su precisión y la complejidad de su diseño nos forzaría a concluir] que el reloj debió de tener un fabricante: que debió de existir en algún momento, y en algún lugar, un artífice o artífices, que lo construyeran con una finalidad cuya respuesta encontramos en la actualidad; que concibió su construcción, y diseñó su utilización. [Nadie podría contrariar razonablemente esta conclusión, ya que] cada indicación de una idea, cada manifestación de diseño que existe en el reloj, existe en las obras de la naturaleza; con la diferencia, por parte de éstas, de ser tan excelsas o más, y en un grado que supera todo cálculo [3].

David Hume, en Dialogues Concerning Natural Religion publicado en 1759, hizo una crítica demoledora a la lógica de la utilización del aparente diseño de la naturaleza como prueba positiva de la existencia de Dios. El libro se desarrolla como un diálogo entre Philo, el escéptico que argumenta por Hume, y Cleanthes, representante de la Teología Natural, con la aparición esporádica de un defensor de la fe; Demea. Cleanthes pone el argumento del diseño en función de las siguientes dos premisas y su conclusión:

Premisa 1: Objetos como relojes, casas o barcos exhiben cierto tipo de orden (adaptación de los medios en función de los fines) y son construidos por un diseñador inteligente.
Premisa 2: El universo también exhibe algún tipo de orden
Conclusión: Por tanto, el universo fue construido con un diseño inteligente.

Philo expone una serie de objeciones que podemos resumir básicamente como sigue:

1. El argumento del diseño es sólo una analogía, y una analogía puede ser una guía adecuada para formular una hipótesis pero no es un criterio válido de prueba o verificación. Pero aún considerado como simple analogía, el argumento del diseño es una analogía débil puesto que no aporta similitudes contrastables entre el universo y una casa, un reloj o un barco.

2. Utilizando el mismo tipo de analogía, y a falta de más datos, podríamos llegar a casi cualquier conclusión, diferente de la del teísmo clásico, sobre el origen del universo.

A pesar de que esta podría ser la última palabra desde el punto de vista del estatus lógico del argumento del diseño, Richard Dawkins señala acertadamente en El relojero ciego [3]que, "esta posición [el ateísmo] puede ser lógicamente sensata, pero puede dejar una honda insatisfacción" puesto que tenemos algo importante que explicar: La complejidad del diseño biológico. La aparición de El origen de las especies en 1859 proporcionó esa explicación que hizo posible al ateo ser completo, intelectualmente hablando.

El nuevo argumento del diseño y el principio antrópico

Expulsado de la tierra firme de la biología, el argumento del diseño buscó refugio en las arenas movedizas de la cosmología. La base de la nueva argumentación se fue gestando a lo largo del siglo XX desde dentro de la propia física y de la cosmología principalmente como charlas de cafetería de los físicos y astrónomos que poco a poco se irían reflejando en las publicaciones.

En 1919, Hermann Weyl señalaba que la relación entre la fuerza electromagnética y la fuerza gravitatoria entre dos electrones era un número enorme del orden de 1039. Sir Arthur Eddington comentaba al respecto en 1923: "Es difícil dar cuenta de la aparición de un número adimensional de una magnitud tan diferente de la unidad en el esquema de las cosas; pero esta dificultad podría ser eliminada si pudiéramos conectarlo con el número de partículas en el mundo un número presumiblemente fijado por puro accidente". Eddington estimó que este número de partículas del universo era del orden de 1079, curiosamente un número cercano al cuadrado del número de Weyl. Ningún físico tomó este juego de numerología demasiado en serio hasta que un hombre de la talla de Paul Dirac le prestó atención. En 1937, Dirac señalaba que la relación entre la vida de una estrella típica como el Sol y el tiempo que la luz tarda en atravesar un protón una posible elección de una unidad de tiempo característica de los procesos nucleares es del mismo orden de magnitud que el número de Weyl. Robert Dicke teórico de Princeton puso algo de luz en la misteriosa coincidencia cuando señaló en 1961 que ésta debería darse en un universo, como el nuestro, donde fuera posible la síntesis de elementos químicos pesados en los interiores estelares [4].

Según el modelo estándar del Big Bang que a pesar de lo que se pueda oír por ahí constituye un modelo bien contrastado observacionalmente [5] sólo los elementos ligeros hidrógeno, deuterio, litio y helio fueron creados en el universo primitivo. Se necesitarían algunos miles de millones de años para que se formaran las galaxias y las estrellas que éstas contienen, se fusionara el hidrógeno en los interiores estelares creándose elementos pesados, y finalmente éstos se esparcieran por el espacio impulsados por los estallidos de estrellas masivas moribundas en forma de supernovas. Una vez en el espacio, estos elementos se fueron acumulando lentamente hasta formar planetas. Algunos miles de millones de años adicionales y en alguno de estos planetas al menos en uno que sepamos terminaría por desarrollarse la vida.


Si la atracción gravitatoria no hubiese sido muchos órdenes de magnitud menor que la repulsión eléctrica, las estrellas hubieran colapsado mucho tiempo antes de que los procesos nucleares hubieran podido dar lugar a los elementos de la tabla periódica a partir del hidrógeno y el deuterio primigenios. La formación de la complejidad química que nos rodea parece requerir un universo de al menos algunos miles de millones de años de edad. Pero una edad avanzada no es todo lo que uno necesita. La síntesis de elementos pesados en las estrellas depende sensiblemente de las propiedades y de las abundancias relativas del deuterio y el helio generados en el universo temprano. El deuterio podría perfectamente no haber existido si la relación entre los valores de las masas del protón y del neutrón fuera ligeramente diferente. Las abundancias relativas de hidrógeno y helio también dependen fuertemente de este parámetro [6].

Podríamos seguir con esta especie de "lo que podría haber sido y no fue" cósmico pero no quiero alejarme demasiado de mi argumento principal, ni aburrir al lector. El físico y astrónomo creyente Hugh Ross [7] por ejemplo, enumera más de una veintena de parámetros que requieren un "ajuste fino" de su valor con objeto de que nuestro universo sea lo suficientemente "hospitalario" con la vida.

En los cincuenta, la gente empezó a hablar de lo que ahora se suele denominar Principio Antrópico Débil (PAD), definido por John Barrow y Frank Tipler [8] de la siguiente manera: Los valores observados de todas las cantidades físicas y cosmológicas no son igualmente probables, sino que toman valores restringidos por el requisito de que existan lugares donde pueda evolucionar la vida basada en el carbono y por el requisito de que el universo sea lo suficientemente viejo para que esta evolución ya haya ocurrido de hecho.

El PAD no ha impresionado en realidad a mucha gente, que lo han considerado como una pura tautología; Por ejemplo, Cayetano López, en su reciente libro Universo sin Fin [9] comenta al respecto:

Aunque Barrow y Tipler afirmen lo contrario, el Principio Antrópico en su forma débil no es más que una tautología o una constatación a posteriori de cosas que sabemos han sucedido; o aún más esquemáticamente, la simple afirmación de que el hombre existe[...] La descripción de algunas de las aplicaciones del PAD no hace sino elucidar su carácter tautológico y su desconexión con las hipótesis y procedimientos ordinarios en la investigación científica.

Sin embargo en 1953, el astrónomo británico Fred Hoyle [10] utilizó dicha línea argumentativa para predecir la existencia de un estado excitado del núcleo del átomo de carbono previamente desconocido. La polémica estaba servida: ¿podría tener el PAD alguna relevancia como explicación científica de ciertos aspectos o propiedades del universo?. Barrow y Tipler, en su libro The Anthropic Cosmological Principle, parecen responder afirmativamente, aunque, desde mi punto de vista, han sido generalmente mal interpretados. Ya en la propia introducción[11] dejan bien claro por qué el PAD no es una apreciación vacía de contenido:

Las características más básicas del Universo, incluidas propiedades como su forma, tamaño, edad y leyes de evolución, que deben ser observadas tienen que ser del tipo que permita la evolución de observadores, puesto que en otro universo posible donde la vida no pudiera evolucionar nadie estaría disponible para preguntarse la razón de la forma, tamaño, edad, y demás propiedades del Universo. A primera vista, tal observación podría parecer verdadera pero trivial. Sin embargo, ésta tiene implicaciones de gran alcance para la física, y no establece más que el simple hecho de que cualquier propiedad del Universo que pueda aparecer inicialmente harto improbable pueda sólo verse en su verdadera perspectiva después de que hayamos contado con que ciertas propiedades del Universo son requisito previo necesario para la evolución y existencia de algún observador. Los valores medidos de muchas cantidades físicas y cosmológicas que definen nuestro Universo están circunscritas por la inevitable observación desde un lugar donde las condiciones son las apropiadas para que ocurra la evolución biológica y desde una época cósmica que exceda las escalas de tiempo astrofísicas y biológicas requeridas para el desarrollo de entornos que puedan soportar la bioquímica.

Lo que hemos estado describiendo es sólo un grandioso ejemplo de un tipo de sesgo intrínseco que los científicos denominan "efecto de selección".

[...] Deberíamos hacer énfasis en que esta selección [de unas determinadas características del universo] no depende del hecho de aceptar la creencia de la mayoría de bioquímicos en que sólo el carbono puede formar la base de la vida generada de forma espontánea. Aún si esta creencia es falsa, el hecho de que seamos una forma de vida inteligente basada en el carbono que evolucionó espontáneamente sobre un planeta tipo Tierra que gira alrededor de una estrella de tipo espectral G2 implica que cualquier observación que hagamos esté necesariamente sometida a efectos de selección.

[...] El PAD no es ciertamente una sentencia tautológica sin poder debido a que en los modelos cosmológicos actuales se toma la estructura a gran escala del Universo como la misma, en promedio, desde cualquier lugar de observación.

El premio Nobel de física Steven Weinberg es más comedido respecto a la viabilidad de este tipo de argumentaciones, aunque existe un parámetro, la constante cosmológica, cuyo "ajuste fino" aparente sí que le ha impresionado lo suficiente para utilizar argumentos antrópicos en la acotación de los posibles valores de esta cantidad [12]. En su reciente artículo A designer Universe? comenta [13]:

A veces [los argumentos antrópicos] equivalen a la afirmación de que las leyes de la naturaleza son las que son para nuestra existencia, sin más explicaciones. Esto parece ser no mucho más que un galimatías. Por otro lado, si realmente hay una cantidad enorme de mundos en los que algunas constantes toman valores diferentes, entonces la explicación antrópica de por qué en nuestro mundo estas constantes toman valores favorables para la vida es sólo sentido común, como explicar por qué vivimos en la Tierra más bien que en Mercurio o Plutón. El valor de la constante cosmológica recientemente medido mediante el estudio del movimiento de supernovas distantes [14] está en el rango que cabría esperar de este tipo de argumentaciones: es justo lo suficientemente pequeño para no interferir en la formación de las galaxias. Sin embargo, todavía no conocemos lo suficiente de física para decidir si realmente existen diferentes partes del universo donde lo que habitualmente llamamos constantes de la física toman valores diferentes. Ésta no es una pregunta sin esperanza; seremos capaces de responderla cuando conozcamos algo más de la teoría cuántica de la gravedad de lo que conocemos en la actualidad.

El estatus del PAD como posible argumento válido para obtener conocimiento positivo de la naturaleza es una polémica perfectamente legítima dentro del marco de la ciencia. Sin embargo, como veremos a continuación, otras veces se han hecho extrapolaciones e interpretaciones de los argumentos antrópicos que no están legitimados aún desde la lógica más elemental.

En 1974, Brandon Carter [15] fue aún más lejos e introdujo lo que se conoce como Principio Antrópico Fuerte (PAF): El universo debe tener las propiedades adecuadas que permitan el desarrollo de la vida en algún momento de su historia.

Una de las interpretaciones posibles del PAF se acerca peligrosamente al siguiente argumento: el universo fue diseñado con el propósito de que apareciera la vida, y posteriormente observadores inteligentes como los seres humanos. En palabras del propio Hugh Ross [16]:

La existencia humana es posible porque las constantes de la física y los parámetros del universo y del planeta Tierra yacen dentro de unos rangos altamente restrictivos. John Wheeler y otros interpretan esas impresionantes "coincidencias" como prueba que la existencia humana determina de alguna manera el diseño del universo. Dibujando un paralelismo ilógico con experimentos de elección retardada en mecánica cuántica, ellos dicen que las observaciones hechas por seres humanos influyen en el diseño del universo, no sólo ahora, sino en el principio de los tiempos. Tal versión de lo que se conoce como "principio antrópico" refleja lo que los filósofos y religiosos actuales están aprendiendo hacia la deificación del hombre. Estos no nos muestran ninguna evidencia de que los actos humanos del presente puedan afectar a eventos del pasado. Más aún, las constantes de la física y los parámetros del universo apuntan, más bien, hacia la existencia de un diseñador que trasciende las dimensiones y los límites del universo físico.

