Andrés Montero Gómez
La violencia es una conducta social compleja cuya expresión, en el marco de sistemas democráticos regidos por el imperio de la Ley, está rigurosamente limitada por estructuras normativas. La práctica mayoría de las violencias ejercidas interpersonalmente o aquéllas que involucran a propiedades o bienes materiales constituyen transgresiones a los ordenamientos jurídicos, traduciéndose su práctica en sanciones aplicadas desde la vulneración de tipologías legales.
Monopolio de la violencia
En cualquier esquema social democrático donde existen poblaciones que conviven en comunidades regidas por normas universales y no discriminatorias, promulgadas y aplicadas por poderes independientes que emanan de la soberanía popular, únicamente la práctica de violencia que se ajusta a las constricciones dispuestas por las leyes se considera lícita y legítima. Así, el monopolio de la violencia, entendida ésta en su dimensión de ejercicio de poder coactivo, está reservado a los poderes públicos, que la deben de administrar en un escrupuloso respeto a la ley y bajo la circunscripción estricta de parámetros de oportunidad, necesidad y proporcionalidad. Las atribuciones represivas de las policías y fuerzas de seguridad, las sanciones de los sistemas penales y la función militar de los ejércitos son paradigmas de este monopolio de la violencia que asumen los Estados para la defensa de las libertades públicas del ciudadano.
En el mismo sentido garantista podemos entender la violencia desencadenada en el marco de la denominada legítima defensa que, como su propia conceptuación jurídica involucra, se sustenta en la legitimidad que respalda a un ciudadano que despliega un comportamiento de agresión defensiva, normalmente contra otro u otros, basándose en la existencia de una amenaza antecedente. En la mayor parte de los esquemas jurídicos que consideremos, de nuevo en el seno de las democracias liberales, observaremos que la legitimidad de la violencia defensiva tendrá que venir avalada por condiciones de respuesta directa y consecuente a una amenaza inminente y grave para la vida propia o la de terceros, que esa respuesta violenta sea por tanto oportuna y que, al igual que ocurre con la violencia del Estado, sea necesaria y proporcional.
En ambas violencias legítimas, la ciudadana y la estatal, parecen regir idénticos condicionantes, estribando la diferencia, si cabe, en la licitud añadida que se otorga a los poderes del Estado para instrumentar violencia necesaria, oportuna y proporcional también a fin de imponer la autoridad concedida para restaurar escenarios de orden. En la agresión legal de un ciudadano, además, pueden concurrir restricciones de índole nacional dependiendo de las legislaciones de los distintos países. El caso del código penal español, por ejemplo, es tan garantista como el resto del espíritu jurídico derivado de la Constitución de 1978, pues contempla que incluso debe de haber falta de provocación suficiente por parte de la persona que se defiende para entender que la violencia ejercida está exenta de responsabilidad criminal (art.20). Precisamente, la caracterización de la legítima defensa como incrustada en el capítulo de las conductas exentas de responsabilidad criminal es de un patente trasfondo ético. La violencia es contraria a los esquemas reguladores de la convivencia por principio, debiéndose demostrar que se daban condiciones especiales para recurrir a ella a fin de que al ejecutor se le pueda aplicar una eximente, que pudiera ser total o parcial, de responsabilidad por aquello que ha hecho. Aunque no es formalmente idéntica, únicamente en lo atinente a su filosofía esta concepción tiene algo interesantemente similar a una reversión de la carga de la prueba, que exige del reo demostrar que se han dado las condiciones de exención para que su violencia no sea considerada una trasgresión.
Así entendida, la violencia democrática queda salvaguardada por estrictas garantías que conceden al Estado un monopolio que, preceptivamente, debería estar siempre rodeado en su expresión de condiciones de excepcionalidad. En un régimen de convivencia es excepcional, o así debería de ser, que la policía recurra a la fuerza, lo es que lo haga el ejército y así mismo que un ciudadano se vea obligado a defenderse.
Condiciones de la agresión legítima
De entre los parámetros reguladores del ejercicio monopolístico de la fuerza por parte de los estados democráticos, la necesidad introduce la prevención de que se han agotado otros medios resolutivos que no dejan más salida decisoria que el recurso a la violencia. Este principio vincula inexorablemente la valoración de la legitimidad de una agresión con el marco de la teoría de las decisiones, con la visibilización de cursos alternativos de acción, con las ecuaciones medios-fines y, sobre todo, con las capacidades de evaluar adecuadamente las amenazas. Cuando aquella legitimidad sobre la que hay que pronunciarse se refiere a la conductas de agresión defensiva llevadas a cabo por ciudadanos, los sistemas basados en el derecho tratan de aproximarse a una suerte de objetividad tentativa filtrando el análisis de la aplicación de la violencia, y de su contexto, a través de un tribunal de justicia, decorado con las premisas de imparcialidad e independencia. De este modo se reducen las probabilidades de que la necesidad preceptiva para la violencia lícita quede desnaturalizada por instrumentaciones arbitrarias. Sin embargo, en cuanto respecta a la legítima violencia ejercida por actores estatales, la valoración de la necesidad, al igual que ocurre con los otros dos elementos con que la hemos acompañado, queda expuesta a la permeabilidad de otro tipo de ingredientes que modifican el proceso valorativo (intereses de seguridades nacionales, condiciones geoestratégicas, grado de consenso internacional) y a la inexistencia de un referente jurisdiccional independiente e imparcial a escala supranacional.
