Martin Hopenhayn
En este artículo se contrastan dos modelos de felicidad que se desprenden a su vez de dos visiones de mundo radicalmente diferentes. Dichas posiciones contrapuestas —atribuidas respectivamente a Platón y Nietzsche— no reflejan únicamente dos posturas individuales sino que, advierte el autor, dos arquetipos o perspectivas a las que puede adscribirse una amplia gama de sensibilidades. Primeramente se reseña la alegoría platónica de la caverna (Libro VII de la República) y se deduce de allí un modelo de felicidad dentro de la filosofía esencialista de Platón. Luego se presenta la concepción vitalista de Nietzsche y sus implicancias para el contenido de la felicidad. Hacia el final, Martín Hopenhayn contrapone ambas visiones de la felicidad, retomando la figura de la caverna como ilustración y contraste. En palabras del autor, "en el umbral de la caverna podremos encontrar momentos irrepetibles en que abrazamos uno y otro camino de la felicidad [...]; pero también momentos de orfandad". Por este péndulo transitaría y se debatiría la modernidad. De allí su "coqueteo simultáneo con la eternidad y con la contigencia".
Instrucciones para encontrar la felicidad fuera de la caverna
Hay unos hombres encerrados en una caverna. Desde su infancia yacen encadenados por el cuello y las piernas, de modo que sólo pueden ver los objetos que tienen delante, ya que las cadenas les impiden girar la cabeza. Tras ellos hay un fuego cuyo resplandor los alumbra. Entre el fuego y los cautivos se extiende un camino escarpado, a cuyo largo se alza una tapia. A lo largo de la tapia se desplazan hombres que llevan todo tipo de objetos que representan, en piedra o madera, figuras de hombres y animales de mil formas diversas. Los hombres encadenados no pueden ver más que las sombras de todas estas figuras que el fuego proyecta contra la pared de la caverna. De esta manera, los hombres tendrían por real sólo aquello que es un juego de sombras proyectado por el fuego.
Liberados de sus cadenas, estos hombres tornan la cabeza hacia atrás y se confrontan con la verdad. Reconocen que lo que daban por cierto no era más que sombras proyectadas por la luz del fuego. Mirar el fuego les causa dolor y deslumbramiento, y al principio ni siquiera pueden distinguir los objetos cuyas sombras veían momentos antes. Y así como la luz del fuego encandilaría los ojos y les provocaría dolor, mayor sería el impacto si se los hace subir por el escarpado sendero hacia afuera de la caverna, sin soltarlos hasta enfrentarlos a la luz del sol. Expuestos a esta luz desconocida, al principio sería más agudo el dolor y más difícil todavía distinguir los objetos. Sólo al final de un proceso de acostumbramiento podrían distinguir claramente el perfil de los objetos, y finalmente podrían mirar el sol y comprender que es allí donde se origina la posibilidad de que todo lo demás cobre figura y sea visible. Una vez instalados en esta comprensión de las cosas, los hombres considerarían dichoso el cambio respecto de la morada dentro de la caverna, compadeciendo incluso a aquellos que permanecen impasiblemente encadenados en su interior. La felicidad está en la verdad y en la esencia de las cosas: fuera de la caverna.
En la alegoría que Platón recogió en el Libro VII de la República los símbolos son claros: la caverna es el lugar del mundo sensible; las apariencias, las realidades derivadas y por tanto degradadas. Los hombres están encadenados por su ignorancia, que sólo les permite tomar el mundo de los objetos materiales por única y total realidad, desconociendo su origen, su fuente de realidad, su esencia. El conocimiento implica liberarse de esta baja ilusión, pero también es doloroso: duele acostumbrarse a la luz de la verdad; es escarpado el camino que libera de la ignorancia. Pero la recompensa todo lo justifica y el camino lleva a la contemplación de la verdadera realidad: el sol, que simboliza la idea máxima, la idea de Bien Sumo y también de fuente original de todo lo que es.
En primer lugar, quisiera liberar el texto del mito recién resumido, y jugar un poco con las resonancias que puede tener en nosotros la imagen misma de una caverna. ¿Qué sugiere la caverna, más allá de la alegoría de Platón que la fija del lado del error, de la apariencia-en-tanto-error, y, sobre todo, del auto-engaño? Podríamos encontrar varias connotaciones con las cuales sentirnos, cuando menos, lejanamente familiarizados. Valgan, como ejemplo, las cuatro siguientes:
1. La caverna como sitio oculto, un lugar donde difícilmente puedan encontrarnos, a salvo de los animales salvajes o de los ojos de los demás, un sitio en el que podemos guardar cosas secretas (documentos, plata, un botín, un diario de vida), un espacio para urdir estrategias no compartidas con otros, para completar, confabular, tramar, planear. Un rincón de clandestinidad, de complicidad, de travesura.
2. La caverna como lugar de conservación. Allí permanecen las pinturas rupestres, la memoria de los pueblos muertos hace tanto tiempo, el registro del primer gesto cultural de la humanidad, los huesos más antiguos, este lugar fresco y bien conservado donde las cosas no se pudren ni se borran, donde los elementos se conservan intactos, donde la erosión es milimétrica, sutil, casi imperceptible.
3. La caverna como el lugar del encierro. La caverna puede sofocar, si hay un derrumbe, falta el aire, acecha el fantasma de la asfixia, del aislamiento definitivo. La caverna está llena de polvo; el aire está viciado; el oxígeno es más escaso. La caverna es confinación, exilio del leproso, guarida para rehenes, lugar de castigo para los demasiado mundanos.
4. La caverna como el lugar de un encuentro místico. En la caverna se ilumina el anacoreta, el ermitaño entra en honda complicidad consigo mismo, el indio de la tribu se abandona a la meditación y al encuentro con fuerzas del Más Allá; el filósofo se aisla del mundo para tocar la esencia de las cosas (en sentido simétrico al mito platónico), el buscador encuentra a ese yo que buscaba sin saber que lo buscaba.
Si consideramos estas resonancias, el texto platónico sorprende forzando la imagen hacia un sentido distinto y único. En el texto del Libro VII de la República la caverna es totalmente otra cosa. ¿Y qué es exactamente?
1. En primer lugar la caverna es metáfora, símbolo, referencia a otra cosa. Por su propio espacio dentro de un mito o un relato alegórico, la caverna desaparece en lo que se refiere a su materialidad, su literalidad. Pierde todo sentido evocador al constituir un símbolo claramente delimitado. Su espacialidad se comprime hasta la estrechez de un significado único, se cierra, no deja hueco para que nada entre allí, salvo lo que un relato ya decidido de antemano pone dentro de ella. No hay más que opacidad donde antes había caverna, no hay más que una serie de palabras y frases que la hacen salirse de sí misma, referirse a otra cosa, negarse para que un sentido inequívoco se haga posible en otra parte.
