"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

¿Qué pasa en la clase de filosofía?


Alejandro Sarbach

1. Apertura y obturación: la "escucha" como dispositivo didáctico.

Comienzo estas notas proponiendo una idea, a la que he llegado luego de un tiempo de reflexión sobre mi práctica como docente de la asignatura de filosofía en el bachillerato: una propuesta didáctica que entienda la enseñanza de la filosofía no como la transmisión académica de contenidos ajenos a la realidad vital de los alumnos, sino como el desarrollo creativo de su pensamiento, debe considerar como material privilegiado de la actividad en el aula las referencias “pre-filosóficas” que los alumnos traen consigo a la clase. Este supuesto exige que la actividad docente debería crear las condiciones para que el pensamiento de los alumnos pueda expresarse. No obstante, he constatado que en la práctica de muchos profesores de filosofía, y en la mía propia, se da una frecuente tendencia a obturar esa expresión.

De hecho, la apertura y el cierre de las vías de expresión, de manera alternativa y continuada es una característica consustancial a cualquier proceso comunicativo. Sería imposible convivir en una situación de comunicación permanente, de continuo “grifo abierto”.

Estos procesos son generalmente inconscientes e involuntarios. Suelen ser respuestas homeostáticas que procuran mantener la ecología de las relaciones, continuamente alteradas por las diferencias, los conflictos, las estereotipias y los prejuicios, las fobias, los miedos y la ansiedad que estos provocan. La cuestión es poder llegar a hacer consciente estos efectos de obturación y de apertura en el contexto de la clase, reconocer las prácticas que los producen, y de esta forma desarrollar estrategias para evitarlos o promoverlos mediante la aplicación reguladora de determinados recursos didácticos.

Hay momentos privilegiados –y también escasos– en los que la expresión del discurso de los alumnos se manifiesta plenamente. El docente se encuentra entonces ante un triple desafío: saber identificarlos, saber promoverlos, y saber interpretarlos.

Digo desafíos porque las dificultades no son pocas. Cuando se dan esos momentos de libre expresión del pensamiento de los jóvenes, las circunstancias que los posibilitan suelen ser fortuitas y por un descuido o relajación de la dinámica de control que el profesor suele mantener en el aula (la disciplina, las explicaciones académicas, las programaciones, los exámenes). Por otra parte, la expresión del discurso propio de los alumnos suele manifestarse en formas poco reconocibles y, no pocas veces, sancionables: el humor, las intervenciones fuera de lugar, el exabrupto. La escucha docente pareciera sólo estar preparada para captar las intervenciones “educativamente correctas”. Finalmente, si resulta difícil promover la expresión, o reconocer sus manifestaciones, mucho más lo es poder analizarla e interpretarla. Agravado este hecho por la implicación cuestionadora que para la posición docente suele tener la libre manifestación del discurso discente: el escuchar de manera atenta lo que dicen los alumnos significa a menudo para el profesor verse llevado a la revisión de su propio discurso, encontrarse ante un espejo que le devuelve una imagen no siempre satisfactoria.

Pese las dificultades, si se admite que la expresión del pensamiento de los alumnos es fundamental para el desarrollo de una didáctica reflexiva y de investigación, necesariamente se ha de promover los momentos de apertura del discurso, y reducir los momentos de obturación. No obstante, también es necesario tener en cuenta que la obturación no es negativa en sí misma; e incluso muchas veces necesaria, principalmente en aquellos momentos que resulta imprescindible producir un cierre de la expresión, indicar un límite, corregir un error, o sencillamente transmitir una información que creemos necesaria.

Conviene profundizar en las características de estos dos procesos opuestos: la apertura y la obturación o cierre. Ligada a la idea de apertura está la de “escucha activa” entendida como una actitud que facilita la expresión del interlocutor. En cambio, la obturación se produce como efecto de la ocupación del campo de comunicación, y consiste en la inhibición de la expresión discursiva, en nuestro caso de los alumnos. Es un efecto que se puede prolongar después de la ocupación, y que llega a inhabilitar el posterior esfuerzo por reestablecer la escucha. Es el caso de aquel incómodo momento, después de una magnífica disertación, en el que el ponente demanda la intervención de los oyentes para que manifiesten sus puntos de vistas o sus dudas respecto de lo que se ha explicado y se obtiene, como única respuesta, el más absoluto silencio. Durante la clase magistral no se ha reprimido, de manera manifiesta, la libre expresión de nadie; sin embargo, la explicación ha sido tan clara, tan completa, algunos dirán tan “didáctica”, que ya no queda nada más para decir, ni para preguntar, ni para cuestionar, ni para nada, sólo el silencio, la total obturación. La conclusión de este ejemplo es que el efecto de obturación no consiste únicamente en impedir materialmente la expresión, sino también en concluir y cerrar el discurso, incluso en contextos aparentemente abiertos y democráticos.

Muchos factores pueden provocar el cierre, de no todos es responsable la acción docente. Una interferencia imprevista, la rotura de un clima conseguido, la acción involuntariamente boicoteadora de algún integrante del grupo, la ansiedad que puede llegar a producir en los alumnos el rozar ciertas fronteras sensibles, o el enfrentarse ante un problema que supera su capacidad para resolverlos. Muchas veces la obturación o el cierre se presenta como la necesidad de un descanso, de un intervalo, de un momento de relajación. O como respuesta inevitable ante un acortamiento excesivo de las vías de comunicación (el azoro que produce una manifestación emocional demasiado franca o directa), o bien, por el contrario, ante un alargamiento de estas vías (debido, por ejemplo, a la timidez o al desinterés).

Sin embargo, el problema se plantea cuando la práctica docente se muestra constitutivamente obturante. Sin descuidar los aspectos sistémicos o contextuales, es posible reconocer factores subjetivos como, por ejemplo, el sentimiento de vulnerabilidad o de pérdida del control que produce la perspectiva de ponerse a escuchar y abrir un campo de libre expresión para el interlocutor. El discurso expreso manifiesta y refuerza nuestra identidad; la escucha, en cambio, parece que nos anula y nos somete al protagonismo y la intervención de los demás. La actitud defensiva propia de una cierta manera de ser masculina, en nuestra sociedad patriarcal, puede ser un modelo de conducta obturante (la inexpresividad emocional, las actitudes autoritarias o competitivas). En cambio, la receptividad como rasgo que nuestra cultura parece haber asignado a lo femenino –que no necesariamente a las mujeres–, nos podría llevar a pensar que determinados individuos con ciertos rasgos de género, serían más idóneos para la escucha, y también para las tareas que conlleven el cuidado y la atención afectiva, en las cuales la receptividad es requisito indispensable. Con estas reflexiones seguramente nos vamos bastante más lejos del punto inicial, es decir, la necesidad didáctica de controlar los procesos de apertura y obturación de los discursos para el desarrollo de una práctica docente investigadora. Sin embargo, no estaría de más concluir en la importancia que también tiene para ello el considerar a la escucha como una acción didáctica ligada al cuidado y a la empatía emocional.

Agrego una reflexión personal sobre aquellos rasgos obturadores que observo en mi propia práctica; y sin pretender auto-justificarme con ello, también los identifico de manera bastante generalizada entre los profesores de filosofía. En mi caso observo dos situaciones diferentes: las prácticas obturadoras en la relación con el grupo-clase, y las que se dan en mi relación individual con los alumnos.

En la primera situación predomina la obturación por “magistralidad”. A pesar de que intento que mis clases sean lo más dinámicas posible -generalmente intercalo mis explicaciones con muchas preguntas e intento utilizar como base las propias intervenciones de los alumnos– mis explicaciones acaban ocupando de manera contundente todo el espacio discursivo. Un cierto histrionismo, algún desliz un punto demagógico, guiños de humor cómplice, todos recursos puestos al servicio de captar la atención del alumnado, facilitar la comprensión de los contenidos, y que, también, de manera no consciente, obturan la expresión del discurso de los alumnos. No deja de ser ésta una situación cómoda, y sobre todo controlada.

En la segunda situación –mi relación individual con los alumnos- la obturación se da por alejamiento del canal de comunicación. Dicho de manera sencilla, cuando mantengo una conversación individual con los alumnos me siento cortado, inseguro, me cuesta encontrar las palabras adecuadas, una fuerte sentimiento de timidez me produce una gran torpeza comunicativa. Se produce aquella frecuente confusión del que interpreta como distanciamiento o desinterés lo que es sólo efecto de la timidez o la inseguridad. Creo que esto nos pasa con muchísima frecuencia a los adultos cuando nos relacionamos con los adolescentes. Y naturalmente es algo que dificulta la apertura del discurso y la escucha.

La alternativa a este tipo de práctica docente no sería únicamente una mayor cantidad de silencio, o un estilo más discreto y participativo..., que también. Una explicación, aparentemente académica, puede contener elementos que faciliten la apertura: algún desafío o provocación, una pregunta que queda sin resolver, una afirmación paradójica o contradictoria, una idea que promueve el conflicto cognitivo. El problema está que, habitualmente, estos recursos no están al servicio de producir la apertura del discurso de los alumnos, sino que tienen un carácter eminentemente retórico, y están al servicio de mejorar y enriquecer la presentación del discurso docente. Este desplazamiento retórico de la participación se evita cuando el profesor se atreve y es capaz de instalar en la clase sus propias dudas, sus incertidumbres, sus puntos oscuros; y la convierte así en un espacio de investigación compartida.

La escucha como recurso didáctico exige ciertas condiciones óptimas: disfrutar de un razonable estado de equilibrio emocional (nuestro interior sería como una habitación, que para recibir de manera confortable debe estar limpia, fresca, sin muebles ni decoraciones innecesarios), sentir un interés empático por aquello que los interlocutores –en nuestro caso los alumnos– puedan manifestarnos, tener alguna pista de aquello que nos interesaría descubrir; vivir la relación en una dinámica de clara horizontalidad, ser capaz de mantener la distancia del canal en una longitud óptima: ni demasiado corta, de forma que el exceso de proximidad produzca azoro o incomodidad, ni demasiado distante, que ya prácticamente la comunicación se convierte en un interrogatorio formal o en un cuestionario evaluador. Si por el contrario, no estamos tranquilos, nos sentimos inseguros, observados o cuestionados, no sabemos muy bien lo que buscamos, e incluso no nos interesa demasiado lo que oímos porque tenemos nuestra mente ocupada con otras preocupaciones, entonces es lógico que la escucha no sea posible, las actitudes sean definitivamente obturantes, defensivas o formales; en estas circunstancias –nuy frecuentes por otra parte– los más recomendable sería relajarnos y rebajar la autoexigencia respecto de nuestras intenciones didácticas.

Un aspecto más a tener en cuenta a la hora de reflexionar sobre la escucha docente y su relación con la apertura-obturación del discurso discente. Hasta aquí he desarrollado la idea de que una didáctica de la filosofía basada en la actividad filosófica más que en la transmisión expositiva de contenidos debía necesariamente promover la expresión del pensamiento de los alumnos. En consecuencia la reflexión se ha centrado en aquellos aspectos de la práctica docente que obturan o dificultan dicha expresión. En este sentido, la idea de obturación estuvo relacionada hasta ahora con el cierre del discurso. Una didáctica no obturadora era aquella capaz de generar las condiciones para que el discurso de los alumnos se exprese.

Creo que damos un paso más si pensamos en la idea de obturación no sólo como cierre del discurso sino también como cierre de la falta en el discurso. Esto significa que una práctica obturadora no sólo impide que el pensamiento de los alumnos se exprese, sino que evita también que se manifiesten sus limitaciones, sus contradicciones y estereotipias, y que se pueda trabajar sobre ellas. En este sentido, una didáctica no obturadora no sólo tendría que ser capaz de generar condiciones para la expresión, sino que además, cuando ésta se produce, tendría que promover el reconocimiento de sus ausencias, generar la necesidad de hacer preguntas, delimitar el ámbito de la investigación filosófica. Precisamente, desde los orígenes de la filosofía, su condición de posibilidad fue el reconocimiento socrático de la ignorancia; quizá el modelo de una didáctica no obturadora sea aquella mayéutica que promovía la expresión para reconocer en ella sus propios límites.

Este paso de la idea de obturación como cierre del discurso a la de cierre de la falta del discurso nos permite completar la idea de escucha, entendida ahora como “escucha activa”, es decir, como dispositivo didáctico que no sólo genera condiciones para la expresión del pensamiento discente, sino también produce continuas devoluciones: a través de la mediación de los contenidos y de los procedimientos cognitivos ensayados a lo largo de la tradición filosófica, el pensamiento discente reflexiona y se desarrolla como pensamiento crítico y creativo.

La escucha activa consiste en prestar especial atención a la forma en que discurre el pensamiento de los alumnos, su originalidad y capacidad creativa, su potencia (o capacidad para ofrecer soluciones), las contradicciones o incoherencias que puede presentar, sus estereotipias y prejuicios, sus posibilidades internas para poder acceder a ideas nuevas.

¿Esto significa que se debe dejar a un lado los textos, los autores o los temarios, en definitiva la enseñanza del pensamiento filosófico históricamente reconocido? Más que en “dejar a un lado” se debería pensar en “abrir” el discurso de la tradición filosófica. Ofrecer los contenidos como preguntas o problemas, más que como teorías afirmadas y concluidas. Instrumentalizar los textos y los autores para ayudar a articular y enriquecer el discurso propio de los alumnos. En suma, recuperar la función problematizadora, característica de la actividad filosófica.

Recupero una idea, presente en el pensamiento de Gadamer[1] : la conciencia es un nivel del conocimiento, el pensar en lo pensado, o mejor, el pensar en el hecho de haberlo pensado –momento auto-reflexivo de la autoconciencia–, constituye de por sí un segundo nivel de conocimiento, esto es, un conocimiento nuevo. Éste es en definitiva el efecto de la escucha como dispositivo didáctico: no sólo permitir que el otro diga, sino también crear las condiciones de posibilidad para que el otro, al decir sobre lo que ya ha pensado –es decir, se ha dicho a sí mismo–, despliegue la conciencia reflexiva sobre su propio acto de pensar; cosa que, lejos de ser una mera replicación –nunca nada se repite–, es construir un conocimiento nuevo.

2. El estilo expositivo: formas de obturación. (I)

Propondré a continuación una relación, que ni mucho menos pretende ser exhaustiva, de aquellas formas o estilos de acción docente que caracterizan el modelo tradicional académico o expositivo; como así también sus efectos obturadores sobre la expresión reflexiva del pensamiento de los alumnos. Esta relación de formas o estilos las he extraído de la observación de mi propia práctica, de las reflexiones apuntadas en el Diario de clase, y también de las entrevistas realizadas a profesores y alumnos, durante la investigación que dio origen a este trabajo.

1. El “meta-discurso”.

Habitualmente se suele significar como “meta-discurso” o lenguaje de segundo grado a aquellos enunciados que se refieren a otros contenidos de lenguaje, no a objetos o acontecimientos del mundo real o imaginario. En el contexto de la presente reflexión didáctica, me refiero a la utilización del “meta-discurso”, cuando el docente deja de proponer ideas o actividades para referirse a las formas que tendrán estas propuestas. Por ejemplo, las explicaciones sobre la asignatura que se realizan al comenzar el curso, sobre el contenido, el método, los objetivos, las formas de evaluación, etc., pertenecen al “meta-discurso” de la asignatura. Son las “reglas del juego”; cuando se abandona el manual de instrucciones, entonces se está dejando de lado el “meta-discurso”, y se comienza efectivamente a jugar.

Una orientación didáctica que pretenda abrir la expresión del pensamiento de los alumnos, y situarlo como objeto privilegiado de investigación filosófica, deberá reducir al máximo la dimensión meta-discursiva. La inconveniencia de abundar en las “meta-explicaciones” se ve de una manera muy clara en el aprendizaje de las lenguas: si consideramos que las reglas sintácticas pertenecen a este discurso de segundo grado, el aprendizaje efectivo de un idioma habitualmente no comienza mediante la memorización de estas reglas; por el contrario, su utilización es más bien el resultado de necesidades que provienen del uso de la lengua, una vez que ya ha comenzado éste a desarrollarse.

De poco servirá comenzar un curso de filosofía explicando detalladamente los objetivos de la asignatura, tales como: desarrollar el pensamiento crítico, ejercitar la capacidad de abstracción, llevar a cabo procesos intelectuales creativos; o dedicar media clase a justificar la evaluación continua; o a argumentar que en la programación se priorizará la calidad del proceso sobre el cumplimientos de objetivos. Incluso, a pesar de estar incluido en el currículum oficial como primer punto del programa de la filosofía de primero de bachillerato, considero no demasiado adecuado comenzar el curso con el tema ¿Qué es la filosofía? –tema que, por otra parte, y en un sentido estricto no debe considerarse “meta-discursivo”, toda vez que una peculiaridad de la filosofía como materia es precisamente ponerse a sí misma como objeto de reflexión–. Sin embargo, siempre me ha parecido más adecuado abordar de pleno los problemas filosóficos, y quizá, en las últimas clases, reflexionar sobre aquello que se ha hecho durante todo el curso; es posible que entonces sí pueda quedar alguna idea clara, más que sobre lo que es la filosofía, sobre las diferentes respuestas que puede tener esta pregunta.

La tendencia “academicista” es situar el meta-discurso como eje central de la actividad educativa. Por ejemplo, justificar de manera reiterada la actividad en el aula haciendo referencia al cumplimiento del programa, a los criterios de evaluación, a la materia que es necesario saber para poder realizar un buen segundo de bachillerato, a las pruebas de acceso a la Universidad, etc. La razón de ello quizá sea que, en tanto discurso del experto, el predominio del meta-discurso hace efectivo el control docente sobre la dinámica de la clase. El meta-discurso no suele ser puesto en cuestión y aparece como baremo externo que proviene de un Otro –con mayúscula–, fundamento de la autoridad y la legitimidad de las propuestas docentes. Esta naturaleza conclusiva hace que su predominio signifique la obturación o el cierre del pensamiento de los alumnos: nadie discute ni osa proponer alternativas a las reglas de un juego; en todo caso podrá decir que no las entiende o quejarse porque son difíciles de cumplir. La condición de un juego divertido, es decir de un buen juego, es precisamente el olvido de la existencia de las reglas, y su recuperación se da sólo en aquellos momentos que el desconcierto o el conflicto así lo exigen.

Esta última comparación lleva a pensar que, no obstante, tampoco es conveniente la eliminación total del meta-discurso. Cuando ello ocurre se pierden todas las referencias y el efecto inevitable es el caos o la arbitrariedad; se genera ansiedad y desconcierto en los alumnos, al no poder determinar con claridad el terreno, las reglas del juego, y adonde se pretende llegar. Pero, por el contrario, una explicación excesiva puede producir confusión o tedio, suprimir el factor sorpresa, y seguramente generar un efecto de obturación.

2. Los “prolegómenos”.

Algo similar ocurre con los prolegómenos, es decir con las introducciones y las presentaciones. Algunas veces extendemos los prolegómenos porque, de una manera seguramente inconsciente, tenemos una cierta resistencia a “ir al grano”, a entrar en materia. La razón de ello puede ser que mientras nos mantenemos en las presentaciones aún no pisamos el terreno de lo cuestionable, ni tampoco ponemos en juego lo que efectivamente sabemos o no sabemos del tema, ni nos enfrentamos a la posibilidad de la incomprensión o el cuestionamiento de los alumnos. No nos hemos metido aún en el “campo de juego”.

De esta observación se puede concluir que la mejor manera de evitar esta tendencia a darle vueltas a las cosas es preparando previamente la materia en profundidad; idea corroborada por el hecho de que cuando el profesor sabe mucho de un tema sus explicaciones ganan en claridad y en capacidad de síntesis. Sin embargo, una perspectiva didáctica orientada hacia la participación activa de los alumnos, en el marco de una dinámica de investigación, plantearía esta cuestión de otra manera: los prolegómenos se han de reducir no tanto para dejar más tiempo a la demostración del saber académico del profesor, sino para no ocupar el espacio de la clase que corresponde al pensamiento y a la actividad del alumno.

Existe siempre la posibilidad de convertir una presentación o una introducción de la materia que se va a trabajar, de un aburrido resumen, muchas veces incomprensible, en una estimulante propuesta de investigación: formular preguntas que quedaron pendiente de temas anteriores, proponer narraciones o textos literarios que explican situaciones problemáticas, poemas que admiten diversas interpretaciones, anécdotas sobre situaciones reales que mueven a pensar o a preguntarse por su significado o por sus consecuencias. En ningún caso se “introduce” a nada –únicamente nos introducimos en un espacio cerrado y que ya existe–; sólo desplegamos posibilidades, dibujamos espacios abiertos, presentamos el terreno donde se podrán construir diferentes visiones o teorías.

En unas notas del Diario de clase, a comienzos del segundo trimestre, escribí la idea de sustituir el clásico repaso de la clase anterior, o las preguntas de control para comprobar si los alumnos habían repasado en casa, por intervenciones o preguntas realizadas entonces por los mismos alumnos. De esta forma se situaba al grupo en posición de continuar indagando sobre ideas ya propuestas por ellos mismos.

3. Las intervenciones y los comentarios: una dinámica radial.

Es propio del estilo expositivo la continua reafirmación y fortalecimiento del rol del docente. Se ha interiorizado tanto, por parte del profesorado como de los alumnos, que la función propia del profesor está definida por la posesión del saber, que se acepta con absoluta naturalidad que el éste siempre tenga y deba decir algo. El espacio discursivo de la clase está ocupado, prácticamente en su totalidad, por la palabra docente; sólo quedan pequeños restos desocupados para que los alumnos vuelquen sus dudas o interrogantes, o demuestren aquello que han aprendido. Poco o nada de espacio queda para que el alumno desarrolle creativamente su propio pensamiento.