Por su parte, la proporcionalidad en la modulación de la violencia legítima incorpora a la excepcionalidad la gradación que limita la adecuación de la respuesta en cada caso. Y es caso por
caso donde impera la proporcionalidad, asegurando que siempre la violencia legal de las autoridades públicas, o en su caso de ciudadanos individuales en legítima defensa, constituye una reacción a una amenaza de, al menos, nocividad o potencialidad letal equivalentes y que siempre es pre-existente o, cuanto menos, latente pero inminente. La agresión legítima no debería causar un perjuicio superior al que se pretende impedir con la violencia.
En cuanto a la oportunidad, es un principio nada subsidiario, puesto que ancla la acción legítima de respuesta a una secuencia contextual y temporal que no se encuentre separada de la amenaza. De esta manera, tratan de eliminarse las posibilidades de que se puede ejercer violencia diferida, indirecta o con propósitos de venganza, y se limitan al máximo las posibilidades de premeditación. La oportunidad de agresión legítima la encadena a la cascada de acontecimientos que se pueden suceder tras una amenaza que requiera como respuesta una acción necesaria y proporcionada de violencia. A medida que se dilata una eventual respuesta agresiva, que se separa del contexto amenazante, la reacción pasa a “jurisdiccionalizarse”, de modo que son las normas del Estado de Derecho las encargadas de ejercer una acción que contenga la amenaza y, en su caso y medida, repare sus efectos. En este punto existen diferencias significativas en la consideración de la distancia que debe de haber entre la agresión defensiva y amenaza cuando se trata de la legítima defensa de ciudadanos o de gobiernos de los Estados. En los primeros, la conexión debe de ser temporalmente continúa, pues en cuanto cualquier demora entra en escena, una agresión por parte de un ciudadano amenazado comienza a aproximarse a eso que popularmente se reputa como "tomarse la justicia por uno mismo". En cambio, en el caso de los gobiernos de los Estados, ejemplos conoce la historia de conflictos desencadenados por agresiones previas pero que requieren un tiempo adecuado de validación y legitimación internacionales para acompasar la respuesta de agresión lícita más adecuada. Con todo, tanto en la vertiente de ciudadanos individuales como de gobiernos colectivos, se ha vulnerado de manera expresa y también tácita esta propiedad de la oportunidad, encontrándose a menudo en las democracias una sanción judicial para la persona individual sometida a los códigos penales y de procedimiento, y pocas y dependientes de la geopolítica coyuntural para los Estados que vulneran el código de conducta internacional para un casus belli.
Ëtica para la violencia
La triangulación ética de estos tres parámetros introduce complejidades conceptuales de considerable calado en la doctrina de seguridad basada en las respuestas o ataques preventivos. La clave reside, con todo, en su carácter interpretativo, relativo o valorativo, y en su dependencia no ya tanto de legislaciones como de códigos morales particulares. La violencia entendida como necesaria, oportuna y proporcional tiene un parentesco ineludible con la reactividad. La agresión legítima, bajo el imperio de la ley, está considerada inherentemente expost-facto, de manera que siempre ha de estar presente una amenaza de naturaleza y riesgo inminentes para que, en ausencia de alternativas no violentas que puedan ser resolutivas, se pueda aplicar una agresión de talante lícito. Esta reactividad de la agresión legítima, que la sitúa en secuencia temporal (inmediatamente) tras la emergencia de la amenaza, se materializa incluso si la respuesta se produce para evitar graves perjuicios o peligros para la vida, pues aun ahí la reacción violenta para ser legítima se sustenta en la inminencia del riesgo, en su carácter de presencia ineludible a tenor del curso de los acontecimientos.
