"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

El paradigma perdido




Edgar Morin

1. LA CIENCIA CERRADA

La evidencia estéril

Sabemos muy bien que somos animales de la clase de los mamíferos, del orden de los primates, de la familia de los homínidos, del género homo, de la especie sapiens; que nuestro cuerpo es una máquina de treinta mil millones de células, controlado y procreado por un sistema genético, el cual se constituyó en el transcurso de una evolución natural a lo largo de 2 a 3 millones de años; que el cerebro con el cual pensamos, la boca con la cual hablamos, la mano con la cual escribimos son órganos biológicos. Ahora bien, este saber es tan inoperante como el que nos informa que nuestro organismo está constituido por combinaciones de carbono, de hidrógeno, de oxígeno y de nitrógeno.

Desde Darwin admitimos que somos hijos de primates, pero no que nosotros mismos seamos primates. Estamos convencidos de que, una vez descendidos del árbol genealógico tropical donde vivían nuestros antepasados, nos hemos alejado para siempre de él, y de que hemos construido, al margen de la naturaleza, el reino independiente de la cultura.

Evidentemente, nuestro destino es excepcional en relación al de los demás animales, primates incluidos, a quienes hemos domesticado, reducido, rechazado, puesto entre rejas o en reserva. Nosotros hemos edificado ciudades de piedra y acero, inventado máquinas, creado poemas y sinfonías, navegado por el espacio. ¿Cómo no creer que, aunque salidos de la naturaleza, no seamos, a pesar de ello, extranaturales y sobrenaturales? Desde Descartes pensamos contra natura, seguros de que nuestra misión consiste en dominarla, someterla y conquistarla. El cristianismo es la religión de un hombre cuya muerte sobrenatural le permite escapar al destino común reservado a las otras criaturas vivas; el humanismo es la filosofía de un hombre cuya vida sobrenatural le permite escapar a tal destino. El hombre es sujeto en un mundo de objetos, y soberano en un mundo de sujetos. Por otra parte, a pesar de que todos los hombres pertenecen a una misma especie (homo sapiens), este rasgo común nunca ha dejado de serle negado al hombre por el propio hombre, quien no reconoce a un semejante en el extranjero o insiste en acaparar para sí la plena calidad de hombre. Incluso el filósofo griego veía a un bárbaro en todo persa y un mero objeto animado en todo esclavo. Y si en la actualidad nos sentimos compelidos a admitir que todos los hombres somos tales, no por ello hemos dejado de excluir de este grupo a los que denominamos «inhumanos».

A pesar de todo, el tema de la naturaleza humana no ha dejado de planteársele al hombre de todas las épocas como un inquietante problema a resolver, desde Sócrates a Montaigne y Pascal, pero siempre lo ha sido para descubrir en ella lo desconocido, la incertidumbre, la contradicción, el error. Los interrogantes no alimentaban un conocimiento, sino la duda sobre el conocimiento. Cuando finalmente, gracias a Jean-Jacques, la naturaleza humana emergió como plenitud, virtud, verdad y bondad, éste tuvo buen cuidado en mostrarnos de inmediato que nos hallábamos exiliados de ella y en deplorar la irremediable pérdida de tal estado paradisíaco. Pero pronto hemos descubierto que este paraíso era tan imaginario como el otro.

Paradigma inencontrable en Pascal, paraíso perdido en Rousseau, la idea de naturaleza humana iba a terminar perdiendo su núcleo, convertida en blando protoplasma, gracias a la toma de conciencia de la evolución histórica y de la diversidad de las civilizaciones. Puesto que los hombres son tan diferentes en el espacio y en el tiempo y se transforman según las sociedades en las que se hallan inmersos, debe admitirse que la naturaleza humana no es más que una materia prima maleable a la que sólo pueden dar forma la cultura o la historia. Además, en la medida en que la idea de naturaleza humana se ha visto inmovilizada por el conservadurismo, con el objetivo de usarla a modo de freno frente a los cambios sociales, la ideología del progreso ha extraído la conclusión de que para que se produzcan cambios no es necesario que exista ninguna naturaleza humana. Así pues, acosada por todas partes, vaciada de virtudes, riquezas y dinamismo, la naturaleza humana aparece como un residuo amorfo, inerte, monótono: no ya como la base sobre la que se sustenta el hombre, sino como algo que ha sido superado. ¿Pero acaso la naturaleza no lleva en su seno un principio de variedad, tal como lo testimonian los millones de especies vivas? ¿Acaso no alberga un principio de transformación? ¿Acaso no lleva implícita la evolución que ha conducido hasta el hombre? ¿Privaremos a la naturaleza humana de toda cualidad biológica?