2. Pero ya dentro del mito, ¿Qué es la caverna? Mientras se está dentro de la caverna se vive un mundo imaginario, pero en mal sentido: de meras imágenes. Acostumbrados a este sucedáneo de la realidad, los hombres no se plantean siquiera la posibilidad de un horizonte más vasto. Hay un elemento de confianza en esta actitud ingenua del hombre no-formado que confunde acríticamente la imagen con lo real. Esta confianza no es para Platón más que el síntoma de la ignorancia, muy distinta a la confianza del sabio. En el marco del sistema platónico es obvio que la caverna simboliza el estado natural del hombre que no ha emprendido el camino del conocimiento: el ignorante que toma el mundo sensible como el verdadero, que toma lo aparente como lo real, y que carece de las herramientas idóneas para asir los conceptos universales desde los cuales es posible ver adecuadamente los objetos particulares. La imagen es, en este sentido, no sólo una carencia de concepto sino un concepto errado. La caverna es, pues, el lugar de la apariencia en tanto error, de la vida en la mentira, del auto-engaño, de las vanidades, de la mundanidad que nos separa de la vida verdadera y del conocimiento de lo esencial; es una ilusión que se toma por auténtica, es el mundo de la gregariedad en mal sentido —como alejamiento de lo profundo, como frivolo, como sociabilidad espuria—. La caverna es el lugar donde nada de lo que ocurre tiene valor en sí mismo, nada se sostiene por sí mismo, donde todo tiene su fundamento en otra parte, fuera de allí. La caverna es el lugar del No-ser, de un acontecer que es siempre distorsión, un aparecer falso (y en virtud del cual el aparecer mismo siempre tiene algo de falso). En lenguaje moderno, la caverna es la pantalla de la falsa conciencia, del yo alienado, de la neurosis. La caverna es el lugar donde ni siquiera la felicidad puede ser real; donde nadie puede ser feliz más que en el error, el auto-engaño, la distorsión, la superficialidad, la banalidad. La caverna es el lugar de la ignorancia y, más específicamente, de la ignoran¬cia en tanto prisión.
3. Pero la caverna es también en el mito platónico el lugar de los sentidos, de la materialidad de las cosas, de la sensualidad, del placer de los cuerpos, de la carnalidad, de la cotidianeidad, de la competencia, del hacer y el deshacer, de lo efímero, de lo que pasa, de lo que ocurre y desaparece, de las siluetas y las insinuaciones, de las sombras, de lo nocturno. En la caverna se hace la contingencia, es el reino de la contingencia, con todo lo que ese reino trae: el de las cosas que no dejan huella, que se suceden unas a otras, que se borran o se disuelven interminablemente dentro de un devenir gratuito. Es el reino de la gratuidad, donde nada acontece necesariamente, nada tiene un sentido último ni una causa original. Es el reino de la arbitrariedad, donde no hay una explicación desde una verdad que dirima, no hay un juicio infalible, "meta-cavernal". Es el reino de la figuración, donde se forman imágenes, figuras, objetos, formas delineadas, siluetas, escenas, movimiento de cuerpos proyectados.
4. La caverna es un lugar del cual cuesta trabajo salir, hacerlo no es fácil, sino necesariamente tortuoso, desafiante, experiencia-límite en que el sujeto es exigido en lo máximo de su carácter, de su resistencia, de su perseverancia, de su arrojo y de su convicción. La caverna es el gran obstáculo, la gran prueba a superar, es el lugar de la lucha tanto para salir como para iluminar cuando se regresa, pero también el único lugar desde el cual partir hacia la verdad y hacia el cual volver con la verdad, el lugar desde el cual remontarse. ¿Qué ocurre cuando ese hombre, todavía al interior de la caverna, se ve despojado de sus cadenas y tiene la libertad de cambiar de perspectiva? En primer lugar, el cambio de mirada lo ofusca: el resplandor del fuego no es algo a lo que está habituado, y contemplarlo lo perturba. En el momento del giro el hombre se encuentra desdoblado, tanto entre dos mundos como entre dos actitudes. ¿Qué hacer? ¿Enfrentar la luz enceguecedora de la verdad o volver a la plácida contemplación de las apariencias? ¿Qué elegir, una árida verdad o un engaño apacible? Este desdoblamiento parece constituir parte ineludible de la paideia, esa educación auténtica que a la vez también forma parte de todo itinerario esotérico: al tornar la cabeza, hemos dejado de apropiarnos de aquello que era nuestro tibio hogar que, si bien irreal, lo conocíamos a la perfección y merecía nuestra ingenua confianza. A cambio de eso nos encontramos ahora arrojados a la intemperie, soportando a duras penas la luz quemante de esta nueva realidad que aún no hemos asimilado y que nos acosa como algo que no reconocemos. No nos hemos apropiado de esta realidad superior, y tan sólo contamos con la capacidad para presenciarla desde afuera, sin la templanza necesaria para integrarla a nuestro organismo. Nos encontramos ante una súbita expansión de nuestra información y nuestra percepción, ante una visión de lo real que no esperábamos, pero que debemos integrar. Reconocemos como ilusorio lo que siempre tomamos como verdadero, sin que existan todavía formas estructurales y operativas capaces de integrar esa conciencia más amplia.
No es casual que en el mito de la caverna la imagen sea la del fuego: quema, espanta la mirada. El hombre se resiste a renunciar a aquello que siempre consideró la realidad, le quema hacerlo. Al mismo tiempo le causa dolor tomar conciencia de que su mundo se derrumba, de que nunca fue más que apariencia o consecuencia de algo que no conocía. La verdad deslumbra e incendia, ilumina y enceguece al mismo tiempo. En ese momento pareciera que, sea cual fuere la opción, siempre se pierde: si se regresa a las sombras habrá que vivir con la autoconciencia del engaño, y si se renuncia a las sombras se renuncia a todo lo que uno ha sido.
La felicidad está fuera de la caverna porque allí están la verdad y la idea del bien supremo; pero la lucha es primero dentro de la caverna, por salir, por enfrentar la insoportable luz de la verdad, por sortear el fuego, su luz ilusoria pero enceguecedora. Sólo una vez fuera el interior de la caverna se convierte en desgracia, en falsa felicidad. Sólo una vez fuera la desgracia de la lucha y el dolor se transmuta en plenitud, verdad, máxima revelación, aparecer original y originario, desde el cual todo aparecer se explica.
Una cosa es clara para Platón. Desde el punto de vista de la verdad, no hay felicidad dentro de la caverna porque no hay concepto de felicidad que permita cotejar con "momentos" felices o situaciones felices o vida feliz. Sin el concepto de felicidad es casi como sin la autoconciencia del hombre feliz: un sentimiento gratuito y desperdiciado. Importa aquí el carácter simultáneo de reino de la ignorancia y de prisión que Platón asigna a la caverna. ¿Cómo puede ser feliz uno dentro de una prisión? Este es el elemento decisivo en la cuestión de la felicidad para Platón: desde el momento en que la ignorancia asume la forma del cautiverio, entonces difícilmente se la puede compaginar con una vida feliz. Precisamente porque la libertad queda puesta del otro lado, fuera de la caverna, fuera del mundo de la contingencia y de la apariencia, y sin libertad la felicidad resulta casi impensable. La vida vivida como dentro de una prisión no puede ser una vida feliz. Véase la asociación interesante en Platón: mundo contingente / sensible / carnal / material / cotidiano / gregario / figurativo / de imágenes y apariciones. Mundo engañoso, alienado, errado, extraviado, confuso, malo —prisión, encierro, ahogo—. Lo sensible, lo falso y lo no-libre se juntan en la caverna. La sensibilidad es una cadena aquí; las imágenes son cadenas, los cuerpos son cadenas. Esta sería la visión negativa de la felicidad, aquel espacio en que la felicidad no puede ser verdaderamente concebible.
En rigor, nada tiene sentido dentro de la caverna, pero tampoco existe siquiera la pregunta por el sentido. Visto desde el lado de la verdad, los individuos que la habitan no pueden ser felices pues desconocen la idea misma de felicidad, y por tanto no tienen con qué reconocerse como felices. Por otro lado, no puede haber felicidad sin libertad, y para Platón libre es aquel que conoce el valor real de aquello por lo cual opta. La matriz iluminista de la libertad y la felicidad ya está claramente perfilada en el mito de Platón. La felicidad de los hombres de la caverna lo es en sentido degradado, pues no es resultado de ninguna opción ni de ninguna valoración verdadera.