Michael Ikeda y Bill Jefferys [17] han interpretado este argumento desde el punto de vista de la teoría de probabilidades, poniéndolo de la siguiente forma:

Si el universo es sólo consecuencia de leyes naturales, entonces la probabilidad de que un universo escogido al azar entre todos los universos posibles sea "hospitalario" con la vida, permitiendo su aparición y posterior desarrollo, es muy pequeña. Y por tanto se sigue que la probabilidad de un origen naturalista del universo, dado el hecho observado de que el universo es "hospitalario" con la vida, es también pequeña.

La conclusión es una falacia común en los argumentos basados en teoría de la probabilidad. Un ejemplo simple puede aclarar la situación: La probabilidad de que el ganador de una mano de póquer lo haga con una escalera real de color es pequeña, lo que no implica obviamente que la probabilidad de ganar la partida si uno tiene una escalera real de color sea pequeña. Al contrario, una mano como esa nos asegura prácticamente la victoria.

Pero existe aún una segunda razón por la que el argumento del "ajuste fino" interpretado como un argumento bayesiano inverso es erróneo: para que una inferencia sea válida, es necesario tomar en cuenta toda la información conocida que pueda ser relevante para la conclusión. En el caso que nos ocupa, ocurre que tenemos una información interesante en nuestro haber: la vida existe en nuestro universo. Por tanto, no es válido hacer inferencias acerca del carácter naturalista del universo sin tomar en cuenta tanto que la vida efectivamente existe como que nuestro universo es suficientemente "hospitalario" con ella. De lo que se sigue que cualquier inferencia acerca del carácter naturalista del universo debe estar condicionada por estos dos hechos. En consecuencia, para inferir la probabilidad de que nuestro universo esté regido sólo por leyes naturales, es irrelevante el valor que tome la probabilidad de que el universo sea "hospitalario" con la vida en el caso naturalista. En otras palabras, es enteramente irrelevante si existe o no un ajuste fino de los parámetros del universo. Pero Michael Ikeda y Bill Jefferys [17] van aún más lejos y "prueban" mediante argumentos bayesianos que el PAD implica que la observación del "ajuste fino" de los parámetros del universo no sólo no disminuye la probabilidad de que el universo tenga un origen naturalista sino que podría incrementarla.

Resulta ciertamente curioso que por un lado uno tenga a los creacionistas arguyendo que el mundo natural es demasiado "poco hospitalario" con la vida y por tanto es necesaria la intervención divina en algún momento de la evolución, y que por otro lado estén los que utilizan la argumentación antrópica (habitualmente los mismos) arguyendo que las constantes y las leyes de la naturaleza están tan exquisitamente ajustadas para que la aparición de la vida sea posible en nuestro universo, que no existe otra alternativa que la existencia de un Diseñador; ¡así no hay quien pueda perder!.

Parece que en este punto nos encontramos en la misma situación a la que se enfrentó el mismo Hume con el argumento del diseño clásico; aunque tenga la prueba de su inconsistencia lógica, el ateo no se sentirá "intelectualmente completo" hasta poseer una buena explicación a ese delicado ajuste de las constantes de la física y los parámetros del universo que ha hecho posible la aparición y posterior desarrollo de la vida.

Lo que desconocen muchos de los defensores del nuevo argumento del diseño es que, si bien no existe actualmente una explicación completamente satisfactoria del origen de las coincidencias numéricas, sí que existe un marco general donde es posible encontrar una buena explicación. La historia se repite, pues Darwin tampoco dispuso de todos los detalles, y la discusión sobre algunos aspectos de cómo se produce el proceso evolutivo aún continúa entre biólogos como Richard Dawkins y Stephen Jay Gould [18] entre otros, aunque el hecho de que el esquema básico de Darwin sea la explicación de la aparición de la diversidad biológica esté fuera de toda duda razonable.

Una pluralidad de universos

El Big Bang estándar nos da una imagen consistente de la evolución de nuestro universo desde digamos una centésima de segundo después de la gran explosión. ¿Pero qué mecanismo puede explicar cómo se llegó a las condiciones del universo en ese momento?. Existe actualmente una alternativa teórica elegante que resuelve varios rompecabezas del modelo estándar: el escenario conocido como inflación [19]. La inflación no es más que una expansión exponencial del universo en los instantes previos a la fase de expansión lineal estándar que se produce en la actualidad. Para que el lector se haga una idea, en unos meros 10-35 segundos, el universo aumentó de tamaño en un factor del orden de 1030. Esa tremenda tasa de expansión proviene del hecho de que al menos una pequeña región del universo haya estado en algún momento en un estado denominado de falso vacío. El estado de falso vacío en un estado peculiar e inestable que surge de manera natural en las teorías cuánticas de campos. Una vez una pequeña región del universo se ha materializado en dicho estado, empieza a expandirse de forma exponencial impulsada por un efecto gravitatorio "repulsivo" que resulta de una combinación de las propiedades peculiares del falso vacío y de las ecuaciones de la Relatividad General relacionado con el hecho de la existencia de la famosa constante cosmológica Durante la expansión, el estado de falso vacío empieza a decaer en vacío habitual produciéndose una sopa muy caliente de partículas que precisamente corresponde al punto de partida de Big Bang estándar. Parece difícil evitar que este proceso de nucleación de burbujas de vacío habitual a partir del falso vacío pudiera repetirse ad infinitum, produciéndose una multiplicidad de universos en expansión, cada uno posiblemente gobernado por parámetros cosmológicos y constantes de la física diferentes.

Si pensamos que todo un universo como el nuestro procede, según el escenario delineado anteriormente, de una región que puede ser tan pequeña como unos 10-35 m, parece perfectamente lícito preguntarse de dónde procede toda la energía del universo. La respuesta podría yacer en el hecho de que la energía gravitatoria generada durante la expansión pueda ser tomada de forma no ambigua como negativa, de tal forma que la energía materializada en la transición del falso vacío al vacío habitual proceda de la propia energía gravitacional acumulada en la expansión. Por tanto, la energía total podría ser tan pequeña como se desee e incluso cero sin que hubiera ninguna limitación a la cantidad de expansión exponencial que pudiera ocurrir. En otras palabras, podríamos decir que el mecanismo de inflación produce un universo partiendo esencialmente de nada [19].

Aunque este escenario del origen del universo pudiera ser todavía demasiado especulativo en el sentido de no haber sido contrastado observacionalmente sí que es un escenario plausible al que están apuntando todos los indicios teóricos de los que disponemos en la actualidad. De hecho, es uno de los escenarios perfectamente compatible con observaciones astronómicas recientes [20]. Es sencillamente una explicación naturalista del universo donde no hay lugar para un Gran Diseñador. Los valores de las constantes de la naturaleza fueron seleccionados por puro accidente cuando, a medida que el universo se expandía, se rompió la simetría del un estado inicial posible caótico y totalmente simétrico [19]. Nosotros vivimos en una de esa infinidad de burbujas donde las constantes de la física y los parámetros del universo son los apropiados para que la vida haya podido surgir. Fuimos unos de los posibles ganadores de la gran lotería cósmica.

¿Y si el escenario delineado anteriormente fuera descartado por las observaciones en el futuro?. ¿Qué ocurriría si realmente existiera un solo universo?. Algunos autores como los propios Barrow y Tipler ó John Leslie [21] han propuesto que la única salida naturalista a la argumentación antrópica es la existencia de una multiplicidad de universos. Esto podría no ser realmente así; Aún con la existencia de un solo universo, las probabilidades no tienen porque jugar en nuestra contra. Así por ejemplo, Victor J. Stenger y Max Tegmark [22] han mostrado que podrían darse universos factibles para la evolución de la vida en un amplio rango de valores de las constantes de la física. Por otro lado, se ha señalado también [23] en contra de la opinión generalizada de biólogos evolucionistas [24] que la existencia de un gran número de galaxias en el universo es un factor que podría jugar estadísticamente a favor de la aparición casual de la vida, hecho que no ha sido tenida en cuenta habitualmente por los partidarios del principio antrópico al hacer sus cómputos. Por supuesto hay quien defiende [25] que ya es posible delinear una explicación convencional subyacente que surgirá de un mayor conocimiento de teorías cuánticas de la gravedad como las teorías de cuerdas, pero aún así parece inevitable la aparición de algún tipo de "ajuste fino" o condiciones iniciales en los parámetros de una teoría de unificación de las cuatro interacciones que tenga como aproximación de baja energía al Modelo Estándar de la física de partículas [26].

Irónicamente, la solución final a todo este lío podría residir en el equivalente cósmico del mismísimo proceso de selección natural darwiniano. Lee Smolin [27] ha propuesto un escenario compuesto por una multitud de universos un multiverso en el que cada universo existente es el residuo de la "explosión" de un agujero negro previamente formado en otro universo progenitor. Cada universo nace con un conjunto de ciertos parámetros físicos sus "genes". A medida que este universo se expande se crean nuevos universos con parámetros físicos similares pero que han variado ligeramente debido a fluctuaciones producidas por la alta entropía del interior del agujero negro el equivalente de una mutación. El proceso se repite reiteradamente, generándose una progenie de universos que tenderán hacia una población dominada por aquellos que maximicen el número de agujeros negros que puedan producir. El modelo no es sólo curioso sino que hace ciertas predicciones observacionales concretas. En otras palabras, es perfectamente falsable.

Conclusión

Hume hizo una buena crítica de la utilización del aparente diseño de la naturaleza como prueba positiva de la existencia de un Dios. Pero no fue hasta la aparición de El origen de las especies cuando el ateo pudo sentirse intelectualmente completo, al tener en sus manos una alternativa naturalista a la diversidad y a la complejidad de la biosfera. El viejo argumento del diseño resurgió en el contexto del principio antrópico y en un nuevo escenario; el universo primigenio y el ajuste fino aparente de las constantes de la naturaleza que haría posible que se dieran las condiciones apropiadas para el posterior origen y desarrollo de la vida. Al igual que hiciera Hume con el argumento clásico del diseño, el nuevo argumento del diseño ha sido perfectamente desmontado desde el punto de vista lógico. Y en la misma línea de Darwin, la física y la cosmología nos presentan escenarios completamente naturalistas donde el ajuste fino aparente de las constantes de la física y de los parámetros cosmológicos es una consecuencia trivial de los mismos.

Como se puede ver, no es cierto que exista un callejón sin salida para una explicación completamente naturalista del origen del universo, de sus leyes y características. Es más, la situación es más bien todo lo contrario; Aquellos que siguen buscando alguna evidencia de diseño divino o finalidad en la Naturaleza se encuentran en las mismas narices con un muro al final del camino. A medida que sabemos más sobre la física del universo primigenio, la imagen del Creador se diluye hasta convertirse en sólo la esperanza de algunos de poner al hombre en un lugar central que nunca le ha correspondido. Porque el primer gran pecado del argumento del diseño siempre fue su injustificado antropocentrismo. Plantear un propósito para los cielos centrado en lo humano suena a una lamentable falta de sentido del humor acerca de la condición humana. En palabras de Bertrand Russel [28]: "los creyentes en el Propósito Cósmico constituyen gran parte de nuestra supuesta inteligencia, pero sus escritos le hacen a uno dudar de ella. Si se me garantizara la omnipotencia, y millones de años para experimentar con ella, no pensaría que pudiera presumir mucho del Hombre como resultado final de todos mis esfuerzos".

