Jürgen Habermas
Después de los pintores y cineastas, la Bienal de Venecia ha abierto también sus puertas a los arquitectos. El eco de esta primera Bienal de Arquitectura fue la decepción, y podríamos describirla diciendo que los expositores de Venecia formaron una vanguardia de frentes invertidos [avantgarde a la inversa/LA]. Bajo el lema "El presente del pasado" sacrificaron la tradición de la modernidad para hacer sitio a un nuevo historicismo: "Se ha pasado por alto que toda la modernidad se ha alimentado del debate con el pasado, que Frank Lloyd Wright no hubiera sido posible sin Japón, Le Corbusier sin la construcción antigua y mediterránea, Mies van der Rohe sin Schinkel y Behrens." Con este comentario fundamenta un crítico del FAZ [peródico alemán, N del E] una tesis que tiene, más allá de la ocasión, importancia para el diagnóstico de nuestros tiempos [de la época/LA]: "Lo postmoderno se presenta decididamente como lo antimoderno". Esta afirmación puede aplicarse a las distintas manifestaciones de una tendencia de la sensibilidad contemporánea que se ha infiltrado por los poros de los ambientes intelectuales y ha dado origen a todas esas teorías de la post-ilustración, de la postmodernidad y aun de la posthistoria; en resumen, que ha hecho aparecer un nuevo conservadurismo. Adorno y su obra contrastan con esta situación. Adorno se comprometió tan sin reservas con el espíritu de la modernidad que en su intento de distinguir lo auténticamente moderno del mero modernismo percibió ciertos sentimientos de rechazo a la modernidad. Por este motivo, puede que no resulte inoportuno expresar mi agradecimiento por la concesión del premio Adorno mediante una reflexión acerca de qué sucede hoy con la conciencia de la modernidad. ¿Está la modernidad tan paseé como afirman los postmodernos? ¿O, antes bien, resulta que la renombrada postmodernidad es únicamente algo phony? ¿Es la postmodernidad una consigna en la que se concentran silenciosamente aquellas circunstancias intelectuales que ha venido suscitando la modernidad contra sí misma desde mediados del siglo XIX?
Los antiguos y los nuevos
Quien data el origen de "la modernidad" hacia 1850, como lo hace Adorno, la considera con los ojos de Baudelaire y del arte de vanguardia. Permítaseme ilustrar este concepto de la modernidad cultural con una breve ojeada a su larga prehistoria, estudiada por Hans Robert Jauss. El término moderno empezó a usarse a fines del siglo V para deslindar el presente que se había convertido oficialmente en cristiano, del pasado romano-pagano. Con contenido variable, el término moderno ha expresado una y otra vez la conciencia de una época que, frente al pasado de la antigüedad, se comprende a sí misma como resultado de una transición de lo antiguo a lo nuevo.
Algunos autores restringen este concepto de modernidad al Renacimiento, con el que comienza para nosotros la época moderna, pero esto es históricamente demasiado estrecho. Es un fenómeno que aparece permanentemente en Europa cada vez que se forma la conciencia de una nueva época mediante la redefinición de su relación con la antigüedad, así como siempre que se consideraba a la antigüedad como un modelo a recuperar a través de alguna forma de imitación: la gente se consideraba moderna durante el período de Carlomagno, en el siglo XII, así como en la Francia del siglo XVII, en la época de la famosa "Querelle des Anciens et des Modernes". Hasta la ilustración, la antiquitas había funcionado siempre como un modelo normativo digno de imitación.
La fascinación que los clásicos del mundo antiguo ejercían sobre la correspondiente modernidad se disolvió por primera vez con las ideas de perfección de la Ilustración Francesa. Específicamente, la idea de ser "moderno" por dirigir la mirada hacia los antiguos cambió con la fe, inspirada por la ciencia moderna, en el progreso interminable del conocimiento y en el avance sin límites hacia mejoras sociales y morales. A raíz de este cambio se configuró una nueva forma de conciencia moderna. El moderno romántico intentaba oponerse a los ideales de la antigüedad clásica; buscaba una nueva época histórica, y la encontró en la Edad Media idealizada. Sin embargo, esta nueva época ideal, establecida a principios del siglo XIX, no permaneció como un ideal fijo. A lo largo del siglo XIX surgió de este espíritu romántico aquella conciencia radicalizada de modernidad que se liberó de todos los vínculos históricos específicos. Este último modernismo simplemente establece una oposición abstracta entre la tradición y el presente, y, en cierto sentido, todavía somos contemporáneos de aquel tipo de modernidad estética que apareció por primera vez a mediados del siglo pasado. Desde entonces, el rasgo distintivo de las obras que se cuentan como modernas es lo "nuevo", que será superado y quedará obsoleto cuando aparezca la novedad del estilo siguiente. Por moderno se entiende ahora sólo aquéllo que tiende a dar expresión objetiva a la actualidad espontáneamente renovada del espíritu de la época. Pero mientras que aquéllo que meramente está "de moda" se convertirá pronto en anticuado, lo que es moderno preserva un vínculo secreto con lo clásico. Por supuesto, siempre se ha considerado clásico a aquéllo que sobrevive al paso del tiempo, pero lo enfáticamente moderno ya no toma prestada la fuerza de ser un clásico de la autoridad de una época pasada, sino que una obra moderna llega a ser clásica porque una vez fue auténticamente moderna. El producto absolutamente moderno obtiene esa fuerza tan solo de la autenticidad de una actualidad pasada. Esta transformación de la actualidad de hoy en la de ayer es, a la vez, destructiva y productiva; es, como observa Jauss, la propia modernidad, que crea para sí misma sus propios cánones de clasisismo, y en este sentido hablamos, por ejemplo, de modernidad clásica a la vista de la historia del arte moderno. La relación entre "moderno" y "clásico" ha perdido claramente una referencia histórica fija. Adorno se opone a aquella distinción entre modernidad y modernismo "porque, sin el espíritu subjetivo que surge de lo nuevo, tampoco cristaliza una modernidad objetiva" (Teoría Estética, p. 45).