La palabra docente nunca es prescindible, está en el centro de la interrelación discursiva y se mantiene como referencia continua. Esta forma radial de las interrelaciones no sólo se manifiesta en la centralidad del profesor, sino también en que el resto de los participantes, durante los momentos de participación y de expresión, tienen al profesor como interlocutor prácticamente exclusivo, y en contadísimas ocasiones se dan interrelaciones laterales entre los alumnos. Es más, en muchos casos esta lateralización de las relaciones suele ser penalizada como alteración del orden en la clase.

En unas notas del Diario de clase, que reproduzco a continuación, observo como la dinámica radial con preeminencia continuada de la posición docente se pone en evidencia, incluso en un contexto de alta participación (distribución de los alumnos en círculo, lectura compartida y rotatoria de un texto):

“Leemos en voz alta el texto del dossier que trata sobre la relación entre la razón y los sentimientos, un alumno cada párrafo. En lugar de hacer una lectura continuada, fui interrumpiendo al terminar cada párrafo para preguntar si había alguna palabra o idea que no se entendía. Los conceptos que necesitaron ser explicados fueron: “rol”, “estereotipo”, “ecuánime”, y la idea final del texto que se refiere a la relación que puede haber entre los sentimientos y los pensamientos, y que afirma que el sólo hecho de explicar lo que sentimos muchas veces hace que los sentimientos se modifiquen.”

“Más tarde pensé que al ir comentando –mejor dicho, que yo fuera explicando– las dudas sobre el contenido de cada párrafo, obturaba la posibilidad de que cada alumno pudiera expresar libremente lo que el texto le sugería. Este hecho se puso de manifiesto cuando, al terminar la lectura, propuse que cada uno pensara en una idea, pregunta, opinión, etc., que les pudiera sugerir el texto. La respuesta unánime fue: –si ya lo dijimos todo!– En realidad, había sido yo quien había dicho todo, los alumnos sólo preguntaron”

En algunos casos –yo me incluyo– este fortalecimiento de la posición docente mediante una dinámica radial, que dificulta la expresión del pensamiento discente e impide la lateralización de las relaciones, se ve complementado con recursos gestuales o de utilización del espacio. Estos recursos favorecen el control de las dinámicas de interrelación que se dan en la clase y sirven para compensar los déficit de motivación que suelen presentar los estilos académicos o expositivos.

Antiguamente se contaba con una tarima y la posición algo más elevada del profesor era un recurso que favorecía el control. En la actualidad es muy poco frecuente que en los institutos haya tarimas, pero el profesor sigue situándose delante de la clase, y los alumnos en filas paralelas en dirección a la pizarra. Uno de los efectos de la distribución en círculo es justamente que obliga a nivelar todas las posiciones, y favorece a que el centro imaginario de las interrelaciones discursivas deje de estar situado en el profesor y se coloque de forma equidistante respecto de todos los participantes. De todas formas esta transformación no es automática, y luego de una prolongada socialización escolar realizada bajo determinados formatos, no resulta fácil aceptar por parte del profesor ni de los alumnos, una posición docente “excéntrica”.

Estos aspectos “espaciales” pueden complementarse con recursos gestuales: intervenciones excesivamente enfáticas, discursos contundentes, formas histriónicas, que consiguen fortalecer la posición docente, incluso aumentar el auto-concepto del profesor al recibir un feed back de interés y pseudo-participación por parte de los alumnos, pero que en definitiva tienen un claro efecto obturador y de consolidación del estilo expositivo y radial.

3. El estilo expositivo: formas de obturación. (y II)

4. Las formas conclusivas

Texto y pregunta son dos términos que se relacionan de manera complementaria o mutuamente constitutiva: la formulación de una pregunta nos conduce a un texto que es su respuesta, la presencia de un texto presupone una pregunta de la cual el texto es respuesta. El sentido de la investigación es ir de la pregunta al texto; por el contrario, el sentido de los aprendizajes tradicionales es ir del texto a la pregunta, en este caso una pregunta evaluativa, es decir, una no-pregunta. El acceso al texto desde la pregunta es un movimiento natural, realizado sin esfuerzos, movido por la curiosidad o la necesidad de completar algo que falta; diría hasta placentero, como la realización de puzzles o jugar a preguntas y respuestas. En cambio, acceder al texto con la finalidad de ser preguntado luego sobre éste, es decir aprender para ser examinado, es un proceso “antinatural”, costoso, que necesita de motivaciones extrínsecas (por ejemplo, aprobar); nadie estudia un texto de esta forma como si estuviera jugando.

Las formas conclusivas, tanto las propias de los textos expositivos (no narrativos) como aquellas que caracterizan las explicaciones del profesor en clase, tienen esta peculiaridad: no surgen de pregunta alguna, no movilizan el pensamiento, sino que por el contrario lo “concluyen”, es decir, lo obturan. Es lo que habitualmente los alumnos llaman un “rollo” (una magnífica palabra polisémica, que hace referencia a algo que está plegado sobre sí mismo, o también algo que sirve para laminar una masa irregular)

Con frecuencia en clase agregamos comentarios complementarios, con la positiva intención de enriquecer el contenido del tema, o incluso de despertar el interés de los alumnos con información que creemos les puede resultar interesante. Salvo en los casos que el discurso contenga claros elementos provocadores (que por esta circunstancia ya perdería su carácter conclusivo), el efecto suele ser el contrario del esperado: para los alumnos es una información más a retener, que en el caso de que quede claro su carácter complementario enseguida se olvida, y en el caso de que subrayemos su importancia, suele generar el fastidio por tener algo más para apuntar y estudiar después. A propósito de esto recuerdo una clase, registrada en el Diario el 21 de octubre de 2004, en la que estábamos viendo la diferencia entre las ideas “condicionar” y “determinar”, en relación con los factores que influyen en el comportamiento humano:

“En este punto realizo una intervención con la intención de suscitar el debate, pero que más tarde consideré algo “dispersante”, y que por su forma expositiva y concluyente no produjo la apertura del debate sino más bien todo lo contrario.

Comento que, según la idea que tengamos sobre el carácter determinante o condicionante de ciertos factores respecto de los comportamientos humanos, pueden derivarse diferentes posiciones sobre, por ejemplo, la función de las prisiones. Si pienso que un delincuente estuvo determinado a actuar como lo hizo, seguramente no consideraré la función rehabilitadora que deberían tener las prisiones; en cambio, si explico dicho comportamiento como el resultado de condicionantes sociales o culturales, seguramente sí que defendería tal función.

La intención era transmitir a los alumnos la idea de que determinada concepción sobre la naturaleza o el comportamiento humano podía tener implicaciones en hechos concretos, como en el caso del ejemplo, la función del sistema penitenciario. Sin embargo, aunque la intención podía ser dinamizadora, no lo fue así la forma conclusiva de su aplicación.

Ahora pienso en el curso que hubiera tomado la clase si en lugar de realizar este comentario –ahora sintetizado, pero que en la clase ocupó un buen rato de conferencia ilustrativa– hubiera sencillamente formulado una pregunta tal como: ¿Cómo creéis que puede influir en la idea que tengamos de la función de las prisiones el hecho de pensar que los delitos cometidos son el resultado de factores condicionantes o por el contrario factores determinantes?”

Este efecto obturador de las exposiciones conclusivas se agrava cuando éstas presentan una extensión excesiva, se alejan del contenido central que se están trabajando, son narraciones de anécdotas que sólo se vinculan al tema de manera tangencial, o establecen relaciones prematuras con cuestiones que serán trabajadas más adelante. En todos estos casos la exposición suele responder más a necesidades personales del docente que al objetivo de promover el trabajo de investigación en los alumnos. Con muchísima frecuencia, y sospecho que principalmente los profesores de filosofía, explicamos cosas que nos gusta explicar (sustituirlo por una pregunta nos priva de esta gratificación, y agrega la dificultad de tener que trabajar sobre el generalmente costoso y expresivamente “pobre” discurso de los alumnos), señalamos relaciones y referencias que confirman nuestro dominio del tema, y anticipamos cuestiones futuras como para advertir que si ahora las cosas no son fáciles, que se preparen para lo que vendrá después.

5. Exámenes y estilo expositivo.

Al leer y reflexionar sobre las notas del Diario de clase, escritas a lo largo de todo el curso, compruebo que en los días que anteceden a la realización de un examen el carácter expositivo de las clases se acentúa notablemente. Es como si en los días “normales” tanto los alumnos como los profesores fuéramos mucho más relajados: nos podemos permitir el lujo de experimentar, realizar actividades, irnos por las ramas, detenernos las veces que queramos porque hay algo que no se entiende o sencillamente porque interesa especialmente. Pero cuando se aproxima la fecha de un examen hay que “dejar de perder el tiempo” y “ponerse las pilas”. Tal como señala Domínguez y Orio de Miguel [1] para los alumnos no todos los días son iguales, no todas las clases tienen la misma importancia de cara a conseguir el aprobado: unas valen poco, incluso no es muy grave dejar de asistir a ellas; y si se viene y se está algo ausente tampoco pasa nada. Otras sí que importan, y estas son obviamente las de los exámenes, y las anteriores, en las que el profesor termina de explicar, normalmente de forma apresurada, la materia que falta, y da las pistas sobre cómo será la prueba (materia que entra, tipos de pregunta, criterios de calificación).

La observación de este hecho me permite establecer una relación directa entre la forma de evaluación y el estilo didáctico utilizado en clase. Un sistema de evaluación que priorice los exámenes en su forma tradicional (una prueba que tiene por finalidad comprobar el grado de aprendizaje de determinados contenidos), determina el carácter expositivo de las clases, especialmente en las inmediatamente anterior a su realización. En realidad el sistema tradicional de exámenes tiene una consecuencia que trasciende la utilización de un determinado estilo didáctico: produce en los alumnos una jerarquía de las actividades en función de su relación con el aprobado, que naturalmente depende del resultado del examen. De esta forma, por ejemplo, las actividades de investigación tendrán poca importancia, y las explicaciones claras y ordenadas que permitan tener buenos apuntes tendrán mucha. Me viene ahora la mente la argumentación de aquella alumna que durante una de las entrevistas a grupos de alumnos de bachillerato, realizada durante la investigación, el 18 de febrero de 2005, se enfrentaba a sus compañeros en la defensa de las clases expositivas: a ella no le gustaba la filosofía, tampoco la entendía demasiado, y lo que le interesaba era aprobar la asignatura; para ello no había como unas explicaciones claras y unos buenos apuntes:

Pregunto: ¿Qué tema os puede haber interesado más entre los tratados en filosofía?
Un alumno dice que el tema del conocimiento, el pensamiento racional. Otro el hedonismo, el epicureismo, que es fácilmente vinculable con la vida cotidiana, con la realidad concreta.
Alba dice que le interesó el tema de la libertad. José María lo relaciona con el tema de la felicidad. El egoísmo y la solidaridad son propuestos por otro alumno.
José María pregunta si el tema de la diversidad cultural, el racismo o la inmigración sería estrictamente un problema filosófico. Se produce un intercambio de ideas sobre las fronteras, algo difusas, de la reflexión filosófica.
Pregunto: ¿Qué es lo que menos os ha gustado de las clases de filosofía?
José María dice cuando las clases se reducen a que el profesor explique o dicte y los alumnos se pasan toda la hora tomando apuntes.
Marta dice que a ella que no le gusta la filosofía y le cuesta entenderla; por ello le viene mejor esta forma de enseñar filosofía: que el profesor explique, tomar apuntes y luego empollárselo para el examen. A ella le va bien porque lo que le interesa es principalmente aprobar.
José María cuestiona aquellos exámenes en los que hay que definir conceptos de manera memorística.
Una alumna dice que a ella le ha pasado muchas veces que ha intentado poner su punto de vista sobre un determinado autor, pero cuando lo ha escrito en un examen, al estar en desacuerdo con el punto de vista del profesor ha suspendido.

Esta relación entre el sistema de evaluación y las formas didácticas se pone de manifiesto a gran escala en la forma como la presencia de la selectividad determina la forma de realizar el curso de filosofía en segundo de bachillerato. En cierta medida, y quizá extremando las comparaciones, durante este curso el Instituto se convierte en una suerte de academia, que en lugar de preparar para sacarse el carnet de conducir o presentarse a determinadas oposiciones prepara para sacar la nota más alta posible en las pruebas de selectividad.

La calidad de los procesos desarrollados en la clase está en función del carácter intrínseco de las motivaciones –claro está, habría que definir cuáles son los criterios de calidad o de pobreza: en el caso de la perspectiva didáctica que se propone en esta tesis estos criterios de calidad están vinculados al desarrollo de la creatividad y el pensamiento crítico por parte de los alumnos–. Cuanto más extrínsecas sean las razones por las que los alumnos –y también los profesores– participan en las diferentes actividades del curso, más pobres serán los procesos de enseñanza y aprendizaje. Implicarse activamente en una tarea de investigación porque el tema interesa especialmente, o porque se ha descubierto un vacío que hay que llenar, o un problema que resolver, y esto es vivido como un reto, o simplemente porque la actividad resulta agradable y su realización produce gratificación personal, son todas razones intrínsecas. Estudiar para realizar un examen y aprobar el curso es claramente una razón extrínseca.

Es un contrasentido pretender promover la investigación filosófica sobre el pensamiento propio, aquello que di en llamar “investigación de ideas”, a partir de factores motivacionales extrínsecos. De la misma forma que un estilo didáctico expositivo y obturante del pensamiento de los alumnos difícilmente se sostiene a partir de factores intrínsecos, al menos en la realidad de los adolescentes que realizan la filosofía en el bachillerato. (Diferente sería el caso de un estudiante universitario que realiza, por ejemplo, la licenciatura de filosofía, y que puede sentirse encantado con la magistralidad erudita de un excelente catedrático).

6. La corrección de errores.

Ya es un clásico de la filosofía de la ciencia contemporánea esta idea consagrada por Karl Popper de que la “falsación” de un enunciado ofrece un alto grado de certeza, mientras que su “verificación” sólo puede ser considerada provisional e incompleta. Pero seguramente la implicación más interesante de esta perspectiva es entender la búsqueda del error posible, en lugar de la confirmación de la verdad conseguida, como el horizonte crítico y antidogmático de toda investigación. Es posible aplicar también esta perspectiva al campo de la didáctica. Lo habitual en un contexto académico o expositivo es que el error esté penalizado, y por tanto el riesgo de cometerlo signifique un factor más de obturación del pensamiento de los alumnos. Resultan ilustrativas las siguientes notas del Diario de clase, escritas el 27 de abril de 2005:

“Un párrafo del texto que comentamos en las últimas clases ha llevado hoy a trabajar, de manera muy participativa, cuestiones que, alejadas de la temática estrictamente filosófica o científica, se centraron de pleno en las interrelaciones discursivas que se dan en el aula, no sólo en filosofía, sino en todas las clases en general.

El párrafo fue extraído de un texto de Mario Bunge, y argumentaba como “los científicos, no sólo procuran acumular elementos de prueba de sus suposiciones multiplicando el número de casos en que ellas se cumplen; también tratan de obtener casos desfavorables a sus hipótesis, fundándose en el principio lógico de que una sola conclusión que no concuerde con los hechos tiene más peso que mil confirmaciones”. [2]

El comentario de este párrafo nos ha llevado a reflexionar sobre la importancia del error en el conocimiento científico. Se propusieron las siguientes ideas:

Si comparamos dos situaciones opuestas, la comprobación de una hipótesis y su falsación, ¿cuál producía en el investigador un mayor grado de certeza? Todos acordamos que la segunda, y reflexionamos las razones. La ciencia avanza principalmente a partir de los errores. Existiría un cierto “darwinismo” en la supervivencia de las teorías o explicaciones “más aptas”. La actitud consecuentemente científica es la de aquel investigador que, más que defender y promover el acierto de sus conclusiones, intenta por todos los medios encontrar sus puntos débiles.

A partir de estas reflexiones sobre la importancia del error en el conocimiento científico, en el grupo B el debate deriva hacia aspectos más cotidianos y más próximos a los alumnos, como la forma que padres, profesores y adultos en general se enfrentan a la cuestión del error en el comportamiento de los adolescentes.

Sara saca el tema de las razones del silencio de los alumnos en clase, diciendo que muchas veces los alumnos no hablan porque tienen miedo a equivocarse. La explicación está en el hecho de que, con frecuencia en la escuela, el error, en lugar de corregirse y ser un estímulo para seguir avanzando, es penalizado. Las formas de esta penalización son variadas: van desde una actitud de desprecio o descalificación, hasta la corrección de un examen sin explicar el criterio que se ha aplicado. Respecto de esto último, se ha considerado que cuando el profesor califica un examen y no explica las correcciones no está utilizando el error como herramienta pedagógica sino como penalización (por el hecho de no haber estudiado, por no prestar suficiente atención en clase, o simplemente por no haber escrito aquello que el profesor quería leer en los exámenes)”.

Además de la penalización del error, habría otra forma de obturación de la expresión del pensamiento de los alumnos, también relacionada con las equivocaciones: sería la incompatibilidad entre una continuada corrección de los errores con la promoción de un trabajo de investigación creativo. De esta forma se plantea la necesidad de un difícil equilibrio entre la corrección del error y la creatividad. Quizá la clave no esté tanto en la corrección misma, sino en la forma en como ésta se realiza.

La idea de “corrección” presupone la idea de estar en un camino desviado que es necesario rectificar a partir de un criterio externo al caminante, digamos un plano de ruta prefijado que determina el rumbo y sirve para corregirlo en el caso de desvío. La perspectiva se modifica sustancialmente si se tienen en cuenta dos orientaciones fundamentales: en primer lugar, no existen rumbos prefijados de manera absoluta, sino que el rumbo se construye o es el resultado de la búsqueda entre muchos rumbos posibles; en segundo lugar, la corrección ya no es entendida como la aplicación de un criterio externo (por ejemplo, las soluciones del libro de texto), sino como un momento más dentro del proceso de investigación en el que el alumno evalúa la elección que ha realizado entre todos aquellos rumbos posibles.

Existe una débil frontera entre esta concepción del error o de la corrección, entendida como la elección crítica entre diversas alternativas posibles, y el frecuente relativismo acrítico de los alumnos. Es habitual escuchar decir por parte de los alumnos que en filosofía todo depende del punto de vista de cada uno, y que determinar si algo está bien o está mal resulta de la correspondencia o no de lo que se diga con un punto de vista que se ha jerarquizado, y que es naturalmente el del profesor.

La difícil relación entre la corrección del error y la promoción de la creatividad surgió en las siguientes notas tomadas en el Diario de clase, el 11 de mayo de 2005:

“Hoy Jaume ha faltado, pero parece que el rol cuestionador se ha desplazado a Miguel Ángel. Éste afirma que los animales también realizan acciones, puesto que piensan y actúan de acuerdo a determinadas finalidades. Pone como ejemplo el juego de un gato con una pelota: la complejidad de sus movimientos no puede atribuirse a meros reflejos, ni tampoco resulta claro que responda a respuestas instintivas programadas genéticamente. Enseguida pensé para mis adentros: nuevamente se pone de manifiesto la aversión que suscita en los alumnos el señalar de manera clara la existencia de una diferencia cualitativa entre el comportamiento de los animales y las acciones humanas; y también, como suele suceder, esta crítica a la visión antropocéntrica se realiza desde la observación del comportamiento de los animales domésticos; animales que precisamente se encuentran en la frontera de la “animalidad” por la inmersión en el orden del lenguaje que con ellos hacemos los humanos.

Guillermo argumenta que, de todos modos la base del comportamiento de los animales es instintiva, lo cual cuestionaría, al menos, su carácter voluntario. Miguel Ángel mantiene su posición afirmando que entre las acciones humanas y las acciones animales puede ser que haya una diferencia de complejidad, pero no sería una diferencia cualitativa. También afirma que no es que los animales no piensen sino que podría ser que piensen de manera diferente, con otra lógica. Podría darse el caso que seres extraterrestres, con una estructura lógica de pensamiento diferente a la nuestra creyeran que los humanos no pensamos, sencillamente porque no pensamos de la misma manera que ellos. ¿Por qué no podría suceder algo semejante entre nosotros los humanos y los animales?

Durante toda la clase me mantengo en una actitud de escucha, interviniendo sólo para moderar o para aclarar o pedir aclaración de conceptos, para hacer preguntas o relacionar ideas ya dichas. En ningún momento entro en el debate para defender alguna postura determinada.

Pienso que las argumentaciones de Miguel Ángel posiblemente no sean muy consistentes, pero de alguna forma están expresando una actitud de búsqueda de nuevos puntos de vista, o de contrastar sus perspectivas con las planteadas en el dossier. Se podrían considerar las suyas posiciones incorrectas, sin embargo también es posible entrever en sus argumentaciones un considerable esfuerzo creativo. En situaciones como éstas los docentes nos enfrentamos ante una disyuntiva: corregir el concepto y sacrificar la creatividad, o ser flexibles ante el error y dejar que el desarrollo del trabajo creativo muestre sus propias contradicciones; siempre que, naturalmente, haya efectivamente contradicciones o error, porque, con frecuencia, aquello que los profesores consideramos equivocado no es más que la perspectiva de otro mundo posible.”

César Tejedor considera a la “redefinición” como una actividad productiva y creativa, y que “la enseñanza impide esta actividad al exigir una reproducción del saber transmitido. Entonces, todo el esfuerzo se centra en la fidelidad reproductiva, impidiéndose que nazca la simple sospecha de que un saber transmitido puede ser redefinido. En este sentido, el profesor debe ser muy cuidadoso al evaluar las respuestas de sus alumnos, ya que una definición “mal dada” pudiera ser una muy valiosa re-definición” [3].