A este tenor, es complicado en extremo evaluar la carga de legitimidad que satura acciones de agresión preventiva o anticipatoria. La única vía posible para asegurar la legitimidad de las acciones violentas anticipatorias es calibrar con precisión la naturaleza e inminencia del riesgo a que el eventual defensor va a estar expuesto, precisamente para certificar que la respuesta es defensiva y no ofensiva. Si nos concentramos en la agresión legítima llevada a cabo por ciudadanos individuales, el desarrollo de habilidades de análisis anticipatorio que posteriormente pudieran constituir un elemento probatorio para que, como hemos argumentado, una autoridad jurisdiccional al amparo de las reglas del Derecho pudiera decantarse hacia la exención de responsabilidad criminal, es bastante improbable. En aquello que respecta a la agresión lícita de los Estados, por ese espacio de legitimación consensual que hemos apuntado que existe y que debe facultar a determinados actores de la comunidad internacional como garantes de que aquella violencia que pretendidamente se va a infligir es necesaria, proporcional y oportuna, se perfila alguna posibilidad más, aunque no excesivamente determinista. El dossier de las dos guerras de Irak, a principios de los noventa y a primeros de dos mil, es paradigmático.
A principios de los noventa, fuerzas armadas de la República de Iraq invadieron otro Estado reconocido como soberano por la comunicad internacional, Kuwait. Inmediatamente se organizó una coalición internacional que, aunque liderada y propulsada por un par de países (EE.UU. y Reino Unido), fue validada y por tanto abrigada por la legitimidad de la comunidad de naciones, representada en la ONU. Aunque algún análisis pueda discurrir en sentido distinto, parece extendido el consenso sobre que había necesidad de aplicar la fuerza para devolver al país invadido su independencia, los medios de agresión fueron proporcionados y la ocasión de implementarlos oportuna. Es decir, la agresión de la coalición internacional se valoró como legítima. Una década después, Iraq es invadido de nuevo por otra coalición, en esta ocasión sin el refrendo de las Naciones Unidas. Con todo, el nudo gordiano de este segundo ataque contra Iraq está menos en la ausencia del placet por parte de la comunidad internacional que en la dificultad de centrar si, efectivamente, el régimen iraquí representaba una amenaza de naturaleza tal que hiciera necesaria una respuesta agresiva, que debía de ser como hemos expuesto proporcionada y oportuna a la necesidad. La carencia de autorización por parte del Consejo de Seguridad de la ONU era una consecuencia de la difusa definición de la amenaza, que obstaculizaba la adecuada evaluación del riesgo y, por tanto, de las alternativas de respuesta. Al final Iraq fue invadida con una legitimidad muy cuestionada y está siendo reconstruida con una legitimación forzada post-hoc, previa aceptación de faites accomplies.
Aun con el ideal monopolístico de la violencia a modo de soporte de la cultura democrática, en los sistemas sociales regulados por Estados de Derecho la violencia interpersonal protagonizada por actores no estatales está presente de diversas y múltiples maneras en la población. En la mayoría de las ocasiones, luego de las preceptivas investigaciones y causas judiciales llamadas a aplicar la Ley, estas conductas son calificadas de desviación legal, consideradas ilegítimas y sancionadas en consecuencia. Sin embargo, en la complejidad de la propia violencia en un mundo sometido a las intrincadas relaciones que propician dinámicas colectivas como la globalización, emergen situaciones donde la violencia se manifiesta con una definición tal que surgen serias discrepancias sobre su legitimidad o incluso su legalidad, viéndose a veces la violencia legitimada por su propia existencia y por encima de leyes y legítimas aspiraciones.
Puede parecer una contradicción introducir Ética y violencia en el mismo campo semántico, en la misma expresión. Sin embargo, si entablamos un espacio de legitimidad para la violencia, no lo es. No debe de serlo. La base y fuente de alimentación del Derecho regulador de la convivencia democrática es la Ética, una suerte de sustrato normativo que determina la rectitud y el sentido del comportamiento humano. La Ética ha de ser, por tanto, el referente para la interpretación de escenarios y circunstancias sociales donde la violencia está presente de una manera que soslaya el alcance del Derecho pero que compromete la dignidad de las personas, su condición de seres humanos libres e iguales. Si aceptamos la existencia de una violencia legítima, su aplicación debe no sólo ajustarse a la ley sino a un código ético de base y, por el contrario, la violencia ilegítima podrá no ser ilegal bajo determinadas configuraciones situacionales pero desde luego tendrá aristas que contravengan la Ética y que provoquen su rechazo.
En muy diversas expresiones fenomenológicas de la violencia pueden además coincidir e incidir factores de entorno que favorezcan el desencadenamiento de agresiones ilegítimas y, sobre todo, su mantenimiento. En la actualidad de las democracias liberales basadas en la ley persisten escenarios de violencia que, enquistados a modo de quiebra infraestructural en nuestros modelos de convivencia, son facilitados por pronunciamientos y actitudes de agentes privados y públicos. No es que la intencionalidad de estos agentes sea, per se, la de promover la violencia, la de incurrir en su apología o la de contribuir a su cronificación. Sin embargo, deberíamos ser conscientes, y hacer emerger para su visibilización, que aun implícitamente determinadas conductas de unos coadyuvan a mantener la violencia de otros.