El Credo de la Modernidad Estética
Los principios de la modernidad estética adquieren perfiles definidos con Baudelaire y su teoría del arte, influida por E.A. Poe. Después la modernidad se desplegó en varios movimientos vanguardistas, y finalmente alcanzó su clímax en el Café Voltaire de los dadaístas, y poco después en el surrealismo. La modernidad estética se puede caracterizar por las actitudes que se fueron formando en torno a la transformación de la conciencia de la época. Esta conciencia se expresa en la metáfora espacial de la vanguardia, del avantgarde, la tropa de choque que avanza en un terreno desconocido, expuesta a los riesgos de encuentros repentinos y estremecedores, pero capaz de conquistar un futuro todavía no ocupado y de orientarse, esto es, de encontrar su dirección, en un territorio aún sin descubrir. Pero este avanzar a tientas, esta anticipación de un futuro indefinido y contingente, el culto a lo nuevo, significa en realidad la exaltación de una actualidad que da a luz pasados siempre determinados de nuevo subjetivamente. La nueva conciencia de la época, que con Bergson penetra hasta la filosofía, hace algo más que expresar la experiencia de una sociedad en movimiento, de una historia acelerada y de una vida cotidiana quebrada por discontinuidades. El nuevo valor atribuido a lo transitorio, lo elusivo, lo efímero, la celebración del dinamismo, revela los anhelos [manifiesta la nostalgia/TD] de un presente puro, inmaculado y estable [inmóvil/LA]. En cuanto movimiento que se niega a sí mismo, el modernismo es "nostalgia de la auténtica presencia". Esto, según Octavio Paz, "es el tema secreto de los mejores poetas modernistas".
Esto explica el lenguaje bastante abstracto con que el temperamento modernista ha hablado del "pasado" (abstracción del lenguaje; talante moderno/JLZ), y la oposición abstracta a la historia que, de este modo, sacrifica la estructura de un sucederse tradicional y compartimentado que garantizaría la continuidad. Las épocas particulares pierden su rostro peculiar en favor de una afinidad heroica del presente con el pasado más lejano y el futuro más próximo: un sentido del tiempo en que la decadencia se reconoce inmediatamente a sí misma en lo bárbaro, lo salvaje y lo primitivo. La intención anarquista de hacer estallar la continuidad de la historia explica la fuerza subversiva de una nueva conciencia estética que se orienta contra las producciones estandarizadas de la tradición, que vive de la experiencia de su rebelión contra toda normatividad. Esta revuelta es una manera de neutralizar tanto las pautas de la moralidad como las de la utilidad práctica. Esta conciencia estética escenifica continuamente una representación dialéctica entre el secreto y el escándalo público, es adicta a la fascinación de ese horror que implica todo acto de profanación y, no obstante, siempre huye de sus resultados triviales. Así, según Adorno, "los signos de la destrucción son el sello de autenticidad de la modernidad; aquello mediante lo cual se niega desesperadamente la armonía de lo permanentemente igual; la explosión es una de sus constantes. La energía antitradicionalista se convierte en un torbellino devorador. En esta medida, la modernidad es un mito autodestructivo cuya atemporalidad se convierte en la catástrofe del instante que rompe la continuidad temporal" (Teoría Estética, p. 41).
Por supuesto, la conciencia de la época que se articula en el arte vanguardista [permea el arte vanguardista/LA] no es del todo antihistórica. Se dirige contra la falsa normatividad de una concepción de la historia que se basa en la imitación de modelos y cuyas huellas no han desaparecido ni siquiera en la hermenéutica filosófica de Gadamer. El espíritu moderno y vanguardista ha intentado, en vez de eso, usar el pasado de un modo distinto: se sirve de los pasados que la erudición objetivadora del historicismo ha hecho asequibles, pero al mismo tiempo se revela contra esa neutralización de las pautas que promueve el historicismo al recluir la historia dentro de un museo.
Inspirándose en el espíritu del surrealismo, Walter Benjamin construye la relación de la modernidad con la historia, en una actitud que yo llamaría posthistórica. Nos recuerda la comprensión que de sí misma tuvo la Revolución Francesa: "La Revolución citaba la antigua Roma, del mismo modo en que la moda cita una indumentaria pasada [un atavío del pasado/LA]. La moda tiene olfato para lo que es actual, aunque esto se mueva dentro de la espesura de lo que existió en otro tiempo." E, igual que para Robespierre la Roma antigua era un pasado cargado de actualidad [de revelaciones momentáneas/JLZ], también el historiador ha de aprehender la correlación de fuerzas "en que se encuentra una época con una concreta anterior". Benjamin fundamenta así el concepto de Jetztzeit, del presente como un momento de revelación [tiempo del ahora/LA], concepto que lleva dentro de sí fragmentos de mesianismo (Obras Completas I, 2, p.701).
Por lo demás, el credo de la modernidad estética ya caducó, aunque se haya recitado de nuevo en los sesentas, años en que todavía encontraba eco. Pero ahora que los años sesenta se han quedado atrás y con los setenta a la espalda, hay que reconocer que el modernismo apenas tiene resonancia alguna. Justamente a mediados de los sesenta, Octavio Paz, un partidario [compañero de viaje/JLZ] de la modernidad, anotaba, no sin melancolía: "La vanguardia de 1967 repite los gestos y las gestas [actos y ademanes/JLZ] de la de 1917. Vivimos el fin de la idea de arte moderno." Al hilo de las investigaciones de Peter Burger, podemos hoy hablar de arte de postvanguardia, término elegido por él para indicar el fracaso de la rebelión surrealista. Pero, ¿cuál es el significado de este fracaso? ¿Indica un adiós a la modernidad? Y, considerándolo de un modo más general, ¿acaso la existencia de una postvanguardia significa que hay una transición hacia ese fenómeno más amplio llamado postmodernidad?