¿Cuál es el lado constructivo de la felicidad en el mito de Platón? Se trata de la experiencia de la auto-transforrnación radical, la apertura a un cambio en lo más profundo de sí mismo, la posibilidad de ser más verdadero, de conocer más verdaderamente, de la contemplación directa, el cambio completo de todo el ser del hombre, como diría Heidegger a propósito de Platón. ¿Cómo no experimentar la felicidad como triunfo sobre el no-ser, como acer-camiento a la verdad, como logro de contemplación directa, como acostumbramiento a una luz más fuerte, a una revelación más cierta, a una experiencia más auténtica? ¿No hay allí vitalidad, intensidad extrema?
Instrucciones para encontrar la felicidad dentro de la caverna
La felicidad postulada fuera de la caverna niega la posibilidad de una felicidad cierta en el mundo de las imágenes y del juego de las apariencias. Tenemos, por otro lado, aquella imagen polisémica de la caverna, independiente del mito de Platón, en que la caverna nos sugiere el lugar del secreto, de la conservación, del confinamiento y también de la iluminación mística. Estas resonancias contrastan con la imagen unívoca de la caverna una vez que queda atrapada, dentro del mito, en su rango de símbolo. La caverna se fija en el relato de Platón en tanto espacio del error; pero se abre, fuera del relato de Platón, como espacio de lo oculto, lo conservado, lo encerrado y lo místico. Quisiera que esta tensión entre ambas visiones pudiera retenerse para las reflexiones siguientes.
Para expresar esta tensión traigo a colación algunos pasajes de un artículo de Richard Rorty, en el cual contrasta esta búsqueda platónica de una verdad absoluta con la voluntad por construirse verdades propias en la contingencia (i). Rorty lo pone en los siguientes términos: "Los filósofos griegos, luego los científicos empíricos, y más tarde aún los idealistas alemanes, hicieron la misma afirmación. Iban a explicarnos el último locus del poder, la naturaleza de la realidad, las condiciones de posibilidad de la experiencia (...). Exhibirían la huella impresa en todos nosotros. Esta impresión no sería ciega porque no sería cosa de azar o de mera contingencia. Sería necesaria, esencial, final, constitutiva de lo que es propiamente humano (...); una lista que sería reflejo de la lista del propio universo (...), habiendo copiado esta lista, uno podía morirse satisfecho, habiendo logrado la única tarea que pende sobre la humani¬dad, conocer la verdad (...). No importaría extinguirse, pues uno se habría vuelto idéntico con la verdad, y la verdad, en esta perspectiva tradicional, es imperecedera (...). Fue Nietzsche quien primero sugirió explícitamente que abandonáramos la idea completa de "conocer la verdad" (...). Esperaba que una vez conscientes de que el "mundo verdadero" de Platón sólo era una fábula, buscaríamos consuelo, al momento de morir, no en trascender la condi¬ción animal sino en ser esa peculiar especie de animal muriendo que, al describirse en sus propios términos, se había creado a sí mismo. Más exacta¬mente, habría creado la única parte de él que importa al construir su propia mente (...). Fracasar como poeta —y por tanto, para Nietzsche, fracasar como ser humano— es aceptar la descripción que otro hace de uno mismo, ejecutar un guión previamente preparado (...). La única manera de remontar hacia atrás las causas del ser de uno mismo tal como uno es, sería contarse una historia sobre las causas de uno mismo en un lenguaje nuevo (...). Nietzsche piensa que una vida humana triunfa en tanto escapa de descripciones heredadas de las contingencias de su existencia y encuentra nuevas descripciones" (ii).
En este sentido más nietzscheano, en el que se afirma la contingencia redimida por el individuo que la reconfigura según un relato absolutamente personal, podemos volver a los otros sentidos de la caverna. No ya el lugar del cautiverio, del error, de la postergación. El lugar de lo oculto: el secreto personal (el relato personal), allí donde lo que somos no lo compartimos con nadie; es único, es autocreación totalmente diferenciante e irrepetible. El lugar de la conservación: donde lo que es único e irrepetible en el tiempo se conserva y no se pierde (donde plasma la biografía), allí donde queda, de alguna manera, proyectado el propio relato en las paredes de la vida. El lugar del encierro, donde también uno queda asfixiado por la no-trascendencia, la ausencia de cualquier verdad que permita "morir en paz", la angustia de que todo es contingencia. Y el lugar del encuentro místico, porque la intensidad mística aparece en este sentimiento de total libre autocreación, en la magnitud de la libertad para hacerse el propio relato respecto de sí mismo.
La caverna platónica contrasta con esta otra caverna más propia de una alegoría de Zaratustra. El niño de Zaratustra no lucha contra la apariencia, porque no identifica la apariencia con el error. No dualiza la existencia al modo de la metafísica platónica. Lo que importa es lo que hace con la propia caverna cuando se la apropia. Allí define el valor de la existencia. El ideal de autonomía en Nietzsche revierte el ideal autárquico socrático de "superar el error", o el ideal platónico de apartarse de lo sensible. La salida de la caverna expresa ahora una huida de sí mismo, un modo de no tolerarse e ir a buscar un valor externo en qué justificar la propia vida. El niño de Zaratustra funda su autonomía en el poder de crearse/creerse las propias descripciones para la vida, los referentes singulares para exaltarlas.
¿Qué ocurre con la felicidad dentro de esta caverna en que uno hace su propia vida, su irrepetible relato, su singular contingencia?
En primer lugar, hacemos una suerte de epifanía de nosotros mismos, pequeños dioses para nosotros. Esta experiencia ha de ser inconmensurable en su finitud, absoluta en lo efímero.
En segundo lugar, tenemos la libertad de poder disponer de cualquier relato para contarnos, de poder hacer lo que queramos con nuestra mente, de inventar un lenguaje totalmente nuevo.
En tercer lugar, esta felicidad se experimenta como infinita complicidad consigo mismo, un amor a sí mismo casi sin límites, un éxtasis en que se pierden los límites entre uno mismo y el mundo.
Pero también es una felicidad espasmódica, amenazada por sus fronteras, en el límite de la angustia ante la finitud de la propia contingencia. La apuesta por la individuación —la transfiguración asumida no sólo como pathos existencial, sino a la vez como biografía personal— es ambivalente: posibilidad de individuación (y con ello, libertad afirmada), pero también posibilidad de individuación disuelta y padecida como fracaso, sin retorno a ningún funda¬mento. Y el desenlace parece tender menos a instalarse en uno de estos extremos, y más en el devenir mismo, ir y venir entre la pérdida irreversible y la exaltación por una auto-transfiguración lograda.
Elija usted si así lo desea
La felicidad dentro de la caverna difiere de la felicidad fuera de ella. Pero no se trata de antípodas en todo sentido. Tienen también algo que las une entrañablemente. Comparten un fuerte sesgo anti-gregario o anti-social: el camino de la felicidad implica una confrontación con uno mismo, dentro de sí, un desprenderse en ambos casos. El salto, el desprendimiento, el cambio de mirada, el sacrificio de lo social, incluso del afecto del otro: hay en ambos modelos un giro en que damos la espalda a un pasado en que otros nos han nombrado con sus palabras, en que nos han puesto un guión desde fuera para nuestras vidas.