De entre esos escenarios de violencia social del mundo globalizado (obviamos, por tanto, la paradoja ética por antonomasia en la historia, las guerras por religión), dos son particularmente evidentes en cuanto a la provisión conceptual que reciben de determinados comportamientos que no tienen en cuenta un fundamento ético en sus manifestaciones. Tales tipologías violentas son la violencia contra la mujer y el terrorismo.
La violencia contra la mujer está salpicada de conductas de agentes sociales que favorecen la percepción distorsionada que los agresores sistemáticos de mujeres tienen sobre la realidad del maltrato y que, por ende, sirven de argumentación facilitadora para la continuidad de la violencia. El Comité de Ética de la Sociedad Española de Psicología de la Violencia ha emitido algún pronunciamiento en este sentido (www.sepv.org/observatorio/comev/). Por otra parte, existen sectores sociales concretos, alojados en un cierto modo muy tradicionalista de entender las relaciones de género, que con sus opiniones en torno a un determinado papel muy restrictivo que debería ocupar la sexualidad en las relaciones interpersonales y de pareja, cuestionando abiertamente cualquier indicio de liberación de la mujer en este sentido, refuerzan los modelos mentales de control coactivo que los agresores ejercen sobre muchas mujeres. En tanto ambos argumentos muestran alguna coincidencia, debería existir algún planteamiento por parte de sus defensores sobre si un compromiso inequívoco contra la violencia no requeriría la revisión ética de sus pronunciamientos a fin de evitar que los agresores tuvieran algún sentido de pertenencia a un grupo que “cree” lo mismo que ellos y que, por tanto, alguien pudiera siquiera acercarse al acuerdo con sus argumentos justificadores de la violencia.
El terrorismo, por su parte, es el otro campo donde se observa una carencia extrema de tamiz ético en algunas vertebraciones sociales. Parte de ese “relajamiento” ético está influido, de manera directa, por la desorientación sobre qué es el terrorismo, del que ni siquiera existe una definición consensuada a escala mundial, a la que ha contribuido, desde luego sin pretenderlo, la inicial tipificación de este crimen en el capítulo de las “violencias políticas”. Semejante conceptuación ha prevenido que aún hoy en día en multitud de oportunidades aparezca una seria resistencia a asimilar el terrorismo a lo que verdaderamente es, delincuencia organizada extremadamente violenta. Este alejamiento, digamos semántico, del terrorismo de su espectro criminológico, a fuerza de considerarlo un tipo de violencia ligado a la política, ha contribuido a su vez a empoderar a una suerte de grupos criminales que, identificándose con lo revolucionario, han considerado su violencia legitimista, aunque entendiéndola rechazada de algún modo porque el tejido social donde operaban no estaba lo suficientemente “preparado” para aceptar la necesidad de la violencia. En una época de terrorismo global, en cambio, ha llegado el momento de introducir al terrorismo en la categoría criminológica que le corresponde, despolitizándolo definitivamente.
En efecto, llegará un momento en que, en la búsqueda de un marco adecuado para conceptuar el terrorismo, lleguemos a la conclusión de que se trata de un crimen contra la humanidad, injustificable a todos los efectos y con independencia de la causa política o social que parasite. Aunque a escala internacional todavía es un asunto poco claro, se impondrá la visión de que aunque el terrorismo puede estar presente tanto en causas que pudieran ser justas (tal vez la Palestina) como en causas delirantes y fruto de la fabricación de realidades artificiales y totalitarias (ETA), siendo tan reprobable, nocivo y perseguible en unas como en otras. La articulación de una respuesta ha de tener base moral de sociedad civil, una moral no religiosa aunque compatible con las religiones, y una respuesta articulada a través del Estado de Derecho.
Así, únicamente desde un pronunciamiento ético de base, se puede introducir coto a comportamientos que, no siendo intrínsecamente ilegales y ni siquiera ilícitos, son decididamente inmorales en su alimentación, directa o indirecta, de la violencia. Sin entrar en las disquisiciones filosóficas acerca de la ética y la moral, que superan mi intención en este artículo pero que basculan entre la existencia de una ética universal o de varias más ancladas a morales ideologizadas, propongo por que la ética más apropiada para un manejo moderno de la violencia es una Ética de la ciudadanía sustanciada en los derechos humanos. Tal ética no sería incompatible con códigos morales religiosos, como el católico, o de otra índole. Antes al contrario, semejantes códigos serían traducciones comportamentales con un fundamento ontológico común, esa ética ciudadana de los derechos humanos. Una ética laica, ciudadana y destilada a través del alambique de los derechos humanos.
