Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres
Dedicatoria
A la República de Ginebra
Magníficos, muy honorables y soberanos señores:
Convencido de que sólo al ciudadano virtuoso le es dado ofrecer a su patria aquellos honores que ésta pueda aceptar, trabajo hace treinta años para ser digno de ofreceros un homenaje público; y supliendo en parte esta feliz ocasión lo que mis esfuerzos no han podido hacer, he creído que me sería permitido atender aquí más al celo que me anima que al derecho que debiera autorizarme.
Habiendo tenido la dicha de nacer entre vosotros, ¿cómo podría meditar acerca de la igualdad que la naturaleza ha establecido entre los hombres y sobre la desigualdad creada por ellos, sin pensar al mismo tiempo en la profunda sabiduría con que una y otra, felizmente combinadas en ese Estado, concurren, del modo más aproximado a la ley natural y más favorable para la sociedad, al mantenimiento del orden público y a la felicidad de los particulares? Buscando las mejores máximas que pueda dictar el buen sentido sobre la constitución de un gobierno, he quedado tan asombrado al verlas todas puestas en ejecución en el vuestro, que, aun cuando no hubiera nacido dentro de vuestros muros, hubiese creído no poder dispensarme de ofrecer este cuadro de la sociedad humana a aquel de entre todos los pueblos que paréceme poseer las mayores ventajas y haber prevenido mejor los abusos.
Si hubiera tenido que escoger el lugar de mi nacimiento, habría elegido una sociedad de una grandeza limitada por la extensión de las facultades humanas, es decir, por la posibilidad de ser bien gobernada, y en la cual, bastándose cada cual a sí mismo, nadie hubiera sido obligado a confiar a los demás las funciones de que hubiese sido encargado; un Estado en que, conociéndose entre sí todos los particulares, ni las obscuras maniobras del vicio ni la modestia de la virtud hubieran podido escapar a las miradas y al juicio del público, y donde el dulce hábito de verse y de tratarse hiciera del amor a la patria, más bien que el amor a la tierra, el amor a los ciudadanos.
Hubiera querido nacer en un país en el cual el soberano y el pueblo no tuviesen más que un solo y único interés, a fin de que los movimientos de la máquina se encaminaran siempre al bien común, y como esto no podría suceder sino en el caso de que el pueblo y el soberano fuesen una misma persona, dedúcese que yo habría querido nacer bajo un gobierno democrático sabiamente moderado.
Hubiera querido vivir y morir libre, es decir, de tal manera sometido a las leyes, que ni yo ni nadie hubiese podido sacudir el honroso yugo, ese yugo suave y benéfico que las más altivas cabezas llevan tanto más dócilmente cuanto que están hechas para no soportar otro alguno.
Hubiera, pues, querido que nadie en el Estado pudiese pretender hallarse por encima de la ley, y que nadie desde fuera pudiera imponer al Estado su reconocimiento; porque, cualquiera que sea la constitución de un gobierno, si se encuentra un solo hombre que no esté sometido a la ley, todos los demás hállanse necesariamente a su merced (1); y si hay un jefe nacional y otro extranjero, cualquiera que sea la división que hagan de su autoridad, es imposible que uno y otro sean obedecidos y que el Estado esté bien gobernado.
Yo no hubiera querido vivir en una república de reciente institución, por buenas que fuesen sus leyes, temiendo que, no conviniendo a los ciudadanos el gobierno, tal vez constituido de modo distinto al necesario por el momento, o no conviniendo los ciudadanos al nuevo gobierno, el Estado quedase sujeto a quebranto y destrucción casi desde su nacimiento; pues sucede con la libertad como con los alimentos sólidos y suculentos o los vinos generosos, que son propios para nutrir y fortificar los temperamentos robustos a ellos habituados, pero que abruman, dañan y embriagan a los débiles y delicados que no están acostumbrados a ellos. Los pueblos, una vez habituados a los amos, no pueden ya pasarse sin ellos. Si intentan sacudir el yugo, se alejan tanto más de la libertad cuanto que, confundiendo con ella una licencia completamente opuesta, sus revoluciones los entregan casi siempre a seductores que no hacen sino recargar sus cadenas. El mismo pueblo romano, modelo de todos los pueblos libres, no se halló en situación de gobernarse a sí mismo al sacudir la opresión de los Tarquinos (2). Envilecido por la esclavitud y los ignominiosos trabajos que éstos le habían impuesto, el pueblo romano no fue al principio sino un populacho estúpido, que fue necesario conducir y gobernar con muchísima prudencia a fin de que, acostumbrándose poco a poco a respirar el aire saludable de la libertad, aquellas almas enervadas, o mejor dicho embrutecidas bajo la tiranía, fuesen adquiriendo gradualmente aquella severidad de costumbres y aquella firmeza de carácter que hicieron del romano el más respetable de todos los pueblos.
Hubiera, pues, buscado para patria mía una feliz y tranquila república cuya antigüedad se perdiera, en cierto modo, en la noche de los tiempos; que no hubiese sufrido otras alteraciones que aquellas a propósito para revelar y arraigar en sus habitantes el valor y el amor a la patria, y donde los ciudadanos, desde largo tiempo acostumbrados a una sabia independencia, no solamente fuesen libres, mas también dignos de serlo.
Hubiera querido una patria disuadida, por una feliz impotencia, del feroz espíritu de conquista, y a cubierto, por una posición todavía más afortunada, del temor de poder ser ella misma la conquista de otro Estado; una ciudad libre colocada entre varios pueblos que no tuvieran interés en invadirla, sino, al contrario, que cada uno lo tuviese en impedir a los demás que la invadieran; una república, en fin, que no despertara la ambición de sus vecinos y que pudiese fundadamente contar con su ayuda en caso necesario. Síguese de esto que, en tan feliz situación, nada habría de temer sino de sí misma, y que si sus ciudadanos se hubieran ejercitado en el uso de las armas, hubiese sido más bien para mantener en ellos ese ardor guerrero y ese firme valor que tan bien sientan a la libertad y que alimentan su gusto, que por la necesidad de proveer a su propia defensa.
Hubiera buscado un país donde el derecho de legislar fuese común a todos los ciudadanos, porque ¿quién puede saber mejor que ellos mismos en qué condiciones les conviene vivir juntos en una misma sociedad? Pero no hubiera aprobado plebiscitos semejantes a los usados por el pueblo romano, en el cual los jefes del Estado y los más interesados en su conservación estaban excluidos de las deliberaciones, de las que frecuentemente dependía la salud pública, y donde, por una absurda inconsecuencia, los magistrados hallábanse privados de los derechos de que disfrutaban los simples ciudadanos.
Hubiera deseado, al contrario, que, para impedir los proyectos interesados y mal concebidos y las innovaciones peligrosas que perdieron por fin a los atenienses, no tuviera cualquiera el derecho de preponer caprichosamente nuevas leyes; que este derecho perteneciera solamente a los magistrados; que éstos usasen de él con tanta circunspección, que el pueblo, por su parte, no fuera menos reservado para otorgar su consentimiento; y que la promulgación se hiciera con tanta solemnidad, que antes de que la constitución fuese alterada hubiera tiempo para convencerse de que es sobre todo la gran antigüedad de las leyes lo que las hace santas y venerables; que el pueblo menosprecia rápidamente las leyes que ve cambiar a diario, y que, acostumbrándose a descuidar las antiguas costumbres so pretexto de mejores usos, se introducen frecuentemente grandes males queriendo corregir otros menores.
Hubiera huido, sobre todo, por estar necesariamente mal gobernada, de una república donde el pueblo, creyendo poder prescindir de sus magistrados, o concediéndoles sólo una autoridad precaria, hubiese guardado para sí, con notoria imprudencia, la administración de sus asuntos civiles y la ejecución de sus propias leyes. Tal debió de ser la grosera constitución de los primeros gobiernos al salir inmediatamente del estado de naturaleza; y ése fue uno de los vicios que perdieron a la república de Atenas.
Pero hubiera elegido la república en donde los particulares, contentándose con otorgar la sanción de las leyes y con decidir, constituidos en cuerpo y previo informe de los jefes, los asuntos públicos más importantes, estableciesen Tribunales respetados, distinguiesen con cuidado las diferentes jurisdicciones y eligiesen anualmente para administrar la justicia y gobernar el Estado a los más capaces y a los más íntegros de sus conciudadanos; aquella donde, sirviendo de testimonio de la sabiduría del pueblo la virtud de los magistrados, unos y otros se honrasen mutuamente, de suerte que sí alguna vez viniesen a turbar la concordia pública funestas desavenencias, aun esos tiempos de ceguedad y de error quedasen señalados con testimonios de moderación, de estima recíproca, de un común respeto hacia las leyes, presagios y garantías de una reconciliación sincera y perpetua.
Tales son, magníficos, muy honorables y soberanos señores, las ventajas que hubiera deseado en la patria de mi elección. Y si la Providencia hubiese añadido además una posición encantadora, un clima moderado, una tierra fértil y el paisaje más delicioso que existiera bajo el cielo, sólo habría deseado ya, para colmar mi ventura, poder gozar de todos estos bienes en el seno de esa patria afortunada, viviendo apaciblemente en dulce sociedad con mis conciudadanos y ejerciendo con ellos, a su ejemplo, la humanidad, la amistad y todas las demás virtudes, para dejar tras mí el honroso recuerdo de un hombre de bien y de un honesto y virtuoso patriota.
Si, menos afortunado o tardíamente discreto, me hubiera visto reducido a terminar en otros climas una carrera lánguida y enfermiza, lamentando vanamente el reposo y la paz de que me había privado una imprudente juventud, hubiese al menos alimentado en mi alma esos mismos sentimientos de los cuales no hubiera podido hacer uso en mi país, y, poseído de un afecto tierno y desinteresado hacia mis lejanos conciudadanos, les habría dirigido desde el fondo de mi corazón, poco más o menos, el siguiente discurso:
«Queridos conciudadanos, o mejor, hermanos míos, puesto que así los lazos de la sangre como las leyes nos unen a casi todos: Dulce es para mí no poder pensar en vosotros sin pensar al mismo tiempo en todos los bienes de que disfrutáis, y cuyo valor acaso ninguno de vosotros estima tanto como yo que los he perdido. Cuanto más reflexiono sobre vuestro estado político y civil, más difícil me parece que la naturaleza de las cosas humanas pueda permitir la existencia de otro mejor. En todos los demás gobiernos, cuando se trata de asegurar el mayor bien del Estado, todo se limita siempre a proyectos abstractos o, cuando más, a meras posibilidades; para vosotros, en cambio, vuestra felicidad ya está hecha: no tenéis mas que disfrutarla, y para ser perfectamente felices no necesitáis sino conformaros con serlo. Vuestra soberanía, conquistada o recobrada con la punta de la espada y conservada durante dos siglos a fuerza de valor y de prudencia, es por fin plena y universalmente reconocida. Honrosos tratados fijan vuestros límites, aseguran vuestros derechos y fortalecen vuestra tranquilidad. Vuestra Constitución es excelente, dictada por la razón más sublime y garantida por potencias amigas y respetables; vuestro Estado es tranquilo; no tenéis guerras ni conquistadores que temer; no tenéis otros amos que las sabias leyes que vosotros mismos habéis hecho, administradas por íntegros magistrados por vosotros elegidos; no sois ni demasiado ricos para enervaros en la molicie y perder en vanos deleites el gusto de la verdadera felicidad y de las sólidas virtudes, ni demasiado pobres para que tengáis necesidad de más socorros extraños de los que os procura vuestra industria; y esa preciosa libertad, que no se mantiene en las grandes naciones sino a costa de exorbitantes impuestos, casi nada os cuesta conservarla.
«¡Que pueda durar siempre, para dicha de sus conciudadanos y ejemplo de los pueblos, una república tan sabia y afortunadamente constituida! He aquí el único voto que tenéis que hacer, el único cuidado que os queda. En adelante, a vosotros incumbe, no el hacer vuestra felicidad -vuestros antepasados os han evitado ese trabajo-, sino el conservarla duraderamente mediante un sabio uso. De vuestra unión perpetua, de vuestra obediencia a las leyes y de vuestro respeto a sus ministros depende vuestra conservación. Si queda entre vosotros el menor germen de acritud o desconfianza, apresuraos a destruirlo como levadura funesta de donde resultarían tarde o temprano vuestras desgracias y la ruina del Estado. Os conjuro a todos vosotros a replegaros en el fondo de vuestro corazón y a consultar la voz secreta de vuestra conciencia. ¿Conoce alguno de vosotros en el mundo un cuerpo más íntegro, más esclarecido, más respetable que vuestra magistratura? ¿No os dan todos sus miembros ejemplo de moderación, de sencillez de costumbres, de respeto a las leyes y de la más sincera armonía? Otorgad, pues, sin reservas a tan discretos jefes esa saludable confianza que la razón debe a la virtud; pensad que vosotros los habéis elegido, que justifican vuestra elección y que los honores debidos a aquellos que habéis investido de dignidad recaen necesariamente sobre vosotros mismos. Ninguno de vosotros es tan poco ilustrado que pueda ignorar que donde se extingue el vigor de las leyes y la autoridad de sus defensores no puede haber ni seguridad ni libertad para nadie.
¿De qué se trata, pues, entre vosotros sino de hacer de buen grado y con justa confianza lo que estaríais siempre obligados a hacer por verdadera conveniencia, por deber y por razón? Que una culpable y funesta indiferencia por el mantenimiento de la Constitución no os haga descuidar nunca en caso necesario las sabias advertencias de los más esclarecidos y de los más discretos, sino que la equidad, la moderación, la firmeza más respetuosa sigan regulando vuestros pasos y muestren en vosotros al mundo entero el ejemplo de un pueblo altivo y modesto, tan celoso de su gloria como de su libertad. Guardaos sobre todo, y éste será mi último consejo, de escuchar perniciosas interpretaciones y discursos envenenados, cuyos móviles secretos son frecuentemente más peligrosos que las acciones mismas. Una casa entera despiértase y se sobresalta a los primeros ladridos de un buen y fiel guardián que sólo ladra cuando se aproximan los ladrones; pero todos odian la impertinencia de esos ruidosos animales que turban sin cesar el reposo público y cuyas advertencias continuas y fuera de lugar no se dejan oír precisamente cuando son necesarias.»
Y vosotros, magníficos y honorabilísimos señores; vosotros, dignos y respetables magistrados de un pueblo libre, permitidme que os ofrezca en particular mis respetos y atenciones. Si existe en el mundo un rango que pueda enaltecer a quienes lo ocupen, es, sin duda, el que dan el talento y la virtud, aquel de que os habéis hecho dignos y al cual os han elevado vuestros conciudadanos. Su propio mérito añade al vuestro un nuevo brillo, y, elegidos por hombres capaces de gobernar a otros para que los gobernéis a ellos mismos, os considero tan por encima de los demás magistrados, como un pueblo libre, y sobre todo el que vosotros tenéis el honor de dirigir, se halla, por sus luces y su razón, por encima del populacho de los otros Estados.
Séame permitido citar un ejemplo del que debieran quedar más firmes huellas y que siempre vivirá en mi corazón. No recuerdo nunca sin sentir la más dulce emoción al virtuoso ciudadano que me dio el ser y que aleccionó a menudo mi infancia con el respeto que os era debido. Aun le veo, viviendo del trabajo de sus manos y alimentando su alma con las verdades más sublimes. Delante de él, mezclados con las herramientas de su oficio, veo a Tácito, a Plutarco y a Grocio. Veo a su lado a un hijo amado recibiendo con poco fruto las tiernas enseñanzas del mejor de los padres. Pero si los extravíos de una loca juventud me hicieron olvidar un tiempo sus sabias lecciones, al fin tengo la dicha de experimentar que, por grande que sea la inclinación hacía el vicio, es difícil que una educación en la cual interviene el corazón se pierda para siempre.
Tales son, magníficos y honorabilísimos señores, los ciudadanos y aun los simples habitantes nacidos en el Estado que gobernáis; tales, son esos hombres instruidos y sensatos sobre los cuales, bajo el nombre de obreros y de pueblo, se tienen en las otras naciones ideas tan bajas y tan falsas. Mi padre, lo confieso con alegría, no ocupaba entre sus conciudadanos un lugar distinguido; era lo que todos son, y tal como era, no hay país en que no hubiese sido solicitado y cultivado su trato, y aun con fruto, por las personas más honorables. No me incumbe, y gracias al cielo no es necesario, hablaros de las atenciones que de vosotros pueden esperar hombres de semejante excelencia, vuestros iguales así por la educación como por los derechos de su nacimiento y de la naturaleza; vuestros inferiores por su voluntad, por la preferencia que deben a vuestros merecimientos, y que ellos han reconocido, por la cual, a vuestra vez, les debéis una especie de reconocimiento. Veo con viva satisfacción con cuánta moderación y condescendencia usáis con ellos de la gravedad propia de los ministros de las leyes, cómo les devolvéis en estima y consideración la obediencia y el respeto que ellos os deben; conducta llena de justicia y sabiduría, a propósito para alejar cada vez más el recuerdo de dolorosos acontecimientos que es preciso olvidar para no volverlos a ver nunca; conducta tanto más discreta cuanto que ese pueblo justo y generoso se complace en su deber y ama naturalmente honraros, y que los más fogosos en sostener sus derechos son los más inclinados a respetar los vuestros.
No debe sorprender que los jefes de una sociedad civil amen la gloria y la felicidad; mas ya es bastante para la tranquilidad de los hombres que aquellos que se consideran como magistrados o, más bien, como señores de una patria más santa y sublime, den pruebas de algún amor a la patria terrenal que los alimenta. ¡Qué dulce es para mí señalar en nuestro favor una excepción tan rara y colocar en el rango de nuestros ciudadanos más excelentes a esos celosos depositarios de los dogmas sagrados autorizados por las leyes, a esos venerables pastores de almas, cuya viva y suave elocuencia hace penetrar tanto mejor en los corazones las máximas del Evangelio, cuanto que ellos mismos empiezan por ponerlas en práctica. Todo el mundo sabe con cuánto éxito se cultiva en Ginebra el gran arte de la elocuencia sagrada. Pero harto habituados a oír predicar de un modo y ver practicar de otro, pocas gentes saben hasta qué punto reinan en nuestro cuerpo sacerdotal el espíritu del cristianismo, la santidad de las costumbres, la severidad consigo mismo y la dulzura con los demás. Tal vez le esté reservado a la ciudad de Ginebra presentar el ejemplo edificante de una unión tan perfecta en una sociedad de teólogos y de gentes de letras. Sobre su sabiduría y su moderación, sobre su celoso cuidado por la prosperidad del Estado fundamento en gran parte la esperanza de su eterna tranquilidad, y, sintiendo un placer mezclado de asombro y de respeto, observo cuánto horror manifiestan ante las máximas espantosas de esos hombres sagrados y bárbaros -de los cuales la Historia ofrece más de un ejemplo- que, para sostener los pretendidos derechos de Dios, es decir, sus propios intereses, eran tanto menos avaros de sangre humana cuanto más se envanecían de que la suya sería siempre respetada.
¿Podía olvidarme de esa encantadora mitad de la República que hace la felicidad de la otra y cuya dulzura y prudencia mantienen la paz y las buenas costumbres? Amables y virtuosas ciudadanas: el sino de vuestro sexo será siempre gobernar el nuestro. ¡Felices cuando vuestro casto poder, ejercido solamente en la unión conyugal, no se hace sentir más que para gloria del Estado y a favor del bienestar público! Así es como gobernaban las mujeres de Esparta, y así merecéis vosotras gobernar en Ginebra. ¿Qué hombre bárbaro podría resistir a la voz del honor y de la razón en boca de una tierna esposa? ¿Y quién no despreciaría un vano lujo viendo la sencillez y modestia de vuestra compostura, que parece ser, por el brillo que recibe de vosotras, la más favorable a la hermosura? A vosotras corresponde mantener vivo siempre, por vuestro amable o inocente imperio y vuestro espíritu insinuante, el amor de las leyes en el Estado y la concordia entre los ciudadanos; unir por medio de afortunados matrimonios las familias divididas, y, sobre todo, corregir con la persuasiva dulzura de vuestras lecciones y la gracia sencilla de vuestro trato las extravagancias que nuestros jóvenes aprenden en el extranjero, de donde, en lugar de tantas cosas que podrían aprovecharles, sólo traen consigo, con un tono pueril y ridículos aires aprendidos entre mujeres perdidas, la admiración de no sé qué grandezas, frívolo desquito de la servidumbre que no valdrá nunca tanto como la augusta libertad. Permaneced, pues, siempre las mismas: castas guardadoras de las costumbres y de los dulces vínculos de la paz, y continuad haciendo valer en toda ocasión los derechos del corazón y de la naturaleza en beneficio del deber y de la virtud.
