Gilles Deleuze
Sólo pedimos un poco de orden para protegernos del caos. No hay
cosa que resulte más dolorosa, más angustiante, que un pensamiento que se escapa
de sí mismo, que las ideas que huyen, que desaparecen apenas esbozadas, roídas
ya por el olvido o precipitadas en otras ideas que tampoco dominamos. Son
variabilidades infinitas cuyas desaparición y aparición coinciden. Son
velocidades infinitas que se confunden con la inmovilidad de la nada incolora y
silenciosa que recorren, sin naturaleza ni pensamiento. Es el instante del que
no sabemos si es demasiado largo o demasiado corto para el tiempo. Recibimos
latigazos que restallan como arterias. Incesantemente extraviamos nuestras
ideas. Por este motivo nos empeñamos tanto en agarrarnos a opiniones
establecidas. Sólo pedimos que nuestras ideas se concatenen de acuerdo con un
mínimo de reglas constantes, y jamás la asociación de ideas ha tenido otro
sentido, facilitarnos estas reglas protectoras, similitud, contigüidad,
causalidad, que nos permiten poner un poco de orden en las ideas, pasar de una a
otra de acuerdo con un orden del espacio y del tiempo, que impida a nuestra
"fantasía" (el delirio, la locura) recorrer el universo en un instante para
engendrar de él caballos alados y dragones de fuego. Pero no existiría un poco
de orden en las ideas si no hubiera también en las cosas o estado de cosas un
anticaos objetivo: "Si el cinabrio fuera ora rojo, ora negro, ora ligero, ora
pesado..., mi imaginación no encontraría la ocasión de recibir en el pensamiento
el pesado cinabrio con la representación del color rojo". Y por último, cuando
se produce el encuentro de las cosas y el pensamiento, es necesario que la
sensación se reproduzca como la garantía o el testimonio de su acuerdo, la
sensación de pesadez cada vez que sopesamos el cinabrio, la de rojo cada vez que
lo contemplamos, con nuestros órganos del cuerpo que no perciben el presente sin
imponerle la conformidad con el pasado. Todo esto es lo que pedimos para
forjarnos una opinión, como una especie de "paraguas" que nos proteja del caos.
De todo esto se componen nuestras opiniones. Pero el arte, la
ciencia, la filosofía exigen algo más: trazan planos en el caos. Estas tres
disciplinas no son como las religiones que invocan dinastías de dioses, o la
epifanía de un único dios para pintar sobre el paraguas un firmamento, como las
figuras de una Urdoxa, de la que derivarían nuestras opiniones. La filosofía, la
ciencia y el arte quieren que desgarremos el firmamento y que nos sumerjamos en
el caos. Sólo a este precio lo venceremos. Y tres veces vencedor crucé el
Aqueronte. El filósofo, el científico, el artista parecen regresar del país de
los muertos. Lo que el filósofo trae del caos son unas variaciones que
permanecen infinitas, pero convertidas en inseparables, en unas superficies o en
unos volúmenes absolutos que trazan un plano de inmanencia secante: ya no se
trata de asociaciones de ideas diferenciadas, sino de reconcatenaciones por zona
de indistinción en un concepto. El científico trae del caos unas variables
convertidas en independientes por desaceleración, es decir por eliminación de
las demás variabilidades cualesquiera susceptibles de interferir, de tal modo
que las variables conservadas entran bajo unas relaciones determinables en una
función: ya no se trata de lazos de propiedades en las cosas, sino de
coordenadas finitas en un plano secante de referencia que va de las
probabilidades locales a una cosmogonía global. El artista trae del caos unas
variedades que ya no constituyen una reproducción de lo sensible en el órgano
sino que erigen un ser de los sensible, un ser de la sensación, en un plano de
composición anorgánica capaz de volver a dar lo infinito. La lucha con el caos
que Cézanne y Klee han mostrado en acción en la pintura, en el corazón de la
pintura, vuelve a surgir de otra manera en la ciencia, en la filosofía: siempre
se trata de vencer el caos mediante un plano secante que lo atraviesa. El pintor
pasa por una catástrofe, o por un arrebol, y deja sobre el lienzo el rastro de
este paso, como el del salto que le lleva del caos a la composición. Las propias
ecuaciones matemáticas no gozan de una certidumbre apacible que sería como la
sanción de una opinión científica dominante, sino que salen de un abismo que
hace que el matemático "salte a pies juntillas sobre los cálculos", prevea otros
que no puede efectuar y no alcance la verdad sin "darse golpes a uno y otro
lado". El pensamiento filosófico no reúne sus conceptos dentro de la amistad sin
estar también atravesado por una fisura que los reconduce al odio o los dispersa
en el caos existente, donde hay que recuperarlos, buscarlos, dar un salto. Es
como si se echara una red, pero el pescador siempre corre el riesgo de verse
arrastrado y encontrarse en mar abierto cuando pensaba llegar a puerto. Las tres
disciplinas proceden por crisis o sacudidas, de manera diferente, y la sucesión
es lo que permite hablar de "progresos" en cada caso. Diríase que la lucha
contra el caos no puede darse sin afinidad con el enemigo, porque hay otra lucha
que se desarrolla y adquiere mayor importancia, contra la opinión que pretendía
no obstante protegernos del propio caos.