7. La pseudo-conversación.

Una orientación didáctica como la que desarrollamos en esta propuesta, basada en la expresión del pensamiento de los alumnos y en la investigación filosófica que se pueda suscitar a partir de ello, vista desde la tradición filosófica no resulta demasiado original: no sería más que el esfuerzo de poner en práctica el antiguo método socrático de la mayéutica, a través del diálogo mantenido entre el profesor y sus alumnos. De hecho la mayoría de los profesores de filosofía, tal como se expresa en las entrevistas realizadas durante la investigación, manifiestan la importancia que tiene la pregunta y el diálogo en el desarrollo de sus clases:

En cuanto a los modelos didácticos, todos los profesores manifiestan una preocupación general por utilizar recursos y estrategias que hagan de la clase de filosofía un espacio didáctico activo. Combinan explicaciones con actividades prácticas. Esta preocupación, que alejaría a los siete profesores de un modelo academicista tradicional, presenta matices o graduaciones: desde quienes ponen el acento en el aprendizaje de los contenidos filosóficos hasta quienes se muestran especialmente preocupados por los aprendizajes procedimentales situando a los contenidos como medio o herramientas para este cometido; si bien la totalidad reconocería la interdependencia de contenidos y procedimientos. En cuanto a las valoraciones expresas, dos profesores reconocen dar más importancia a la realización de preguntas y la participación de los alumnos que a las explicaciones magistrales, tres manifiestan la necesidad de adaptar los contenidos al nivel de los alumnos y relacionarlos con situaciones reales y próximas, finalmente un profesor destaca la importancia del desarrollo de la creatividad y la autonomía de pensamiento por sobre de la transmisión de contenidos. La distribución en el aula es la convencional; una profesora reconoce las ventajas de trabajar en círculo, o en grupos, pero señala las dificultades objetivas para poder realizarlo (número de alumnos) y también subjetivas (estilos didácticos consolidados).

Ahora la reflexión la situamos en la cuestión de las condiciones previas que se deberían dar para que estas preguntas o este diálogo signifiquen efectivamente una apertura del pensamiento discente. Cabe la posibilidad paradójica de que el intercambio discursivo en la clase, sin perder la condición formal de intercambio, resulte un factor de obturación más que de apertura. Pienso en la formulación de preguntas que presuponen una respuesta predeterminada, o que se realizan con una finalidad exclusivamente evaluativa. Ya tengan las preguntas una función retórica o de evaluación, el efecto es el mismo: desplazar la expresión creativa y sustituirla por la reproducción de contenidos, o por el silencio.

¿Cuáles deberían ser las condiciones previas para que el intercambio dialógico realmente estimule la expresión del pensamiento discente? Entre otras podemos indicar las siguientes:

- El convencimiento claro y honesto por parte del profesor de que siempre hay algo que sólo el alumno puede decir;
- que ese algo no es sabido por el profesor, al menos en la forma como lo puede expresar el alumno;
- y que, además, realmente vale la pena escuchar, porque de alguna forma aquello que se escucha puede transformar o enriquecer lo que el profesor piense.

La actitud contraria, es decir, el convencimiento de que el alumno no tiene nada importante para decir, y que lo importante sólo lo sabe y puede decir el profesor, únicamente es condición de posibilidad para el pseudo-diálogo, las preguntas retóricas o evaluativas, y el cierre expresivo del pensamiento de los alumnos.

Gadamer recupera el concepto de conversación para clarificar esta perspectiva:

... ¿Qué es una conversación? Todos pensamos sin duda en un proceso que se da entre dos personas y que, pese a su amplitud y su posible inconclusión, posee no obstante su propia unidad y armonía. La conversación deja siempre una huella en nosotros. Lo que hace que algo sea una conversación no es el hecho de habernos enseñado algo nuevo, sino que hayamos encontrado en el otro algo que no habíamos encontrado aún en nuestra experiencia del mundo. Lo que movió a los filósofos en su crítica al pensamiento monológico lo siente el individuo en sí mismo. La conversación posee una fuerza transformadora. Cuando una conversación se logra, nos queda algo, y algo queda en nosotros; que nos transforma. Por eso la conversación ofrece una afinidad peculiar con la amistad. Sólo en la conversación (y en la risa común, que es como un consenso desbordante sin palabras) pueden encontrarse los amigos y crear ese género de comunidad en la que cada cual es él mismo para el otro porque ambos encuentran al otro y se encuentran a sí mismos en el otro.

Mas para no hablar sólo de este sentido extremo y más profundo de la conversación, vamos a contemplar las diversas formas de diálogo, que se producen en nuestra vida y sobre las que pesa esa peculiar amenaza que es nuestro tema. Está, ante todo, la conversación pedagógica. No es que le corresponda de suyo una preeminencia especial; pero muestra con especial claridad lo que puede haber detrás de 1a experiencia de incapacidad para el diálogo. La conversación entre maestro y discípulo es sin duda una de las formas originarias de experiencia dialogal, y aquellos carismáticos del diálogo que hemos mencionado antes son todos maestros y enseñantes que instruyen a sus alumnos o discípulos mediante la conversación. Pero hay en la situación del enseñante una especial dificultad para mantener la capacidad de diálogo a la que sucumbe la mayoría. El que tiene que enseñar cree que debe y puede hablar, y cuanto más consistente y sólido sea su discurso tanto mejor cree poder comunicar su doctrina.

Este es el peligro de la cátedra que todos conocemos. De mis tiempos de estudiante guardo el recuerdo de un seminario con Husserl. Los ejercicios de seminario, como se sabe, suelen promover dentro de lo posible el diálogo de investigación o al menos el diálogo pedagógico. Husserl, que en los primeros años veinte era profesor de fenomenología en Friburgo, se sentía animado por un profundo sentido de misión y ejercía en efecto una importante labor de enseñanza filosófica, no era un maestro del diálogo precisamente. En aquella sesión formuló al principio una pregunta, recibió una breve respuesta y dedicó dos horas a analizar esta respuesta en un monólogo ininterrumpido. A1 final de la sesión, cuando abandonó la sala con su ayudante Heidegger, le dijo a éste: «Hoy ha habido un debate muy anímado». Son experiencias de este tipo las que hoy han llevado a una especie de crisis de la clase académica. La incapacidad para el diálogo está aquí en el profesor, y siendo éste el auténtico transmisor de la ciencia, esa incapacidad radica en la estructura monologal de la ciencia y de la teoría moderna. [4]

8. El cuestionamiento a la posición docente. El discurso ideológico.

No siempre el carácter indiscutible de la posición docente es aceptado en todos los momentos y por todos los alumnos. Especialmente en aquellas ocasiones en las que el profesor pone de manifiesto ideas que no parecen expresar la autoridad de ese gran Otro académico, sino más bien su punto de vista personal y por tanto discutible, o cuando sus afirmaciones no son asertivas y queda clara la posibilidad de oponerle alternativas. En las clases de filosofía estas circunstancias son muy frecuentes, sobre todo si se tiene en cuenta esa peculiar idea de que “sobre todos los temas que se tratan en filosofía siempre algo se sabe, y que todo lo que se afirma es opinable”. Esto puede considerarse una dificultad cuando, como señalaba anteriormente, tiene por efecto un relativismo acrítico que sólo produce pasividad y ausencia de rigor. Pero también puede ser fuente de una gran riqueza si se consigue que esta pluralidad de perspectivas promueva la investigación y la búsqueda de criterios con el fin de seleccionar las más valiosas.

Sin embargo, este proceso puede impedirse cuando el profesor, de manera predeterminada y expresa, reconoce su identificación con una de estas posibles perspectivas, cancela de antemano la validez de las demás, y percibe todo cuestionamiento discente a su elección como un cuestionamiento a su posición docente. Cuando ello ocurre pueden derivarse dos posibles situaciones: o bien el alumno acepta la autoridad del profesor y con un criterio práctico basado en no poner en riesgo el aprobado, guarda silencio aunque siga sin estar de acuerdo; o bien, fiel a una actitud de coherencia o incluso de rebeldía ante cualquier imposición –muy propia por otra parte en el período adolescente–, mantiene inflexible su cuestionamiento. Es en este segundo caso que el docente puede poner en juego una actitud obturadora, polarizándose en una discusión que normalmente fortalece la perspectiva del alumno, y produce el silencio del resto; o bien, de una forma flexible y equilibrada, recuperar la posición del alumno como una perspectiva más a tener en cuenta, y la integra en el trabajo de investigación del conjunto de la clase. La polarización consolida las posiciones e impide su transformación; en cambio la segunda posibilidad permite que las ideas circulen en una dinámica de diálogo compartido, muestren sus contradicciones, prejuicios o estereotipos, en el caso de que los haya. Naturalmente que todo esto es posible si el profesor no vive el cuestionamiento como vulnerabilización de su posición docente, admite la posibilidad del error o de que exista una perspectiva mejor que la suya.

Recuerdo una clase en el grupo A en la que para facilitar la comprensión de un texto del profesor Mosterín[5], en el que explicaba la diferencia entre mundo real, mundo perceptual y mundo conceptual, hice un diagrama en la pizarra dibujando círculos concéntricos. En el Diario de clase, el 10 de marzo de 2005, apunté los siguiente:

“La clase terminó nuevamente con una polarización entre Jaume y yo. A modo de síntesis, y como ya lo había hecho en los otros dos grupos, dibujé en la pizarra un diagrama que consistía en tres círculos concéntricos: el mayor representaría al mundo real, que incluiría a otro que era el mundo conceptual, y el tercer y más pequeño el mundo perceptual. Más o menos todos estuvieron de acuerdo conque ésta debía ser la distribución de la representación, salvo Jaume que dijo que no sólo no estaba de acuerdo sino que además creía que el diagrama no era fiel a la idea del texto.

Evidentemente que el texto era lo suficientemente ambiguo como para admitir varias posibles representaciones, entre ellas la de Jaume. Sin embargo, no supe poner distancia respecto de la tozudez de Jaume, y su tendencia continua a llevar la contraria, y acabé polarizándome con él. Ahora pienso que lo correcto hubiera sido haber incorporado su propuesta, permitiendo que la explicara en detalle, y abriendo el juego para que el conjunto de la clase analizara y valorase las diferentes posibilidades. Por el contrario, la clase terminó con un diálogo algo tenso entre Jaume y yo, y los demás haciendo de espectadores.”

La dificultad para contener la divergencia de los alumnos en un clima de respeto de la diversidad de posiciones, y la posibilidad de polarizarse en discusiones unilaterales con alumnos “disidentes”, parece aumentar cuando se trata de defender ideas con las que el docente se encuentra fuertemente identificado y, de alguna forma, siente como “intocables”. Es el caso de la defensa del discurso llamémosle “políticamente correcto”.

Se podría justificar diciendo que no es del todo inadecuado, de vez en cuando, volcar en la clase ideas de manera vertical y conclusiva; sobre todo cuando se plantean cuestiones relacionadas con determinados valores tales como, por ejemplo, el antirracismo, la justicia, o los derechos humanos. Una actitud excesivamente prudente y respetuosa con el pensamiento de los alumnos podría acabar en la legalización de un relativismo generalizado. También se podría decir que tampoco es del todo inadecuado intervenir de manera activa en una discusión con los alumnos defendiendo posiciones personales, siempre que se evite la utilización de recursos que manipulen el pensamiento de los alumnos o que impongan ideas de forma avallasadora.

A estos argumentos justificadores se les pueden realizar muchas objeciones: Transmitir ideas de forma vertical, más que cuestionable desde un punto de vista deontológico, lo es en cuanto a la eficacia de su resultado. Es frecuente en los jóvenes alumnos –también en los adultos– que la oposición frontal a una idea más que reflexión crítica produce el fortalecimiento del prejuicio. Por otra parte, la identificación del profesor con determinadas posiciones manifiestamente defendidas, dificulta el desarrollo de su rol posibilitador. Finalmente, resulta obvio decir, que si se trata de impulsar una didáctica de investigación, no va precisamente en esta dirección la transmisión vertical ni la defensa de ideas conclusivas.

[1] DOMÍNGUEZ REBOIRAS, M. L. y ORIO DE MIGUEL, B. (1985) Método activo, una propuesta filosófica. Madrid: Ministerio de Educación y Ciencia. p. 69
[2] MARIO BUNGE: La ciencia, su método y su filosofía. Ed. S.XX, Buenos Aires, 1978, p. 15
[3] TEJEDOR CAMPOMANES, C. (1984) Didáctica de la filosofía, perspectivas y materiales, Madrid: SM Ediciones. (p. 32)
[4] GADAMER, H (1986), Verdad y Método II, Salamanca: Ed. Sígueme. pp 206 - 209
[5] MOSTERÍN, J. (1983) Grandes temas de la Filosofía actual, Barcelona: Aula Abierta Salvat. página 10

4. La “Investigación de ideas” (I): Referencias y núcleos de significación.

La tarea fundamental de una comunidad de investigación filosófica es la investigación de ideas. Cuando utilizo la expresión “comunidad de investigación” recojo la aportación de M. Lipman[1]: aquel horizonte metodológico que aspira construir un pensamiento crítico y de orden superior en los alumnos. La expresión acuñada por mí, “investigación de ideas”, responde al contenido práctico de las clases de filosofía. ¿Qué se intenta hacer en una clase de filosofía que procura funcionar como comunidad de investigación? Pues “investigación de ideas”. Una manera de llamar a la propia actividad filosófica cuando ésta consiste más que en aprender “contenidos” de la tradición filosófica, en aprender a filosofar.

La investigación toma como materia básica de trabajo y punto de partida las referencias filosóficas previas –quizá deberíamos decir “pre-filosófica”– de los alumnos; que se organizan en sistemas, y conforman determinadas maneras de captar e interpretar el mundo y las relaciones: los “esquemas referenciales”.

El concepto de “esquema referencial” está recogido de la psicología social, más concretamente de la teoría de los “grupos operativos” propuesta por el psicólogo social Pichon Rivière, y desarrollada por Bleger[2]. Esta teoría integra diferentes perspectivas teóricas como el psicoanálisis freudiano, la psicología social de Kurt Lewis, la antropología de Mead, la teoría de la forma de la Gestalt, y la dialéctica marxista. Pichon Rivière desarrolló la propuesta terapéutica de los “grupos operativos” que, aunque pensada desde una perspectiva clínica, fue muy trabajada en el ámbito educativo.

Aquello que otorga un matiz diferenciado a la tarea con los esquemas de referencia respecto de lo que puede ser una orientación terapéutica es que, en la clase, estas referencias son materia de investigación filosófica: el análisis de las referencias no se agota en el pensamiento mismo sino que está mediado por los contenidos de la tradición filosófica. El nexo entre las referencias pre-filosóficas de los alumnos y los contenidos de la tradición se realiza mediante un concepto instrumental que di en llamar “núcleo de significación”. Estos núcleos funcionan como “significados-hipótesis”, que pueden tener diferentes fuentes, y que son puestos a prueba en el desarrollo de la tarea en la clase. Serían algo así como “bisagras” que conectan el pensamiento de los alumnos con los temas de la filosofía; o bien, transforman estos temas en cuestiones significativas para el pensamiento real de los alumnos.

En este apartado, desarrollaré en primer lugar el concepto de “esquema de referencia” vinculado a las nociones de “prejuicios” y “estereotipias”, y en segundo lugar, explicaré el concepto de “núcleos de significación”.

Esquemas de referencia. Estereotipia y prejuicios.

Los esquemas de referencia están formados por ideas o conceptos, son información sobre el mundo, contienen valoraciones o significados, es decir, son también contenidos cognoscitivos en general. Sin embargo, lo que hace que puedan ser considerados como esquemas de referencia es que juegan un papel relevante en la captación y significación del resto de los contenidos cognoscitivos. Una idea puede ser considerada un esquema cuando no sólo significa una información que se agrega a otras, sino que, además, determina la forma en que los nuevos conocimientos serán captados. El conjunto de esquemas de referencia configuran “el desde dónde” las cosas y los hechos son comprendidos y vividos. En lugar de esquemas también podríamos hablar de “marcos de referencia”, y lo podríamos explicar mediante un símil fotográfico: sería como el encuadre de una imagen captada fotográficamente; aquello que captamos de una imagen, su sentido, el valor de sus componentes, está determinado, más que por lo que de la realidad reproduce, por lo que de ella selecciona, limita o relaciona.

Si respecto de cualquier objeto de investigación es imposible agotar su indagación, tanto más lo es cuando el objeto son los esquemas de referencia de un grupo de adolescentes. Esto es así por dos razones: en primer lugar, los esquemas tienen un carácter esencialmente dinámico, son el resultado de una historia personal, de la interrelación permanente con el medio, son el emergente individual de un ambiente cultural y social; en segundo lugar, no es posible separar los esquemas del conocimiento esquematizado, de la misma forma que no se puede separar la imagen del punto de vista desde donde esa imagen es captada. Por ello, la idea de “esquema de referencia” tiene, en un sentido kantiano, una función regulativa más que constitutiva. Su búsqueda consistiría en un esfuerzo por “arqueologizar el discurso” intentando rastrear aquellos rasgos que, por una parte, le llenan de significado, y por otra reaparecen en otros dominios. En el campo que me ocupa –es decir, la enseñanza de la filosofía– observo que los alumnos, a la vez que hablan de cosas diferentes, expresan ideas recurrentes. Ideas que arrojan un “plus” de significación: como una luz que otorga a la aparente dispersión una cierta coherencia, una comprensión mayor. Es cuando sentimos aquello de “ahora sí sé porqué lo dice”, o “entiendo desde dónde lo está diciendo”. Los esquemas de referencia serían precisamente ese “desde dónde”, que, como territorio en el que los discursos construyen su morada, sólo puede ser merodeado, intuido, explicado por aproximaciones, comprendido a través de indicios.

En situaciones previa a la reflexión, dominadas por las exigencias prácticas de la vida cotidiana, y que podríamos denominar pre-científica, los esquemas de referencia suelen estar impregnados de estereotipias y de prejuicios. Ésta es la característica del pensamiento que, realizando una economía de esfuerzos, generaliza de manera rígidas determinadas representaciones: ante una situación nueva no es necesario volver a pensar una respuesta, pues ya se tiene una que anteriormente resultó eficaz, pero que, sin embargo, en el momento presente, ha perdido su carácter adaptador y se ha convertido en norma de aplicación mecánica.

El diseño de una serie de orientaciones didácticas para la enseñanza de la filosofía propondría como finalidad principal, no sólo la recuperación de los esquemas de referencia de los alumnos, sino también que esta recuperación sea reflexiva y crítica. Esto significa la movilización y revisión crítica de las estereotipias en la realización de una tarea grupal.

La propuesta terapéutica de los grupos operativos [3] (Pichon Riviere, 1977) y su aplicación al trabajo educativo contiene como elemento principal la noción de tarea. Es a través del compromiso con el desarrollo de una tarea que los miembros del grupo pueden poner en movimiento sus esquemas de referencia y, como grupo que investiga, construir esquemas alternativos.

En la propuesta didáctica propongo como tarea del grupo-clase el estudio de los problemas filosóficos. Lo importante de esta orientación es entender la tarea como medio. Medio privilegiado, pero medio al fin. En este sentido el estudio de los problemas o de la historia de la filosofía tendría un carácter instrumental: sería la tarea que se pone al servicio de la recuperación de los esquemas de referencia y la movilización de sus estereotipias. A nadie se le escapa que en estas condiciones, a pesar de plantearse como instrumento, el estudio de los problemas tradicionales de la filosofía puede llegar a realizarse con un alto grado de significatividad, y por tanto, con una mayor comprensión y criticidad. Pero esto último, en la lógica de nuestra propuesta didáctica, no sería un objetivo sino más bien una feliz consecuencia conseguida por añadidura.

Afirmar que el conocimiento filosófico se construye desde las propias referencias, es afirmar, un tanto provocadoramente, que la filosofía se aprende desde el prejuicio. Ésta es la aportación hermenéutica que realiza Gadamer cuando propone que el texto sólo puede ser comprendido desde la tradición en la que el sujeto esta inmerso: no hay otra vía de acceso a lo desconocido más que desde aquello que se le presupone; y el presupuesto –o el prejuicio– se construye desde la tradición..., nosotros diríamos desde las referencias previas.

"Esto tiene sus consecuencias en lo que Heidegger enseñó sobre la productividad del círculo hermenéutico y que yo he formulado diciendo que no son tanto nuestros juicios como nuestros prejuicios los que constituyen nuestro ser. Es una fórmula provocativa porque reivindico con ella un concepto positivo del prejuicio que la Ilustración francesa e inglesa habían expulsado del uso lingüístico. Cabe mostrar, en efecto, que el concepto de prejuicio no tiene originariamente el sentido exclusivo que nosotros le damos. Los prejuicios no son necesariamente injustificados ni erróneos, ni distorsionan la verdad. Lo cierto es que, dada la historicidad de nuestra existencia, los prejuicios en el sentido literal de la palabra constituyen la orientación previa de toda nuestra capacidad de experiencia. Son anticipos de nuestra apertura al mundo, condiciones para que podamos percibir algo, para que eso que nos sale al encuentro nos diga algo. Esto no significa, evidentemente, que estemos cercados por un muro de prejuicios y sólo dejemos pasar por la estrecha puerta aquello que pueda presentar el pasaporte donde figura la frase: aquí no se dice nada nuevo. El huésped mejor recibido es justamente el que promete algo nuevo para nuestra curiosidad. Pero ¿cómo conocer al huésped que nos va a decir algo nuevo? ¿no es el fondo antiguo en el que estamos inmersos lo que determina nuestra expectativa y nuestra disposición a oír lo nuevo? El símil puede le-gitimar en cierto modo que el concepto de prejuicio, estrechamente relacionado con el concepto de autoridad, necesite de una rehabilitación hermenéutica. Es un símil sesgado, como cualquier otro. La experiencia hermenéutica no consiste en que algo esté fuera y tienda a entrar dentro. Más bien, somos captados por algo; y justamente en virtud de lo que nos capta y posee, estamos abiertos a lo nuevo, a lo distinto, a lo verdadero." [4]

La peculiar visión que Tejedor propone de la mayéutica socrática añade un matiz especialmente interesante: se puede entender la mayéutica socrática más que como el recuerdo de un conocimiento olvidado, como la formulación de una pregunta que en el pensamiento adolescente ya está preformada. La “pre-formación” de la pregunta se da a partir del conjunto de referencias propias del mundo mental de los alumnos, y en el marco de las posibilidades que ofrecen su situación vital.