Me envanezco de no ser desmentido por los resultados fundando en tales garantías la esperanza de la felicidad común de los ciudadanos y la gloria de la república. Confieso que, con todas esas ventajas, no brillará con ese resplandor con que se alucinan la mayor parte de los ojos, y cuya predilección pueril y funesta es el mayor y mortal enemigo de la felicidad y de la libertad. Que la juventud disoluta vaya a buscar en otras partes los placeres fáciles y los largos arrepentimientos; que las pretendidas personas de buen gusto admiren en otros lugares la grandeza de los palacios, la ostentación de los trenes, los soberbios ajuares, la pompa de los espectáculos y todos los refinamientos de la molicie y el lujo. En Ginebra sólo se hallarán hombres; sin embargo, este espectáculo también tiene su precio, y aquellos que lo busquen bien podrán parangonarse con los admiradores de esas otras cosas.
Dignaos, magníficos, muy honorables y soberanos señores, recibir todos con igual bondad el respetuoso testimonio del cuidado que me tomo por vuestra común prosperidad. Si fuese tan desgraciado que apareciera culpable de algún arrebato indiscreto en esta viva efusión de mi corazón, yo os suplico que lo disculpéis en gracia al tierno afecto de un verdadero patriota y al celo ardoroso y legítimo de un hombre que no aspira a mayor felicidad para sí que la de veros a todos dichosos.
Soy con el más profundo respeto, magníficos, muy honorables y soberanos señores, vuestro muy humilde y muy obediente servidor y conciudadano,
J. J. ROUSSEAU.
Chamberí, 12 de junio de 1754.
Prefacio
El conocimiento del hombre me parece el más útil y el menos adelantado de todos los conocimientos humanos (3), y me atrevo a decir que la inscripción del templo de Delfos contenía por sí sola un precepto más importante y más difícil que todos los gruesos volúmenes de los moralistas. Así, considero el asunto de este DISCURSO (4) como una de las cuestiones más interesantes que la Filosofía pueda proponer a la meditación, y, desgraciadamente para nosotros, como uno de los problemas más espinosos que hayan de resolver los filósofos; porque ¿cómo conocer el origen de la desigualdad entre los hombres si no se empieza por conocer a los hombres mismos? ¿Y cómo podrá llegar el hombre a verse tal como lo ha formado la naturaleza, a través de todos los cambios que la sucesión de los tiempos y de las cosas ha debido producir en su constitución original, y a distinguir lo que tiene de su propio fondo de lo que las circunstancias y sus progresos han cambiado o añadido a su estado primitivo? Semejante a la estatua de Glaucos, que el tiempo, el mar y las tempestades habían desfigurado de tal modo que menos se parecía a un dios que a una bestia salvaje, el alma humana, modificada en el seno de la sociedad por mil causas que renacen sin cesar, por la adquisición de una multitud de conocimientos y de errores, por las transformaciones ocurridas en la constitución de los cuerpos y por el continuo choque de las pasiones, ha cambiado, por así decir, de apariencia, hasta el punto de que apenas puede ser reconocida, y no se encuentra ya, en lugar de un ser obrando siempre conforme a principios ciertos e invariables, en lugar de la celestial y majestuosa simplicidad de que su Autor la había dotado, sino el disforme contraste de la pasión que cree razonar y del entendimiento en delirio.
Pero lo más cruel aún es que todos los progresos de la especie humana le alejan sin cesar del estado primitivo; cuantos más conocimientos nuevos acumulamos, más nos privamos de los medios de adquirir el más importante de todos, y es, en cierto sentido, a causa de estudiar al hombre por lo que nos hemos colocado en la imposibilidad de conocerlo.
Echase de ver fácilmente que es en estos cambios de la constitución humana donde precisa buscar el primer origen de las diferencias que separan a los hombres, los cuales, por común testimonio, son naturalmente tan iguales entre sí como lo eran los animales de cada especie antes de que diferentes causas físicas introdujeran en algunas las variaciones que en ellas observamos. No es concebible, en efecto, que esos primeros cambios, de cualquier modo que hayan ocurrido, hayan mudado a la vez y de semejante manera a todos los individuos de la especie, sino que, habiéndose perfeccionado o degenerado unos, y habiendo adquirido cualidades diversas, buenas o malas, que no eran inherentes a su naturaleza, los otros permanecieron más tiempo en su estado original; y tal fue entre los hombres la fuente primera de la desigualdad, que es mucho más fácil demostrarlo así, en general, que señalar con precisión las verdaderas causas.
No piensen por esto mis lectores que me envanezco de haber visto lo que me parece, tan difícil de ver. Yo he comenzado algunos razonamientos, he aventurado algunas conjeturas, pero menos con la esperanza de resolver la cuestión que con la intención de aclararla y reducirla a su verdadero estado. Otros podrán fácilmente ir más lejos por el mismo camino, sin que a nadie le sea fácil llegar a su término; pues no es ligera empresa distinguir lo que hay de originario y lo que hay de artificial en la naturaleza actual del hombre, y conocer bien su estado, que no existe ya, que acaso no ha existido, que probablemente no existirá nunca, mas del cual es necesario sin embargo tener justas nociones para juzgar acertadamente nuestro estado presente. Haría falta más filosofía de lo que se piensa a quien emprendiera la tarea de determinar exactamente las precauciones necesarias para hacer sólidas observaciones sobre este asunto; y no me parecería indigna de los Aristóteles y Plinios de nuestro siglo una buena solución del problema siguiente: ¿Qué experiencias serían necesarias para llegar a conocer al hombre natural, y cuáles son los medios de hacer estas experiencias en el seno de la sociedad? Lejos de emprender la solución de este problema, me atrevo a responder por anticipado, después de haber meditado bastante sobre esta cuestión, que los más grandes filósofos no serán bastante capaces para dirigir esas experiencias, ni los más poderosos soberanos para ponerlas, en práctica, concurso que, por otra parte, no es razonable esperar, sobre todo con la perseverancia e, más bien con la continuidad de inteligencia y de buena voluntad necesaria de una y otra parte para, asegurar el éxito.
Estas investigaciones tan difíciles de hacer y en las cuales tan poco se ha pensado hasta ahora son, sin embargo, los únicos medios que nos quedan para resolver una multitud de dificultades que nos impiden el conocimiento de los fundamentos reales de la sociedad humana. Es esta ignorancia de la naturaleza del hombre lo que produce tanta incertidumbre y obscuridad sobre la verdadera definición del derecho natural, pues la idea del derecho, dice Burlamaqui, y más aún la del derecho natural, son manifiestamente ideas relativas a la naturaleza del hombre. Por consiguiente, continúa, de esta misma naturaleza del hombre, de su constitución y de su estado es necesario deducir los principios de esa ciencia.
No sin sorpresa y escándalo se observa el desacuerdo que reina sobre esta importante materia entre los diversos autores que de ella han tratado. Entre los escritores más serios, apenas si se encuentran dos que manifiesten la misma opinión sobre este punto. Sin hablar de los filósofos antiguos, que parece se empeñaron en la tarea de contradecirse unos a otros sobre los principios más fundamentales, los jurisconsultos romanos someten indistintamente el hombre y los demás animales a la misma ley natural, porque consideran más bien bajo ese nombre la ley que la naturaleza se impone a sí misma que la prescrita por ella, o más bien a causa de la particular acepción con que interpretan esos jurisconsultos la palabra ley, que parece ser la han tomado en este punto como expresión de las relaciones generales establecidas por la naturaleza entre todos los seres animados para su conservación. Los modernos, reconociendo solamente bajo el nombre de ley una regla prescrita a un ser moral, es decir, inteligente, libre y considerado en sus relaciones con otros seres semejantes, limitan consiguientemente la competencia de la ley natural tan sólo al animal dotado de razón, es decir, al hombre. Pero como cada uno define esta ley a su modo y la fundamenta sobre principios en extremo metafísicos, ocurre que, aun entre nosotros, bien pocos se hallan en disposición de comprender esos principios, faltos de poder encontrarlos por sí mismos. De suerte que todas las definiciones de esos hombres sabios, por otra parte en perenne contradicción recíproca, convienen solamente en una cosa: que es imposible comprender la ley natural, y por consiguiente obedecerla, sin ser un grandísimo razonador y un profundo metafísico; lo cual significa precisamente que los hombres han debido emplear para la constitución de la sociedad conocimientos que se desarrollan trabajosamente, y entre pocas personas, en el seno de la sociedad misma.
Conociendo tan poco la naturaleza y discrepando de tal modo sobre el sentido de la palabra ley, difícil sería convenir en una buena definición de la ley natural. He aquí por qué las definiciones que se hallan en los libros, además del defecto de no ser uniformes, tienen el de ser deducidas de diversos conocimientos que los hombres no poseen naturalmente y de una superioridad que no han podido concebir sino después de haber salido del estado natural. Comiénzase por buscar aquellas reglas que, por la utilidad común, serían buenas para que los hombres las reconociesen, y al conjunto de estas reglas se lo da el nombre de ley natural, sin otra prueba que el bien que se supone resultaría de su aplicación universal. He aquí un sistema sumamente cómodo de componer definiciones y de explicar la naturaleza de las cosas por conveniencias casi arbitrarias.
Pero en tanto no conozcamos al hombre natural, es vano que pretendamos determinar la ley que ha recibido o la que mejor conviene a su estado. Lo único que podemos ver muy claramente a propósito de esta ley es que no sólo es necesario, para que sea ley, que la voluntad de aquel a quien obliga pueda someterse con conocimiento, sino que además es preciso, para que sea ley natural, que hable inmediatamente por la voz de la naturaleza.
Dejando, pues, todos los libros científicos, que sólo nos enseñan a ver a los hombres tal como ellos se han ido formando, y meditando sobre las primeras y las más simples operaciones del alma humana, creo advertir dos principios anteriores a la razón, uno de los cuales nos interesa vivamente para nuestro bienestar y el otro nos inspira una repugnancia natural si vemos sufrir o perecer a cualquier ser sensible, principalmente a nuestros semejantes. Del concurso y de la combinación que nuestro espíritu sepa hacer de esos dos principios, sin que sea necesario añadir el de la sociabilidad, me parece que se derivan todas las reglas del derecho natural, reglas que la razón se ve precisada a establecer sobre otros fundamentos cuando ha llegado, por sucesivos desenvolvimientos, a sofocar la naturaleza.
De este modo, no es necesario hacer del hombre un filósofo antes de hacer de él un hombre. Sus deberes hacia sus semejantes no le son dictados únicamente por las tardías lecciones de la sabiduría, y mientras no resista a los íntimos impulsos de la conmiseración, nunca hará mal alguno a otro hombre, ni aun a cualquier ser sensible, salvo el legítimo caso en que, hallándose comprometida su propia conservación, se vea forzado a darse a sí mismo la preferencia. De esta manera se acaban las antiguas controversias sobre la participación de los animales en la ley natural; pues es claro que, hallándose privados de entendimiento y de libertad, no pueden reconocer esta ley; más participando en cierto modo de nuestra naturaleza por la sensibilidad de que se hallan dotados, hay que pensar que también deben participar del derecho natural y que el hombre tiene hacia ellos alguna especie de obligaciones. Parece ser, en efecto, que si estoy obligado a no hacer ningún mal a mis semejantes, es menos por su condición de ser razonable que por su cualidad de ser sensible, cualidad que, siendo común al animal y al hombre, debe al menos darlo a aquél el derecho de no ser maltratado inútilmente por éste.
Este mismo estudio del hombre original, de sus necesidades verdaderas y de los principios fundamentales de sus deberes, es el único medio adecuado que pueda emplearse para resolver esa muchedumbre de dificultades que se presentan sobre el origen de la desigualdad moral, sobre los verdaderos fundamentos del cuerpo político, sobre los derechos recíprocos de sus miembros y sobre otras mil cuestiones parecidas, tan importantes como mal aclaradas.
Considerando la sociedad humana con una mirada tranquila y desinteresada, parece al principio presentar solamente la violencia de los fuertes y la opresión de los débiles. El espíritu se subleva contra la dureza de los unos o deplora la ceguedad de los otros; y como nada hay de tan poca estabilidad entre los hombres como esas relaciones exteriores llamadas debilidad o poderío, riqueza o pobreza, producidas más frecuentemente por el azar que por la sabiduría, parecen las instituciones humanas, a primera vista, fundadas sobre montones de arena movediza; sólo examinándolas de cerca, después de haber apartado el polvo y la arena que rodean el edificio, se advierte la base indestructible sobre que se alza y apréndese a respetar sus fundamentos. Ahora bien; sin un serio estudio del hombre, de sus facultades naturales y de sus desenvolvimientos sucesivos, no le llegará nunca a hacer esa diferenciación y a distinguir en el actual estado de las cosas lo que ha hecho la voluntad divina y lo que el arte humano ha pretendido hacer.
Las investigaciones políticas y morales a que da ocasión la importante cuestión que yo examino son útiles de cualquier modo, y la historia hipotética de los gobiernos es para el hombre una lección instructiva bajo todos conceptos. Considerando lo que hubiéramos llegado a ser abandonados a nosotros mismos, debemos aprender a bendecir a aquel cuya mano bienhechora, corrigiendo nuestras instituciones y dándoles un fundamento indestructible, ha prevenido los desórdenes que habrían de resultar y hecho nacer nuestra felicidad de aquellos medios que parecían iban a colmar nuestra miseria.
PERSIO, sát. III, v. 71.
Discurso
Voy a hablar del hombre, y el asunto que examino me indica que voy a hablar a los hombres; mas no se proponen cuestiones semejantes cuando se teme honrar la verdad. Defenderé, pues, confiadamente la causa de la humanidad ante los sabios que me invitan, y no quedaré descontento de mí mismo si consigo ser digno de mi objeto y de mis jueces.
Considero en la especie humana dos clases de desigualdades: una, que yo llamo natural o física porque ha sido instituida por la naturaleza, y que consiste en las diferencias de edad, de salud, de las fuerzas del cuerpo y de las cualidades del espíritu o del alma; otra, que puede llamarse desigualdad moral o política porque depende de una especie de convención y porque ha sido establecida, o al menos autorizada, con el consentimiento de los hombres. Esta consiste en los diferentes privilegios de que algunos disfrutan en perjuicio de otros, como el ser más ricos, más respetados, más poderosos, y hasta el hacerse obedecer.
No puede preguntarse cuál es la fuente de la desigualdad natural porque la respuesta se encontraría enunciada ya en la simple definición de la palabra. Menos aún puede buscarse si no habría algún enlace esencial entre una y otra desigualdad, pues esto equivaldría a preguntar en otros términos si los que mandan son necesariamente mejores que lo que obedecen, y si la fuerza del cuerpo o del espíritu, la sabiduría o la virtud, se hallan siempre en los mismos individuos en proporción con su poder o su riqueza; cuestión a propósito quizá para ser disentida entre esclavos en presencia de sus amos, pero que no conviene a hombres razonables y libres que buscan la verdad.
¿De qué se trata, pues, exactamente en este DISCURSO? De señalar en el progreso de las cosas el momento en que, sucediendo el derecho a la violencia, a naturaleza quedó sometida a la ley; de explicar por qué encadenamiento de prodigios pudo el fuerte decidirse a servir al débil y el pueblo a comprar un reposo quimérico al precio de una felicidad real.
Todos los filósofos que han examinado los fundamentos de la sociedad han comprendido la necesidad de retrotraer la investigación al estado de naturaleza, pero ninguno de ellos ha llegado hasta ahí. Unos no han titubeado en suponer en el hombre en tal estado la noción de justo e injusto, sin cuidarse de probar que pudiera haber existido esa noción, ni aun que lo fuera útil. Otros han hablado del derecho natural que tiene cada cual de conservar lo que le pertenece, sin explicar qué entendían por pertenecer. Otros, atribuyendo primero al más fuerte la autoridad sobre el más débil, han hecho nacer en seguida el gobierno, sin pensar en el tiempo que debió transcurrir antes de que el sentido de las palabras autoridad y gobierno pudiera existir entre los hombres. Todos, en fin, hablando sin cesar de necesidad, de codicia, de opresión, de deseo y de orgullo, han transferido al estado de naturaleza ideas tomadas de la sociedad: hablaban del hombre salvaje, y describían al hombre civil. No ha despuntado siquiera en el espíritu de la mayor parte de nuestros filósofos la duda de que hubiera existido el estado natural, cuando es evidente, por la lectura de los libros sagrados, que el primer hombre, habiendo recibido directamente de Dios reglas y entendimiento, no se hallaba por consiguiente en ese estado, y que, concediéndose a las escrituras de Moisés la fe que les debe todo filósofo cristiano, debe negarse que, aun antes del diluvio, se hayan encontrado nunca los hombres en el puro estado natural, a menos que no hubiesen recaído en él, paradoja muy difícil de defender y completamente imposible de probar.
Empecemos, pues, por rechazar todos los hechos, dado que no se relacionan con la cuestión. No hay que tomar por verdades históricas las investigaciones que puedan emprenderse sobre este asunto, sino solamente por razonamientos hipotéticos y condicionales, más adecuados para esclarecer la naturaleza de las cosas que para demostrar su verdadero origen y parecidos a los que hacen a diario nuestros físicos sobre la formación del mundo. La religión nos ordena creer que, habiendo Dios mismo sacado a los hombres del estado natural inmediatamente después de la creación, son desiguales porque Él ha querido que lo fuesen; pero no nos prohíbe hacer conjeturas derivadas únicamente de la naturaleza del hombre y de los animales que lo rodean acerca de lo que habría sido del género humano si hubiera quedado abandonado a sí mismo. He aquí lo que se me pide y lo que yo me propongo examinar en este DISCURSO. Como esta materia abarca al hombre en general, intentaré emplear un lenguaje adecuado para todas las naciones, o mejor, olvidando los tiempos y los lugares, para pensar tan sólo en los hombres a quienes hablo, supondré hallarme en el Liceo (6) de Atenas repitiendo las lecciones de mis maestros, teniendo por jueces a los Platones y Jenócrates, y al género humano por auditorio.
¡Oh tú, hombre, de cualquier país que seas, cualesquiera que sean tus opiniones, escucha! He aquí tu historia tal como he creído leerla, no en los libros, de tus semejantes, que son mendaces, sino en la naturaleza, que jamás miento. Todo lo que provenga de ella será verdadero; sólo será falso lo que yo haya puesto de mi parte inadvertidamente. Los tiempos de que voy a hablar están muy lejos ya. ¡Cuánto has cambiado! Por así decir, es la vida de tu especie la que voy a describirte, según las cualidades que has recibido, que tu educación y tus costumbres han podido viciar pero no han podido destruir. Hay, yo lo comprendo, a una edad en la cual quisiera detenerse el hombre individual; tú buscarás la edad en que desearías se hubiese detenido tu especie. Disgustado de tu estado presente por razones que anuncian a tu posteridad desdichada desazones mayores todavía, tal vez desearías poder retroceder; este sentimiento debe servir de elogio a tus primeros antepasados, de crítica a tus contemporáneos, de espanto para aquellos que tengan la desgracia de vivir después que tú.
Primera parte
Por importante que sea, para bien juzgar del estado natural del hombre, considerarla desde su origen y examinarle, por así decir, en el primer embrión de la especie, yo no seguiré su organización a través de sus desenvolvimientos sucesivos ni me detendré tampoco a buscar en el sistema animal lo que haya podido ser al principio para llegar por último a lo que es. No examinaré si, como piensa Aristóteles, sus prolongadas uñas fueron al principio garras ganchudas; si era velludo como un oso, y si, caminando a cuatro pies (7), su mirada, dirigida hacia la tierra y limitada a un horizonte de algunos pasos, no indicaba al mismo tiempo el carácter y los límites de sus ideas. No podría hacer sobre esta materia sino conjeturas vagas y casi imaginarias. La anatomía comparada no ha hecho todavía suficientes progresos y las observaciones de los naturalistas son aún demasiado inciertas para que pueda establecerse sobre fundamentos semejantes la base de un razonamiento sólido; de modo que, sin recurrir a los conocimientos naturales que poseemos sobre este punto y sin parar atención en los cambios que han debido tener lugar tanto en la conformación interior como en la exterior del hombre a medida que aplicaba sus miembros a nuevos usos y se nutría con nuevos alimentos, le supondré constituido de todo tiempo como le veo hoy día, andando en dos pies, sirviéndose de sus manos como nosotros de las nuestras y midiendo con la mirada la infinita extensión del cielo.
Despojando a este ser así constituido de todos los dones sobrenaturales que haya podido recibir y de todas las facultades artificiales que no ha podido adquirir sino mediando largos progresos; considerándole, en una palabra, tal como ha debido salir de manos de la naturaleza, veo un animal menos fuerte que unos, menos ágil que otros, pero, en conjunto, el más ventajosamente organizado de todos; le veo saciándose bajo una encina, aplacando su sed en el primer arroyo y hallando su lecho al pie del mismo árbol que lo ha proporcionado el alimento; he ahí sus necesidades satisfechas.