La violencia es una conducta social compleja cuya expresión, en el marco de sistemas democráticos regidos por el imperio de la Ley, está rigurosamente limitada por estructuras normativas. La práctica mayoría de las violencias ejercidas interpersonalmente o aquéllas que involucran a propiedades o bienes materiales constituyen transgresiones a los ordenamientos jurídicos, traduciéndose su práctica en sanciones aplicadas desde la vulneración de tipologías legales.
Monopolio de la violencia
En cualquier esquema social democrático donde existen poblaciones que conviven en comunidades regidas por normas universales y no discriminatorias, promulgadas y aplicadas por poderes independientes que emanan de la soberanía popular, únicamente la práctica de violencia que se ajusta a las constricciones dispuestas por las leyes se considera lícita y legítima. Así, el monopolio de la violencia, entendida ésta en su dimensión de ejercicio de poder coactivo, está reservado a los poderes públicos, que la deben de administrar en un escrupuloso respeto a la ley y bajo la circunscripción estricta de parámetros de oportunidad, necesidad y proporcionalidad. Las atribuciones represivas de las policías y fuerzas de seguridad, las sanciones de los sistemas penales y la función militar de los ejércitos son paradigmas de este monopolio de la violencia que asumen los Estados para la defensa de las libertades públicas del ciudadano.
En el mismo sentido garantista podemos entender la violencia desencadenada en el marco de la denominada legítima defensa que, como su propia conceptuación jurídica involucra, se sustenta en la legitimidad que respalda a un ciudadano que despliega un comportamiento de agresión defensiva, normalmente contra otro u otros, basándose en la existencia de una amenaza antecedente. En la mayor parte de los esquemas jurídicos que consideremos, de nuevo en el seno de las democracias liberales, observaremos que la legitimidad de la violencia defensiva tendrá que venir avalada por condiciones de respuesta directa y consecuente a una amenaza inminente y grave para la vida propia o la de terceros, que esa respuesta violenta sea por tanto oportuna y que, al igual que ocurre con la violencia del Estado, sea necesaria y proporcional.
En ambas violencias legítimas, la ciudadana y la estatal, parecen regir idénticos condicionantes, estribando la diferencia, si cabe, en la licitud añadida que se otorga a los poderes del Estado para instrumentar violencia necesaria, oportuna y proporcional también a fin de imponer la autoridad concedida para restaurar escenarios de orden. En la agresión legal de un ciudadano, además, pueden concurrir restricciones de índole nacional dependiendo de las legislaciones de los distintos países. El caso del código penal español, por ejemplo, es tan garantista como el resto del espíritu jurídico derivado de la Constitución de 1978, pues contempla que incluso debe de haber falta de provocación suficiente por parte de la persona que se defiende para entender que la violencia ejercida está exenta de responsabilidad criminal (art.20). Precisamente, la caracterización de la legítima defensa como incrustada en el capítulo de las conductas exentas de responsabilidad criminal es de un patente trasfondo ético. La violencia es contraria a los esquemas reguladores de la convivencia por principio, debiéndose demostrar que se daban condiciones especiales para recurrir a ella a fin de que al ejecutor se le pueda aplicar una eximente, que pudiera ser total o parcial, de responsabilidad por aquello que ha hecho. Aunque no es formalmente idéntica, únicamente en lo atinente a su filosofía esta concepción tiene algo interesantemente similar a una reversión de la carga de la prueba, que exige del reo demostrar que se han dado las condiciones de exención para que su violencia no sea considerada una trasgresión.
Así entendida, la violencia democrática queda salvaguardada por estrictas garantías que conceden al Estado un monopolio que, preceptivamente, debería estar siempre rodeado en su expresión de condiciones de excepcionalidad. En un régimen de convivencia es excepcional, o así debería de ser, que la policía recurra a la fuerza, lo es que lo haga el ejército y así mismo que un ciudadano se vea obligado a defenderse.
Condiciones de la agresión legítima
De entre los parámetros reguladores del ejercicio monopolístico de la fuerza por parte de los estados democráticos, la necesidad introduce la prevención de que se han agotado otros medios resolutivos que no dejan más salida decisoria que el recurso a la violencia. Este principio vincula inexorablemente la valoración de la legitimidad de una agresión con el marco de la teoría de las decisiones, con la visibilización de cursos alternativos de acción, con las ecuaciones medios-fines y, sobre todo, con las capacidades de evaluar adecuadamente las amenazas. Cuando aquella legitimidad sobre la que hay que pronunciarse se refiere a la conductas de agresión defensiva llevadas a cabo por ciudadanos, los sistemas basados en el derecho tratan de aproximarse a una suerte de objetividad tentativa filtrando el análisis de la aplicación de la violencia, y de su contexto, a través de un tribunal de justicia, decorado con las premisas de imparcialidad e independencia. De este modo se reducen las probabilidades de que la necesidad preceptiva para la violencia lícita quede desnaturalizada por instrumentaciones arbitrarias. Sin embargo, en cuanto respecta a la legítima violencia ejercida por actores estatales, la valoración de la necesidad, al igual que ocurre con los otros dos elementos con que la hemos acompañado, queda expuesta a la permeabilidad de otro tipo de ingredientes que modifican el proceso valorativo (intereses de seguridades nacionales, condiciones geoestratégicas, grado de consenso internacional) y a la inexistencia de un referente jurisdiccional independiente e imparcial a escala supranacional.
