"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

Diálogo entre la razón y la fe



El Papa Benedicto XVI y el filósofo Habermas discuten dos visiones para abordar el mundo

El entonces cardenal Joseph Ratzinger, actual papa Benedicto XVI, y el filósofo Jürgen Habermas, profesor de la escuela de Francfort y padre del "patriotismo constitucional", celebraron el 19 de enero de 2004, en la Academia Católica de Baviera, en Munich, un diálogo sobre los fundamentos morales prepolíticos del Estado liberal, basándose en las fuentes de la razón y de la fe. Las diferentes posiciones de uno y otro respecto de las raíces de la legitimidad del Estado democrático pusieron de relieve la oposición entre revelación y razón. Aunque también mostraron coincidencias, como la necesidad de controlar, por medio de lo que Habermas califica como aprendizaje recíproco entre razón y fe, los peligros que la religión o la razón pueden acarrear a los derechos del hombre. LA NACION ofrece aquí los textos completos leídos por Habermas y Ratzinger en el memorable debate de Munich. Lo hace como oportuna contribución a una de las cuestiones fundamentales de la cultura en el tercer milenio.



Jürgen Habermas

Nacido en Düsseldorf, Alemania, en 1929. Doctorado en Filosofía, fue en su juventud ayudante de Theodor W. Adorno. Desarrolló una extensa obra, no siempre de fácil acceso, y su temática es tanto sociológica y filosófica como científica y política. Influido por Heidegger, Hegel y Lukács, ha criticado al marxismo porque pone el acento en lo económico, descuidando lo superestructural. También ha censurado las contradicciones del capitalismo contemporáneo. Entre sus libros se destacan “El discurso filosófico de la modernidad”, “El pensamiento posmetafísico” y “Conciencia moral y acción comunicativa”.

El tema que hoy debatimos me recuerda aquella pregunta que Ernst-Wolfgang Böckenförde planteó, a mediados de los años 60, en términos claros y concisos: ¿es posible que el Estado liberal secular se sustente sobre premisas normativas que él mismo no puede garantizar? (1).

Lo que se pregunta Böckenförde es si el Estado democrático constitucional es capaz de sostener con sus propios recursos los fundamentos normativos, ya que no es inconcebible que pueda depender, en realidad, de tradiciones éticas autóctonas previas y vinculantes a escala colectiva, ya sean ideológicas o religiosas. Esto, claro, pondría en aprietos a un Estado que, ante el “hecho innegable del pluralismo” (Rawls), debe mantener la neutralidad en lo que se refiere a cosmovisiones; aunque esto no baste para descartar la mencionada sospecha.

Plan de presentación

Para empezar, quisiera especificar el problema en dos aspectos. En el aspecto cognitivo, la duda se refiere a la cuestión de si, después de la completa positivación del Derecho, la estructuración del poder político sigue admitiendo una justificación o legitimación secular, es decir, no religiosa sino posmetafísica (1). Pero aun en el caso de que se acepte esa clase de legitimación, en el aspecto motivacional se mantiene la duda de si es posible estabilizar a una colectividad de cosmovisión pluralista desde lo normativo (es decir, más allá de un mero modus vivendi) sobre la base de un consenso de fondo que no pasaría de ser, en el mejor de los casos, un consenso meramente formal, limitado a procedimientos y principios (2).

Pero aun en el caso de que pueda despejarse esa duda, resulta indiscutible que los ordenamientos liberales dependen de la solidaridad de sus ciudadanos, cuyas fuentes podrían secarse si se produjera una “desencaminada” secularización de la sociedad en conjunto. Un diagnóstico que no puede rechazarse de plano, aunque esto no signifique que aquellos defensores de la religión, que son gente formada, de la franja culta de la sociedad, quieran obtener de ello una especie de plusvalía para lo que defienden (3). En lugar de eso, propongo entender la secularización cultural y social como un doble proceso de aprendizaje, que obligue tanto a las tradiciones de la Ilustración como a las doctrinas religiosas a reflexionar acerca de sus límites (4).

Finalmente, en lo que respecta a las sociedades postseculares, se plantea la cuestión de cuáles son las actitudes, desde el conocimiento y de las perspectivas de norma, que un Estado liberal puede suponer y exigir tanto a sus ciudadanos creyentes como a sus ciudadanos no creyentes en su trato mutuo (5).

Justificación no religiosa, posmetafísica, del Derecho

El liberalismo político, al que adhiero en su variante específica del republicanismo kantiano (2), se concibe a sí mismo como una justificación no religiosa y posmetafísica de los fundamentos normativos del Estado democrático constitucional.

Esta teoría se mueve en la tradición del derecho racional, que renuncia a los fuertes presupuestos tanto cosmológicos como relativos a la historia de la salvación, que caracterizaban a las doctrinas clásicas y religiosas del derecho natural. La historia de la teología cristiana en la Edad Media –en especial, la Escolástica española tardía– pertenecen, naturalmente, a la genealogía de los derechos del hombre. Pero los fundamentos legitimadores de un poder estatal neutral en lo concerniente a la cosmovisión proceden finalmente de las fuentes profanas de la filosofía de los siglos XVII y XVIII. Sólo mucho más tarde, la teología y la Iglesia fueron capaces de digerir los desafíos espirituales que representaba el Estado constitucional surgido de la revolución burguesa. Sin embargo, a mi entender, por el lado católico, que asume sin problemas la existencia del lumen naturale, la “luz natural”, nada se opone en lo esencial a una fundamentación autónoma (es decir, independiente de las verdades reveladas) de la moral y del Derecho.

La fundamentación poskantiana de los principios constitucionales liberales tuvo que enfrentarse, en el siglo XX, no tanto a la nostalgia de un derecho natural objetivo (una “ética material de los valores”), cuanto a formas de crítica de tipo historicista y empirista. A mi juicio, para defender contra el contextualismo un concepto no derrotista de razón y contra el positivismo jurídico un concepto no decisionista de la validez jurídica, bastan algunas hipótesis simples sobre el contenido normativo de la estructura de comunicación de formas de vida socioculturales.

La tarea central consiste, en este sentido, en explicar, primero, por qué el proceso democrático se considera un procedimiento de creación legítima del derecho, y la respuesta es que, en cuanto que cumple condiciones de una formación inclusiva y discursiva de la opinión y de la voluntad, el proceso democrático funda el supuesto de una acep-tabilidad racional de los resultados. Y segundo, en explicar por qué la democracia y los derechos del hombre son las dimensiones normativas básicas que aparecen siempre entrelazadas desde el origen en lo que son nuestras constituciones, es decir, en lo que en Occidente ha venido siendo el establecimiento mismo de una constitución, y la respuesta es que la institucionalización jurídica del procedimiento de creación democrática del derecho exige que se garanticen, a la vez, tanto los derechos fundamentales de tipo liberal como los derechos fundamentales de tipo político-ciudadano (3).