La tierra, abandonada a su fertilidad natural (8) y cubierta de bosques inmensos, que nunca mutiló el hacha, ofrece a cada paso almacenes y retiros a los animales de toda especie. Dispersos entre ellos, los hombres observan, imitan su industria, elevándose así hasta el instinto de las bestias, con la ventaja de que, si cada especie sólo posee el suyo propio, el hombre, no teniendo acaso ninguno que le pertenezca, se los apropia todos, se nutre igualmente con la mayor parte de los alimentos (9) que los otros animales se disputan, y encuentra, por consiguiente, su subsistencia con mayor facilidad que ninguno de ellos.
Acostumbrados desde la infancia a la intemperie del tiempo y al rigor de las estaciones, ejercitados en la fatiga y forzados a defender desnudos y sin armas su vida y su presa contra las bestias feroces, o a escapar de ellas corriendo, fórmanse los hombres un temperamento robusto y casi inalterable; los hijos, viniendo al mundo con la excelente constitución de sus padres y fortificándola con los mismos ejercicios que la han producido, adquieren de ese modo todo el vigor de que es capaz la especie humana. La naturaleza procede con ellos precisamente como la ley de Esparta con los hijos de los ciudadanos (10): hace fuertes y robustos a los bien constituidos y deja perecer a todos los demás, a diferencia de nuestras sociedades, donde, el Estado, haciendo que los hijos sean onerosos a los padres, los mata indistintamente antes de su nacimiento.
Siendo el cuerpo del hombre salvaje el único instrumento de él conocido, lo emplea en usos diversos, de que son incapaces los nuestros por falta de ejercicio, y es nuestra industria la que nos arrebata la agilidad y la fuerza que la necesidad lo obliga a adquirir. Si hubiera tenido hacha, ¿habría roto con el puño tan fuertes ramas? Si hubiese tenido honda, ¿lanzaría a brazo con tanta fuerza las piedras? Si hubiera tenido escalera, ¿treparía con tanta ligereza por los árboles? Si hubiese tenido caballos ¿sería tan rápido en la carrera? Dad al hombre civilizado el tiempo preciso para reunir todas esas máquinas a su derredor: no cabe duda que superará fácilmente al hombre salvaje. Mas si queréis ver un combate aún más desigual, ponedlos desnudos y desarmados frente a frente, y bien pronto reconoceréis cuáles son las ventajas de tener continuamente a su disposición todas sus fuerzas, de estar siempre preparado para cualquier contingencia y de conducirse siempre consigo, por así decir, todo entero (11).
Hobbes pretende que el hombre es naturalmente intrépido y ama sólo el ataque y el combate. Un filósofo ilustre piensa, al contrario, y Cumberland y Puffendorf así lo aseguran, que nada hay tan tímido como el hombre en el estado natural, y que se halla siempre atemorizado y presto a huir al menor ruido que oiga, al menor movimiento que perciba. Acaso suceda así por lo que se refiere a los objetos que no conoce, y no dudo que no quede aterrado ante los nuevos espectáculos que se ofrecen a su vista cuando no puede discernir el bien y el mal físicos que de ellos debe esperar, ni comparar sus fuerzas con los peligros que tiene que correr; circunstancias raras en el estado de naturaleza, en el cual todas las cosas marchan de modo tan uniforme y en el que la faz de la tierra no se halla sujeta a esos cambios bruscos y continuos que en ella causan las pasiones y la inconstancia de los pueblos reunidos. Pero el hombre salvaje, viviendo disperso entre los animales y encontrándose desde temprano en situaciones de medirse con ellos, hace en seguida la comparación, y viendo que si ellos le exceden en fuerza él los supera en destreza, deja de temerlos ya. Poner a un oso o a un lobo en lucha con un salvaje robusto, ágil e intrépido como lo son todos, armado de piedras y de un buen palo, y veréis que el peligro será cuando menos recíproco, y que después de muchas experiencias parecidas, las bestias feroces, que no aman atacarse unas a otras, atacarán con pocas ganas al hombre, que habrán hallado tan feroz como ellas. Con respecto a los animales que tienen realmente más fuerza que él destreza, encuéntrase frente a ellos en el caso de otras especies más débiles, que no por esto dejan de subsistir; con la ventaja para el hombre de que, no menos ágil que aquéllos para correr y hallando en los árboles refugio casi seguro, puede en todas partes afrontarlos o no, teniendo la elección de la huida o de la lucha. Añadamos que parece ser que ningún animal hace espontáneamente la guerra al hombre, salvo en caso de propia defensa o de un hambre extrema, ni manifiesta contra él esas violentas antipatías que parecen anunciar que una especie ha sido destinada por la naturaleza a servir de pasto a las otras.
He aquí, sin duda, la razón por la cual los negros y los salvajes se preocupan tan poco de los animales feroces que pueden encontrar en los bosques. Los caribes de Venezuela, entre otros, viven a este respecto en la más completa seguridad y sin el menor contratiempo. Aunque anden casi desnudos, dice Francisco Correal, no dejan de exponerse atrevidamente en los bosques, armados solamente de la flecha y el arco, sin que se haya oído decir nunca que alguno fuera devorado por las fieras.
Otros enemigos más temibles, contra los cuales no tiene el hombre los mismos medios de defensa, son los achaques naturales, la infancia, la vejez y las enfermedades de toda suerte, tristes signos de nuestra debilidad, cuyos dos primeros son comunes a todos los animales, mientras que el último es propio principalmente del hombre que vive en sociedad. Hasta observo, a propósito de la infancia, que la madre, llevando consigo a todas partes a su hijo, tiene mucha más facilidad para alimentarlos que las hembras de diversos animales, forzadas a ir y venir continua y fatigosamente, de un lado, para buscar su alimento; de otro, para amamantar o alimentar a sus crías. Es verdad que si la mujer perece, el niño corre bastante el riesgo de perecer con ella; pero este mismo peligro es común a otras cien especies, cuyos pequeñuelos no se hallan por largo tiempo en situación de buscar por sí mismos su alimento; y si la infancia es entre nosotros más larga, siendo la vida más larga también, todo viene a ser poco más o menos igual en este punto (12), aunque haya sobre la duración de la primer edad y el número de pequeñuelos (13) otras reglas que no entran en mi objeto. Entre los viejos, que accionan y transpiran poco, la necesidad de alimentos disminuye con la facultad de adquirirlos, y como la vida salvaje aleja de ellos la gota y los reumatismos, y como la vejez es de todos los males el que menos alivio puede esperar de la ayuda humana, se extinguen en fin sin que se advierta que dejan de existir y casi sin darse cuenta ellos mismos.
Respecto de las enfermedades, no repetiré las vanas y falsas declamaciones de las personas de buena salud contra la medicina; pero preguntaré si se puede probar con alguna observación sólida que la vida media del hombre es más corta en aquel país donde ese arte se halla descuidado que donde es cultivado con más atención. ¿Cómo podría suceder así si nosotros nos procuramos más enfermedades que la medicina nos proporciona remedios? La extrema desigualdad en el modo de vivir, el exceso de ociosidad en unos y de trabajo en otros, la facilidad de excitar y de satisfacer nuestros apetitos y nuestra sensualidad, los alimentos tan apreciados de los ricos, que los nutren de substancias excitantes y los colman de indigestiones; la pésima alimentación de los pobres, de la cual hasta carecen frecuentemente, carencia que los impulsa, si la ocasión se presenta, a atracarse ávidamente; las vigilias, los excesos de toda especie, los transportes inmoderados de todas las pasiones, las fatigas y el agotamiento espiritual, los pesares y contrariedades que se sienten en todas las situaciones, los cuales corroen perpetuamente el alma: he ahí las pruebas funestas de que la mayor parte de nuestros males son obra nuestra, casi todos los cuales hubiéramos evitado conservando la manera de vivir simple, uniforme y solitaria que nos fue prescrita por la naturaleza. Si ella nos ha destinado a ser sanos, me atrevo casi a asegurar que el estado de reflexión es un estado contra la naturaleza, y que el hombre que medita es un animal degenerado. Cuando se piensa en la excelente constitución de los salvajes, de aquellos al menos que no hemos echado a perder con nuestras bebidas fuertes; cuando se sabe que apenas conocen otras enfermedades que las heridas y la vejez, vese uno muy inclinado a creer que podría hacerse fácilmente la historia de las enfermedades humanas siguiendo la de las sociedades civiles. Tal es por lo menos la opinión de Platón, quien juzga, a propósito de ciertos remedios empleados o aprobados por Podaliro y Macaón en el sitio de Troya, que diversas enfermedades que estos remedios hubieron de provocar no eran conocidas entonces entre los hombres, y Celso refiere que la dieta, tan necesaria hoy día, fue inventada por Hipócrates.
Con tan contadas causas de males, el hombre, en el estado natural, apenas tiene necesidad de remedio y menos de medicina. La especie humana no es a este respecto de peor condición que todas las demás, y fácil es saber por los cazadores si encuentran en sus correrías muchos animales mal conformados. Algunos encuentran animales con grandes heridas perfectamente cicatrizadas, con huesos y aun miembros rotos curados sin más cirujano que la acción del tiempo, sin otro régimen que su vida ordinaria, y que no por no haber sido atormentados con incisiones, envenenados con drogas y extenuados con ayunos han dejado de quedar perfectamente curados. En fin; por muy útil que sea entre nosotros la medicina bien administrada, no es menos cierto que si el salvaje enfermo, abandonado a sí mismo, nada tiene que esperar sino de la naturaleza, nada tiene que temer, en cambio, sino de su mal, lo cual hace con frecuencia que su situación sea preferible a la nuestra.
Guardémonos, pues, de confundir al hombre salvaje con los que tenemos ante los ojos. La naturaleza trata a los animales abandonados a sus cuidados con una predilección que parece mostrar cuán celosa es de este derecho. El caballo, el gato, el toro y aun el asno mismo tienen la mayor parte una talla más alta y todos una constitución más robusta, más vigor, más fuerza y más valor en los bosques que en nuestras casas; pierden la mitad de estas cualidades siendo domésticos, y podría decirse que los cuidados que ponemos en tratarlos bien y alimentarlos no dan otro resultado que el de hacerlos degenerar. Así ocurre con el hombre mismo: al convertirse en sociable y esclavo, vuélvese débil, temeroso, rastrero, y su vida blanda y afeminado acaba de enervar a la vez su valor y su fuerza. Añadamos que entre la condición salvaje y la doméstica, la diferencia de hombre a hombre debe ser mucho mayor que de bestia a bestia, pues habiendo sido el animal y el hombre igualmente tratados por la naturaleza, todas las comodidades que el hombre se proporcione de más sobre los animales que domestica son otras tantas causas particulares que le hacen degenerar más sensiblemente.
La desnudez, la falta de habitación y la carencia de todas esas cosas inútiles que tan necesarias creemos no constituyen, por consiguiente, una gran desdicha para esos primeros hombres ni un gran obstáculo para su conservación. Si no tienen la piel velluda, para nada la necesitan en los países cálidos; y en los climas fríos bien pronto saben apropiarse las de las fieras vencidas; si sólo tienen dos pies para correr, poseen dos brazos para atender a su defensa y a sus necesidades. Sus hijos tal vez andan tarde y penosamente, pero las madres los llevan con facilidad, ventaja de que carecen las demás especies, en las cuales la madre, cuando es perseguida, se ve obligada a dejar abandonados sus pequeñuelos o a seguir a su paso (14). En fin, a menos de suponer el concurso singular y fortuito de circunstancias de que hablaré más adelante, y que podrían muy bien no haber ocurrido nunca, es claro, en todo caso, que el primero que se hizo vestidos o construyó un alojamiento diose con ello cosas poco necesarias, puesto que hasta entonces se había pasado sin ellas, y no se comprende por qué no hubiera podido soportar siendo hombre el género de vida que llevaba desde su infancia.
Solo, ocioso y cerca siempre del peligro, el hombre salvaje debe gustar de dormir y tener el sueño ligero como los animales, los cuales, como piensan poco, duermen, por así decir, todo el tiempo que no piensan. Siendo su propia conservación casi su único cuidado, las facultades que más debe ejercitar son las que tienen por principal objeto el ataque y la defensa, bien sea para dominar su presa, bien para guardarse de ser la presa de otro animal; y, por el contrario, aquellos órganos que sólo se perfeccionan por la pereza y la sensualidad deben permanecer en un estado rudimentario que excluya toda suerte de delicadeza. Hallándose divididos en este punto sus sentidos, el gusto y el tacto serán de una extrema rudeza; la vista, el olfato y el oído, de una extraordinaria agudeza. Tal es el estado animal en general, y también, según el testimonio de los viajeros, el de los pueblos salvajes. No es, por tanto, de extrañar que los hotentotes del Cabo de Buena Esperanza descubran a simple vista los barcos en alta mar desde tanta distancia como los holandeses con sus anteojos; ni que los salvajes de América descubrieran a los españoles olfateando sus huellas, como hubiesen podido hacer los mejores perros; ni que todas esas naciones bárbaras soporten sin molestia su desnudez, afinen su gusto a fuerza de pimienta y beban como agua los licores europeos.
Hasta aquí sólo he hablado del hombre físico; tratemos ahora de considerarlo en su aspecto metafísico y moral.
No veo en cada animal más que una máquina ingeniosa dotada de sentidos por la naturaleza para elevarse ella misma y asegurarse hasta cierto punto contra todo aquello que tiende a destruirla o desordenarla. La misma cosa observo precisamente en la máquina humana, con la diferencia de que sólo la naturaleza lo ejecuta todo en las operaciones del animal, mientras que el hombre atiende las suyas en calidad de agente libre. Aquél escoge o rechaza por instinto; éste, por un acto de libertad; lo que da por resultado que el animal no puede apartarse de la regla que le ha sido prescrita, aun en el caso de que fuese ventajoso para él hacerlo, mientras que el hombre se aparta con frecuencia y en su perjuicio. Así sucede que un pichón perecerá de hambre cerca de una fuente colinada de las mejores carnes y un gato sobre montones de frutas o de granos, aunque uno y otro podrían muy bien nutrirse con los alimentos que desdeñan, de intentar ensayarlo; así ocurre que los hombres disolutos se entregan a excesos que les producen la fiebre o la muerte porque el espíritu corrompe los sentidos y la voluntad habla cuando calla la naturaleza.
Todos los animales tienen ideas, puesto que tienen sentidos, y aun combinan sus ideas hasta cierto punto; el hombre no se distingue a este respecto del animal más que del más al menos; incluso ciertos filósofos han aventurado que hay algunas veces más diferencia entre dos hombres que entre un hombre y una bestia. No es, pues, tanto el entendimiento como su cualidad de agente libre lo que constituyó la distinción específica del hombre entre los animales. La naturaleza manda a todos los animales, y la bestia obedece. El hombre experimenta la misma sensación, pero se reconoce libre de someterse o de resistir, y es sobre todo en la conciencia de esta libertad donde se manifiesta la espiritualidad de su alma. La física explica en cierto modo el mecanismo de los sentidos y la formación de las ideas; pero en la facultad de querer o, mejor, de elegir, y en el sentimiento de este poder, sólo se encuentran actos puramente espirituales, de los cuales nada se explica por las leyes de la mecánica.
Pero, aun cuando las dificultades que rodean estas cuestiones dieran lugar para discutir sobre esa diferencia entre el hombre y el animal, hay una cualidad muy específica que los distingue y sobre la cual no puede haber discusión: es la facultad de perfeccionarse, facultad que, ayudada por las circunstancias, desarrolla sucesivamente todas las demás, facultad que posee tanto nuestra especie como el individuo; mientras que el animal es al cabo de algunos meses lo que será toda su vida, y su especie es al cabo de mil años lo mismo que era el primero de esos mil años. ¿Por qué sólo el hombre es susceptible de convertirse en imbécil? ¿No es porque vuelve así a su estado primitivo y porque, en tanto la bestia, que nada ha adquirido y que nada tiene que perder, permanece siempre con su instinto, el hombre, perdiendo por la vejez o por otros accidentes todo lo que su perfectibilidad lo ha proporcionado, cae más bajo que el animal mismo? Triste sería para nosotros vernos obligados a reconocer que esta facultad distintiva y casi ilimitada es la fuente de todas las desdichas del hombre; que ella es quien le saca a fuerza de tiempo de su condición original, en la cual pasaría tranquilos e inocentes sus días; que ella, produciendo con los siglos sus luces y sus errores, sus vicios y virtudes, le hace al cabo tirano de sí mismo y de la naturaleza (15). Sería horrible verse obligado a alabar como bienhechor al primero que enseñó a los habitantes de las orillas del Orinoco el uso de esas tablillas de madera que aplican a las sienes de sus hijos y que les aseguran al menos una parte de su imbecilidad y de su felicidad original.
El hombre salvaje, entregado por la naturaleza al solo instinto, o más bien compensado del que acaso le falta con facultades capaces de suplir primero a ese instinto y elevarle después a él mismo muy por encima de la propia naturaleza, comenzará, pues, por las funciones puramente animales (16). Percibir y sentir será su primer estado, que le será común con todos los animales; querer y no querer, desear y tener, serán las primeras y casi las únicas operaciones de su alma, hasta que nuevas circunstancias ocasionen en ella nuevos desenvolvimientos.
Digan lo que quieran los moralistas, el entendimiento humano debe mucho a las pasiones, las cuales, según el común sentir, le deben mucho también. Por su actividad se perfecciona nuestra razón; no queremos saber sino porque deseamos gozar, y no puede concebirse por qué un hombre que careciera de deseos y temores habría de tomarse la molestia de pensar. A su vez, las pasiones se originan de nuestras necesidades, y su progreso, de nuestros conocimientos, pues no se puede desear o tener las cosas sino por las ideas que sobre ellas se tenga o por el nuevo impulso de la naturaleza. El hombre salvaje, privado de toda suerte de conocimiento, sólo experimenta las pasiones de esta última especie; sus deseos no pasan de sus necesidades físicas (17); los únicos bienes que conoce en el mundo son el alimento, una hembra y el reposo; los únicos males que teme son el dolor y el hambre. Digo el dolor y no la muerte, pues el animal nunca sabrá qué cosa es morir; el conocimiento de la muerte y de sus terrores es una de las primeras adquisiciones hechas por el hombre al apartarse de su condición animal.
Si fuera necesario, fácil me sería apoyar con hechos este sentimiento y demostrar que en todas las naciones del mundo los progresos del espíritu han sido precisamente proporcionados a las necesidades que los pueblos habían recibido de la naturaleza o a las cuales les habían sometido las circunstancias, y, por consiguiente, a las pasiones que los llevaban a satisfacer esas necesidades. Mostraría las artes naciendo en Egipto y extendiéndose con el desbordamiento del Nilo; seguiría su progreso entre los griegos, donde se las vio brotar, crecer y elevarse hasta el cielo entre las arenas y las rocas del Ática, sin que pudieran echar raíces en las fértiles orillas del Eurotas (18). Señalaría que, en general, los pueblos del Norte son más industriosos que los del Mediodía, porque no pueden por menos de serlo, como si la naturaleza quisiera de este modo igualar las cosas, dando a los espíritus la fertilidad que niega a la tierra.
Pero, sin recurrir al testimonio de la Historia, ¿quién no ve que todo parece alejar del hombre salvaje la tentación y los medios de dejar de serlo? Su imaginación nada le pinta; su corazón nada le pide. Sus escasas necesidades se encuentran tan fácilmente a su alcance, y se halla tan lejos del grado de conocimientos necesario para desear adquirir otras mayores, que no puede tener ni previsión ni curiosidad. El espectáculo de la naturaleza llega a serle indiferente a fuerza de serle familiar; es siempre el mismo orden, siempre son las mismas revoluciones. Carece de aptitud de espíritu para admirar las mayores maravillas, y no es en él donde puede buscarse la filosofía que el hombre necesita para saber observar una vez lo que ha visto todos los días. Su alma, que nada agita, se entrega al sentimiento único de su existencia actual, sin idea alguna sobre el porvenir, por cercano que pueda estar, y sus proyectos, limitados como sus miras, apenas se extienden hasta el fin de la jornada. Tal es aún el grado de previsión del caribe: vende por la mañana su lecho de algodón. y vuelve llorando al atardecer para recuperarlo, por no haber previsto que lo necesitaría para la noche cercana.
Cuanto más se medita sobre este asunto, más se ensancha a nuestros ojos la distancia entre las puras sensaciones y los simples conocimientos; se hace imposible concebir cómo un hombre habría podido franquear tan gran intervalo con sus solas fuerzas, sin el concurso de la comunicación y sin el aguijón de la necesidad. ¡Cuántos siglos quizá habrán transcurrido antes de que los hombres hayan podido ver otro fuego que el del cielo! ¡Cuántos azares diversos habrán necesitado para aprender los usos más comunes de ese elemento! ¡Cuántas veces le habrán dejado extinguir antes de haber adquirido el arte de reproducirlo! ¡Y cuántas acaso habrá perecido con su descubridor cada uno de esos secretos! ¿Qué diremos de la agricultura, arte que tanto trabajo y tanta previsión exige, que tanto tiene de otras artes, que evidentemente no es practicable sino en una sociedad al menos empezada, y que no nos sirve tanto a sacar de la tierra alimentos que ella produciría muy bien sin esto como a forzarla a satisfacer las preferencias de nuestro gusto?