La casa cerrada

Hubiera podido esperarse que la aplicación al estudio del hombre de los métodos cuantitativos y los modos de objetivación característicos de las ciencias naturales rompería la insularidad humanista reintegrando el hombre al seno del universo, y que la filosofía del hombre sobrenatural sería uno de los últimos fantasmas, uno de los últimos focos de resistencia, que se opondrían a la creación de una auténtica ciencia del hombre. De hecho, la unificación ha tenido lugar en cuanto al método, pero no en cuanto a la teoría.

Hubo, sin embargo, algunas tentativas teóricas para anclar la ciencia del hombre sobre una base natural. En las fulgurantes páginas del manuscrito de 1844, Marx situaba en el centro mismo de la antropología, no al hombre cultural y social, sino al «hombre genérico». Lejos de oponer naturaleza y hombre, indicaba que «la naturaleza el objeto inmediato de la ciencia que trata del hombre», pues «el primer objeto del hombre —el hombre— es naturaleza». Formulaba a continuación el principio capital: «Las ciencias naturales acabarán englobando la ciencia del hombre y, a un mismo tiempo, la ciencia del hombre englobará las ciencias naturales: no habrá más que una sola ciencia». Engels se esforzó por integrar al hombre en la «dialéctica de la naturaleza». Spencer fundamentaba la explicación sociológica en la analogía establecida entre el cuerpo social y el organismo biológico, y en base a tal esquema se intentó desarrollar un darwinismo social fundado en el concepto de selección natural. Por su parte Freud buscaba en el organismo humano, y lo encontraba en el sexo, el origen de los problemas de la psique.

Ahora bien, el organicismo spenceriano no podía ir mucho más allá de triviales analogías y el darwinismo social acabó convirtiéndose en una grosera racionalización del principio de la libre competencia. En cuanto al primer movimiento teórico de Marx y de Freud retrocedió sin mayores consecuencias al no encontrar un terreno abonado para su ulterior desarrollo, y acabó siendo clasificado como «errores de juventud». Posteriormente los epígonos de la era estructuralista se esforzaron por eliminar de ambas doctrinas todo rastro de «naturalismo», al tiempo que relegaban al museo de los trastos inservibles la torpe «dialéctica de la naturaleza».

En consecuencia, la antropología de la primera mitad de nuestro siglo dio un viraje radical en relación a sus inmediatos precedentes para repudiar de forma resuelta todo vínculo con el «naturalismo». El espíritu y la sociedad humanas, únicos en la naturaleza, deben hallar su inteligibilidad no solamente en sí mismos, sino por antítesis frente a un universo biológico carente de espíritu y sociedad.

Pese a ser objeto de estudio científico bajo la guía de métodos característicos de otras ciencias, el hombre es aislado y la filiación que le vincula a una clase y a un orden naturales —los mamíferos y los primates — en ningún momento es concebida como una afiliación. Por el contrario, el antropologismo define al hombre por oposición al animal; la Cultura por oposición a la naturaleza; el reino humano, síntesis de orden y de libertad, se opone tanto a los desórdenes naturales («ley de la jungla», pulsiones incontroladas) como a los ciegos mecanismos del instinto. La sociedad humana, maravilla de organización, se define por oposición a las agrupaciones gregarias, a las hordas y a las manadas.

Así pues, el mito humanista del hombre sobrenatural es reconstituido en el propio seno de la antropología y la oposición naturaleza/cultura ha tomado la forma de un paradigma, es decir, de modelo conceptual que dirige todo su pensamiento.

Sin embargo, esta dualidad antitética hombre / animal, cultura / naturaleza, tropieza con la evidencia. Es evidente que el hombre no está constituido por dos estratos superpuestos, uno bionatural y otro psicosocial, como también lo es que no hallamos en su interior ninguna muralla china que separe su parte humana de su parte animal. Es evidente que cada hombre es una totalidad bio-psico-sociológica. A la luz de estos hechos, la antropología aislacionista se ve sometida a una serie de paradojas que es incapaz de superar. Si el homo sapiens surge de forma brusca totalmente pertrechado, es decir, dotado de todas sus potencialidades/lo mismo que Atenea emerge de Zeus o Adán de Elohim, pero de un Zeus Inexistente o de un Elohim recusado, ¿de dónde sale entonces? Si el ser biológico del hombre es concebido, no como productor, sino como materia prima que informa la cultura, entonces, ¿de dónde surge la cultura? Si el hombre vive en un marco cultural sin dejar por ello de pertenecer a la naturaleza, ¿cómo puede a un mismo tiempo ser antinatural y natural? ¿Cómo es posible dar una explicación del hombre a partir de una teoría que tan sólo hace referencia a su aspecto antinatural?

La antropología se cuida muy bien de dejar al margen tales problemas y, como sucede muy a menudo, rechaza lo inexplicable como insignificante hasta conseguir que la cuestión planteada se desvanezca y se esfume definitivamente de nuestro campo de percepción. Sin embargo, es necesario indicar que dentro de la primera mitad del presente siglo ha permanecido inexplicable incluso para la biología la relación nombre / naturaleza, y que su impotencia para resolver el problema da cuenta, no ciertamente de la postura de la antropología frente a la cuestión, sino de su propia incapacidad de análisis.