Así es como lo entiende, de hecho, Daniel Bell, el conocido teórico social y el más brillante de los neoconservadores americanos. En su libro The Cultural Contradictions of Capitalism, Bell defiende la tesis de que los fenómenos de crisis en las sociedades occidentales desarrolladas se originan en un rompimiento [deben retrotraerse a una disociación/JLZ] entre cultura y sociedad, entre la modernidad cultural y las necesidades del sistema económico-administrativo. El arte vanguardista [la cultura moderna/JLZ] ha logrado penetrar los valores [orientaciones axiológicas/TD] de la vida cotidiana y ha contagiado el mundo de vida con los principios del modernismo [el mundo de vida está infectado de modernismo/JF]. El modernismo es el gran seductor, pues por él el principio de autorrealización irrestricta, la exigencia de una auténtica experiencia personal y el subjetivismo de una sensibilidad sobre-exitada han llegado a dominar la vida. Este talante, dice Bell, desata motivos hedonistas irreconciliables con la disciplina de la vida profesional y, en general, con los principios morales que están en la base de una conducción racional de la vida. Así, Bell, al igual que en nuestro país Arnold Gehlen, coloca el peso de la responsabilidad por la disolución de la ética protestante (un fenómeno que ya inquietaba a Max Weber) en la adversary culture, es decir, una cultura cuyo modernismo aviva la hostilidad hacia las convenciones y virtudes de una vida cotidiana que ha llegado a racionalizarse bajo las presiones de los imperativos económicos y administrativos.
Hay en este planteamiento una idea compleja que llama la atención. Por otro lado, según esta versión, el impulso de la modernidad tendría que estar definitivamente agotado (quien se considere vanguardista tendría que leer su propia sentencia de muerte), que el vanguardismo habría llegado ya a su fin y que, a pesar de que se considera a la vanguardia todavía en expansión, ya no sería una fuerza creadora. El modernismo domina pero está muerto.
Pero esta situación plantea al neoconservadurismo el problema de cómo dar de nuevo validez a normas sociales capaces de poner límites al libertinaje, de restablecer la disciplina y la ética del trabajo y de poner freno a la nivelación causada por el Estado Benefactor, de tal modo que las virtudes de la competencia individual por el éxito puedan volver a dominar. Bell piensa que la única solución es un resurgimiento religioso o, en todo caso, la adhesión a las tradiciones genuinas, que son inmunes a toda crítica, que posibilitan identidades largamente diferenciadas, y que garantizan seguridades existenciales a los individuos.
Modernidad Cultural y Modernización Social
Desde luego, no es posible hacer aparecer, como por arte de magia, las creencias compulsivas que generan autoridad. En consecuencia, la única indicación que se deriva para la acción de análisis como el de Bell es un postulado que se está extendiendo en Alemania no menos que en Estados Unidos [que ha hecho escuela entre nosotros/LA]: un enfrentamiento intelectual y político con los portadores intelectuales de la modernidad cultural. Citaré a Peter Steinfels, un observador muy equilibrado del nuevo estilo que han impuesto los neoconservadores en la escena intelectual de los setenta:
"La disputa toma la forma de una operación que presenta a toda manifestación que pudiera ser considerada como expresión de una mentalidad opositora [contestataria/LA] describiendo su 'lógica' como algo vinculado a una u otra forma de extremismo. Así, por ejemplo, se establece una unión entre modernidad y nihilismo, entre regulación gubernamental y totalitarismo, entre la crítica al armamentismo y la complicidad con el comunismo, y se identifica al feminismo y la lucha de los homosexuales por sus derechos con la destrucción de la familia, así como los movimientos de izquierda con el terrorismo, el antisemitismo y hasta el fascismo." (The Neoconservatives, p. 65).
Con estas observaciones, Peter Steinfels se refiere exclusivamente a América, pero los paralelismos son evidentes. El enfoque ad hominem y la amargura de estas acusaciones intelectuales han sido también voceadas ruidosamente en Alemania. Por ello, la personalización y la acritud de las regañinas que en nuestro país proceden de los intelectuales anti-ilustrados, no deberían explicarse en términos de la psicología de los escritores neoconservadores, sino que, más bien, se deben a las debilidades analíticas de su propia doctrina.
El neoconservadurismo imputa explícitamente [translada/JLZ] a la modernidad cultural las cargas incómodas que originó una modernidad capitalista más o menos exitosa en la economía y la sociedad. La doctrina neoconservadora no llega a ver que existe una conexión [difumina la relación /JLZ] entre los procesos de modernización de la sociedad, que tan calurosamente acoge, y la crisis de motivación que tan catatónicamente lamenta, y dado que no descubre las causas socioestructurales de los cambios en las actitudes frente al trabajo, los hábitos de consumo, las exigencias de nivel social y las exigencias para el empleo del tiempo libre, solamente puede atribuir todo --lo que aparece como hedonismo, falta de sentido de identificación social y de congruencia, narcisismo y retroceso en la competencia por el status y el éxito de acuerdo a los desempeños personales-- sin más, de modo inmediato, a una cultura que interviene en esos procesos sólo de manera mediata [de un modo muy indirecto y mediatizado/TD].
En la concepción neoconservadora, se presenta a los intelectuales que todavía se sienten comprometidos con el proyecto de la modernidad como si ocuparan el lugar de esas causas no analizadas. Ciertamente, Daniel Bell todavía observa una correspondencia entre la erosión de los valores burgueses y el consumismo en la sociedad basada en la producción en serie. No obstante, no se deja impresionar gran cosa por su mismo argumento y atribuye la nueva permisividad, en primer lugar a la expansión de un estilo que se había configurado ante todo en las contraculturas elitistas de la bohemia artística. De este modo, se limita a variar un equívoco frente al que ya se había sacrificado a la vanguardia, como si la misión del arte fuera cumplir su promesa de felicidad, dada de modo indirecto, por medio de una socialización de las existencias de los artistas, estilizadas bajo la forma de un modelo.
En una consideración retrospectiva a la época del surgimiento de la modernidad estética, Bell señala: "Siendo radical en asuntos de economía, el burgés se hizo conservador en asuntos de la moral y del gusto". Si esto es así, cabe entender el neoconservadurismo como un retorno a una pauta conservada del modo de ser burgués. Pero esto es demasiado simple. El estado de ánimo en el que hoy los neoconservadores pueden basar sus afirmaciones nada tiene que ver con un malestar social cuya causa son las consecuencias antinómicas de una cultura exhuberante que desborda los museos e irrumpe en la corriente de la vida ordinaria. Los intelectuales modernistas no han provocado este descontento, sino que tiene sus raíces en profundas reacciones contra una modernización social que, bajo la presión de los imperativos del crecimiento económico y el desempeño organizacional del Estado, afecta cada vez más la ecología de las formas de vida y la estructura de enjambre de la comunicación social [estructura comunicativa interna/TD] de los mundos históricos de vida. Y describiría esta subordinación de los diversos mundos de vida bajo los imperativos del sistema, como algo que perturba la infraestructura comunicativa de la vida cotidiana.