El punto de referencia de esta estrategia de fundamentación posmetafísica es la constitución que se dan a sí mismos ciudadanos asociados, y no la “domesticación” de un poder estatal ya existente, pues ese poder ha de empezar generándose por la vía del establecimiento democrático de una constitución. Un poder estatal “constituido” (y no sólo constitucionalmente domesticado) es siempre un poder “juridificado” hasta en su núcleo más íntimo, de manera que el derecho penetra hasta el fin en el poder político, hasta no dejar ni un residuo que no esté juridificado. Mientras que el positivismo de la voluntad estatal (muy enraizado en el imperio alemán) que sostuvieron los teóricos alemanes del derecho público (desde Laband y Jellinek hasta Carl Schmitt) había dejado siempre algún hueco o algún rincón por el que podía colarse de contrabando algo así como una sustancia ética de lo “estatal” o de lo “político” exenta de derecho, en el Estado constitucional no queda ningún sujeto del poder político que pu-diera suponerse que se está nutriendo de algún tipo de sustancia prejurídica (4). De la soberanía preconstitucional de los príncipes, no queda en el Estado constitucional ningún lugar vacío que ahora –en la forma de ethos de un pueblo más o menos homogéneo– hubiera que rellenar con una soberanía popular igualmente sustancial (es decir, de base igualmente prejurídica).

A la luz de esta herencia problemática, la pregunta de Böckenförde ha podido entenderse en el sentido de si un orden constitucional totalmente positivazado necesita todavía de la religión o de algún otro “poder sustentador” para asegurar cognitivamente los fundamentos que lo legitiman. Conforme a esta lectura, la pretensión de validez del derecho positivo dependería de una fundamentación en convicciones de tipo ético-prepolítico, de las que serían portadoras las comunidades religiosas o las comunidades nacionales, porque tal orden jurídico no podría legitimarse autorreferencialmente a partir sólo de procedimientos jurídicos generados democráticamente.

En cambio, si se concibe el proceso democrático no a la manera positivista de Kelsen o Luhmann, sino como método para crear legitimidad a partir de la legalidad (es lo que he defendido en Facticidad y validez), no surge ningún déficit de validez que hubiera que rellenar mediante eticidad (es decir, que hubiera que rellenar recurriendo a sustancia normativa prejurídica). Así pues, frente a una comprensión del Estado constitucional proveniente del hegelianismo de derechas, se presenta esta otra concepción, inspirada por Kant, de una fundamentación autónoma de los principios constitucionales, que, tal como ella misma pretende, sería racionalmente acep- table para todos los ciudadanos.

La duda en tornode la motivación

En lo que sigue, partiré de la premisa de que la constitución del Estado liberal puede cubrir su necesidad de legitimación en términos autosuficientes, es decir, administrando, en lo que a argumentación se refiere, recursos cognitivos que son independientes de las tradiciones religiosas y metafísicas. Pero aun dando por sentada esta premisa, sigue en pie la duda en lo que hace al aspecto motivacional. Efectivamente, los presupuestos normativos en que se asienta el Estado constitucional democrático son más exigentes en lo que respecta al papel de ciudadanos que se entienden como autores del derecho, que en lo que se refiere al papel de personas privadas o de miembros de la sociedad, que son los destinatarios de ese derecho.

De los destinatarios del derecho sólo se espera que, en la realización de lo que son sus libertades subjetivas (y de lo que son sus aspiraciones subjetivas) no transgredan los límites que la ley les impone. Pero algo bien distinto de esta simple obediencia frente a leyes coercitivas –a las que queda sujeta la libertad– es lo que se supone en lo que se refiere a las motivaciones y actitudes que se esperan de los ciudadanos, precisamente en el papel de colegisladores democráticos.

Pues se supone, efectivamente, que éstos han de ejercer sus derechos de comunicación y de participación no sólo en función de su propio interés bien entendido, sino orientándose al bien de todos. Y esto exige la complicada y frágil puesta en juego de una motivación, que no es posible imponer por vía legal. Una obligación legalmente coercitiva de ejercer el derecho a voto representaría en un Estado de Derecho un cuerpo tan extraño como una solidaridad que viniese dictada por ley. La disponibilidad a salir en defensa de ciudadanos extraños, que seguirán siendo anónimos, y a aceptar sacrificios por el interés general, es algo que no se puede mandar, sino sólo suponer, a los ciudadanos de una comunidad liberal. De ahí que las virtudes políticas –aun cuando sólo se las recoja “en calderilla”– sean esenciales para la existencia de una democracia. Esas virtudes son un asunto de la socialización, y del acostumbrarse a las prácticas y a la forma de pensar de una cultura política traspasada por el ejercicio de la libertad política y de la ciudadanía. Y, por tanto, el status de ciudadano político está en cierto modo inserto en una “sociedad civil” que se nutre de fuentes espontáneas, y, si ustedes quieren, “prepolíticas”.

Pero de ello no se sigue que el Estado liberal sea incapaz de reproducir sus presupuestos motivacionales a partir de su propio potencial secular, no-religioso. Los motivos para una participación de los ciudadanos en la formación política de la opinión y de la voluntad colectiva se nutren, ciertamente, de proyectos éticos de vida (es decir, de ideales de existencia) y de formas culturales de vida. Pero las prácticas democráticas desarrollan su propia dinámica política. Sólo un Estado de Derecho sin democracia, al que en Alemania estuvimos acostumbrados durante mucho tiempo, sugeriría una respuesta negativa a la pregunta de Böckenförde:

“¿Cómo podrían vivir pueblos estatalmente unidos, cómo podrían vivir, digo, sólo de la garantía de la libertad de los particulares, sin un vínculo unificador que anteceda a esa libertad?”(5) La respuesta es que el Estado de Derecho, articulado en términos de constitución democrática, garantiza no sólo libertades negativas para los miembros de la sociedad que, como tales, de lo que se preocupan es de su propio bienestar, sino que ese Estado, al desatar las libertades comunicativas, moviliza también la participación de los ciudadanos en una disputa pública acerca de temas que conciernen a todos en común. El “lazo unificador” que Böckenförde echa en falta es el proceso democrático mismo, en el que, en última instancia, lo que queda a discusión es la comprensión correcta de la propia constitución.

Así, por ejemplo, en las actuales discusiones acerca de la reforma del Estado de bienestar, acerca de la política de emigración, acerca de la guerra de Irak, o acerca de la supresión del servicio militar obligatorio, no solamente se trata de esta o aquella medida política particular, sino que siempre se trata, también, de una controvertida interpretación de los principios constitucionales, e implícitamente se trata de cómo queremos entendernos, tanto como ciudadanos de la República Federal de Alemania, como también como europeos, a la luz de la pluralidad de nuestras formas de vida culturales y del pluralismo de nuestras visiones del mundo y de nuestras convicciones religiosas.

Ciertamente, si miramos históricamente hacia atrás, vemos que un trasfondo religioso común, una lengua común, y sobre todo la conciencia nacional recién despertada, fueron elementos importantes para el surgimiento de esa solidaridad ciudadana altamente abstracta. Pero mientras tanto, nuestras mentalidades republicanas se han disociado profundamente de ese tipo de anclajes prepolíticos. El que no se esté dispuesto a “morir por Niza”, ya no es ninguna objeción contra una Constitución europea. Piensen ustedes en todas las discusiones de tipo ético-político acerca del holocausto y la criminalidad de masas: esas discusiones han vuelto conscientes a los ciudadanos de la República Federal de Alemania del logro que representa la Constitución (la Grundgesetz). Este ejemplo de una “política de la memoria” de tipo autocrítico (que mientras tanto ya no resulta excepcional, sino que se ha extendido también a otros países) demuestra cómo, en el medio que representa la política, pueden formarse y renovarse vinculaciones que tienen que ver con lo que vengo llamando “patriotismo constitucional”(6).