En efecto, la ciencia biológica no podía proporcionar a la ciencia del hombre ni un marco de referencia adecuado ni los medios para establecer sólidos vínculos bioantropológicos. Como mínimo, hasta comienzos de la década de los 50, se concebía la vida como una cualidad original propia de los organismos vivos. La biología se negaba a vincularse demasiado sólidamente con un universo físico-químico al que rehusaba verse reducida; se negaba a insertarse en el marco del fenómeno social que, si bien ampliamente extendido en el reino animal, e incluso en el vegetal, no era considerado, a falta de conceptos y enfoques metodológicos adecuados, más que bajo la forma de vagas similitudes. Las sociedades de abejas y hormigas, con una evidente y alambicada organización, eran relegadas a la categoría de casos excepcionales, y en modo alguno se las consideraba como signos de una sociabilidad profundamente inscrita en el universo vivo. Finalmente, la biología se negaba a considerar todas aquellas cualidades o facultades que traspasaran el marco estrictamente fisiológico, es decir, todo lo que en los seres vivos es comunicación, conocimiento, inteligencia.

Así pues, la biología se había confinado voluntariamente en el biologismo, o lo que es lo mismo, en una concepción de la vida cerrada sobre el organismo. De forma similar la antropología se refugiaba en el antropologismo, es decir, en una concepción insular del hombre. Cada una de estas ramas del conocimiento parecía tener como objeto una sustancia propia, original. La vida parecía ignorar la materia físico-química; la sociedad, los fenómenos superiores. El hombre parecía ignorar la vida. En consecuencia, el mundo parecía estar compuesto por tres estratos superpuestos y aislados entre sí:

Hombre-Cultura

Vida-Naturaleza

Física-Química


2. LA «REVOLUCIÓN BIOLÓGICA»

En los últimos veinte años la situación se ha modificado radicalmente. Y no obstante, abundan las situaciones de las que parece desprenderse que tal modificación es casi imperceptible. Ha dejado de existir la frontera adiabática que separaba los tres dominios de pensamiento indicados al final del capítulo anterior. Han aparecido una serie de brechas en el seno de cada paradigma cerrado, a través de las cuales se efectúan las primeras interconexiones que actúan, a un mismo tiempo, como aperturas hacia los otros campos, hasta aquel momento prohibidos, y como nuevas emergencias teóricas.
La lógica de lo vivo

El giro copernicano tiene lugar poco antes de 1950. Shannon (1949) con la teoría de la información, y Wiener con la cibernética (1948), inauguran una perspectiva teórica aplicable tanto a las máquinas artificiales como a los organismos biológicos, a los fenómenos psicológicos como a los sociológicos. Algo más tarde, en 1953, el esfuerzo llevado a cabo en el campo de la biología molecular consigue abrir la brecha decisiva que permite a la biología ramificarse hacia «abajo»: el descubrimiento de la estructura química del código genético por parte de los bioquímicos norteamericanos Watson y Crick.

En general todo el mundo admite que el primer acto de la «revolución biológica» lo constituye la apertura de la biología hacia «abajo», es decir, hacia el estudio de las estructuras físicos-químicas. Sin embargo, rara vez se ha dicho que tal apertura hacia «abajo» ha constituido a un mismo tiempo una apertura hacia «arriba». Por el contrario, quizá la impresión general producida por tal descubrimiento ha sido la de que una comprensión de la vida a nivel molecular alejaba más que nunca a la biología de la realidad humana. Parecía que la biología hubiera emprendido el camino de una reducción de los fenómenos vitales a un nivel físico-químico y que, por lo tanto, dentro de la polémica entre «vitalistas» y «reduccionistas» tomaba partido por estos últimos.

Efectivamente, se demostró que no hay materia viva sino sistemas vivos, es decir, organizaciones particulares de la materia físico-química. Sin embargo, cuando los que respalbaldaban la tesis triunfante insistían en los términos físico-químicos tenían cierta tendencia a ocultar la significación paradigmática de la expresión «organización particular», a pesar de que no eran otros sino ellos los que ponían de relieve la existencia de tal organización y la elucidaban de forma progresiva a lo largo de toda la década de los cincuenta.

La nueva biología no hacía otra cosa que reducir la vida celular a sus sustratos núcleoproteicos y descubría que las combinaciones e interacciones existentes entre los millones de moléculas que componen el más minúsculo de los sistemas celulares correspondían, desde el punto de vista estadístico, a sucesos altamente improbables en relación a los procesos digamos “normales”, de los que no cabía esperar otra cosa que la descomposición del sistema y la dispersión de sus componentes.