Notas:

[1] Extraído de Thimothy Ferris 1998, Informe sobre el universo, Ed. Crítica, p.257
[2] Sintetizando podemos decir que el argumento cosmológico afirma que cualquier cambio en el mundo debe tener una causa. Pero como esta cadena de causas no puede retroceder ad infinitum, tiene que exisitir una primera causa incondicionada, y esta causa es Dios.
El argumento ontológico se basa en la idea de que en el mismo concepto de ser más perfecto está contenido el atributo de la existencia, porque el ser más perfecto, pero inexistente, sería menos perfecto que el ser más perfecto existente; con lo cual no sería el ser más perfecto. Esta última argumentación ya fue criticada en la edad media. Posteriormente, Kant sometió a crítica todas las pruebas teóricas de la existencia de Dios, intentando demostrar su insuficiencia. De hecho, estos argumentos han sido abandonados por los teólogos más serios desde hace tiempo. Sin embargo el argumento del diseño ha conseguido sobrevivir gracias seguramente a su carácter menos teorético.
[3] Extraído de Richard Dawkins 1986, El Relojero Ciego, Biblioteca de divulgación científica Muy, RBA editores 1993, p.25.
[4] Todas las referencias señaladas pueden ser encontradas en Victor J. Stenger 1998 The Anthropic Coincidences:A Natural Explanation. A aparecer en Skeptical Intelligencer. Disponible en http://www.phys.hawaii.edu/vjs/www/avoid/intel.html
[5] Para una revisión del estado actual de la cosmología se puede consultar por ejemplo Bahcall, N.A., Ostriker, J.P., Perlmutter, S. & Steinhardt, P.J. 1999 (http://xxx.lanl.gov/abs/astro-ph/9906463) ,Peebles, P. J. E. 1998. (http://xxx.lanl.gov/abs/astro-ph/9806201), Primack, J.R. 1999.( http://xxx.lanl.gov/abs/astro-ph/9912089) Rowan-Robinson, M. 1999 (http://xxx.lanl.gov/abs/astro-ph/9906277) Turner, M.S. & Tyson J.A. 1999 (http://xxx.lanl.gov/abs/astro-ph/9901113)
[6] Para una discusión más detallada de los cambios que se producirían en el universo al variar ligeramente alguno de sus parámetros, se puede consultar Paul Davies 1982, El universo accidental, Biblioteca científica Salvat 59, Salvat editores 1989. Alternativamente ver nota [8]
[7] Ross, Hugh 1998 Design and the Anthropic Principle http://www.reasons.org/resources/papers/design.html
Ross, Hugh 1995. The Creator and the Cosmos: How the Greatest Scientific Discoveries of the Century Reveal God. Colorado Springs: Navpress.
[8] Barrow, John D. and Tipler,Frank J. 1986. The Anthropic Cosmological Principle. Oxford: Oxford University Press.
[9] López, Cayetano 1999. Universo sin fin. Taurus
[10] Hoyle, F 1953 Phys. Rev. 92, pp. 649 y 1095. Ver también Hoyle, F., "The Universe: Past and Present Reflections," in Annual Reviews of Astronomy and Astrophysics, 20. (1982)
[11] Barrow, John D. and Tipler,Frank J. 1986. The Anthropic Cosmological Principle. Oxford: Oxford University Press. §1
[12] Weinberg, S. 1996. Theories of the cosmological constant. Critical Dialogues in Cosmology at Princeton University. http://xxx.lanl.gov/abs/astro-ph/9610044
[13] Weinberg, S. 1999. A designer Universe?. Conference on Cosmic Design of the American association for the Advancement of Sicience in Washington, D.C. Abril de 1999. http://www.nybooks.com/nyrev/WWWfeatdisplay.cgi?19991021046F
[14] Se refiere a las observaciones realizadas por Perlmutter et al. 1997 ( http://xxx.lanl.gov/abs/astro-ph/9712212 ) y Ries et al. 1998 ( http://xxx.lanl.gov/abs/astro-ph/9805201 )
[15] Carter, Brandon 1974. Large Number Coincidences and the Anthropic Principle in Cosmology, in M. S. Longair, ed. D. Reidel Publishing Co. "Confrontation of Cosmological Theory with Astronomical. Proceedings of the second Copernicus Symposium".
[16] Resumen inicial que aparece en Ross, Hugh 1998, Design and the Anthropic Principle, http://www.reasons.org/resources/papers/design.html
[17] Ikeda, Michael and Jefferys, Bill 1997. The Anthropic Principle Does Not Support Supernaturalism. http://quasar.as.utexas.edu/anthropic.html
[18] Ver por ejemplo John Brockman 1995, La tercera cultura, Tusquets editores 1996
[19] Para una buena introducción a nivel de divulgación ver por ejemplo Guth, A. 1998. "The inflationary universe". Vintage. Existe una traducción reciente al castellano: El Universo Inflacionario. Debate. 1999. Para una revisión del estado actual de los escenarios inflacionarios, un poco más técnica pero legible Guth, A. 2000 (http://xxx.lanl.gov/abs/astro-ph/9805201). Guth defiende la inevitabilidad de que los escenarios inflacionarios impliquen la existencia de un multiverso: una multiplicidad de universos en expansión.
[20] Perlmutter et al. 1997 ( http://xxx.lanl.gov/abs/astro-ph/9712212 ). Ries et al. 1998 (http://xxx.lanl.gov/abs/astro-ph/9805201). Melchorri et al. 1999 (http://xxx.lanl.gov/abs/astro-ph/9911445). Bernadis et al. (2000, Nature, 404, 955). Balbi et al 2000 ( http://xxx.lanl.gov/abs/astro-ph/0005124 ).
[21] Barrow, John D. and Tipler, Frank J. 1986. The Anthropic Cosmological Principle. Oxford: Oxford University Press. y Leslie, John 1990. Physical Cosmology and Philosophy. New York: Macmillan
[22] Victor J. Stenger 1996 Cosmythology: Is the universe fine-tuned to produce us?.Skeptic Vo. 4 No. 2 1996. Disponible en http://www.phys.hawaii.edu/vjs/www/cosmo.html. Max Tegmark 1998, Annals of Physics, 270, 1-11 ( http://xxx.lanl.gov/abs/gr-qc/9704009 )
[23] A. Feoli & S. Rampone 1998, http://xxx.lanl.gov/abs/gr-qc/9812093
[24] Ver por ejemplo Mayr E. 1978 Scient. Am. 239, 46.
[25] Kane, L.K., Perry, M.J. & Zytkow A.N. 2000. The Beginning of the End of the Antrhropic Principle. http://xxx.lanl.gov/abs/astro-ph/0001197
[26] Hogan, Craig J.1999. Why the universe is just so. http://xxx.lanl.gov/abs/astro-ph/9909295
[27] Smolin, Lee 1997, The Life of the Cosmos. New York, Oxford.
[28] Citado en Thimothy Ferris 1998, Informe sobre el universo, Ed. Crítica, p.257.




El animal simbólico



Introducción

En el tema “ANIMALES HUMANOS” nos hemos preguntado por nosotros mismos desde la comparación con los otros animales. Partíamos de la consideración dual del ser humano, consideración que encontrábamos en el mundo griego, en la mitología, en el mundo cristiano e incluso en la filosofía. Esta consideración nos decía que el ser humano era el territorio de confluencia de dos mundos, un mundo natural, animal, irracional, instintivo, material, pasional, sometido a la necesidad (lo corporal)), y otro mundo espiritual, moral, racional, libre (el alma). Pero vimos que esta visión del ser humano se venía abajo con la interpretación reduccionista de la ciencia, que nos limitaba al mundo de lo biológico, de lo corporal, de la necesidad, de la no libertad al fin y al cabo; como consecuencia la visión actual del hombre estaría dentro de una perspectiva monista. Vimos como desde el reduccionismo monista podemos enfocar al ser humano como el producto de unos instintos (Freud), de un código genético (Genoma humano) o considerar que somos fruto del aprendizaje (conductismo). Ya sea de una manera o de otra, no somos cualitativamente diferentes de cualquier otro animal, en todo caso seríamos un animal cuantitativamente más evolucionado.

Pero dentro de este pensamiento surge un aspecto del ser humano que se erige como elemento claramente diferenciador entre nosotros y los animales: el lenguaje. El lenguaje permite al ser humano vivir en un mundo inmensamente más rico que cualquiera de los ambientes en que habitan los demás animales; podemos explicar el lenguaje apelando también a lo biológico señalando que somos el único animal preparado para un lenguaje de esta naturaleza por la estructura del cerebro o por la capacidad fonadora, pero aún así, el lenguaje humano por sus capacidades infinitas nos sitúa en un grado muy superior a cualquier otro ser vivo. El lenguaje nos permite inventar y transmitir de generación en generación un mundo metafísico, un mundo puramente simbólico y lingüístico. Es tan importante esta característica que algunos autores han calificado al ser humano como EL ANIMAL SIMBÓLICO o el ANIMAL LINGÜÍSTICO.

2. El animal simbólico

Esta es la tesis fundamental de este tema: El hombre se diferencia de los animales por su capacidad lingüística, es decir, por su capacidad simbólica (pues al fin y al cabo el lenguaje no es más que un sistema de símbolos). La capacidad simbólica del hombre se concreta en que es el único animal capaz de referirse mediante substitutivos a algo que esta ausente. Los animales pueden utilizar señales, pero no símbolos; una señal indica un suceso futuro y desencadena la subsiguiente conducta, por ejemplo, cuando un león reconoce el olor de una gacela, eso es señal para él de comida y desencadena la conducta adecuada. Pero los animales no son capaces de crear sus propios substitutivos para referirse a algo que está alejado temporal o espacialmente, esto sólo le está dado a los seres humanos, y es lo que se ha denominado “capacidad simbólica”. Lo seres humanos crean toa clase de símbolos que sirven para sustituir a los elementos naturales, a experiencias, a emociones a pensamientos... todo esto conforma un universo metafísico un universo simbólico.

Aquello con que el ser humano se refiere a algo otro, es decir, los substitutivos, los símbolos pueden ser de muchas maneras, pueden ser retratos o imágenes, esquemas, gestos, conductas completas... pero, sin duda, la capacidad simbólica del hombre, tiene su expresión mas característica y auténtica en el lenguaje. El lenguaje está formado por todo un conjunto de símbolos que le permiten al hombre referirse al mundo físico o inventar cuantos mundos se le antojen.

Un aspecto fundamental de esta capacidad de crear símbolos en el ser humano, es la de que estos símbolos, y especialmente el lenguaje, terminan por mediar en toda experiencia humana. El ser humano se relaciona de tal manera con los símbolos que crea que termina por relacionarse con el mundo físico exclusivamente a través de estos símbolos. De hecho el ser humano le aplica a estos símbolos el mismo tipo de conducta que si se tratara de las cosas mismas a las que sustituyen: se intercambian insultos como si se trataran de golpes, se arroja un retrato al fuego tratando de desembarazarse de una persona definitivamente, el caso del budú en el que se pretende hacer daño a través de un símbolo substitutivo a una persona que se encuentra lejos, nuestra vida trata de acercarse a los símbolos que aprendemos de héroes y hombres elevados (mitos)... Esta relación que establecemos con nuestros símbolos es evidente en el lenguaje: el lenguaje media y determina toda posible experiencia y toda posible conducta, desde las actividades que podríamos considerar como básicas, la nutrición, la reproducción, etc., como las actividades que podríamos considerar superiores como el pensamiento o la sociabilidad. Podríamos decir que en el universo humano, todo está lleno de símbolos.

Uno de los que más vehementemente ha llamado la atención sobre la capacidad simbólica del ser humano ha sido el filósofo alemán Ernst Cassirer; suya es la expresión de “animal simbólico” refiriéndose al ser humano. Según Cassirer, la capacidad simbólica es el elemento específicamente humano, por medio del cual el hombre se adapta al ambiente. Los demás animales utilizan otras formas de adaptarse al medio, desarrollan alas, agilidad, visión nocturna... la adaptación específicamente humana es el lenguaje. Los animales se adaptan al medio, los humanos inventan el medio que se adapte a ellos y lo llevan a cabo (capacidad técnica). Mediante esta capacidad, el hombre vive en un plano completamente diferente al de los animales; mientras que éstos pueblan un mundo de cosas físicas, el ser humano vive en un universo de símbolos. Y mediante estos símbolos el ser humano es capaz de inventar y llevar a cabo su propio mundo; hemos dicho que los símbolos le permiten al hombre no sólo referirse al mundo en el que vive, le permiten también inventarse el mundo en el que le gustaría vivir y, después, son sus propias fuerzas quienes lo intentan llevar a cabo.

Cualquier acción del hombre, cualquier tipo de experiencia que este pueda sufrir, se da dentro de este universo: cualquier experiencia es una experiencia religiosa, estética, lingüística, o de cualquier otro tipo, pero simbólica. Todas nuestras conductas y experiencias son simbólicas, es decir, tienen un significado, expresan algo que va más allá de la mera conducta o experiencia. Nuestra vida no se limita a un mero actuar para conseguir lo necesario para sobrevivir, como es el caso de los animales, todas nuestras conductas tratan de expresar algo, tratan de dar a lo que hacemos y a lo que nos rodea un significado una trascendencia. Esto queda patente en que ya desde el principio de nuestra existencia una de las primeras cosas que hicimos fue pintar las paredes de nuestras con símbolos tratando de dotar a nuestra conducta de una trascendencia mayor que el mero sobrevivir.

Lenguaje humano frente al lenguaje animal.

La comunicación animal.

Definirnos como el animal que habla implica aceptar que somos el único animal que habla y que tiene capacidad simbólica, es decir, que los demás no lo hacen. Pero es esto cierto, ¿los animales no hablan? Tenemos ya sobradas pruebas que los animales son capaces de articular comunicaciones entre ellos, incluso que alguno de ellos tienen complicados lenguajes. Y si esto es así, dónde está la diferencia sustancial que nos hace afirmar con tanta rotundidad que nuestro habla es diferente al de ellos.

Desde la psicología y la zoología se han hecho infinidad de experimentos buscando esta diferencia cualitativa entre animales y humanos. Entre estos estudios merece la pena que destaquemos la del entomólogo Karl Von Frich quien, en 1948. estudiando el comportamiento de las abejas realizó la siguiente observación: cuando una abeja aislada descubría un botín (por ejemplo un campo de flores de las cuales libar), esta abeja volvía a su colmena e informaba a sus compañera?, del descubrimiento. A continuación, el resto de abejas se dirigían con precisión al lugar que la primera abeja había descubierto, Es evidente que en ese momento se había producido comunicación. y una comunicación suficientemente compleja y rigurosa. Esta comunicación se produce del siguiente modo: cuando la abeja vuelve a la colmena produce una danza que las otras siguen con excitación. La danza puede realizarse de dos maneras: un círculo si el botín se encuentra a menos de cien metros de la colmena o una danza en forma de 8 si se encuentra entre cien metros y seis kilómetros. En este último caso. la inclinación del eje en relación al sol indica la dirección del bolín y la rapidez de la danza precisa la distancia.