Así, por ejemplo, las protestas neopopulistas no hacen sino dar expresión de un modo puntual [sólo expresan con agudeza/JF] el temor cada vez más extendido en la sociedad ante la destrucción del medio urbano y del entorno natural, y de formas de convivencia humana. Hay una cierta ironía en estas protestas en términos del neoconservadurismo. Las tareas de transmitir una tradición cultural, de la integración social, y de la socialización requieren de una adhesión a lo que denomino racionalidad comunicativa. Pero las multiples causas del malestar y de la protesta surgen por doquier cada vez que una modernización unilateral, que obedece sólo a los criterios de racionalidad económica y administrativa, penetra los ámbitos de vida, centrados en la reproducción y trasmisión de valores y normas, es decir, regidos por criterios de racionalidad comunicativa. Sin embargo, las doctrinas neoconservadoras desvían el foco de atención precisamente de tales procesos sociales: proyectan las causas, que no ponen a la luz, sobre el plano de una cultura subversiva y sus partidarios.
Sin duda la modernidad cultural genera también sus propias aporías. Independientemente de los problemas que plantean las consecuencias de la modernización social, el examen desde adentro del mismo desarrollo cultural da motivos para dudar y desesperar del proyecto de la modernidad. Una vez que me he ocupado del tipo débil de crítica de la modernidad --el del neoconservadurismo-- permítaseme ahora desplazar nuestra discusión de la modernidad y sus descontentos hacia un dominio distinto que alude a esas aporías de la modernidad cultural, aporías que a menudo solo sirven de pretexto para esas posiciones intelectuales que, o bien claman por una postmodernidad, o recomiendan un retorno a alguna forma de premodernidad, o bien rechazan de modo radical a la modernidad.
El Proyecto de la Ilustración
La idea de modernidad está íntimamente ligada al desarrollo del arte Europeo, pero lo que denomino el "proyecto de modernidad" solo adquiere perfiles definidos cuando prescindimos de la habitual concentración en el arte. Permítaseme comenzar un análisis diferente recordando una idea de Max Weber, quien caracterizaba a la modernidad cultural como la separación de la razón sustantiva, que se expresa en las concepciones religiosas y metafísicas del mundo, en tres esferas autónomas que solamente pueden conjugarse de modo formal a través de la fundamentación argumentativa. Estas son la ciencia, la moralidad y el arte. Estas llegaron a diferenciarse porque las concepciones unificadas del mundo de la religión y la metafísica se desmembraron [se fragmentaron/TD]. Desde el siglo XVIII, los problemas heredados de estas concepciones del mundo pudieron reorganizarse de tal modo que estuvieron incluídos en aspectos específicos de validez: verdad, rectitud normativa, autenticidad y belleza. De ese modo podían ser tratados como cuestiones de conocimiento, de justicia y moralidad, y de gusto. El discurso científico, las teorías de la moralidad, la jurisprudencia, y la producción y la crítica de arte, pudieron ser sucesivamente institucionalizados, y así, cada dominio de la cultura se pudo hacer corresponder con profesiones culturales, dentro de las cuales los problemas se tratarían como de la exclusiva competencia de especialistas. De ahora en adelante se da también una historia interna de las ciencias, de la teoría moral y jurídica, del arte; esto es, no evoluciones lineales, sino procesos de aprendizaje. Este tratamiento profesionalizado de la tradición cultural llevó a que el saber cognitivo-instrumental, el moral-práctico y el estético-expresivo elaboraran sus propios cánones de comportamiento. Y al estar, cada una de estas tres dimensiones de la cultura, bajo el control de expertos --los cuales parecen estar mas dotados de lógica en estos aspectos concretos que el resto de la gente- aumentó la distancia entre la cultura de los expertos y la del gran público [gran masa de la sociedad/LA], pues la expansión de la cultura, precisamente en razón de su reflexión y producción especializada, no logra sin más estar a disposición de la praxis de la vida cotidiana. Al contrario, la racionalización cultural amenaza más bien con empobrecer más y más el mundo de vida, cuya sustancia cargada de tradicionalismo ya ha sido devaluada.
El proyecto de modernidad, formulado en el siglo XVIII por los filósofos de la Ilustración, consistió en desarrollar las ciencias objetivas, los fundamentos universales de la moral y el derecho, y el arte autónomo, de acuerdo con su lógica interna [su propio sentido intrínseco/LA]. Pero fue también, simultáneamente, un esfuerzo por liberar de sus formas esotéricas las particularidades cognitivas de cada uno de los dominios, con la finalidad de utilizarlos para la praxis, esto es, para ordenar racionalmente las condiciones sociales de vida. Fue así que ilustrados de la talla de un Condorcet abrigaban todavía la exagerada esperanza de que las ciencias y las artes llegarían a ejercer no sólo el control sobre las fuerzas de la naturaleza, sino también, incidirían en las interpretaciones del mundo y del sujeto [del yo/LA], y promoverían el progreso moral, la justicia de las instituciones y hasta la felicidad de los hombres. El siglo XX se ha encargado de no dejar casi nada de ese optimismo. Pero el problema sigue en pie. Hoy como ayer los espíritus se dividen en la cuestión acerca de si todavía hay que mantener firme la intención de la Ilustración, por muy degradada que parezca, o si hay que dar por perdido el proyecto de modernidad.