La nueva biología ha necesitado apoyarse en una serie de principios de organización desconocidos en el campo de la química: nociones tales como información, código, mensaje, programa, comunicación, inhibición, represión, expresión y control, entre otras. Todas estas nociones poseen un carácter cibernético en tanto que identifican a la célula con una máquina informacionalmente autorregulada y controlada. La aplicación a la célula, es decir, a la unidad fundamental de vida, de la noción de máquina ya constituye por sí misma un acontecimiento de capital importancia. Sin embargo este hecho no ha sido reconocido en su justo valor puesto que existe una mayor sensibilidad hacia las connotaciones mecánicas del término que a sus aspectos organizativos. A pesar de todo, no hay duda alguna de que se trata de un verdadero salto epistemológico (Gunther, 1962) en relación al esquema de la física clásica. La máquina se convierte en una totalidad organizada, no reductible a sus elementos constitutivos, que en modo alguno podrían ser correctamente descritos como entes aislados a partir de sus propiedades particulares. La unidad superior (la máquina) no puede disolverse en las unidades elementales que la integran, antes al contrario, ella es la que hace inteligibles las propiedades que éstas manifiestan. Más aún, las nociones procedentes de la teoría de la información y de la cibernética no sólo hacen referencia a máquinas altamente organizadas sino que además llevan en sí mismas una connotación antroposociomorfa. Realmente es en este hecho donde reside lo asombroso de la apertura hacia «arriba» anteriormente apuntada: información, código, mensaje, programa, comunicación, inhibición, represión, etc., son conceptos extraídos de la experiencia de las relaciones humanas y hasta entonces habían sido considerados elementos indisociables de la complejidad psicosocial. No es extraordinario que tales términos puedan ser aplicados a máquinas artificiales, pues, a fin de cuentas, el control, la regulación y el programa han sido concebidos por el hombre, integrados en el marco de sus relaciones sociales. Lo extraordinario es que tan alta organización se hallara en la misma fuente de la vida: la célula parece una compleja sociedad de moléculas regidas por un gobierno.

Llegadas las investigaciones a este estadio se hizo palmario que tanto células como máquinas y sociedades humanas podían obedecer a principios organizativos a los que la cibernética, precisamente apta para ser aplicada a tan diversas realidades, había proporcionado un primer (y rudimentario) ensamblamiento. Así pues, la nueva biología mataba tres pájaros de un tiro. Por una parte, gracias a la íntima vinculación estructural que acababa de establecer con la química, conseguía una radical inserción del fenómeno de la vida en la physis. En segundo lugar, su vinculación con la cibernética era el motor de un inaudito acercamiento a ciertas formas de organización consideradas hasta aquel momento como metabiológicas (la máquina, la sociedad, el hombre). Finalmente, el principio de inteligibilidad biocibernética se alejaba de 3a física clásica. Ésta no sólo era incapaz de prever la mínima noción organizativa de carácter cibernético, sino que incluso en su rama más compleja, la termodinámica, no conseguía más que enunciar un principio de desorganización (segundo principio).

En este aspecto concreto surgió un problema fundamental puesto de relieve por Schrödinger (1945). Mientras que el segundo principio nos habla de entropía siempre creciente, es decir, de la tendencia de la materia al desorden molecular y a la desorganización, la vida representa, por el contrario, una tendencia a la organización, a la complejidad creciente, es decir, a la neguentropía. Quedaba abierto, pues, el problema de la vinculación y la ruptura entre los conceptos de entropía y neguentropía que fue finalmente resuelto por Brillouin (1959) a partir de la noción de información. Se trata de la paradoja de la organización viva, cuyo orden informacional construido en el transcurso del tiempo, parece contradecir un principio de desorden, que se difunde en el tiempo. Como veremos más adelante esta paradoja tan sólo puede ser afrontada a partir de una concepción teórica que vincule estrechamente orden y desorden, es decir, que haga de la vida un sistema de reorganización permanente fundado en una lógica de la complejidad. Llegados a este punto dejaré de lado este problema, primordial y central a un mismo tiempo, para tratarlo a fondo en mi próxima obra (La méthode). Lo importante era señalar que la nueva biología encontró las Américas buscando las Indias, pues en el propio descubrimiento que le abría el camino hacia el universo físicoquímico topó con los principios básicos de la organización de la vida e hizo saltar en pedazos el cerrojo «de arriba» que le impedía el paso hacia las formas superiores de vida (las más complejas).