En un texto violentamente poético, Lawrence describe lo que
hace la poesía: los hombres incesantemente se fabrican un paraguas que les
resguarda, en cuya parte inferior trazan un firmamento y escriben sus
convenciones, sus opiniones; pero el poeta, el artista, practica un corte en el
paraguas, rasga el propio firmamento, para dar entrada a un poco del caos libre
y ventoso y para enmarcar en una luz repentina una visión que surge a través de
la rasgadura, primavera de Wordsworth o manzana de Cézanne, silueta de Macbeth o
de Acab. Entonces aparece la multitud de imitadores que restaura el paraguas con
un paño que vagamente se parece a la visión y la multitud de glosadores que
remiendan la hendidura con opiniones: comunicación. Siempre harán falta otros
artistas para hacer otras rasgaduras, llevar a cabo las destrucciones
necesarias, quizá cada vez mayores, y volver a dar así a sus antecesores la
incomunicable novedad que ya no se sabía ver. Lo que significa que el artista se
pelea menos contra el caos (al que llama con todas sus fuerzas, en cierto modo)
que contra los "tópicos" de la opinión. El pintor no pinta sobre una tela
virgen, ni el escritor escribe sobre una página en blanco, sino que la página o
la tela están ya cubiertas de tópicos preexistentes, preestablecidos, que hay
primero que tachar, limpiar, laminar, incluso desmenuzar para hacer que pase una
corriente de aire surgida del caos que nos aporte la visión. Cuando Fontana
corta el lienzo coloreado de un navajazo, no es el color lo que hiende de este
modo, al contrario, nos hace ver el color liso del color puro a través de la
hendidura. El arte efectivamente lucha con el caos, pero para hacer que surja
una visión que lo ilumine un instante, una Sensación. Hasta las casas...: las
casas tambaleantes de Soutine salen del caos, tropezando a uno y otro lado,
impidiéndose mutuamente que se desmoronen de nuevo; y la casa de Monet surge
como una hendidura a través de la cual el caos se vuelve la visión de las rosas.
Hasta el encarnado más delicado se abre en el caos, como la carne en el
despellejado. Una obra de caos no es ciertamente mejor que una obra de opinión,
el arte se compone tan poco de caos como de opinión; pero si se pelea contra el
caos, es para arrebatarle las armas que vuelve contra la opinión, para vencerla
mejor con unas armas de eficacia comprobada. Incluso porque el cuadro está en
primer lugar cubierto de tópicos, el pintor tiene que afrontar el caos y
acelerar las destrucciones para producir una sensación que desafíe cualquier
opinión, cualquier tópico (¿durante cuánto tiempo?). El arte no es el caos, sino
una composición del caos que da la visión o sensación, de tal modo que
constituye un caosmos, como dice Joyce, un caos compuesto -y no previsto ni
preconcebido-. El arte transforma la variabilidad caótica en variedad caoidea,
por ejemplo el arrebol gris-negro y verde de El Greco; el arrebol dorado de
Turner o el arrebol rojo de Staël. El arte lucha con el caos, pero para hacerlo
sensible, incluso a través del personaje más encantador, el paisaje más
encantado (Watteau).
Un movimiento similar, sinuoso, serpentino, anima tal vez la
ciencia. Una lucha contra el caos parece pertenecerle esencialmente cuando hace
pasar la variabilidad desacelerada bajo unas constantes o unos límites, cuando
la relaciona de este modo con unos centros de equilibrio, cuando la somete a una
selección que sólo conserva un número pequeño de variables independientes en
unos ejes de coordenadas, cuando instaura entre estas variables unas relaciones
cuyo estado futuro puede determinarse a partir del presente (cálculo
determinista), o por el contrario cuando hace intervenir tantas variables a la
vez que el estado de cosas es únicamente estadístico (cálculo de
probabilidades). Se hablará en este sentido de una opinión propiamente
científica conquistada sobre el caos como de una comunicación definida ora por
unas informaciones iniciales, ora por unas informaciones a gran escala, y que va
las más de las veces de lo elemental a lo compuesto, o bien del presente al
futuro, o bien de lo molecular a lo molar. Pero, en este caso también, la
ciencia no puede evitar experimentar una profunda atracción hacia el caos al que
combate. Si la desaceleración es el fino ribete que nos separa del caos
oceánico, la ciencia se aproxima todo lo que puede a las olas más cercanas,
estableciendo unas relaciones que se conservan con la aparición y desaparición
de las variables (cálculo diferencial); la diferencia se va haciendo cada vez
más pequeña entre el estado caótico en el que la aparición y la desaparición de
una variabilidad se confunden, y el estado semicaótico que presenta una relación
como el límite de las variables que aparecen o desaparecen. Como dice Michel
Serres a propósito de Leibniz, "existirían dos infraconscientes: uno, el más
profundo, estaría estructurado como un conjunto cualquiera, mera multiplicidad o
posibilidad en general, mezcla aleatoria de signos; el otro, el menos profundo,
estaría recubierto de esquemas combinatorios de esta multiplicidad...". Cabría
concebir una serie de coordenadas o de espacios de fases como una sucesión de
tamices, de los que el anterior sería cada vez relativamente un estado caótico y
el siguiente un estado caoideo, de tal modo que se pasaría por unos umbrales
caóticos en vez de ir de lo elemental a lo compuesto. La opinión nos presenta
una ciencia que anhelaría la unidad, la unificación de sus leyes, y que hoy en
día seguiría aún buscando una comunidad de las cuatro fuerzas. Todavía es más
obstinado, sin embargo, el anhelo de captar un pedazo de caos aun cuando las
fuerzas más diversas se agiten en él. La ciencia daría toda la unidad racional
ala que aspira a cambio de un trocito de caos que pudiera explorar..