Pues, frente a un malentendido muy general, “patriotismo constitucional” no significa que los ciudadanos hagan suyos los principios de la Constitución en su contenido abstracto, sino que hagan propios esos principios en el contenido concreto que esos principios tienen, cuando se parte del contexto de su propia historia nacional. Si los contenidos morales de los derechos fundamentales han de hacer pie en las mentalidades, no basta con un proceso cognitivo. Sólo para la integración de una sociedad mundial de ciudadanos constitucionalmente articulada (si es que alguna vez llegara a haberla), habrían de ser suficientes la adecuada intelección moral de las cosas y una concordancia mundial en lo tocante a indignación moral acerca de las violaciones masivas de los derechos del hombre. Pero entre los miembros de una comunidad política sólo se produce una solidaridad (por abstracta que ésta sea y por jurídicamente mediada que esa solidaridad venga) si los principios de justicia logran penetrar en la trama más densa de orientaciones culturales concretas y logran impregnarla.

Del agotamiento de las fuentes de la solidaridad y cómo esto no puede resultar enuna “plusvalía” para la religión

Conforme a las consideraciones que hemos hecho hasta aquí, la naturaleza secular del Estado constitucional democrático no presenta, pues, ninguna debilidad interna inmanente al proceso político como tal que, en sentido cognitivo o en sentido motivacional, pusiese en peligro su autoestabilización. Pero con ello no están excluidas todavía las razones que no son internas e inmanentes, sino externas. Una modernización “descarrilada” de la sociedad en conjunto podría aflojar el lazo democrático y consumir aquella solidaridad de la que depende el Estado democrático sin que él pueda imponerla jurídicamente. Y entonces, se produciría precisamente aquella constelación que Böckenförde tiene a la vista: la transformación de los miembros de las prósperas y pacíficas sociedades liberales en mónadas aisladas, que actúan interesadamente, que no hacen sino lanzar sus derechos subjetivos como armas los unos contra los otros.

Evidencias de tal desmoronamiento de la solidaridad ciudadana se hacen sobre todo visibles en esos contextos más amplios que representan la dinámica de una economía mundial y de una sociedad mundial, que aún carecen de un marco político adecuado desde el que pudieran ser controladas. Los mercados que, ciertamente, no pueden democratizarse como se democratiza a las administraciones estatales asumen, cada vez más, funciones de regulación en ámbitos de la existencia cuya integración se mantenía hasta ahora con las normas, es decir, cuya integración, o era de tipo político o se producía a través de formas prepolíticas de comunicación. Y con ello, no solamente esferas de la existencia privada pasan a asentarse, de manera creciente, sobre los mecanismos de acción orientada al éxito particular, sino que también se contrae el ámbito de lo que queda sometido a la necesidad de legitimarse públicamente. Se produce un refuerzo del privatismo ciudadano a causa de la desmoralizadora pérdida de función de una formación democrática de la opinión y de la voluntad colectiva que, si acaso, sólo funciona ya (y sólo a medias) en los ámbitos nacionales, y que, por tanto, no alcanza ya a los procesos de decisión desplazados a nivel supranacional.

Por tanto, también la desaparición de la esperanza de que la comunidad internacional pueda llegar a tener alguna fuerza de configuración política fomenta la tendencia a una despolitización de los ciudadanos. En vista de los conflictos y de las sangrantes injusticias sociales de una sociedad mundial altamente fragmentada, crece el desengaño con cada fracaso que se produce en el camino –emprendido desde 1945– de una constitucionalización del “derecho de gentes”.

Necesidad de reflexión de las tradiciones religiosas y de las tradiciones de la Ilustración

Las teorías posmodernas, ejerciendo una crítica de la razón, entienden estas crisis no como consecuencia de un agotamiento selectivo de los potenciales de racionalidad acumulados en la modernidad occidental, sino como resultado lógico de un proyecto de racionalización cultural y social autodestructivo.

Aunque ese escepticismo radical en lo que toca a la razón es algo intrínsecamente extraño a la tradición católica, lo cierto es que, por lo menos hasta los años 60 del siglo pasado, el catolicismo tuvo dificultades para asumir el pensamiento secular del humanismo, la Ilustración y el liberalismo político. Por eso, hoy vuelve a encontrar eco el teorema según el cual sólo la orientación religiosa hacia un punto de referencia trascendente puede sacar del atolladero a una modernidad que se siente culpable. En Teherán, un colega me preguntó si, desde el punto de vista de la comparación entre culturas y de la sociología de la religión, no sería precisamente la secularización europea el camino equivocado que necesitaba de una corrección.

Y esto nos recuerda el estado de ánimo que prevaleció en la República de Weimer, nos recuerda a Carl Schmitt, a Heidegger, a Leo Strauss. Pero a mí me parece que es más productivo no exagerar, en términos de una crítica de la razón, la cuestión de si una modernidad que se ha vuelto ambivalente podrá estabilizarse sola a partir de las fuerzas seculares (es decir, no religiosas) de una razón comunicativa, sino quitarle dramatismo y tratarla como una mera cuestión empírica no resuelta. Con esto no quie-ro decir que la persistencia de la religión en un entorno ampliamente secularizado haya de traerse solamente como un mero fenómeno social. La filosofía debe tomar en serio este dato y verlo como un desafío cognitivo.

Pero antes de seguir esta vía de discusión, quiero por lo menos mencionar una posible, y también obvia, ramificación del diálogo en un sentido distinto. Me refiero a que, en el curso de la reciente radicalización de la crítica de la razón, también la filosofía se ha dejado mover hacia una reflexión acerca de sus propios orígenes religioso-metafísicos, y ocasionalmente también al diálogo con una teología que, por su parte, busca conectar con los intentos filosóficos de autorreflexión poshegeliana de la razón (7).

(Excurso). Uno de los posibles puntos de a-rranque del discurso filosófico sobre la razón y la revelación es una figura de pensamiento que vuelve una y otra vez: la razón, al reflexionar sobre su fundamento más hondo, descubre que tiene su origen en otra cosa, y debe reconocer el poder de eso “otro”, que entonces se convierte en destino, si no quiere perder su propia orientación racional en el callejón sin salida de alguno de esos híbridos intentos de darse alcance por completo a sí misma.

Como modelo sirve aquí el ejercicio de una mutación puesta en marcha por la propia fuerza de la razón; una conversión de la razón por la razón, ya sea que esa reflexión parta de la auto conciencia del sujeto cognoscente y agente (como en Schleiermacher) o de la historicidad de la autoconfirmación existencial del individuo (como en Kierkegaard) o de la provocación que representa el desgarramiento de un mundo ético que se escinde (como ocurre en Hegel, Feuerbach y Marx).

Aun sin verse movida inicialmente a ello por motivaciones teológicas, una razón que se vuelve consciente de sus límites se trasciende a sí misma en dirección a otro: ya sea en una fusión mística con una conciencia cósmica envolvente; ya sea en la desesperada esperanza de que en la historia había irrumpido ya un mensaje definitivamente salvador; ya sea en forma de una solidaridad con los humillados y ofendidos, que trata de apurar a la salvación mesiánica para que ésta comparezca. Estos tres dioses anónimos de la metafísica poshegeliana (la conciencia envolvente, el acontecimiento de un mensaje salvador que se dona a sí mismo sin supuestos previos de pensamiento y la idea de una sociedad no alienada), se convierten siempre en presa fácil para la teología. Pues se diría que son esos mismos dioses quienes se ofrecen a quedar descifrados como pseudónimos de la Trinidad de ese Dios personal que El mismo hace donación de sí al hombre. (Fin del excurso.)