Este es el ejemplo clásico de comunicación animal compleja, pero podríamos exponer otros similares, y no sólo relacionados con necesidades alimenticias, sino sobre todo en las llamadas 'escenas de cortejo'. La comunicación sexual. tanto en el momento de la atracción como de la consumación de la copula, reviste en la mayoría de especies animales una complejidad tal que nos asombra.

La comunicación puede definirse como el envío de una señal desde un individuo emisor hacia un receptor, de modo que se modifica el comportamiento de este ultimo. Y la variedad de modos de comunicación es muy amplia: táctil (el caso de los caracoles), química (las mariposas hembras, por ejemplo, segregan sustancias para atraer a machos a kilómetros distancia), auditiva (casi todas las aves y también los mamíferos emiten sonidos a modo de señal), visual (el caso de las abejas o de otros animales que transmiten mediante el gesto señales de agresividad, por ejemplo), etc. En lodos ellos, de una forma más o menos compleja, la comunicación permite tener memoria de una experiencia (aunque sea reciente o casi siempre inmediata en el tiempo) y sobre todo capacidad para descomponer esa memoria en elementos significativos para otros miembros del grupo o la especie.

Estos ejemplos valen para sembrar la duda en nuestra definición del ser humano como “el animal que habla”. ¿no éramos nosotros los únicos que hablábamos? ¿qué pasa entonces con todos estos ejemplos de comunicación animal? ¿qué es lo que hace que nuestro lenguaje sea diferente del lenguaje de los animales?

El Lenguaje humano.

Empecemos con la respuesta al problema planteado. En realidad es pretencioso hablar de “lenguaje animal” como lo hemos hecho. Es verdad que los animales se comunican, son capaces de enviarse mensajes muy complicados, como en el caso de las abejas, pero no es verdad que posean un “lenguaje”. ¿qué es lo que hace que no podamos llamar a las comunicaciones animales “lenguaje”? Los lingüistas hablan de tres puntos importantes que diferencian una comunicación de un lenguaje.

1. La doble articulación: en el sistema animal los significantes no pueden descomponerse. Por significante debemos entender la forma que adopta el mensaje (en el caso de las abejas un círculo, por ejemplo. En el caso de la comunicación humana un mensaje oral). Pues bien, en el caso de los animales los significantes son tan simples que no pueden descomponerse en elementos más simples. Cada significante está dotado de un significado fijo y no puede combinarse con otros significantes para dar lugar a una nueva comunicación. En el caso del lenguaje humano, los morfemas y fonemas se combinan de infinitas maneras para dar lugar a infinitas posibilidades de comunicación.

Los lenguajes animales tendrían únicamente una sola articulación, mientras que el humano tiene una doble articulación. Los animales a través de un número limitado de, por ejemplo gruñidos, pueden comunicar un número limitado de significado (a un gruñido un significado); en esto radica su única articulación. En el lenguaje humano, a partir de un número limitado de significantes: los morfemas y fonemas (primera articulación), mediante su combinación, podemos conseguir un número ilimitado de mensajes.

2. En el lenguaje animal no se establece una verdadera relación entre emisor y receptor: En el lenguaje animal únicamente se da una comunicación entre un emisor y un receptor (la abeja hace un círculo y las demás se enteran de dónde está la comida), pero no hay ninguna posibilidad de réplica ni de hacer ningún comentario en el mismo código. Podemos decir que en el lenguaje animal NO HAY DIÁLOGO.

3. Los símbolos del lenguaje animal son únicos para cada situación. Una situación particular sólo puede dar lugar a la articulación de un único mensaje. El lenguaje humano puede utilizar una infinidad de símbolos para cada situación. Esta situación es la que nos permite interpretar de diversos modos la realidad. Tenemos una riqueza de símbolos y a la vez tal ambigüedad que podemos usarlos de forma atrevida, inventando e imaginando posibles interpretaciones.

4. Los animales utilizan señales mientras que los humanos usamos símbolos. Tanto las señales como los símbolos son signos; un signo es cualquier objeto o hecho físico que representa otra cosa distinta de sí. Los animales son capaces de comunicar los peligros de una situación determinada, las necesidades, los deseos, el lugar donde se encuentra comida; lo hacen a través de un rugido, de un movimiento, de la expresión facial y corporal... etc. Todos estos signos que utilizan los animales para comunicarse vienen determinados por la especie, están, por así decirlo, inscritos en el código genético de cada animal; es absolutamente innato que toda una manada de gacelas eche a correr a la señal (un sonido o un gesto) de cualquiera de ellas para evitar el ataque de un depredador, por ejemplo. Podemos decir que las señales son un tipo de signos en que la relación entre el signo y el significante es natural: es una señal el humo que anuncia fuego, pero también es una señal el rugido que anuncia hostilidad.

El lenguaje humano no está formado por señales, sino por símbolos. Los símbolos son un tipo especial de signos en los que no existe ninguna relación entre el significante y el significado; son absolutamente convencionales. esto permite que los seres humanos, creadores de símbolos, sean capaces de construir representaciones completamente abstractas y absolutamente nuevas. La capacidad de inventar símbolos es lo que precisamente le permite al ser humano imaginar mundos distintos, crear realidades imaginarias (y después llevarlas a cabo).







Diálogo entre la razón y la fe



El Papa Benedicto XVI y el filósofo Habermas discuten dos visiones para abordar el mundo

El entonces cardenal Joseph Ratzinger, actual papa Benedicto XVI, y el filósofo Jürgen Habermas, profesor de la escuela de Francfort y padre del "patriotismo constitucional", celebraron el 19 de enero de 2004, en la Academia Católica de Baviera, en Munich, un diálogo sobre los fundamentos morales prepolíticos del Estado liberal, basándose en las fuentes de la razón y de la fe. Las diferentes posiciones de uno y otro respecto de las raíces de la legitimidad del Estado democrático pusieron de relieve la oposición entre revelación y razón. Aunque también mostraron coincidencias, como la necesidad de controlar, por medio de lo que Habermas califica como aprendizaje recíproco entre razón y fe, los peligros que la religión o la razón pueden acarrear a los derechos del hombre. LA NACION ofrece aquí los textos completos leídos por Habermas y Ratzinger en el memorable debate de Munich. Lo hace como oportuna contribución a una de las cuestiones fundamentales de la cultura en el tercer milenio.



Jürgen Habermas

Nacido en Düsseldorf, Alemania, en 1929. Doctorado en Filosofía, fue en su juventud ayudante de Theodor W. Adorno. Desarrolló una extensa obra, no siempre de fácil acceso, y su temática es tanto sociológica y filosófica como científica y política. Influido por Heidegger, Hegel y Lukács, ha criticado al marxismo porque pone el acento en lo económico, descuidando lo superestructural. También ha censurado las contradicciones del capitalismo contemporáneo. Entre sus libros se destacan “El discurso filosófico de la modernidad”, “El pensamiento posmetafísico” y “Conciencia moral y acción comunicativa”.

El tema que hoy debatimos me recuerda aquella pregunta que Ernst-Wolfgang Böckenförde planteó, a mediados de los años 60, en términos claros y concisos: ¿es posible que el Estado liberal secular se sustente sobre premisas normativas que él mismo no puede garantizar? (1).

Lo que se pregunta Böckenförde es si el Estado democrático constitucional es capaz de sostener con sus propios recursos los fundamentos normativos, ya que no es inconcebible que pueda depender, en realidad, de tradiciones éticas autóctonas previas y vinculantes a escala colectiva, ya sean ideológicas o religiosas. Esto, claro, pondría en aprietos a un Estado que, ante el “hecho innegable del pluralismo” (Rawls), debe mantener la neutralidad en lo que se refiere a cosmovisiones; aunque esto no baste para descartar la mencionada sospecha.

Plan de presentación

Para empezar, quisiera especificar el problema en dos aspectos. En el aspecto cognitivo, la duda se refiere a la cuestión de si, después de la completa positivación del Derecho, la estructuración del poder político sigue admitiendo una justificación o legitimación secular, es decir, no religiosa sino posmetafísica (1). Pero aun en el caso de que se acepte esa clase de legitimación, en el aspecto motivacional se mantiene la duda de si es posible estabilizar a una colectividad de cosmovisión pluralista desde lo normativo (es decir, más allá de un mero modus vivendi) sobre la base de un consenso de fondo que no pasaría de ser, en el mejor de los casos, un consenso meramente formal, limitado a procedimientos y principios (2).

Pero aun en el caso de que pueda despejarse esa duda, resulta indiscutible que los ordenamientos liberales dependen de la solidaridad de sus ciudadanos, cuyas fuentes podrían secarse si se produjera una “desencaminada” secularización de la sociedad en conjunto. Un diagnóstico que no puede rechazarse de plano, aunque esto no signifique que aquellos defensores de la religión, que son gente formada, de la franja culta de la sociedad, quieran obtener de ello una especie de plusvalía para lo que defienden (3). En lugar de eso, propongo entender la secularización cultural y social como un doble proceso de aprendizaje, que obligue tanto a las tradiciones de la Ilustración como a las doctrinas religiosas a reflexionar acerca de sus límites (4).

Finalmente, en lo que respecta a las sociedades postseculares, se plantea la cuestión de cuáles son las actitudes, desde el conocimiento y de las perspectivas de norma, que un Estado liberal puede suponer y exigir tanto a sus ciudadanos creyentes como a sus ciudadanos no creyentes en su trato mutuo (5).

Justificación no religiosa, posmetafísica, del Derecho

El liberalismo político, al que adhiero en su variante específica del republicanismo kantiano (2), se concibe a sí mismo como una justificación no religiosa y posmetafísica de los fundamentos normativos del Estado democrático constitucional.

Esta teoría se mueve en la tradición del derecho racional, que renuncia a los fuertes presupuestos tanto cosmológicos como relativos a la historia de la salvación, que caracterizaban a las doctrinas clásicas y religiosas del derecho natural. La historia de la teología cristiana en la Edad Media –en especial, la Escolástica española tardía– pertenecen, naturalmente, a la genealogía de los derechos del hombre. Pero los fundamentos legitimadores de un poder estatal neutral en lo concerniente a la cosmovisión proceden finalmente de las fuentes profanas de la filosofía de los siglos XVII y XVIII. Sólo mucho más tarde, la teología y la Iglesia fueron capaces de digerir los desafíos espirituales que representaba el Estado constitucional surgido de la revolución burguesa. Sin embargo, a mi entender, por el lado católico, que asume sin problemas la existencia del lumen naturale, la “luz natural”, nada se opone en lo esencial a una fundamentación autónoma (es decir, independiente de las verdades reveladas) de la moral y del Derecho.

La fundamentación poskantiana de los principios constitucionales liberales tuvo que enfrentarse, en el siglo XX, no tanto a la nostalgia de un derecho natural objetivo (una “ética material de los valores”), cuanto a formas de crítica de tipo historicista y empirista. A mi juicio, para defender contra el contextualismo un concepto no derrotista de razón y contra el positivismo jurídico un concepto no decisionista de la validez jurídica, bastan algunas hipótesis simples sobre el contenido normativo de la estructura de comunicación de formas de vida socioculturales.

La tarea central consiste, en este sentido, en explicar, primero, por qué el proceso democrático se considera un procedimiento de creación legítima del derecho, y la respuesta es que, en cuanto que cumple condiciones de una formación inclusiva y discursiva de la opinión y de la voluntad, el proceso democrático funda el supuesto de una acep-tabilidad racional de los resultados. Y segundo, en explicar por qué la democracia y los derechos del hombre son las dimensiones normativas básicas que aparecen siempre entrelazadas desde el origen en lo que son nuestras constituciones, es decir, en lo que en Occidente ha venido siendo el establecimiento mismo de una constitución, y la respuesta es que la institucionalización jurídica del procedimiento de creación democrática del derecho exige que se garanticen, a la vez, tanto los derechos fundamentales de tipo liberal como los derechos fundamentales de tipo político-ciudadano (3).

El punto de referencia de esta estrategia de fundamentación posmetafísica es la constitución que se dan a sí mismos ciudadanos asociados, y no la “domesticación” de un poder estatal ya existente, pues ese poder ha de empezar generándose por la vía del establecimiento democrático de una constitución. Un poder estatal “constituido” (y no sólo constitucionalmente domesticado) es siempre un poder “juridificado” hasta en su núcleo más íntimo, de manera que el derecho penetra hasta el fin en el poder político, hasta no dejar ni un residuo que no esté juridificado. Mientras que el positivismo de la voluntad estatal (muy enraizado en el imperio alemán) que sostuvieron los teóricos alemanes del derecho público (desde Laband y Jellinek hasta Carl Schmitt) había dejado siempre algún hueco o algún rincón por el que podía colarse de contrabando algo así como una sustancia ética de lo “estatal” o de lo “político” exenta de derecho, en el Estado constitucional no queda ningún sujeto del poder político que pu-diera suponerse que se está nutriendo de algún tipo de sustancia prejurídica (4). De la soberanía preconstitucional de los príncipes, no queda en el Estado constitucional ningún lugar vacío que ahora –en la forma de ethos de un pueblo más o menos homogéneo– hubiera que rellenar con una soberanía popular igualmente sustancial (es decir, de base igualmente prejurídica).