El arte toma un trozo de caos en un marco, para formar un caos
compuesto que se vuelve sensible, o del que extrae una sensación caoidea como
variedad; pero la ciencia toma uno en un sistema de coordenadas y forma un caos
referido que se vuelve Naturaleza, y del que extrae una función aleatoria y unas
variables caoideas. De este modo uno de los aspectos más importantes de la
física matemática moderna surge en unas transiciones hacia el caos bajo los
efectos de los atractores "extraños" o caóticos: dos trayectorias contiguas en
un sistema determinado de coordenadas no permanecen así, y divergen de forma
exponencial antes de aproximarse mediante operaciones de estiramiento y de
repliegue que se repiten, y que seccionan el caos. Si los atractores de
equilibrio (puntos fijos, ciclos límites, toros) expresan en efecto la lucha de
la ciencia con el caos, los atractores extraños develan su profunda atracción
por el caos, así como la constitución de un caosmos interior a la ciencia
moderna (cosas todas ellas que de un modo u otro se detectaban en los períodos
anteriores, especialmente en la fascinación por las turbulencias). Nos
encontramos pues ante una conclusión análoga a aquella a la que nos llevaba el
arte: la lucha con el caos no es más que el instrumento de una lucha más
profunda contra la opinión, pues de la opinión procede la desgracia de los
hombres. La ciencia se vuelve contra la opinión que le confiere un sabor
religioso de unidad o de unificación. Pero también se revuelve en sí misma
contra la opinión propiamente científica en tanto que Urdoxa que consiste ora en
la previsión determinista (el Dios de Laplace), ora en la evaluación
probabilitaria (el demonio de Maxwell): desvinculándose de las informaciones
iniciales y de las informaciones a gran escala, la ciencia sustituye la
comunicación por unas condiciones de creatividad definidas a través de los
efectos singulares de las fluctuaciones mínimas. Lo que es creación son las
variedades estéticas o las variables científicas que surgen en un plano capaz de
seccionar la variabilidad caótica. En cuanto alas seudociencias que pretenden
considerar los fenómenos de opinión, los cerebros artificiales que utilizan
conservan como modelos unos procesos probabilitarios, unos atractores estables,
toda una lógica de la recognición de las formas, pero tienen que alcanzar
estados caoideos y atractores caóticos para comprender a la vez la lucha del
pensamiento contra la opinión y la degeneración del pensamiento en la propia
opinión (una de las vías de evolución de los ordenadores va en el sentido de
asumir un sistema caótico o caotizante).
Esto lo confirma el tercer caso, ya no la variedad sensible ni
la variable funcional, sino la variación conceptual tal y como se presenta en
filosofía. La filosofía a su vez lucha con el caos como abismo indiferenciado u
océano de la disimilitud. No hay que concluir por ello que la filosofía se
aliena junto a la opinión, ni que ésta pueda sustituirla. Un concepto no es un
conjunto de ideas asociadas como una opinión. Tampoco es un orden de razones,
una serie de razones ordenadas que podrían, llegado el caso, constituir una
especie de Urdoxa racionalizada. Para alcanzar el concepto, ni tan sólo basta
con que los fenómenos se sometan a unos principios análogos a los que asocian
las ideas, o las cosas, a los principios que ordenan las razones. Como dice
Michaux, lo que es suficiente para las "ideas corrientes" no lo es para las
"ideas vitales", las que hay que crear. Las ideas sólo son asociables como
imágenes y sólo son ordenables como abstracciones; para llegar al concepto,
tenemos que superar ambas cosas, y que llegar lo más rápidamente posible a
objetos mentales determinables como seres reales. Era ya lo que mostraban
Spinozza o Fichte: Tenemos que utilizar ficciones y abstracciones, pero sólo en
cuanto sea necesario para acceder a un plano en el que iríamos de ser real en
ser real y procederíamos mediante construcción de conceptos. Hemos visto como
podía alcanzarse este resultado en la medida en que unas variaciones se volvían
inseparables siguiendo unas zonas de vecindad o de indiscernibilidad: dejan
entonces de ser asociables según los caprichos de la imaginación, o discernibles
y ordenables según las exigencias de la razón, para formar auténticos bloques
conceptuales. Un concepto es un conjunto de variaciones inseparables que se
produce o se construye en un plano de inmanencia en tanto que éste secciona la
variabilidad caótica y le da consistencia (realidad). Por lo tanto un concepto
es un estado caoideo por excelencia; remite a un caos que se ha vuelto
consistente, que se ha vuelto Pensamiento, caosmos mental. ¿Y qué sería pensar
si el pensamiento no se midiera incesantemente con el caos?. La Razón sólo nos
muestra su verdadero rostro cuando "truena dentro de su cráter". Hasta el cógito
no es más que una opinión una Urdoxa en el mejor de los casos, mientras no se
extraigan de él las variaciones inseparables que lo convierten en un concepto,
siempre y cuando se renuncie a buscar en él un paraguas o un refugio, se deje de
suponer una inmanencia que se haría a sí mismo, para plantearlo él mismo por el
contrario en un plano de inmanencia al que pertenece y que le devuelve al mar
abierto. Resumiendo, el caos tiene tres hijas en función del plano que lo
secciona: son las Caoideas, el arte, la ciencia y la filosofía, como formas del
pensamiento o la creación. Se llaman caoideas las realidades producidas en unos
planos que seccionan el caos.