Estos intentos de renovación de una teología filosófica poshegeliana me parecen, pese a todo, mucho más simpáticos que ese nietzscheanismo que se limita a tomar prestados los conceptos, de connotación cristiana, del oír y el escuchar, del pensar rememorativo y de la expectativa de la gracia, de la venida y del acontecimiento salvífico, para reducirlas a un pensamiento que, desprovisto de toda textura y tuétano proposicional, pretende pasar por detrás de Cristo y de Sócrates para perderse en la indeterminación de lo arcaico.

Pero, aunque los intentos de renovación poshegeliana de la teología filosófica resulten más simpáticos que todo esto, una filosofía que permanezca consciente de su falibilidad y de su frágil posición dentro del complejo edificio de la sociedad moderna tiene que atenerse a una distinción genérica, pero de ningún modo peyorativa, entre el discurso secular, que aspira a ser accesible a todo el mundo, y el discurso religioso, que depende de verdades reveladas.

Ahora bien, a diferencia de lo que sucede en Kant y en Hegel, este trazado gramatical de límites no lleva asociada la pretensión filosófica En contraposición con la abstinencia ética de un pensamiento posmetafísico, al que le resulta ajeno todo concepto de vida buena y ejemplar que se presente como universal, como obligatorio para todos, resulta que en las Sagradas Escrituras y en las tradiciones religiosas han quedado articuladas intuiciones sobre la culpa y la redención, sobre lo que puede ser la salida salvadora de una vida que se ha experimentado como carente de salvación, intuiciones que se han venido deletreando y subrayando sutilmente durante milenios y que se han mantenido hermenéuticamente vivas. Por eso, en la vida de las comunidades religiosas, en la medida en que logran evitar el dogmatismo y la coerción sobre las conciencias, permanece intacto algo que en otros lugares se ha perdido y que tampoco puede reconstruirse con el solo saber profesional de los expertos; me refiero a posibilidades de expresión y a sensibilidades suficientemente diferenciadas en lo que respecta a la vida malograda y fracasada, a patologías sociales, al malogro de proyectos de vida individual y a las deformaciones de contextos de vida distorsionados.

A partir de la asimetría de pretensiones epistémicas (la filosofía no puede pretender saber aquello que la religión se presenta sabiendo), se puede fundamentar la disposición de la filosofía al aprendizaje con respecto a la religión, y no por razones funcionales, sino por razones de contenido, es decir, precisamente recordando el éxito de sus propios procesos “hegelianos” de aprendizaje. Con esto quiero decir que la mutua compenetración de cristianismo y metafísica griega no sólo dio lugar a la configuración espiritual y conceptual que cobró la dogmática teológica, no sólo dio lugar a una helenización del cristianismo –que no en todos los aspectos fue una bendición–, sino que, por otro lado, fomentó también una apropiación de contenidos genuinamente cristianos por parte de la filosofía. Ese trabajo de apropiación cuajó en redes conceptuales de alta carga normativa, como fueron las que formaron los conceptos de responsabilidad, autonomía y justificación; por los de historia, memoria, nuevo comienzo, innovación y retorno; los de emancipación y cumplimiento; los de extrañamiento, interiorización y encarnación, o por los conceptos de individualidad y comunidad. Ese trabajo de apropiación transformó el sentido religioso original, pero no deflacionándolo y vaciándolo, ni tampoco consumiéndolo o despilfarrándolo.

La traducción de que el hombre es imagen de Dios a la idea de una igual dignidad de todos los hombres, que hay que respetar incondicionalmente, es una de esas traducciones salvadoras (que salvan el contenido religioso traduciéndolo a filosofía). Es una de esas traducciones que, más allá de los límites de una determinada comunidad religiosa, abre el contenido de los conceptos bíblicos al público universal, al de quienes profesan otras creencias o de quienes, simplemente, no son creyentes. Walter Benjamin, por ejemplo, consiguió muchas veces hacer esa clase de traducciones.

Sobre la base de esta experiencia de liberalización secularizadora de potenciales de significado encapsulados en las religiones, podemos dar al teorema de Böckenförde un sentido que ya no tiene por qué resultar capcioso. He mencionado el diagnóstico según el cual el equilibrio conseguido en la modernidad entre los tres grandes medios de integración social (el dinero, el poder y la solidaridad) corre el riesgo de desmoronarse, porque los mercados y el poder administrativo expulsan cada vez más la solidaridad; es decir, prescinden de coordinar la acción por medio de valores, normas y un empleo del lenguaje orientado a entenderse. Así, resulta también en interés del propio Estado constitucional el tratar con respeto y cuidado a todas aquellas fuentes culturales de las que se alimenta la conciencia normativa de solidaridad de los ciudadanos.

Es esta conciencia, que se ha vuelto conservadora, lo que se refleja en la expresión “sociedad postsecular” (8). Esta expresión no sólo se refiere a que la religión se afirma cada vez más en el entorno secular y que la sociedad ha de contar indefinidamente con la persistencia de comunidades religiosas; tampoco pretende sólo devolver a las comunidades religiosas el reconocimiento público que se merecen por la contribución funcional que hacen a motivaciones y actitudes que vienen bien a todos. En la conciencia pública de una sociedad postsecular se refleja, ante todo, una intuición normativa que tiene consecuencias para el trato político entre ciudadanos creyentes y ciudadanos no creyentes. En la “sociedad postsecular” termina imponiéndose la convicción de que “la modernización de la conciencia pública” acaba abrazando por igual a las mentalidades religiosas y a las mentalidades mundanas (pese a las diferencias de fases que pueden ofrecer entre sí) y cambia a ambas reflexivamente. Pues ambas partes, con tal de que entiendan en común la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje, pueden hacer su contribución a temas controvertidos en el espacio público, y entonces, también, tomarse mutuamente en serio por razones cognitivas.

Qué puede esperar el Estado liberal de creyentes y no creyentes

Por un lado, la conciencia religiosa se ha visto obligada a hacer procesos de adaptación. Toda religión es originalmente “imagen del mundo” o, como dice Rawls, una comprehensive doctrine (una “doctrina omniabarcante”), y ello también en el sentido de que reclama autoridad para estructurar una forma de vida en conjunto. A esta pretensión de monopolio interpretativo –o de configuración global de la existencia– hubo de renunciar la religión al producirse la secularización del saber, y al imponerse la neutralidad religiosa inherente al poder estatal y la libertad generalizada de religión.

Y con la diferenciación funcional de subsistemas sociales, la vida religiosa de la comunidad se separa también de su entorno social. El papel de miembro de esa comunidad religiosa se diferencia del papel de persona privada o de miembro de la sociedad. Y como el Estado liberal depende de una integración política de los ciudadanos, que tiene que ir más allá de un mero modus vivendi (es decir, que requiere una fuerte capacidad normativa autónoma), esta diferenciación que se produce en el carácter de miembro de las distintas esferas sociales no puede reducirse a una adaptación del hecho religioso a las normas impuestas por la sociedad secular de manera tal que el ethos religioso renuncie a toda clase de pretensión. Más bien, el orden jurídico universalista y la moral social igualitaria han de quedar conectados desde dentro al ethos de la comunidad religiosa, de suerte que lo primero pueda también seguirse consistentemente de lo segundo. Para esta “inserción” John Rawls recurrió a la imagen de módulo: este módulo de la justicia mundana, pese a que esté construido con ayuda de razones que son neutrales en lo tocante a la cosmovisión, tiene que encajar en los contextos de fundamentación de la ortodoxia religiosa de que se trate (9).

Esta posibilidad normativa con la que el Estado liberal confronta a las comunidades religiosas concuerda con los propios intereses de estas comunidades, en el sentido de que, con ello, se les abre la posibilidad de ejercer su influencia sobre la sociedad en conjunto por medio del espacio público-político.