A la luz de esta herencia problemática, la pregunta de Böckenförde ha podido entenderse en el sentido de si un orden constitucional totalmente positivazado necesita todavía de la religión o de algún otro “poder sustentador” para asegurar cognitivamente los fundamentos que lo legitiman. Conforme a esta lectura, la pretensión de validez del derecho positivo dependería de una fundamentación en convicciones de tipo ético-prepolítico, de las que serían portadoras las comunidades religiosas o las comunidades nacionales, porque tal orden jurídico no podría legitimarse autorreferencialmente a partir sólo de procedimientos jurídicos generados democráticamente.

En cambio, si se concibe el proceso democrático no a la manera positivista de Kelsen o Luhmann, sino como método para crear legitimidad a partir de la legalidad (es lo que he defendido en Facticidad y validez), no surge ningún déficit de validez que hubiera que rellenar mediante eticidad (es decir, que hubiera que rellenar recurriendo a sustancia normativa prejurídica). Así pues, frente a una comprensión del Estado constitucional proveniente del hegelianismo de derechas, se presenta esta otra concepción, inspirada por Kant, de una fundamentación autónoma de los principios constitucionales, que, tal como ella misma pretende, sería racionalmente acep- table para todos los ciudadanos.

La duda en tornode la motivación

En lo que sigue, partiré de la premisa de que la constitución del Estado liberal puede cubrir su necesidad de legitimación en términos autosuficientes, es decir, administrando, en lo que a argumentación se refiere, recursos cognitivos que son independientes de las tradiciones religiosas y metafísicas. Pero aun dando por sentada esta premisa, sigue en pie la duda en lo que hace al aspecto motivacional. Efectivamente, los presupuestos normativos en que se asienta el Estado constitucional democrático son más exigentes en lo que respecta al papel de ciudadanos que se entienden como autores del derecho, que en lo que se refiere al papel de personas privadas o de miembros de la sociedad, que son los destinatarios de ese derecho.

De los destinatarios del derecho sólo se espera que, en la realización de lo que son sus libertades subjetivas (y de lo que son sus aspiraciones subjetivas) no transgredan los límites que la ley les impone. Pero algo bien distinto de esta simple obediencia frente a leyes coercitivas –a las que queda sujeta la libertad– es lo que se supone en lo que se refiere a las motivaciones y actitudes que se esperan de los ciudadanos, precisamente en el papel de colegisladores democráticos.

Pues se supone, efectivamente, que éstos han de ejercer sus derechos de comunicación y de participación no sólo en función de su propio interés bien entendido, sino orientándose al bien de todos. Y esto exige la complicada y frágil puesta en juego de una motivación, que no es posible imponer por vía legal. Una obligación legalmente coercitiva de ejercer el derecho a voto representaría en un Estado de Derecho un cuerpo tan extraño como una solidaridad que viniese dictada por ley. La disponibilidad a salir en defensa de ciudadanos extraños, que seguirán siendo anónimos, y a aceptar sacrificios por el interés general, es algo que no se puede mandar, sino sólo suponer, a los ciudadanos de una comunidad liberal. De ahí que las virtudes políticas –aun cuando sólo se las recoja “en calderilla”– sean esenciales para la existencia de una democracia. Esas virtudes son un asunto de la socialización, y del acostumbrarse a las prácticas y a la forma de pensar de una cultura política traspasada por el ejercicio de la libertad política y de la ciudadanía. Y, por tanto, el status de ciudadano político está en cierto modo inserto en una “sociedad civil” que se nutre de fuentes espontáneas, y, si ustedes quieren, “prepolíticas”.

Pero de ello no se sigue que el Estado liberal sea incapaz de reproducir sus presupuestos motivacionales a partir de su propio potencial secular, no-religioso. Los motivos para una participación de los ciudadanos en la formación política de la opinión y de la voluntad colectiva se nutren, ciertamente, de proyectos éticos de vida (es decir, de ideales de existencia) y de formas culturales de vida. Pero las prácticas democráticas desarrollan su propia dinámica política. Sólo un Estado de Derecho sin democracia, al que en Alemania estuvimos acostumbrados durante mucho tiempo, sugeriría una respuesta negativa a la pregunta de Böckenförde:

“¿Cómo podrían vivir pueblos estatalmente unidos, cómo podrían vivir, digo, sólo de la garantía de la libertad de los particulares, sin un vínculo unificador que anteceda a esa libertad?”(5) La respuesta es que el Estado de Derecho, articulado en términos de constitución democrática, garantiza no sólo libertades negativas para los miembros de la sociedad que, como tales, de lo que se preocupan es de su propio bienestar, sino que ese Estado, al desatar las libertades comunicativas, moviliza también la participación de los ciudadanos en una disputa pública acerca de temas que conciernen a todos en común. El “lazo unificador” que Böckenförde echa en falta es el proceso democrático mismo, en el que, en última instancia, lo que queda a discusión es la comprensión correcta de la propia constitución.

Así, por ejemplo, en las actuales discusiones acerca de la reforma del Estado de bienestar, acerca de la política de emigración, acerca de la guerra de Irak, o acerca de la supresión del servicio militar obligatorio, no solamente se trata de esta o aquella medida política particular, sino que siempre se trata, también, de una controvertida interpretación de los principios constitucionales, e implícitamente se trata de cómo queremos entendernos, tanto como ciudadanos de la República Federal de Alemania, como también como europeos, a la luz de la pluralidad de nuestras formas de vida culturales y del pluralismo de nuestras visiones del mundo y de nuestras convicciones religiosas.

Ciertamente, si miramos históricamente hacia atrás, vemos que un trasfondo religioso común, una lengua común, y sobre todo la conciencia nacional recién despertada, fueron elementos importantes para el surgimiento de esa solidaridad ciudadana altamente abstracta. Pero mientras tanto, nuestras mentalidades republicanas se han disociado profundamente de ese tipo de anclajes prepolíticos. El que no se esté dispuesto a “morir por Niza”, ya no es ninguna objeción contra una Constitución europea. Piensen ustedes en todas las discusiones de tipo ético-político acerca del holocausto y la criminalidad de masas: esas discusiones han vuelto conscientes a los ciudadanos de la República Federal de Alemania del logro que representa la Constitución (la Grundgesetz). Este ejemplo de una “política de la memoria” de tipo autocrítico (que mientras tanto ya no resulta excepcional, sino que se ha extendido también a otros países) demuestra cómo, en el medio que representa la política, pueden formarse y renovarse vinculaciones que tienen que ver con lo que vengo llamando “patriotismo constitucional”(6).

Pues, frente a un malentendido muy general, “patriotismo constitucional” no significa que los ciudadanos hagan suyos los principios de la Constitución en su contenido abstracto, sino que hagan propios esos principios en el contenido concreto que esos principios tienen, cuando se parte del contexto de su propia historia nacional. Si los contenidos morales de los derechos fundamentales han de hacer pie en las mentalidades, no basta con un proceso cognitivo. Sólo para la integración de una sociedad mundial de ciudadanos constitucionalmente articulada (si es que alguna vez llegara a haberla), habrían de ser suficientes la adecuada intelección moral de las cosas y una concordancia mundial en lo tocante a indignación moral acerca de las violaciones masivas de los derechos del hombre. Pero entre los miembros de una comunidad política sólo se produce una solidaridad (por abstracta que ésta sea y por jurídicamente mediada que esa solidaridad venga) si los principios de justicia logran penetrar en la trama más densa de orientaciones culturales concretas y logran impregnarla.

Del agotamiento de las fuentes de la solidaridad y cómo esto no puede resultar enuna “plusvalía” para la religión

Conforme a las consideraciones que hemos hecho hasta aquí, la naturaleza secular del Estado constitucional democrático no presenta, pues, ninguna debilidad interna inmanente al proceso político como tal que, en sentido cognitivo o en sentido motivacional, pusiese en peligro su autoestabilización. Pero con ello no están excluidas todavía las razones que no son internas e inmanentes, sino externas. Una modernización “descarrilada” de la sociedad en conjunto podría aflojar el lazo democrático y consumir aquella solidaridad de la que depende el Estado democrático sin que él pueda imponerla jurídicamente. Y entonces, se produciría precisamente aquella constelación que Böckenförde tiene a la vista: la transformación de los miembros de las prósperas y pacíficas sociedades liberales en mónadas aisladas, que actúan interesadamente, que no hacen sino lanzar sus derechos subjetivos como armas los unos contra los otros.

Evidencias de tal desmoronamiento de la solidaridad ciudadana se hacen sobre todo visibles en esos contextos más amplios que representan la dinámica de una economía mundial y de una sociedad mundial, que aún carecen de un marco político adecuado desde el que pudieran ser controladas. Los mercados que, ciertamente, no pueden democratizarse como se democratiza a las administraciones estatales asumen, cada vez más, funciones de regulación en ámbitos de la existencia cuya integración se mantenía hasta ahora con las normas, es decir, cuya integración, o era de tipo político o se producía a través de formas prepolíticas de comunicación. Y con ello, no solamente esferas de la existencia privada pasan a asentarse, de manera creciente, sobre los mecanismos de acción orientada al éxito particular, sino que también se contrae el ámbito de lo que queda sometido a la necesidad de legitimarse públicamente. Se produce un refuerzo del privatismo ciudadano a causa de la desmoralizadora pérdida de función de una formación democrática de la opinión y de la voluntad colectiva que, si acaso, sólo funciona ya (y sólo a medias) en los ámbitos nacionales, y que, por tanto, no alcanza ya a los procesos de decisión desplazados a nivel supranacional.

Por tanto, también la desaparición de la esperanza de que la comunidad internacional pueda llegar a tener alguna fuerza de configuración política fomenta la tendencia a una despolitización de los ciudadanos. En vista de los conflictos y de las sangrantes injusticias sociales de una sociedad mundial altamente fragmentada, crece el desengaño con cada fracaso que se produce en el camino –emprendido desde 1945– de una constitucionalización del “derecho de gentes”.

Necesidad de reflexión de las tradiciones religiosas y de las tradiciones de la Ilustración

Las teorías posmodernas, ejerciendo una crítica de la razón, entienden estas crisis no como consecuencia de un agotamiento selectivo de los potenciales de racionalidad acumulados en la modernidad occidental, sino como resultado lógico de un proyecto de racionalización cultural y social autodestructivo.

Aunque ese escepticismo radical en lo que toca a la razón es algo intrínsecamente extraño a la tradición católica, lo cierto es que, por lo menos hasta los años 60 del siglo pasado, el catolicismo tuvo dificultades para asumir el pensamiento secular del humanismo, la Ilustración y el liberalismo político. Por eso, hoy vuelve a encontrar eco el teorema según el cual sólo la orientación religiosa hacia un punto de referencia trascendente puede sacar del atolladero a una modernidad que se siente culpable. En Teherán, un colega me preguntó si, desde el punto de vista de la comparación entre culturas y de la sociología de la religión, no sería precisamente la secularización europea el camino equivocado que necesitaba de una corrección.

Y esto nos recuerda el estado de ánimo que prevaleció en la República de Weimer, nos recuerda a Carl Schmitt, a Heidegger, a Leo Strauss. Pero a mí me parece que es más productivo no exagerar, en términos de una crítica de la razón, la cuestión de si una modernidad que se ha vuelto ambivalente podrá estabilizarse sola a partir de las fuerzas seculares (es decir, no religiosas) de una razón comunicativa, sino quitarle dramatismo y tratarla como una mera cuestión empírica no resuelta. Con esto no quie-ro decir que la persistencia de la religión en un entorno ampliamente secularizado haya de traerse solamente como un mero fenómeno social. La filosofía debe tomar en serio este dato y verlo como un desafío cognitivo.

Pero antes de seguir esta vía de discusión, quiero por lo menos mencionar una posible, y también obvia, ramificación del diálogo en un sentido distinto. Me refiero a que, en el curso de la reciente radicalización de la crítica de la razón, también la filosofía se ha dejado mover hacia una reflexión acerca de sus propios orígenes religioso-metafísicos, y ocasionalmente también al diálogo con una teología que, por su parte, busca conectar con los intentos filosóficos de autorreflexión poshegeliana de la razón (7).

(Excurso). Uno de los posibles puntos de a-rranque del discurso filosófico sobre la razón y la revelación es una figura de pensamiento que vuelve una y otra vez: la razón, al reflexionar sobre su fundamento más hondo, descubre que tiene su origen en otra cosa, y debe reconocer el poder de eso “otro”, que entonces se convierte en destino, si no quiere perder su propia orientación racional en el callejón sin salida de alguno de esos híbridos intentos de darse alcance por completo a sí misma.