La junción (que no la unidad) de los tres planos es el cerebro.
Por supuesto, cuando el cerebro es considerado como una función determinada se
presenta a la vez como un conjunto complejo de conexiones horizontales y de
integraciones verticales que reaccionan unas con otras, como ponen de manifiesto
los "mapas" cerebrales. Entonces la pregunta es doble: ¿Las conexiones están
preestablecidas, como guiadas por rieles, o se hacen y se deshacen en campos de
fuerzas?¿Y los procesos de integración son centros jerárquicos localizados, o
más bien formas (Gestalten) que alcanzan sus condiciones de estabilidad en un
campo del que depende la posición del propio centro?. La importancia de la
teoría de la Gestalt al respecto incide tanto en la teoría del cerebro como en
la concepción de la percepción, puesto que se opone directamente al estatuto del
cortex tal como se presentaba desde el punto de vista de los reflejos
condicionados. Pero, independientemente de las perspectivas consideradas, no
resulta difícil mostrar que unos caminos, ya hechos o haciéndose, unos centros
mecánicos o dinámicos, se topan con dificultades del mismo tipo. Unos caminos ya
hechos que se van siguiendo progresivamente implican un trazado previo, pero
unos trayectos que se constituyen en un campo de fuerzas proceden mediante
resoluciones de tensión que también actúan progresivamente (por ejemplo la
noción de aproximación entre la fóvea y el punto luminoso proyectado sobre la
retina, ya que esta posee una estructura análoga a la de un área cortical):
ambos esquemas suponen un "plan", que no un objetivo o un programa, sino un
sobrevuelo de la totalidad del campo. Esto es lo que la teoría de la Gestalt no
explica, como tampoco el mecanismo explica el premontaje.
No hay que sorprenderse de que el cerebro, tratado como objeto
constituido de ciencia, solo pueda ser un órgano de formación y de comunicación
de la opinión: y es que las conexiones progresivas y las integraciones centradas
siguen bajo el estrecho modelo de la recognición (gnosis y praxis, "es un cubo",
"es un lápiz"...), y la biología del cerebro se alinea en este caso siguiendo
los mismos postulados que la lógica más terca. Las opiniones son formas que se
imponen, como las burbujas de jabón según la Gestalt, habida cuenta de unos
medios, de unos intereses, de unas creencias y de unos obstáculos. Parece
entonces difícil tratar la filosofía, el arte e incluso la ciencia como "objetos
mentales", meros ensamblajes de neuronas en el cerebro objetivado, puesto que el
modelo irrisorio de la recognición los acantona en la doxa. Si los objetos
mentales de la filosofía, del arte y de la ciencia (es decir las ideas vitales)
tuvieran un lugar, éste estaría en lo más profundo de las hendiduras sinápticas,
en los hiatos, los intervalos y los entretiempos de un cerebro inobjetivable,
allí donde penetrar para buscarlos sería crear. Sería un poco como en la
regulación de una pantalla de televisión cuyas intensidad hicieran surgir lo que
escapa al poder de definición objetivo. Es como decir que el pensamiento, hasta
bajo la forma que toma activamente en la ciencia, no depende de un cerebro hecho
de conexiones y de integraciones orgánicas: según la fenomenología, dependería
de las relaciones del hombre con el mundo, con las que el cerebro concuerda
necesariamente porque procede de ellas, como las excitaciones proceden del mundo
y las reacciones del hombre, incluso en sus incertidumbres y sus flaquezas. "El
hombre piensa y no el cerebro"; pero este movimiento ascendente de la
fenomenología que supera el cerebro hacia un Ser en el mundo, bajo una crítica
doble del mecanismo y el dinamismo, no nos saca de la esfera de las opiniones,
sólo nos lleva a una Urdoxa planteada como opinión originaria o sentido de los
sentidos.