"...Como dice el mismo Bastian: «El preguntar es una operación que sólo puede ser realizada dentro de un existente agrupamiento total. Sin un preexistente esquema de respuestas del que salga y al que retorne la pregunta, ni es razonable el preguntar, ni es, en suma, posible». Ello quiere decir que sólo un determinado desarrollo mental y cultural permitirá el plantear ciertas preguntas. La inquietud del adolescente y del joven no se formula necesariamente en preguntas, sino que puede quedar en una vaga inquietud no formulada. Aquí es donde la «clase» de filosofía -la educación filosófica, en suma- va a contribuir más y mejor a desarrollar la mente: preparar para que la inquietud radical tome la forma de pregunta.

La mayéutica socrática podría ser explicada precisamente de esta manera. No se trata de que el saber esté ya en la mente, y sólo se trate de provocar el recuerdo. Se trata más bien de que la pregunta -no la respuesta- esté ya pre-formada en el espíritu, y la educación filosófica facilitará los medios para que se llegue a formular explícitamente. Así se explica el fenómeno de que nuestros alumnos se sientan identificados -o no- con determinadas explicaciones y que, de pronto, surjan al hilo mismo de la explicación múltiples cuestionamientos en los que se reconocerán a sí mismos." [5]

Núcleos de significación

Un núcleo de significación filosófica es un concepto o un juicio problemático, que tiene capacidad de expansión: puede conducir a la pregunta de la cual el juicio es respuesta, o generar una nueva pregunta. Lo que no puede ser un núcleo de significación es una idea conclusiva, es decir completa y cerrada.

Con frecuencia me ha sucedido formular una idea y proponerla en clase como punto de partida de la investigación, y al cabo de un momento darme cuenta, o bien que no conectaba en absoluto con las referencias de los alumnos, o bien que su problematicidad era formal y, en realidad, contenía una idea clausurada. Cuando esto ocurre es que estamos utilizando un "núcleo" que “no es significación de nada”. Las dos características de un núcleo de significación efectivo son: la problematicidad, es decir su carácter expansivo, y la capacidad para conectar con las referencias de los alumnos. Éstas condiciones son más bien ideales: no todo aquello que se trabaje en la clase de filosofía puede ser expansivo o tener una alta significatividad para los alumnos; muchísimas veces es necesario transmitir contenidos que son tan sólo información. Es posible también que, en un comienzo, ante un tema determinado, el profesor no haya pensado en núcleo de significación alguno; la tarea será entonces buscarlo mediante una investigación conjunta, eminentemente inductiva.

Un núcleo de significación debe ser considerado como una hipótesis; se trata de una idea que, en su función dinamizadora, debe ser confirmada mediante el desarrollo de la investigación en clase. Su formulación no le agota, por el contrario, abre la investigación. La actitud del docente debería ser lo suficientemente flexible como para estar atento a las significaciones que él propone y que no funcionan, como así también a aquellas significaciones en las que no se le había ocurrido pensar, y que emergen, o bien directamente de los alumnos, o del propio trabajo de investigación que desarrolla todo el grupo, con el profesor incluido. No interesa tanto cual puede ser el origen de un núcleo de significación: podría surgir de la intuición o la experiencia previa del profesor, de la escucha atenta a los alumnos, de sus propios interrogantes; lo importante es que no se sancione su contenido, que se proponga de manera provisional, en definitiva, que sea puesto a prueba en la clase.

A modo de ejemplo, transcribo las notas del Diario de clase, realizadas el 2 de febrero de 2005.

“En estas últimas clases estoy intentando llevar a la práctica la utilización de núcleos de significación. Para entender mejor esta idea, se me ocurrió un ejemplo a partir de lo trabajado en estas clases. Pensé en lo que sería la formulación de un “tema” concebido a la manera tradicional, es decir, como un objetivo más a alcanzar mediante la transmisión de determinados contenidos conceptuales.

El dualismo en Descartes: Este filósofo del siglo XVII, tenía una concepción dualista del ser humano. Para él existían dos clases de sustancias: la “res extensa”, o sustancia cuyas propiedades están sometidas a la cuantificación matemática, y a la cual pertenece el propio cuerpo humano, y la “res pensante” que constituye el yo o alma.

Este es un enunciado que desarrollado con algo más de precisión, extensión y claridad, los alumnos pueden comprender, aprender y repetir en un examen. ¿Cómo podría, este mismo enunciado convertirse en un núcleo de significación? Se me ocurre la siguiente propuesta:

Descartes participaba del espíritu mecanicista propio de la Revolución Científica del siglo XVII. La Naturaleza toda estaba regida por leyes causales y cuantificables; aquella visión del mundo como un ser vivo que se comporta de acuerdo a finalidades, propia de la cosmovisión aristotélica, ya había quedado superada. El problema que se le planteaba a Descartes era de qué manera se podría conciliar esta visión mecanicista que incluía al propio cuerpo con la concepción de un sujeto humano que puede pensar y decidir de manera consciente sobre sus actos. La solución fue dividir la naturaleza humana en dos, y eximir al alma o yo pensante de las determinaciones mecanicistas de la sustancia extensa.

El núcleo de significación quedaría propuesto en la siguiente pregunta: ¿De qué manera se puede conciliar una visión mecanicista de la naturaleza que incluye al propio cuerpo con la idea de un sujeto humano que puede pensar y decidir de manera consciente sobre sus actos?

El tema es el mismo, pero la primera es una formulación conclusiva que es necesario aprender para poder reproducir tal como viene dada, la segunda, una pregunta que abre a la investigación.
Sin embargo, lo propio de un “núcleo de significación” no reside únicamente en las características problemáticas de su formulación (es decir, que en lugar de obturar la indagación la promueve) sino también, y quizá esto sea lo más importante, se propone como una hipótesis a contrastar, siendo posible que el resultado, luego de haberla puesto a prueba en el desarrollo de la clase con los alumnos, sea descartar el núcleo de significación en cuestión, o modificarlo.”

En el ejemplo anterior es evidente la proximidad del núcleo de significación propuesto con el contenido programático de la asignatura. En estos casos la autoría del profesor es evidente, y en realidad, su contenido no difiere demasiado de cualquier actividad propuesta en un libro de texto que pretenda poner en juego la capacidad de los alumnos para reflexionar y encontrar implicaciones a una determinada teoría. No obstante, se debería pensar que la construcción o propuesta de un núcleo de significación no siempre se origina en el profesor y de manera previa a la clase, ni tampoco necesariamente han de tener una vinculación original con el temario del curso: también pueden plantearse otras posibilidades, como por ejemplo que el núcleo surja a partir de la escucha que el profesor realice de las ideas de los alumnos, o de una propuesta explícita de éstos últimos, y su contenido relacionarse con situaciones o experiencias próximas a su vida cotidiana. En un horizonte óptimo, la autoría de los núcleos de significación tendería a darse en la propia comunidad de investigación; la cual, mediante su trabajo de investigación filosófica, va proponiendo hipótesis que deben ser puestas a pruebas mediante el diálogo entre sus integrantes, y también, mediante el diálogo hermenéutico con los textos.

[1] LIPMAN, M. (1991), Pensamiento complejo y educación, Madrid: Ed. de la Torre.
[2] BLEGER, J. (1984) Temas de psicología (Entrevistas y grupos), Buenos Aires: Nueva Visión.
[3] PICHON-RIVIÈRE, E. (1977) El proceso grupal (I). Buenos Aires: Nueva Visión.
[4] GADAMER, HANS-GEORGE (1986), Verdad y Método II, Salamanca: Ed Sígueme. p. 218
[5] TEJEDOR CAMPOMANES, C. (1984) Didáctica de la filosofía, perspectivas y materiales, Madrid: SM Ediciones.

5. La "investigación de ideas" (y II): Orientaciones.


El objetivo fundamental de la comunidad de investigación es conseguir que el alumno piense por sí mismo. De ser una consigna general y un tanto retórica, es necesario convertir esta idea en una orientación práctica que el docente tenga siempre presente en la clase. Aunque no siempre sea posible, aunque puedan reconocerse condiciones adversas para que esto ocurra, es el alumno el que debe construir su propio pensamiento filosófico. Está claro que si el profesor incorpora como máxima fundamental de su acción la promoción de la autonomía intelectual del alumno, al menos su propia acción tenderá a no ser una más entre todas las condiciones adversas que dificultan su desarrollo.

Los alumnos consiguen pensar por sí mismos cuando las experiencias en las que participan les resultan significativas y, además, estos significados pueden ser expresados y reflexionados de manera compartida. En este apartado propondré algunas consideraciones sobre la “búsqueda del sentido” en la actividad filosófica desarrollada por los alumnos, y sobre las características y el significado de la conversación o diálogo filosófico. Estas consideraciones se nutren de las ideas expuestas por M. Lipman[1], y en la experiencia docente personal, reflejada en parte, en el Diario de clase. Finalmente propondré algunas orientaciones prácticas para la construcción de un programa de filosofía en el bachillerato, y algunas pautas para la conducción de los diálogos grupales en clase.

a) La búsqueda del sentido.

El alumno debe llegar a tener la impresión de que aquello que realiza en la comunidad de investigación está relacionado con su propia vida, le concierne personalmente, le hace ser y sentir mejor, le sirve para orientar mejor su acción, sus proyectos y sus relaciones. Es una actividad con sentido.

La investigación de ideas también puede ser entendida como búsqueda manifiesta y dialogada de sentidos. Las personas siempre buscamos y encontramos sentidos a los objetos de nuestra experiencia; es más, lo propio de la naturaleza humana es la búsqueda de sentidos. De la misma forma que el mundo humano es un mundo de significados, un mundo simbólico o cultural, el mundo de los individuos es un mundo de sentidos. Compartimos significados al vivir en un mismo entorno cultural, pero para cada individuo de ese entorno cada significado tiene un sentido diferente.

Sin embargo, en el transcurrir de la vida cotidiana los sentidos suelen estar implícitos y rara vez ponerse de manifiesto de manera explícita. En una comunidad de investigación precisamente se pone como objetivo la búsqueda explícita y manifiesta de los sentidos. Esta búsqueda, en tanto que actividad, es compartida y dialogal, pero el resultado final es individual e intransferible. Por esta razón se puede afirmar que si bien la investigación filosófica en la clase es grupal y se basa en la conversación, también se sitúa en las antípodas de una dinámica de pertenencia gregaria. M. Lipman dice:

No es extraño que todo el mundo ponga tanto énfasis en el término descubrimiento. La información se puede transmitir, las doctrinas se pueden inculcar adoctrinando la gente, los sentimientos pueden ser compartidos; pero el sentido de las cosas es necesario descubrirlo. Nadie puede dar a otro el sentido de las cosas. Una persona puede escribir un libro que pueden leer los otros, pero el sentido que los lectores pueden llegar a darle es el que ellos mismos le encuentran, no forzosamente el que el propio autor le ha dado. [2]

Las personas nos sentimos atraídas o motivadas por aquellas situaciones que tienen sentido; aquellas que no lo tienen las rechazamos o nos resultan indiferentes. Las historias que los adolescentes ven en la televisión suelen ser historias con sentido, también la publicidad o los “reality shows”; ya se ocupan los programadores o los publicistas de que sea así, pues en ello les va la audiencia. Se dice que la escuela no puede competir con la televisión, los videojuegos o Internet, aduciéndolo al atractivo de la imagen, o a la fácil “digestión” de sus contenidos, o a la rápida identificación con valores consumistas. Sin embargo, es posible que haya una razón mucho más elemental que, sin excluir a todas las demás, explique esta desventaja escolar en el ranking de las preferencias adolescentes: más allá de la calidad o el valor de sus contenidos, los medios de comunicación de masas ofrecen historias y experiencias con sentido; lamentablemente, en muchísimas ocasiones los contenidos escolares, para los alumnos carecen totalmente de éste, sobre todo de sentido intrínseco. En ello posiblemente resida el principal problema motivacional: los alumnos pueden llegar a encontrar un cierto sentido extrínseco a la actividad escolar (aprobar, pasar de curso, poder acceder a otros estudios, evitar el castigo o la reprobación familiar); pero normalmente les resulta muy difícil encontrar sentidos intrínsecos en lo que realizan en la escuela, por ejemplo sentirse especialmente entusiasmados con un tema o una actividad realizada en la clase. El ideal didáctico para cualquier asignatura sería que sus actividades estuvieran cargadas de sentido para los alumnos; en la clase de filosofía tendríamos que agregar que, además, estos sentidos sean materia de reflexión consciente.

Volviendo al comienzo, ahora podemos agregar que el objetivo fundamental de la comunidad de investigación es que los alumnos busquen significaciones y sentidos por sí mismos, los intercambien con sus compañeros, los enriquezcan cooperativamente. Puesto que buscar significaciones y sentidos no es otra cosa que pensar, y reflexionar crítica y creativamente sobre estos sentidos es pensar filosóficamente.

b) El diálogo filosófico.

Desde Sócrates sabemos que el diálogo o la conversación son la vía regia para el pensamiento; también se puede decir que la actividad fundamental de la comunidad de investigación es la conversación. Ésta es una actividad en la que los alumnos suelen ser muy poco diestros – por descontado que en gran medida también las personas adultas –. La conversación incluye escuchar atentamente, valorar aquello que se escucha, compararlo con el pensamiento propio, extraer conclusiones, responder; y todo ello podría decirse que es pensar: como dice Lipman, el pensamiento es la interiorización del diálogo.

Además, si el pensamiento se interpreta como una cosa completamente “mental” y “privada”, se está expuesto a que se produzca un considerable malentendido en lo que respecta a la manera como podemos mejorarlo. Por ejemplo, fijémonos en la relación entre pensamiento y diálogo. La creencia más corriente es que la reflexión engendra el diálogo, cuando, de hecho, es el diálogo el que engendra la reflexión. A menudo, cuando la gente establece un diálogo, se ven forzados a reflexionar, a concentrarse, a considerar otras alternativas, a escuchar atentamente, a poner mucha atención en las definiciones y significados, a admitir opciones en las cuales no nos habríamos metido, si la conversación no se hubiera dado.

Preguntémonos si esto no es así. ¿Cuáles son los hechos más memorables y más estimulantes intelectualmente, del día escolar? ¿Las lecturas? ¿Las presentaciones? ¿Los “test” escritos? ¿O las discusiones en la clase en las cuales todos participan y hablan de las cosas que interesan a la gente como seres humanos? Puestos en la discusión, los participantes reflexionan en aquello que ellos mismos han dicho y en lo que podrían haber dicho, recuerdan lo que han dicho los demás y prueban de imaginarse el porqué pueden haberlo dicho. Además, reproducen en el proceso de sus propios pensamientos, la estructura y el progreso de la conversación de la clase. Esto es lo que se quiere decir, cuando se dice que el pensamiento es la interiorización del diálogo.[3]

La participación en un diálogo no siempre se produce mediante la verbalización del pensamiento, también habría una digamos “participación débil” por parte de aquellos que siguen con interés las argumentaciones que se están volcando en la clase, que reproducen en su interior los términos que se confrontan, y silenciosamente también las contrastan con sus propias ideas, rebatiéndolas o identificándose con ellas, fortaleciendo o modificando las propias. También realizan en silencio un proceso que muchas veces aquellos que más participan –precisamente por ello– no pueden llevar a cabo: reparar, de forma metacognitiva, en las estrategias argumentales que se están desarrollando; no sólo captan lo que se está diciendo sino también el cómo se está diciendo, incluido en esto la percepción de las tonalidades emocionales y las posibles intenciones de los comportamiento. Quien escucha, además de escuchar interpreta, convirtiendo todo lo que se está diciendo en clase en materia de búsqueda de sentidos.

Todo esto nos hace pensar que la riqueza o la calidad del diálogo en clase, desde un punto de vista filosófico, no puede ser medido por el grado de participación verbal de los alumnos en general, ni tampoco siquiera por la correción formal de su desarrollo –aunque esto último sea decisivo para conseguir una calidad de contenidos–, sino más bien en la medida de su aportación a la construcción de conocimientos nuevos, a ese plus de producción intelectual, que generalmente es difícil de detectar o de medir, pero que puede expresarse en indicios significativos, como en ciertos gestos de asombro o de satisfacción, también en la formulación de nuevas preguntas, o sencillamente en la continuación que a veces se produce del debate más allá del espacio formal de la clase.

Condiciones y dificultades para el diálogo.

El diálogo dijimos que es la herramienta fundamental de la investigación filosófica, pero posiblemente sea también la herramienta más difícil de usar y respecto de la cual los alumnos se encuentran menos preparados. Es necesario incorporar como uno de los objetivos prioritarios de la tarea docente el aprendizaje en la práctica del diálogo; es imprescindible enseñar a los alumnos el difícil arte de la conversación. Para empezar, una de las dificultades que primero se presentan es justamente tomar conciencia de que es algo que se debe aprender. Como pensar, conversar se cree que se sabe, y no sin razón: la gente se pasa la vida pensando y conversando sin que nadie les haya enseñado nada; o más bien, los aprendizajes han sido de forma autodidacta, por ensayo y error ante las consecuencias exitosas o fallidas de las diferentes maneras de pensar o de conversar.

Ahora se trata de pensar y de dialogar teniendo en cuenta dos características singulares: es un diálogo que se produce entre muchas personas, no es un diálogo entre dos o tres; y lo que es más importante, no es un diálogo “instrumental”, es decir para conseguir cosas más o menos inmediatas, sino un diálogo “reflexivo”.

Para promover el aprendizaje del diálogo es importante tener en cuenta cuáles son las dificultades o limitaciones iniciales que suelen presentar los alumnos. Se podría distinguir de dos clases: aquellas que se relacionan con el procedimiento, y las que se dan en relación con los contenidos.

Respecto de las primeras (procedimiento) se pueden identificar las siguientes dificultades:
• Atención prioritaria a las ideas propias, y desatención a las ideas de los demás. En realidad el diálogo o la conversación, inicialmente es vivido como debate o como contienda, de allí que lo prioritario es mostrar seguridad en las intervenciones y saber defender las propias ideas.
• Ausencia de curiosidad por lo que los demás puedan aportar, o interés para contrastar las ideas propias y rectificarlas si fuera necesario.
• Actitud de poca flexibilidad: la finalidad principal del diálogo es defender posiciones propias, no intercambiar ideas, y mucho menos construir pensamientos de manera colectiva.
• Frontera difusa entre el cuestionamiento a las ideas y el cuestionamiento a las personas. Los desacuerdos pueden ser vividos como afrentas personales.
Respecto de las segundas (contenidos):
• Dificultad para mantener una línea continuada de argumentaciones. Se suelen mezclar, enlazar y superponer, unos temas con otros, de tal manera que sin darse cuenta se encuentran al cabo de poco tiempo hablando de cosas que no tienen nada que ver con el punto de partida. (Domínguez-Orio, 1985) [4]
• Dificultad para retener argumentaciones previas y relacionarlas con las nuevas. El diálogo no es vivido como un continuo progresivo en el que cada argumentación puede permitir un ascenso dialéctico hacia ideas mejores.
• Facilidad para centrar las intervenciones en los contenidos anecdóticos. Cuando se proponen ejemplos es frecuente que la discusión de desplace al contenido de los ejemplos y se abandone la idea que el ejemplo pretendía ilustrar.
Dadas estas dificultades subjetivas de los alumnos también es importante considerar aquellas condiciones digamos objetivas, es decir que dependen del modelo o de la orientación didáctica, para que en un contexto de investigación filosófica se pueda avanzar en la calidad del diálogo. Señalaré dos aspectos que considero importantes: un diálogo filosófico no busca únicamente posibilitar la expresión del pensamiento de los alumnos, sino promover un trabajo reflexivo y crítico sobre este pensamiento; y una dinámica radial, en la que todas las intervenciones están dirigidas a, y son respondidas por el profesor, puede reflejar una clase formalmente muy participativa, pero no sería una situación de diálogo tal como la entenderíamos en un contexto de comunidad de investigación.

Respecto del primer aspecto, de manera muy concreta, Lipman realiza la siguiente distinción[5]:

Si escuchamos con atención las observaciones del guía de una sesión de brain storming –o el moderador de una discusión corriente–, y las comparamos después con las preguntas o comentarios de un profesor de filosofía, no podemos dejar de quedar sorprendidos por la diferencia. La persona que sólo tiene como objetivo que cuantas más personas expresen opiniones o hagan comentarios, a menudo dirigirá a los participantes preguntas como éstas: ¿Cuál es su opinión sobre este asunto? ¿Qué cree usted respecto de este tema? ¿Está de acuerdo con lo que han dicho?
En otras palabras, estas preguntas que acabamos de mencionar buscan suscitar opiniones, pero no promueven el razonamiento. Cada uno de los protagonistas no se siente animado a formular de una forma razonada sus puntos de vistas, sino a expulsarlos hacia fuera, como si los lanzara desde la cima de su cabeza.
En una discusión filosófica, por otra parte, el profesor hará preguntas como éstas: ¿Qué razones tienes para decir eso? ¿Por qué estás de acuerdo (o en desacuerdo) en este punto? ¿Cómo defines el término que acabas de usar? ¿Qué quieres decir con esta expresión? ¿Lo que dices ahora es coherente con lo que decías antes? ¿Podrías aclarar esta observación? ¿Cuándo dices esto, qué es lo que hay implicado en tus observaciones?