Como modelo sirve aquí el ejercicio de una mutación puesta en marcha por la propia fuerza de la razón; una conversión de la razón por la razón, ya sea que esa reflexión parta de la auto conciencia del sujeto cognoscente y agente (como en Schleiermacher) o de la historicidad de la autoconfirmación existencial del individuo (como en Kierkegaard) o de la provocación que representa el desgarramiento de un mundo ético que se escinde (como ocurre en Hegel, Feuerbach y Marx).

Aun sin verse movida inicialmente a ello por motivaciones teológicas, una razón que se vuelve consciente de sus límites se trasciende a sí misma en dirección a otro: ya sea en una fusión mística con una conciencia cósmica envolvente; ya sea en la desesperada esperanza de que en la historia había irrumpido ya un mensaje definitivamente salvador; ya sea en forma de una solidaridad con los humillados y ofendidos, que trata de apurar a la salvación mesiánica para que ésta comparezca. Estos tres dioses anónimos de la metafísica poshegeliana (la conciencia envolvente, el acontecimiento de un mensaje salvador que se dona a sí mismo sin supuestos previos de pensamiento y la idea de una sociedad no alienada), se convierten siempre en presa fácil para la teología. Pues se diría que son esos mismos dioses quienes se ofrecen a quedar descifrados como pseudónimos de la Trinidad de ese Dios personal que El mismo hace donación de sí al hombre. (Fin del excurso.)

Estos intentos de renovación de una teología filosófica poshegeliana me parecen, pese a todo, mucho más simpáticos que ese nietzscheanismo que se limita a tomar prestados los conceptos, de connotación cristiana, del oír y el escuchar, del pensar rememorativo y de la expectativa de la gracia, de la venida y del acontecimiento salvífico, para reducirlas a un pensamiento que, desprovisto de toda textura y tuétano proposicional, pretende pasar por detrás de Cristo y de Sócrates para perderse en la indeterminación de lo arcaico.

Pero, aunque los intentos de renovación poshegeliana de la teología filosófica resulten más simpáticos que todo esto, una filosofía que permanezca consciente de su falibilidad y de su frágil posición dentro del complejo edificio de la sociedad moderna tiene que atenerse a una distinción genérica, pero de ningún modo peyorativa, entre el discurso secular, que aspira a ser accesible a todo el mundo, y el discurso religioso, que depende de verdades reveladas.

Ahora bien, a diferencia de lo que sucede en Kant y en Hegel, este trazado gramatical de límites no lleva asociada la pretensión filosófica En contraposición con la abstinencia ética de un pensamiento posmetafísico, al que le resulta ajeno todo concepto de vida buena y ejemplar que se presente como universal, como obligatorio para todos, resulta que en las Sagradas Escrituras y en las tradiciones religiosas han quedado articuladas intuiciones sobre la culpa y la redención, sobre lo que puede ser la salida salvadora de una vida que se ha experimentado como carente de salvación, intuiciones que se han venido deletreando y subrayando sutilmente durante milenios y que se han mantenido hermenéuticamente vivas. Por eso, en la vida de las comunidades religiosas, en la medida en que logran evitar el dogmatismo y la coerción sobre las conciencias, permanece intacto algo que en otros lugares se ha perdido y que tampoco puede reconstruirse con el solo saber profesional de los expertos; me refiero a posibilidades de expresión y a sensibilidades suficientemente diferenciadas en lo que respecta a la vida malograda y fracasada, a patologías sociales, al malogro de proyectos de vida individual y a las deformaciones de contextos de vida distorsionados.

A partir de la asimetría de pretensiones epistémicas (la filosofía no puede pretender saber aquello que la religión se presenta sabiendo), se puede fundamentar la disposición de la filosofía al aprendizaje con respecto a la religión, y no por razones funcionales, sino por razones de contenido, es decir, precisamente recordando el éxito de sus propios procesos “hegelianos” de aprendizaje. Con esto quiero decir que la mutua compenetración de cristianismo y metafísica griega no sólo dio lugar a la configuración espiritual y conceptual que cobró la dogmática teológica, no sólo dio lugar a una helenización del cristianismo –que no en todos los aspectos fue una bendición–, sino que, por otro lado, fomentó también una apropiación de contenidos genuinamente cristianos por parte de la filosofía. Ese trabajo de apropiación cuajó en redes conceptuales de alta carga normativa, como fueron las que formaron los conceptos de responsabilidad, autonomía y justificación; por los de historia, memoria, nuevo comienzo, innovación y retorno; los de emancipación y cumplimiento; los de extrañamiento, interiorización y encarnación, o por los conceptos de individualidad y comunidad. Ese trabajo de apropiación transformó el sentido religioso original, pero no deflacionándolo y vaciándolo, ni tampoco consumiéndolo o despilfarrándolo.

La traducción de que el hombre es imagen de Dios a la idea de una igual dignidad de todos los hombres, que hay que respetar incondicionalmente, es una de esas traducciones salvadoras (que salvan el contenido religioso traduciéndolo a filosofía). Es una de esas traducciones que, más allá de los límites de una determinada comunidad religiosa, abre el contenido de los conceptos bíblicos al público universal, al de quienes profesan otras creencias o de quienes, simplemente, no son creyentes. Walter Benjamin, por ejemplo, consiguió muchas veces hacer esa clase de traducciones.

Sobre la base de esta experiencia de liberalización secularizadora de potenciales de significado encapsulados en las religiones, podemos dar al teorema de Böckenförde un sentido que ya no tiene por qué resultar capcioso. He mencionado el diagnóstico según el cual el equilibrio conseguido en la modernidad entre los tres grandes medios de integración social (el dinero, el poder y la solidaridad) corre el riesgo de desmoronarse, porque los mercados y el poder administrativo expulsan cada vez más la solidaridad; es decir, prescinden de coordinar la acción por medio de valores, normas y un empleo del lenguaje orientado a entenderse. Así, resulta también en interés del propio Estado constitucional el tratar con respeto y cuidado a todas aquellas fuentes culturales de las que se alimenta la conciencia normativa de solidaridad de los ciudadanos.

Es esta conciencia, que se ha vuelto conservadora, lo que se refleja en la expresión “sociedad postsecular” (8). Esta expresión no sólo se refiere a que la religión se afirma cada vez más en el entorno secular y que la sociedad ha de contar indefinidamente con la persistencia de comunidades religiosas; tampoco pretende sólo devolver a las comunidades religiosas el reconocimiento público que se merecen por la contribución funcional que hacen a motivaciones y actitudes que vienen bien a todos. En la conciencia pública de una sociedad postsecular se refleja, ante todo, una intuición normativa que tiene consecuencias para el trato político entre ciudadanos creyentes y ciudadanos no creyentes. En la “sociedad postsecular” termina imponiéndose la convicción de que “la modernización de la conciencia pública” acaba abrazando por igual a las mentalidades religiosas y a las mentalidades mundanas (pese a las diferencias de fases que pueden ofrecer entre sí) y cambia a ambas reflexivamente. Pues ambas partes, con tal de que entiendan en común la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje, pueden hacer su contribución a temas controvertidos en el espacio público, y entonces, también, tomarse mutuamente en serio por razones cognitivas.

Qué puede esperar el Estado liberal de creyentes y no creyentes

Por un lado, la conciencia religiosa se ha visto obligada a hacer procesos de adaptación. Toda religión es originalmente “imagen del mundo” o, como dice Rawls, una comprehensive doctrine (una “doctrina omniabarcante”), y ello también en el sentido de que reclama autoridad para estructurar una forma de vida en conjunto. A esta pretensión de monopolio interpretativo –o de configuración global de la existencia– hubo de renunciar la religión al producirse la secularización del saber, y al imponerse la neutralidad religiosa inherente al poder estatal y la libertad generalizada de religión.

Y con la diferenciación funcional de subsistemas sociales, la vida religiosa de la comunidad se separa también de su entorno social. El papel de miembro de esa comunidad religiosa se diferencia del papel de persona privada o de miembro de la sociedad. Y como el Estado liberal depende de una integración política de los ciudadanos, que tiene que ir más allá de un mero modus vivendi (es decir, que requiere una fuerte capacidad normativa autónoma), esta diferenciación que se produce en el carácter de miembro de las distintas esferas sociales no puede reducirse a una adaptación del hecho religioso a las normas impuestas por la sociedad secular de manera tal que el ethos religioso renuncie a toda clase de pretensión. Más bien, el orden jurídico universalista y la moral social igualitaria han de quedar conectados desde dentro al ethos de la comunidad religiosa, de suerte que lo primero pueda también seguirse consistentemente de lo segundo. Para esta “inserción” John Rawls recurrió a la imagen de módulo: este módulo de la justicia mundana, pese a que esté construido con ayuda de razones que son neutrales en lo tocante a la cosmovisión, tiene que encajar en los contextos de fundamentación de la ortodoxia religiosa de que se trate (9).

Esta posibilidad normativa con la que el Estado liberal confronta a las comunidades religiosas concuerda con los propios intereses de estas comunidades, en el sentido de que, con ello, se les abre la posibilidad de ejercer su influencia sobre la sociedad en conjunto por medio del espacio público-político.

Ciertamente, las consecuencias de la tolerancia, como demuestran las regulaciones más o menos liberales acerca del aborto, no están distribuidas simétricamente entre creyentes y no creyentes; pero tampoco para la conciencia secular, el goce de la libertad negativa que representa la libertad religiosa se produce sin costos. Pues de la conciencia secular se espera que se ejercite a sí misma en un trato autorreflexivo con los límites de la Ilustración. La comprensión de la tolerancia por parte de las sociedades pluralistas articuladas por una constitución liberal no solamente exige de los creyentes que en el trato con los no creyentes y con los que creen de otra manera se hagan a la evidencia de que razonablemente habrán de contar con la persistencia indefinida de un disenso: sino que, por el otro lado, en el marco de una cultura política liberal también se exige de los no creyentes que se hagan asimismo a esa evidencia en el trato con los creyentes. Y para un ciudadano carente de oído para lo religioso esto significa la exigencia nada trivial de determinar, también autocríticamente, la relación entre fe y saber desde la perspectiva del propio saber mundano.

Y es que la expectativa de que persista la discordancia entre fe y saber sólo merece el predicado de “racional” si, también desde el punto de vista del saber secular, se admite para las convicciones religiosas un estatus epistémico que no quede calificado simplemente de irracional.

Así pues, en el espacio público-político, las cosmovisiones naturalistas que se deben a una elaboración especulativa de informaciones científicas y que son relevantes para la autocomprensión ética de los ciudadanos (10) de ninguna manera gozan prima facie de ningún privilegio frente a las concepciones de tipo cosmovisional o religioso que están en competencia con ellas. La neutralidad cosmovisional del poder del Estado, que garantiza iguales libertades éticas para cada ciudadano, es incompatible con cualquier intento de generalizar políticamente una visión secularística del mundo. Y los ciudadanos secularizados, cuando se presentan y actúan en su papel de ciudadanos, ni pueden negar, en principio, a las cosmovisiones religiosas un potencial de verdad, ni tampoco pueden discutir a sus conciudadanos creyentes el derecho de hacer contribuciones en su lenguaje religioso a las discusiones públicas.

Una cultura política liberal puede esperar, incluso, de los ciudadanos secularizados, que arrimen el hombro a los esfuerzos de traducir del lenguaje religioso a un lenguaje públicamente accesible aquellos aportes que puedan resultar relevantes (11).

(1) E.-W. Böckenförde, Die Entstehung des Staates als Vorgang der Säkularisation (1967), en: Idem, Recht, Staat, Freiheit, Francfort 1991, pp. 92 ss, aquí p. 112.

(2) J. Habermas, Die Einbeziehung des Anderen, Francfort 1996.

(3) J. Habermas, Facticidad y validez, traducción M. Jiménez Redondo, Madrid 1998.

(4) H. Brunkhorst, Der lange Schatten des Staatswillenspositivismus, Leviathan 31, 2003, 362-381.

(5) Böckenförde (1991), p. 111.

(6) Cfr. Jürgen Habermas, Identidades nacionales y postnacionales, traducción de Manuel Jiménez Redondo, Madrid 1989.

(7) P. Neuner, G. Wenz (Ed.), Theologen des 20. Jahrhunderts, Darmstadt 2002.

(8) K. Eder, “Europäische Säkularisierung – ein Sonderweg in die postsäkulare Gesellschaft?”, Berliner Journ. f. Soziologie, vol. 3, 2002, 331-343.

(9) J. Rawls, Political Liberalism, New York, 1993, 12 s., 145.

(10) Véase por ejemplo W. Singer, “Nadie puede ser de otra manera que como es. Nuestras conexiones cerebrales nos fijan. Deberíamos dejar de hablar de libertad”, FAZ de 8 de enero 2004, 33.