Por su parte, la proporcionalidad en la modulación de la violencia legítima incorpora a la excepcionalidad la gradación que limita la adecuación de la respuesta en cada caso. Y es caso por
caso donde impera la proporcionalidad, asegurando que siempre la violencia legal de las autoridades públicas, o en su caso de ciudadanos individuales en legítima defensa, constituye una reacción a una amenaza de, al menos, nocividad o potencialidad letal equivalentes y que siempre es pre-existente o, cuanto menos, latente pero inminente. La agresión legítima no debería causar un perjuicio superior al que se pretende impedir con la violencia.
En cuanto a la oportunidad, es un principio nada subsidiario, puesto que ancla la acción legítima de respuesta a una secuencia contextual y temporal que no se encuentre separada de la amenaza. De esta manera, tratan de eliminarse las posibilidades de que se puede ejercer violencia diferida, indirecta o con propósitos de venganza, y se limitan al máximo las posibilidades de premeditación. La oportunidad de agresión legítima la encadena a la cascada de acontecimientos que se pueden suceder tras una amenaza que requiera como respuesta una acción necesaria y proporcionada de violencia. A medida que se dilata una eventual respuesta agresiva, que se separa del contexto amenazante, la reacción pasa a “jurisdiccionalizarse”, de modo que son las normas del Estado de Derecho las encargadas de ejercer una acción que contenga la amenaza y, en su caso y medida, repare sus efectos. En este punto existen diferencias significativas en la consideración de la distancia que debe de haber entre la agresión defensiva y amenaza cuando se trata de la legítima defensa de ciudadanos o de gobiernos de los Estados. En los primeros, la conexión debe de ser temporalmente continúa, pues en cuanto cualquier demora entra en escena, una agresión por parte de un ciudadano amenazado comienza a aproximarse a eso que popularmente se reputa como "tomarse la justicia por uno mismo". En cambio, en el caso de los gobiernos de los Estados, ejemplos conoce la historia de conflictos desencadenados por agresiones previas pero que requieren un tiempo adecuado de validación y legitimación internacionales para acompasar la respuesta de agresión lícita más adecuada. Con todo, tanto en la vertiente de ciudadanos individuales como de gobiernos colectivos, se ha vulnerado de manera expresa y también tácita esta propiedad de la oportunidad, encontrándose a menudo en las democracias una sanción judicial para la persona individual sometida a los códigos penales y de procedimiento, y pocas y dependientes de la geopolítica coyuntural para los Estados que vulneran el código de conducta internacional para un casus belli.
Ëtica para la violencia
La triangulación ética de estos tres parámetros introduce complejidades conceptuales de considerable calado en la doctrina de seguridad basada en las respuestas o ataques preventivos. La clave reside, con todo, en su carácter interpretativo, relativo o valorativo, y en su dependencia no ya tanto de legislaciones como de códigos morales particulares. La violencia entendida como necesaria, oportuna y proporcional tiene un parentesco ineludible con la reactividad. La agresión legítima, bajo el imperio de la ley, está considerada inherentemente expost-facto, de manera que siempre ha de estar presente una amenaza de naturaleza y riesgo inminentes para que, en ausencia de alternativas no violentas que puedan ser resolutivas, se pueda aplicar una agresión de talante lícito. Esta reactividad de la agresión legítima, que la sitúa en secuencia temporal (inmediatamente) tras la emergencia de la amenaza, se materializa incluso si la respuesta se produce para evitar graves perjuicios o peligros para la vida, pues aun ahí la reacción violenta para ser legítima se sustenta en la inminencia del riesgo, en su carácter de presencia ineludible a tenor del curso de los acontecimientos.