Pero supongamos que los hombres se hubieran multiplicado de tal modo que los productos naturales no hubiesen bastado para alimentarlos, suposición que, por decirlo de paso, demostraría una gran ventaja para la especie humana en esta manera de vivir; supongamos que, sin fraguas y sin talleres, los instrumentos de labor hubiesen caído del cielo en manos de los salvajes; que estos hombres hubiesen vencido el odio mortal que todos sienten contra el trabajo continuo; que hubiesen aprendido a prever tan anticipadamente sus necesidades; que hubieran adivinado cómo es necesario cultivar la tierra, sembrar los granos y plantar los árboles; que hubiesen descubierto el arte de moler el trigo y de hacer fermentar la uva, cosas todas que les ha sido preciso fueran enseñadas por los dioses, a falta de concebir cómo las habrían aprendido por sí mismos; ¿quién sería después de esto el hombre bastante insensato para fatigarse cultivando un campo que será despojado por el primer venido, hombre o bestia indistintamente, a quien conviniese la cosecha? ¿Y cómo podía decidirse cada cual a consagrar su vida a un penoso trabajo, tanto más seguro de no recoger sus frutos cuanto más sentiría su necesidad? En una palabra: ¿cómo esta situación podía decidir a los hombres a cultivar la tierra en tanto no estuviera repartida entre ellos, es decir, en tanto no hubiese sido destruido el estado natural?
Aun cuando imaginásemos un hombre salvaje tan hábil en el arte de pensar como lo presentan nuestros filósofos; aunque hiciéramos de él, siguiendo ese ejemplo, un filósofo, descubriendo por sí solo las verdades más sublimes, componiendo por medio de razonamientos abstractos máximas de justicia y de razón sacadas del amor al orden en general o de la voluntad conocida de su creador, en una palabra: aunque supusiéramos en su espíritu tantas luces y tanta inteligencia como torpeza y estupidez debe tener y tiene en efecto, ¿qué utilidad sacaría la especie de toda esta metafísica, que no podía comunicarse y que perecería con el individuo que la hubiera inventado? ¿Qué progresaría el género humano disperso en los bosques entre los animales? ¿Y hasta qué punto podrían perfeccionarse e ilustrarse mutuamente unos hombres que, no teniendo domicilio fijo ni necesidad unos de otros, apenas se encontrarían dos veces en su vida, sin conocerse y sin hablarse?
Considérese cuantas ideas debemos al uso de la palabra; cuánto ejercita y facilita la gramática las operaciones del espíritu; piénsese en las fatigas inconcebibles y en el infinito tiempo que ha debido costar la primera invención de las lenguas; añádanse estas reflexiones a las precedentes, y se comprenderá cuántos millares de siglos han debido necesitarse para desarrollar sucesivamente en el espíritu humano las operaciones de que era capaz.
Séame permitido considerar un instante los problemas del origen de las lenguas. Podría contentarme con citar o repetir las investigaciones que el abate de Condillac ha hecho sobre esta materia, puesto que todos confirman mi opinión y acaso me han sugerido la primer idea. Pero el modo como este filósofo resuelve las dificultades que él mismo se plantea sobre el origen de los signos instituidos demuestra que ha supuesto lo que yo discuto, a saber, una especie de sociedad ya establecida entre los inventores del lenguaje, y al referirme a sus reflexiones creo que debo añadir las mías para exponer las mis mas dificultades bajo el aspecto que conviene a mi objeto. La primera que se presenta es imaginar cómo pudieron ser necesarias las lenguas, pues no teniendo los hombres ninguna comunicación entre sí ni necesidad alguna de ella, no se concibe ni la necesidad de esa invención ni su posibilidad si no fue indispensable. Y aun diría, como muchos otros, que las lenguas han nacido en el comercio doméstico de padres, madres e hijos. Pero, además de que esto no resolvería las objeciones, sería cometer el error de quienes, razonando sobre el estado de naturaleza, transfieren a éste ideas tomadas de la sociedad; ven a la familia reunida en una misma habitación y a sus miembros observando entre sí una unión tan íntima y tan permanente como entre nosotros, en que tantos intereses comunes los reúnen; cuando, al contrario, no habiendo en ese estado primitivo ni casas, ni cabañas, ni propiedades de ninguna especie, cada cual se alojaba al azar, y frecuentemente por una sola noche; los machos y las hembras se ayuntaban fortuitamente, al azar del encuentro, según la ocasión y el deseo, sin que la palabra fuera un intérprete muy necesario para las cosas que tenían que decirse, y con la misma facilidad se separaban (19). La madre amamantaba a los hijos por propia necesidad; después, habiéndose encariñado con ellos por la costumbre, los alimentaba por la suya; en cuanto tenían la fuerza necesaria para buscar su alimento, no tardaban en abandonar a su madre misma, y como casi no había otro medio de encontrarse que no perderse de vista, bien pronto se hallaban en estado de no reconocerse unos a otros. Observad también que teniendo el niño que explicar todas sus necesidades, y, por tanto, más cosas que decir a la madre que la madre al niño, debe correr con los mayores gastos de la invención, y que el lenguaje que emplea tiene que ser en gran parte su propia obra, lo que multiplica tanto las lenguas como individuos hay para hablarlas, a lo cual contribuye también la vida errante y vagabunda, que no deja a ningún idioma el tiempo de adquirir consistencia. Decir que la madre dicta al niño las palabras que habrá de emplear para pedirle tal o cual cosa demuestra cómo se enseñan las lenguas ya formadas, pero no enseña cómo se forman.
Supongamos vencida esta primera dificultad; franqueemos por un momento el espacio inmenso que debió mediar entre el puro estado natural y la necesidad de las lenguas, y busquemos, suponiéndolas necesarias (20), cómo han podido empezar a establecerse. Nueva dificultad, mayor aún que la precedente, porque si los hombres han necesitado de la palabra para aprender a pensar, mayor necesidad han tenido de saber pensar para descubrir el arte de la palabra; y aunque se comprendiera cómo fueron tomados los sonidos de la voz por intérpretes convencionales de nuestras ideas, siempre quedaría por saber cuáles han podido ser los intérpretes de esa convención para las ideas que, careciendo de un objeto sensible, no podían ser indicadas ni por el gesto ni por la voz. De suerte que apenas se pueden formular conjeturas soportables sobre el nacimiento de este arte de comunicar los pensamientos y de establecer un comercio entre los espíritus, arte sublime que tan lejos se encuentra ya de su origen, pero que el filósofo ve todavía a tan prodigiosa distancia de su perfección, que no existe hombre alguno bastante atrevido para asegurar que ésta llegará algún día, aunque fueran suspendidas en su favor las revoluciones que el tiempo aporta necesariamente, y los prejuicios salieran de las Academias o se callasen ante ellas, y éstas pudieran ocuparse de este espinoso asunto durante siglos enteros y sin interrupción.
El primer lenguaje del hombre, el lenguaje más universal, más enérgico, el único de que hubo necesidad antes de que fuese necesario persuadir a hombres reunidos, fue el grito de la naturaleza. Como este grito sólo era arrancado por una especie de instinto en las ocasiones apremiantes para implorar ayuda en los grandes peligros o alivio en los dolores violentos, no era de uso frecuente en el uso ordinario de la vida, en el cual reinan sentimientos más moderados. Cuando las ideas de los hombres empezaron a desarrollarse y multiplicarse, estableciéndose entre ellos una comunicación más estrecha, buscaron signos más numerosos y un lenguaje más extenso; multiplicaron las inflexiones de la voz, acompañándolas de gestos, que, por su naturaleza, son más expresivos y cuyo sentido depende menos de una determinación anterior. Expresaban, pues, los objetos visibles y móviles por medio de gestos, y los que hieren el oído, por sonidos imitativos; pero como el gesto sólo indica los objetos presentes o fáciles de escribir y las acciones visibles; como no es de uso universal, porque la obscuridad o la interposición de un cuerpo le hacen inútil, y exige más bien atención que no la excita, se pensó, en fin, en substituir el gesto por las articulaciones de la voz, que, sin tener la misma relación con ciertas ideas, son más adecuadas para representarlas todas como signos instituidos; esa substitución no pudo hacerse sino por común consentimiento y de modo muy difícil de practicar para unos hombres cuyos órganos groseros no tenían todavía ningún ejercicio, y más difícil aún de concebir en sí misma, puesto que ese acuerdo unánime debió de ser razonado, y la palabra parece haber sido muy necesaria para establecer el uso de la palabra.
Se debe pensar que las primeras palabras que usaron los hombres tuvieron en su espíritu una significación mucho más extensa que las empleadas en las lenguas ya formadas, y que, ignorando la división de la oración en sus partes constitutivas, dieron al principio a cada palabra el sentido de una proposición entera. Cuando empezaron a distinguir el sujeto del atributo y el verbo del nombre substantivo, no fue éste un mediocre esfuerzo de genio. Los substantivos sólo fueron al principio nombres propios; el presente de infinitivo fue el único tiempo verbal; en cuanto a los adjetivos, su noción debió de desenvolverse muy difícilmente, porque todo adjetivo es un nombre abstracto y las abstracciones son operaciones penosas y poco naturales.
Cada objeto recibió al principio un nombre particular, sin considerar el género y la especie, que esos primeros fundadores no podían distinguir. Todos los individuos aparecieron a su espíritu aisladamente, como se hallan en el cuadro de la naturaleza; si una encina se llamaba A, otra se llamaba B, pues la primer idea que se deduce de dos cosas es que son distintas, y hace falta con frecuencia mucho tiempo para observar lo que tienen de común; de suerte que cuanto más limitados eran los conocimientos, más extensión adquiría el diccionario. Las dificultades de toda esta nomenclatura no pudieron ser vencidas fácilmente, porque para clasificar a los seres bajo denominaciones comunes y genéricas era preciso conocer las propiedades y las diferencias; eran necesarias observaciones y definiciones; es decir, hacía falta la historia natural y la metafísica, mucho más de lo que podían tener los hombres de ese tiempo.
Por otra parte, las ideas generales no pueden introducirse en el espíritu sino con ayuda de las palabras, y el entendimiento no las comprende sino por medio de proposiciones. Esta es una de las razones por las cuales los animales no pueden formarse tales ideas ni adquirir nunca la perfectibilidad que de ellas se deriva. Cuando un mono se lanza sin vacilar de una nuez a otra, ¿se cree que tiene la idea general de esta clase de fruto y que compara su arquetipo a esos dos individuos? No, sin duda; pero la vista de una de esas nueces evoca en su memoria las sensaciones que ha recibido de la otra, y sus ojos, modificados de cierta manera, anuncian a su gusto la modificación que va a recibir. Toda idea general es puramente intelectual; por poco que intervenga la imaginación, la idea se convierte en seguida en particular. Intentad trazar la imagen de un árbol en general: nunca lo conseguiréis; a pesar vuestro, será necesario ver uno, pequeño o grande, pobre o frondoso, claro u obscuro; y si dependiera de vosotros ver solamente lo que es común a todos los árboles, esta imagen no se parecería a ningún árbol. Los seres puramente abstractos se ven de la misma manera o no se conciben sino por el razonamiento. La sola definición del triángulo os da la verdadera idea; tan pronto como os figuráis uno en vuestro espíritu, es un triángulo determinado y no otro alguno, y no podéis evitar hacer sensibles sus líneas o coloreada la superficie. Es, pues, necesario enunciar proporciones; es preciso hablar para tener ideas generales, porque tan pronto como la imaginación se detiene, el espíritu no trabaja sino con ayuda del razonamiento. Si, por consiguiente, los primeros inventores del lenguaje no han podido dar nombres mas que a las ideas que ya tenían, se deduce de aquí que los primeros substantivos sólo han podido ser nombres propios.
Pero cuando, por medios que yo no concibo, nuestros nuevos gramáticos empezaron a extender sus ideas y a generalizar sus palabras, la ignorancia de los inventores debió de reducir este método a límites muy estrechos, y así como al principio habían multiplicado con exceso los nombres de los individuos por no conocer los géneros y las especies, después hicieron escaso número de especies y de géneros por no haber considerado a los seres en todas sus diferencias. Para dar mayor impulso a estas divisiones, hubiera hecho falta más experiencia y más cultura de las que podían tener, hubiera sido necesario más trabajo y más investigaciones que poder dedicar a esa tarea. Ahora bien; si aún hoy se descubren cada día nuevas especies, que habían escapado hasta ahora a todas nuestras observaciones, júzguese cuántas debieron substraerse al conocimiento de unos hombres que sólo consideraban las cosas bajo el primer aspecto. En cuanto a las clases primitivas y a las nociones más generales, es superfluo añadir que también debieron de escaparles. ¿Cómo, por ejemplo, habrían imaginado o entendido las palabras materia, espíritu, substancia, modo, figura, movimiento, toda vez que a nuestros mismos filósofos, que se sirven de ellas desde tan largo tiempo, cuéstales trabajo entenderlas, y dado que, siendo metafísicas las ideas que se asocian a esas palabras, no hallarían ningún modelo en la naturaleza?
Me detengo en estos primeros pasos y suplico a mis jueces suspendan en este punto la lectura para que consideren, solamente sobre la invención de las substantivos físicos, es decir, sobre la parte de la lengua más fácil de hallar, el camino que aún le queda para expresar todos los pensamientos de los hombres, para tomar una forma constante, para poder ser hablada públicamente e influir sobre la sociedad; les suplico que reflexionen cuánto tiempo y cuántos conocimientos han sido necesarios para descubrir los números (21), los nombres abstractos, los aoristos (22) y todos los tiempos de los verbos, las partículas, la sintaxis; para unir los razonamientos y construir la lógica del discurso. En cuanto a mí, asustado por las dificultades, que se multiplican a cada paso, y convencido de la imposibilidad casi demostrada de que las lenguas hayan podido nacer y establecerse por medios puramente humanos, dejo a quien quiera emprenderla la discusión de este difícil problema: si ha sido más necesaria la sociedad ya establecida para la institución de las lenguas, o las lenguas ya inventadas para la constitución de la sociedad.
Sea lo que fuere de estos orígenes, se ve cuando menos, en el escaso cuidado puesto por la naturaleza para aproximar a los hombres mediante necesidades mutuas y facilitarles el uso de la palabra, cuán poco ha preparado su sociabilidad y qué poco ha puesto de su parte para que se establecieran sus relaciones. En efecto; es imposible imaginar por qué en ese estado primitivo un hombre tendrá más necesidad de otro hombre que un mono o un lobo de sus semejantes; ni, suponiendo esa necesidad, qué motivo podría inducir al otro a acceder; ni tampoco, en este último caso, cómo podrían convenir entre ellos las condiciones. Bien sé que se repite incesantemente que nada habría sido tan miserable como el hombre en ese estado; mas si es verdad, como creo haberos demostrado, que no pudo hasta muchos siglos después tener el deseo y la ocasión de salir de aquel estado, habría que acusar a la naturaleza y no a quien ella hubiese constituido de ese modo. Pero, si yo comprendo bien ese término de miserable, es una palabra que, o no tiene ningún sentido, o significa una privación dolorosa o el sufrimiento del cuerpo o del alma. Ahora bien; desearía que se me explicase cuál puede ser el género de miseria de un ser libre cuyo corazón se halla en paz y el cuerpo en salud. Yo pregunto: de la vida social o natural, ¿cuál está más sujeta a convertirse en insoportable para quienes las disfrutan? Alrededor nuestro casi sólo vemos gentes lamentándose de su existencia y aun algunos que se privan de ella en cuanto está en su poder, no bastando apenas el concurso de la ley divina y de la humana para contener este desorden. Yo pregunto si alguna vez se ha oído decir que un salvaje en libertad hubiera tan sólo pensado en quejarse de la vida o en darse la muerte. Júzguese, pues, con menos orgullo de qué lado se halla la verdadera miseria. Al contrario: nada habría sido más miserable que el hombre salvaje deslumbrado por los conocimientos, atormentado por las pasiones y razonando sobre un estado diferente al suyo. Por una sapientísima providencia, las facultades que poseía en potencia no debían desarrollarse sino en las ocasiones de ejercerlas, a fin de que no fueran para él ni superfluas ni onerosas antes de tiempo, ni tardías e inútiles en caso necesario. Tenía en su solo instinto cuanto necesitaba para vivir en el estado natural; en la razón cultivada sólo tiene lo que necesita para vivir en sociedad.
Parece a primera vista que en este estado, no teniendo los hombres entre sí ninguna clase de relación moral ni de deberes conocidos, no podrían ser ni buenos ni malos, ni tenían vicios ni virtudes, a menos que, tomando estas palabras en un sentido físico, se llamen vicios del individuo las cualidades que pueden perjudicar su propia conservación, y virtudes, las que a ella puedan contribuir; en este caso, habría que considerar como más virtuoso a quien menos resistiera los meros impulsos de la naturaleza. Pero, sin apartarnos de su sentido ordinario, conviene retener la opinión que podríamos manifestar sobre tal situación y desconfiar de nuestros prejuicios hasta que, la balanza en la mano, se haya examinado si los hombres civilizados poseen más virtudes que vicios, o si sus virtudes son más ventajosas que funestos sus vicios, o si el progreso de sus conocimientos constituye una compensación suficiente de los males que mutuamente se causan a medida que aprenden el bien que debían hacerse, o si, bien mirado, no se encontrarían en una situación más feliz no teniendo daño que temer ni bien que esperar de nadie que hallándose sometidos a una dependencia universal y obligados a recibir todo de quienes no se obligan a darles nada.
No saquemos la conclusión, como Hobbes, de que, no teniendo ninguna idea de la bondad, el hombre es naturalmente malo; vicioso, porque no conoce la virtud; que niega siempre a sus semejantes los servicios que cree no deberles; que, en virtud del derecho que se arroga sobre las cosas que necesita, se imagina insensatamente ser el propietario único del universo entero. Hobbes ha visto muy bien el defecto de todas las definiciones modernas del derecho natural; pero las consecuencias que deduce de la suya demuestran que la toma en un sentido no menos falso. Razonando sobre los principios que enuncia, este autor debía decir que, siendo el estado de naturaleza aquel en que el cuidado de nuestra conservación es el menos perjudicial para la conservación de nuestros semejantes, éste era por consiguiente el estado más a propósito para la paz y el más conveniente para el género humano. Pues dice precisamente lo contrario, por haber hecho entrar, con gran desacierto, en el cuidado de la conservación del hombre salvaje la necesidad de satisfacer una multitud de pasiones que son producto de la sociedad y que han hecho necesarias las leyes. El malo, dice, es un niño fuerte. Falta saber si el hombre salvaje, es un niño fuerte. Aunque ello se concediera, ¿qué se deduciría? Que si, siendo fuerte, este hombre dependía de los demás tanto como siendo débil, no hay ninguna clase de excesos a los que no se entregara; que pegaría a su madre cuando tardase demasiado en darle de mamar; que estrangularía a uno de sus pequeños hermanos cuando estuviese enojado; que mordería al otro en la pierna cuando fuese tropezado o molestado. Pero ser fuerte y dependiente son supuestos contradictorios en el estado natural. El hombre es débil cuando está sometido a dependencia, y es libre antes de ser fuerte. Hobbes no ha visto que la misma causa que impide a los salvajes el uso de razón, como pretenden nuestros jurisconsultos, les impide al mismo tiempo el abuso de sus facultades, como él mismo pretende; de modo que podría decirse que los salvajes no son malos precisamente porque no saben qué cosa es ser buenos, toda vez que no es el desenvolvimiento de la razón ni el freno de la ley, sino la ignorancia del vicio y la calma de las pasiones, lo que los impide hacer el mal: Tanto plus in illis proficit vitiorum ignoratio, quam in his cognitio virtutis (23).