También ambos pretenden una intensidad mística: la mística del encuentro trascendente, por un lado, y la mística de la autopoiesis, por el otro. Fuera de la caverna, la fusión con lo Esencial. Dentro de la caverna, el encuentro infinito consigo mismo
Pero son más significativos los contrastes. Fuera de la caverna la libertad es libertad respecto del error y de la contingencia. Visto desde fuera de la caverna, el otro es un recluso; no puede ser feliz porque tarde o temprano se estrella contra sus propios límites, nada lo sostiene y su caída sólo es cuestión de tiempo. Para este otro que elige su propia caverna en cambio, es el otro quien se rinde ante una verdad que le viene desde fuera, compra una seguridad en que vende su autonomía, renuncia a hacerse, sacrifica la poesía —la invención, la reinvención del lenguaje, la autodescripción como epifanía.
El que está afuera de la caverna es feliz por su imperturbabilidad: ni siquiera su propia muerte puede alterarlo porque él está en contacto con lo que trasciende a la muerte. El que está en su propia caverna está feliz porque es uno solo con su propia narración, no debe rendir cuentas a ningún dios. Para el que está afuera de la caverna, la felicidad del que está adentro es errática, inestable, alterable, precaria. Para el que está dentro de la caverna, la felicidad del que está afuera es estática, impersonal, desapasionada.
La felicidad fuera de la caverna es, para el que lo vive, una felicidad objetiva, deducida necesariamente del encuentro con el ser mismo de las cosas. Dentro de la caverna no importa ya la objetividad. Para el que está afuera, el que está adentro está inmerso en un círculo de subjetividad/apariencia/ engaño. No puede ser feliz porque está preso. Para el que está adentro, el que está afuera está preso de la distinción entre lo verdadero y lo falso, entre lo objetivo y lo subjetivo, no puede desentenderse de esta visión dual de la existencia, y, por ende, no puede ser feliz porque a su vez está preso de estas distinciones.
¿Cómo dirimir dónde es mayor la felicidad si ambos tienen un absoluto incluido dentro de sí: la absoluta verdad o la absoluta libertad respecto de toda verdad? En ambos hay plenitud de sentido. El de la caverna personal convierte todo en sentido personal; es un gran productor de sentido; se sostiene en la medida en que ha liberado su mente a la infinita producción de sentido. La autopoiesis es poiesis incesante. El que está fuera de la caverna, en cambio, no produce sentido sino que a todo adjudica sentido en virtud de un sentido único, original y absoluto que descubre fuera de sí y por encima de todo.
Nietzsche encuentra consuelo a la existencia en el vacío precisamente en la posibilidad de transfigurar ese vacío en relato, aunque sea provisoriamente: tal es el péndulo que va de la disolución dionisíaca a la figuración apolínea. No habría allí identidades incólumes, como lo quiere Platón, sino una incesante producción de relatos que permiten establecer diferencias provisorias, formas precarias, identificaciones fugaces, estrellas de una sola noche que destacan sobre la pantalla absorbente del cosmos. Este columpio entre lo apolíneo y lo dionisíaco, entre la individuación y la fusión, es irremitible a una causa, impensable desde la identidad, imposible de normalizar ni de retener.
¿Y qué le queda a un espíritu libre, una vez disueltas estas ilusiones de solidez y continuidad, sino intentar alguna forma de celebrar la provisoriedad? La felicidad no estaría en la permanencia, porque la permanencia es una pretensión. Hay que saber alargarse y achicarse a gusto. Nada más sublime que esta gigantesca derrota de la pequeñez.
Destruido el verdadero mundo, señala Nietzsche en "El ocaso de los ídolos", queda también destruido el aparente, vale decir, queda despojado de sustancia el juicio negativo que reduce lo sensible a mera apariencia (iii). Y esta destrucción del platonismo —vale decir, del juicio moral negativo frente a una existencia cuyo destino es siempre la disolución— quiere también en Nietzsche convertirse en destrucción del ascetismo, en tanto versión extrema del platonismo. En el asceta —y en la felicidad beata del asceta— encarna el dualismo platónico, es platonismo convertido en conducta, moral, forma de vida e imagen de felicidad. El asceta evalúa la vida como un error y hace de la renuncia el gran triunfo sobre el error. En el modelo platónico se trasunta la resistencia al cambio. "Desprecio y odio hacia todo lo que perece, muere, cambia" dice Nietzsche respecto de esta moral ascética. Desde esta valoración ascética, la felicidad "sólo puede ser garantizada por el ser; el cambio y la felicidad aparecen excluyéndose" (iv). El platonismo implica "la no creencia en el devenir, la desconfianza de devenir, la baja valoración respecto de todo lo que se transforma" (v). Para Nietzsche, en cambio, la vida se expresa en esta dimen¬sión errática y experimental, inestable e inapresable de la existencia.
En el umbral de la caverna, atascadas en la entrada y en la salida, habitan la máxima felicidad y la máxima desgracia. Miramos hacia afuera y deseamos el acceso a las verdades universales que nos dispensen de pensarnos y de justificarnos, y que nos auguren una inmortalidad tibia y extática. Miramos hacia adentro y queremos ser específicos, individuales, irrepetibles y libres de todo dios. En el umbral de la caverna podremos encontrar momentos irrepetibles en que abrazamos uno y otro camino de la felicidad. Pero también encontramos momentos de orfandad en que no logramos retener nada que nos acoja desde la trascendencia, y tampoco logramos retenernos a nosotros mis¬mos, ni siquiera en nuestra historia más contingente.
La modernidad se debate en esta tensión y transita por este péndulo. De allí su coqueteo simultáneo con la eternidad y con la contingencia. La proclama de Baudelaire que define lo moderno como eternización del instante tiene que ver con esto. Gracias a ello, también, conserva filones de misterio y espacios de epifanía en el pavimento de la secularización.
MARTÍN HOPENHAYN. Realizó estudios de filosofía en Buenos Aires y en Santiago de Chile y, posteriormente, en París. Autor de numerosos artículos y ensayos y de los libros ¿Por qué Kafka? (Buenos Aires: Editorial Paidós, 1983) y Ni apocalípticos ni integrados: Aventuras de la modernidad en América Latina (Fondo de Cultura Económica, 1994). Investigador de ILPES y CEPAL.
Conferencia pronunciada en el marco del ciclo "De la felicidad", organizado por el Centro de Estudios Públicos el segundo semestre de 1992. Estudios Públicos, 57 (verano 1995).
Notas:
(i) Richard Rorty, "The Contingency of Selfhood", en Contingency, Irony and Solidarity
(Nueva York: Cambridge University Press, 1989), pp. 23-43.
(ii) Rorty, op. cit., pp. 23-43. Al respecto es reveladora, por ejemplo, la siguiente cita de los fragmentos de La voluntad de poderío: "Las virtudes son tan peligrosas como los vicios en la medida en que uno permite ser gobernado por ellas como si fuesen autoridades y leyes venidas desde fuera, en lugar de generarlas a partir de uno mismo, cosa que uno debiera hacerlo como el modo más personal de autodefensa y necesidad, precisamente como condiciones de nuestra propia existencia y crecimien¬to, las cuales reconocemos y valoramos sin importar si otros crecen con nosotros bajo condiciones similares o distintas". (F. Nietzsche, The Will to Power, trad. al inglés de Walter Kaufmann y R. J. Hollingdale [Nueva York: Vintage Books-Random House, 1968], p. 178.)
(iii) "Que la verdad sea más valiosa que la apariencia, eso no es más que un prejuicio moral... no existiría vida alguna a no ser sobre la base de apreciaciones y de apariencias perspectivistas." (F. Nietzsche, trad. de A. Sánchez Pascal, Más allá del bien y del mal [Madrid, Alianza Editorial, 1977], p. 60.)
(iv) Nietzsche, The Will to Power, op. cit. p. 317.
(v) Ibídem,p. 317.