Los alumnos, de acuerdo a sus referencias sobre el funcionamiento escolar en general, suelen identificar los debates con la interrupción del trabajo o con el esparcimiento. Mas de una vez, ante una situación de paréntesis académico producido por la ausencia de un profesor, o en una sesión tutorial en la que no había nada previsto para realizar, los alumnos rápidamente proponen: ¡hagamos un debate!. La experiencia nos muestra que los resultados no suelen ser muy provechosos, y generalmente se reproducen todas las limitaciones y dificultades señaladas con anterioridad. La conversión de esta idea de debate en auténticos diálogos filosóficos no resulta fácil: requiere esfuerzo, y sus efectos gratificantes, tanto para los alumnos como para el profesor, se dan después de un prolongado entrenamiento mediante experiencias no siempre muy alentadoras. Me ha pasado que, después de todo un trimestre de estar trabajando de manera dialogada, de haber reducido al mínimo mis intervenciones magistrales, al final del trimestre, cuando suelen quedar esas horas libres durante la semana de exámenes finales, ante la consulta sobre lo que podíamos hacer, los alumnos respondieran quejosos: ¡profe, hagamos debates, que prácticamente no hemos hecho ninguno en lo que va de curso!

Finalmente, en la búsqueda de estrategias para promover el aprendizaje del diálogo filosófico cabe destacar la importancia de enseñar con el ejemplo. En esto juega un papel decisivo la escucha atenta del profesor y su capacidad para recordar las intervenciones que hayan realizado los alumnos con anterioridad. De esta forma mostrará como es posible estar atento a lo que dicen y piensan los demás participantes de la conversación, y como, transcurrido un tiempo, es posible recuperar esas ideas para enriquecer o corregir lo que se dice en ese momento. También se puede preguntar a algún alumno si recuerda lo que ha dicho otro compañero sobre algo relacionado con la intervención que acaba de hacer. El docente muestra de esta forma la importancia de escuchar, de recordar y sobre todo de desplazar el pensamiento propio, utilizando sus intervenciones para referirse a las intervenciones de los demás.

Respecto de las dinámicas radiales es necesario, si se quiere avanzar en un auténtico proceso de investigación, promover la lateralización de las relaciones. En ello resulta de gran ayuda la distribución física de los alumnos en el aula: la distribución en círculo, favorece notablemente esta lateralización; también el trabajo en grupo o los formatos cooperativos, que comentaré más en detalle en apartados siguientes.


Las dinámicas radiales forman parte de las referencias de los alumnos sobre el normal funcionamiento escolar; tal es así que, habitualmente, las intervenciones, que al menos tienen que ver con el desarrollo normal de la clase, se realizan siempre dirigidas al docente. El esfuerzo de éste por lateralizar las relaciones puede ir en el sentido de devolver o reconducir las intervenciones para que éstas se dirijan al resto de los participantes del grupo. Por ejemplo, si un alumno hace una pregunta al profesor, éste, en lugar de contestarle, sugerir que quizá otro alumno podría responderle.

Estas estrategias, que implican cambios aparentemente sólo metodológicos, en la medida en que el grupo madura en su desarrollo como comunidad de investigación, se irán aplicando de manera espontánea y natural; dichos cambios serán una consecuencia lógica del cambio de concepción respecto de la tarea y de su finalidad.

Funciones prácticas del diálogo.

El diálogo filosófico como herramienta central en la investigación de ideas tiene funciones progresivas. Se pueden señalar al menos tres: como introducción a un tema determinado, para aclarar y profundizar cuestiones, y como medio para construir teorías.

Antes de entrar de lleno en un tema es necesario que los alumnos pongan a prueba sus ideas hablando con los demás, intercambiando experiencias y percepciones mutuas; y comenzar a sentir así una cierta excitación, a medida que las implicaciones del tema comienzan a filtrarse. Es sólo entonces que el tema les parece incitante. No deberíamos creer que, porque los adultos, podemos escribir o leer y entender una cosa sin discutirla con nadie, éste puede ser un modelo adecuado. El diálogo, en una primera etapa introductoria, es una fase indispensable del proceso.

Una segunda función, la de aclarar y profundizar cuestiones, significa la reconversión de la habitual forma expositiva y académica de desarrollar un tema en un proceso dinámico que promueva la participación activa de los alumnos. El diálogo, tanto en el desarrollo de su primera función como en la segunda, nos permite poner a prueba aquellos núcleos de significación a los que me he referido en un apartado anterior, también detectar nuevos núcleos que puedan emerger de la dinámica dialógica del conjunto de la clase, y sobre todo, recuperar aquellos esquemas de referencia propios del pensamiento de los alumnos que nos servirán de materia primera para el desarrollo de la tercera función: el diálogo como construcción de teorías.

Si a la primera función podríamos designarla como función motivacional, y a la segunda como función expositiva, esta tercera, que sería la culminante y más importante, la designaríamos como función creativa o de investigación. Tanto el debate introductorio como la aclaración y profundización de contenidos expositivos no dejan de ser prolegómenos de la actividad principal de la comunidad de investigación. En esta última ponemos a prueba los núcleos de significación, considerados como hipótesis problemáticas que permiten movilizar las referencias intelectuales de los alumnos, reconociendo y detectando sus estereotipias y contradicciones, sus prejuicios y también los elementos de pensamiento crítico que pueden anticiparse a la investigación. Es en el desarrollo de esta última función que las exigencias procedimentales se maximizan: el trabajo cooperativo, la lateralización de las relaciones, el carácter creativo y relacional de las intervenciones, la redefinición de la función del docente como estrictamente posibilitadora.

[1] LIPMAN, M. i altres (1980), Filosofia a l’escola, Girona: IREF / Eumo Editorial.
[2] LIPMAN, M. i altres (1980), Filosofia a l’escola, Girona: IREF / Eumo Ed., página 27.
[3] Idem ant. página 47.
[4] DOMÍNGUEZ REBOIRAS, M. L. y ORIO DE MIGUEL, B. (1985) Método activo, una propuesta filosófica. Madrid: Ministerio de Educación y Ciencia. página 51.
[5] LIPMAN, M. idem ant., página 157.

6. Orientaciones para la construcción de un programa.

A la hora de pensar en las líneas generales que debería seguir un programa de filosofía para alumnos de bachillerato, me pregunto: ¿qué orientaciones básicas y generales se deberían tener en cuenta en su diseño curricular? Sin excluir la posibilidad de que puedan agregarse otras, propongo las cuatro orientaciones siguientes:

• El programa debería incluir, de manera expresa, estrategias y recursos para el desarrollo en los alumnos de habilidades de pensamiento.
• El recorrido general del programa tendría que tener un carácter orgánico –visualmente se podría representar como una espiral ascendente–.
• El material utilizado a lo largo del curso debería ser preferentemente de carácter narrativo.
• Las propuestas de contenidos deberían seguir principalmente formas inductivas de desarrollo.
a) Las habilidades de pensamiento.
A mi juicio, un curso de filosofía no debería ser, de manera preeminente, un curso de habilidades cognitivas; pero tampoco considerar, como es frecuente, que los alumnos desarrollan dichas habilidades de manera espontánea y por añadidura. Si se quiere que la investigación reflexiva y crítica de las ideas, es decir, la propia actividad filosófica, tenga mínimos visos de posibilidad, y supere el mero aprendizaje muchas veces memorístico de contenidos conclusivos de la tradición filosófica, habrá que dotar a los alumnos de recursos cognitivos apropiados. No se trata de un adiestramiento separado de la propia reflexión filosófica, ni un aprendizaje técnico de determinadas habilidades; es más bien la inclusión, en los propios formatos de actividades, de objetivos procedimentales.

b) El carácter orgánico.

El recorrido general del programa tendría que tener un carácter orgánico; visualmente se podría representar como una espiral ascendente. Esto significa que los diferentes momentos del curso deberían interrelacionarse entre sí, no constituir una suerte de “cajón de sastre” en el que se acumulan temáticas y disciplinas diferentes. Los alumnos, en el proceso de investigación filosófica, deberían tener la posibilidad de visitar reiteradas veces idénticas estaciones del programa, pero cada vez en un mayor nivel de profundidad, criticidad o creatividad.

Se trataría de avanzar en las diferentes mediaciones que la relación de cada sujeto con los conceptos filosóficos puede tener. La mediación más sencilla y frecuente es la que articula el concepto entre una captación particular y concreta, y su reformulación después de haber visitado la idea general y abstracta: los alumnos ponen en juego las significaciones de sus experiencias personales, y desde ellas ascienden inductivamente a formulaciones más generales, para luego descender nuevamente a la consideración de estas experiencias, pero ahora desde la perspectiva universal.

Domínguez y Orio (Domínguez-Orio, 1985) proponen un curioso mecanismo didáctico para realizar esta “re-visitación” de la experiencia particular desde la perspectiva abstracta del concepto, que consiste en la creación y puesta en escena por parte de los alumnos de pequeñas piezas teatrales, o en la escritura de narraciones. En estas pequeñas obras literarias los alumnos realizarían aquel descenso o “aplicación” de los conceptos a las realidades particulares.

c) La narratividad.

El material utilizado a lo largo del curso debería ser preferentemente de carácter narrativo. Ya me he referido a su efecto de apertura de la expresión del pensamiento de los alumnos, y a su ventaja respecto de los textos expositivos o exclusivamente informativos, para promover el pensamiento creativo. Los textos narrativos pueden estar preparados por el propio docente a partir de anécdotas o situaciones vividas con sus alumnos, o creados por su propia imaginación. El cine y la literatura ofrecen abundante material narrativo. También se puede aprovechar el material que se esté trabajando en otras asignaturas, y ofrecer la posibilidad de abordarlos desde una perspectiva filosófica: además de rentabilizar el tiempo y el esfuerzo de los alumnos, posibilita el reconocimiento de diferentes perspectivas respecto de una misma obra. Las actividades propuestas a los alumnos pueden tener un formato narrativo, consistiendo, por ejemplo, en la construcción de narraciones y su posterior trabajo colectivo en clase, la narración oral de cuentos o historias creadas y contadas por los alumnos o la redacción rotatoria de actas de clase.

Lo importante a tener en cuenta es que la narratividad, por su secuencialidad temporal, por la construcción imaginaria de escenarios diversos y de diferentes mundos posibles, por el desarrollo de situaciones particulares y concretas, que, a diferencia del concepto universal y abstracto, permite una pluralidad de perspectivas y accesos significativos, es la forma discursiva idónea para el desarrollo de la creatividad en los alumnos. Pero esta forma discursiva no sólo conviene que esté presente en los materiales didácticos, sino también tendría que impregnar el estilo de la acción docente. Esta posibilidad vendría dada, en primer lugar, y tal como lo desarrollaré más adelante por lo que di en llamar la recuperación autobiográfica de los contenidos curriculares, que, en síntesis, sería recuperar, por parte del docente, los contenidos de la asignatura, generalmente lejanos e impersonales, como “hechos vividos”. Esta recuperación autobiográfica sería la condición de posibilidad para que cuando el docente transmita los contenidos de la asignatura lo haga como un saber que no le es ajeno, que le pertenece. Su recuperación puede convertirse en modelo y estímulo para que el acceso de los alumnos a la materia pueda seguir un recorrido similar: el recuerdo – o en un sentido platónico la “reminiscencia”– de lo que se aprende como algo ya vivido, y que se vuelve a aprender ahora como un saber propio. Es en este punto en el que confluyen narratividad e investigación filosófica: la construcción del conocimiento no sería más que la narración en primera persona de la experiencia vivida, que se anticipa al concepto y a la teoría, y desde la cual se accede. Es clara la deuda de esta perspectiva con la mayéutica socrática, y también con la hermenéutica de Gadamer.

d) Las formas inductivas.

Las propuestas de contenidos deberían seguir principalmente formas inductivas de desarrollo. Piaget describe la adolescencia como aquel período en el que los individuos realizan el tránsito de las operaciones concretas, propias de la infancia, a la capacidad para realizar operaciones formales. Sin embargo, el desarrollo de este estado del desarrollo evolutivo de los individuos es un proceso gradual y complejo. El pensamiento adolescente no deja de asombrarnos con sus rasgos paradójicos y con su carácter continuamente cambiante. Visto desde una perspectiva adulta estas características suelen ser incomprensibles o frecuentemente mal interpretadas. Nuestros jóvenes adultos, por encontrarse, en el decir de Piaget, en la “edad metafísica” comienzan a ser capaces de pensar el mundo como un lugar de alternativas; el sencillo camino unilineal de la infancia, trazado principalmente por la palabra paterna, se abre en una multiplicidad de posibilidades diferentes. Para el adolescente esta comprobación no deja de ser una experiencia embriagadora y a la vez angustiante: tiene muchas alternativas para elegir, pero al mismo tiempo no tiene la posibilidad de dejar de hacerlo, a riesgo de hipotecar la construcción de su identidad adulta, con todas las complicaciones que esto conlleva. Al mismo tiempo comienza a intuir, meta-cognitivamente, la potencia de una nueva manera de pensar: el pensamiento formal o abstracto. Todas estas nuevas herramientas el adolescente necesita ponerlas a prueba, ensayar su uso; y como toda utilización de un nuevo recurso, junto al entusiasmo y la energía puesta en su aplicación, tiene lugar la desmesura y el error. Esta perspectiva de la etapa adolescente nos permite matizar aquella frecuente valoración que se suele hacer de las dificultades cognitivas de los alumnos: “¡no tienen capacidad de abstracción!” Yo diría: comienzan a tenerla y la están ensayando. Esto lleva a una curiosa paradoja: por una parte se pone de manifiesto una poderosa capacidad creativa para producir teorías, defenderlas tozudamente, dándole más crédito a su pensamiento que a la realidad, que con frecuencia lo desmiente –esa edad metafísica de la que hablaba Piaget–; y por otra, les resulta sumamente difícil de comprender la explicación de un sistema teórico abstracto, si no se sigue un proceso de tipo inductivo, que vaya de los casos más particulares y próximos a su realidad vital a las formulaciones más generales y abstractas.

Esta curiosa realidad del mundo mental de los adolescentes me lleva a recomendar una orientación didáctica que también no deja de tener ese mismo rasgo paradójico que acabo de señalar: promover al máximo la construcción creativa de diferentes mundos posibles, incluso a costa de una cierta tolerancia con el error o con la incongruencia –entre la verdad y la creatividad considero que la balanza debería inclinarse ligeramente hacia esta última–; y al mismo tiempo priorizar las formas inductivas de explicación, evitando en lo posible las inferencias deductivas, al menos en los momentos de acceso inicial a determinadas áreas temáticas.

Reproduzco a continuación una reflexión escrita en el Diario de clase, el 25 de octubre de 2004, a propósito de la aplicación de formatos deductivos e inductivos:

“Lunes por la tarde. Comienzo la clase del grupo C reformulando el ejercicio de la clase anterior con la siguiente pregunta: ¿Cómo se manifiesta la escasa determinación instintiva (o el mayor condicionamiento cultural) del ser humano en comportamientos tales como: la reproducción, la alimentación o la agresividad?

Compruebo que tanto en este grupo, como en la hora siguiente con el grupo B, los alumnos tienen dificultad para comprender el enunciado del ejercicio, y creo que se debe a que hay que hacer un esfuerzo de interpretación: la pregunta no es directa. La escasa determinación instintiva hace que determinados comportamientos, que en los animales están programados genéticamente, en los humanos se vean profundamente modificados por los procesos de aprendizajes y los condicionamientos culturales y sociales. La pregunta que formulo a los alumnos presupone que ya se ha entendido la idea general de “escasa determinación instintiva”, y como ésta se manifiesta en los comportamientos humanos. Es decir, estoy pidiendo que se realice un razonamiento deductivo, sin que estén claras sus premisas. El proceso debería haber sido al revés: formular una pregunta de estilo directo (no inferencial), por ejemplo: ¿Cómo se manifiesta el aprendizaje o la influencia cultural en comportamientos tales como la reproducción...? ; y luego, de manera inductiva, ir hacia la idea general de “escasa determinación instintiva”.

En muchas de las dificultades con las que nos encontramos a la hora de trabajar un determinado tema se esconden razones de carácter lógico. En el caso de hoy se ha puesto de manifiesto una primera deficiencia en la formulación del problema (proponer una deducción sin haber asegurado el conocimiento de las premisas; o dicho de otra manera, no respetar la secuencialización del aprendizaje); y otra segunda limitación al no tener en cuenta que a los adolescentes, dado su incipiente desarrollo del pensamiento abstracto o formal, les resulta mucho más fácil realizar los procesos inductivos que los deductivos.”

Conduciendo el diálogo grupal.

El aprendizaje en la realización del diálogo grupal, la escucha del profesor del discurso discente, y la capacidad para recoger y utilizar los elementos que todos los participantes en la clase aportan para la construcción de conocimiento, serían las tres condiciones para realizar lo que he dado en definir como investigación de ideas. Se trataría de pensar en estrategias conscientes para ver cómo realizamos un proceso que nos lleve de una participación radial y dirigista –situación habitual–, a una dinámica grupal de comunidad de investigación – situación óptima–.

Las dificultades iniciales de este proceso pueden reducirse a tres circunstancias generalmente inevitable, y que el hecho de no tenerlas en cuenta puede conducir al desánimo o a la frustración:

• La impericia del docente ante formatos didácticos que no son los habituales y no está acostumbrado a trabajar con ellos.
• El número de alumnos que compone el grupo clase (actualmente la ratio en bachillerato suele oscilar entre 30 y 35 alumnos).
• Las dificultades propias de los alumnos, que no se encuentran preparados para desarrollar dinámicas más participativas y de autogestión de los aprendizajes.

Respecto de la primera dificultad considero que no hay camino menos adecuado para iniciar un proceso de revisión y transformación de la propia práctica docente que el de la excesiva autoexigencia: no se trata de comenzar a hacer algo completamente nuevo, sino más bien de recuperar todo aquello que de positivo ya tiene nuestra forma de hacer docente, potenciarlo, y de forma gradual ir ensayando pequeñas transformaciones que superen aquellos aspectos que vamos visualizando como deficientes. Pienso que el secreto quizá esté no tanto en la aplicación de recetas mágicas –que seguramente no las hay–, sino en realizar ejercicios de “autoconciencia” sobre nuestro quehacer cotidiano, de manera más o menos continuada y sistemática, y mucho mejor si son compartidos con otros profesionales –sería aquello que se suele denominar “investigación en la acción”–.

La segunda dificultad, salvo solicitando a las juntas directivas la posibilidad de realizar desdoblamientos, resulta bastante insalvable. Está claro que en un aula con treinta alumnos las posibilidades de impulsar procesos de investigación de ideas se reducen notablemente, y las dificultades aumentan.

En cambio, respecto de la tercera, más que una dificultad, su superación debería ser considerada uno de los objetivos primordiales en un curso de filosofía.

En las siguientes orientaciones consideraré la presencia de las tres dificultades, es decir: nos encontramos a comienzo de curso, con un grupo numeroso, e intentando ensayar por primera vez un programa de investigación de ideas. La primera orientación sería la de no angustiarse y no dejar de hacer las cosas de manera muy diferente a como se han hecho siempre. En un comienzo del proceso resulta más o menos inevitable imponer un esquema de funcionamiento algo rígido y bastante controlado, conteniendo de manera consciente el grado de contradicción con la orientación didáctica general que ello implica. Se debe promover una gradual y progresiva participación de todos los alumnos sin que ello implique una excesiva dispersión. El foco de la participación puede abrirse y cerrarse alternativamente; participar o expresarse no significa hacerlo de cualquier forma –de hecho quien hace un chiste, se enfada, o habla con el compañero, también está participando–; se trata de garantizar la expresión efectiva del pensamiento discente, y esto normalmente resulta difícil de llevar a cabo.

Poco a poco se tendría que ir consiguiendo garantizar unas condiciones mínimas no inhibitorias –con frecuencia es la dinámica general del aula, o la actitud de los propios compañeros aquello que inhibe la participación y la expresión del pensamiento de los alumnos, más que la actitud obturadora del profesor, que por supuesto también cuenta–: silencio e intervenciones dirigidas al grupo, evitando en lo posible los diálogos parciales, salvo en la realización de determinados formatos cooperativos como el trabajo en grupos pequeños; atención y actitud respetuosa por parte de los alumnos que escuchan a los compañeros que intervienen; dar apoyo y ayudar a superar la timidez, la inseguridad y el miedo al que dirán los demás de aquellos alumnos que tiene dificultades para expresarse en público, considerando siempre que también se participa desde el silencio y la escucha activa, y a veces la participación compulsiva es una forma de “no-participación”; finalmente, promover y desarrollar la capacidad de articular un discurso que disfrute de una cierta claridad y coherencia expresiva.

Este proceso de generación de condiciones para el trabajo y la expresión dialogada constituiría una primera fase, centrada en la expresión del pensamiento. Una segunda fase daría lugar a la construcción de conocimiento. La primera es una tarea de aprendizaje más bien individual (aprender a decir lo que pienso), la segunda es un proceso grupal (aprender a utilizar los recursos intelectuales que se aportan colectivamente). Al tiempo que se promueve la expresión del pensamiento, es necesario aprender a utilizar los materiales que van aportando los participantes del grupo para construir conocimiento de manera colectiva. Esto implica poder mantener una atención constante, escuchar lo que se dice, comprenderlo, retenerlo, y poder relacionar las diferentes ideas de manera que se pueda producir una retroalimentación constructiva. Este orden en primera y segunda fase está propuesto en función del grado de dificultad creciente, no porque necesariamente haya de seguir un orden temporal sucesivo.