¿No se situará el punto de inflexión en otro lugar, allí donde
el cerebro es "sujeto", se vuelve sujeto?. El cerebro es el que piensa y no el
hombre, sigue siendo el hombre únicamente una cristalización cerebral. Se
hablará del cerebro como Cézanne del paisaje: el hombre ausente, pero todo él
dentro del cerebro... La filosofía, el arte, la ciencia no son los objetos
mentales de un cerebro objetivado, sino los tres aspectos bajo los cuales el
cerebro se vuelve sujeto, Pensamiento-cerebro, los tres planos, las balsas con
las que se sumerge en el caos y se enfrenta a él. ¿Cuáles son los caracteres de
este cerebro que ya no se define por unas conexiones y unas integraciones
secundarias? No es un cerebro detrás del cerebro, sino primero un estado de
sobrevuelo sin distancia, a ras de suelo, autosobrevuelo al que ninguna sima,
ningún pliegue ni hiato se le escapa. Es una "forma verdadera" primaria, como la
definía Ruyer: no una Gestalt ni una forma percibida, sino una forma en sí que
no remite a ningún punto de vista exterior, como tampoco la retina o el área
estriada del córtex remite a otra, una forma consistente absoluta que se
sobrevuela independientemente de cualquier dimensión suplementaria, que por lo
tanto no exige ninguna trascendencia, que sólo tiene un lado independientemente
del número de sus dimensiones, que permanece copresente a todas sus
determinaciones sin proximidad ni alejamiento, que las recorre a velocidad
infinita, sin velocidad límite, y que hace de ellas otras tantas variaciones
inseparables a las que confiere una equipotencialidad sin confusión. Hemos visto
que ése era el estatuto del concepto como mero acontecimiento o realidad de lo
virtual. Y sin duda los conceptos no se reducen a un único y mismo cerebro,
puesto que cada uno de ellos constituye un "dominio de sobrevuelo", y los pasos
de un concepto a otro permanecen irreductibles mientras un nuevo concepto no
vuelva necesaria a su vez la copresencia o la equipotencialidad de las
determinaciones. Tampoco se puede decir que todo concepto es un cerebro. pero el
cerebro, bajo este primer aspecto de forma absoluta, se presenta en efecto como
la facultad de los conceptos, es decir como la facultad de su creación, al mismo
tiempo que establece el plano de inmanencia en el que los conceptos se sitúan,
se desplazan, cambian de orden y de relaciones, se renuevan y se crean sin
cesar. El cerebro es el espíritu mismo. Al mismo tiempo que el cerebro se vuelve
sujeto, o mejor dicho "superjeto" de acuerdo con el término de Whitehead, el
concepto se vuelve el objeto en tanto que creado, el acontecimiento o la propia
creación, y la filosofía, el plano de inmanencia que sustenta los conceptos y
que el cerebro traza. Así pues, los movimientos cerebrales engendran personajes
conceptuales.
Es el cerebro quien dice Yo, pero Yo es otro. NO es el mismo
cerebro que el de las conexiones e integraciones segundas, aun cuando no haya
trascendencia. Y este Yo no sólo es el "yo concibo" del cerebro como filosofía,
también es el "yo siento" del cerebro como arte. La sensación no es menos
cerebro que el concepto. Si se consideran las conexiones nerviosas
excitación-reacción y las integraciones cerebrales percepción-acción, no nos
preguntaremos en qué momento del camino ni en que nivel aparece la sensación,
pues ésta está supuesta y se mantiene alejada. El alejamiento no es lo contrario
del sobrevuelo, sino un correlato. La sensación es la propia excitación, no en
tanto que ésta se prolonga progresivamente y pasa a la reacción, sino en tanto
que se conserva a sí misma o conserva sus vibraciones. La sensación contrae las
vibraciones de lo excitante en una superficie nerviosa o en un volumen cerebral:
la anterior no ha desaparecido aún cuando aparece la siguiente. Es su forma de
responder al caos. La propia sensación vibra porque contrae vibraciones: es
Monumento. Resuena porque hace resonar sus armónicos. La sensación es la
vibración contraída, que se ha vuelto calidad, variedad. Por este motivo se
llama en esta caso al cerebro-sujeto alma o fuerza, puesto que únicamente el
alma conserva contrayendo lo que la materia disipa, o irradia, hace avanzar,
refleja o refracta o convierte. Así pues, buscaremos en vano la sensación
mientras nos limitemos a unas reacciones y a las excitación que éstas prolongan,
a unas acciones y a las percepciones que éstas reflejan: y es que el alma (o
mejor dicho la fuerza), como decía Leibniz, no hace nada o no actúa, sino que
únicamente está presente, conserva; la contracción no es una acción, sino una
pasión pura, una contemplación que conserva lo que precede en lo que sigue. Por
lo tanto la sensación se sitúa en otro plano que los mecanismos, los dinamismos
y las finalidades: es un plano de composición en el que la sensación se forma
contrayendo lo que la compone, y componiéndose con otras sensaciones que contrae
a su vez. La sensación es contemplación pura, pues es por contemplación como uno
contrae, en la contemplación de uno mismo a medida que se contemplan los
elementos de los que se procede. Contemplar es crear, misterio de la creación
pasiva, sensación. La sensación llena el plano de composición, y se llena de sí
misma llenándose de lo que contempla: es "enjoyment", y "self-enjoyment". Es un
sujeto, o más bien un injeto. Plotino podía definir todas las cosas como
contemplaciones, no sólo los hombres y los animales, sino las plantas, la tierra
y las rocas. No son Ideas lo que contemplamos por concepto, sino elementos de la
materia, por sensación. La planta contempla contrayendo los elementos de los que
procede, la luz, el carbono y las sales, y se llena ella misma de colores y de
olores que califican cada vez su variedad, su composición: es sensación en sí.
Como si las flores se sintieran a sí mismas sintiendo lo que las compone,
intentos de visión o de olfato primeros, antes de ser percibidos o incluso
sentidos por un agente nervioso y cerebrado.