Conscientes de haber llevado a cabo una gran revolución, pero inconscientes de la todavía mucho más grande revolución que sólo esbozaban los biólogos moleculares, se limitaron a considerar los conceptos cibernéticos como un simple instrumental teórico-práctico para aprehender la más profunda realidad físico-química de la vida, y no pensaron que, de hecho, tales conceptos traducían una realidad organizativa primaria. Eso explica también la escasa atención que prestaron a la etapa metacibernética de los estudios realizados por el matemático von Neumann, quien dedicó los últimos años de su vida a trabajar sobre la teoría de los autómatas (von Neumann, 1966). Al margen de la evidente diferencia fenoménica que existe entre la máquina artificial más perfeccionada y la máquina viva más elemental que concebirse pueda, Neumann puso de manifiesto la diferencia entre la naturaleza de una y otra. La máquina artificial, una vez ha sido construida, sólo puede seguir un proceso degenerativo, mientras que la máquina viva es, aunque sólo temporalmente, generativa, es decir, posee la aptitud de acrecentar su complejidad. El carácter paradójico de tal diferencia se nos muestra palmariamente si pensamos que una máquina artificial, que es mucho menos fiable que una máquina viviente, viene, en cambio constituida por elementos que en sí mismos son mucho más fiables que los que integran a ésta. Por ejemplo, un motor de automóvil está constituido por piezas altamente verificadas, pero los riesgos de avería son iguales a la suma de los riesgos de deterioro de cada uno de sus elementos (bujías, carburador, etc.). En cambio, una máquina viva, a pesar de estar constituida por elementos de escasa fiabilidad (moléculas que se degradan, células que degeneran, etc.), difícilmente se ve privada de funcionamiento a causa de una avería pues, por una parte, es eventualmente capaz de regenerar, reconstituir o reproducir los elementos que se degradan —en otras palabras, de autorrepararse— y, por otra, es eventualmente capaz de funcionar a pesar de la «avería» local. Por el contrario la máquina artificial se limitará como máximo a localizarnos la avería una vez que ha dejado de funcionar. Más incluso, mientras que el desorden interno, o en términos de teoría de la información, el «ruido» o el error, degrada constantemente a la máquina artificial, la máquina viva funciona siempre con cierta proporción de “ruido” y el acrecentamiento de su complejidad, lejos de disminuir su tolerancia respecto al “ruido”, la aumenta. Como veremos luego, puede afirmarse que entre ciertos umbrales de tolerancia parece existir una íntima relación generativa entre el aumento de “ruido” o desorden y el de complejidad.

La complejidad fue considerada por von Neumann como una noción clave. La complejidad no sólo significaba que la máquina natural ponía en juego un número de unidades e interacciones infinitamente más elevadas que la máquina artificial, sino que implicaba también que el ser vivo se veía sometido a una lógica de funcionamiento y de desarrollo absolutamente distinta; una lógica en la que intervenían la indeterminación, el desorden y el azar como factores de auto-organización u organización a un nivel superior. Esta lógica de lo viviente es sin duda más compleja que la que nuestro entendimiento aplica a las cosas, por más que nuestro entendimiento sea ya uno de sus productos.

¿Cómo llegar a comprender la lógica de un sistema que se autoorganiza generando sin cesar sus propios elementos constitutivos y que se autorreproduce en su globalidad? Entre 1959 y 1961 se reunieron tres simposios para tratar el tema (Yovits, Cameron y von Foerster). La cosa no prosperó. Los bosquejos de una teoría de la auto-organización –a diferencia de la cibernética. Que se aplica directamente a las máquinas de la informática- no conseguían producir ninguna máquina dotada de las características propias de la vida; tampoco era posible fecundar nuevos descubrimientos concretos en el campo de la biología, cuyo objetivo primordial seguía siendo identificar químicamente las diversas unidades que componían el sistema y sus interacciones. Tales intentos de teoría eran aún demasiado formales para impulsar una investigación empírica y las subsiguientes aplicaciones prácticas. La teoría de la auto-organización permanece en estado embrionario, mal conocida, al tiempo que ocupa una posición marginal. No ha embarrancado; sólo se halla a la espera de una nueva marea.

Así que la “revolución biológica” no ha dado más que sus primeros pasos. El viejo paradigma ha sido reducido a astillas, pero el nuevo aún no ha sido constituido. Con todo, la noción de vida se ha modificado radicalmente; explícita o implícitamente, la vida se relaciona con las ideas de auto-organización y de complejidad.

