Max Horkheimer
En el proceso de su emancipación del hombre participa en el destino del mundo que lo circunda. El dominio sobre la naturaleza incluye el dominio sobre los hombres. Todo sujeto debe tomar parte en el sojuzgamiento de la naturaleza externa -tanto la humana como la no humana- y, a fin de realizar esto, debe subyugar a la naturaleza dentro de sí mismo. El dominio se "internaliza" por amor al dominio. Lo que comúnmente se define como meta-la felicidad del individuo, la salud y la riqueza-, debe su significación exclusivamente a su posibilidad de volverse funcional. Tales nociones indican condiciones favorables para la producción intelectual y material. Por eso, la abnegación del individuo no tiene en la sociedad industrial meta alguna situada más allá de la sociedad industrial. Semejante renuncia produce racionalidad respecto a los medios e irracionalidad respecto al existir humano. No menos que el individuo mismo, la sociedad y sus instituciones llevan el sello de esta discrepancia. Puesto que la subyugación de la naturaleza, dentro y fuera del hombre, se va llevando a cabo sin un motivo que tenga sentido, la consecuencia no es un verdadera trascender las naturaleza o una reconciliación con ella, sino la mera opresión.
La resistencia y la sublevación que surgen a causa de esta opresión de la naturaleza asaltan a la civilización desde sus comienzos, en forma de rebeliones sociales -tales como los espontáneos levantamientos campesinos del siglo XVI o los tumultos raciales de nuestros días, inteligentemente puestos en escena, como asimismo en forma de crimines y perturbaciones mentales individuales-. Es típico de nuestra era el manejo de esta rebelión por las fuerzas dominantes de la propia civilización, la utilización de la revuelta como medio de eternización de precisamente aquellas condiciones que la provocan y contra las cuales se dirige. La civilización, en cuanto irracionalidad racionalizada, hace que la rebelión de la naturaleza se la integre como un medio más, como un instrumento más.
(...) En la división de trabajo altamente desarrollada, la expresión se ha convertido en un instrumento usado por técnicos al servicio de la industria. Quien pretenda ser escritor puede inscribirse en determinado colegio y aprender las numerosas combinaciones que pueden ser elaboradas de acuerdo con un lista de fábulas aderezadas. Estos esquemas están coordinados, en cierta medida, con las exigencias de otras agencias de la cultura de más, en especial con los de la industria cinematográfica. Cuando se escribe una novela, ya se piensa en sus posibilidades de filmación; cuando se compone una sinfonía o se escribe un poema, se tiene en cuenta sus valores publicitarios. Antaño la aspiración del arte, la literatura y la filosofía consistía en expresar el sentido de las cosas y de la vida, en ser la voz de todo lo que es mudo, en prestar a la naturaleza un órgano para comunicar sus padecimientos o, como podríamos decir, en dar a la realidad su verdadero nombre. Hoy la naturaleza se ve privada de su lenguaje. En un tiempo se creía que toda manifestación, toda palabra, todo grito o todo gesto tenía un significado interior; hoy se trata de un mero proceso.
La historia del chico que, mirando al cielo, pregunto: "Papa, ¿para qué artículo hace propaganda la luna?", es una alegoría acerca de lo que se ha hecho de la relación entre el hombre y la naturaleza en la edad de la razón formalizada. Por un lado, la naturaleza se vio desprovista de todo sentido o valor interno. Por el otro, al hombre le quitaron todas las metas salvo el de la autoconservación. El hombre intenta convertir todo lo que está a su alcance en un medio para ese fin. Toda palabra o sentencia que tenga otras implicaciones que las pragmáticas resulta sospechosa. Cuando un hombre se le sugiere que admire una cosa, que respete un sentimiento o una actitud, que ame una persona por ella misma, esto se le hace sospechoso de sentimentalismo y teme que pueden burlarse de él o tratar de venderle algo. Aunque a los hombres no se les ocurra preguntar para qué ha de hacer publicidad la luna, se inclinan sin embargo a pensar en ella en términos de balística, o de distancias siderales que puede ser recorridas.
(...) Mientras los medios de producción siguen siendo primitivos, también las formas de la organización social son primitivas. Las instituciones de las tribus polinesias reflejan la presión inmediata y avasalladora de la naturaleza. Su organización social se ve estructurada por sus necesidades materiales. La gente vieja, más débil que la joven pero más experta, hace los planes para la cacería, la construcción de puentes, la elección de sitios para los campamentos, etc.; los más jóvenes deben obedecer. Las mujeres, más débiles que los hombres, no salen a cazar y no participan en la preparación y el consumo de las piezas de caza mayor; su deber consiste en recolectar plantas y pescar besugos. Los sangrientos ritos mágicos sirven en parte para iniciar a la juventud y en parte para infundirle un tremendo respeto ante el poder de los sacerdotes y de los viejos.