Las rocas y las plantas carecen por supuesto de sistema
nervioso. Pero si las conexiones nerviosas y las integraciones cerebrales
suponen una fuerza-cerebro como facultad de sentir co-existente a los tejidos,
resulta verosímil suponer también una facultad de sentir que coexiste con los
tejidos embrionarios, y que se presenta en la Especie como cerebro colectivo; o
con los tejidos vegetales en las "especies menores". Y las propias afinidades
químicas y causalidades físicas remiten a unas fuerzas primarias capaces de
conservar sus largas cadenas contrayendo sus elementos y haciéndolos resonar: la
más mínima causalidad permanece inintelegible sin esta instancia subjetiva. Todo
organismo no es cerebrado, y toda vida no es orgánica, pero hay en todo unas
fuerzas que constituyen unos microcerebros, o una vida inorgánica de las cosas.
Si la espléndida hipótesis de un sistema nervioso de la Tierra no resulta
imprescindible, como para Fechner o Connan Doyle, es porque la fuerza de
contraer o de conservar, es decir de sentir, sólo se presenta como un cerebro
global en relación con unos elementos directamente contraídos y con un modo de
contracción determinados que difieren según los ámbitos y constituyen
precisamente unas variedades irreductibles. Pero, a fin de cuentas, son los
mismos elementos últimos y la misma fuerza algo alejada los que constituyen un
único plano de composición que sustenta todas las variedades del Universo. El
vitalismo siempre ha tenido dos interpretaciones posibles: la de una Idea que
actúa, pero que no es, que por lo tanto sólo actúa desde el punto de vista de un
conocimiento cerebral exterior (de Kant a Claude Bernard); o la de una fuerza
que es pero que no actúa, que por lo tanto es un mero Sentir interno (de Leibniz
a Ruyer). Si nos parece que la segunda interpretación es la que se impone, es
porque la contracción que conserva siempre está descolgada con respecto a la
acción o incluso al movimiento, y se presenta como una mera contemplación sin
conocimiento, lo cual resulta manifiesto hasta en el campo cerebral por
excelencia, el del aprendizaje o de la formación de las costumbres: a pesar de
que todo parece que ocurre en conexiones de integraciones progresivamente
activas, de una prueba a la siguiente es necesario, como demostraba Hume, que
las pruebas o los casos, las ocurrencias, se contraigan en una "imaginación"
contemplante, mientras permanecen diferenciados tanto con respecto a las
acciones como con respecto al conocimiento; e incluso cuando se es una rata, es
por contemplación como se "contrae" una costumbre. Todavía queda por descubrir,
por debajo del ruido de las acciones, esas sensaciones creadoras interiores o
esas contemplaciones silenciosas que abogan por un cerebro.
Estos dos primeros aspectos o estratos del cerebro-sujeto,
tanto la sensación como el concepto, son muy frágiles. No sólo desconexiones y
desintegraciones objetivas, sino una fatiga inmensa hacen que las sensaciones,
una vez se han vuelto pastosas, dejen escapar los elementos y las vibraciones
que cada vez les cuesta más y más contraer. La vejez es esta fatiga misma:
entonces, o bien es una caída en el caos mental, fuera del plano de composición,
o bien es un repliegue sobre opiniones establecidas, tópicos que ponen de
manifiesto que un artista ya no tiene nada más que decir, puesto que ya no es
capaz de crear sensaciones nuevas, que ya no sabe como conservar, contemplar,
contraer. El caso de la filosofía es ligeramente diferente, a pesar de que
dependa de una fatiga similar; en este caso, incapaz de mantenerse en el plano
de inmanencia, el pensamiento fatigado ya no puede soportar las velocidades
infinitas del tercer género que miden, como lo haría un torbellino, la
copresencia del concepto en todos sus componentes intensivos a la vez
(consistencia); el pensamiento es remitido a las velocidades relativas que sólo
se refieren a la sucesión del movimiento de un punto a otro, de un componente
extensivo a otro, de una idea a otra, y que miden meras asociaciones sin poder
reconstituir el concepto. Y sin duda puede suceder que estas velocidades
relativas sean muy grandes, hasta el punto de que simulan lo absoluto; sólo son
sin embargo variables de opinión, de discusión o de "réplicas ocurrentes", como
suele suceder entre los jóvenes infatigables cuya rapidez de espíritu se alaba,
pero también entre los ancianos cansados que prosiguen opiniones desaceleradas y
mantienen discusiones que no llevan a ninguna parte hablando a solas en el
interior de sus cabezas vaciadas como un remoto recuerdo de sus antiguos
conceptos a los que todavía se agarran para no volver a sumergirse totalmente en
el caos.