Incluso entre los filósofos que son como una especie de retaguardia de la Ilustración, se encuentra hoy dividido el proyecto de la modernidad. Los filósofos basan su confianza en cada uno de los dominios en que la razón se ha diferenciado. Popper, quiero decir, el teórico de la Sociedad Abierta, que todavía no se ha dejado engatuzar por los neoconservadores, se aferra a la fuerza ilustradora de la crítica científica y actúa directamente en el ámbito político. A este respecto, paga el precio de un escepticismo moral y de una amplia indiferencia frente a lo estético. Paul Lorenzer cuenta con la eficacia de la construcción metódica de un lenguaje artificial en el que se imponga la razón práctica para la reforma de vida; para ello, canaliza las ciencias por la estrecha senda de las justificaciones de carácter moral-práctico y también olvida lo estético. Por el contrario, en Adorno la aspiración enfática a la razón se reitera con el gesto acusador de la obra de arte esotérica, mientras que la moral ya no es capaz de encontrar fundamentación alguna, y a la filosofía sólo le queda la tarea de remitirse en forma indirecta a los contenidos críticos enmascarados en el arte.
La diferenciación de la ciencia, la moral y el arte, mediante la cual caracteriza Max Weber el racionalismo de la vida occidental, implica, al mismo tiempo, la autonomización de los segmentos tratados por el especialista y su rompimiento con la corriente de la tradición. Tradición que, sin embargo, sigue viva y se desarrolla espontáneamente en la hermenéutica de la praxis de la vida cotidiana. Esta separación entre el mundo de los especialistas y el mundo de la vida cotidiana es el problema que surge de la peculiaridad de las esferas axiológicas diferenciadas, y al propio tiempo ha provocado el nacimiento de todos esos intentos frustrados que buscan "superar" ["negar"/JLZ] la cultura de los expertos. Ello puede observarse con gran claridad en el arte.
Kant y la Peculiaridad de lo Estético
Simplificando burdamente, es posible destacar una línea de autonomización progresiva a la largo de la evolución del arte moderno. En primer lugar, durante el Renacimento se configura ese ámbito de objetos que cayó exclusivamente dentro del dominio de las categorias de lo bello. Más tarde, en el curso del siglo XVIII, se institucionalizarán la literatura, las artes plásticas y la música, como esferas de acción que se separan de la vida sacra y cortesana. Por último, a mediados del siglo XIX, surge una concepción esteticista del arte que induce al artista a producir sus obras con la sola conciencia de l'art pour l'art. Con este hecho, la peculiaridad de lo estético pasa a primer plano y se convierte en propósito, en programa.
En la primera fase de este proceso, por tanto, aparecen las estructuras cognitivas de una esfera nueva, que se separa del del complejo de la ciencia y de la moral. Más tarde será competencia de la estética filosófica explicar estas estructuras. Kant estudia intensamente las peculiaridades del objeto estético. Parte del análisis del gusto que, sin duda, se basa en lo subjetivo, en el libre juego de la imaginacion y que sin embargo, no solamente manifiesta meras preferencias, sino que cuenta con un acuerdo intersujetivo.
Aunque los objetos estéticos no pertenezcan a la esfera de aquellas manifestaciones que pueden reconocerse con ayuda de las categorías del entendimiento ni tampoco a la esfera de los actos libres, que se someten a la normatividad de la razón práctica, las obras de arte (y de la belleza natural) son susceptibles de un juicio objetivo. Junto a la esfera de validez de la verdad y del deber ser, lo bello constituye otra esfera de validez que se basa en la correspondencia entre el arte y la crítica artística. Se habla entonces "de la belleza como si fuera una propiedad de las cosas" (Critica del Juicio, párrafo 7).
Por supuesto, la belleza se vincula exclusivamente a la representación de una cosa, al igual que el gusto únicamente se refiere a la relación entre la representación de un objeto y el sentimiento de agrado o desagrado. Unicamente en el medio de la apariencia puede un objeto percibirse como algo estético; sólo como algo ficticio puede afectar a la sensibilidad, de forma que quepa representarse lo que se substrae a la conceptualidad del pensamiento objetivante y al juicio moral. Kant caracteriza la situacion anímica, esto es, el juego de las fuerzas de representación puestas en movimiento a través de lo estético, como una satisfacción desinteresada. Por tanto, la cualidad de una obra se determina con independencia de sus referencias vitales prácticas.
Mientras que los conceptos fundamentales de la estética clásica mencionados -- esto es, gusto y critica, bella apariencia, desinterés y trascendencia de la obra-- sirven fundamentalmente para delimitar lo estético frente a las otras esferas axiológicas y frente a la praxis de la vida cotidiana, el concepto de genio, que es necesario para la producción de una obra de arte, tiene connotaciones positivas. Kant llama genio a "la originalidad insuperable de la naturaleza de un sujeto en el empleo libre de su capacidad de entendimiento". Si separamos el concepto de genio de sus orígenes románticos podemos decir, en paráfrasis libre: el artista dotado consigue dar expresión auténtica a todas las experiencias que vive dentro de la compacta rigidez de su entorno social, pero vividas con una subjetividad descentrada, libre de las presiones del conocimiento y de la acción.
Esta peculiaridad de lo estético --o sea, la objetivación de una subjetividad descentrada--que se experimenta a sí misma, la separación de las estructuras temporales y espaciales de la vida cotidiana, la ruptura con las convenciones de la percepción y de la actividad objetiva, la dialéctica del descubrimiento y el choque, habrían de aparecer a la conciencia de la modernidad, conjuntamente con los gestos del modernismo, una vez que se cumplieran otras dos condiciones. De un lado, la institucionalización de una producción artística dependiente del mercado y del consumo de obras de arte, mediado por la critica y desinteresado; de otro lado, la concepción esteticista de los artistas y de los críticos, que ya no se ven como representantes del público sino como intérpretes que pertenecen también al proceso de la producción artistica. Así, se inicia un movimiento en la pintura y en la literatura que Octavio Paz ve ya presente en las criticas de arte de Baudelaire: "los colores, las líneas, los sonidos y los movimientos cesan de servir a la representación de ésto o aquéllo; los medios de representación y las técnicas de la realizacion se convierten ellos mismos en objeto estético." Por esto, Adorno puede también comenzar su Teoría Estética con la frase: "Se volvió evidente que nada de lo que atañe al arte es ya evidente, ni él ni su relación con la totalidad, ni siquiera su derecho de existencia".
La Falsa Superacion de la Cultura.