(11) J. Habermas, Glauben und Wissen, Francfort, 2001.



Josep Ratzinger

Nació en Marktl am Inn, diócesis de Passau, en abril de 1927. El actual papa Benedicto XVI fue ordenado sacerdote en 1951 y en 1953 completó su doctorado en teología, en la Universidad de Munich. Junto con su desarrollo teórico e intelectual, Ratzinger cumplió una larga carrera en el Vaticano, junto a Juan Pablo II. Fue prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidente de la Comisión Teológica Internacional y decano del Colegio Cardenalicio. Ratzinger es doctor honoris causa por las universidades de Lublin, Navarra y Lima, entre otras.

En aceleración del tiempo de la evolución histórica en la que nos encontramos hay, a mi entender, ante todo dos factores característicos de un fenómeno que hasta ahora se había venido desarrollando lentamente: por un lado, la formación de una sociedad global en la que los distintos poderes políticos, económicos y culturales se han vuelto cada vez más interdependientes y se rozan e interpenetran recíprocamente en sus respectivos espacios vitales; por el otro, está el desarrollo de las posibilidades humanas, del poder de crear y destruir, que suscita mucho más allá de lo acostumbrado la cuestión acerca del control jurídico y ético del poder. Por lo tanto, adquiere especial fuerza la cuestión de cómo las culturas en contacto pueden encontrar fundamentos éticos que conduzcan su convergencia por el buen camino y puedan construir una forma común, jurídicamente legitimada, de delimitación y regulación del poder.

El eco que ha encontrado el proyecto de ética global presentado por Hans Küng muestra, en cualquier caso, que la cuestión está abierta. Y eso no cambia aunque se acepte la perspicaz crítica que Spaemann dirige a ese proyecto (1), ya que a los dos factores mencionados anteriormente se añade otro: en el proceso del encuentro y la interpenetración de las culturas se han quebrado, en gran parte, una serie de certezas éticas que hasta ahora resultaban fundamentales.

La cuestión de qué es realmente el bien, especialmente en el contexto dado, y por qué hay que hacer el bien, aunque sea en perjuicio propio, es una pregunta básica que sigue careciendo de respuesta.

Me parece evidente que la ciencia como tal no puede generar una ética, y que, por lo tanto, no puede obtenerse una conciencia ética renovada como producto de los debates científicos. Por otro lado, es indiscutible que la modificación fundamental de la imagen del mundo y el ser humano a consecuencia del incremento del conocimiento científico ha contribuido decisivamente a la ruptura de las antiguas certezas morales.

Por lo tanto, sí existe una responsabilidad de la ciencia hacia el ser humano como tal, y especialmente una responsabilidad de la filosofía, que debería acompañar de modo crítico el desarrollo de las distintas ciencias y analizar críticamente las conclusiones precipitadas y certezas aparentes acerca de la verdadera naturaleza del ser humano, su origen y el propósito de su existencia o, dicho de otro modo, expulsar de los resultados científicos los elementos acientíficos con los que a menudo se mezclan, y así mantener abierta la mirada hacia las dimensiones más amplias de la verdad de la existencia humana, de los que la ciencia sólo permite mostrar aspectos parciales.

Poder sometidoa la fuerza de la ley

En un sentido concreto, es tarea de la política someter el poder al control de la ley a fin de garantizar que se haga un uso razonable de él. No debe imponerse la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley. El poder sometido a la ley y puesto a su servicio es el polo opuesto a la violencia, que entendemos como ejercicio del poder prescindiendo del derecho y quebrantándolo. Por eso es importante para toda sociedad superar la tendencia a desconfiar del Derecho y de sus ordenamientos, pues sólo así puede cerrarse el paso a la arbitrariedad y se puede vivir la libertad como algo compartido por toda la comunidad. La libertad sin ley es anarquía y, por ende, destrucción de la libertad. La desconfianza hacia la ley y la revuelta contra la ley se producirán siempre que ésta deje de ser expresión de una Justicia al servicio de todos y se convierta en producto de la arbitrariedad, en abuso por parte de los que tienen el poder para hacer las leyes.

La tarea de someter el poder al control de la ley nos lleva, en fin, a otra cuestión: ¿de dónde surge la ley, y cómo debe estar configurada para que sea vehículo de la justicia y no privilegio de aquellos que tienen el poder de legislar?

Por un lado se plantea, pues, la cuestión del origen de la ley, pero por el otro también la cuestión de cuáles son sus propias proporciones internas. La necesidad de que la ley no sea instrumento de poder de unos pocos, sino expresión del interés común de todos parece, al menos en primera instancia, satisfecha gracias a los instrumentos de la formación democrática de la voluntad popular, ya que éstos permiten la participación de todos en la creación de la ley, y en consecuencia la ley pertenece a todos y puede y debe ser respetada como tal. Efectivamente, el hecho de que se garantice la participación colectiva en la creación de las leyes y en la administración justa del poder es el motivo fundamental para considerar que la democracia es la forma más adecuada de ordenamiento político.

Y, sin embargo, a mi juicio, queda una pregunta por responder. Dado que difícilmente puede lograrse la unanimidad entre los seres humanos, los procesos de decisión deben echar mano imprescindiblemente de mecanismos como, por un lado, la delegación y, por el otro, la decisión de la mayoría, esta última de distintos grados según la importancia de la cuestión a decidir.

Pero las mayorías también pueden ser ciegas o injustas. La historia nos proporciona sobrados ejemplos de ello. Cuando una mayoría, por grande que sea, sojuzga mediante leyes opresoras a una minoría, por ejemplo, religiosa o racial, ¿pue-de hablarse de justicia o, incluso, de derecho en sentido estricto? Así, el principio de la decisión mayoritaria no resuelve tampoco la cuestión de los fundamentos éticos del Derecho, la cuestión de si existen cosas que nunca pueden ser justas, es decir, cosas que son siempre por sí mismas injustas o, inversamente, cosas que por su naturaleza siempre sean irrevocablemente justas y que, por lo tanto, estén por encima de cualquier decisión mayoritaria y deban ser respetadas siempre por ésta.

La era contemporánea ha formulado, en las diferentes declaraciones de los derechos humanos, un repertorio de elementos normativos de ese tipo y los ha sustraído al juego de las mayorías. La conciencia de nuestros días puede muy bien darse por satisfecha con la evidencia interna de esos valores. Pero esa clase de autolimitación de la indagación también tiene carácter filosófico. Existen, pues, valores que se sustentan por sí mismos, que tienen su origen en la esencia del ser humano y que por tanto son intocables para todos los poseedores de esa esencia. Más adelante volveremos a hablar del alcance de una representación semejante, sobre todo teniendo en cuenta que hoy en día esa evidencia no está reconocida ni mucho menos en todas las culturas. El islam ha definido un catálogo propio de los derechos humanos, divergente del occidental. En China impera hoy una forma cultural procedente de Occidente, el marxismo, pero eso no impide a sus dirigentes preguntarse –si estoy bien informado– si los derechos humanos no serán acaso un invento típicamente occidental que debe ser cuestionado.

Nuevas formas de poder y nuevas cuestiones enrelación con su control

Cuando se habla de la relación entre el poder y la ley y de los orígenes del Derecho, debe contemplarse también con atención el fenómeno del poder mismo. No pretendo definir la naturaleza del poder como tal, sino esbozar los desafíos que se derivan de las nuevas formas de poder que se han desarrollado en los últimos cincuenta años.

En los primeros años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, imperaba el horror ante el nuevo poder de destrucción que había adquirido el ser humano con la invención de la bomba atómica.

El hombre se veía de repente capaz de destruirse a sí mismo y también de destruir su planeta. Se imponía la siguiente pregunta: ¿qué mecanismos políticos son necesarios para impedir esa destrucción? ¿Cómo pueden crearse esos mecanismos y hacerlos efectivos? ¿Cómo pueden movilizarse las fuerzas éticas capaces de dar cuerpo a esas formas políticas y dotarlas de la guerra nuclear durante un largo período fue la competencia entre los bloques de poder opuestos y su temor a desencadenar su propia destrucción si provocaban la del otro.

La limitación recíproca del poder y el temor por la propia supervivencia se revelaron como las únicas fuerzas capaces de salvar a la humanidad. Lo que nos angustia en nuestros días no es el temor a una guerra a gran escala, sino el miedo al terror omnipresente, que puede golpear eficazmente en cualquier momento y lugar. Ahora nos damos cuenta de que la humanidad no necesita una guerra a gran escala para hacer imposible la vida en el planeta. Los poderes anónimos del terror, que pueden hacerse presentes en todo lugar, son lo bastante fuertes como para infiltrarse en nuestra vida cotidiana, y ello sin excluir que elementos criminales puedan tener acceso a los grandes potenciales de destrucción y desencadenar así el caos a escala mundial desde fuera de las estructuras políticas.

Así, la cuestión en torno de la ley y la ética se ha desplazado hacia otro terreno: ¿de qué fuentes se alimenta el terrorismo? ¿Cómo podemos poner freno desde dentro a esa nueva enfermedad del género humano? A este respecto, resulta muy inquietante que el terrorismo consiga, aunque sea parcialmente, dotarse de legitimidad. Los mensajes de Ben Laden presentan el terror como la respuesta de los pueblos excluidos y oprimidos a la arrogancia de los poderosos, como el justo castigo a la soberbia de éstos y a su autoritarismo y crueldad sacrílegos. Parece claro que esa clase de motivaciones resultan convincentes para las personas que viven en determinados entornos sociales y políticos. En parte, el comportamiento terrorista también es presentado como defensa de la tradición religiosa frente al carácter impío de la sociedad occidental. En este punto cabe hacerse una pregunta sobre la que igualmente deberemos volver después: si el terrorismo se alimenta también del fanatismo religioso –y, efectivamente, así es–, ¿debemos considerar la religión un poder redentor y salvífico o más bien una fuerza arcaica y peligrosa que erige falsos universalismos y conduce, con ellos, a la intolerancia y el terror? ¿No debería la religión ser sometida a la tutela de la razón y limitada severamente? Y, en tal caso, ¿quién sería capaz de hacerlo? ¿Cómo habría que hacerlo? Pero la pregunta más importante sigue siendo si la religión se pudiera ir suprimiendo paulatinamente, si se pudiera ir superando, ¿representaría tal cosa un necesario progreso de la humanidad en su camino hacia la libertad y la tolerancia universal o no?

En los últimos tiempos, ha pasado a primer plano otra forma de poder que, en principio, aparenta ser de naturaleza plenamente benéfica y digna de todo aplauso, pero que en realidad puede convertirse en una nueva forma de amenaza contra el ser humano. Hoy, el hombre es capaz de crear hombres, de fabricarlos en una probeta, por así decirlo. El ser humano se convierte así en producto, y con ello se invierte radicalmente la relación del ser humano consigo mismo. Ya no es un regalo de la naturaleza o del Dios creador: es un producto de sí mismo. El hombre ha penetrado en el sancta sanctorum del poder, ha descendido al manantial de su propia existencia. La tentación de intentar construir ahora, por fin, el ser humano correcto, de experimentar con seres humanos, y la tentación de ver al ser humano como un desecho y en consecuencia quitarlo de en medio no es ninguna creación fantasiosa de moralistas enemigos del progreso.

Si antes habíamos de preguntarnos si la religión es realmente una fuerza moral positiva, ahora debemos poner en duda que la razón sea una potencia fiable. Al fin y al cabo, también la bomba atómica fue un producto de la razón; al fin y al cabo, la crianza y selección de seres humanos han sido también concebidos por la razón. ¿No sería, pues, ahora la razón lo que debe ser sometido a vigilancia? Pero ¿quién o qué se encargaría de ello? ¿O quizá sería mejor que la religión y la razón se limitaran recíprocamente, se contuvieran la una a la otra y se ayudaran mutuamente a enfilar el buen camino?

En este punto se plantea de nuevo la cuestión de cómo, en una sociedad global con sus mecanismos de poder y con sus fuerzas desencadenadas, así como con sus diferentes puntos de vista acerca del derecho y la moral, es posible encontrar una evidencia ética eficaz con suficiente capacidad de motivación y autoridad para dar respuesta a los desafíos que he apuntado y ayudar a superarlos.

Fundamentos del Derecho: ley, naturaleza, razón

En este punto se impone ante todo echar una mirada a situaciones históricas comparables a la nuestra, suponiendo que sea posible la comparación. En cualquier caso, vale la pena recordar brevemente que Grecia también tuvo su propia Ilustración, que la validez del Derecho fundamentado en lo divino dejó de ser evidente y que se hizo necesario indagar en busca de fundamentos más profundos del derecho. Así nació la idea de que, frente al derecho positivo, que podía ser injusto, debía existir un derecho que surgiera de la naturaleza, de la esencia del hombre, y que había que encontrarlo y usarlo para corregir los defectos del derecho positivo.