Lo que es válido para los primitivos, lo es también para comunidades civilizadas: las especies de armas o de máquinas que utiliza el hombre en las diversas etapas de su desarrollo requieren determinadas formas de mando y obediencia, de cooperación y subordinación, y de este modo tales condiciones actúan también tratándose de la producción de determinadas formas jurídicas, artísticas y religiosas. Durante su larga historia el hombre ha alcanzado a veces un grado tal de libertad respecto a la presión inmediata de la naturaleza, que pudo ponerse a reflexionar sobre la naturaleza y la realidad sin hacer con ello planes directos o indirectos para su autoconservación. Estas formas relativamente independientes del pensar que Aristóteles describe como contemplación teórica, se cultiva sobre todo en la filosofía. La filosofía aspiraba a una intelección que no había de servir a cálculos utilitarios, sino que debía estimular la comprensión de la naturaleza en sí y para sí.
(...) La indiferencia moderna frente a la naturaleza constituye en verdad tan solo una variante de las actitud pragmática, que es típica de la civilización occidental en su totalidad. Las formas son diferentes. El primitivo cazador de nutrias norteamericano veía en las llanuras o en las montañas únicamente la perspectiva de una buena caza; el hombre de negocios moderno ve en el paisaje una oportunidad favorable para la colocación de letreros de propaganda de cigarrillos. El destino de los animales en nuestro mundo aparece simbolizado en una noticia que hace algunos años recorrió los periódicos. Informaba que los aterrizajes de aviones en África se venían a menudo obstaculizados por manadas de elefantes y de otros animales. Los animales son considerados en este caso simplemente como obstáculo de tránsito. Esta representación del hombre como amo se remonta hasta los primeros capítulos del Génesis. Los pocos mandamientos que favorecen a los animales se encuentran en la Biblia han sido interpretados por los pensadores religiosos más eminentes, como Pablo, Tomás de Aquino y Lutero, de modo tal que únicamente afectan la educación moral del hombre y no se refieren en absoluto a alguna obligación del hombre para con las demás criaturas. Sólo el alma del hombre puede salvarse; los animales únicamente tienen el derecho de sufrir.
(...) En la teología y en la metafísica tradicionales la naturaleza se concebía, en un sentido amplio, como lo malo, y lo espiritual o lo sobrenatural como lo bueno. En el darwinismo popular, lo bueno es lo bien adaptado y el valor de aquello a lo cual el organismo se adapta no se discute o se lo mide únicamente según la pauta de una adaptación subsiguiente. Estar bien adaptado al medio ambiente equivale sin embargo a estar en condiciones de poder enfrentarlo con éxito, de dominar las fuerzas que rodean a uno. Es así como la negación teórica del antagonismo entre espíritu y naturaleza -tal como está implícita incluso en la enseñanza sobre el efecto recíproco de las diversas formas de la vida orgánica, comprendido el hombre- significa en la práctica a menudo adherirse al principio del dominio constante y extremo del hombre sobre la naturaleza. Considerar a la razón como un organismo natural no significa despojarla de la tendencia al dominio ni le presta tampoco mayores posibilidades de reconciliarse con la naturaleza.
(...) Las doctrinas que exaltan la naturaleza o el primitivismo a costa del espíritu, no favorecen la reconciliación con la naturaleza; por el contrario, expresan enfáticamente frialdad y ceguera frente a la naturaleza. Cada vez que hace deliberadamente de la naturaleza su principio, el hombre cumple una regresión hacia instintos primitivos. Los niños son crueles en sus reacciones miméticas, porque no comprenden realmente los sufrimientos de la naturaleza. Casi como los animales, se tratan a menudo mutuamente con frialdad y despreocupación, y sabemos que incluso las bestias gregarias se aíslan cuando están juntas, aunque el aislamiento individual puede comprobarse con mucha mayor frecuencia entre animales que no conviven y en grupos de animales de diversa especie. Sin embargo, todo esto ofrece hasta cierto punto un aspecto de inocencia. Los animales no piensan racionalmente y, en cierto sentido, tampoco los niños. Pero cuando los filósofos y los políticos renuncian a la razón, al capitular ante la realidad se produce una forma mucho más grave de regresión, que culmina en forma inevitable en una confusión entre verdad filosófica y autoconservación despiadada y guerra.
En una palabra, para bien y para mal, somos los herederos de la Ilustración y del progreso técnico. Oponerse a ellos mediante una regresión a etapas primitivas no constituye un paliativo para la crisis permanente que han provocado. El único modo de socorrer a la naturaleza consiste en liberar de sus cadenas a su aparente adversario, el pensar independiente.