Hay además otro principio que Hobbes no ha observado, el cual, habiéndole sido dado al hombre para suavizar en ciertas circunstancias la ferocidad de su amor propio o su deseo de conservación antes del nacimiento de este amor (24), modera el ardor que siente por su bienestar con una innata repugnancia a ver sufrir a sus semejantes. No creo que deba temer una contradicción concediendo al hombre la única virtud natural que se ha visto obligado a reconocer el más furioso detractor de las virtudes humanas. Me refiero a la piedad, disposición adecuada a seres tan débiles y sujetos a tantos males como somos nosotros; virtud tanto más universal y tanto más útil al hombre cuanto que precede al uso de toda reflexión, y tan natural, que las bestias mismas dan de ella algunas veces sensibles muestras. Sin hablar de la ternura de las madres con sus pequeños y de los peligros que arrostran para protegerlos, obsérvase a diario la repugnancia que experimentan los caballos a pisotear un cuerpo vivo. Un animal no pasa nunca al lado de otro de su especie muerto sin sentir cierta inquietud; hasta hay animales que les dan una suerte de sepultura, y los tristes mugidos del ganado entrando en el matadero anuncian la impresión que recibe ante el horrible espectáculo que contempla. Con placer se ve al autor de la fábula Las abejas (25), obligado a reconocer al hombre como un ser compasivo y sensible, abandonar su estilo frío y sutil para ofrecernos la patética imagen de un hombre encerrado que ve fuera a una bestia feroz arrancar a un niño de brazos de su madre, triturar con sus mortíferos dientes sus débiles miembros y desgarrar con sus uñas las entrañas palpitantes de la criatura. ¡Qué horribles estremecimientos experimenta ese testigo de un suceso en el cual no interviene su interés personal! ¡Qué angustias sufro por no poder prestar auxilio alguno a la madre desvanecida y a la expirante criatura!
Tal es el puro movimiento de la naturaleza, anterior a toda reflexión; tal la fuerza de la piedad natural, que las costumbres más depravadas difícilmente pueden destruirla, puesto que se ve a diario en nuestros espectáculos enternecerse y llorar ante las desventuras de un infortunado a un tal que, de hallarse en el lugar del tirano, agravaría más aún los tormentos de su enemigo, semejante al sanguinario Sila, tan sensible ante las desgracias que él no había causado, o a ese Alejandro de Feres, que no osaba asistir a la representación de ninguna tragedia por temor de que se le viera llorar con Andrómaca y con Príamo, mientras escuchaba sin emocionarse los gritos de los ciudadanos que mandaba degollar todos los días.
Mollissima corda
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Humano generi dare se natura fatetur,
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Quae lacrymas dedit (26).
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Mandeville ha comprendido perfectamente que los hombres, con toda su moral, hubieran sido siempre unos monstruos si la naturaleza no les hubiese dado la piedad en apoyo de la razón; pero no ha visto que de esta sola cualidad se derivan todas las virtudes sociales que pretende negar a los hombres. En efecto: ¿qué es la generosidad, la clemencia, la humanidad, sino la piedad aplicada a los débiles, a los culpables, o a la especie humana en general? La benevolencia y la misma amistad son, bien miradas, productos de una constante piedad fijada en un objeto particular; pues desear que alguien no sufra, ¿qué es sino desear que sea feliz? Aun cuando fuera cierto que la conmiseración es sólo un sentimiento que nos pone en el lugar de quien sufre, sentimiento obscuro y vivo en el salvaje, desarrollado pero débil en el hombre civilizado, ¿qué importaría esto a la verdad de lo que afirmo, sino para darle más fuerza? En efecto: la conmiseración será tanto más enérgica cuanto más íntimamente se identifique el animal espectador con el animal paciente. Ahora bien; es evidente que esta identificación ha debido de ser infinitamente más estrecha en el estado de naturaleza que en el estado de razonamiento. Es la razón quien engendra el amor propio, y la reflexión lo fortifica; ella repliega al hombre sobre sí mismo; ella le aparta de todo lo que le molesta o le aflige. Es la filosofía quien le aísla; por ella dice en secreto, a la vista de un hombre que sufre: «Muere si quieres; yo estoy seguro.» Sólo los peligros de la sociedad entera turban el sueño tranquilo del filósofo y le arrancan del lecho. Se puede degollar impunemente a un semejante suyo bajo sus ventanas; no tiene más que taparse los oídos y razonar un poco para impedir a la naturaleza que se subleva dentro de él identificarlo con aquel a quien se asesina (27). El hombre salvaje carece de este admirable talento; falto de razón y de prudencia, vésele siempre entregarse aturdidamente al primer sentimiento de la humanidad. En los motines, en las contiendas callejeras, acude el populacho y el hombre prudente se aparta; es la canalla, son las mujeres del mercado quienes separan a los combatientes o impiden a la gente de bien su mutuo exterminio.
Es, por tanto, perfectamente cierto que la piedad es un sentimiento natural que, moderando en cada individuo de su amor a sí mismo, concurre a la mutua conservación de la especie. Ella nos impulsa sin previa reflexión al socorro de aquellos a quienes vemos sufrir; ella substituye en el estado natural a las leyes, a las costumbres y a la virtud, con la ventaja de que nadie se siente tentado de desobedecer su dulce voz; ella disuadirá a un salvaje fuerte de quitar a una débil criatura o a un viejo achacoso el alimento que han adquirido penosamente, si espera hallar el suyo en otra parte; ella inspira a todos los hombres, en lugar de la sublime máxima de justicia razonada Pórtate con los demás como quieres que se porten contigo, esta otra de bondad natural, acaso menos perfecta, pero mucho más útil que la anterior: Haz tu bien con el menor daño posible para otro. En una palabra: es en este sentimiento natural, más bien que en los sutiles argumentos, donde hay que buscar la causa de la repugnancia que todo hombre siente a obrar mal, aun independientemente de los preceptos de la educación. Aunque Sócrates y los espíritus de su tiempo puedan adquirir la virtud por medio del razonamiento, hace tiempo que habría desaparecido el género humano si su conservación hubiese dependido de quienes lo componen.
Con pasiones tan poco activas y un freno tan saludable, los hombres, más bien feroces que malos, más atentos a ponerse a cubierto del mal que podían recibir que inclinados a hacer daño a otros, no estaban expuestos a contiendas muy peligrosas. Como no tenían entre sí ninguna especie de relación; como por tanto, no conocían la vanidad, ni la consideración, ni la estima, ni el desprecio; como no tenían la menor noción del bien ni del mal, ni alguna idea verdadera de justicia; como miraban las violencias que podían recibir como daño fácil de reparar, y no como una injuria que debe ser castigada, y como ni siquiera pensaban en la venganza, a no ser tal vez maquinalmente y en el mismo momento, como el perro que muerde la piedra que se le arroja, sus disputas raramente hubieran tenido causa más importante que el alimento. Pero veo una más peligrosa y de la cual voy a tratar.
Entre las pasiones que agitan el corazón humano hay una, ardiente, impetuosa, que hace a un sexo necesario al otro; terrible pasión que desafía todos los peligros, destruye todos los obstáculos y más parece, en su furor, propia para aniquilar el género humano que no destinada a conservarlo. ¿Qué sería de los hombres presa de esta rabia desenfrenada y brutal, sin pudor ni continencia, y disputándose cada día sus amores al precio de su sangre?
Es preciso conceder desde luego que cuanto más violentas son las pasiones más necesarias son las leyes; pero, además de que los desórdenes y los crímenes que a diario causan esas pasiones demuestran demasiado la insuficiencia de las leyes a este respecto, convendría examinar si estos desórdenes no han nacido con las leyes mismas; porque entonces, aunque fueran capaces de reprimirlos, lo menos que podría exigírseles es que detuviesen un mal que sin ellas no existiría.
Empecemos por distinguir en el sentimiento del amor lo moral y lo físico. Lo físico es ese deseo general que impulsa a un sexo a unirse con otro. Lo moral es lo que determina ese deseo y lo fija exclusivamente en un solo objeto, o que, por lo menos, le da hacia ese objeto preferido un mayor grado de energía. Ahora bien; es fácil ver que lo moral del amor es un sentimiento facticio nacido del uso de la sociedad y elogiado por las mujeres con suma habilidad y cuidado para implantar su imperio y hacer dominante el sexo que debía obedecer. Como este sentimiento está fundado sobre ciertas nociones del mérito y de la belleza que un salvaje no se halla en estado de poseer, y sobre comparaciones que éste no puede hacer, debe de ser casi nulo para él; porque del mismo modo que su espíritu no ha podido forjar ideas abstractas de regularidad y de proporción, así su corazón no es tampoco susceptible de sentimiento de admiración y de amor, los cuales nacen, sin que uno se dé cuenta, de la aplicación de esas ideas. Únicamente escucha al temperamento que la naturaleza le ha dado, no al gusto que no ha podido adquirir, y cualquier mujer le parece buena.
Limitados a la parte física del amor y bastante felices para ignorar esas preferencias que irritan el sentimiento amoroso y aumentan las dificultades, los hombres deben de sentir menos frecuentemente y con menor viveza los ardores del temperamento, y, por consiguiente, sus disputas deben de ser más raras y menos crueles. La imaginación, que tantos estragos produce entre nosotros, no habla a esos corazones salvajes; cada uno espera tranquilamente los impulsos de la naturaleza, se entrega a ellos sin elección, con mayor placer que furor, y, satisfecha su necesidad, el deseo queda extinguido.
Es, pues, incontestable que así el amor como las demás pasiones no han adquirido sino en la sociedad ese ardor impetuoso que tan funestos los hace ser con frecuencia para los hombres. De modo que es en extremo ridículo representar a los salvajes exterminándose mutuamente y sin cesar por satisfacer su brutalidad, toda vez que esta opinión está en completa contradicción con la experiencia, pues los caribes, el pueblo que menos se ha apartado hasta aquí, entre todos los existentes, del estado natural, son precisamente los más tranquilos en sus amores y los menos sujetos a los celos, aunque viven bajo un clima abrasador, que parece dar a sus pasiones una actividad mayor.
Respecto a las consecuencias que podrían deducirse, en ciertas especies animales, de las luchas entre machos que en todo tiempo ensangrientan nuestros corrales o hacen retumbar los bosques en la primavera con sus gritos disputándose la hembra, es necesario empezar por excluir a todas aquellas especies en que la naturaleza ha establecido manifiestamente, por lo que hace al poder relativo de los sexos, distintas relaciones que entre nosotros; así, las peleas entre gallos no constituyen una inducción para la especie humana. En las especies en que la proporción está mejor observada, estas luchas sólo pueden tener por causa la escasez de hembras respecto al número de machos o los intervalos durante los cuales la hembra rehúsa constantemente ayuntarse con el macho, lo que equivale a la primer causa; porque si la hembra sólo admite al macho durante dos meses al año, es igual que si el número de hembras fuese cinco sextas partes menor. Pero ninguno de estos dos casos es aplicable a la especie humana, en la cual el número de las hembras excede generalmente al de varones, no habiéndose observado nunca tampoco, ni aun entre los salvajes, que las hembras tengan, como en las otras especies, épocas de celo y de abstención. Además, en muchas clases de animales, entrando la especie entera a la vez en mutua efervescencia, sobreviene un momento terrible de común ardor, de tumulto, desorden y combate; momento que no existe en la especie humana, porque el amor en ella no es periódico. No puede deducirse, por consiguiente, de los combates entre ciertos animales por la posesión de la hembra, que lo mismo sucedería al hombre en el estado natural; y aunque se pudiera sacar esa conclusión, así como esas luchas no destruyen esas especies, debe pensarse cuando menos que no serían más funestas para la nuestra; y aun parece que no causarían tantos estragos como causan en la sociedad, sobre todo en aquellos países en que, por respetarse todavía las costumbres, los celos de los amantes y la venganza de los maridos son diario motivo de duelos, crímenes y peores cosas; sociedad en que el deber de una eterna fidelidad sólo sirve para originar adulterios y donde las mismas leyes del honor y la continencia extienden necesariamente la corrupción y multiplican los abortos.
Concluyamos que el hombre salvaje, errante en los bosques, sin industria, sin palabra, sin domicilio, sin guerra y sin relaciones, sin necesidad alguna de sus semejantes, así como sin ningún deseo de perjudicarlos, quizá hasta sin reconocer nunca a ninguno individualmente; sujeto a pocas pasiones y bastándose a sí mismo, sólo tenía los sentimientos y las luces propias de este estado, sólo sentía sus verdaderas necesidades, sólo miraba aquello que le interesaba ver, y su inteligencia no progresaba más que su vanidad. Si por casualidad hacía algún descubrimiento, tanto menos podía comunicarlo cuanto que ni reconocía a sus hijos. El arte perecía con el inventor. No había educación ni progreso; las generaciones se multiplicaban inútilmente, y, partiendo siempre cada una del mismo punto, los siglos transcurrían en la tosquedad de las primeras edades; la especie era ya vieja, y el hombre seguía siendo siempre niño.
Si me he extendido tanto tiempo sobre la suposición de esta condición primitiva es porque, siendo necesario destruir antiguos errores y prejuicios, he creído que debía ahondar hasta las raíces para demostrar en el cuadro del verdadero estado de naturaleza cómo la desigualdad, aun natural, está lejos de tener en ese estado la realidad y la influencia que pretenden nuestros escritores.
En efecto: es fácil ver que, entre las diferencias que distinguen a los hombres, pasan por naturales muchas que son únicamente obra de la costumbre y de los diversos géneros de vida que llevan los hombres en la sociedad. Así, un temperamento fuerte o delicado, la fuerza o la debilidad que de éste dependen, proceden con frecuencia más de la manera ruda o afeminada con que uno ha sido criado que de la constitución primitiva del cuerpo. Lo mismo sucede con las fuerzas del espíritu, y no solamente la educación establece diferencias entre los espíritus cultivados y los que no lo están, sino que aumenta la que existe entre los primeros en proporción con la cultura, pues si un gigante y un enano van por el mismo camino, cada paso que adelanten dará una nueva ventaja al gigante. Ahora bien: si se compara la prodigiosa variedad de educación y de géneros de vida que reina en los diferentes órdenes del estado civil con la simplicidad y la uniformidad de la vida animal o salvaje, en la cual todos se nutren con los mismos alimentos, viven del mismo modo y hacen exactamente las mismas cosas, se comprenderá entonces cómo la diferencia de hombre a hombre debe ser menor en el estado de naturaleza que en el de sociedad, y cómo la desigualdad natural debe aumentar en la especie humana por la desigualdad de educación.
Pero aunque la naturaleza afectase en la distribución de sus dones tantas diferencias como se pretende, ¿qué ventajas gozarían los más favorecidos en perjuicio de los demás en un estado de cosas que no admitiría casi ninguna especie de relación entre ellos? Donde no hay amor, ¿de qué sirve la belleza? ¿De qué sirve el ingenio a gentes que no hablan nunca, y la astucia a los que no tienen negocios? Oigo repetir a cada instante que los más fuertes oprimirían a los débiles; pero explíqueseme qué se quiere decir con la palabra opresión. Unos dominarían con violencia, otros gemirían sometidos a su capricho. He aquí precisamente lo que observo entre nosotros; pero no veo cómo puede decirse esto de los hombres salvajes, a quienes difícilmente se haría comprender qué significan servidumbre y dominación. Podrá un hombre apoderarse de los frutos que otro ha cogido, de la caza que ha matado, de la caverna que le servía de asilo; pero ¿cómo conseguiría nunca hacerse obedecer y cuáles podrían ser las cadenas de la dependencia entre unos hombres que nada poseen? Si se me arroja de un árbol, libre estoy para ir a otro; si alguien me molesta en un sitio, ¿quién me impedirá marcharme a otra parte? ¿Hay un hombre de fuerza superior a la mía, y además bastante depravado, bastante perezoso, bastante feroz para obligarme a proveer a su subsistencia mientras él permanece ocioso? Pues es preciso que se resuelva a no perderme de vista un solo instante, a tenerme cuidadosamente atado durante su sueño por temor a que me escape o le mate; es decir, que se ve obligado a exponerse voluntariamente a una fatiga mucho más grande que la que quiere evitarse y que la que a mí me causa. Después de todo esto, si su vigilancia afloja un instante, si un ruido imprevisto le hace volver la cabeza, doy veinte pasos en el bosque, y mis cadenas quedan rotas y jamás en su vida vuelve a verme.
Sin necesidad de prolongar inútilmente estos detalles, cada cual debe ver que, no siendo los lazos de la servidumbre sino la dependencia mutua de los hombres y de las necesidades recíprocas que los unen, es imposible esclavizar a un hombre si antes no se le ha puesto en el caso de no poder prescindir de otro; y como esta situación no existe en el estado natural, todos se hallan libres del yugo, resultando, vana en él la ley del más fuerte.
Después de haber demostrado que la desigualdad apenas se manifiesta en el estado natural y que su influencia es casi nula, me falta explicar su origen y sus progresos en los desenvolvimientos sucesivos del espíritu humano. Después de haber demostrado que la perfectibilidad, las virtudes sociales y las demás facultades que el hombre natural había recibido en potencia no podían desarrollarse nunca por sí mismas; que para ello necesitaban el concurso fortuito de diferentes causas externas que podían no haber nacido nunca y sin las cuales el hombre natural hubiera permanecido eternamente en su condición primitiva, me falta considerar y reunir los diferentes azares que han podido, echando a perder la especie, perfeccionar la razón humana; volver malos a los seres haciéndolos sociables, y de un término tan lejano, traer al hombre y al mundo al punto en que los vemos.
Los acontecimientos que voy a describir pueden haber ocurrido de diferentes maneras; confieso, pues, que sólo me puedo decidir en su elección por conjeturas; pero, además de que estas conjeturas se convierten en razones cuando son las más probables conclusiones de la naturaleza de las cosas y los únicos medios de que puede disponerse para descubrir la verdad, las consecuencias que quiero deducir de las mías no serán por ello conjeturales, puesto que sobre los principios que he formulado no podría construirse ningún otro sistema que me proporcione los mismos resultados y del cual pueda sacar las mismas conclusiones.
Esto me dispensará de extender mis reflexiones sobre el modo como el lapso de tiempo transcurrido compensa la escasa verosimilitud de los acontecimientos; sobre el sorprendente poder de las pequeñas causas cuando obran sin descanso; sobre la imposibilidad en que nos hallamos, de un lado, de destruir ciertas hipótesis, si del otro no se les puede dar el grado de certidumbre de los hechos; sobre que, dados dos hechos como reales y habiendo que unirlos por una serie de hechos intermediarios, desconocidos o considerados como tales, corresponde a la Historia, cuando existe, procurar los hechos que sirven de enlace, o a la Filosofía, en su defecto, determinar los hechos análogos que pueden enlazarlos; y, en fin, sobre que, en materia de acontecimientos, la analogía reduce los hechos a un número mucho más pequeño de clases diferentes de lo que se imagina. Tengo suficiente con ofrecer estos temas a la consideración de mis jueces; me basta con haberme arreglado de modo que los lectores vulgares no tuvieran necesidad de considerarlos.
Segunda parte
El primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurrió decir esto es mío y halló gentes bastante simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos; cuántas miserias y horrores habría evitado al género humano aquel que hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la cerca o cubriendo el foso: «¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra de nadie!» Pero parece que ya entonces las cosas habían llegado al punto de no poder seguir más como estaban, pues la idea de propiedad, dependiendo de muchas, otras ideas anteriores que sólo pudieron nacer sucesivamente, no se formó de un golpe en el espíritu humano; fueron necesarios ciertos progresos, adquirir ciertos conocimientos y cierta industria, transmitirlos y aumentarlos de época en época, antes de llegar a ese último límite del estado natural. Tomemos, pues, las cosas desde más lejos y procuremos reunir en su solo punto de vista y en su orden más natural esa lenta sucesión de acontecimientos y conocimientos.
El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer cuidado, el de su conservación. Los productos de la tierra le proveían de todo, lo necesario; el instinto le llevó a usarlos. El hambre, otros deseos hacíanle experimentar sucesivamente diferentes modos de existir, y hubo uno que le invitó a perpetuar su especie; esta ciega inclinación, desprovista de todo sentimiento del corazón, sólo engendra un acto puramente animal; satisfecho el deseo, los dos sexos ya no se reconocían, y el hijo mismo nada era para la madre en cuanto podía prescindir de ella.
Tal fue la condición del hombre al nacer; tal fue la vida de un animal limitado al principio a las puras sensaciones, aprovechando apenas los dones que le ofrecía la naturaleza, lejos de pensar en arrancarle cosa alguna. Pero bien pronto surgieron dificultades; hubo que aprender a vencerlas. La altura de los árboles, que le impedía coger sus frutos; la concurrencia de los animales que intentaban arrebatárselos para alimentarse, y la ferocidad de los que atacaban su propia vida, todo le obligó a aplicarse a los ejercicios corporales; tuvo que hacerse ágil, rápido en la carrera, fuerte en la lucha. Las armas naturales, que son las ramas de los árboles y las piedras, pronto se hallaron en sus manos. Aprendió a dominar los obstáculos de la naturaleza, a combatir en caso necesario con los demás animales, a disputar a los hombres mismos su subsistencia o a resarcirse de lo que era preciso ceder al más fuerte.
A medida que se extendió el género humano, los trabajos se multiplicaron con los hombres. La diferencia de los terrenos, de los climas, de las estaciones, pudo forzarlos a establecerla en sus maneras de vivir. Los años estériles, los inviernos largos y crudos, los ardientes estíos, que todo consumen, exigieron de ellos una nueva industria. En las orillas del mar y de los ríos inventaron el sedal y el anzuelo, y se hicieron pescadores e ictiófagos (28). En los bosques construyéronse arcos y flechas, y fueron cazadores y guerreros. En los países fríos se cubrieron con las pieles de los animales muertos a sus manos. El rayo, un volcán o cualquier feliz azar les dio a conocer el fuego, nuevo recurso contra el rigor del invierno; aprendieron a conservar este elemento y después a reproducirlo, y, por último, a preparar con él la carne, que antes devoraban cruda.