La revelación ecológica

La nueva teoría biológica, por inacabada que se encuentre en el momento actual, cambia la noción de Vida. La nueva teoría ecológica, por embrionario que sea su estado, cambia la noción de Naturaleza. La ecología es una ciencia natural fundada por Haeckel, en 1873, que se propone estudiar las relaciones entre los organismos y el medio en el que viven. Sin embargo, sea que la preocupación ecológica gozaba de una atención secundaria en el ámbito general de las ciencias naturales, sea porque el medio ambiente era esencialmente concebido como un molde geoclimático, unas veces formativo (lamarckiano) y otras selectivo (darwiniano), en cuyo seno las diferentes especies viven sometidas a un desorden generalizado regido por una sola ley, la del más fuerte o el más apto, no ha sido sino en una época reciente cuando la ciencia ecológica ha llegado a la conclusión de que la comunidad de seres vivos (biocenosis) que ocupan un espacio o «nicho» geofísico (biótopo) constituyen junto con él una unidad global o ecosistema. ¿Por qué sistema? Porque el conjunto de tensiones, interacciones e interdependencias que aparecen en el seno de un nicho ecológico constituye, a pesar y a través de aleatoriedades e incertidumbres, una auto-organización espontánea. En efecto, constantemente se establecen y remodelan los equilibrios entre tasas de reproducción y de mortalidad y tales regulaciones, más o menos fluctuantes, se establecen a partir de estas interacciones. A partir de asociaciones, simbiosis o parasitismos se establecen complementariedades, que también aparecen para regular las relaciones entre animales de rapiña y presas, comedores y comidos. También se establecen jerarquías entre las diversas especies. Así pues, lo mismo que en las sociedades humanas, en las que no sólo las jerarquías, sino también los conflictos y las solidaridades constituyen algunos de los fundamentos del sistema organizado, cabe incluir entre las complejas bases que sustentan el ecosistema la competición (matching) y el reajuste (fitting). A través de las interacciones indicadas se originan una serie de ciclos fundamentales, de la planta al hervíboro y al carnívoro, del plancton al pez y al ave. Mediante un ciclo gigantesco tiene lugar la transformación de la energía solar para producir oxígeno y absorber anhídrido carbónico, ensamblando a través de una tupida red de conexiones el conjunto de seres vivos que constituyen el nicho del planeta. En este sentido el ecosistema constituye una totalidad auto-organizada. En consecuencia no es ningún delirio romántico considerar a la Naturaleza como un organismo global, como un ser maternal, siempre que no olvidemos que esta madre ha sido creada por sus propios hijos y que al utilizar la destrucción y la muerte como medios de regulación ecológica no deja de comportarse como una madrastra.

Vemos, pues, que la nueva conciencia ecológica debe transformar la idea de naturaleza, tanto en el ámbito de las ciencias biológicas (para las que la naturaleza no era más que una selección de sistemas vivos, y en modo alguno un ecosistema integrador de tales sistemas) como en el de las ciencias humanas (para las que la naturaleza era algo amorfo y desordenado).

Igualmente debe sufrir una transformación radical la concepción de la relación ecológica existente entre un ser vivo y su medio ambiente. Según el antiguo biologismo el ser vivo evolucionaba en el seno de la naturaleza y se limitaba a extraer de ella energía y materia, dependiendo de ella, únicamente, para su alimentación y sus necesidades físicas. Debemos a Schrödinger, uno de los pioneros de la revolución biológica, la idea capital de que el ser vivo no se alimenta exclusivamente de energía, sino también de entropía negativa (Schrödinger, 1945), es decir, de organización compleja y de información. Esta proposición ha sido desarrollada posteriormente desde diferentes enfoques y puede avanzarse la conclusión de que el ecosistema es co-organizador y coprogramador del sistema vivo que engloba (Morin, 1972). Esta proposición implica una enorme consecuencia teórica, pues postula que la relación ecosistémica no es una relación externa entre dos entidades cerradas, sino una relación integradora entre dos sistemas abiertos que, constituyendo cada uno de ellos un todo por sí mismos, no dejan de formar parte el uno del otro. Cuanto mayor es la autonomía de la que goza un sistema vivo, mayor es su dependencia con relación al ecosistema En efecto, la autonomía presupone la complejidad, la cual a su vez presume la existencia de una gran riqueza de relaciones de todo tipo con el medio ambiente, es decir, depende de interrelaciones que se corresponden con gran exactitud a las dependencias que son las condiciones de la relativa independencia. La sociedad humana, lo más emancipado que existe respecto a la naturaleza, recibe su autonomía de multidependencias. Cuanto mayor es la complejidad del orden eco-sistémico, más apto es éste para proporcionar a la sociedad una enorme riqueza y diversidad de objetos y productos, para alimentar la riqueza y diversidad del orden social, es decir su complejidad. La individualidad humana, la quintaesencia de esta complejidad, es lo más emancipado y ligado a la sociedad de todo cuanto existe. El desarrollo y mantenimiento de su autonomía se hallan ligados a un gran número de dependencias educativas (prolongada escolaridad, prolongada socialización), culturales y técnicas. En otras palabras, la dependencia/independencia ecológica del hombre se encuentra en dos niveles superpuestos e interdependientes, el del ecosistema social y el del ecosistema natural. Y apenas estamos empezando a descubrirlo...

La ecología, o mejor aún, la ecosistemología (Wilden, 1972) es una ciencia que acaba de nacer, pero ya constituye una aportación de capital importancia a la teoría de la auto-organización de lo vivo. En lo que se refiere a la antropología, rehabilita la noción de Naturaleza y enraiza al hombre en ésta. La naturaleza deja de ser algo desordenado, pasivo y amorfo para convertirse en una totalidad compleja. El hombre ya no es una entidad cerrada respecto a esta totalidad compleja, sino un sistema abierto que goza de una relación de autonomía/dependencia organizativa en el seno de un ecosistema.