En este artículo se contrastan dos modelos de felicidad que se desprenden a su vez de dos visiones de mundo radicalmente diferentes. Dichas posiciones contrapuestas —atribuidas respectivamente a Platón y Nietzsche— no reflejan únicamente dos posturas individuales sino que, advierte el autor, dos arquetipos o perspectivas a las que puede adscribirse una amplia gama de sensibilidades. Primeramente se reseña la alegoría platónica de la caverna (Libro VII de la República) y se deduce de allí un modelo de felicidad dentro de la filosofía esencialista de Platón. Luego se presenta la concepción vitalista de Nietzsche y sus implicancias para el contenido de la felicidad. Hacia el final, Martín Hopenhayn contrapone ambas visiones de la felicidad, retomando la figura de la caverna como ilustración y contraste. En palabras del autor, "en el umbral de la caverna podremos encontrar momentos irrepetibles en que abrazamos uno y otro camino de la felicidad [...]; pero también momentos de orfandad". Por este péndulo transitaría y se debatiría la modernidad. De allí su "coqueteo simultáneo con la eternidad y con la contigencia".
Instrucciones para encontrar la felicidad fuera de la caverna
Hay unos hombres encerrados en una caverna. Desde su infancia yacen encadenados por el cuello y las piernas, de modo que sólo pueden ver los objetos que tienen delante, ya que las cadenas les impiden girar la cabeza. Tras ellos hay un fuego cuyo resplandor los alumbra. Entre el fuego y los cautivos se extiende un camino escarpado, a cuyo largo se alza una tapia. A lo largo de la tapia se desplazan hombres que llevan todo tipo de objetos que representan, en piedra o madera, figuras de hombres y animales de mil formas diversas. Los hombres encadenados no pueden ver más que las sombras de todas estas figuras que el fuego proyecta contra la pared de la caverna. De esta manera, los hombres tendrían por real sólo aquello que es un juego de sombras proyectado por el fuego.
Liberados de sus cadenas, estos hombres tornan la cabeza hacia atrás y se confrontan con la verdad. Reconocen que lo que daban por cierto no era más que sombras proyectadas por la luz del fuego. Mirar el fuego les causa dolor y deslumbramiento, y al principio ni siquiera pueden distinguir los objetos cuyas sombras veían momentos antes. Y así como la luz del fuego encandilaría los ojos y les provocaría dolor, mayor sería el impacto si se los hace subir por el escarpado sendero hacia afuera de la caverna, sin soltarlos hasta enfrentarlos a la luz del sol. Expuestos a esta luz desconocida, al principio sería más agudo el dolor y más difícil todavía distinguir los objetos. Sólo al final de un proceso de acostumbramiento podrían distinguir claramente el perfil de los objetos, y finalmente podrían mirar el sol y comprender que es allí donde se origina la posibilidad de que todo lo demás cobre figura y sea visible. Una vez instalados en esta comprensión de las cosas, los hombres considerarían dichoso el cambio respecto de la morada dentro de la caverna, compadeciendo incluso a aquellos que permanecen impasiblemente encadenados en su interior. La felicidad está en la verdad y en la esencia de las cosas: fuera de la caverna.
En la alegoría que Platón recogió en el Libro VII de la República los símbolos son claros: la caverna es el lugar del mundo sensible; las apariencias, las realidades derivadas y por tanto degradadas. Los hombres están encadenados por su ignorancia, que sólo les permite tomar el mundo de los objetos materiales por única y total realidad, desconociendo su origen, su fuente de realidad, su esencia. El conocimiento implica liberarse de esta baja ilusión, pero también es doloroso: duele acostumbrarse a la luz de la verdad; es escarpado el camino que libera de la ignorancia. Pero la recompensa todo lo justifica y el camino lleva a la contemplación de la verdadera realidad: el sol, que simboliza la idea máxima, la idea de Bien Sumo y también de fuente original de todo lo que es.
En primer lugar, quisiera liberar el texto del mito recién resumido, y jugar un poco con las resonancias que puede tener en nosotros la imagen misma de una caverna. ¿Qué sugiere la caverna, más allá de la alegoría de Platón que la fija del lado del error, de la apariencia-en-tanto-error, y, sobre todo, del auto-engaño? Podríamos encontrar varias connotaciones con las cuales sentirnos, cuando menos, lejanamente familiarizados. Valgan, como ejemplo, las cuatro siguientes:
1. La caverna como sitio oculto, un lugar donde difícilmente puedan encontrarnos, a salvo de los animales salvajes o de los ojos de los demás, un sitio en el que podemos guardar cosas secretas (documentos, plata, un botín, un diario de vida), un espacio para urdir estrategias no compartidas con otros, para completar, confabular, tramar, planear. Un rincón de clandestinidad, de complicidad, de travesura.
2. La caverna como lugar de conservación. Allí permanecen las pinturas rupestres, la memoria de los pueblos muertos hace tanto tiempo, el registro del primer gesto cultural de la humanidad, los huesos más antiguos, este lugar fresco y bien conservado donde las cosas no se pudren ni se borran, donde los elementos se conservan intactos, donde la erosión es milimétrica, sutil, casi imperceptible.
3. La caverna como el lugar del encierro. La caverna puede sofocar, si hay un derrumbe, falta el aire, acecha el fantasma de la asfixia, del aislamiento definitivo. La caverna está llena de polvo; el aire está viciado; el oxígeno es más escaso. La caverna es confinación, exilio del leproso, guarida para rehenes, lugar de castigo para los demasiado mundanos.
4. La caverna como el lugar de un encuentro místico. En la caverna se ilumina el anacoreta, el ermitaño entra en honda complicidad consigo mismo, el indio de la tribu se abandona a la meditación y al encuentro con fuerzas del Más Allá; el filósofo se aisla del mundo para tocar la esencia de las cosas (en sentido simétrico al mito platónico), el buscador encuentra a ese yo que buscaba sin saber que lo buscaba.
Si consideramos estas resonancias, el texto platónico sorprende forzando la imagen hacia un sentido distinto y único. En el texto del Libro VII de la República la caverna es totalmente otra cosa. ¿Y qué es exactamente?
1. En primer lugar la caverna es metáfora, símbolo, referencia a otra cosa. Por su propio espacio dentro de un mito o un relato alegórico, la caverna desaparece en lo que se refiere a su materialidad, su literalidad. Pierde todo sentido evocador al constituir un símbolo claramente delimitado. Su espacialidad se comprime hasta la estrechez de un significado único, se cierra, no deja hueco para que nada entre allí, salvo lo que un relato ya decidido de antemano pone dentro de ella. No hay más que opacidad donde antes había caverna, no hay más que una serie de palabras y frases que la hacen salirse de sí misma, referirse a otra cosa, negarse para que un sentido inequívoco se haga posible en otra parte.