Ciertamente, el surrealismo nunca habría cuestionado el derecho a la existencia del arte, si el arte, y precisamente el arte moderno, hubiera prescindido de llevar consigo una promesa de felicidad que afecta a su "relacion con la totalidad". En Schiller, la promesa ofrecida pero no cumplida por la contemplación estética [intuición estética/LA] cobraba explícitamente la forma de una utopía que apuntaba más allá del arte. Esta línea de la utopía estética llega hasta la acusación que hace Marcuse, a partir de la crítica de la ideología, sobre el carácter afirmativo de la cultura. Pero ya en Baudelarie, quien retoma la promesse de bonheur, la utopía de la reconciliación se ha transformado en la constatación crítica del carácter irreconciliable del mundo social. Y la toma de conciencia de esta irreconciliabilidad se hace tanto más dolorosa cuanto más se aleja el arte de la vida y cuanto más se refugia en la intangibilidad de su más total autonomía. Este dolor se refleja en el ennui infinito de un marginado que se identifica con los vagabundos parisinos.
En torno a estos sentimientos se van concentrando las energías explosivas que terminan por descargarse en la rebelión y en el intento violento de dinamitar y hacer volar en pedazos ese espacio aparentemente autárquico del arte, para forzar con este sacrificio la reconciliación. Adorno vio con gran precisión por qué el programa surrealista "reniega del arte sin poder sacudírselo de encima" (Teoría Estética, 32). Ha habido intentos de acortar la distancia entre el arte y la vida, entre la ficción y la praxis, entre la apariencia y la realidad. Intentos de borrar toda diferencia entre el artefacto y el objeto de uso, entre lo producido y lo previamente existente, entre el proceso de dar forma y el puro impulso espontáneo. Intentos de proclamar que todo es arte y todos somos artistas, así como intentos de introducir toda suerte de criterios y de reducir los juicios estéticos a meras manifestaciones de vivencias subjetivas. Pero todas estas empresas, hoy ya muy conocidas, a la luz de un buen análisis, han mostrado que no eran sino experimentos sin sentido, experimentos nonsense (absurdos), cuyo resultado, paradójicamente y muy a su pesar fue el de iluminar con mas intensidad las estructuras del arte que querían y debían destruir. A saber, la mediación de la apariencia, la trascendencia de la obra, el carácter concentrado y planificado de la producción artística, así como el status cognitivo del juicio estético. Este intento radical de superación del arte terminó irónicamente por reafirmar la justeza de aquellas categorías con las cuales la estética clásica había configurado su objeto de estudio [construyó y delimitó su ámbito de objetos/LA]. Por supuesto, entre tanto, estas categorías también han cambiado.
Por lo tanto, la rebelión surrealista sella el doble error de una falsa superación.El primer error fue haber quebrado la vasija de una esfera cultural que se habia desarrollado congruentemente y, en consecuencia, el haber derramado su contenido, con el resultado de que tras la sublimación del sentido y la desestructuración de la forma no queda absolutamente nada, ni se produce ningún efecto liberador. El otro error es más grave. En la praxis de la comunicación social cotidiana se entrelazan necesariamente interpretaciones cognoscitivas, expectativas de carácter moral, expresiones de sentimientos y valores. Los procesos por los que se lograba, dentro de nuestro mundo social de vida, un mutuo entendimiento necesitan una tradicion cultural en toda su extensión (esto es, que cubra todas las esferas: cognitiva, moral-práctica y expresiva). Por este motivo, no es posible liberar nuestra vida cotidiana racionalizada de la cárcel del empobrecimiento cultural conquistando violentamente un nuevo espacio cultural, en este caso el arte, ni vinculandolo, de este modo, sólo a uno de los complejos [conjuntos/LA] de conocimientos especializados. Por este camino se llega solamente a la substitución de una abstracción unilateral por otra.
Este programa de la falsa superación del arte y su fracaso en la práctica encuentra un paralelismo, aunque con menor claridad, en los ámbitos del conocimiento teórico y de la moral. Por supuesto, las ciencias por un lado y la teoría moral y jurídica por el otro se han hecho autónomas en forma análoga al arte. Pero las dos esferas se mantienen en contacto con formas especializadas de la praxis: la primera con una técnica sometida a la ciencia, la otra con una praxis administrativa jurídicamenrte organizada y precisada de justificacion moral en sus fundamentos. Y, sin embargo, la ciencia institucionalizada y la manifestación práctico-moral dividida en el ordenamiento jurídico se han separado tanto de la praxis vital que también aquí el programa de Ilustración puede convertirse en el de la superación.
Desde los tiempos de los jóvenes hegelianos circula la consigna de la superación de la filosofía, y desde Marx viene planteándose el problema de la vinculación entre teoría y praxis. Sin embargo, los intelectuales marxistas se unieron con el movimiento obrero, y sólo en la periferia de este movimiento social hubo intentos sectarios de poner en práctica un programa de superación de la filosofía similar al de los surrealistas con la canción de la superación del arte. El error de ambos se revela patentamente en esos programas cuando se observan las consecuencias del dogmatismo y del rigorismo moral. En efecto, si se excluye que dentro de la praxis cotidiana reificada [cosificada/LA] sea posible instraurar una interacción no coercitiva entre la esfera cognitiva, la práctico-moral y la expresivo-estética, resultará muy difícil que se logre curar la reificacion social sólo mediante un nexo unilateral entre la vida social y uno de los ámbitos culturales violentamente abiertos que, por ser de altísima especialización [altamente estilizados/JLZ], incluye de alguna manera coerción social. Además la desvinculación práctica y la incorporación institucional del conocimiento acumulado en la ciencia, la moral y el arte no pueden confundirse con una copia de la forma de vida de los representantes extraordinarios de estas esferas axiológicas, con la generalización de las fuerzas subversivas que Nietzsche, Bakunin y Baudelaire expresan en sus existencias.