La revelación etológica

La etología, que proyecta a la biología hacia “arriba” ha tomado el vuelo con pleno éxito durante la última década. Sin embargo, el éxito del que goza en la actualidad no debe hacernos olvidar que ha sido necesario el transcurso de muchos años para que la obra de una serie de pioneros solitarios que observaban los comportamientos animales en su medio ambiente natural, y no en el marco de las condiciones simplificadas de laboratorio, haya desembocado en un primer desarrollo. Mientras que la ecología modifica la idea de naturaleza, la etología modifica la idea de animal. Hasta su eclosión el comportamiento animal parecía hallarse regido, unas veces por reacciones automáticas o reflejas, y otras por pulsiones automáticas o «instintos», ciegos y extraordinariamente lúcidos a un mismo tiempo, cuya función era la de saciar la necesidad de salvaguarda de la supervivencia y de reproducción del organismo. Los primeros descubrimientos etológicos nos indican que el comportamiento animal es a la vez organizado y organizador. Desde los primeros pasos en las investigaciones etológicas han emergido las nociones de comunicación y de territorio. Los animales se comunican, es decir, se expresan de forma que determinados comportamientos específicos son recibidos e interpretados como mensajes (Sebeok, 1968).

Los mensajes no son exclusivamente sonoros, como por ejemplo el canto de las aves. Encontramos asimismo mensajes visuales, (gestos, mímicas), olfativos (secreción de substancias químicas, feromonas, que comunican un determinado mensaje al vecino o a la pareja). Se hubiera podido creer que tales comunicaciones son extremadamente simples y que tan sólo conciernen a las relaciones sexuales. De hecho, se han visto desarrollarse, ya sea sobre una base analógica, ya sea sobre una base digital, o incluso a través de una combinación de ambas, ciertos comportamientos simbólicos o rituales, no por cierto con una exclusiva función de hacer la corte, sino también de cooperación, de aviso, de amenaza, de sumisión, de amistad, de juego. Es digno de mención el que no sean raras las ocasiones en las que un comportamiento significante, emergido de una situación dada, se transporte fuera del marco de tal situación concreta para expresar un mensaje simbólico. Por ejemplo, un oca gris hembra para manifestar a un macho su dilección simulará una demanda de protección contra un ataque imaginario de forma que venga a significar: «tú eres mi jefe» (Lorenz, 1969). Son numerosas las especies de aves cuyo comportamiento de sumisión puede expresarse abriendo de forma acusada el pico, lo que equivale a imitar el comportamiento infantil de dependencia; el comportamiento de amistad puede expresarse por el gesto de ofrecerle una ramita a un compañero, trasposición a un dominio no sexual de" invitación matrimonial a «hacer un nido juntos» (Wickler 1971). A un nivel más general, imitar al niño o a la hembra puede significar someterse u ofrecer sus respetos.

Por otro lado, tal como ya había subrayado Bateson (1955), el luego animal supone una comunicación sobre la naturaleza de la comunicación
(metacomunicación). Mordisquear parece equivalente a morder, pero significa todo lo contrario, jugar, es decir amistad, no conflicto; el pseudoconflicto lúdico se convierte en la expresión de armonía. Vernos, pues, en aquello que parecía ser lo más evidente y lo más simple, el juego, emerge la complejidad comunicativa que, por otra parte, alcanza su pleno desarrollo en la artimaña, el fingimiento y el camuflaje.

Acabamos ver que las comunicaciones animales cubren un complejo campo semiótico y, desbordando con mucho el marco de relación sexual, hacen referencia a una inmensa variedad de relaciones interindividuales: sumisión, intimidación protección, rechazo, elección, amistad. Además se hallan ligadas a fenómenos básicos de organización tales como la regulación demográfica, la adecuación o la protección del territorio.

Se ha insistido acertadamente en la importancia que posee la noción de territorio para la mayor parte de las especies animales, pero ciertos investigadores han caído en el error al aislar dicha noción, o han intentado transformarla en la piedra angular de la etología (Ardrey, 1967). De hecho, el territorio es la aplicación a nivel espacial (mapping) de una organización multidimensional de la vida animal, es decir, no sólo la ordenación de la esfera de actividades de un individuo, pareja o grupo, sino también la organización de la relación con otros, el animal o el pueblo de otro territorio.