A este tenor, es complicado en extremo evaluar la carga de legitimidad que satura acciones de agresión preventiva o anticipatoria. La única vía posible para asegurar la legitimidad de las acciones violentas anticipatorias es calibrar con precisión la naturaleza e inminencia del riesgo a que el eventual defensor va a estar expuesto, precisamente para certificar que la respuesta es defensiva y no ofensiva. Si nos concentramos en la agresión legítima llevada a cabo por ciudadanos individuales, el desarrollo de habilidades de análisis anticipatorio que posteriormente pudieran constituir un elemento probatorio para que, como hemos argumentado, una autoridad jurisdiccional al amparo de las reglas del Derecho pudiera decantarse hacia la exención de responsabilidad criminal, es bastante improbable. En aquello que respecta a la agresión lícita de los Estados, por ese espacio de legitimación consensual que hemos apuntado que existe y que debe facultar a determinados actores de la comunidad internacional como garantes de que aquella violencia que pretendidamente se va a infligir es necesaria, proporcional y oportuna, se perfila alguna posibilidad más, aunque no excesivamente determinista. El dossier de las dos guerras de Irak, a principios de los noventa y a primeros de dos mil, es paradigmático.
A principios de los noventa, fuerzas armadas de la República de Iraq invadieron otro Estado reconocido como soberano por la comunicad internacional, Kuwait. Inmediatamente se organizó una coalición internacional que, aunque liderada y propulsada por un par de países (EE.UU. y Reino Unido), fue validada y por tanto abrigada por la legitimidad de la comunidad de naciones, representada en la ONU. Aunque algún análisis pueda discurrir en sentido distinto, parece extendido el consenso sobre que había necesidad de aplicar la fuerza para devolver al país invadido su independencia, los medios de agresión fueron proporcionados y la ocasión de implementarlos oportuna. Es decir, la agresión de la coalición internacional se valoró como legítima. Una década después, Iraq es invadido de nuevo por otra coalición, en esta ocasión sin el refrendo de las Naciones Unidas. Con todo, el nudo gordiano de este segundo ataque contra Iraq está menos en la ausencia del placet por parte de la comunidad internacional que en la dificultad de centrar si, efectivamente, el régimen iraquí representaba una amenaza de naturaleza tal que hiciera necesaria una respuesta agresiva, que debía de ser como hemos expuesto proporcionada y oportuna a la necesidad. La carencia de autorización por parte del Consejo de Seguridad de la ONU era una consecuencia de la difusa definición de la amenaza, que obstaculizaba la adecuada evaluación del riesgo y, por tanto, de las alternativas de respuesta. Al final Iraq fue invadida con una legitimidad muy cuestionada y está siendo reconstruida con una legitimación forzada post-hoc, previa aceptación de faites accomplies.
Aun con el ideal monopolístico de la violencia a modo de soporte de la cultura democrática, en los sistemas sociales regulados por Estados de Derecho la violencia interpersonal protagonizada por actores no estatales está presente de diversas y múltiples maneras en la población. En la mayoría de las ocasiones, luego de las preceptivas investigaciones y causas judiciales llamadas a aplicar la Ley, estas conductas son calificadas de desviación legal, consideradas ilegítimas y sancionadas en consecuencia. Sin embargo, en la complejidad de la propia violencia en un mundo sometido a las intrincadas relaciones que propician dinámicas colectivas como la globalización, emergen situaciones donde la violencia se manifiesta con una definición tal que surgen serias discrepancias sobre su legitimidad o incluso su legalidad, viéndose a veces la violencia legitimada por su propia existencia y por encima de leyes y legítimas aspiraciones.
Puede parecer una contradicción introducir Ética y violencia en el mismo campo semántico, en la misma expresión. Sin embargo, si entablamos un espacio de legitimidad para la violencia, no lo es. No debe de serlo. La base y fuente de alimentación del Derecho regulador de la convivencia democrática es la Ética, una suerte de sustrato normativo que determina la rectitud y el sentido del comportamiento humano. La Ética ha de ser, por tanto, el referente para la interpretación de escenarios y circunstancias sociales donde la violencia está presente de una manera que soslaya el alcance del Derecho pero que compromete la dignidad de las personas, su condición de seres humanos libres e iguales. Si aceptamos la existencia de una violencia legítima, su aplicación debe no sólo ajustarse a la ley sino a un código ético de base y, por el contrario, la violencia ilegítima podrá no ser ilegal bajo determinadas configuraciones situacionales pero desde luego tendrá aristas que contravengan la Ética y que provoquen su rechazo.
En muy diversas expresiones fenomenológicas de la violencia pueden además coincidir e incidir factores de entorno que favorezcan el desencadenamiento de agresiones ilegítimas y, sobre todo, su mantenimiento. En la actualidad de las democracias liberales basadas en la ley persisten escenarios de violencia que, enquistados a modo de quiebra infraestructural en nuestros modelos de convivencia, son facilitados por pronunciamientos y actitudes de agentes privados y públicos. No es que la intencionalidad de estos agentes sea, per se, la de promover la violencia, la de incurrir en su apología o la de contribuir a su cronificación. Sin embargo, deberíamos ser conscientes, y hacer emerger para su visibilización, que aun implícitamente determinadas conductas de unos coadyuvan a mantener la violencia de otros.