2. Pero ya dentro del mito, ¿Qué es la caverna? Mientras se está dentro de la caverna se vive un mundo imaginario, pero en mal sentido: de meras imágenes. Acostumbrados a este sucedáneo de la realidad, los hombres no se plantean siquiera la posibilidad de un horizonte más vasto. Hay un elemento de confianza en esta actitud ingenua del hombre no-formado que confunde acríticamente la imagen con lo real. Esta confianza no es para Platón más que el síntoma de la ignorancia, muy distinta a la confianza del sabio. En el marco del sistema platónico es obvio que la caverna simboliza el estado natural del hombre que no ha emprendido el camino del conocimiento: el ignorante que toma el mundo sensible como el verdadero, que toma lo aparente como lo real, y que carece de las herramientas idóneas para asir los conceptos universales desde los cuales es posible ver adecuadamente los objetos particulares. La imagen es, en este sentido, no sólo una carencia de concepto sino un concepto errado. La caverna es, pues, el lugar de la apariencia en tanto error, de la vida en la mentira, del auto-engaño, de las vanidades, de la mundanidad que nos separa de la vida verdadera y del conocimiento de lo esencial; es una ilusión que se toma por auténtica, es el mundo de la gregariedad en mal sentido —como alejamiento de lo profundo, como frivolo, como sociabilidad espuria—. La caverna es el lugar donde nada de lo que ocurre tiene valor en sí mismo, nada se sostiene por sí mismo, donde todo tiene su fundamento en otra parte, fuera de allí. La caverna es el lugar del No-ser, de un acontecer que es siempre distorsión, un aparecer falso (y en virtud del cual el aparecer mismo siempre tiene algo de falso). En lenguaje moderno, la caverna es la pantalla de la falsa conciencia, del yo alienado, de la neurosis. La caverna es el lugar donde ni siquiera la felicidad puede ser real; donde nadie puede ser feliz más que en el error, el auto-engaño, la distorsión, la superficialidad, la banalidad. La caverna es el lugar de la ignorancia y, más específicamente, de la ignoran¬cia en tanto prisión.
3. Pero la caverna es también en el mito platónico el lugar de los sentidos, de la materialidad de las cosas, de la sensualidad, del placer de los cuerpos, de la carnalidad, de la cotidianeidad, de la competencia, del hacer y el deshacer, de lo efímero, de lo que pasa, de lo que ocurre y desaparece, de las siluetas y las insinuaciones, de las sombras, de lo nocturno. En la caverna se hace la contingencia, es el reino de la contingencia, con todo lo que ese reino trae: el de las cosas que no dejan huella, que se suceden unas a otras, que se borran o se disuelven interminablemente dentro de un devenir gratuito. Es el reino de la gratuidad, donde nada acontece necesariamente, nada tiene un sentido último ni una causa original. Es el reino de la arbitrariedad, donde no hay una explicación desde una verdad que dirima, no hay un juicio infalible, "meta-cavernal". Es el reino de la figuración, donde se forman imágenes, figuras, objetos, formas delineadas, siluetas, escenas, movimiento de cuerpos proyectados.
4. La caverna es un lugar del cual cuesta trabajo salir, hacerlo no es fácil, sino necesariamente tortuoso, desafiante, experiencia-límite en que el sujeto es exigido en lo máximo de su carácter, de su resistencia, de su perseverancia, de su arrojo y de su convicción. La caverna es el gran obstáculo, la gran prueba a superar, es el lugar de la lucha tanto para salir como para iluminar cuando se regresa, pero también el único lugar desde el cual partir hacia la verdad y hacia el cual volver con la verdad, el lugar desde el cual remontarse. ¿Qué ocurre cuando ese hombre, todavía al interior de la caverna, se ve despojado de sus cadenas y tiene la libertad de cambiar de perspectiva? En primer lugar, el cambio de mirada lo ofusca: el resplandor del fuego no es algo a lo que está habituado, y contemplarlo lo perturba. En el momento del giro el hombre se encuentra desdoblado, tanto entre dos mundos como entre dos actitudes. ¿Qué hacer? ¿Enfrentar la luz enceguecedora de la verdad o volver a la plácida contemplación de las apariencias? ¿Qué elegir, una árida verdad o un engaño apacible? Este desdoblamiento parece constituir parte ineludible de la paideia, esa educación auténtica que a la vez también forma parte de todo itinerario esotérico: al tornar la cabeza, hemos dejado de apropiarnos de aquello que era nuestro tibio hogar que, si bien irreal, lo conocíamos a la perfección y merecía nuestra ingenua confianza. A cambio de eso nos encontramos ahora arrojados a la intemperie, soportando a duras penas la luz quemante de esta nueva realidad que aún no hemos asimilado y que nos acosa como algo que no reconocemos. No nos hemos apropiado de esta realidad superior, y tan sólo contamos con la capacidad para presenciarla desde afuera, sin la templanza necesaria para integrarla a nuestro organismo. Nos encontramos ante una súbita expansión de nuestra información y nuestra percepción, ante una visión de lo real que no esperábamos, pero que debemos integrar. Reconocemos como ilusorio lo que siempre tomamos como verdadero, sin que existan todavía formas estructurales y operativas capaces de integrar esa conciencia más amplia.
No es casual que en el mito de la caverna la imagen sea la del fuego: quema, espanta la mirada. El hombre se resiste a renunciar a aquello que siempre consideró la realidad, le quema hacerlo. Al mismo tiempo le causa dolor tomar conciencia de que su mundo se derrumba, de que nunca fue más que apariencia o consecuencia de algo que no conocía. La verdad deslumbra e incendia, ilumina y enceguece al mismo tiempo. En ese momento pareciera que, sea cual fuere la opción, siempre se pierde: si se regresa a las sombras habrá que vivir con la autoconciencia del engaño, y si se renuncia a las sombras se renuncia a todo lo que uno ha sido.
La felicidad está fuera de la caverna porque allí están la verdad y la idea del bien supremo; pero la lucha es primero dentro de la caverna, por salir, por enfrentar la insoportable luz de la verdad, por sortear el fuego, su luz ilusoria pero enceguecedora. Sólo una vez fuera el interior de la caverna se convierte en desgracia, en falsa felicidad. Sólo una vez fuera la desgracia de la lucha y el dolor se transmuta en plenitud, verdad, máxima revelación, aparecer original y originario, desde el cual todo aparecer se explica.
Una cosa es clara para Platón. Desde el punto de vista de la verdad, no hay felicidad dentro de la caverna porque no hay concepto de felicidad que permita cotejar con "momentos" felices o situaciones felices o vida feliz. Sin el concepto de felicidad es casi como sin la autoconciencia del hombre feliz: un sentimiento gratuito y desperdiciado. Importa aquí el carácter simultáneo de reino de la ignorancia y de prisión que Platón asigna a la caverna. ¿Cómo puede ser feliz uno dentro de una prisión? Este es el elemento decisivo en la cuestión de la felicidad para Platón: desde el momento en que la ignorancia asume la forma del cautiverio, entonces difícilmente se la puede compaginar con una vida feliz. Precisamente porque la libertad queda puesta del otro lado, fuera de la caverna, fuera del mundo de la contingencia y de la apariencia, y sin libertad la felicidad resulta casi impensable. La vida vivida como dentro de una prisión no puede ser una vida feliz. Véase la asociación interesante en Platón: mundo contingente / sensible / carnal / material / cotidiano / gregario / figurativo / de imágenes y apariciones. Mundo engañoso, alienado, errado, extraviado, confuso, malo —prisión, encierro, ahogo—. Lo sensible, lo falso y lo no-libre se juntan en la caverna. La sensibilidad es una cadena aquí; las imágenes son cadenas, los cuerpos son cadenas. Esta sería la visión negativa de la felicidad, aquel espacio en que la felicidad no puede ser verdaderamente concebible.
En rigor, nada tiene sentido dentro de la caverna, pero tampoco existe siquiera la pregunta por el sentido. Visto desde el lado de la verdad, los individuos que la habitan no pueden ser felices pues desconocen la idea misma de felicidad, y por tanto no tienen con qué reconocerse como felices. Por otro lado, no puede haber felicidad sin libertad, y para Platón libre es aquel que conoce el valor real de aquello por lo cual opta. La matriz iluminista de la libertad y la felicidad ya está claramente perfilada en el mito de Platón. La felicidad de los hombres de la caverna lo es en sentido degradado, pues no es resultado de ninguna opción ni de ninguna valoración verdadera.