Ciertamente, las consecuencias de la tolerancia, como demuestran las regulaciones más o menos liberales acerca del aborto, no están distribuidas simétricamente entre creyentes y no creyentes; pero tampoco para la conciencia secular, el goce de la libertad negativa que representa la libertad religiosa se produce sin costos. Pues de la conciencia secular se espera que se ejercite a sí misma en un trato autorreflexivo con los límites de la Ilustración. La comprensión de la tolerancia por parte de las sociedades pluralistas articuladas por una constitución liberal no solamente exige de los creyentes que en el trato con los no creyentes y con los que creen de otra manera se hagan a la evidencia de que razonablemente habrán de contar con la persistencia indefinida de un disenso: sino que, por el otro lado, en el marco de una cultura política liberal también se exige de los no creyentes que se hagan asimismo a esa evidencia en el trato con los creyentes. Y para un ciudadano carente de oído para lo religioso esto significa la exigencia nada trivial de determinar, también autocríticamente, la relación entre fe y saber desde la perspectiva del propio saber mundano.

Y es que la expectativa de que persista la discordancia entre fe y saber sólo merece el predicado de “racional” si, también desde el punto de vista del saber secular, se admite para las convicciones religiosas un estatus epistémico que no quede calificado simplemente de irracional.

Así pues, en el espacio público-político, las cosmovisiones naturalistas que se deben a una elaboración especulativa de informaciones científicas y que son relevantes para la autocomprensión ética de los ciudadanos (10) de ninguna manera gozan prima facie de ningún privilegio frente a las concepciones de tipo cosmovisional o religioso que están en competencia con ellas. La neutralidad cosmovisional del poder del Estado, que garantiza iguales libertades éticas para cada ciudadano, es incompatible con cualquier intento de generalizar políticamente una visión secularística del mundo. Y los ciudadanos secularizados, cuando se presentan y actúan en su papel de ciudadanos, ni pueden negar, en principio, a las cosmovisiones religiosas un potencial de verdad, ni tampoco pueden discutir a sus conciudadanos creyentes el derecho de hacer contribuciones en su lenguaje religioso a las discusiones públicas.

Una cultura política liberal puede esperar, incluso, de los ciudadanos secularizados, que arrimen el hombro a los esfuerzos de traducir del lenguaje religioso a un lenguaje públicamente accesible aquellos aportes que puedan resultar relevantes (11).

(1) E.-W. Böckenförde, Die Entstehung des Staates als Vorgang der Säkularisation (1967), en: Idem, Recht, Staat, Freiheit, Francfort 1991, pp. 92 ss, aquí p. 112.

(2) J. Habermas, Die Einbeziehung des Anderen, Francfort 1996.

(3) J. Habermas, Facticidad y validez, traducción M. Jiménez Redondo, Madrid 1998.

(4) H. Brunkhorst, Der lange Schatten des Staatswillenspositivismus, Leviathan 31, 2003, 362-381.

(5) Böckenförde (1991), p. 111.

(6) Cfr. Jürgen Habermas, Identidades nacionales y postnacionales, traducción de Manuel Jiménez Redondo, Madrid 1989.

(7) P. Neuner, G. Wenz (Ed.), Theologen des 20. Jahrhunderts, Darmstadt 2002.

(8) K. Eder, “Europäische Säkularisierung – ein Sonderweg in die postsäkulare Gesellschaft?”, Berliner Journ. f. Soziologie, vol. 3, 2002, 331-343.

(9) J. Rawls, Political Liberalism, New York, 1993, 12 s., 145.

(10) Véase por ejemplo W. Singer, “Nadie puede ser de otra manera que como es. Nuestras conexiones cerebrales nos fijan. Deberíamos dejar de hablar de libertad”, FAZ de 8 de enero 2004, 33.

(11) J. Habermas, Glauben und Wissen, Francfort, 2001.



Josep Ratzinger

Nació en Marktl am Inn, diócesis de Passau, en abril de 1927. El actual papa Benedicto XVI fue ordenado sacerdote en 1951 y en 1953 completó su doctorado en teología, en la Universidad de Munich. Junto con su desarrollo teórico e intelectual, Ratzinger cumplió una larga carrera en el Vaticano, junto a Juan Pablo II. Fue prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidente de la Comisión Teológica Internacional y decano del Colegio Cardenalicio. Ratzinger es doctor honoris causa por las universidades de Lublin, Navarra y Lima, entre otras.

En aceleración del tiempo de la evolución histórica en la que nos encontramos hay, a mi entender, ante todo dos factores característicos de un fenómeno que hasta ahora se había venido desarrollando lentamente: por un lado, la formación de una sociedad global en la que los distintos poderes políticos, económicos y culturales se han vuelto cada vez más interdependientes y se rozan e interpenetran recíprocamente en sus respectivos espacios vitales; por el otro, está el desarrollo de las posibilidades humanas, del poder de crear y destruir, que suscita mucho más allá de lo acostumbrado la cuestión acerca del control jurídico y ético del poder. Por lo tanto, adquiere especial fuerza la cuestión de cómo las culturas en contacto pueden encontrar fundamentos éticos que conduzcan su convergencia por el buen camino y puedan construir una forma común, jurídicamente legitimada, de delimitación y regulación del poder.

El eco que ha encontrado el proyecto de ética global presentado por Hans Küng muestra, en cualquier caso, que la cuestión está abierta. Y eso no cambia aunque se acepte la perspicaz crítica que Spaemann dirige a ese proyecto (1), ya que a los dos factores mencionados anteriormente se añade otro: en el proceso del encuentro y la interpenetración de las culturas se han quebrado, en gran parte, una serie de certezas éticas que hasta ahora resultaban fundamentales.

La cuestión de qué es realmente el bien, especialmente en el contexto dado, y por qué hay que hacer el bien, aunque sea en perjuicio propio, es una pregunta básica que sigue careciendo de respuesta.

Me parece evidente que la ciencia como tal no puede generar una ética, y que, por lo tanto, no puede obtenerse una conciencia ética renovada como producto de los debates científicos. Por otro lado, es indiscutible que la modificación fundamental de la imagen del mundo y el ser humano a consecuencia del incremento del conocimiento científico ha contribuido decisivamente a la ruptura de las antiguas certezas morales.

Por lo tanto, sí existe una responsabilidad de la ciencia hacia el ser humano como tal, y especialmente una responsabilidad de la filosofía, que debería acompañar de modo crítico el desarrollo de las distintas ciencias y analizar críticamente las conclusiones precipitadas y certezas aparentes acerca de la verdadera naturaleza del ser humano, su origen y el propósito de su existencia o, dicho de otro modo, expulsar de los resultados científicos los elementos acientíficos con los que a menudo se mezclan, y así mantener abierta la mirada hacia las dimensiones más amplias de la verdad de la existencia humana, de los que la ciencia sólo permite mostrar aspectos parciales.

Poder sometidoa la fuerza de la ley

En un sentido concreto, es tarea de la política someter el poder al control de la ley a fin de garantizar que se haga un uso razonable de él. No debe imponerse la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley. El poder sometido a la ley y puesto a su servicio es el polo opuesto a la violencia, que entendemos como ejercicio del poder prescindiendo del derecho y quebrantándolo. Por eso es importante para toda sociedad superar la tendencia a desconfiar del Derecho y de sus ordenamientos, pues sólo así puede cerrarse el paso a la arbitrariedad y se puede vivir la libertad como algo compartido por toda la comunidad. La libertad sin ley es anarquía y, por ende, destrucción de la libertad. La desconfianza hacia la ley y la revuelta contra la ley se producirán siempre que ésta deje de ser expresión de una Justicia al servicio de todos y se convierta en producto de la arbitrariedad, en abuso por parte de los que tienen el poder para hacer las leyes.