Hasta aquí he identificado dos posibles fases progresivas: en primer lugar, la expresión de pensamiento, en segundo, lugar la construcción de conocimiento. Antes decía que las estrategias iniciales posiblemente debían pecar de una cierta rigidez y control, principalmente si el grupo es numeroso, con dificultades para mantener una atención sostenida –características que creo son las habituales en nuestras clases–. Para esta situación inicial se podrían sugerir las siguientes formas:

Comenzar siempre una clase, un tema o un trabajo sobre un problema determinado explicando brevemente la idea central de la cuestión. Sintetizarla en una frase, o preferentemente en una pregunta, y escribirla en la pizarra. No borrarla mientras se trabaje ese tema, y de tanto en tanto señalarla, subrayarla, volver sobre ella. Esto ayuda a mantener siempre presente cuál es la idea rectora.

Formular preguntas. Pero que sean preguntas de verdad (las preguntas que no son de verdad son aquellas que ya presuponen la respuesta, es decir son retóricas, o aquellas que se formulan para examinar a los alumnos). Preguntas preciosas, aquellas que obligan a abrir el pensamiento, aquellas que abren el campo de la investigación, auténticas hipótesis de trabajo. Cuando tenemos la suerte de contar con una de estas preguntas, colocarla en el centro de la clase, escribiéndola en la pizarra con letra grande y clara. Estas primeras preguntas ya pueden contener una primera propuesta de núcleos de significación, que, como decía anteriormente, se proponen a manera de hipótesis que deberán comprobarse (comprobar en un doble sentido: como pregunta que debe ser respondida o problema que debe ser resuelto; y como instrumento didáctico que nos debe mostrar su grado de eficacia para suscitar la reflexión en los alumnos conectando con sus referencias de pensamiento).

Durante el debate ir estableciendo turnos de intervenciones; por ejemplo, formular una pregunta, y antes de que algún alumno responda esperar a tener unas cuantas manos alzadas, –esto permite dar la palabra a aquellos alumnos que han tenido menos oportunidades o mayores dificultades para expresar sus ideas–. Seguramente que después de la primera o segunda intervención, el alumno que le toque intervenir, para no hacerlo, argumente que su idea ya ha sido dicha con anterioridad; entonces pedirle que la explique igualmente, que no tenga miedo a repetirse –esto permite mostrar que, aunque tengamos la impresión de estar diciendo lo mismo, siempre hay alguna palabra o algún matiz novedoso e interesante..., en este caso, no dejar de señalarlo; hacerlo así promueve la idea de que siempre es posible aportar algo nuevo, y que las ideas se construyen colectivamente. Este último proceso se facilita si vamos escribiendo en la pizarra una síntesis ajustada de cada respuesta.

Evidentemente que en grupos más pequeños y entrenados en la “investigación de ideas”, es decir grupos que se encuentran en un estado de desarrollo de la “comunidad de investigación” más avanzado, y cuyo formato de funcionamiento puede ser la distribución en círculo –distribución óptima para el desarrollo de esta propuesta–, estas pautas o estrategias se flexibilizan, y la dinámica de la clase se puede tornar más natural y espontánea. En estos casos, –por cierto poco frecuentes en nuestras aulas– el rol del profesor es cada vez menos intervencionista, deja de controlar tanto el funcionamiento del grupo dado que éste es capaz de autorregularse, y poco a poco va asumiendo su función de posibilitador, es decir aquel cuya tarea es sobre todo facilitar las condiciones de posibilidad para el desarrollo de la investigación.

Esta función de posibilitador, que gradualmente puede ir sustituyendo a la del docente expositivo y dirigista, se va ejercitando mediante la práctica de diversas habilidades. Una de ellas es la ya comentada de la escucha activa, entendida como dispositivo didáctico. La escucha es activa porque implica la retención de la información recibida de los alumnos, y su devolución posterior, estableciendo relaciones o formulando preguntas. Justamente la formulación de preguntas es el dispositivo didáctico correlativo y complementario de la escucha activa.

M. Lipman propone una relación de posibles preguntas, agrupadas según la función que pueden cumplir en el desarrollo de un debate. Esta relación no es exhaustiva pero sí muy útil como ejemplo para desarrollar aquella función posibilitadora a la que me refería con anterioridad. Transcribo a continuación una selección de las preguntas propuestas. (La relación traducida al castellano y con algunas modificaciones, ha sido seleccionada de la edición catalana de la obra de referencia[1]):

Buscar la consistencia: En el curso de una discusión filosófica es muy útil plantear cuestiones sobre la consistencia Por “consistencia” se entiende la práctica de usar el mismo término de manera que tenga el mismo significado cuando lo utilizamos varias veces en el mismo contexto. Podemos sospechar que una persona no es consistente al presentar sus ideas o podemos tener la impresión de que las ideas de diversas personas de la clase no mantienen entre sí ninguna consistencia. En ambos casos, estaría bien que aclarásemos esta posibilidad mediante preguntas o comentario como los siguientes: Antes, cuando has usado la palabra x, ¿no les has dado un sentido diferente al que le das ahora? ¿Realmente, estáis de en desacuerdo el uno con el otro o estáis diciendo lo mismo de dos maneras diferentes? A mí me parece que entre estos dos puntos de vista, hay una contradicción evidente. Sólo por analizar por un momento esta opinión, ¿no sería consistente agregar que...? Naturalmente, tu punto de vista es consistente, no obstante, aún podrías no tener razón, porque...

Pedir definiciones: Los estudiantes pueden no estar de acuerdo si una película era buena o no lo era, o si un Platypus es un pez, un pájaro o un mamífero, etc. En casos sencillos, como estos últimos, es evidente que la mejor solución es el diccionario. Pero en otros casos, las palabras que despiertan más controversia son aquellas que son más ricas en significados alternativos. El profesor debería intentar llegar a las definiciones que los alumnos implícitamente están usando –en el caso que resulte necesario–, haciendo preguntas como las siguientes: ¿Cuándo usas la palabra x, con qué sentido la usas? ¿Puedes definir la palabra x, que acabas de usar? ¿A qué se refiere la palabra x,? Si una cosa es un x, ¿cuáles son sus rasgos más importantes?

En conjunto, el maestro habría de ser cauto en pedir definiciones, pues, haciéndolo así, corre el riesgo de desviar la discusión hacia una simple disputa sobre definiciones. Por ejemplo, una clase puede estar discutiendo el problema de la guerra, y el diálogo progresa muy bien. Entonces, el maestro intercala la pregunta: «¿Qué entendéis por "guerra"»? La pregunta es excelente, pero es preciso hacerla en el momento apropiado, cuando los estudiantes comienzan en ver los apuros que la palabra incluye y no cuando el diálogo se desarrolla sin dificultades y de modo productivo, porque ciertos significados de la palabra se dan por sabidos.

Buscar implicaciones y supuestos: Si una de les características principales del diálogo filosófico es descubrir aquello que está implicado (aquello que se sigue) en aquello que se dice, otra de les características principales es buscar aquello que damos por supuesto en lo que decimos. Es propio de los filósofos buscar los presupuestos en los cuales se basan todas las preguntas y todas las afirmaciones –y esta investigación caracteriza igualmente las discusiones filosóficas–, especialmente los más agudas y profundas: ¿Qué pasaría si lo que dices no ocurriera? ¿Qué consecuencias tendría que ocurriese lo contrario? Piensa en algún hecho que de no darse no sería posible la afirmación que ahora realizas.

Pedir razones: Uno de las características de una discusión filosófica es el desarrollo de la presentación sistemática de ideas. Por ejemplo, una teoría generalmente no consta de un solo concepto, sino de una red de conceptos. De modo similar, aquello que en filosofía se dice un argumento es una presentación sistemática de ideas, que consiste en una conclusión a la que dan soporte una o más razones.

Generalmente, los niños exponen sus creencias o sus opiniones sin preocuparse de defenderlas. El docente tendría que mirar de obtener las razones que ellos están preparados para dar para defender estas creencias u opiniones. Paulatinamente, otros estudiantes harán este rol y pedirán las razones a sus compañeros de clase. Vendrá un día en las que los estudiantes cogerán el hábito de expresar opiniones sólo cuando puedan dar razones por defenderlas.

Para pedir a los estudiantes que den razones de lo que dicen, las preguntas pueden ser abiertamente explícitas: ¿Qué razones tienes para decir eso...? ¿Qué te da que pensar que ...? ¿En qué te fundamentas para creer que ...? ¿Puedes dar algún argumento para dar apoyo a tu exigencia de que ...? ¿Por qué dices que ...? ¿Por qué crees que tu punto de vista es correcto? ¿Qué puedes alegar en defensa de tu punto de vista? ¿Hay algo que quisieras decir para probar que tu opinión es correcta? ¿Te gustaría contarnos por qué crees que eso es así?

Provocar alternativas y examinarlas: Si un alumno tuviera que explicar la opinión de que, para enriquecernos, tenemos que ser poco honrados, seguramente que querríamos hacerle ver que existen otras alternativas, que muchas personas se han enriquecido siendo honradas y que mucha gente ha tenido en la vida otras objetivos que el de enriquecerse. La elección, al final, la tomaría él, pero por lo menos nosotros le habríamos ayudado a ver diversas opciones.

Con mucha frecuencia, los niños insisten en decir que la forma como ellos ven las cosas es la única forma que se pueden ver. No han tenido en cuenta otras alternativas porque no piensan que puede haber otras a considerar. En este sentido es donde podemos liberarlos de la estrechez de miras, sugiriéndoles que podría haber otras posibilidades para explorar e intentar ayudarlos a identificar y examinar estas posibles alternativas.

Para alentar los niños a darse cuenta de que hay alternativas a aquello que creen, podemos hacer comentarios como por ejemplo éstos: Hay gente que cree que ... ¿Dirías que es posible que haya otras opiniones sobre este tema? ¿De que otra manera podríamos ver este asunto? ¿Hay alguien que tenga un punto de vista diferente? Supone que alguien quisiese contradecir tu opinión, ¿qué posición podrías tomar? ¿Tu punto de vista es el único que la gente puede tener sobre este tema? ¿Hay otras maneras de ver este asunto que pudiesen ser más creíbles? ¿Hay circunstancias en las cuales tus opiniones pueden ser incorrectas? ¿Hay otras maneras de ver este asunto, que fuesen más creíbles? ¿Hay otras maneras posibles de ver este asunto, aunque fuesen falsas? ¿Es posible que pueda haber otras explicaciones aparte de la tuya? ¿No podría ser también que ...? ¿Qué pasaría, si alguien sugiriese que ...?

Al leer estos ejemplos se ha de tener en cuenta que el contexto educativo al que M. Lipman se refiere es el de alumnos mucho más jóvenes que los que tenemos en las clases de bachillerato, de allí el tono diría infantil de muchas de ellas. Realizando las oportunas adaptaciones de edad, naturalmente se podría buscar muchísimos más modelos de preguntas, que apuntaran a otras de las tantas habilidades que se ponen en juego en un debate. Estos son sólo ejemplo de las preguntas que un profesor entrenado en la dirección de un debate suele realizar, y seguramente de una manera más espontánea y creativa.

[1] LIPMAN, M. i altres (1980), Filosofia a l’escola, Girona: IREF / Eumo , pp. 164 - 172.

7. La cuestión didáctica (I): Transmisión o actividad filosófica.

1. Enseñar filosofía o enseñar a filosofar.

¿Resulta pertinente hablar de una didáctica específica para la enseñanza de la filosofía, o es más bien el resultado de una preocupación superflua? ¿Se trata de un discurso suplementario, que aunque exterior al discurso filosófico, aporta un beneficio pedagógico; o, por el contrario, resulta perjudicial respecto de la transmisión rigurosa de la tradición filosófica?

El punto de partida para encontrar las respuestas coherentes con la perspectiva de este trabajo es el reconocimiento de la mutua constitución entre la filosofía y su didáctica (Martens), es decir, la necesaria mediación didáctica del discurso filosófico como base para la reflexión sobre el significado y el sentido de la filosofía en el bachillerato. Este punto de partida ya supone un camino a recorrer: el de la filosofía entendida como actividad vital y crítica. Se pone en cuestión la existencia de una filosofía “original” que se aprende en la universidad, y de su “copia didáctica”, que se transmite en el bachillerato. Sólo es pensable la filosofía como actividad, dentro de un contexto pedagógico, ya sea éste universitario o secundario, o incluso extra institucional (medios, vida cotidiana, etc.). La enseñanza de la filosofía entendida como transmisión académica de contenidos acabados, sería algo así como un “sucedáneo turístico” de aquello que fue la filosofía en su sentido original.

Ahora bien, reconocida la dimensión constitutiva de la didáctica en la transmisión filosófica, la pregunta inmediata nos interroga por la orientación didáctica más adecuada, es decir, cómo enseñar filosofía. ¿Los profesores de filosofía debemos hacer hincapié en la transmisión de contenidos o en el aprendizaje de procedimientos gnoseológicos? ¿La comprensión de contenidos es una finalidad en sí misma, o son herramientas para desarrollar estos procedimientos? Desde nuestra perspectiva no sería adecuado referirnos a los contenidos y a los procedimientos de manera separada, sino más bien a una actividad crítica que incluye a ambos, pero que, a su vez, los trasciende como experiencia vital totalizadora.

El origen de esta perspectiva, que apunta a la mediación didáctica de la asignatura de filosofía, posiblemente haya que buscarlo en aquella conocida afirmación kantiana referida a la imposibilidad de enseñar filosofía, sino sólo a filosofar. César Tejedor comenta magníficamente el texto kantiano en el fragmento que reproduzco a continuación:

«No se puede aprender filosofía, lo único que se puede aprender es a filosofar». La frase completa suena así:
«Uno no puede aprender filosofía, sino únicamente a filosofar. La filosofía consiste precisamente en reconocer los propios límites. La filosofía es la ciencia de los límites de la razón».
(«Man kann nicht Philosophie, sondern nur Philosophieren lernen. Eben darin besteht die Philosophie, seine Grenzen zu kennen. Philosophie ist die Wissenschaft von den Grenzen der Vernunft».) Werke, ed. Vorlúnder, IV, 26.

La razón sólo podría conocer sus propios límites –en cuyo conocimiento consiste la filosofía– mediante su propio ejercicio. Está claro que aquí juega el concepto kantiano de filosofía. Si, por nuestra parte, hemos calificado la filosofía como una «actividad» consistente en la pregunta acerca de la experiencia (pregunta que es crítica, problemática, indagadora del sentido y práctica), parece también claro que sólo filosofando, es decir, sólo preguntando en la dirección predicha se podrá aprender filosofía. Porque la filosofía no es nunca algo dado.

El mismo Kant dice en el lugar citado: la filosofía no se deja aprender precisamente por esto: «weil sie noch nicht gegeben ist». Una filosofía terminada ya no es filosofía, del mismo modo que un movimiento terminado ya no es movimiento.

Enseñar filosofía es, pues, enseñar a preguntar y preguntarse filosóficamente.

Al decir esto, se renuncia a la enseñanza de una filosofía «hecha». Esta especie de filosofía no muestra sino respuestas demostradas. A su vez, las demostraciones no suelen ser sino parodias de demostraciones: simplificaciones de argumentaciones clásicas, pero sacadas de contexto y por tanto caricaturizadas; o bien puramente verbales, si es que no son falacias lógicas. [1]

2. La filosofia como actividad filosófica.

No obstante, soy del parecer que las afirmaciones anteriores podrían ser objeto de matizaciones. Sería tendencioso, o al menos parcial, reclamar para la concepción de la filosofía entendida como actividad, un carácter de legitimidad exclusiva; y dejar el lugar de la exclusión o de la exterioridad del discurso filosófico para su transmisión académica. Esta postura significaría reconocer como filosófica únicamente la actividad crítica o el diálogo. De ser totalmente así, en el momento en que esta actividad se detiene para registrarse en un sistema escrito y completo, habría terminado la filosofía para iniciarse el camino de la historia del pensamiento o de la cultura. En este sentido, llevado a una posición extrema, podría considerarse a Sócrates como el iniciador de la filosofía y, por otra parte, la filosofía habría terminado con su muerte. Opuesta a la perspectiva kantiana de la filosofía como actividad, cabe reconocer aquella otra que prioriza la comprensión y transmisión de los contenidos. Hegel sería un representante claro de esta segunda perspectiva. Javier de la Higuera escribe al respecto:

Nuestro problema es cómo responder a esa exigencia de enseñar a filosofar y en qué contenidos hemos de hacer reposar esa enseñanza. Creo que cabe distinguir dos respuestas posibles: a) seguir defendiendo la primordialidad de los contenidos y de la filosofía como saber, aunque a costa, paradójicamente, de convertirlos en contenidos pre-filosóficos de nuestra asignatura cuyo aprendizaje es mecánico (es la opción ejemplarmente representada por Hegel); b) defender que los contenidos son sólo medios y no fin del aprendizaje, que debe serlo de una actividad o de una actitud, aunque ello implique renunciar en cierto modo a la idea de la filosofía como forma de saber (es la opción de los llamados “métodos activos”, de la filosofía para niños y también de la teoría de la simulación). Veamos cómo se plantea cada una de estas opciones:

a) Hegel se enfrenta a la idea pedagógica (a la que dedica bonitos calificativos: “obsesión moderna”, “desdichado prurito”) de educar con vistas a pensar por sí mismo, idea que según él sólo conduce al vacío y a la impotencia intelectuales, a lo arbitrario y a lo fantástico. En filosofía, esa idea se ha convertido en la pretensión, afirma, de “aprender a filosofar sin contenido”, lo cual significa que “se debe viajar y siempre viajar, sin llegar a conocer las ciudades, los ríos, los países, los hombres...” (Escritos pedagógicos, Madrid, F.C.E., 1991, p. 139). Para Hegel, la filosofía es una ciencia ya existente, un bien que el profesor posee y que puede ser transmitido y, por tanto, aprendido. Es necesario, pues, comenzar por un contenido. En el nivel de la enseñanza secundaria, incluso, puede ser un contenido registrado memorísticamente, no pensado aún, pero con el que los alumnos se familiarizan y que preparará el pensamiento propiamente filosófico, es decir, la filosofía especulativa. Ese contenido viene dado por las humanidades (“el estudio de los Antiguos”, dice Hegel) y sobre todo por la religión, no meramente en su dimensión histórico-institucional, sino en su contenido dogmático verdadero. Sólo que ese contenido ya presente en la enseñanza secundaria únicamente va a adquirir forma especulativa en la Universidad, por lo que la filosofía queda realmente excluida como tal, en su “esencia peculiar”, de los Institutos.

b) Frente a esta exclusión de la filosofía resultante de su fijación extrema en los contenidos conceptuales, la filosofía para niños, desarrollada por M. Lipman, y, aquí en España, el método activo de Domínguez Reboiras y Orio de Miguel, y, en menor medida, la idea de la clase de filosofía como simulación de la actividad filosófica, de I. Izuzquiza, propugnan una subordinación o instrumentalización de los contenidos conceptuales y conceden la prioridad a los métodos o a los procedimientos (aunque no olvidemos que hay que entenderlos como otra especie de contenidos, junto con los conceptuales y actitudinales), de modo que la propia especificidad de la filosofía vendría establecida no por su tema u objeto, sino por su actividad y metodología. [2]

Javier de la Higuera se refiere a tres propuestas didácticas para la enseñanza de la filosofía en el bachillerato que “conceden prioridad a los métodos o a los procedimientos”: la “filosofía para niños” de Lipman, la “simulación gnoseológica” de Izuzquiza [3] y el “método activo” de Domínguez y Orio [4]. No me detendré ahora en comentar la primera propuesta por estar refirièndome a ella prácticamente a lo largo de todo este trabajo; en cambio sí desarrollaré algunas observaciones sobre las otras dos: Izuzquiza y Domínguez y Orio respectivamente.

Estos autores se inscriben en la corriente que concibe una relación mutuamente constitutiva entre la filosofía y su didáctica; y, en consecuencia, mantienen aquella concepción de los procesos de enseñanza-aprendizaje de la filosofía que hace hincapié en la actividad filosófica, más que en la transmisión académica de contenidos.

Sin embargo, ambos autores ponen el acento en aspectos diferentes. Izuzquiza sale al paso de la crítica de “didactismo” que proviene de los sectores que ven en la didáctica un riesgo para la transmisión fiel de la tradición filosófica, y lo hace mediante el concepto de “traducción”. No es legítimo proponer dos niveles para la filosofía: por una parte, una filosofía auténtica o académica, y por otra, una filosofía adaptada al nivel de los alumnos de bachillerato. Filosofía sólo hay una, la de los autores que pertenecen a la tradición filosófica consolidada. Sin embargo, sin renunciar a la fidelidad o al rigor, es necesario realizar una “traducción” para que pueda ser comprendida por los alumnos. Sería como un texto cuya traducción a otra lengua se realiza teniendo el mayor cuidado por mantener la fidelidad al original, pero garantizando a su vez la intelección por parte de los hablantes de la segunda lengua. En este sentido, Izuzquiza, desde una posición didáctica no academicista participa en cierto grado de la crítica de “didactismo” a todo intento distorsionador o excesivamente divulgador de los contenidos de la tradición filosófica. Sin embargo, precisamente esa posición no academicista le lleva a proponer la “desverbalización” de la clase de filosofía, a convertirla en un supuesto laboratorio de simulación filosófica, en el que los alumnos puedan recorrer los procedimientos cognitivos utilizados por los grandes filósofos.