¿Cuál es el lado constructivo de la felicidad en el mito de Platón? Se trata de la experiencia de la auto-transforrnación radical, la apertura a un cambio en lo más profundo de sí mismo, la posibilidad de ser más verdadero, de conocer más verdaderamente, de la contemplación directa, el cambio completo de todo el ser del hombre, como diría Heidegger a propósito de Platón. ¿Cómo no experimentar la felicidad como triunfo sobre el no-ser, como acer-camiento a la verdad, como logro de contemplación directa, como acostumbramiento a una luz más fuerte, a una revelación más cierta, a una experiencia más auténtica? ¿No hay allí vitalidad, intensidad extrema?
Instrucciones para encontrar la felicidad dentro de la caverna
La felicidad postulada fuera de la caverna niega la posibilidad de una felicidad cierta en el mundo de las imágenes y del juego de las apariencias. Tenemos, por otro lado, aquella imagen polisémica de la caverna, independiente del mito de Platón, en que la caverna nos sugiere el lugar del secreto, de la conservación, del confinamiento y también de la iluminación mística. Estas resonancias contrastan con la imagen unívoca de la caverna una vez que queda atrapada, dentro del mito, en su rango de símbolo. La caverna se fija en el relato de Platón en tanto espacio del error; pero se abre, fuera del relato de Platón, como espacio de lo oculto, lo conservado, lo encerrado y lo místico. Quisiera que esta tensión entre ambas visiones pudiera retenerse para las reflexiones siguientes.
Para expresar esta tensión traigo a colación algunos pasajes de un artículo de Richard Rorty, en el cual contrasta esta búsqueda platónica de una verdad absoluta con la voluntad por construirse verdades propias en la contingencia (i). Rorty lo pone en los siguientes términos: "Los filósofos griegos, luego los científicos empíricos, y más tarde aún los idealistas alemanes, hicieron la misma afirmación. Iban a explicarnos el último locus del poder, la naturaleza de la realidad, las condiciones de posibilidad de la experiencia (...). Exhibirían la huella impresa en todos nosotros. Esta impresión no sería ciega porque no sería cosa de azar o de mera contingencia. Sería necesaria, esencial, final, constitutiva de lo que es propiamente humano (...); una lista que sería reflejo de la lista del propio universo (...), habiendo copiado esta lista, uno podía morirse satisfecho, habiendo logrado la única tarea que pende sobre la humani¬dad, conocer la verdad (...). No importaría extinguirse, pues uno se habría vuelto idéntico con la verdad, y la verdad, en esta perspectiva tradicional, es imperecedera (...). Fue Nietzsche quien primero sugirió explícitamente que abandonáramos la idea completa de "conocer la verdad" (...). Esperaba que una vez conscientes de que el "mundo verdadero" de Platón sólo era una fábula, buscaríamos consuelo, al momento de morir, no en trascender la condi¬ción animal sino en ser esa peculiar especie de animal muriendo que, al describirse en sus propios términos, se había creado a sí mismo. Más exacta¬mente, habría creado la única parte de él que importa al construir su propia mente (...). Fracasar como poeta —y por tanto, para Nietzsche, fracasar como ser humano— es aceptar la descripción que otro hace de uno mismo, ejecutar un guión previamente preparado (...). La única manera de remontar hacia atrás las causas del ser de uno mismo tal como uno es, sería contarse una historia sobre las causas de uno mismo en un lenguaje nuevo (...). Nietzsche piensa que una vida humana triunfa en tanto escapa de descripciones heredadas de las contingencias de su existencia y encuentra nuevas descripciones" (ii).
En este sentido más nietzscheano, en el que se afirma la contingencia redimida por el individuo que la reconfigura según un relato absolutamente personal, podemos volver a los otros sentidos de la caverna. No ya el lugar del cautiverio, del error, de la postergación. El lugar de lo oculto: el secreto personal (el relato personal), allí donde lo que somos no lo compartimos con nadie; es único, es autocreación totalmente diferenciante e irrepetible. El lugar de la conservación: donde lo que es único e irrepetible en el tiempo se conserva y no se pierde (donde plasma la biografía), allí donde queda, de alguna manera, proyectado el propio relato en las paredes de la vida. El lugar del encierro, donde también uno queda asfixiado por la no-trascendencia, la ausencia de cualquier verdad que permita "morir en paz", la angustia de que todo es contingencia. Y el lugar del encuentro místico, porque la intensidad mística aparece en este sentimiento de total libre autocreación, en la magnitud de la libertad para hacerse el propio relato respecto de sí mismo.
La caverna platónica contrasta con esta otra caverna más propia de una alegoría de Zaratustra. El niño de Zaratustra no lucha contra la apariencia, porque no identifica la apariencia con el error. No dualiza la existencia al modo de la metafísica platónica. Lo que importa es lo que hace con la propia caverna cuando se la apropia. Allí define el valor de la existencia. El ideal de autonomía en Nietzsche revierte el ideal autárquico socrático de "superar el error", o el ideal platónico de apartarse de lo sensible. La salida de la caverna expresa ahora una huida de sí mismo, un modo de no tolerarse e ir a buscar un valor externo en qué justificar la propia vida. El niño de Zaratustra funda su autonomía en el poder de crearse/creerse las propias descripciones para la vida, los referentes singulares para exaltarlas.
¿Qué ocurre con la felicidad dentro de esta caverna en que uno hace su propia vida, su irrepetible relato, su singular contingencia?
En primer lugar, hacemos una suerte de epifanía de nosotros mismos, pequeños dioses para nosotros. Esta experiencia ha de ser inconmensurable en su finitud, absoluta en lo efímero.
En segundo lugar, tenemos la libertad de poder disponer de cualquier relato para contarnos, de poder hacer lo que queramos con nuestra mente, de inventar un lenguaje totalmente nuevo.
En tercer lugar, esta felicidad se experimenta como infinita complicidad consigo mismo, un amor a sí mismo casi sin límites, un éxtasis en que se pierden los límites entre uno mismo y el mundo.
Pero también es una felicidad espasmódica, amenazada por sus fronteras, en el límite de la angustia ante la finitud de la propia contingencia. La apuesta por la individuación —la transfiguración asumida no sólo como pathos existencial, sino a la vez como biografía personal— es ambivalente: posibilidad de individuación (y con ello, libertad afirmada), pero también posibilidad de individuación disuelta y padecida como fracaso, sin retorno a ningún funda¬mento. Y el desenlace parece tender menos a instalarse en uno de estos extremos, y más en el devenir mismo, ir y venir entre la pérdida irreversible y la exaltación por una auto-transfiguración lograda.
Elija usted si así lo desea
La felicidad dentro de la caverna difiere de la felicidad fuera de ella. Pero no se trata de antípodas en todo sentido. Tienen también algo que las une entrañablemente. Comparten un fuerte sesgo anti-gregario o anti-social: el camino de la felicidad implica una confrontación con uno mismo, dentro de sí, un desprenderse en ambos casos. El salto, el desprendimiento, el cambio de mirada, el sacrificio de lo social, incluso del afecto del otro: hay en ambos modelos un giro en que damos la espalda a un pasado en que otros nos han nombrado con sus palabras, en que nos han puesto un guión desde fuera para nuestras vidas.