Ciertamente, en algunas situaciones las actividades terroristas podrán articularse con la expansion de una de esas esferas culturales hacia otros dominios; sirvan como ejemplo las tendencias a estetizar la política, o a substituir la política por el rigorismo moral, o a someterla al dogmatismo de una doctrina. Sin embargo, estos fenómenos [interconexiones/LA] no deberían inducirnos al error de difamar las intenciones de la tradición ilustrada superviviente [Ilustracion inquebrantable/LA] considerándolas como engendro de una "razón terrorista". Aquéllos que meten en un mismo saco el proyecto de modernidad y el estado de conciencia y la acción espectacular del terrorista individual, cometen el mismo error de visión de quien sostiene que el terror burocrático --incomparablemente más persistente e intenso [con un alcance y una fuerza sin precedentes/LA]-- practicado en la oscuridad, en los sótanos de la policía militar y secreta, y en campamentos e instituciones, es la raison d'etre del Estado moderno y de su correspondiente dominación legal positiva, tan solo porque este tipo de terror administrativo se sirve de los medios coercitivos de las burocracias modernas.
Alternativas a la Falsa Superación
Mi opinión es que, en vez de dar por perdido el proyecto de la modernidad, deberíamos aprender de sus estravíos [equivocaciones /LA] y de los errores de aquellos extravagantes programas que han intentado su superación. Quizás podamos tomar el ejemplo de la recepción del arte para señalar, al menos, la dirección de una vía de escape de las aporías de la modernidad cultural. Desde que en el Romanticismo se impuso la crítica de arte se han dado tendencias contradictorias que se han polarizado aún más con la aparición de corrientes de vanguadia: la crítica de arte realiza a veces la función de un complemento productivo de la obra de arte y otras veces la de defensor de las necesidades de interpretación del publico en general. El arte burgués tuvo, a la vez, ambas expectativas de sus públicos [audiencias/JLZ]: de una parte la expectativa de que el lego aficionado al arte tenía que educarse para convertirse en un experto y, de la otra, la expectativa de que, en cuanto conocedor, tenía la capacidad de relacionar las experiencias estéticas con sus propios problemas vitales. Si esta segunda forma de recepción del arte, sólo en apariencia más sencilla, ha perdido su radicalismo, se debe quizás al hecho de mantener una ambigua vinculación con la primera.
Con toda seguridad, la producción estaría llamada a perecer [tendría que atrofiarse/TD] semánticamente, si no se realizara en la forma de un tratamiento especializado de sus problemas propios, como un asunto de expertos sin referencia a necesidades exotéricas. En este punto están de acuerdo tanto el crítico de arte como el destinatario conocedor y especialista, los cuales admiten el hecho de que tales problemas están bajo el influjo de lo que arriba he llamado la "lógica interna" de un dominio cultural [bajo un criterio de valor abstracto/LA]. Pero esta rígida delimitación, esta concentración exclusiva en un solo aspecto de validez, y la exlusión de aspectos de verdad y justicia, se resquebraja tan pronto como la experiencia estética se intruduce en la historia vital de un individuo y se absorbe en la vida cotidiana. Entonces la recepción del arte por parte del lego o, mejor aún, por los "expertos de la vida cotidiana", tiene otra dirección distinta a la que caracteriza al profesional, a la del crítico que se ocupa del desarrollo artístico interno.
Albrecht Wellmar me hizo prestar atención a la manera en que se puede alterar el significado [el valor/LA] de una experiencia estética que no puede traducirse de inmediato en un juicio de gusto. En cuanto se utiliza esta experiencia estética a título explorativo para la aclaración de una situación histórico-vital [de la propia historia de vida/LA] y se refiere a problemas vitales, entra en el campo de un juego lingüístico que ya no es el de la crítica estética. La experiencia estética no sólo reproduce y renueva las interpretaciones de las necesidades bajo cuya luz percibimos el mundo, sino que interviene al mismo tiempo en las interpretaciones cognoscitivas y en las expectativas normativas y cambia el modo en que todos estos momentos se refieren unos a otros.
Un ejemplo de este poder explorativo vitalmente orientado que puede producirse a resultas del encuentro con un gran cuadro en un momento determinado y que llega a dar sentido a una biografía, lo proporciona Peter Weiss cuando deja que su héroe callejee por París, tras de su desesperado retorno de la guerra civil en España, anticipando en la imaginación aquel encuentro que tendrá lugar poco después en el Louvre ante el cuadro de Gérricault del naufragio. La forma de recepción a la que aludo queda aún más claramente caracterizada en una variante concreta a través del heroico proceso de apropiación que describe el mismo autor en el primer tomo de su Estética de la Resistencia. Weiss presenta allí a un grupo de trabajadores políticamente motivados y sedientos de conocimientos en el Berlín de 1937. Era gente joven que en una escuela nocturna adquirió los medios intelectuales para desentrañar la historia, incluída la historia social, de la pintura europea. Así logran golpear y romper la dura roca de ese espíiritu objetivo, encarnado en las obras de arte que veían una y otra vez en los museos de Berlín, apartando para sí los fragmentos e integrándolos en el horizonte de experiencia de su medio social, tan alejado de la tradición educativa alemana así como del régimen imperante. Y después de examinarlos y darles muchas vueltas comienzan a entenderlos y a captar su sentido para ellos: "Nuestra concepción de la cultura raramente coincidía con lo que se presentaba como una reserva gigantesca de bienes, de hallazgos e invenciones acumulados. En nuestra condición de desposeídos nos acercábamos al principio a lo allí coleccionado con miedo, hasta que se nos hizo claro que teníamos que rellenarlo todo con nuestras propias valoraciones, que el concepto general sólo podía resultar útil cuando nos dijera algo sobre nuestras propias condiciones de vida, así como las dificultades y peculiaridades de nuestros procesos intelectuales."
En estos ejemplos de un proceso de apropiación de la cultura de los expertos desde la perspectiva del mundo de la vida podemos discernir un elemento que hace justicia a las intenciones de la desesperada y miope revuelta surrealista y quizá más a las reflexiones experimentales de Brecht y las de Benjamin en sus consideraciones sobre la recepción de las obras de arte que, a pesar de haber perdido su aura, aún podrían ser recibidas de maneras iluminadoras. Análogas reflexiones pueden hacerse respecto a las esferas de la ciencia y la moral, cuando se piensa que las ciencias del espíritu, sociales y del comportamiento no están aún completamente desvinculadas de la estructura del conocimiento orientado a la acción y que la agudización de la ética universalista en lo relativo a las cuestiones de la justicia se consigue al precio de una abstracción que requiere una vinculación a los problemas, al parecer independientes, de la vida buena.