Esta reiterada aplicación de seres distintos y de unos a otros debió naturalmente de engendrar en el espíritu del hombre la percepción de ciertas relaciones. Esas relaciones, que nosotros expresamos con las palabras grande, pequeño, fuerte, débil, rápido, lento, temeroso, arriesgado y otras ideas semejantes, produjeron al fin en él una especie de reflexión o más bien una prudencia maquinal, que le indicaba las precauciones más necesarias a su seguridad.
Las nuevas luces que resultaron de este desenvolvimiento aumentaron su superioridad sobre los demás animales haciéndosela conocer. Se ejercitó en tenderles lazos, en engañarlos de mil modos, y aunque muchos le superasen en fuerza en la lucha o en rapidez en la carrera, con el tiempo se hizo dueño de los que podían servirle y azote de los que podían perjudicarle. Y así, la primer mirada que se dirigió a sí mismo suscitó el primer movimiento de orgullo; y, sabiendo apenas distinguir las categorías y viéndose en la primera por su especie, así se preparaba de lejos a pretenderla por su individuo.
Aunque sus semejantes no fueran para él lo que son para nosotros, y aunque no tuviera con ellos mayor comercio que con los otros animales, no fueron olvidados en sus observaciones. Las semejanzas que pudo percibir con el tiempo entre ellos, su hembra y él mismo, le hicieron juzgar las que no percibía; viendo que todos se conducían como él se hubiera conducido en iguales circunstancias, dedujo que su manera de pensar y de sentir era enteramente conforme con la suya, y esta importante verdad, una vez arraigaba en su espíritu, le hizo seguir, por un presentimiento tan seguro y más vivo que la dialéctica, las reglas de conducta que, para ventaja y seguridad suya, más le convenía observar con ellos.
Instruido por la experiencia de que el amor del bienestar es el único móvil de las acciones humanas, pudo distinguir las raras ocasiones en que, por interés común, debía contar con la ayuda de sus semejantes, y aquellas otras, más raras aún, en que la concurrencia debía hacerle desconfiar de ellos. En el primer caso se unía a ellos en informe rebaño, o cuando más por una especie de asociación libre que a nadie obligaba y que sólo duraba el tiempo que la pasajera necesidad que la había formado; en el segundo, cada cual buscaba su provecho, bien a viva fuerza si creía ser más fuerte, bien por astucia y habilidad si sentíase el más débil.
He aquí cómo los hombres pudieron insensiblemente adquirir cierta idea rudimentaria de compromisos mutuos y de la ventaja de cumplirlos, pero sólo en la medida que podía exigirlos el interés presente y sensible, pues la previsión nada era para ellos, y, lejos de preocuparse de un lejano futuro, ni siquiera pensaban en el día siguiente. ¿Tratábase de cazar un ciervo? Todos comprendían que para ello debían guardar fielmente su puesto; pero si una liebre pasaba al alcance de uno de ellos, no cabe duda que la perseguiría sin ningún escrúpulo y que, cogida su presa, se cuidaría muy poco de que no se les escapase la suya a sus compañeros.
Fácil es comprender que semejantes relaciones no exigían un lenguaje mucho más refinado que el de las cornejas o los monos, que se agrupan poco más o menos del mismo modo. Durante mucho tiempo sólo debieron de componer el lenguaje universal gritos inarticulados, muchos gestos y algunos ruidos imitativos; unidos a esto en cada región algunos sonidos articulados y convencionales, cuyo origen, como ya he dicho, no es muy fácil de explicar, formáronse lenguas particulares, pero elementales, imperfectas, semejantes aproximadamente a las que aún tienen diferentes naciones salvajes de hoy día.
Atravieso como una flecha multitudes de siglos, forzado por el tiempo que transcurre, por la abundancia de cosas que he de decir y por el progreso casi imperceptible de los comienzos, pues tanto más lentos eran para sucederse, tanto más rápidos son para describir.
Estos primeros progresos pusieron en fin al hombre en estado de hacer otros más rápidos. Cuanto más se esclarecía el espíritu más se perfeccionaba la industria. Bien pronto los hombres, dejando de dormir bajo el primer árbol o de guarecerse en cavernas, hallaron una especie de hachas de piedra duras y cortantes que sirvieron para cortar la madera, cavar la tierra y construir chozas con las ramas de los árboles, que en seguida aprendieron a endurecer con barro y arcilla. Fue la época de una primera revolución, que originó el establecimiento y la diferenciación de las familias e introdujo una especie de propiedad, de la cual quizá nacieron ya entonces no pocas discordias y luchas. Sin embargo, como los más fuertes fueron con toda seguridad los primeros en construirse viviendas, porque sentíanse capaces de defenderlas, es de creer que los débiles hallaron más fácil y más seguro imitarlos que intentar desalojarlos de ellas; y en cuanto a los que ya poseían cabañas, ninguno de ellos debió de intentar apropiarse la de su vecino, menos porque no le perteneciera que porque no la necesitaba y porque, además, no podía apoderarse de ella sin exponerse a una viva lucha con la familia que la ocupaba.
Las primeras exteriorizaciones del corazón fueron el efecto de un nuevo estado de cosas que reunía en una habitación común a maridos y mujeres, a padres o hijos. El hábito de vivir juntos hizo nacer los más dulces sentimientos conocidos de los hombres: el amor conyugal y el amor paternal. Cada familia fue una pequeña sociedad, tanto mejor unida cuanto que el afecto recíproco y la libertad eran los únicos vínculos. Entonces fue cuando se estableció la primer diferencia en el modo de vivir de los dos sexos, que hasta entonces habían vivido de la misma manera. Las mujeres hiciéronse más sedentarias y se acostumbraron a guardar la cabaña y a cuidar de los hijos mientras el hombre iba a buscar la común subsistencia. Con una vida un poco más blanda, los dos sexos empezaron a perder algo de su ferocidad y de su vigor; pero si cada individuo separadamente se halló menos capaz de combatir a las fieras, fue en cambio más fácil reunirse para una resistencia común.
En este nuevo estado, llevando una vida simple y solitaria, con necesidades muy limitadas y los instrumentos que habían inventado para atenderlas, los hombres gozaban de una extremada ociosidad, que emplearon en procurarse diversas, comodidades que sus padres no habían conocido. Este fue el primer yugo que se impusieron sin pensar y la primer fuente de males que prepararon a sus descendientes; pues, además de que así continuaron debilitan de su cuerpo y su espíritu, y habiendo perdido esas comodidades, por la costumbre, todo su encanto y degenerado en verdaderas necesidades, la privación de ellas fue mucho más cruel que agradable era su posesión, y, sin ser feliz poseyéndolas, perdiéndolas érase desgraciado.
Se entrevé algo mejor en este punto cómo el uso de la palabra se estableció o se perfeccionó insensiblemente en el seno de cada familia, y aun se puede conjeturar cómo diversas causas particulares pudieron extender el lenguaje y acelerar su progreso haciéndole ser más necesario. Grandes inundaciones o temblores de tierra cercaron de aguas o de precipicios las regiones habitadas; revoluciones del globo desgarraron y cortaron en islas porciones del continente. Se concibe que entre hombres reunidos de ese modo y forzados a vivir juntos debió de formarse un idioma común, más bien que entre los que erraban libremente en los bosques de la tierra firme. Así, es muy probable que, después de sus primeros ensayos de navegación, los insulares hayan introducido entre nosotros el uso de la palabra; por lo menos es muy verosímil que la sociedad y las lenguas hayan nacido en las islas y en ellas se hayan perfeccionado antes de ser conocidas en el continente.
Todo empieza a cambiar de aspecto. Errantes hasta aquí en los bosques, los hombres, habiendo adquirido una situación más estable, van relacionándose lentamente, se reúnen en diversos agrupamientos y forman en fin en cada región una nación particular, unida en sus costumbres y caracteres, no por reglamentos y leyes, sino por el mismo género de vida y de alimentación y por la influencia del clima. Una permanente vecindad no puede dejar de engendrar en fin alguna relación entre diferentes familias. Jóvenes de distinto sexo habitan en cabañas vecinas; el pasajero comercio que exige la naturaleza bien pronto origina otro no menos dulce y más permanente por la mutua frecuentación. Habitúanse a considerar diversos objetos y a hacer comparaciones; insensiblemente adquieren ideas de mérito y de belleza que producen sentimientos de preferencia. A fuerza de verse, no pueden pasar sin verse todavía. Un sentimiento tierno y dulce se insinúa en el alma, que a la menor oposición se cambia en furor impetuoso; los celos se despiertan con el amor, triunfa la discordia, y la más dulce de las pasiones recibe sacrificios de sangre humana.
A medida que se suceden las ideas y los sentimientos y el espíritu y el corazón se ejercitan, la especie humana sigue domesticándose, las relaciones se extienden y se estrechan los vínculos. Los hombres se acostumbran a reunirse delante de las cabañas o, al pie de un gran árbol; el canto y la danza, verdaderos hijos del amor y del ocio, constituyen la diversión o, mejor, la ocupación de los hombres y de las mujeres agrupados y ociosos. Cada cual empezó a mirar a los demás y a querer ser mirado él mismo, y la estimación pública tuvo un precio. Aquel que mejor cantaba o bailaba, o el más hermoso, el más fuerte, el más diestro o el más elocuente, fue el más considerado; y éste fue el primer paso hacia la desigualdad y hacia el vicio al mismo tiempo. De estas primeras preferencias nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio; por otro, la vergüenza y la envidia, y la fermentación causada por esta nueva levadura produjo al fin compuestos fatales para la felicidad y la inocencia.
Tan pronto como los hombres empezaron a apreciarse mutuamente y se formó en su espíritu la idea de la consideración, todos pretendieron tener el mismo derecho, y no fue posible que faltase para nadie. De aquí nacieron los primeros deberes de la cortesía, aun entre los salvajes; y de aquí que toda injusticia voluntaria fuera considerada como un ultraje, porque con el daño que ocasionaba la injuria, el ofendido veía el desprecio de su persona, con frecuencia más insoportable que el daño mismo. De este modo, como cada cual castigaba el desprecio que se lo había inferido de modo proporcionado a la estima que tenía de sí mismo, las venganzas fueron terribles, y los hombres, sanguinarios y crueles. He ahí precisamente el grado a que había llegado la mayoría de los pueblos salvajes que nos son conocidos. Mas, por no haber distinguido suficientemente las ideas y observado cuán lejos se hallaban ya esos pueblos del estado natural, algunos se han precipitado a sacar la conclusión de que el hombre es naturalmente cruel y que es necesaria la autoridad para dulcificarlo, siendo así que nada hay tan dulce como él en su estado primitivo, cuando, colocado por la naturaleza a igual distancia de la estupidez de las bestias que de las nefastas luces del hombre civil, y limitado igualmente por el instinto y por la razón a defenderse del mal que le amenaza, la piedad natural le impide, sin ser impelido a ello por nada, hacer daño a nadie, ni aun después de haberlo él recibido. Porque, según el axioma del sabio Locke, no puede existir agravio donde no hay propiedad.
Pero es preciso señalar que la sociedad empezada y las relaciones ya establecidas entre los hombres exigían de éstos cualidades diferentes de las que poseían por su constitución primitiva; que, empezando a introducirse la moralidad en las acciones humanas y siendo cada uno, antes de las leyes, único juez y vengador de las ofensas recibidas, la bondad que convenía al puro estado de naturaleza no era la que convenía a la sociedad naciente; que era necesario que los castigos fueran más severos a medida que las ocasiones de ofender eran más frecuentes; que el terror de las venganzas tenía que ocupar el lugar del freno de las leyes. Así, aunque los hombres fuesen ya menos sufridos y la piedad natural ya hubiera experimentado alguna alteración, este período del desenvolvimiento de las facultades humanas, ocupando un justo medio entre la indolencia del estado primitivo y la petulante actividad de nuestro amor propio, debió de ser la época más feliz y duradera. Cuanto más se reflexiona, mejor se comprende que este estado era el menos sujeto a las revoluciones, el mejor para el hombre (29), del cual no ha debido salir sino por algún funesto azar, que, por el bien común, hubiera debido no acontecer nunca. El ejemplo de los salvajes, hallados casi todos en ese estado, parece confirmar que el género humano estaba hecho para permanecer siempre en él; que ese estado es la verdadera juventud del mundo, y que todos los progresos ulteriores han sido, en apariencia, otros tantos pasos hacia la perfección del individuo; en realidad, hacia la decrepitud de la especie.
Mientras los hombres se contentaron con sus rústicas cabañas; mientras se limitaron a coser sus vestidos de pieles con espinas vegetales o de pescado, a adornarse con plumas y conchas, a pintarse el cuerpo de distintos colores, a perfeccionar y embellecer sus arcos y sus flechas, a tallar con piedras cortantes canoas de pescadores o rudimentarios instrumentos de música; en una palabra, mientras sólo se aplicaron a trabajos que uno solo podía hacer y a las artes que no requerían el concurso de varias manos, vivieron libres, sanos, buenos y felices en la medida en que podían serlo por su naturaleza y siguieron disfrutando de las dulzuras de un trato independiente. Pero desde el instante en que mi hombre tuvo necesidad de la ayuda de otro; desde que se advirtió que era útil a uno solo poseer provisiones por dos, la igualdad desapareció, se introdujo la propiedad, el trabajo fue necesario y los bosques inmensos se trocaron en rientes campiñas que fue necesario regar con el sudor de los hombres y en las cuales viose bien pronto germinar y crecer con las cosechas la esclavitud y la miseria.
La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyo desenvolvimiento produjo esta gran revolución. Para el poeta son el oro y la plata; más para el filósofo son el hierro y el trigo los que han civilizado a los hombres y perdido al género humano. Uno y otro eran desconocidos de los salvajes de América, por lo cual han permanecido siempre los mismos; y los demás pueblos parece que siguieron bárbaros mientras no practicaron más que una sola de estas artes. Precisamente, una de las mejores razones quizá de que Europa haya sido, si no más pronto, mejor y más constantemente ordenada que las otras partes del mundo es que al mismo tiempo es la más abundante en hierro y la más fértil en trigo.
Es difícil conjeturar de qué modo han llegado los hombres a conocer y emplear el hierro, pues no es de creer que hayan imaginado por sí mismos extraer la materia de la mina y darle las preparaciones necesarias para su fusión antes de saber lo que resultaría. Por otra parte, no puede atribuirse este descubrimiento a un incendio casual, puesto que las minas se forman en lugares áridos y desprovistos de árboles y plantas; de suerte que parece que la naturaleza ha tomado sus precauciones para ocultarnos el fatal secreto. Sólo queda la extraordinaria circunstancia de que un volcán, vomitando materias metálicas en fusión, haya sugerido a los espectadores la idea de imitar esta operación de la naturaleza; pero es necesario suponer mucho valor y previsión para emprender un trabajo tan penoso y calcular desde mucho antes las ventajas que podían obtenerse, y esto sólo es admisible en espíritus más cultivados que lo debía estar el de los espectadores.
En cuanto a la agricultura, el principio fue conocido mucho antes de que se estableciera la práctica, pues no es probable que los hombres, siempre ocupados en sacar de los árboles y las plantas su subsistencia, hayan tardado mucho tiempo en advertirlos caminos que sigue la naturaleza para la generación de los vegetales; pero su industria no se inclinó probablemente hasta muy tarde de este lado, bien porque los árboles, que con la caza y la pesca proveían a su alimento, no necesitaban sus cuidados, sea por desconocer el uso del trigo, sea por falta de instrumentos para cultivarlo, bien por falta de previsión para las necesidades futuras, sea, en fin, por no haber medios para impedir a los demás que se apoderaran del fruto de su trabajo. Cuando ya fueron más industriosos, es de presumir que empezaron con piedras afiladas y palos puntiagudos a cultivar algunas legumbres o raíces en derredor de sus cabañas, mucho antes de saber trabajar el trigo y tener los instrumentos necesarios para el cultivo en grande; sin contar que para entregarse a esta labor y sembrar las tierras es preciso decidirse a perder alguna cosa primero para obtener mucho después, previsión grandemente extraña al espíritu del salvaje, que, como antes he dicho, tiene bastante con pensar por la mañana en sus necesidades de la tarde.
La invención de las otras artes fue, por tanto, necesaria para forzar al género humano a dedicarse a la agricultura. En cuanto hubo necesidad de hombres para fundir y forjar el hierro, fueron necesarios otros que los alimentaran. Cuanto mayor fue el número de obreros, menos manos hubo empleadas en proveer a la común subsistencia, sin haber por eso menos bocas que alimentar; y como unos necesitaron alimentos en cambio de su hierro, los otros descubrieron en fin el secreto de emplear el hierro para multiplicar los alimentos. De aquí nacieron, por una parte, el cultivo y la agricultura; por otra, el arte de trabajar los metales y multiplicar sus usos.
Del cultivo de las tierras resultó necesariamente su reparto, y de la propiedad, una vez reconocida, las primeras reglas de justicia, porque para dar a cada cual lo suyo es necesario que cada uno pueda tener alguna cosa. Por otro lado, los hombres ya habían empezado a pensar en el porvenir, y como todos tenían algo que perder, no había ninguno que no tuviera que temer para sí la represalia de los daños que podía causar a otro. Este origen es tanto más natural cuanto que es imposible concebir la idea de la propiedad naciente de otro modo que por la mano de obra, pues no se comprende que para apropiarse las cosas que no ha hecho pudiera el hombre poner más que su trabajo. Es el trabajo únicamente el que, dando derecho al cultivador sobre el producto de la tierra que ha trabajado, le da consiguientemente ese mismo derecho sobre el suelo, por lo menos hasta la cosecha, y así de año en año; lo que, constituyendo una posesión continua, se transforma fácilmente en propiedad. Cuando los antiguos, dice Grocio, dieron a Ceres el epíteto de legisladora y a una fiesta que se celebraba en su honor el nombre de Temosforia, dieron a entender que el reparto de las tierras había producido una nueva especie de derecho, es decir, el derecho de propiedad, diferente del que resulta de la ley natural.
En esta situación, las cosas hubieran podido permanecer iguales si las aptitudes hubieran sido iguales, y si, por ejemplo, el empleo del hierro y el consumo de los productos alimenticios hubieran guardado un equilibrio exacto. Pero la proporción, que nada mantenía, bien pronto quedó rota; el más fuerte hacía más obra; el más hábil sacaba mejor partido de lo suyo; el más ingenioso hallaba los medios de abreviar su trabajo; el labrador necesitaba más hierro, o el herrero más trigo; y trabajando todos igualmente, unos ganaban más mientras otros, apenas podían vivir. De este modo, la desigualdad natural se desenvuelve insensiblemente con la de combinación, y las diferencias entre los hombres, desarrolladas por las que originan las circunstancias, hácense más sensibles, más permanentes en sus efectos y empiezan a influir en la misma proporción sobre la suerte de los particulares.
En este punto las cosas, fácil es imaginar el resto. No me detendré a describir la invención sucesiva de las otras artes, el progreso de las lenguas, la prueba y el empleo de las aptitudes, la desigualdad de las fortunas, el uso y el abuso de las riquezas, ni todos los detalles que siguen a éstos y que cada uno puede fácilmente suponer. Me limitaré solamente a echar una ojeada sobre el género humano colocado en ese nuevo orden de cosas.
He aquí todas nuestras facultades desarrolladas, la memoria y la imaginación en juego, interesado el amor propio, la razón en actividad y el espíritu casi al término de la perfección de que es susceptible. He aquí todas las cualidades naturales puestas en acción, establecidas la condición y la suerte de cada hombre, no sólo en lo que se refiere a la cantidad de bienes y al poder de servir o perjudicar, sino en cuanto al espíritu, la belleza, la fuerza o la destreza, el mérito y las aptitudes. Siendo estas cualidades las únicas que podían atraer la consideración, bien pronto fue necesario o tenerlas o fingirlas; fue preciso, por el propio interés, aparecer distinto de lo que en verdad se era. Ser y parecer fueron dos cosas por completo diferentes, y de esta diferencia nacieron la ostentación imponente, la astucia engañosa y todos los vicios que forman su séquito. Por otra parte, de libre e independiente que era antes el hombre, vedle, por una multitud de nuevas necesidades, sometido, por así decir, a la naturaleza entera, y sobre todo a sus semejantes, de los cuales se convierte en esclavo aun siendo su señor: rico, necesita de sus servicios; pobre; de su ayuda, y la mediocridad le impide prescindir de aquéllos. Necesita, por tanto, buscar el modo de interesarlos en su suerte y hacerles hallar su propio interés, en realidad o en apariencia, trabajando en provecho suyo; lo cual le hace trapacero y artificioso con unos, imperioso y duro con otros, y le pone en la necesidad de engañar a todos aquellos que necesita, cuando no puede hacerse temer de ellos y no encuentra ningún interés en servirlos útilmente. En fin; la voraz ambición, la pasión por aumentar su relativa fortuna, menos por una verdadera necesidad que para elevarse por encima de los demás, inspira a todos los hombres una negra inclinación a perjudicarse mutuamente, una secreta envidia, tanto más peligrosa cuanto que, para herir con más seguridad, toma con frecuencia la máscara de la benevolencia; en una palabra: de un lado, competencia y rivalidad; de otro, oposición de intereses, y siempre el oculto deseo de buscar su provecho a expensas de los demás. Todos estos males son el primer efecto de la propiedad y la inseparable comitiva de la desigualdad naciente.