La tarea de someter el poder al control de la ley nos lleva, en fin, a otra cuestión: ¿de dónde surge la ley, y cómo debe estar configurada para que sea vehículo de la justicia y no privilegio de aquellos que tienen el poder de legislar?

Por un lado se plantea, pues, la cuestión del origen de la ley, pero por el otro también la cuestión de cuáles son sus propias proporciones internas. La necesidad de que la ley no sea instrumento de poder de unos pocos, sino expresión del interés común de todos parece, al menos en primera instancia, satisfecha gracias a los instrumentos de la formación democrática de la voluntad popular, ya que éstos permiten la participación de todos en la creación de la ley, y en consecuencia la ley pertenece a todos y puede y debe ser respetada como tal. Efectivamente, el hecho de que se garantice la participación colectiva en la creación de las leyes y en la administración justa del poder es el motivo fundamental para considerar que la democracia es la forma más adecuada de ordenamiento político.

Y, sin embargo, a mi juicio, queda una pregunta por responder. Dado que difícilmente puede lograrse la unanimidad entre los seres humanos, los procesos de decisión deben echar mano imprescindiblemente de mecanismos como, por un lado, la delegación y, por el otro, la decisión de la mayoría, esta última de distintos grados según la importancia de la cuestión a decidir.

Pero las mayorías también pueden ser ciegas o injustas. La historia nos proporciona sobrados ejemplos de ello. Cuando una mayoría, por grande que sea, sojuzga mediante leyes opresoras a una minoría, por ejemplo, religiosa o racial, ¿pue-de hablarse de justicia o, incluso, de derecho en sentido estricto? Así, el principio de la decisión mayoritaria no resuelve tampoco la cuestión de los fundamentos éticos del Derecho, la cuestión de si existen cosas que nunca pueden ser justas, es decir, cosas que son siempre por sí mismas injustas o, inversamente, cosas que por su naturaleza siempre sean irrevocablemente justas y que, por lo tanto, estén por encima de cualquier decisión mayoritaria y deban ser respetadas siempre por ésta.

La era contemporánea ha formulado, en las diferentes declaraciones de los derechos humanos, un repertorio de elementos normativos de ese tipo y los ha sustraído al juego de las mayorías. La conciencia de nuestros días puede muy bien darse por satisfecha con la evidencia interna de esos valores. Pero esa clase de autolimitación de la indagación también tiene carácter filosófico. Existen, pues, valores que se sustentan por sí mismos, que tienen su origen en la esencia del ser humano y que por tanto son intocables para todos los poseedores de esa esencia. Más adelante volveremos a hablar del alcance de una representación semejante, sobre todo teniendo en cuenta que hoy en día esa evidencia no está reconocida ni mucho menos en todas las culturas. El islam ha definido un catálogo propio de los derechos humanos, divergente del occidental. En China impera hoy una forma cultural procedente de Occidente, el marxismo, pero eso no impide a sus dirigentes preguntarse –si estoy bien informado– si los derechos humanos no serán acaso un invento típicamente occidental que debe ser cuestionado.

Nuevas formas de poder y nuevas cuestiones enrelación con su control

Cuando se habla de la relación entre el poder y la ley y de los orígenes del Derecho, debe contemplarse también con atención el fenómeno del poder mismo. No pretendo definir la naturaleza del poder como tal, sino esbozar los desafíos que se derivan de las nuevas formas de poder que se han desarrollado en los últimos cincuenta años.

En los primeros años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, imperaba el horror ante el nuevo poder de destrucción que había adquirido el ser humano con la invención de la bomba atómica.

El hombre se veía de repente capaz de destruirse a sí mismo y también de destruir su planeta. Se imponía la siguiente pregunta: ¿qué mecanismos políticos son necesarios para impedir esa destrucción? ¿Cómo pueden crearse esos mecanismos y hacerlos efectivos? ¿Cómo pueden movilizarse las fuerzas éticas capaces de dar cuerpo a esas formas políticas y dotarlas de la guerra nuclear durante un largo período fue la competencia entre los bloques de poder opuestos y su temor a desencadenar su propia destrucción si provocaban la del otro.

La limitación recíproca del poder y el temor por la propia supervivencia se revelaron como las únicas fuerzas capaces de salvar a la humanidad. Lo que nos angustia en nuestros días no es el temor a una guerra a gran escala, sino el miedo al terror omnipresente, que puede golpear eficazmente en cualquier momento y lugar. Ahora nos damos cuenta de que la humanidad no necesita una guerra a gran escala para hacer imposible la vida en el planeta. Los poderes anónimos del terror, que pueden hacerse presentes en todo lugar, son lo bastante fuertes como para infiltrarse en nuestra vida cotidiana, y ello sin excluir que elementos criminales puedan tener acceso a los grandes potenciales de destrucción y desencadenar así el caos a escala mundial desde fuera de las estructuras políticas.

Así, la cuestión en torno de la ley y la ética se ha desplazado hacia otro terreno: ¿de qué fuentes se alimenta el terrorismo? ¿Cómo podemos poner freno desde dentro a esa nueva enfermedad del género humano? A este respecto, resulta muy inquietante que el terrorismo consiga, aunque sea parcialmente, dotarse de legitimidad. Los mensajes de Ben Laden presentan el terror como la respuesta de los pueblos excluidos y oprimidos a la arrogancia de los poderosos, como el justo castigo a la soberbia de éstos y a su autoritarismo y crueldad sacrílegos. Parece claro que esa clase de motivaciones resultan convincentes para las personas que viven en determinados entornos sociales y políticos. En parte, el comportamiento terrorista también es presentado como defensa de la tradición religiosa frente al carácter impío de la sociedad occidental. En este punto cabe hacerse una pregunta sobre la que igualmente deberemos volver después: si el terrorismo se alimenta también del fanatismo religioso –y, efectivamente, así es–, ¿debemos considerar la religión un poder redentor y salvífico o más bien una fuerza arcaica y peligrosa que erige falsos universalismos y conduce, con ellos, a la intolerancia y el terror? ¿No debería la religión ser sometida a la tutela de la razón y limitada severamente? Y, en tal caso, ¿quién sería capaz de hacerlo? ¿Cómo habría que hacerlo? Pero la pregunta más importante sigue siendo si la religión se pudiera ir suprimiendo paulatinamente, si se pudiera ir superando, ¿representaría tal cosa un necesario progreso de la humanidad en su camino hacia la libertad y la tolerancia universal o no?

En los últimos tiempos, ha pasado a primer plano otra forma de poder que, en principio, aparenta ser de naturaleza plenamente benéfica y digna de todo aplauso, pero que en realidad puede convertirse en una nueva forma de amenaza contra el ser humano. Hoy, el hombre es capaz de crear hombres, de fabricarlos en una probeta, por así decirlo. El ser humano se convierte así en producto, y con ello se invierte radicalmente la relación del ser humano consigo mismo. Ya no es un regalo de la naturaleza o del Dios creador: es un producto de sí mismo. El hombre ha penetrado en el sancta sanctorum del poder, ha descendido al manantial de su propia existencia. La tentación de intentar construir ahora, por fin, el ser humano correcto, de experimentar con seres humanos, y la tentación de ver al ser humano como un desecho y en consecuencia quitarlo de en medio no es ninguna creación fantasiosa de moralistas enemigos del progreso.