También ambos pretenden una intensidad mística: la mística del encuentro trascendente, por un lado, y la mística de la autopoiesis, por el otro. Fuera de la caverna, la fusión con lo Esencial. Dentro de la caverna, el encuentro infinito consigo mismo
Pero son más significativos los contrastes. Fuera de la caverna la libertad es libertad respecto del error y de la contingencia. Visto desde fuera de la caverna, el otro es un recluso; no puede ser feliz porque tarde o temprano se estrella contra sus propios límites, nada lo sostiene y su caída sólo es cuestión de tiempo. Para este otro que elige su propia caverna en cambio, es el otro quien se rinde ante una verdad que le viene desde fuera, compra una seguridad en que vende su autonomía, renuncia a hacerse, sacrifica la poesía —la invención, la reinvención del lenguaje, la autodescripción como epifanía.
El que está afuera de la caverna es feliz por su imperturbabilidad: ni siquiera su propia muerte puede alterarlo porque él está en contacto con lo que trasciende a la muerte. El que está en su propia caverna está feliz porque es uno solo con su propia narración, no debe rendir cuentas a ningún dios. Para el que está afuera de la caverna, la felicidad del que está adentro es errática, inestable, alterable, precaria. Para el que está dentro de la caverna, la felicidad del que está afuera es estática, impersonal, desapasionada.
La felicidad fuera de la caverna es, para el que lo vive, una felicidad objetiva, deducida necesariamente del encuentro con el ser mismo de las cosas. Dentro de la caverna no importa ya la objetividad. Para el que está afuera, el que está adentro está inmerso en un círculo de subjetividad/apariencia/ engaño. No puede ser feliz porque está preso. Para el que está adentro, el que está afuera está preso de la distinción entre lo verdadero y lo falso, entre lo objetivo y lo subjetivo, no puede desentenderse de esta visión dual de la existencia, y, por ende, no puede ser feliz porque a su vez está preso de estas distinciones.
¿Cómo dirimir dónde es mayor la felicidad si ambos tienen un absoluto incluido dentro de sí: la absoluta verdad o la absoluta libertad respecto de toda verdad? En ambos hay plenitud de sentido. El de la caverna personal convierte todo en sentido personal; es un gran productor de sentido; se sostiene en la medida en que ha liberado su mente a la infinita producción de sentido. La autopoiesis es poiesis incesante. El que está fuera de la caverna, en cambio, no produce sentido sino que a todo adjudica sentido en virtud de un sentido único, original y absoluto que descubre fuera de sí y por encima de todo.
Nietzsche encuentra consuelo a la existencia en el vacío precisamente en la posibilidad de transfigurar ese vacío en relato, aunque sea provisoriamente: tal es el péndulo que va de la disolución dionisíaca a la figuración apolínea. No habría allí identidades incólumes, como lo quiere Platón, sino una incesante producción de relatos que permiten establecer diferencias provisorias, formas precarias, identificaciones fugaces, estrellas de una sola noche que destacan sobre la pantalla absorbente del cosmos. Este columpio entre lo apolíneo y lo dionisíaco, entre la individuación y la fusión, es irremitible a una causa, impensable desde la identidad, imposible de normalizar ni de retener.
¿Y qué le queda a un espíritu libre, una vez disueltas estas ilusiones de solidez y continuidad, sino intentar alguna forma de celebrar la provisoriedad? La felicidad no estaría en la permanencia, porque la permanencia es una pretensión. Hay que saber alargarse y achicarse a gusto. Nada más sublime que esta gigantesca derrota de la pequeñez.
Destruido el verdadero mundo, señala Nietzsche en "El ocaso de los ídolos", queda también destruido el aparente, vale decir, queda despojado de sustancia el juicio negativo que reduce lo sensible a mera apariencia (iii). Y esta destrucción del platonismo —vale decir, del juicio moral negativo frente a una existencia cuyo destino es siempre la disolución— quiere también en Nietzsche convertirse en destrucción del ascetismo, en tanto versión extrema del platonismo. En el asceta —y en la felicidad beata del asceta— encarna el dualismo platónico, es platonismo convertido en conducta, moral, forma de vida e imagen de felicidad. El asceta evalúa la vida como un error y hace de la renuncia el gran triunfo sobre el error. En el modelo platónico se trasunta la resistencia al cambio. "Desprecio y odio hacia todo lo que perece, muere, cambia" dice Nietzsche respecto de esta moral ascética. Desde esta valoración ascética, la felicidad "sólo puede ser garantizada por el ser; el cambio y la felicidad aparecen excluyéndose" (iv). El platonismo implica "la no creencia en el devenir, la desconfianza de devenir, la baja valoración respecto de todo lo que se transforma" (v). Para Nietzsche, en cambio, la vida se expresa en esta dimen¬sión errática y experimental, inestable e inapresable de la existencia.
En el umbral de la caverna, atascadas en la entrada y en la salida, habitan la máxima felicidad y la máxima desgracia. Miramos hacia afuera y deseamos el acceso a las verdades universales que nos dispensen de pensarnos y de justificarnos, y que nos auguren una inmortalidad tibia y extática. Miramos hacia adentro y queremos ser específicos, individuales, irrepetibles y libres de todo dios. En el umbral de la caverna podremos encontrar momentos irrepetibles en que abrazamos uno y otro camino de la felicidad. Pero también encontramos momentos de orfandad en que no logramos retener nada que nos acoja desde la trascendencia, y tampoco logramos retenernos a nosotros mis¬mos, ni siquiera en nuestra historia más contingente.
La modernidad se debate en esta tensión y transita por este péndulo. De allí su coqueteo simultáneo con la eternidad y con la contingencia. La proclama de Baudelaire que define lo moderno como eternización del instante tiene que ver con esto. Gracias a ello, también, conserva filones de misterio y espacios de epifanía en el pavimento de la secularización.
MARTÍN HOPENHAYN. Realizó estudios de filosofía en Buenos Aires y en Santiago de Chile y, posteriormente, en París. Autor de numerosos artículos y ensayos y de los libros ¿Por qué Kafka? (Buenos Aires: Editorial Paidós, 1983) y Ni apocalípticos ni integrados: Aventuras de la modernidad en América Latina (Fondo de Cultura Económica, 1994). Investigador de ILPES y CEPAL.
Conferencia pronunciada en el marco del ciclo "De la felicidad", organizado por el Centro de Estudios Públicos el segundo semestre de 1992. Estudios Públicos, 57 (verano 1995).
Notas:
(i) Richard Rorty, "The Contingency of Selfhood", en Contingency, Irony and Solidarity
(Nueva York: Cambridge University Press, 1989), pp. 23-43.
(ii) Rorty, op. cit., pp. 23-43. Al respecto es reveladora, por ejemplo, la siguiente cita de los fragmentos de La voluntad de poderío: "Las virtudes son tan peligrosas como los vicios en la medida en que uno permite ser gobernado por ellas como si fuesen autoridades y leyes venidas desde fuera, en lugar de generarlas a partir de uno mismo, cosa que uno debiera hacerlo como el modo más personal de autodefensa y necesidad, precisamente como condiciones de nuestra propia existencia y crecimien¬to, las cuales reconocemos y valoramos sin importar si otros crecen con nosotros bajo condiciones similares o distintas". (F. Nietzsche, The Will to Power, trad. al inglés de Walter Kaufmann y R. J. Hollingdale [Nueva York: Vintage Books-Random House, 1968], p. 178.)
(iii) "Que la verdad sea más valiosa que la apariencia, eso no es más que un prejuicio moral... no existiría vida alguna a no ser sobre la base de apreciaciones y de apariencias perspectivistas." (F. Nietzsche, trad. de A. Sánchez Pascal, Más allá del bien y del mal [Madrid, Alianza Editorial, 1977], p. 60.)
(iv) Nietzsche, The Will to Power, op. cit. p. 317.
(v) Ibídem,p. 317.