Profundizando en su análisis, la etología descubre que muy a menudo el sistema de comunicaciones une a los individuos en una relación social hasta el presente invisible y aquello que daba la impresión de un agrupamiento informe no es raro que se nos aparezca como un orden organizado. El gallinero no es un harén desordenado sometido al gallo, sino una sociedad rígida, jerarquizada según el pecking-order, el orden de prioridad en el merodeo que establece un rank-order preciso entre las gallinas; la manada de lobos no es una horda conducida por un macho que la domina, sino una sociedad en la que la jerarquía se establece según un ritual de sumisión y que sabe usar de la estrategia colectiva tanto en el ataque como en la defensa (despliegue de fuerzas para cortar el camino al enemigo, maniobras de distracción en la retaguardia para cubrir la retirada al grueso de la tropa).

La revelación biosociológica

Es sabido que la sociología humana se creía como un fenómeno sin precedentes en el mundo vivo y que las únicas sociedades reconocidas, las constituidas por las hormigas, las termitas y las abejas, parecían ser, no sólo excepciones extraordinarias, sino monstruosos ejemplos de antisociedades fundadas exclusivamente en la obediencia a un «instinto ciego». Por su lado, el biologismo no poseía ni los conceptos ni la voluntad necesarios para liberarse de su paradigma organísmico y concebía las sociedades organizadas de insectos como casos particulares de una especie concreta, y no como desarrollos particulares de una sociología animal generalizada. La sociología animal, ciertamente de un modo en extremo curioso y revelador, emerge de la periferia de la etología.
Actualmente se ha podido construir una noción de sociedad al interrelacionar los diferentes datos que nos han sido puestos de relieve por la etología. Esta sociedad habilita y defiende, por supuesto, su base territorial y está estructurada jerárquicamente, pero esta jerarquía es la resultante de competiciones y conflictos que se resuelven de forma provisional a través de relaciones interindividuales de sumisión/dominación. Éstos, concatenados, constituyen precisamente la jerarquía. A un mismo tiempo la sociedad implica solidaridad frente a enemigos y peligros externos y suscita actividades de cooperación, muy a menudo sutilmente organizadas y diferenciadas. La riqueza de comunicaciones a través de signos, símbolos y ritos es precisamente función de la complejidad y multiplicidad de las relaciones sociales. La enorme diferencia que existe entre un individuo y otro, entre las aves y extraordinariamente palmaria en el caso de los mamíferos, determina y acrecienta esta complejidad tal como veremos más adelante.

Tales hechos significan que la sociedad, concebida como organización compleja de individuos diversos, fundada a un mismo tiempo sobre la competición y la solidaridad y conllevando un rico sistema de comunicaciones, es un fenómeno extraordinariamente extendido en la naturaleza, Y esto es sólo el comienzo de la prospección.

Sea como fuere, la sustitución de las nociones de horda, banda y colonia por la de sociedad se hace necesaria desde el momento en que se descubre cuán compleja es la organización de estos grupos. Nuevamente nos encontramos con que alrededor del concepto de organización emerge una nueva complejidad biosociológica y que alrededor del concepto de complejidad nos muestra su faz la organización social.

Así pues, en lo sucesivo se podrá considerar que la sociedad es una de las formas fundamentales más ampliamente difundidas de la autoorganización de los sistemas vivos, desigual y diversamente desarrollada. En consecuencia la sociedad humana aparece como una variante prodigiosamente desarrollada del fenómeno social natural, y la sociología —ciencia humana— pierde su insularidad para convertirse en la cima más elevada de la sociología general —ciencia natural (Moscovici, 1972). Las consecuencias de la etología y de la sociología animal son asimismo mortales para el paradigma cerrado del antropologismo. Se nos muestra con toda claridad que ni la comunicación, ni el símbolo, ni el rito son exclusivos del hombre, sino que todos ellos hunden sus raíces en coordinadas espacio-temporales muy lejanas de la evolución de las especies.

Así como es evidente que la especie humana no ha inventado los comportamientos de cortejo y sumisión, la estructuración jerárquica del grupo, la noción de territorio (Cosnier, 1969), no lo es menos que la sociedad no es una invención humana. Digamos de paso que ciertos caracteres que parecen ser propios de las sociedades humanas (vinculación ambigua y compleja entre conflictos y solidaridades, entre oposiciones y complementaridades, combinación de individuos diferentes en un mismo sistema de comunicación-organización) emergen ya de forma clara en una serie de sociedades animales. No puede contraponerse ya por más tiempo el orden social humano al desorden de los comportamientos animales, ni las incertidumbres complejas que reinan en el seno de las sociedades humanas (el margen de variabilidades, conflictos y tensiones que presuponen) a la supuesta coerción mecánica que reina en los grupos animales. En las sociedades animales, y especialmente en las de los mamíferos, existe un orden complejo que supone un cierto desorden o «ruido» como ingrediente indispensable a su propia complejidad. Todos estos aspectos que han sido simplemente esbozados en la etología animal, se pusieron de manifiesto de forma súbita en los magníficos trabajos de primatología de la última década. En ellos ya no es sólo la idea de sociedad la que cambia, es también la idea de mono y la idea de hombre.