De entre esos escenarios de violencia social del mundo globalizado (obviamos, por tanto, la paradoja ética por antonomasia en la historia, las guerras por religión), dos son particularmente evidentes en cuanto a la provisión conceptual que reciben de determinados comportamientos que no tienen en cuenta un fundamento ético en sus manifestaciones. Tales tipologías violentas son la violencia contra la mujer y el terrorismo.
La violencia contra la mujer está salpicada de conductas de agentes sociales que favorecen la percepción distorsionada que los agresores sistemáticos de mujeres tienen sobre la realidad del maltrato y que, por ende, sirven de argumentación facilitadora para la continuidad de la violencia. El Comité de Ética de la Sociedad Española de Psicología de la Violencia ha emitido algún pronunciamiento en este sentido (www.sepv.org/observatorio/comev/). Por otra parte, existen sectores sociales concretos, alojados en un cierto modo muy tradicionalista de entender las relaciones de género, que con sus opiniones en torno a un determinado papel muy restrictivo que debería ocupar la sexualidad en las relaciones interpersonales y de pareja, cuestionando abiertamente cualquier indicio de liberación de la mujer en este sentido, refuerzan los modelos mentales de control coactivo que los agresores ejercen sobre muchas mujeres. En tanto ambos argumentos muestran alguna coincidencia, debería existir algún planteamiento por parte de sus defensores sobre si un compromiso inequívoco contra la violencia no requeriría la revisión ética de sus pronunciamientos a fin de evitar que los agresores tuvieran algún sentido de pertenencia a un grupo que “cree” lo mismo que ellos y que, por tanto, alguien pudiera siquiera acercarse al acuerdo con sus argumentos justificadores de la violencia.
El terrorismo, por su parte, es el otro campo donde se observa una carencia extrema de tamiz ético en algunas vertebraciones sociales. Parte de ese “relajamiento” ético está influido, de manera directa, por la desorientación sobre qué es el terrorismo, del que ni siquiera existe una definición consensuada a escala mundial, a la que ha contribuido, desde luego sin pretenderlo, la inicial tipificación de este crimen en el capítulo de las “violencias políticas”. Semejante conceptuación ha prevenido que aún hoy en día en multitud de oportunidades aparezca una seria resistencia a asimilar el terrorismo a lo que verdaderamente es, delincuencia organizada extremadamente violenta. Este alejamiento, digamos semántico, del terrorismo de su espectro criminológico, a fuerza de considerarlo un tipo de violencia ligado a la política, ha contribuido a su vez a empoderar a una suerte de grupos criminales que, identificándose con lo revolucionario, han considerado su violencia legitimista, aunque entendiéndola rechazada de algún modo porque el tejido social donde operaban no estaba lo suficientemente “preparado” para aceptar la necesidad de la violencia. En una época de terrorismo global, en cambio, ha llegado el momento de introducir al terrorismo en la categoría criminológica que le corresponde, despolitizándolo definitivamente.
En efecto, llegará un momento en que, en la búsqueda de un marco adecuado para conceptuar el terrorismo, lleguemos a la conclusión de que se trata de un crimen contra la humanidad, injustificable a todos los efectos y con independencia de la causa política o social que parasite. Aunque a escala internacional todavía es un asunto poco claro, se impondrá la visión de que aunque el terrorismo puede estar presente tanto en causas que pudieran ser justas (tal vez la Palestina) como en causas delirantes y fruto de la fabricación de realidades artificiales y totalitarias (ETA), siendo tan reprobable, nocivo y perseguible en unas como en otras. La articulación de una respuesta ha de tener base moral de sociedad civil, una moral no religiosa aunque compatible con las religiones, y una respuesta articulada a través del Estado de Derecho.
Así, únicamente desde un pronunciamiento ético de base, se puede introducir coto a comportamientos que, no siendo intrínsecamente ilegales y ni siquiera ilícitos, son decididamente inmorales en su alimentación, directa o indirecta, de la violencia. Sin entrar en las disquisiciones filosóficas acerca de la ética y la moral, que superan mi intención en este artículo pero que basculan entre la existencia de una ética universal o de varias más ancladas a morales ideologizadas, propongo por que la ética más apropiada para un manejo moderno de la violencia es una Ética de la ciudadanía sustanciada en los derechos humanos. Tal ética no sería incompatible con códigos morales religiosos, como el católico, o de otra índole. Antes al contrario, semejantes códigos serían traducciones comportamentales con un fundamento ontológico común, esa ética ciudadana de los derechos humanos. Una ética laica, ciudadana y destilada a través del alambique de los derechos humanos.