Sin duda las causalidades, las asociaciones, las integraciones
nos inspiran opiniones y creencias, como dice Hume, que son formas de esperar y
de reconocer algo ("objetos mentales" incluidos): va a llover, el agua va a
hervir, es el camino más corto, es la misma figura bajo otro aspecto... Pero,
pese a que semejantes opiniones se cuelen a veces entre las proposiciones
científicas, no forman parte de ellas, y la ciencia somete estos procesos a
operaciones de otra naturaleza que constituyen una actividad de conocer, y
remiten a una facultad de conocimiento como tercer estrato de un cerebro-sujeto,
no menos creador que los otros dos. El conocimiento no es una forma, ni una
fuerza, sino una función: "yo funciono". El sujeto se presenta ahora como un
"ejeto", porque extrae unos elementos cuya característica principal es la
distinción, el discernimiento: límites, constantes, variables, funciones, todos
estos functores o prospectos que forman los términos de la proposición
científica. Las proyecciones geométricas, las sustituciones y transformaciones
algebraicas no consisten en reconocer algo a través de las variaciones, sino en
distinguir unas variables y unas constantes, o en discernir progresivamente los
términos que tienden hacia unos límites sucesivos. Del mismo modo, cuando se
asigna una constante en una operación científica, no se trata de contraer unos
casos o unos momentos en una misma contemplación, sino de establecer una
relación necesaria entre factores que permanecen independientes. En este
sentido, los actos fundamentales de la facultad científica de conocer nos han
parecido que son los siguientes: establecer unos límites que marquen una
renuncia a las velocidades infinitas, y que tracen un plano de referencia;
asignar unas variables que se organicen en series que tiendan hacia esos
límites; coordinar las variables independientes de forma que establezcan entre
ellas o sus límites unas relaciones necesarias de las que dependen unas
funciones distintas, siendo el plano de referencia una coordinación en acto;
determinar las mezclas o estados de cosas que se refieren a las coordenadas, y a
los que las funciones se refieren. No basta con decir que estas operaciones del
conocimiento científico son funciones del cerebro; las propias funciones son los
pliegues de un cerebro que traza las coordenadas variables de un plano de
conocimiento (referencia) y que envía a todas partes a observadores parciales.
Hay todavía otra operación que pone de manifiesto precisamente la persistencia del caos, no sólo alrededor del plano de referencia o de coordinación, sino en los rodeos de su superficie variable que siempre se vuelve a poner en juego. Se trata de las operaciones de bifurcación y de individuación: Si los estados de cosas están sometidos a ellas es porque son inseperables de potenciales que toman del propio caos, y a los que no actualizan sin correr el riesgo de resultar dislocados o sumergidos. Corresponde por lo tanto a la ciencia poner de manifiesto el caos en el que el propio cerebro se sumerge como sujeto de conocimiento. El cerebro constituye sin cesar límites que determinan funciones de variables en unas áreas particularmente extensas; las relaciones entre estas variables (conexiones) presentan un carácter aún más incierto y aventurado, no sólo en las sinapsis eléctricas que evidencian un caos estadístico, sino en las sinapsis químicas que remiten a un caos determinista. Hay menos centros cerebrales que puntos, concentrados en un área, diseminados en otra; y "osciladores", moléculas oscilantes que pasan de un punto a otro. Hasta en un modelo lineal como el de los reflejos condicionados, Erwin Strauss mostraba que lo esencial era comprender los intermediarios, los hiatos y los vacíos. Los panoramas arborificados del cerebro dejan paso a figuras rizomáticas, sistemas acentrados, redes de autómatas finitos, estados caoideos. Este caos queda sin duda oculto por el reforzamiento de los flujos generadores de opinión, bajo la acción de las costumbres o de los modelos de recognición; pero se volverá aún más sensible si se toman en consideración por el contrario procesos creadores y las bifurcaciones que éstos implican. Y la individuación en el estado de cosas cerebral, es tanto más funcional cuanto que sus variables no son sus propias células, ya que estas mueren incesantemente sin renovarse, convirtiendo el cerebro en un conjunto de pequeños muertos que introducen en nosotros la muerte incesante. Remite a un potencial que se actualiza sin duda en las vinculaciones determinables que resultan de las percepciones, pero más aún en el efecto libre que varía según la creación de los conceptos, de las sensaciones o de las propias funciones.
Hay todavía otra operación que pone de manifiesto precisamente la persistencia del caos, no sólo alrededor del plano de referencia o de coordinación, sino en los rodeos de su superficie variable que siempre se vuelve a poner en juego. Se trata de las operaciones de bifurcación y de individuación: Si los estados de cosas están sometidos a ellas es porque son inseperables de potenciales que toman del propio caos, y a los que no actualizan sin correr el riesgo de resultar dislocados o sumergidos. Corresponde por lo tanto a la ciencia poner de manifiesto el caos en el que el propio cerebro se sumerge como sujeto de conocimiento. El cerebro constituye sin cesar límites que determinan funciones de variables en unas áreas particularmente extensas; las relaciones entre estas variables (conexiones) presentan un carácter aún más incierto y aventurado, no sólo en las sinapsis eléctricas que evidencian un caos estadístico, sino en las sinapsis químicas que remiten a un caos determinista. Hay menos centros cerebrales que puntos, concentrados en un área, diseminados en otra; y "osciladores", moléculas oscilantes que pasan de un punto a otro. Hasta en un modelo lineal como el de los reflejos condicionados, Erwin Strauss mostraba que lo esencial era comprender los intermediarios, los hiatos y los vacíos. Los panoramas arborificados del cerebro dejan paso a figuras rizomáticas, sistemas acentrados, redes de autómatas finitos, estados caoideos. Este caos queda sin duda oculto por el reforzamiento de los flujos generadores de opinión, bajo la acción de las costumbres o de los modelos de recognición; pero se volverá aún más sensible si se toman en consideración por el contrario procesos creadores y las bifurcaciones que éstos implican. Y la individuación en el estado de cosas cerebral, es tanto más funcional cuanto que sus variables no son sus propias células, ya que estas mueren incesantemente sin renovarse, convirtiendo el cerebro en un conjunto de pequeños muertos que introducen en nosotros la muerte incesante. Remite a un potencial que se actualiza sin duda en las vinculaciones determinables que resultan de las percepciones, pero más aún en el efecto libre que varía según la creación de los conceptos, de las sensaciones o de las propias funciones.