Antes de haberse inventado los signos representativos de las riquezas, éstas no podían consistir sino en tierras y en ganados, únicos bienes efectivos que los hombres podían poseer. Ahora bien; cuando las heredades crecieron en número y en extensión, hasta el punto de cubrir el suelo entero y de tocarse unas con otras, ya no pudieron extenderse más sitio a expensas de las otras, y los que no poseían ninguna porque la debilidad o la indolencia los había impedido adquirirlas a tiempo, se vieron obligados a recibir o arrebatar de manos de los ricos su subsistencia; de aquí empezaron a nacer, según el carácter de cada uno, la dominación y la servidumbre, o la violencia y las rapiñas. Los ricos, por su parte, apenas conocieron el placer de dominar, rápidamente desdeñaron los demás, y, sirviéndose de sus antiguos esclavos para someter a otros hombres a la servidumbre, no pensaron más que en subyugar y esclavizar a sus vecinos, semejantes a esos lobos hambrientos que, habiendo gustado una vez la carne humana, rechazan todo otro alimento y sólo quieren devorar hombres.
De este modo, haciendo los más poderosos de sus fuerzas o los más miserables de sus necesidades una especie de derecho al bien ajeno, equivalente, según ellos, al de propiedad, la igualdad deshecha fue seguida del más espantoso desorden; de este modo, las usurpaciones de los ricos, las depredaciones de los pobres, las pasiones desenfrenadas de todos, ahogando la piedad natural y la voz todavía débil de la justicia, hicieron a los hombres avaros, ambiciosos y malvados. Entre el derecho del más fuerte y el del primer ocupante alzábase un perpetuo conflicto, que no se terminaba sino por combates y crímenes (30). La naciente sociedad cedió la plaza al más horrible estado de guerra; el género humano, envilecido y desolado, no pudiendo volver sobre sus pasos ni renunciar a las desgraciadas adquisiciones que había hecho, y no trabajando sino en su vilipendio, por el abuso de las facultades que le honran, se puso a sí mismo en vísperas de su ruina.
Attonitus novitate mali, divesque, miserque,
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OVID., Metam., lib. XI, v. 127.
No es posible que los hombres no se hayan detenido a reflexionar al cabo sobre una situación tan miserable y sobre las calamidades que los agobiaban. Sobre todo los ricos debieron comprender cuán desventajoso era para ellos una guerra perpetua con cuyas consecuencias sólo ellos cargaban y en la cual el riesgo de la vida era común y el de los bienes particular. Por otra parte, cualquiera que fuera el pretexto que pudiesen dar a sus usurpaciones, demasiado sabían que sólo descansaban sobre un derecho, precario y abusivo, y que, adquiridas por la fuerza, la fuerza podía arrebatárselas sin que tuvieran derecho a quejarse. Aquellos mismos que sólo se habían enriquecido por la industria no podían tampoco ostentar sobre su propiedad mejores títulos. Podrían decir: «Yo he construido este muro; he ganado este terreno con mi trabajo.» Pero se les podía contestar: «¿Quién os ha dado las piedras? ¿Y en virtud de qué pretendéis cobrar a nuestras expensas un trabajo que nosotros no os hemos impuesto? ¿Ignoráis que multitud de hermanos vuestros perece o sufre por carecer de lo que a vosotros os sobra, y que necesitabais el consentimiento expreso y unánime del género humano para apropiaros de la común subsistencia lo que excediese de la vuestra?» Desprovisto de razones verdaderas para justificarse y de fuerza suficiente para defenderse; venciendo fácilmente a un particular, pero vencido él mismo por cuadrillas de bandidos; solo contra todos, y no pudiendo, a causa de sus mutuas rivalidades, unirse a sus iguales contra los enemigos unidos por el ansia común del pillaje, el rico, apremiado por la necesidad, concibió al fin el proyecto más premeditado que haya nacido jamás en el espíritu humano: emplear en su provecho las mismas fuerzas de quienes le atacaban, hacer de sus enemigos sus defensores, inspirarles otras máximas y darles otras instituciones que fueran para él tan favorables como adverso érale el derecho natural.
Con este fin, después de exponer a sus vecinos el horror de una situación que los armaba a todos contra todos, que hacía tan onerosas sus propiedades como sus necesidades, y en la cual nadie podía hallar seguridad ni en la pobreza ni en la riqueza, inventó fácilmente especiosas razones para conducirlos al fin que se proponía. «Unámonos -les dijo- para proteger a los débiles contra la opresión, contener a los ambiciosos y asegurar a cada uno la posesión de lo que le pertenece; hagamos reglamentos de justicia y de paz que todos estén obligados a observar, que no hagan excepción de nadie y que reparen en cierto modo los caprichos de la fortuna sometiendo igualmente al poderoso y al débil a deberes recíprocos. En una palabra: en lugar de volver nuestras fuerzas contra nosotros mismos, concentrémoslas en un poder supremo que nos gobierna con sabias leyes, que proteja y defienda a todos los miembros de la asociación, rechace a los enemigos comunes y nos mantenga en eterna concordia.»
Mucho menos que la equivalencia de este discurso fue preciso para decidir a hombres toscos, fáciles de seducir, que, por otra parte, tenían demasiadas cuestiones entre ellos para poder prescindir de árbitros, y demasiada avaricia y ambición para poderse pasar sin amos. Todos corrieron al encuentro de sus cadenas creyendo asegurar su libertad, pues, con bastante inteligencia para comprender las ventajas de una institución política, carecían de la experiencia necesaria para prevenir sus peligros; los más capaces de prever los abusos eran precisamente los que esperaban aprovecharse de ellos, y los mismos sabios vieron que era preciso resolverse a sacrificar una parte de su libertad para conservar la otra, del mismo modo que un herido se deja cortar un brazo para salvar el resto del cuerpo.
Tal fue o debió de ser el origen de la sociedad y de las leyes, que dieron nuevas trabas al débil y nuevas fuerzas al rico (32), aniquilaron para siempre la libertad natural, fijaron para todo tiempo la ley de la propiedad y de la desigualdad, hicieron de una astuta usurpación un derecho irrevocable, y, para provecho de unos cuantos ambiciosos, sujetaron a todo el género humano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria. Fácilmente se ve cómo el establecimiento de una sola sociedad hizo indispensable el de todas las demás, y de qué manera, para hacer frente a fuerzas unidas, fue necesario unirse a la vez. Las sociedades, multiplicándose o extendiéndose rápidamente, cubrieron bien pronto toda la superficie de la tierra, y ya no fue posible hallar un solo rincón en el universo donde se pudiera evadir el yugo y sustraer la cabeza al filo de la espada, con frecuencia mal manejada, que cada hombre vio perpetuamente suspendida encima de su cabeza. Habiéndose convertido así el derecho civil en la regla común de todos los ciudadanos, la ley natural no se conservó sino entre las diversas sociedades, donde, bajo el nombre de derecho de gentes, fue moderada por algunas convenciones tácitas para hacer posible el comercio y suplir a la conmiseración natural, la cual, perdiendo de sociedad en sociedad casi toda la fuerza que tenía de hombre a hombre, no reside ya sino en algunas grandes almas cosmopolitas que franquean las barreras imaginarias que separan a los pueblos y, a ejemplo del Ser soberano que las ha creado, abrazan en su benevolencia a todo el género humano.
Los cuerpos políticos, que siguieron entre sí en el estado natural, no tardaron en sufrir los mismos inconvenientes que habían forzado a los particulares a salir de él, y esta situación fue más funesta aún entre esos grandes cuerpos que antes entre los individuos que los componían. De aquí salieron las guerras nacionales, las batallas, los asesinatos, las represalias, que hacen estremecerse a la naturaleza y ofenden a la razón, y todos esos prejuicios horribles que colocan en la categoría de las virtudes el honor de derramar sangre humana. Las gentes más honorables aprendieron a contar entre sus deberes el de degollar a sus semejantes; viose en fin a los hombres exterminarse a millares sin saber por qué, y en un solo día se cometían más crímenes, y más horrores en el asalto de una sola ciudad, que no se hubieran cometido en el estado de naturaleza durante siglos enteros y en toda la extensión de la tierra. Tales son los primeros efectos que se observan de la división del género humano en diferentes sociedades. Volvamos a sus instituciones.
Yo sé que otros han atribuido diferentes orígenes a las sociedades políticas, como las conquistas del más fuerte o la unión de los débiles; pero la elección entre estas causas es indiferente para lo que quiero dejar asentado. Sin embargo, la que yo he expuesto me parece la más natural por las siguientes razones: Primera: Que, en el primer caso, el derecho de conquista, no siendo un derecho, no ha podido servir de fundamento a otro alguno, pues el conquistador y los pueblos sometidos permanecían siempre en estado de guerra, a menos que la nación, recobrada su plena libertad, no escogiera voluntariamente a su vencedor por su jefe; hasta entonces, sean cualesquiera las capitulaciones que se hubiesen hecho, como sólo descansan sobre la violencia y, por consiguiente, son nulas por ese mismo hecho, no puede haber, en esta hipótesis, ni verdadera sociedad, ni cuerpo político, ni otra ley que la del más fuerte. Segunda: Que las palabras fuerte y débil son equívocas en el segundo caso; que en el intervalo entre el establecimiento del derecho de propiedad o del primer ocupante y la constitución de gobiernos políticos, el sentido de esos términos es mejor expresado por los de pobre y rico, porque, en efecto, un hombre no tenía antes de la implantación de las leyes otro medio de someter a sus iguales que el de atacar a sus bienes o el de darle parte de los suyos. Tercera: Que, no teniendo los pobres otra cosa que perder sino su libertad, hubieran cometido una gran locura privándose voluntariamente del único bien que les quedaba para no ganar nada en el cambio; que, al contrario, sensibles los ricos, por así decir, en todas las partes de sus bienes, era mucho más fácil hacerles daño, por lo cual tenían que tomar muchas más precauciones para protegerse; y que, por último, es razonable creer que una cosa ha sido inventada más bien por aquellos a quienes beneficia que por los que con ella salen perjudicados.
El naciente gobierno no tuvo forma regular y constante. La falta de filosofía y de experiencia sólo dejaba ver las dificultades presentes, y no se pensaba en remediar las otras sino a medida que se presentaban. A pesar de todos los esfuerzos de los más sabios legisladores, el estado político permaneció siempre imperfecto porque era en gran parte la obra del azar, y, mal empezado, al descubrirse con el tiempo sus defectos y sugerir los remedios pertinentes, nunca pudieron corregirse los vicios de su constitución; se le reformaba sin cesar, cuando hubiera sido necesario empezar por renovar el aire y separar los viejos materiales, como hizo Licurgo en Esparta, para construir en su lugar un buen edificio.
La sociedad no consistió al principio más que en algunas convenciones generales que todos los particulares se comprometían a observar, de cuyo cumplimiento respondía la comunidad ante cada uno de ellos. Fue necesario que la experiencia demostrara cuán débil era semejante constitución y cuán fácil a los infractores eludir la prueba o el castigo de las faltas de que el público sólo debía ser testigo y juez; fue preciso que los contratiempos y los desórdenes menudeasen continuamente, para que al fin se pensara en confiar a algunos particulares el peligroso depósito de la autoridad pública y se encargara a ciertos magistrados el cuidado de hacer observar las deliberaciones del pueblo; pues decir que los jefes fueron elegidos antes de que la confederación fuese hecha y que los ministros de la ley existieron antes que las leyes mismas, es una suposición que ni siquiera es permitido combatir seriamente.
Tampoco sería muy razonable creer que los pueblos se arrojaron desde el primer momento en brazos de un amo absoluto, sin condiciones y para siempre, y que el primer medio de atender a la seguridad común imaginado por hombres arrogantes o indómitos haya sido precipitarse en la esclavitud. En efecto: ¿por qué se han dado a sí mismos superiores si no es para que los defendieran contra la opresión y protegieran sus bienes, sus libertades y sus vidas, que son, por así decir, los elementos constitutivos de su ser? Ahora bien en las relaciones entre los hombres, lo peor que puede sucederle a uno es verse a discreción de otro; ¿no hubiera sido, pues, contra el buen sentido abandonar entre las manos de un jefe las únicas cosas para cuya conservación necesitaban su auxilio? ¿Qué equivalente hubiera podido ofrecer éste por la concesión de tan magnífico derecho? Y si hubiera osado exigirlo con el pretexto de defenderlos, ¿no hubiese recibido inmediatamente la respuesta del apólogo: ¿Qué mal nos haría el enemigo? Es, pues, incontestable, y tal es el precepto fundamental de todo derecho político, que los pueblos se han dado jefes para defender su libertad y no para oprimirlos. Si tenemos un príncipe -decía Plinio a Trajano- es con el fin de que nos preserve de tener un amo.
Los políticos hacen sobre el amor de la libertad los mismos sofismas que los filósofos sobre el estado de naturaleza. Por las cosas que ven juzgan cosas muy distintas que no han visto, y atribuyen a los hombres una inclinación natural a la esclavitud por la paciencia con que soportan la suya aquellos que tienen ante los ojos, sin pensar que sucede con la libertad como con la inocencia y la virtud, cuyo valor no se conoce mientras no se gozan, el gusto de las cuales desaparece tan pronto como se han perdido. «Conozco las delicias de tu país -dijo Brasidas a un sátrapa que comparaba la vida de Esparta con la de Persépolis-, pero tú no puedes conocer los placeres del mío.»
Al modo como un indómito cerril eriza sus crines, hiere la tierra con sus cascos y se debate impetuoso con sólo ver el freno, mientras un caballo domado sufre pacientemente el látigo y la espuela, el hombre bárbaro no dobla la cabeza al yugo, que el hombre civilizado soporta sin murmurar, y prefiere la más agitada libertad a una tranquila sujeción. No es, pues, por envilecimiento de los pueblos sometidos por lo que hay que juzgar las disposiciones naturales de los hombres en pro o en contra de la servidumbre, sino por los prodigios que han hecho todos los pueblos libres para protegerse contra la opresión. Bien sé que los primeros no hacen más que alabar sin cesar la paz y el reposo de que gozan entre sus hierros y que miserrimam servitutens pacem appellant (33); pero cuando veo a los otros sacrificar los placeres, el reposo, las riquezas, el poderío y hasta la vida misma para conservar ese bien único tan despreciado por los que lo han perdido; cuando veo a unos animales nacidos libres y aborreciendo la sumisión romperse la cabeza contra las rejas de su prisión; cuando veo a muchedumbres de salvajes completamente desnudos desdeñar las voluptuosidades europeas, desafiar el hambre, el fuego, el hierro y la muerte solamente por conservar su independencia, pienso que no corresponde a los esclavos razonar sobre la libertad.
En cuanto a la autoridad paternal, de la cual han hecho derivar algunos el gobierno absoluto y aun la sociedad entera, sin recurrir a las pruebas contrarias de Locke y de Sidney, basta con indicar que nada hay en el mundo tan lejos del espíritu feroz del despotismo como la dulzura de esa autoridad, que atiende más al provecho de quien obedece que a la utilidad del que manda; que, por ley natural, el padre sólo es dueño del hijo mientras éste necesita su ayuda; que después de este término son iguales, y que entonces el hijo, perfectamente independiente de su padre, sólo le debe respeto, mas no obediencia; porque el reconocimiento es un deber que hay que cumplir, pero no un derecho que se pueda exigir. En lugar de decir que la sociedad civil se deriva del poder paternal, sería necesario decir, al contrario, que es de ella de quien ese poder tiene su principal fuerza. Un individuo no fue reconocido por el padre de varios sino cuando todos permanecieron a su lado. Los bienes del padre, de los cuales él es el verdadero dueño, son los lazos que mantienen a los hijos bajo su dependencia, y él puede no darles parte en la herencia sino en la medida en que lo hayan merecido por un contimio acatamiento de su voluntad. Ahora bien: lejos de poder esperar los súbditos favor semejante de su déspota, como le pertenecen ellos y las cosas que poseen, o al menos así lo pretende aquél, se ven reducidos a recibir como un favor lo que les deja de sus propios bienes; hace justicia cuando los despoja; concede gracia cuando los deja vivir.
Continuando el examen de los hechos desde el punto de vista del derecho, no se hallaría más solidez que veracidad en la implantación voluntaria de la tiranía, y sería difícil demostrar la validez de un contrato que sólo obligaría a una de las partes, en el cual se pondría todo de un lado y nada del otro y que sólo redundaría en perjuicio del contrayente. Este odioso sistema está muy lejos de ser; aun hoy día, el de los monarcas sabios y buenos, como puede verse en diversos pasajes de sus edictos, y particularmente en el siguiente, de un célebre escrito publicado en 1667 en nombre y por orden de Luis XIV: «No se diga, pues, que el soberano no se halla sujeto a las leyes de su Estado, puesto que la proposición contraria es una verdad del derecho de gentes, que la lisonja ha atacado algunas veces, pero que los buenos príncipes han defendido siempre como una divinidad tutelar de su Estado. ¡Cuánto más legítimo es decir con el sabio Platón que la perfecta felicidad de un reino consiste en que el príncipe sea obedecido de sus súbditos, que él obedezca a la ley y que la ley sea recta y encaminada siempre al bien público!» (34). No me detendré a averiguar si, siendo la libertad la más noble de las facultades del hombre, no es degradar su naturaleza ponerse al nivel de las bestias, esclavas de su instinto, y aun ofender al mismo Autor de sus días, el renunciar sin reserva al más precioso de todos sus dones, el someterse a cometer todos los crímenes que El nos prohíbe, por complacer a un amo feroz e insensato, y si aquel Obrero sublime debe sentirse más irritado al ver destruir o al ver deshonrar su obra más hermosa. No apelaré, si se quiere, a la autoridad de Barbeyrac, que declara netamente, según Locke, que nadie puede vender su libertad hasta someterse a un poder arbitrario que lo trata a su capricho, porque -añade- sería vender su propia vida, de la cual uno no es dueño. Preguntaré solamente con qué derecho aquellos que no temen envilecerse a sí mismos hasta ese punto han sometido su posteridad a la misma ignominia y han renunciado por ella a unos bienes que ésta no debe a su liberalidad y sin los cuales la vida misma es una carga para todos aquellos que son dignos de ella.
Puffendorff (35) dice que, del mismo modo que una persona transfiere a otra sus bienes por medio de convenciones y contratos, de igual manera puede despojarse de su libertad en favor de alguno. Me parece un malísimo razonamiento, porque, en primer lugar, los bienes que yo enajeno se convierten para mí en cosa completamente extraña, cuyo abuso me es indiferente; pero me importa mucho que no se abuse de mi libertad, y yo no puedo, sin hacerme culpable del daño que se me obligará a hacer, exponerme a ser instrumento del crimen. En segundo lugar, siendo el derecho de propiedad de institución humana, cada uno puede disponer a su antojo de aquello que posee; pero no sucede lo mismo con los dones esenciales de la naturaleza, como la vida y la libertad, de los cuales le está permitido a cada uno gozar, mas de los que, al menos es dudoso, nadie tiene el derecho de despojarse. Renunciando a la libertad se degrada el ser; renunciando a la vida, se le aniquila en cuanto depende de uno mismo; y como ningún bien temporal puede compensar la falta de una o de otra, sería ofender al mismo tiempo a la naturaleza y a la razón renunciar a aquéllas a cualquier precio que fuera. Pero aunque se pudiera enajenar la libertad como los bienes propios, la diferencia sería muy grande en cuanto a los hijos, que no disfrutan de los bienes del padre sino por la transmisión de su derecho, mientras que siendo la libertad un don que han recibido de la naturaleza en su calidad de hombres, sus progenitores no tienen ningún derecho a despojarlos de ella; de suerte que, de igual manera que hubo de violentarse a la naturaleza para implantar la esclavitud, así ha sido preciso cambiarla para perpetuar ese derecho, y los jurisconsultos que decidieron gravemente que el hijo de una esclava nacería esclavo resolvieron, en otros términos, que un hombre no nace hombre.