Domínguez y Orio proponen una identidad entre didáctica y contenido: método y contenido son una misma cosa. Cuando los alumnos realizan un algún tipo de práctica, o el profesor les promueve a participar en la clase de determinada forma, es en esa misma práctica donde los alumnos encontrarán el contenido filosófico que acabarán aprendiendo. Por ejemplo, el valor de la justicia o de la igualdad contenidas en el diálogo entre humanos se aprenden, más que explicando lo que es la justicia, la igualdad o el diálogo, actualizándolos de manera práctica, es decir, dialogando de manera respetuosa y ecuánime.

En ambas perspectivas didácticas se da primacía a la actividad filosófica sobre la transmisión académica. Sin embargo, mientras que en la primera los contenidos son convertidos en herramientas para el desarrollo de dicha actividad, pero en definitiva estos contenidos están presentes desde fuera y de manera previa a la misma; en la segunda, contenido y actividad se confunden en proceso gestionados y vividos colectivamente, tanto por el profesor como por los alumnos; perspectiva esta última que puede ser sintetizada en la frase “la clase es de todos”.

A diferencia de otras disciplinas académicas, la Filosofía tiene el raro embrujo de que en el acto de transmitirse a otros está casi siempre implicada una determinada concepción de sí misma, del acto de "transmitir el conocimiento", es decir está siempre cuestionando su propia dimensión, de manera que en un mismo acto "se usa" y "se menciona" el término "transmitir", y muy bien podría ocurrir que lo estuviéramos mencionando en un sentido distinto o adverso del que lo usamos, con la consiguiente contradicción lógica. De esta manera, cualquier filósofo que pretenda comunicar su pensamiento filosófico, debe incidir, como tal filósofo, - lo que no le pasa, por ejemplo, al historiador - en el análisis de "cómo" transmite tal conocimiento, pues si la vivencia humana se hace pensamiento abstracto en el verbo, en la comunicación, en la expresión formal todo profesor de Filosofía debe ocuparse, por definición, de su didáctica. Método y contenido son, pues, una misma cosa. He aquí el fundamento filosófico del método activo en la enseñanza de la Filosofía. [5]

3. Traducción y simulación.

Me detendré algo más en la propuesta de la clase de filosofía entendida como laboratorio de simulación de la actividad filosófica, desarrollada por Izuzquiza. Esta propuesta se puede resumir en los siguientes aspectos:

- La clase se construye como laboratorio conceptual (participación activa y creativa de los alumnos).
- En este laboratorio conceptual se simulan operaciones conceptuales, o el comportamiento conceptual del tratamiento de determinados problemas.
- La materia de investigación es los problemas filosóficos, que deben ser traducidos, es decir, su transmisión adecuada al discurso de los alumnos.

Es una propuesta que, según Izuzquiza, presupone la “metodología de la investigación científica” [6] Puede sospecharse, con algún grado de certeza, que la expresión “metodología de la investigación científica” se aproxima al paradigma positivista del conocimiento científico, entendido éste como un conocimiento objetivo, verificable y sistemático [7]. De ser así, este presupuesto epistemológico a su vez contiene una determinada concepción de la relación entre el sujeto y el objeto de conocimiento: en un sentido simultáneamente epistemológico y ontológico, son independientes y se dan de manera separada; el sujeto investiga y conoce una realidad que se da en sí misma, el sujeto no produce la realidad, ni la realidad interpela o modifica al sujeto. En suma, el conocimiento puede ser objetivo porque es conocimiento de una realidad que existe y se manifiesta con independencia del sujeto que conoce.

Si estos supuestos los trasladamos al campo de la propuesta didáctica, ese lugar objetivo es ocupado por los llamados “problemas” filosóficos. Estos problemas ya fueron abordados y respondidos por la tradición filosófica, que a su vez fue recogida y sistematizada por la filosofía académica y profesional. En la clase de filosofía Izuzquiza insiste en que no se debe enseñar otra cosa que no sea esa misma filosofía académica y profesional; eso sí, debidamente traducida a los parámetros lingüísticos de los alumnos. Éstos deben volver a recorrer –simular– los procedimientos gnoseológicos que ya fueron utilizados por la tradición filosófica al abordar los problemas que le son propios. Esta simulación recorre la génesis del pensamiento, garantiza su comprensión efectiva, lo cual no sería posible de conseguir si los alumnos aprendieran de forma pasiva las soluciones finales de estos problemas, transmitidas de manera “magistral” por los profesores.

Mi valoración de la propuesta de Izuzquiza es ambivalente: por una parte considero que contiene aspectos, como la perspectiva epistemológica ya comentada, a los que opondría reparos críticos, y, por la otra, creo que realiza aportaciones de gran utilidad y riqueza, especialmente en la propuesta efectiva de una metodología participativa y no academicista. En relación con los aspectos críticos señalo dos implicaciones:

- Aunque sea de manera activa, incluso creativa, los alumnos aprenden el contenido de una tradición filosófica que ya está dada antes y de manera exterior a su pensamiento.
- La traducción de esos contenidos tiene una finalidad metodológica: hacer que los alumnos puedan asimilarlos adecuadamente; de esta forma se tiene en cuenta el discurso de los alumnos principalmente para adecuar la transmisión de los contenidos a su registro lingüístico.

Desde una perspectiva no “cientificista” sino “hermenéutica” no hay aprendizaje del discurso filosófico sino es a través de su construcción. No simulación de la construcción, sino construcción efectiva. El texto filosófico se muestra como interlocutor que interpela el propio discurso del alumno. Éste busca en el texto la pregunta que le dio origen, y esta pregunta cuestiona su propio pensamiento. Es éste pensamiento el que se sitúa como objeto o materia principal de la investigación. La clase de filosofía no es primordialmente el lugar donde se investigan (o se simula que se investiga) problemas de la tradición filosófica, problemas que han sido adecuadamente traducidos al registro del pensamiento de los alumnos. La clase de filosofía es el lugar donde lo que se investiga es el pensamiento propio de los alumnos, y los problemas filosóficos son las “herramientas” que cuestionan y ponen en movimiento sus referencias, prejuicios y estereotipias. La clase de filosofía es un lugar donde se realiza, en suma, “investigación de ideas”.

Este cambio de perspectiva traslada el centro de interés de la reflexión didáctica: de la forma más eficaz para transmitir los contenidos de la tradición filosófica (participación activa de los alumnos, presentación de la génesis del pensamiento, investigación sobre problemas no sobre resultados, traducción de las formulaciones), al desarrollo de las condiciones de posibilidad para que el pensamiento de los alumnos pueda expresarse, (no sea obturado ni sofocado ni substituido por la representación docente del discurso académico); en definitiva, para que ese pensamiento discente pueda circular entre los textos, las explicaciones del profesor, los puntos de vista diferentes de los compañeros, es decir, pueda ser revisado críticamente, expandido creativamente, extrapolado a otros mundos y circunstancias posibles.

Este concepto de “investigación de ideas” que propongo hace referencia a una circunstancia implícita y cotidiana del pensamiento adolescente: no se trata de algo ausente y que sea necesario promover; los alumnos se sienten interpelados, reflexionan sobre sus propias ideas, las modifican o las confirman, las expanden o las olvidan, poseen esquemas de aplicación estereotipada que les resultan útiles o que les dificultan la solución de problemas; es decir, “investigan” con sus ideas de manera compartida con el profesor o a su pesar, dentro o fuera del aula, en el patio con sus amigos, en casa con los padres o delante del televisor. La cuestión didáctica fundamental está en reconocer y situar en un lugar preeminente dentro de la clase de filosofía estas “investigaciones de ideas”; que, por otra parte, de no ser así, seguramente seguirán desarrollándose igualmente en la relación y las discusiones con los amigos, en las experiencias familiares y también escolares, también en el aula y en la clase de filosofía, pero sin que nos enteremos de ello, es decir, de una manera colateral.

La supuesta proximidad de la propuesta didáctica de Izuzquiza a un paradigma “cientificista” le acerca a ciertas sensibilidades y le aleja de otras, tales como las perspectivas más cualitativas, etnográficas o hermenéuticas. No obstante, puede resultar de un gran valor y utilidad; sobre todo si se considera que una práctica que impulse simulaciones gnoseológicas en clase movilizará el pensamiento de los alumnos mucho más que aburridas explicaciones académicas, en las que la mayor participación de los alumnos tiene lugar cuando estos toman apuntes casi al dictado, o interrogan sobre cuestiones que posiblemente aparezcan en los exámenes.

Los recursos y posibilidades didácticos son infinitos; todos pueden, en mayor o menor medida, dinamizar el discurso discente. Una propuesta de corte hermenéutico, que promueva dinámicas de investigación, que acuda a recursos y formatos narrativos, no tiene porqué ser excluyente ni constitutiva de formas didácticas diferenciadas. Su valor es principalmente regulativo o de orientación.

La experiencia docente, principalmente si es de muchos años, lleva indefectiblemente a un cierto escepticismo respecto de modelos o de recetas óptimas. Es un “hacer lo posible”, desde el convencimiento de que los recursos pueden ser muchísimos y de variadas adscripciones: aunque pueda tenerse una visión crítica de las dinámicas radiales, inevitablemente, en algún momento, se volverán a realizar clases académicas tradicionales; aunque se valoricen los textos narrativos, más de una vez habrá que echar mano de materiales expositivos; y aunque se tenga siempre presente el valor de la escucha y el intento permanente de facilitar y no obturar la expresión del pensamiento de los alumnos, no pocas veces habrá que transmitir, de la manera más rigurosa y clara posible, el contenido de los sistemas reconocidos por la tradición filosófica.

4. La creatividad.

Priorizar la enseñanza de la filosofía como actividad, respecto de la transmisión académica de contenidos, nos lleva necesariamente a proponer como meta central del trabajo en la clase el desarrollo del pensamiento creativo. A partir de esta idea puede surgir el cuestionamiento del papel que, dentro de esta dinámica creativa, pueden tener los contenidos consolidados y transmisibles de la tradición filosófica. ¿Instrumentalizar los contenidos o subordinarlos a la “investigación de ideas”, no puede significar quitarles importancia, trivializarlos o, incluso, manipularlos? ¿No es importante, aún desde una posición didáctica activa o de investigación, considerar que los contenidos de la tradición filosóficos deben ser respetados y cuidados, con rigor y prudencia? ¿Es posible compatibilizar una actitud creativa con este respeto y este cuidado?

Para Tejedor es posible la creatividad en el trabajo de los contenidos, siempre que no se realice una mera “reproducción” sino que por el contrario se desarrollen actividades de “redefinición”. La reproducción es el respeto mecánico y memorístico del contenido, en cambio, la redefinición es volver a recorrer el pensamiento del autor poniéndose el lector en una posición de diálogo respecto del mismo, volviéndolo a construir desde parámetros y referencias propias, incluso comparando críticamente estos parámetros y referencias con los del autor y su contexto histórico y social. El alumno escucha al autor y le responde; pero luego intenta dar un paso más y, poniéndose por fuera de esta relación, analiza sus términos.

Ahora bien, la opción por una enseñanza del «filosofar» y no de una filosofía «hecha» podría conducir a una eliminación de los «contenidos», y a la afirmación de que no hay nada que «aprender». No se trata de eso de ninguna manera.

La actividad filosófica requiere instrumentos, y éstos son precisamente lo que se llama «contenidos». Lo que hace falta es que se aprendan precisamente como instrumentos, es decir, que se aprenda prácticamente su utilización. Hay que transmitir conceptos y también doctrinas de filósofos, pero de un modo activo y creativo.

«Todo lo que es inteligente -dice Goethe- ya ha sido pensado; uno tiene únicamente que volver a pensarlo». Una doctrina filosófica debe ser re-pensada. Para ello es necesario situarla históricamente en su época, descubriendo sus motivaciones, su situación concreta. De este modo será posible encontrar las preguntas a las que pretende responder. Entonces esa doctrina se convierte en instrumento para utilizar en el caso de que nosotros queramos formularnos la misma pregunta o una pregunta semejante. Así se hace posible el filosofar -es decir, el preguntar- en diálogo.

Por otro lado, esta enseñanza debe ser creativa o re-creativa. No basta estudiar una doctrina, hay que recrearla. Y ello no tiene por qué constituir una traición, si se es consciente de que se trata de una recreación «con ocasión» del estudio de un autor. Lo más aleccionador del estudio de las Historias de la filosofía escritas por los grandes filósofos -por ejemplo, Hegel- es que están escritas con una soberana libertad de pensamiento, lejos de una erudición fastidiosa.

Por «redefinición» se entiende la capacidad de definir de nuevo, de reorganizar lo que vemos con nuevos prismas, de cambiar la función de un objeto conocido, de ver algo muy conocido en un contexto nuevo. Gracias a la redefinición la actividad mental es productiva en lugar de reproductiva. En general, la enseñanza impide esta actividad al exigir una reproducción del saber transmitido. Entonces, todo el esfuerzo se centra en la fidelidad reproductiva, impidiéndose que nazca la simple sospecha de que un saber transmitido puede ser redefinido. En este sentido, el profesor debe ser muy cuidadoso al evaluar las respuestas de sus alumnos, ya que una definición “mal dada” pudiera ser una muy valiosa re-definición. [8]

5. El saber implícito: ¿Qué hacer? ¿Qué dejar de hacer? ¿Es posible dejar de hacer?

Es frecuente escuchar la valoración de muchos profesores de filosofía respecto de la escasa capacidad de abstracción de los alumnos, puesta en evidencia en sus dificultades para entender determinados contenidos de la asignatura. Esta valoración pone en evidencia la separación que, desde la práctica docente, solemos realizar entre capacidad y contenidos. La misma palabra “capacidad” se refiere a la idea de receptáculo que se amplía o condiciona de manera separada y previa –no se sabe muy bien cómo, quizá en una anterioridad o exterioridad puesta difusamente en niveles escolares anteriores, o en ámbitos socializadores extraescolares, como la familia– , y que puede ser más o menos idónea para “recibir” determinados contenidos que el profesor “deposita” en clase.

Si esta concepcion “bancaria” de los procesos de enseñanza y aprendizaje, puede cuestionarse respecto de su eficacia didáctica en asignaturas como historia, física o matemáticas, en filosofía además se convierte en una clara paradoja. La filosofía no puede ser enseñada de manera expositiva; de la misma manera, como decía un alumno en una de las entrevistas realizada durante la presente investigación, no es posible pretender aprender a jugar al billar sólo memorizando sus reglas; es más, posiblemente la única manera efectiva de aprender a jugar al billar sea, al menos hasta que se sea un jugador razonablemente hábil, dejando a un lado la enseñanza explícita de las reglas.

Con frecuencia he pensado que donde he aprendido más de didáctica ha sido en las clases de lenguas extranjeras que he realizado ya de adulto: la consigna de sus profesores generalmente ha sido, al menos en las más efectivas, tratar de reproducir, en lo posible, la forma en que los niños aprenden durante la infancia su primera lengua. El estudio de la gramática y de la sintaxis es un saber sobrevenido que se aprende cuando la lengua ya se domina.

La prescripción kantiana respecto de que no se puede enseñar filosofía sino a filosofar, adquiere en este sentido una total vigencia. La transmisión de los contenidos acabados de la tradición filosófica convierte a la filosofía, como actividad reflexiva de segundo grado, en una caricatura de sí misma, en una mueca que sólo muestra la aparente erudición docente y que sólo provoca incomprensión y tedio en los alumnos. No es posible desarrollar un pensamiento abstracto y reflexivo sino es abstrayendo y reflexionando, no es posible comprender una teoría si no es recorriendo el itinerario de su construcción, en definitiva no se puede considerar estar haciendo filosofía si esta actividad es ajena al pensamiento propio de quien la desarrolla. Otra alumna, en otra de las entrevistas preguntaba: “¿pero hacer filosofía no es pensar?..., ¿cómo puedo aprender filosofía si la tarea de tomar apuntes me tiene demasiado ocupada como para poder pensar?”

Esto me lleva a otra cuestión que se infiere de manera inmediata de lo anterior; me refiero a una afirmación que escuché hace un par de cursos en una conferencia organizada por el “Ámbito María Corral” y dada por el profesor Terricabras[9]: “seguramente no es posible enseñar a pensar..., únicamente es posible aprender a pensar”. Hice mía esta afirmación al reconocer que la idea de “enseñar” es próxima a la idea de “mostrar”, y normalmente mostramos a alguien una cosa cuando este alguien no la tiene: mostramos resultados, objetos terminados, mostramos reglas para que se cumplan, normas para que se obedezcan. Esta perspectiva nos conduce a una situación aporética respecto del enseñar y el aprender: el alumno debe aprender algo que no es posible enseñar. Aporía relacionada con otra ya planteada en el Menón [10]: si ya conocemos algo no es necesario aprenderlo, y si no lo conocemos no es posible aprenderlo precisamente porque no sabemos lo que tenemos que aprender. Vamos..., que entonces la filosofía se convierte en una asignatura imposible: el profesor nada puede enseñar, y el alumno tampoco nada puede aprender.

Ante esta situación aporética extrema quizá sirva recurrir a la peculiar interpretación que realiza Pardo de la teoría de la reminiscencia de Platón [11]. Conocer es recordar un saber, pero no en el sentido de un saber que se tuvo en otro espacio y en otro tiempo, y que ahora se recuerda. Es más bien “recordar” en el sentido de “saber de memoria”, recordar un saber que nunca se tuvo, o que se tuvo en un pasado sólo constituido desde el presente. Un pasado inexistente, como inexistente es la respuesta a la pregunta sobre cuándo se comienza a saber un idioma. Siempre se ha hablado el idioma que se habla, como se sabe bailar desde toda la vida, o se conoce al amante desde siempre. Nadie ha enseñado a hablar una lengua, ni a bailar, ni a amar a una persona. Son cosas que se “aprenden”... ¿Qué han hecho entonces los padres, o los profesores de segundas lenguas, o los profesores de baile, o los amantes? Desde luego no han enseñado nada. En todo caso, cuando los profesores han enseñado la lengua que sabían, con seguridad que no se les ha entendido, o cuando los maestros de baile mostraron sus destrezas sólo consiguieron producir admiración o envidia.

La paradoja del aprender y del enseñar, en este caso filosofía, nos lleva necesariamente a una pregunta: ¿qué hacer entonces? Inmediatamente pensamos, yendo hacia atrás, en una pregunta previa: ¿qué deberíamos dejar de hacer? Y finalmente: ¿será posible dejar de hacer lo que hacemos?

Porque precisamente la dificultad está en “dejar de hacer”. Parece que todo –programas, libros de texto, manuales de didáctica, cursos de formación, objetivos, evaluaciones– nos compele a “hacer”. Y el sentido de la función docente, al menos en la clase de filosofía, es dejar de hacer, o hacer lo menos posible, para que el que realmente haga sea el alumno. Sustituir, en lo que se pueda, la explicación por la escucha, la afirmación por la pregunta, el dirigir por el acompañar, la meta por el camino, la prescripción por el estímulo, la presencia por la ausencia, el recuerdo por el olvido. De la misma forma que el bailarín alcanza la excelencia cuando olvida las lecciones y disuelve la coreografía en movimientos que parecen creados en el momento, a pesar de la infinidad de horas de entrenamiento previo.

Pocas veces ocurre algo parecido en la clase de filosofía; quizá sólo en aquellos momentos en que, relajados, alumnos y profesor, dialogan o investigan sobre un tema, de manera fluida, como improvisando, en algo similar a lo que los psicólogos sociales llaman “procesos de flujo”, vividos de manera intensa y concentrada, sin esfuerzos ni controles, poniendo en juego los recuerdos, las reminiscencias, en aquel reformulado sentido platónico que se mencionaba con anterioridad.

Curiosamente, estos escasos momentos, en un contexto didáctico convencional, son vividos por profesores y alumnos como excepcionales, como una interrupción del trabajo, como recreo, como distracción. Estos contextos convencionales entienden la medida del trabajo verdadero no en la creación sino en el esfuerzo, aquel que es controlado y puede ser medido (evaluado), que recorre un plan prefijado y se dirige hacia el cumplimiento de determinados objetivos.

[1] TEJEDOR CAMPOMANES, C. (1984) Didáctica de la filosofía, perspectivas y materiales, Madrid: SM Ediciones. p. 27
[2] JAVIER DE LA HIGUERA: Ponencia en el curso “Las aportaciones de la Filosofía al mundo contemporáneo”, que la UIMP celebró en Santander en septiembre de 2000
[3] IZUZQUIZA, I. (1982) La clase de filosofía como simulación de la actividad filosófica. Madrid: Ediciones Anaya.
[4] DOMÍNGUEZ REBOIRAS, M. L. y ORIO DE MIGUEL, B. (1985) Método activo, una propuesta filosófica. Madrid: Ministerio de Educación y Ciencia
[5] DOMÍNGUEZ REBOIRAS, M. L. y ORIO DE MIGUEL, B. (1985) Método activo, una propuesta filosófica. Madrid: Ministerio de Educación y Ciencia. pp. 27 y 28.
[6] IZUZQUIZA, I. (1982) La clase de filosofía como simulación de la actividad filosófica. Madrid: Ed. Anaya. p. 53
[7] cfr. BUNGE, M.: La ciencia, su método y su filosofía. Ed. S.XX, Buenos Aires, 1978, p.9
[8] TEJEDOR CAMPOMANES, C. ídem ant. p. 32
[9] TERRICABRAS, J.M.. "Es pot aprendre a pensar?", en AAVV. (2004) Aprendre a pensar. XXII Jornades Interdisciplinaries. Barcelona: Àmbit Mària Corral, pp.49-59.
[10] cfr. PLATÓN, Menón, 80d. Madrid: Gredos. p. 300.
[11] PARDO, J. L. (2004), La regla del juego, Barcelona: Círculo de Lectores. p. 38

8. La cuestión didáctica (y II): ¿Para qué la filosofía?

6. ¿Para qué la filosofía? La cuestión de las finalidades.