Los tres planos son irreductibles con sus elementos: plano de
inmanencia de la filosofía, plano de composición del arte, plano de referencia o
de coordinación de la ciencia; forma del concepto, fuerza de la sensación,
función del conocimiento; conceptos y personajes conceptuales, sensaciones y
figuras estéticas, funciones y observadores parciales. Para cada plano se
plantean problemas análogos: ¿en qué sentido y cómo el plano, en cada caso, es
uno o múltiple, qué unidad, qué multiplicidad?. Pero todavía más importantes nos
parecen ahora los problemas de interferencia entre planos que se juntan en el
cerebro. Un primer tipo de interferencia surge cuando un filósofo trata de crear
el concepto de una sensación, o de una función (por ejemplo un concepto propio
del espacio riemanniano, o un número irracional...); o bien un científico, unas
funciones de sensaciones, como Fechner o en las teorías del color o del sonido,
e incluso unas funciones de conceptos, como muestra Lautman para las matemáticas
en tanto que éstas actualizarían unos conceptos virtuales; o bien cuando un
artista crea meras sensaciones de conceptos, o de funciones, como se ve en las
variedades de arte abstracto o en Klee. La regla en todos estos casos es que la
disciplina que interfiere debe proceder con sus propios medios. Por ejemplo,
cuando se habla de la belleza intrínseca de una figura geométrica, de una
operación o de una demostración, pero esta belleza carece de todo elemento
estético mientras se la defina con criterios tomados de la ciencia, tales como
proporción, simetría, disimetría, proyección, tranformación: eso es lo que
demostró Kant con tanta fuerza. Es necesario que la función sea aprehendida en
una sensación que le confiera unos perceptos y unos afectos compuestos
exclusivamente por el arte, en un plano de creación específica que la sustraiga
a toda referencia (el cruce de las líneas negras o las capas de color en los
ángulos rectos de Mondrian; o bien la aproximación al caos por sensación de
atractores extraños de Noland o de Shirley Jaffe).
Son por lo tanto interferencias extrínsecas, porque cada
disciplina se mantiene en su propio plano y emplea sus elementos propios. Pero
un segundo tipo de interferencia es intrínseco cuando unos conceptos y unos
personajes conceptuales parecen salir de un plano de inmanencia que les
correspondería, para meterse en otro plano entre las funciones y los
observadores parciales, o entre las sensaciones y las figuras estéticas, y de
igual modo en los demás casos. Estos deslizamientos son tan sutiles como el de
Zaratustra en la filosofía de Nietszche o el de Igitur en la poesía de Mallarmé,
que nos encontramos en unos planos complejos difíciles de calificar. A su vez
los observadores parciales introducen en la ciencia unos sensibilia que están a
veces muy cerca de las figuras estéticas en un plano mixto.
También hay, por último, en las interferencias ilocalizables. Y
es que cada disciplina distinta está a su manera relacionada con un negativo:
hasta la ciencia está relacionada con una no ciencia que le devuelve sus
efectos. No sólo se trata de decir que el arte debe formarnos, despertarnos,
enseñarnos a sentir, a nosotros que no somos artistas, y la filosofía enseñarnos
a concebir, y la ciencia a conocer. Semejantes pedagogías sólo son posibles si
cada una de las disciplinas por su cuenta está en una relación esencial con el
No que la concierne. El plano de la filosofía es prefilosófico mientras se lo
considere en sí mismo, independientemente de los conceptos que acabarán
ocupándolo, pero la no filosofía se encuentra allí donde el plano afronta el
caos. La filosofía necesita una no filosofía que la comprenda, necesita una
comprensión no filosófica, como el arte necesita un no arte, y la ciencia una no
ciencia. No lo necesitan como principio, ni como fin en el que estarían
destinados a desaparecer al realizarse, sino a cada instante de su devenir y de
su desarrollo. Ahora bien, si los tras No se distinguen todavía respecto a un
plano cerebral, ya no se distinguen respecto al caos en el que el cerebro se
sumerge. En esta inmersión, diríase que emerge del caos la sombra del "pueblo
venidero", tal y como el arte lo reivindica, pero también la filosofía y la
ciencia: pueblo-masa, pueblo-mundo, pueblo-cerebro, pueblo-caos. Pensamiento no
pensante que yace en los tres, como el concepto no conceptual de Klee o el
silencio interior de Kandinsky. Ahí es donde los conceptos, las sensaciones, las
funciones se vuelven indiscernibles, al mismo tiempo que la filosofía, el arte y
la ciencia indiscernibles, como si compartieran la misma sombra, que se extiende
a través de su naturaleza diferente y les acompaña siempre.