En una época más cercana a nosotros, podemos examinar la doble fractura que se produjo en la conciencia europea en el inicio de la modernidad, y que puso las bases para una nueva reflexión sobre el contenido y los orígenes del Derecho. En primer lugar, está el desbordamiento de las fronteras del mundo europeo-cristiano, que se consumó con el descubrimiento de América. En ese momento, se entró en contacto con pueblos ajenos al entramado de la fe y el derecho cristiano, que hasta entonces había sido el origen y el modelo de la ley para todos. No había nada en común con esos pueblos en el terreno jurídico. Pero ¿eso significaba que carecían de leyes, como algunos afirmaron –y pusieron en práctica– por entonces, o bien había que postular la existencia de un Derecho que, situado por encima de todos los sistemas jurídicos, vinculara y guiara a los seres humanos cuando entraran en contacto con diferentes culturas?

Ante esa situación, Francisco de Vitoria puso nombre a una idea que ya estaba flotando en el ambiente: la del ius gentium (literalmente, el derecho de los pueblos), donde la palabra gentes se asocia, sobre todo, a la idea de paganos, de no cristianos. Se trata de una concepción del Derecho como algo previo a la concreción cristiana del mismo, y que debe regular la correcta relación entre todos los pueblos.

La segunda fractura en el mundo cristiano se produjo dentro de la cristiandad misma debido al cisma, que dividió la comunidad de los cristianos en diversas comunidades opuestas entre sí, a veces de modo hostil. De nuevo fue necesario desarrollar una noción del Derecho previa al dogma, o por lo menos una base jurídica mínima cuyos fundamentos no podían estar ya en la fe, sino en la naturaleza, en la razón del hombre. Hugo Grotius, Samuel von Pufendorf y otros desarrollaron la idea del derecho natural como una ley basada en la razón, que otorga a ésta la condición de órgano de construcción común del Derecho, más allá de las fronteras entre confesiones.

El derecho natural ha seguido siendo –en especial en la Iglesia Católica– la figura de argumentación con la que se apela a la razón común en el diálogo con la sociedad secular y con otras comunidades religiosas y se buscan los fundamentos para un entendimiento en torno de los principios éticos del Derecho en una sociedad secular pluralista. Pero por desgracia, el derecho natural ha dejado de ser una herramienta fiable, de modo que en este diálogo renunciaré a basarme en él.

La idea del derecho natural presuponía un concepto de naturaleza en el que naturaleza y razón se daban la mano y la naturaleza misma era racional. Pero esta visión ha entrado en crisis con el triunfo de la teoría de la evolución. La naturaleza como tal, se nos dice, no es racional, aunque existan en ella comportamientos racionales: ése es el diagnóstico evolucionista, que hoy en día parece poco menos que indiscutible (2). De las diferentes dimensiones del concepto de naturaleza en las que se fundamentó originariamente el derecho natural, sólo permanece, pues, aquella que Ulpiano (principios del siglo III d.C.) resumió en la conocida frase: “Ius naturae est, quod natura omnia animalia docet” (el derecho natural es aquel que la naturaleza enseña a todos los animales) (3). Pero, precisamente, esa idea no basta para nuestra indagación, en la que no se trata de aquello que afecta a todos los animalia, sino de cuestiones que corresponden específicamente al hombre, que han surgido de la razón humana y que no pueden resolverse sin recurrir a la razón.

El último elemento que queda en pie del derecho natural (que en lo más hondo pretendía ser un derecho racional, por lo menos en la modernidad) son los derechos humanos, los cuales no son comprensibles si no se acepta previamente que el hombre por sí mismo, simplemente por su pertenencia a la especie humana, es sujeto de derechos, y su existencia misma es portadora de valores y normas, que pueden encontrarse, pero no inventarse. Quizás hoy en día la doctrina de los derechos humanos debería complementarse con una doctrina de los deberes humanos y los límites del hombre, y esto podría quizás ayudar a renovar la pregunta en torno de si puede existir una razón de la naturaleza y, por lo tanto, un derecho racional aplicable al hombre y su existencia en el mundo.

Un diálogo de esas características sólo sería posible si se llevara a cabo y se interpretara a escala intercultural. Para los cristianos ese concepto tendría que ver con la Creación y el Creador. En el mundo hindú correspondería al concepto del Dharma, la ley interna del ser, y en la tradición china a la idea de los órdenes del cielo.

La interculturalidad y sus consecuencias

Antes de tratar de llegar a alguna conclusión, quisiera transitar brevemente por la senda en la que acabo de adentrarme. A mi entender, hoy la interculturalidad es una dimensión imprescindible de la discusión en torno de cuestiones fundamentales de la naturaleza humana, que no puede dirimirse únicamente dentro del cristianismo ni de la tradición racionalista occidental. Es cierto que ambos se consideran, desde su propia perspectiva, fenómenos universales, y lo son quizá también de iure (de derecho); pero de facto (de hecho) tienen que reconocer que sólo son aceptados en partes de la humanidad, y sólo para esas partes de la humanidad resultan comprensibles. Con todo, el número de las culturas en competencia es en realidad mucho más limitado de lo que podría parecer.

Ante todo, es importante tener en cuenta que dentro de los diferentes espacios culturales no existe unanimidad, y todos ellos están marcados por profundas tensiones en el seno de su propia tradición cultural. En Occidente, esto salta a la vista. Aunque la cultura secular rigurosamente racional, de la que el señor Habermas nos acaba de dar un excelente ejemplo, ocupa un papel predominante y se concibe a sí misma como el elemento cohesionador, lo cierto es que la concepción cristiana de la realidad sigue siendo una fuerza activa. A veces, estos polos opuestos se encuentran más cercanos o más lejanos, y más o menos dispuestos a aprender el uno del otro o rechazarse mutuamente.

También el espacio cultural islámico está atravesado por tensiones similares; hay una gran diferencia entre el absolutismo fanático de un Ben Laden y las posturas abiertas a la racionalidad y la tolerancia. El tercer gran espacio cultural, la civilización india o, más exactamente, los espacios culturales del hinduismo y del budismo, están también sujetos a tensiones parecidas, por más que, al menos desde nuestro punto de vista, puedan parecer menos dramáticas. También esas culturas, a su vez, se ven sometidas a la presión de la racionalidad occidental y a la de la fe cristiana, ambas presentes en sus ámbitos, y asimilan tanto una cosa como la otra de formas muy variables, sin dejar de mantener, pese a todo, su propia identidad. Las culturas tribales de Africa (y también las de América latina, que experimentan un resurgimiento gracias a la acción de determinadas teologías cristianas) completan el panorama. En buena parte parecen poner en cuestión la racionalidad occidental, pero al mismo tiempo también la aspiración universal de la revelación cristiana.

¿Qué se deduce de todo esto? Para empezar, tal como lo veo, el hecho de que las dos grandes culturas de Occidente, la de la fe cristiana y la de la racionalidad secular, no son universales, por más que ambas ejerzan una influencia importante, cada una a su manera, en el mundo entero y en todas las demás culturas. En ese sentido, la pregunta del colega de Teherán, a la que el señor Habermas ha hecho referencia, me parece de verdadera entidad; se preguntaba si desde el punto de vista de la sociología de la religión y la comparación entre culturas, no sería la secularización europea la anomalía necesitada de corrección. Personalmente no creo imprescindible, ni siquiera necesario, buscar la clave de esa pregunta en la atmósfera intelectual de Carl Schmitt, Martin Heidegger y Leo Strauss, es decir, de una situación europea marcada por la fatiga del racionalismo. Lo cierto es, en cualquier caso, que nuestra racionalidad secular, por más plausible que aparezca a la luz de nuestra razón configurada a la manera de Occidente, no es capaz de acceder a toda ratio, y que, en su intento, de hacerse innegable, acaba topando con sus límites. Su evidencia está ligada fácticamente a determinados contextos culturales, y debe reconocer que no es reproducible como tal en el conjunto de la humanidad y, en consecuencia, no puede ser operativa a escala global.

En otras palabras, no existe una definición del mundo ni racional ni ética ni religiosa con la que todos estén de acuerdo y que pueda servir de soporte para todas las culturas; o, por lo menos, actualmente es inalcanzable. Por eso mismo, esa ética denominada global tampoco pasa de ser una mera abstracción.

Conclusiones

¿Qué se puede hacer, pues? En lo que respecta a las consecuencias prácticas, estoy en gran medida de acuerdo con lo expuesto por el señor Habermas acerca de la sociedad postsecular, la disposición al aprendizaje y la autolimitación por ambas partes. Voy a resumir mi propio punto de vista en dos tesis y con ello concluiré mi intervención.

1. Hemos visto que en la religión existen patologías sumamente peligrosas, que hacen necesario contar con la luz divina de la razón como una especie de órgano de control encargado de depurar y ordenar una y otra vez la religión, algo que, por cierto, ya preveían los padres de la Iglesia (4). Pero, a lo largo de nuestras reflexiones, hemos visto igualmente que también existen patologías de la razón, de las que la humanidad, por lo general, hoy no es consciente. Existe una desmesurada arrogancia de la razón que resulta incluso más peligrosa debido a su potencial eficiencia: la bomba atómica, el ser humano entendido como producto. Por eso también la razón debe, inversamente, ser consciente de sus límites y aprender a prestar oído a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Cuando se emancipa por completo y pierde esa disposición al aprendizaje y esa relación correlativa, se vuelve destructiva.

Hace poco, Kurt Hübner formuló una exigencia similar, afirmando que esa tesis no implica un inmediato “retorno a la fe”, sino “que nos liberemos de la idea enormemente falsa de que la fe ya no tiene nada que decir a los hombres de hoy, porque contradice su concepto humanista de la razón, la Ilustración y la libertad” (5).

De acuerdo con esto, yo hablaría de la necesidad de una relación correlativa entre razón y fe, razón y religión, que están llamadas a depurarse y redimirse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y que deben reconocerlo frente al otro.

2. Esta regla básica debe concretarse en la práctica dentro del contexto intercultural de nuestro presente. Sin duda, los dos grandes agentes de esa relación correlativa son la fe cristiana y la racionalidad secular occidental. Esto puede y debe afirmarse sin caer en un equivocado eurocentrismo. Ambos determinan la situación mundial en una medida mayor que las demás fuerzas culturales. Pero eso no significa que las otras culturas puedan dejarse de lado como una especie de quantité négligeable. Eso representaría una muestra de arrogancia occidental que pagaríamos muy cara y que, de hecho, ya estamos pagando en parte. Es importante que las dos grandes integrantes de la cultura occidental se avengan a escuchar y desarrollen una relación correlativa también con esas culturas. Es importante darles voz en el ensayo de una correlación polifónica, en el que ellas mismas descubran lo que razón y fe tienen de esencialmente complementario, a fin de que pueda desarrollarse un proceso universal de depuración en el que, al cabo, todos los valores y normas conocidos o intuidos de algún modo por los seres humanos puedan adquirir una nueva luminosidad, a fin de que aquello que mantiene unido al mundo recobre su fuerza efectiva en el seno de la humanidad.

Traducción: Joan Parra

1) R. Spaemann, “Weltethos als Projekt”, en: Merkur, Heft 570/571, páginas 893-904.

2) La expresión más impresionante (pese a muchas correcciones de detalle) de esta filosofía de la evolución, hoy todavía dominante, la representa el libro de J. Monod, El azar y la necesidad, Barcelona, 1989. En lo que respecta a la distinción entre lo que son los resultados efectivos de la ciencia y lo que es la filosofía que acompaña a esos resultados, cfr. R. Junker, S. Scherer (eds.), Evolution. Ein Kritischer Lehrbuch, Giessen 1998. Para algunas indicaciones concernientes a la discusión con la filosofía que acompaña a esa teoría de la evolución, véase J. Ratzinger, Glaube - Wahrheit - Toleranz, Friburgo, 2003, 131-147. J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, Salamanca (2005).

3) Acerca de las tres dimensiones del derecho natural medieval (dinámica del ser en general, teleología de la naturaleza común a los hombres y a los animales [Ulpiano], y teología específica de la naturaleza racional del hombre) cfr. las referencias a ello en el artículo de Ph. Delhaye “Naturrecht”. Digno de notarse es el concepto de derecho natural que aparece al principio del Decretum gratiani: Humanum genus duobus regitur, naturali videlicit iure, et moribus. Ius naturale est, quod in lege et Evangelio continetur, quo quisque iubetur, alii facere, quod sibi vult fieri, et prohibetur, alii inferre, quod sibi nolit fieri (el género humano se rige por dos cosas, a saber, el derecho natural y las costumbres. Derecho natural es el que se contiene en la ley y el Evangelio, por el que se manda a cada cual no hacer a otro sino lo que quiere que se le haga a él, y se le prohíbe infligir a otro aquello que no quiere que se le haga a él).

4) Es lo que he tratado de exponer en mi libro ya mencionado en la nota 2: Glaube - Wahrheit -Toleranz; cfr. también M. Fiedrowicz, Apologie im frühen Christentum, seg. edición, Paderborn 2002.

5) K. Hübner, Das Christentum im Wettstreit der Religiones, Tubinga 2003, 148.