La historia de la filosofía es la historia de la formulación de preguntas, mucho más que la historia de sus respuestas. No porque la filosofía no haya encontrado respuestas, ni porque las respuestas dadas por otros ámbitos de la cultura como la ciencia o las religiones no tengan relación con el pensamiento filosófico; es más, con frecuencia la frontera entre estos diferentes ámbitos se desdibuja y es difícil de determinar. No obstante, es posible encontrar un rasgo distintivo en gran parte de la trayectoria realizada por la tradición filosófica occidental desde sus orígenes jonios: la función cuestionadora de la actividad filosófica, en el sentido de poner en cuestión, de desestabilizar las respuestas consolidadas, de encontrar el límite a las pretensiones cognitivas, de, una vez alcanzado un puerto seguro, abandonarlo enseguida para continuar viaje por aquel mar lleno de perplejidades y preguntas.

Por otra parte, la pregunta, además de ser el motor que mueve el pensamiento filosófico, en un sentido mayéutico, también es la llave para desentrañar sus significados. Gadamer afirmaba que la pregunta es la forma lógica del juicio; con ello se refería a que la vía para interpretar el significado de una afirmación o de un texto es encontrar la pregunta a la que el juicio o el texto da respuesta; en la comprensión de un texto, la pregunta abre el horizonte hermenéutico que la posibilita [1]

En suma, la pregunta cumple esta doble función: como cuestionamiento dinamizador de la búsqueda de nuevos saberes, y como clave para desentrañar el significado de los ya conseguidos. Sin embargo, a pesar de esta doble función, en la concepción didáctica tradicional, presente en un gran número de clases de filosofía, la pregunta no ocupa un lugar preeminente, salvo como recurso retórico para transmitir las respuestas consolidadas, o como instrumento evaluador de las respuestas supuestamente aprendidas. La pregunta suele estar presente en la clase de filosofía, pero habitualmente como “falsa pregunta” o como “no pregunta”, como pregunta que en su formulación ya se presupone la respuesta, como pregunta retórica. Cabe advertir que somos los profesores los que solemos ocupar el espacio de la clase con este tipo de preguntas; con ello seguramente conseguimos hacer las clases más entretenidas, o darle a nuestras explicaciones magistrales un barniz de metodología activa; pero no conseguimos que el pensamiento propio de los alumnos cobre protagonismo. En cambio, las preguntas de los adolescentes (como por lo general las que realizan todos aquellos a los que se les ha asignado una posición definida por el hecho de no “enseñar” nada, por un estado de “carencia” en el que se reconocen, identificándose como alumnos que deben aprender) sí suelen ser, como dice Bastian, citado por Tejedor [2], preguntas-preguntas, preguntas de verdad, en definitiva, preguntas filosóficas.

Ahora bien, la pregunta por el sentido puede hacerse urgente y necesaria cuando el sujeto siente o experimenta un desequilibrio en su concepción del mundo. Esto es típico de la adolescencia, época en que se comienza a poner en duda el mundo de los adultos. H. D. Bastian distingue desde este punto de vista dos tipos de preguntas: las preguntas que se dirigen a estabilizar un equilibrio ya existente y que, por lo tanto, están al servicio de una respuesta preconcebida: son las preguntas-respuesta; y las preguntas que conducen el equilibrio ya existente -o en peligro- a uno nuevo que hay que inventar y fundamentar y que, por tanto, están al servicio de la acción de la prueba y del cambio. En este caso, la pregunta aparece radicalmente como pregunta: son preguntas-preguntas.

Las preguntas del adolescente pueden ser típicamente de esta última categoría: preguntas-preguntas. Son, en consecuencia, preguntas que están al servicio del cambio mental, de la innovación y de la creatividad del espíritu. Es decir, son preguntas que pueden ser filosóficas.

Izuzquiza reconoce que “se ha pretendido enseñar, fundamentalmente, las respuestas a las preguntas que han dirigido la actividad de los filósofos; y no las mismas preguntas que los filósofos se han planteado” [3] En este sentido, una didáctica basada en las preguntas más que en las respuestas, tendría dos implicaciones fundamentales: se aseguraría una comprensión mucho más ajustada del pensamiento de los autores, toda vez que podría realizarse un recorrido genético del camino que los autores han recorrido, y promover la indagación por la relación cuestionadora que mantuvieron con su contexto filosófico y cultural; y, por otra parte, se posibilitaría que los alumnos se adiestrasen en el difícil arte de formular preguntas. Dos implicaciones que resultarían de esta concepción de la asignatura de filosofía entendida como taller de simulación gnoseológica: una conceptual o de transmisión de contenidos (se aprende mejor si se indaga por la gestación de los sistemas más que si se aprenden los sistemas como resultados acabados), y otra procedimental (saber identificar los problemas verdaderos y poder traducirlos en preguntas adecuadas).

Nunca puede ser equivalente tratar, de modo prioritario, las respuestas o soluciones a los problemas (que se constituyen, muchas veces, en verdaderas construcciones sistemáticas), que el ofrecer una aproximación a los problemas planteados por los filósofos y a la información que ellos disponían para poder resolverlos. Elaborar el trabajo de clase en torno al tratamiento de los problemas fundamentales que han planteado los filósofos (y que, a su vez, pueden plantear los alumnos) , representa un importante cambio metodológico a la hora de dar una clase de filosofía. [4]

Sin embargo tener una concepción de la asignatura de filosofía que proponga su función y su sentido a partir de reconocer la finalidad cuestionadora en sí misma, significaría restarle primacía al objetivo señalado en el texto anterior (“ofrecer una aproximación a los problemas planteados por los filósofos y a la información que ellos disponían para poder resolverlos”), y otorgársela a la formulación de problemas propuestos por los alumnos, aquello que en el mismo texto aparece tímidamente entre paréntesis (“...y que, a su vez, pueden plantear los alumnos”) De esta forma quizá se podría, un tanto esquemáticamente, diferenciar tres posiciones respecto del papel de la pregunta como elemento definidor de la naturaleza y el sentido de la asignatura:

- Una concepción tradicional que utiliza la pregunta de manera retórica o como instrumento de dinamización didáctica.

- Una concepción activa que intenta reproducir en la clase la formulación de aquellas preguntas que realizaron los pensadores de la tradición filosófica, para asegurar así su mejor comprensión, y al mismo tiempo desarrollar por parte de los alumnos las habilidades cognitivas que en la formulación de las preguntas y en la búsqueda de su respuesta aquellos autores pusieron en juego.

- Una concepción crítica que no prioriza la transmisión sino la posición de cuestionamiento respecto del pensamiento propio (en este caso de los alumnos) y también ajeno, que procura promover el reconocimiento de la fragilidad de las respuestas, de las conclusiones, de los sistemas, una concepción que describiríamos como “desestabilizadora” de los sistemas acabados y las verdades concluyentes.

Esta tercera manera de entender la función y el sentido de la filosofía de alguna forma enlaza con la tradición socrática originaria de la actividad filosófica: actividad que surge del asombro, del reconocimiento de la propia ignorancia y del preguntar más que del enseñar. Tres actitudes generalmente alejadas del quehacer habitual de los profesores de filosofía: desde luego no solemos reconocer nuestra propia ignorancia, por tanto tenemos pocas oportunidades para asombrarnos ante nada, y nuestras preguntas en realidad no son preguntas de verdad sino más bien preguntas retóricas.

Esta peculiar manera de entender la actividad filosófica Pardo la desarrolla recuperando la metáfora de Wittgenstein sobre aquellos nativos que jugaban un juego sin reglas y sobre aquel explorador que intenta estudiar el juego de los nativos poniendo por escrito unas reglas que nunca existieron, y con ello no sólo no puede comprender el juego originario sino que además inventa un juego nuevo.

Una aplicación mecánica de la metáfora nos podría llevar a pensar que Sócrates, al no escribir nada sobre lo que pensaba y hacía, bien podría ocupar el lugar del nativo, y asignarle a Platón el del explorador. La comparación no sería del todo desafortunada, sobre todo si pensamos que Platón, mediante el protagonista Sócrates de sus diálogos, lejos de estar reproduciendo el pensamiento y la actividad de su maestro, está desarrollando su propio pensamiento que, además es ahora un pensamiento atrapado en las líneas de su escritura. Sin embargo, tal como dice Pardo [5], Sócrates no es un nativo, y por tanto Platón no puede ser considerado un explorador. La razón por la que Sócrates no es un nativo es que hace algo que los nativos no hacen: pregunta; y cuando se le pide una respuesta, en lugar de responder cuenta una historia, cosa que tampoco hacen los maestros. Si no es un nativo, pero tampoco un maestro, qué hace o qué es Sócrates. Pregunta que curiosamente se aproxima mucho a la que recorre todo el presente trabajo.

La filosofía tendría la curiosa función de cuidar y proteger las preguntas o los problemas. Más que buscarlos –que también– se trata de defender y reivindicar la necesidad de su existencia. En este sentido, el intentar subordinar la pregunta filosófica a un criterio previo que fije su pertinencia sería desvirtuar su sentido, aquel que está presente en la antigua mayéutica socrática, que consistía en desestabilizar la certeza de la opinión. Como proclama Innerarity en un artículo en el diario El País [6], a propósito de este nuevo intento de las autoridades de reducir la presencia de la filosofía en el bachillerato, o convertirla en una asignatura de “formación cívica”, puesto de manifiesto en el anteproyecto de la nueva Ley Orgánica de Educación (LOE):
Salvemos los problemas frente a la presión de los competentes, contra las soluciones precipitadas porque, como dice Sánchez Ferlosio, "lo más sospechoso de las soluciones es que se las encuentra siempre que se quiere". Propongo defender esa rareza que ha generado un pequeño grupo de profesionales cuyo oficio no consiste en ofrecer soluciones, sino problemas, en ponerse las cosas lo más difícil posible, que, frente a tantos que no se equivocan nunca, parecen estar más interesados por mantener siempre abierta la posibilidad de fracasar que en salir siempre del paso. Hay sin duda un valor profundamente humanizador en ese respeto hacia nuestra condición problemática que la filosofía se compromete, mientras le dejen, a seguir protegiendo.

Aceptada esta función sustancialmente problematizadora de la filosofía se puede plantear una inevitable controversia entre las supuestas funciones de reproducción social y política que desde sus orígenes tendría la institución educativa, y la vocación desestabilizadora que determinada concepción de la asignatura podría poner de manifiesto.

En esta clave podría ser interpretada la intención del MEC de reconvertir una parte de las horas actualmente asignadas a la filosofía a una nueva asignatura llamada “Educación para la ciudadanía”: mientras la transmisión de valores cívicos y democráticos se realicen en un marco docente que admita la pluralidad y el cuestionamiento radical, dicha transmisión no parece estar totalmente garantizada. Curiosa paradoja: valores democráticos tales como la pluralidad o la tolerancia no encuentran garantizada su reproducción, por mor de la defensa radical de esos mismos valores; o bien, la misma paradoja, pero formulada de otra manera: la formación eficaz para una ciudadanía democrática, sólo podría garantizarse en un contexto educativo que, al prefigurar los contenidos a transmitir, le aleja de la radicalidad cuestionadora de la filosofía, y le acerca a la homogeneidad del adoctrinamiento. Como afirma Javier de la Higuera [7]:

Si echáramos una mirada a la genealogía de la escuela, podríamos encontrar en su invención la asociación de dos operaciones en principio separadas: la transmisión de los conocimientos y la edificación moral y social a través de la sujeción de los individuos, de tal modo que enseñar sería llevar a cabo una invisible operación de reproducción social, política y económica a través de la visibilidad de una operación de conocimiento. Nuestro problema es cómo afecta eso a la enseñanza de la filosofía. Su finalidad, en nuestro sistema educativo, de promoción del pensamiento crítico, ¿debe entenderse que está al servicio de esa edificación social y moral y, en último término, de la reproducción social? En este sentido, sería necesario plantearse cuáles son los límites de esa crítica que la filosofía debe promover. Antes veíamos que el valor intrínseco de los conocimientos en nuestra materia es secundario con respecto a su responsabilidad educativa pero quizás habría que pensar si la responsabilidad filosófica no consiste más bien en no someterse en principio a ninguna utilidad social, ni siquiera a la educación ética, cívica o política, aunque eso la llevara a caer en una cierta irresponsabilidad frente al Estado. Puede que el acto o la experiencia filosófica tenga lugar, precisamente, en el instante en que el límite jurídico-político puede ser interrogado o transgredido.

En el presente apartado he propuesto algunas ideas sobre la función y el sentido de la filosofía; ideas abiertas y provisionales en consonancia con aquello que considero precisamente el sentido fundamental de la asignatura: su función cuestionadora de toda idea que pueda considerarse establecida o definitiva. Desde esta afirmación realizo un salto a otra pregunta –que en realidad esconde una sospecha– a partir de considerar que la institución educativa, como el contexto institucional en general, despliega su discurso otorgando legitimidades. La pregunta sería: ¿Cuál es el criterio que la institución puede echar mano para justificar la presencia de la filosofía en el bachillerato? ¿Será un criterio sostenido desde la legitimidad de la propia filosofía, como actividad educativa que impulsa el pensamiento crítico y creativo en los alumnos? ¿O bien será un criterio sostenido desde la legitimación de la propia institución, aún siéndole reconocida su participación en un sistema democrático y plural? Se podría responder diciendo que “al César lo que es del César...”, y por tanto aceptar que es lógico que la institución busque fortalecer su legitimidad, y a los profesores de filosofía nos toque batallar con la idea de llevar los cuestionamientos hasta sus última consecuencias.

7. Notas finales: la asignatura como experiencia vital. Un escepticismo entusiasta.

El análisis de la disyuntiva entre entender la asignatura como un marco pedagógico en el que se transmiten contenidos, o un espacio en el que se desarrollan actividades filosóficas, nos llevó a pensar que la enseñanza de la filosofía no puede plantearse efectivamente como tal si no es entendida como aquel camino (método) que no tiene otro sentido más que su propio recorrido. En este sentido la frontera entre método y contenido se disuelve: la realización del método es el contenido, y el contenido no se adquiere sino que se construye. Aquello que el alumno suele conseguir o aprender no es otra cosa que lo que suele sobrevenir “por añadidura”, a resultas de la “experiencia filosófica”, muchas veces en los márgenes de las intenciones didácticas programadas. Es como cuando, por proponer un símil turístico, visitamos una ciudad determinada: una vez realizado el viaje indudablemente que tenemos información sobre la ciudad visitada, de hecho éste era el objetivo manifiesto: “voy a conocer tal ciudad”. Sin embargo, el resultado efectivo, profundo y perdurable del viaje seguramente estará más en el resultado de la experiencia vital, en todo aquello que esta experiencia pudo habernos transformado o enriquecido, que en la información objetiva sobre la ciudad, su historia y sus monumentos. Un resultado que se sitúa más en el orden de lo imprevisto que de lo programado. Indudablemente que esta experiencia no se hubiera podido dar si no hubiéramos decidido conocer tal ciudad, si no nos hubiéramos puesto en manos de una eficiente agencia de viajes o de un informado guía. Sin embargo ni la agencia ni el guía pusieron en nosotros el contenido de nuestra experiencia, tan sólo fueron su condición de posibilidad.

Regresando de la metáfora a la realidad del aula, el hecho de reconocernos en una perspectiva de constitución recíproca entre la didáctica y la filosofía, y el hecho de cuestionar una concepción de la enseñanza de la filosofía entendida como transmisión divulgativa de un “saber - copia”, adaptación o traducción comprensible de la “tradición académica”, podría muy bien llevarnos a afirmar que aquellos estilos didácticos academicistas o expositivos, centrados en la transmisión de contenidos y en la consideración de los alumnos como sus receptores pasivos, en realidad no se traducen en la enseñanza de la filosofía más que como una suerte de caricatura informativa y memorística. En esta situación, los alumnos no estarían aprendiendo filosofía sino adquiriendo “información filosófica”, un sucedáneo distorsionado de la esencia genuina del filosofar.

Si bien globalmente puedo identificarme con esta última perspectiva, considero necesario realizar alguna matización, a riesgo de supeditar la perspectiva didáctica que orienta la acción docente al respeto o a la traición de una supuesta esencia filosófica. Esta supeditación incluiría dos premisas, a mi juicio poco acertadas: el creer que efectivamente hay una supuesta esencia filosófica que la acción docente debería respetar, y que la naturaleza de la experiencia filosófica desarrollada por los alumnos depende al ciento por cien de la orientación didáctica que el profesor imprima su práctica docente. Por el contrario, creo más razonable reconocer que todo aquello que pasa en la clase de filosofía es resultado de múltiples mediaciones, entre ellas las producidas desde lo que dice, hace y piensa el profesor, y desde lo que dicen, hacen y piensan los alumnos.

Podemos estar tentados en considerar que el profesor que emplea un estilo didáctico “expositivo” intenta enseñar filosofía y sólo consigue transmitir información; en cambio el profesor que emplea un estilo didáctico “activo” es el único capaz de conseguir que los alumnos participen en una auténtica experiencia filosófica, a condición de que renuncie a su papel de transmisor de saberes, sustituyéndolo por el de “posibilitador mayéutico”.

Personalmente considero que mediante la aplicación de ambos estilos –si es que en la realidad se puede realizar una distinción tan precisa–, los alumnos realizan siempre algún tipo de experiencia filosófica activa, en ambos recorren un camino y extraen conclusiones; sin embargo, mientras que en uno esta experiencia se da en los márgenes de la relación didáctica, y sus efectos son implícitos y colaterales; en el otro, hay una apuesta explícita y cómplice por la aventura, el viaje, lo imprevisto; sin desdeñar la información y los contenidos, pero siempre prestando atención y reflexionando sobre el acontecimiento vivido.

En este sentido la distinción entre una didáctica auténticamente filosófica y otra pseudo-filosófica, sería un tanto artificial. Un docente tradicional puede llegar a conmover la sensibilidad más profunda de sus alumnos mediante la exposición magistral de contenidos; mientras que un esforzado profesor que agota sus energías docentes con un sinnúmero de actividades prácticas sólo consiga una entretenida clase a fuerza de aplicar participativas “técnicas de dinámica de grupo”.

El centro de la cuestión está en considerar que el núcleo de lo que deba ser la clase de filosofía está en la experiencia vital de los alumnos, y en ningún otro lugar; que esta experiencia vital, con independencia del tipo de acción docente que realicemos, se produce siempre, aunque más no sea en el rechazo, el odio, la rebeldía a la arbitrariedad o el aburrimiento. Es posible obturar la expresión del pensamiento de los alumnos, pero nunca obturar el pensamiento mismo. Y, por otra parte, si hay obturación del pensamiento, éste seguramente ya encontrará otras vías de expresión: después que suene el timbre, en el patio, con el grupo de amigos, en el aula o fuera del aula.

Respecto de nuestra asignatura, los profesores de filosofía nos solemos hacer una serie de preguntas: ¿Cuál es realmente la finalidad de una asignatura como la filosofía en el bachillerato? ¿Es posible hacer algo diferente a lo que se hace? ¿Las deficiencias de la acción docente, son realmente deficiencias, o más bien expresan el alcance de una tarea docente inevitablemente limitada?

Si se reconoce el gran número de mediaciones que intervienen en la articulación de lo que finalmente será el desarrollo de la asignatura, y si se es consecuente con este reconocimiento al aceptar que el papel de la intervención docente no siempre es decisivo, quizá deberíamos centrar nuestra preocupación en esta otra pregunta: ¿cómo generar en la clase de filosofía aquellas condiciones de posibilidad para que los alumnos hagan de su vida en el aula la experiencia educativa más rica y atractiva posible?

El éxito de este desafío no está en absoluto asegurado. Incluso diría que si de algo depende será precisamente del hecho de renunciar a su condición de desafío; de reconocer, un tanto escépticamente, que aquello que hagamos nunca será totalmente decisivo; que en tanto proyecto consciente y voluntario la tarea didáctica nunca da resultados demasiado satisfactorios, al menos en lo que respecta a la consecución de objetivos predeterminados. Es posible que, paradójicamente, el hecho de reconocer los límites de la tarea educativa como transmisión de conocimientos sea la clave de su efectividad como posibilitadora de experiencias.

Por otra parte, esta suerte de escepticismo entusiasta –que podría resumirse en las ganas de vivir y compartir la experiencia docente, sin que la incertidumbre respecto de sus resultados haga menguar el entusiasmo ni quite energías para recorrer nuevos caminos– nos ponga en la mejor situación posible para provocar o transmitir un deseo o una afición por la reflexión filosófica. Seguramente esto será lo único efectivamente transmisible, y también el único criterio para medir el sentido de la filosofía como asignatura del bachillerato.


[1] GADAMER, HANS-GEORGE (1975), Verdad y Método I, Salamanca: Ed. Sígueme. p. 448
[2] TEJEDOR CAMPOMANES, C. (1984) Didáctica de la filosofía, perspectivas y materiales, Madrid: SM Ediciones. p. 36
[3] IZUZQUIZA, I. (1982) La clase de filosofía como simulación de la actividad filosófica. Madrid: Ediciones Anaya. p.30
[4] IZUZQUIZA, I. idem ant.
[5] PARDO, J. L. (2004), La regla del juego, Barcelona: Círculo de Lectores. pp 63 - 65
[6] INNERARITY, D., Salvemos los problemas, diario EL PAÍS, 07-06-2005
[7] DE LA HIGUERA, J. Ponencia en el curso “Las aportaciones de la Filosofía al mundo contemporáneo”, que la UIMP celebró en Santander en septiembre de 2000