En suma, el proyecto de la modernidad esta todavía inconcluso. Y la recepción del arte es sólo uno de sus al menos tres aspectos. El proyecto apunta a una nueva vinculación diferenciada de la cultura moderna con una praxis cotidiana tan animada por la vitalidad de las tradiciones pero a la vez empobrecida por un bruto tradicionalismo. Sin embargo, esta nueva conexión sólo podrá establecerse cuando la modernización capitalista también pueda orientarse por otras vías no capitalistas [dependerá de las posibilidades que la modernización social tenga para marchar por otros caminos/LA], cuando el mundo de vida puede desarrollar a partir de sí mismo [extraer de sí /LA] instituciones que pongan límites a la peculiar dinámica sistémica [dinámica intrínseca/LA] y los imperativos de un sistema económico casi autónomo y a sus complementos administrativos.
Tres Conservadurismos
Si no estoy equivocado, debo decir que no veo buenas perspectivas para el logro de esta rearticulación entre la cultura moderna y la vida cotidiana. En casi todo el mundo occidental se ha generado una atmósfera que fomenta los procesos de modernización capitalista, así como las corrientes críticas contra la modernidad cultural. La desilusión que siguió al fracaso de los falsos programas de superación de la filosofía y del arte ha llegado a servir de excusa para justificar posiciones conservadoras. Permítaseme distinguir brevemente el antimodernismo de los jovenes conservadores del premodernismo de los viejos conservadores y del postmodernismo de los neoconservadores.
Los jovenes conservadores se apropian de la experiencia básica de la modernidad estética, reclaman para sí las revelaciones de una subjetividad descentrada librada de todas las limitaciones de la cognición y de la actividad finalista, de los imperativos del trabajo y la utilidad. Y, tras habérsela apropiado, rompen con el mundo moderno [y con esta experiencia se salen del mundo moderno/JLZ ]. Con una actitud modernista justifican un antimodernismo irreconciliable. Remiten a tiempos lejanos y arcaicos las fuerzas espontáneas de la imaginación, de la autoexperiencia, de la afectividad y, de una forma maniquea, contraponen a la razón instrumental un principio que ya sólo es accesible mediante evocación, sea éste la voluntad de poder, autoridad soberana, el ser o la fuerza dionisiaca de lo poético. En Francia esta línea lleva de Bataille a Derrida vía Foucault. Sobre todo ello flota, por supuesto, el espíritu de un Niestzsche redescubierto en los años 70.
Los viejos conservadores no se dejan contaminar en modo alguno por la modernidad cultural. Observan con tristeza el derrumbe de la razón sustantiva, la separación entre la ciencia, la moral y el arte, la concepción moderna del mundo basada en una racionalidad meramente formal y protocolaria, y recomiendan una retirada a una posición anterior a la modernidad [a posiciones premodernas/LA]. A lo que Max Weber había considerado como un regreso a la racionalidad material. Dentro de esta corriente ha tenido un cierto éxito el neoaristotelismo que, ante los problemas ecológicos, se permite pedir el renacimiento de una nueva ética cosmológica. En esta línea que arranca de Leo Strauss, se encuentran también los trabajos de Hans Jonas y Robert Spaeman.
Por último, los neoconservadores, quienes se comportan claramente de un modo más afirmativo en relación con los logros de la modernidad reciben con aplausos el desarrollo de la ciencia moderna, pero sólo en la medida que traspase su frontera para impulsar el desarrollo técnico, el crecimiento económico y una administración racional. Respecto a todo lo demás aconsejan una política que desactive los contenidos explosivos de la modernidad cultural. Una tesis sostiene que la ciencia, cuando se entiende correctamente, ha perdido irrevocablemente todo su significado para la orientación del mundo de vida. Otra tesis afirma que lo mejor que cabe hacer es mantener a la política al margen de las exigencias de justificaciones práctico-morales. Y una tercera tesis sostiene la inmanencia pura del arte, pone en tela de juicio que tenga un contenido utópico y apunta a su carácter ilusorio para limitar el ámbito privado la experiencia estética. Podemos traer aquí como testigos al primer Wittgenstein, al Carl Schmitt intermedio y al último Gottfried Benn. Después del encerramiento definitivo de la ciencia, el arte y la moral en esferas autónomas, ajenas al mundo de vida y administradas por especialistas, lo que queda del proyecto de modernidad cultural es sólo lo que tendríamos si lo abandonáramos del todo [no queda a la cultura moderna sino renunciar a su proyecto de modernidad/LA]. Para ocupar el lugar que queda vacío están previstas las tradiciones que, sin embargo, se consideran exentas de toda exigencia de fundamentación y validación normativas. Por lo demás no es fácil ver cómo conseguirán éstas permanecer en el mundo moderno de una forma que no sea cubriendo las espaldas del Ministerio de Educación.
Esta tipología, como cualquier otra, es una simplificación pero puede que no sea completamente inútil para el análisis del debate político-intelectual de hoy día. Mi temor radica en que las ideas de antimodernidad, con el añadido de un toque de premodernidad, han ido ganando terreno entre los grupos ecologistas y los círculos de la cultura alternativa. Por otro lado, cuando se observan los cambios de conciencia de los partidos políticos de Alemania, se hace visible un nuevo cambio ideológico, esto es, la alianza de postmodernidad y premodernidad. De todos modos no veo todavía que algún partido político haya logrado monopolizar el descontento de los intelectuales y la posición del neoconservadurismo. En consecuencia, y sobre todo, después de los claros enunciados que ha hecho usted en su introducción, señor alcade Wallman, tengo buenas razones para agradecer al espíritu liberal con el que la ciudad de Frankfurt me entrega un premio que lleva unido el nombre de Adorno, uno de los hijos más preclaros de esta ciudad, quien como filósofo y escritor ha caracterizado la imagen del intelectual en nuestro país y, aún más, se ha vuelto ejemplar para todos los intelectuales.