Me parece cierto, pues, que no sólo los gobiernos no han empezado por el poder arbitrario, que no es sino su corrupción, su último extremo, y que los lleva en fin a la ley única del más fuerte, de la cual fueron al principio su remedio, sino que, aunque hubieran efectivamente empezado de ese modo, tal poder, siendo por naturaleza ilegítimo, no ha podido servir de fundamento a las leyes de la sociedad ni, por consiguiente, a la desigualdad de estado.
Sin entrar hoy en las investigaciones que están por hacer todavía sobre la naturaleza del pacto fundarnental de todo gobierno, me limito, siguiendo la opinión común, a considerar aquí la fundación del cuerpo político como un verdadero contrato entre los pueblos y los jefes que eligió para su gobierno, contrato por el cual se obligan las dos partes a la observación de las leyes que en él se estipulan y que constituyen los vínculos de su unión. Habiendo el pueblo, a propósito de las relaciones sociales, reunido todas sus voluntades en una sola, todos los artículos en que se expresa esa voluntad son otras tantas leyes fundamentales que obligan a todos los miembros del Estado sin excepción, una de las cuales determina la elección y el poder de los magistrados encargados de velar por la ejecución de las otras. Este poder se extiende a todo lo que puede mantener la constitución, pero no alcanza a poder cambiarla. Se añaden además los honores que hacen respetables las leyes y los magistrados, y para éstos personalmente, prerrogativas que los compensan de los penosos trabajos que cuesta una buena administración. El magistrado, a su vez, obligase a no usar el poder que le ha sido confiado sino conforme a la intención de sus mandatarios, a mantener a cada uno en el tranquilo disfrute de aquello que le pertenece, y a anteponer en toda ocasión la útilidad pública a su interés privado.
Antes de que la experiencia hubiese demostrado o que el conocimiento del corazón humano hubiera hecho prever los inevitables abusos de semejante constitución, debió parecer tanto más excelente cuanto que aquellos que estaban encargados de velar por su conservación eran los más interesados en ello; pues como la magistratura y sus derechos descansaban solamente sobre las leyes fundamentales, si éstas eran destruídas los magistrados dejaban de ser legítimos y el pueblo dejaba de deberles obediencia, y como la esencia del Estado no estaría constituida por el magistrado, sino por la ley, cada cual recobraría de derecho su libertad natural.
Por poco que se reflexionara atentamente, esto se hallaría confirmado por nuevas razones, y por la naturaleza del contrato se vería que éste no podría ser irrevocable; porque si no existía un poder superior que pudiera responder de la fidelidad de los contratantes ni forzarlos a cumplir sus compromisos recíprocos, las partes serían los únicos jueces de su propia causa y cada una tendría siempre el derecho de rescindir el contrato tan pronto como advirtiera que la otra infringía las condiciones, o bien cuando éstas dejaran de convenirle. Sobre este principio parece que puede estar fundado el derecho de abdicar. Ahora bien: a no considerar, como hacemos nosotros, más que la constitución humana, si el magistrado, que detenta, todo el poder y se apropia todas las ventajas del contrato, tenía el derecho de renunciar a la autoridad, con mayor razón el pueblo, que paga todos los errores de sus jefes, debía tener el derecho de renunciar a la dependencia. Pero las terribles disensiones, los desórdenes sin fin que traería consigo un poder tan peligroso, demuestran más que ningana otra cosa cómo los gobiernos humanos necesitaban una base más sólida que la sola razón y cómo era necesario a la tranquilidad pública que interviniera la voluntad divina para dar a la autoridad soberana un carácter sagrado e inviolable que privara a los súbditos del funesto derecho de disponer de esa autoridad. Aunque la religión no hubiera producido a los hombres más que este bien, sería suficiente para que todos la amaran y la adoptaran, aun con sus abusos, puesto que ahorra mucha más sangre que la derramada por el fanatismo. Pero sigamos el hilo de nuestra hipótesis.
Las diversas formas de gobierno deben su origen a las diferencias más o menos grandes que existían entre los particulares en el momento de su institución. ¿Había un hombre eminente en poder, en virtud, en riqueza o en crédito? Ese solo fue elegido magistrado, y el Estado fue monárquico. ¿Había algunos, aproximadamente iguales entre sí, que excedieran a todos los demás? Fueron elegidos conjuntamente, y hubo una aristocracia. Aquellos cuya fortuna o cuyos talentos eran menos desproporcionados y que menos se habían apartado del estado natural guardaron en común la administración suprema y constituyeron una democracia. El tiempo experimentó cuál de esas formas era la más ventajosa para los hombres. Unos quedaron sometidos únicamente a las leyes; otros bien pronto obedecieron a los amos. Los ciudadanos quisieron guardar su libertad; los súbditos sólo pensaron en arrebatársela a sus vecinos no pudiendo sufrir que otros gozaran un bien que no disfrutaban ellos mismos. En una palabra: en un lado estuvieron las riquezas y las conquistas; en otro, la felicidad y la virtud.
En estos diversos gobiernos todas las magistraturas fueron al principio electivas, y cuando la riqueza no la obtenía, la preferencia era otorgada al mérito, que concede un ascendiente natural, y a la edad, que da la experiencia en los asuntos y la sangre fría en las deliberaciones. Los ancianos entre los hebreos, los gerontes de Esparta, el senado de Roma y la misma etimología de nuestra palabra seigneur (36) demuestran cuán respetada era en otro tiempo la vejez. Cuanto más recaía el nombramiento en hombres de edad avanzada más frecuentes eran las elecciones y las dificultades se hacían sentir más. Se introdujeron las intrigas, se formaron las facciones, se agriaron los partidos, se encendieron las guerras civiles; en fin, la sangre de los ciudadanos fue sacrificada al pretendido honor del Estado, y halláronse los hombres en vísperas de recaer en la anarquía de los tiempos pasados. La ambición de los poderosos aprovechó estas circunstancias para perpetuar sus cargos en sus familias; el pueblo, acostumbrado ya a la dependencia, al reposo y a las comodidades de la vida, incapacitado ya para romper sus hierros, consintió la agravación de su servidumbre para asegurar su tranquilidad. Así, los jefes, convertidos en hereditarios, empezaron a considerar su magistratura como un bien de familia, a mirarse a sí mismos como propietarios del Estado, del cual no eran al principio sino los empleados; a llamar esclavos a sus conciudadanos; a contarlos, como sí fueran animales, en el número de las cosas que les pertenecían, y a llamarse a sí mismos iguales de los dioses y reyes de reyes.
Si seguimos el progreso de la desigualdad a través de estas diversas revoluciones, hallaremos que el establecimiento de la ley y del derecho de propiedad fue su primer término; el segundo, la institución de la magistratura; el tercero y último, la mudanza del poder legítimo en poder arbitrario; de suerte que el estado de rico y de pobre fue autorizado por la primer época; el de poderoso y débil, por la segunda; y por la tercera, el de señor y esclavo, que es el último grado de la desigualdad y el término a que conducen en fin todos los otros, hasta que nuevas renovaciones disuelven por completo el gobierno o le retrotraen a su forma legítima.
Para comprender la necesidad de ese progreso no es necesario considerar tanto los motivos de la fundación del cuerpo político como la forma que toma en su realización y los inconvenientes que después suscita, pues los vicios que hacen necesarias las instituciones sociales son los mismos que hacen inevitable el abuso; y como, exceptuada solamente Esparta, donde la ley velaba principalmente por la educación de los niños, donde Licurgo estableció costumbres que casi le dispensaban de promulgar leyes, éstas, en general, menos fuertes que las pasiones, contienen a los hombres pero no los cambian, sería fácil demostrar que todo gobierno que, sin corromperse ni alterarse, procediera siempre exactamente según el fin de su existencia, habría sido instituido sin necesidad, y que un país en que nadie eludiera el cumplimiento de las leyes ni nadie abusara de la magistratura no tendría necesidad ni de magistrados ni de leyes.
Las distinciones políticas engendran necesariamente las diferencias civiles. La desigualdad, creciendo entre el pueblo y sus jefes, bien pronto se deja sentir entre los particulares, modificándose de mil maneras, según las pasiones, los talentos y las circunstancias. El magistrado no podría usurpar un poder ilegítimo sin rodearse de criaturas a su hechura, a las cuales tiene que ceder una parte. Por otro lado, los ciudadanos no se dejan oprimir sino arrastrados por una ciega ambición, y, mirando más hacia el suelo que hacia el cielo, la dominación les parece mejor que la independencia, y consienten llevar cadenas para poder imponerlas a su vez. Es muy difícil someter a la obediencia a aquel que no busca mandar, y el político más astuto no hallaría el modo de sojuzgar a unos hombres que sólo quisieran conservar su libertad. Pero la desigualdad se extiende sin trabajo entre las almas ambiciosas y viles, dispuestas siempre a correr los riesgos de la fortuna y a dominar u obedecer casi indiferentemente, según que la fortuna les sea favorable o adversa. Así, sucedió que pudo llegar un tiempo en que el pueblo estaba de tal modo fascinado, que sus conductores no tenían más que decir al más ínfimo de los hombres «¡sé grande tú y toda tu raza!», para que al instante pareciese grande a todo el mundo y a sus propios ojos y sus descendientes se elevaran a medida que se alejaban de él; cuanto más lejana e incierta era la causa, más aumentaba el efecto; cuantos más holgazanes podían contarse en una familia, más ilustre era.
Si fuera éste el lugar de entrar en tales detalles, explicaría fácilmente cómo, aunque no intervenga el gobierno, la desigualdad de consideración y de autoridad es inevitable entre particulares (37) tan pronto como, reunidos en una sociedad, se ven forzados a compararse entre sí y a tener en cuenta las diferencias que encuentran en el trato continuo y recíproco. Estas diferencias son de varias clases; pero como, en general, la riqueza, la nobleza, el rango, el poderío o el mérito personal son las distinciones principales por las cuales se mide a los hombres en la sociedad, probaría que la armonía o el choque de estas fuerzas diversas constituyen la indicación más segura de un Estado bien o mal constituido; haría ver que entre estas cuatro clases de desigualdad, como las cualidades personales son el origen de todas las demás, la riqueza es la última y a la cual se reducen al cabo las otras, porque, como es la más inmediatamente útil al bienestar y la más fácil de comunicar, de ella se sirven holgadamente los hombres para comprar las restantes, observación que permite juzgar con bastante exactitud en qué medida se ha apartado cada pueblo de su constitución primitiva y el camino que ha recorrido hacia el extremo límite de la corrupción. Señalaría de qué manera ese deseo universal de reputación, de honores y prerrogativas que a todos nos devora, ejercita y contrasta los talentos y las fuerzas, cómo excita y multiplica las pasiones y cómo al convertir a todos los hombres en concurrentes, rivales o, mejor, enemigos, origina a diario desgracias, triunfos y catástrofes de toda especie haciendo correr la misma pista a tantos pretendientes. Demostraría que a este ardiente deseo de notabilidad, que a este furor de sobresalir que nos mantiene en continua excitación, debemos lo que hay de mejor y peor entre los hombres, nuestras virtudes y nuestros vicios, nuestras ciencias y nuestros errores, nuestros conquistadores y filósofos; es decir, una multitud de cosas malas y un escaso número de buenas. Probaría, en fin, que si se ve a un puñado de poderosos y ricos en la cima de las grandezas y de la fortuna, mientras la muchedumbre se arrastra en la obscuridad y en la miseria, es porque los primeros no aprecian las cosas de que disfrutan sino porque los otros están privados de ellas, y que, sin cambiar de situación, dejarían de ser dichosos si el pueblo dejara de ser miserable.
Pero todos estos detalles constituirían por sí solos la materia de una obra considerable en la cual se pesaran las ventajas e inconvenientes de toda forma de gobierno con relación al estado natural y en la que se descubrieran los diferentes aspectos bajo los cuales se ha manifestado hasta hoy la desigualdad y podría manifestarse en los siglos futuros según la naturaleza de los gobiernos y las mudanzas que el tiempo introducirá en ellos necesariamente. Se vería a la multitud oprimida en el interior por una serie de medidas que ella misma había adoptado para protegerse contra las amenazas del exterior; se vería agravarse continuamente la opresión sin que los oprimidos pudieran saber nunca cuándo tendría término ni qué medio legítimo les quedaba para detenerla; veríanse los derechos de los ciudadanos y las libertades nacionales extinguirse poco a poco, y las reclamaciones de los débiles tratadas de murmullos de sediciosos; veríase a la política restringir el honor de defender la causa común a una porción mercenaria del pueblo, de donde se vería salir la necesidad de impuestos, y al labrador agobiado abandonar su campo, aun en tiempo de paz, y dejar el arado para ceñir la espada; veríanse nacer las funestas y caprichosas reglas del honor; veríanse a los defensores de la patria mudarse tarde o temprano en sus enemigos y tener sin cesar un puñal alzado sobre sus conciudadanos, y llegaría un tiempo en que se oiría a éstos decir al opresor de su país:
Pectore si fratris gladium juguloque parentis
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Condere me jubeas, gravidaeque in viscera partu
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Conjugis, invita peragam tamen omnia dextra (38).
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LUCANO, lib. I, v. 376.
De la extrema desigualdad de las condiciones y de las fortunas; de la diversidad de las pasiones y de los talentos; de las artes inútiles, de las artes perniciosas, de las ciencias frívolas, saldría muchedumbre de prejuicios igualmente contrarios a la razón, a la felicidad y a la virtud; veríase a los jefes fomentar, desuniéndolos, todo lo que puede debilitar a hombres unidos, todo lo que puede dar a la sociedad un aspecto de concordia aparente y sembrar im germen de discordia real, todo cuanto puede inspirar a los diferentes órdenes una desconfianza mutua y un odio recíproco por la oposición de sus derechos y de sus intereses, y fortificar por consiguiente el poder que los contiene a todos.
Del seno de estos desórdenes y revoluciones, el despotismo, levantando por grados su odiosa cabeza y devorando cuanto percibiera de bueno y de sano en todas las partes del Estado, llegaría en fin a pisotear las leyes y el pueblo y a establecerse sobre las ruinas de la república. Los tiempos que precedieran a esta última mudanza serían tiempos de trastornos y, calamidades; mas al cabo todo sería devorado por el monstruo, y los pueblos ya no tendrían ni jefes ni leyes, sino tiranos. Desde este instante dejaría de hablarse de costumbres y de virtud, porque donde reina el despotismo, cui ex honesto nulla est spes (39) no sufre ningún otro amo; tan pronto como habla, no hay probidad ni deber alguno que deba ser consultado, y la más ciega obediencia es la única virtud que les queda a los esclavos.
Éste es el último término de la desigualdad, el punto extremo que cierra el círculo y toca el punto de donde hemos partido. Aquí es donde los particulares vuelven a ser iguales, porque ya no son nada y porque, como los súbditos no tienen más ley que la voluntad de su señor, ni el señor más regla que sus pasiones, las nociones del bien y los principios de la justicia se desvanecen de nuevo; aquí todo se reduce a la sola ley del más fuerte, y, por consiguiente, a un nuevo estado de naturaleza diferente de aquel por el cual hemos empezado, en que este último era el estado natural en su pureza y otro es el fruto de un exceso de corrupción. Pero tan poca diferencia hay, por otra parte, entre estos dos estados, y de tal modo el contrato de gobierno ha sido aniquilado por el despotismo, que el déspota sólo es el amo mientras es el más fuerte, no pudiendo reclamar nada contra la violencia tan pronto como es expulsado. El motín que acaba por estrangular o destrozar al sultán es un acto tan jurídico como aquellos por los cuales él disponía la víspera misma de las vidas y de los bienes de sus súbditos. Sólo la fuerza le sostenía; la fuerza sola le arroja. Todo sucede de ese modo conforme al orden natural, y cualquiera que sea el suceso de estas cortas y frecuentes revoluciones, nadie puede quejarse de la injusticia de otro, sino solamente de su propia imprudencia o de su infortunio.
Descubriendo y recorriendo los caminos olvidados que han debido de conducir al hombre del estado natural al estado civil; restableciendo, junto con las posiciones intermedias que acabo de señalar, las que el tiempo que me apremia me ha hecho suprimir o la imaginación no me ha sugerido, el lector atento quedará asombrado del espacio inmenso que separa esos dos estados. En esta lenta sucesión de cosas hallará la solución de una infinidad de problemas de moral y de política que los filósofos no pueden resolver. Viendo que el género humano de una época no era el mismo que el de otra, comprenderá la razón por la cual Diógenes no encontraba al hombre que buscaba, y es porque buscaba un hombre de un tiempo que ya no existía. Catón, pensará, pereció con Roma y la libertad porque no era hombre de su siglo, y el más grande entre los hombres no hizo más que asombrar a un mundo que hubiera gobernado quinientos años antes. En una palabra: explicará cómo el alma y las pasiones humanas, alterándose insensiblemente, cambian, por así decir, de naturaleza; por qué nuestras necesidades y nuestros placeres mudan de objetos con el tiempo; por qué, desapareciendo por grados el hombre natural, la sociedad no aparece a los ojos del sabio más que como un amontonamiento de hombres artificiales y pasiones ficticias, que son producto de todas esas nuevas relaciones y que carecen de un verdadero fundamento en la naturaleza.
Lo que la reflexión nos enseña sobre todo eso, la observación lo confirma plenamente: el hombre salvaje y el hombre civilizado difieren de tal modo por el corazón y por las inclinaciones, que aquello que constituye la felicidad suprema de uno reduciría al otro a la desesperación. El primero sólo disfruta del reposo y de la libertad, sólo pretende vivir y permanecer ocioso, y la ataraxia misma del estoico no se aproxima a su profunda indiferencia por todo lo demás. El ciudadano, por el contrario, siempre activo, suda, se agita, se atormenta incesantemente buscando ocupaciones todavía más laboriosas; trabaja hasta la muerte, y aun corre a ella para poder vivir, o renuncia a la vida para adquirir la inmortalidad; adula a los poderosos, a quienes odia, y a los ricos, a quienes desprecia, y nada excusa para conseguir el honor de servirlos; alábase altivamente de su protección y se envanece de su bajeza; y, orgulloso de su esclavitud, habla con desprecio de aquellos que no tienen el honor de compartirla. ¡Qué espectáculo para un caribe los trabajos penosos y envidiados de un ministro europeo! ¡Cuántas crueles muertes preferiría este indolente salvaje al horror de semejante vida, que frecuentemente ni siquiera el placer de obrar bien dulcifica! Mas para que comprendiese el objeto de tantos cuidados sería necesario que estas palabras de poderío y reputación tuvieran en su espíritu cierto sentido; que supiera que hay una especie de hombres que tienen en mucha estima las miradas del resto del mundo, que saben ser felices y estar contentos de sí mismos guiándose más por la opinión ajena que por la suya propia. Tal es, en efecto, la verdadera causa de todas esas diferencias; el salvaje vive en sí mismo; el hombre sociable, siempre fuera de sí, sólo sabe vivir según la opinión de los demás, y, por así decir, sólo del juicio ajeno deduce el sentimiento de su propia existencia. No entra en mi objeto demostrar cómo nace de tal disposición la indiferencia para el bien y para el mal, al tiempo que se hacen tan bellos discursos de moral; cómo, reduciéndose todo a guardar las apariencias, todo se convierte en cosa falsa y fingida: honor, amistad, virtud, y frecuentemente hasta los mismos vicios, de los cuales se halla al fin el secreto de glorificarse; cómo, en una palabra, preguntando a los demás lo que somos y no atreviéndonos nunca a interrogarnos a nosotros mismos, en medio de tanta filosofía, de tanta humanidad, de tanta civilización y máximas sublimes, sólo tenemos un exterior frívolo y engañoso, honor sin virtud, razón sin sabiduría y placer sin felicidad. Tengo suficiente con haber demostrado que ése no es el estado original del hombre y que sólo el espíritu de la sociedad y la desigualdad que ésta engendra mudan y alteran todas nuestras inclinaciones naturales.
He intentado explicar el origen y el desarrollo de la desigualdad, la fundación y los abusos de las sociedades políticas, en cuanto estas cosas pueden deducirse de la naturaleza del hombre por las solas luces de la razón e independientemente de los dogmas sagrados, que otorgan a la autoridad soberana la sanción del derecho divino. De esta exposición se deduce que la desigualdad, siendo casi nula en el estado de naturaleza, debe su fuerza y su acrecentamiento al desarrollo de nuestras facultades y a los progresos del espíritu humano y se hace al cabo legítima por la institución de la propiedad y de las leyes. Dedúcese también que la desigualdad moral, autorizada únicamente por el derecho positivo, es contraria al derecho natural siempre que no concuerda en igual proporción con la desigualdad física, distinción que determina de modo suficiente lo que se debe pensar a este respecto de la desigualdad que reina en todos los pueblos civilizados, pues va manifiestamente contra la ley de la naturaleza, de cualquier manera que se la defina, que un niño mande sobre un viejo, que un imbécil dirija a un hombre discreto y que un puñado de gentes rebose de cosas superfluas mientras la multitud hambrienta carece de lo necesario.