Si antes habíamos de preguntarnos si la religión es realmente una fuerza moral positiva, ahora debemos poner en duda que la razón sea una potencia fiable. Al fin y al cabo, también la bomba atómica fue un producto de la razón; al fin y al cabo, la crianza y selección de seres humanos han sido también concebidos por la razón. ¿No sería, pues, ahora la razón lo que debe ser sometido a vigilancia? Pero ¿quién o qué se encargaría de ello? ¿O quizá sería mejor que la religión y la razón se limitaran recíprocamente, se contuvieran la una a la otra y se ayudaran mutuamente a enfilar el buen camino?

En este punto se plantea de nuevo la cuestión de cómo, en una sociedad global con sus mecanismos de poder y con sus fuerzas desencadenadas, así como con sus diferentes puntos de vista acerca del derecho y la moral, es posible encontrar una evidencia ética eficaz con suficiente capacidad de motivación y autoridad para dar respuesta a los desafíos que he apuntado y ayudar a superarlos.

Fundamentos del Derecho: ley, naturaleza, razón

En este punto se impone ante todo echar una mirada a situaciones históricas comparables a la nuestra, suponiendo que sea posible la comparación. En cualquier caso, vale la pena recordar brevemente que Grecia también tuvo su propia Ilustración, que la validez del Derecho fundamentado en lo divino dejó de ser evidente y que se hizo necesario indagar en busca de fundamentos más profundos del derecho. Así nació la idea de que, frente al derecho positivo, que podía ser injusto, debía existir un derecho que surgiera de la naturaleza, de la esencia del hombre, y que había que encontrarlo y usarlo para corregir los defectos del derecho positivo.

En una época más cercana a nosotros, podemos examinar la doble fractura que se produjo en la conciencia europea en el inicio de la modernidad, y que puso las bases para una nueva reflexión sobre el contenido y los orígenes del Derecho. En primer lugar, está el desbordamiento de las fronteras del mundo europeo-cristiano, que se consumó con el descubrimiento de América. En ese momento, se entró en contacto con pueblos ajenos al entramado de la fe y el derecho cristiano, que hasta entonces había sido el origen y el modelo de la ley para todos. No había nada en común con esos pueblos en el terreno jurídico. Pero ¿eso significaba que carecían de leyes, como algunos afirmaron –y pusieron en práctica– por entonces, o bien había que postular la existencia de un Derecho que, situado por encima de todos los sistemas jurídicos, vinculara y guiara a los seres humanos cuando entraran en contacto con diferentes culturas?

Ante esa situación, Francisco de Vitoria puso nombre a una idea que ya estaba flotando en el ambiente: la del ius gentium (literalmente, el derecho de los pueblos), donde la palabra gentes se asocia, sobre todo, a la idea de paganos, de no cristianos. Se trata de una concepción del Derecho como algo previo a la concreción cristiana del mismo, y que debe regular la correcta relación entre todos los pueblos.

La segunda fractura en el mundo cristiano se produjo dentro de la cristiandad misma debido al cisma, que dividió la comunidad de los cristianos en diversas comunidades opuestas entre sí, a veces de modo hostil. De nuevo fue necesario desarrollar una noción del Derecho previa al dogma, o por lo menos una base jurídica mínima cuyos fundamentos no podían estar ya en la fe, sino en la naturaleza, en la razón del hombre. Hugo Grotius, Samuel von Pufendorf y otros desarrollaron la idea del derecho natural como una ley basada en la razón, que otorga a ésta la condición de órgano de construcción común del Derecho, más allá de las fronteras entre confesiones.

El derecho natural ha seguido siendo –en especial en la Iglesia Católica– la figura de argumentación con la que se apela a la razón común en el diálogo con la sociedad secular y con otras comunidades religiosas y se buscan los fundamentos para un entendimiento en torno de los principios éticos del Derecho en una sociedad secular pluralista. Pero por desgracia, el derecho natural ha dejado de ser una herramienta fiable, de modo que en este diálogo renunciaré a basarme en él.

La idea del derecho natural presuponía un concepto de naturaleza en el que naturaleza y razón se daban la mano y la naturaleza misma era racional. Pero esta visión ha entrado en crisis con el triunfo de la teoría de la evolución. La naturaleza como tal, se nos dice, no es racional, aunque existan en ella comportamientos racionales: ése es el diagnóstico evolucionista, que hoy en día parece poco menos que indiscutible (2). De las diferentes dimensiones del concepto de naturaleza en las que se fundamentó originariamente el derecho natural, sólo permanece, pues, aquella que Ulpiano (principios del siglo III d.C.) resumió en la conocida frase: “Ius naturae est, quod natura omnia animalia docet” (el derecho natural es aquel que la naturaleza enseña a todos los animales) (3). Pero, precisamente, esa idea no basta para nuestra indagación, en la que no se trata de aquello que afecta a todos los animalia, sino de cuestiones que corresponden específicamente al hombre, que han surgido de la razón humana y que no pueden resolverse sin recurrir a la razón.

El último elemento que queda en pie del derecho natural (que en lo más hondo pretendía ser un derecho racional, por lo menos en la modernidad) son los derechos humanos, los cuales no son comprensibles si no se acepta previamente que el hombre por sí mismo, simplemente por su pertenencia a la especie humana, es sujeto de derechos, y su existencia misma es portadora de valores y normas, que pueden encontrarse, pero no inventarse. Quizás hoy en día la doctrina de los derechos humanos debería complementarse con una doctrina de los deberes humanos y los límites del hombre, y esto podría quizás ayudar a renovar la pregunta en torno de si puede existir una razón de la naturaleza y, por lo tanto, un derecho racional aplicable al hombre y su existencia en el mundo.

Un diálogo de esas características sólo sería posible si se llevara a cabo y se interpretara a escala intercultural. Para los cristianos ese concepto tendría que ver con la Creación y el Creador. En el mundo hindú correspondería al concepto del Dharma, la ley interna del ser, y en la tradición china a la idea de los órdenes del cielo.

La interculturalidad y sus consecuencias

Antes de tratar de llegar a alguna conclusión, quisiera transitar brevemente por la senda en la que acabo de adentrarme. A mi entender, hoy la interculturalidad es una dimensión imprescindible de la discusión en torno de cuestiones fundamentales de la naturaleza humana, que no puede dirimirse únicamente dentro del cristianismo ni de la tradición racionalista occidental. Es cierto que ambos se consideran, desde su propia perspectiva, fenómenos universales, y lo son quizá también de iure (de derecho); pero de facto (de hecho) tienen que reconocer que sólo son aceptados en partes de la humanidad, y sólo para esas partes de la humanidad resultan comprensibles. Con todo, el número de las culturas en competencia es en realidad mucho más limitado de lo que podría parecer.

Ante todo, es importante tener en cuenta que dentro de los diferentes espacios culturales no existe unanimidad, y todos ellos están marcados por profundas tensiones en el seno de su propia tradición cultural. En Occidente, esto salta a la vista. Aunque la cultura secular rigurosamente racional, de la que el señor Habermas nos acaba de dar un excelente ejemplo, ocupa un papel predominante y se concibe a sí misma como el elemento cohesionador, lo cierto es que la concepción cristiana de la realidad sigue siendo una fuerza activa. A veces, estos polos opuestos se encuentran más cercanos o más lejanos, y más o menos dispuestos a aprender el uno del otro o rechazarse mutuamente.

También el espacio cultural islámico está atravesado por tensiones similares; hay una gran diferencia entre el absolutismo fanático de un Ben Laden y las posturas abiertas a la racionalidad y la tolerancia. El tercer gran espacio cultural, la civilización india o, más exactamente, los espacios culturales del hinduismo y del budismo, están también sujetos a tensiones parecidas, por más que, al menos desde nuestro punto de vista, puedan parecer menos dramáticas. También esas culturas, a su vez, se ven sometidas a la presión de la racionalidad occidental y a la de la fe cristiana, ambas presentes en sus ámbitos, y asimilan tanto una cosa como la otra de formas muy variables, sin dejar de mantener, pese a todo, su propia identidad. Las culturas tribales de Africa (y también las de América latina, que experimentan un resurgimiento gracias a la acción de determinadas teologías cristianas) completan el panorama. En buena parte parecen poner en cuestión la racionalidad occidental, pero al mismo tiempo también la aspiración universal de la revelación cristiana.

¿Qué se deduce de todo esto? Para empezar, tal como lo veo, el hecho de que las dos grandes culturas de Occidente, la de la fe cristiana y la de la racionalidad secular, no son universales, por más que ambas ejerzan una influencia importante, cada una a su manera, en el mundo entero y en todas las demás culturas. En ese sentido, la pregunta del colega de Teherán, a la que el señor Habermas ha hecho referencia, me parece de verdadera entidad; se preguntaba si desde el punto de vista de la sociología de la religión y la comparación entre culturas, no sería la secularización europea la anomalía necesitada de corrección. Personalmente no creo imprescindible, ni siquiera necesario, buscar la clave de esa pregunta en la atmósfera intelectual de Carl Schmitt, Martin Heidegger y Leo Strauss, es decir, de una situación europea marcada por la fatiga del racionalismo. Lo cierto es, en cualquier caso, que nuestra racionalidad secular, por más plausible que aparezca a la luz de nuestra razón configurada a la manera de Occidente, no es capaz de acceder a toda ratio, y que, en su intento, de hacerse innegable, acaba topando con sus límites. Su evidencia está ligada fácticamente a determinados contextos culturales, y debe reconocer que no es reproducible como tal en el conjunto de la humanidad y, en consecuencia, no puede ser operativa a escala global.

En otras palabras, no existe una definición del mundo ni racional ni ética ni religiosa con la que todos estén de acuerdo y que pueda servir de soporte para todas las culturas; o, por lo menos, actualmente es inalcanzable. Por eso mismo, esa ética denominada global tampoco pasa de ser una mera abstracción.

Conclusiones

¿Qué se puede hacer, pues? En lo que respecta a las consecuencias prácticas, estoy en gran medida de acuerdo con lo expuesto por el señor Habermas acerca de la sociedad postsecular, la disposición al aprendizaje y la autolimitación por ambas partes. Voy a resumir mi propio punto de vista en dos tesis y con ello concluiré mi intervención.

1. Hemos visto que en la religión existen patologías sumamente peligrosas, que hacen necesario contar con la luz divina de la razón como una especie de órgano de control encargado de depurar y ordenar una y otra vez la religión, algo que, por cierto, ya preveían los padres de la Iglesia (4). Pero, a lo largo de nuestras reflexiones, hemos visto igualmente que también existen patologías de la razón, de las que la humanidad, por lo general, hoy no es consciente. Existe una desmesurada arrogancia de la razón que resulta incluso más peligrosa debido a su potencial eficiencia: la bomba atómica, el ser humano entendido como producto. Por eso también la razón debe, inversamente, ser consciente de sus límites y aprender a prestar oído a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Cuando se emancipa por completo y pierde esa disposición al aprendizaje y esa relación correlativa, se vuelve destructiva.

Hace poco, Kurt Hübner formuló una exigencia similar, afirmando que esa tesis no implica un inmediato “retorno a la fe”, sino “que nos liberemos de la idea enormemente falsa de que la fe ya no tiene nada que decir a los hombres de hoy, porque contradice su concepto humanista de la razón, la Ilustración y la libertad” (5).

De acuerdo con esto, yo hablaría de la necesidad de una relación correlativa entre razón y fe, razón y religión, que están llamadas a depurarse y redimirse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y que deben reconocerlo frente al otro.

2. Esta regla básica debe concretarse en la práctica dentro del contexto intercultural de nuestro presente. Sin duda, los dos grandes agentes de esa relación correlativa son la fe cristiana y la racionalidad secular occidental. Esto puede y debe afirmarse sin caer en un equivocado eurocentrismo. Ambos determinan la situación mundial en una medida mayor que las demás fuerzas culturales. Pero eso no significa que las otras culturas puedan dejarse de lado como una especie de quantité négligeable. Eso representaría una muestra de arrogancia occidental que pagaríamos muy cara y que, de hecho, ya estamos pagando en parte. Es importante que las dos grandes integrantes de la cultura occidental se avengan a escuchar y desarrollen una relación correlativa también con esas culturas. Es importante darles voz en el ensayo de una correlación polifónica, en el que ellas mismas descubran lo que razón y fe tienen de esencialmente complementario, a fin de que pueda desarrollarse un proceso universal de depuración en el que, al cabo, todos los valores y normas conocidos o intuidos de algún modo por los seres humanos puedan adquirir una nueva luminosidad, a fin de que aquello que mantiene unido al mundo recobre su fuerza efectiva en el seno de la humanidad.

Traducción: Joan Parra

1) R. Spaemann, “Weltethos als Projekt”, en: Merkur, Heft 570/571, páginas 893-904.

2) La expresión más impresionante (pese a muchas correcciones de detalle) de esta filosofía de la evolución, hoy todavía dominante, la representa el libro de J. Monod, El azar y la necesidad, Barcelona, 1989. En lo que respecta a la distinción entre lo que son los resultados efectivos de la ciencia y lo que es la filosofía que acompaña a esos resultados, cfr. R. Junker, S. Scherer (eds.), Evolution. Ein Kritischer Lehrbuch, Giessen 1998. Para algunas indicaciones concernientes a la discusión con la filosofía que acompaña a esa teoría de la evolución, véase J. Ratzinger, Glaube - Wahrheit - Toleranz, Friburgo, 2003, 131-147. J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, Salamanca (2005).

3) Acerca de las tres dimensiones del derecho natural medieval (dinámica del ser en general, teleología de la naturaleza común a los hombres y a los animales [Ulpiano], y teología específica de la naturaleza racional del hombre) cfr. las referencias a ello en el artículo de Ph. Delhaye “Naturrecht”. Digno de notarse es el concepto de derecho natural que aparece al principio del Decretum gratiani: Humanum genus duobus regitur, naturali videlicit iure, et moribus. Ius naturale est, quod in lege et Evangelio continetur, quo quisque iubetur, alii facere, quod sibi vult fieri, et prohibetur, alii inferre, quod sibi nolit fieri (el género humano se rige por dos cosas, a saber, el derecho natural y las costumbres. Derecho natural es el que se contiene en la ley y el Evangelio, por el que se manda a cada cual no hacer a otro sino lo que quiere que se le haga a él, y se le prohíbe infligir a otro aquello que no quiere que se le haga a él).

4) Es lo que he tratado de exponer en mi libro ya mencionado en la nota 2: Glaube - Wahrheit -Toleranz; cfr. también M. Fiedrowicz, Apologie im frühen Christentum, seg. edición, Paderborn 2002.

5) K. Hübner, Das Christentum im Wettstreit der Religiones, Tubinga 2003, 148.