Oscar Cuervo
Kierkegaard es un escritor danés del siglo XIX, nacido en 1813 y muerto en 1855. Uno de sus aportes decisivos a la filosofía contemporánea es su problematización del discurso, de las posibilidades de comunicar algo a través de un discurso, de los límites de todo discurso y de la opacidad que guarda toda comunicación, hasta aquella que se pretende transparente y sobre todo aquella que se pretende transparente. Sucede que justamente la filosofía se ha pretendido con frecuencia un discurso transparente, claro y distinto, totalizador, y se ha arrogado con frecuencia la facultad de decirlo todo. Y esto porque la filosofía, en la forma en que se constituyó históricamente en el mundo occidental y de un modo especialmente acentuado en la modernidad, se ha pensado a sí misma como el saber de todo los saberes, el saber que se sabe a sí mismo: saber absoluto. El autor que ha llevado más lejos esta pretensión de absoluto y que ha tratado de concretar esa aspiración de ser un saber que se sabe a sí mismo es el alemán G. W. F. Hegel. Su Sistema del Saber Absoluto consiste precisamente en el pretendido auto-despliegue del saber que se sabe a sí mismo en toda su riqueza. Y cuando Hegel dice en toda su riqueza, hay que tomar en serio su pretensión: es decir, él quiere desarrollar un saber totalizador que no deja nada afuera y no otra cosa es la pretensión de sistematicidad.
Ahora bien: este es el concepto de filosofía que predomina en la época de Kierkegaard y contra esta forma de pensar es que Kierkegaard se rebela. Ante todo, mediante una operación irónica, preguntándose: ¿qué género literario es este que pretende abarcarlo todo, abarcándose a sí mismo? El tomar a la filosofía (a la filosofía sistemática que se pretendía la Filosofía, sin más) como un género literario, Kierkegaard logra un primer distanciamiento de lo que ella promete a los que se sometan a sus rigores. La filosofía, como género literario, está sometida a una cierta regulación, a una retórica persuasiva de elevación, de supuesto desinterés, una retórica de la universalidad, como si nunca fuera alguien en particular el que habla y escribe, sino que en los tratados sistemáticos hablara el saber mismo, como si sus palabras no tuvieran pliegues que ocultan tanto como revelan. Como si quien hablara y escribiera filosóficamente no fuera un singular, ubicado en una posición relativa e interesada, como si esa apariencia desencarnada y desinteresada no fuera una de las formas más engañosas de un discurso interesado. Frente a la filosofía sistemática, Kierkegaard sostiene que ella es ante todo un género particular y uno que precisamente, en su pretensión de ser transparente, se desconoce a sí mismo como discurso. Lo atractivo y lo más problemático del discurso kierkegaardiano es que esta “de-construcción” del discurso filosófico él no la desarrolla a través de un tratado que teorice acerca de la opacidad del género filosófico, sino que la despliega irónicamente a través de sus escritos, firmados por diversos autores pseudónimos caracterizados precisamente por la imposiblidad de decirlo todo. En todo libro de Kierkegaard hay un punto en que su autor pseudónimo se topa con una imposibilidad: esa imposibilidad no es contingente, no se debe a un error cometido por el autor que fuera subsanable. Se trata de una imposibilidad estructural, imposibilidad de todo discurso que es capaz de rodear a su objeto, que intenta cercarlo y sin embargo su objeto se le escapa permanentemente. Kierkegaard ironiza permanentemente acerca del autor (en realidad de los autores, ya que ha firmado con diversos pseudónimos) que escribe sus propios libros y que no termina de poder decir aquello que se propone. La ironía subyace en cada párrafo de los textos kierkegaardianos, por lo que leerlos significa un desafío permanente para el lector. Lamentablemente, la lectura que se ha hecho de sus obras ha desconocido con frecuencia esta clave, por lo que muchas veces se ha tomado de forma literal lo que un pseudónimo kierkegaardiano decía en alguno de sus libros y se lo ha tratado de hacer compatible con lo que otro pseudónimo dijo en otro libro, para armar un remedo de “sistema” kierkegaardiano, que es precisamente lo que el danés quería cuestionar.
Kierkegaard llamó a este dispositivo que él ideó para cuestionar la pretensión sistemática de la filosofía de su tiempo: su “estrategia literaria de la comunicación indirecta”. Esta estrategia anticipa ciertas problemáticas sobre el discurso que van a tener mucho peso en el pensamiento del siglo XX. Es de vital importancia para la comprensión de su obra tener en cuenta la singularidad de cada pseudónimo. Y entre los libros más famosos de Kierkegaard hay muchos que están firmados por pseudónimos; por ejemplo Temor y temblor, firmado por Johannes de Silentio. O El concepto de angustia, firmado por Vigilius Haufniensis. Acaba de ser editado por Editorial Trotta el primer libro que Kierkegaard publicó en su vida, que se llama O lo Uno o lo Otro, que también es un libro firmado no por un pseudónimo, sino por varios.
¿Qué significa esto de los seudónimos? No significa simplemente que Kierkegaard se haya querido ocultar detrás de un nombre de fantasía, sino que el autor de esos libros no es el propio Kierkegaard. Él crea a un autor que piensa un determinado concepto. Y lo crea justamente para pensar ese concepto. Por lo tanto, lo que se dice en ese libro no debe ser atribuído acríticamente a Kierkegaard. Durante el siglo XX, Kierkegaard fue muy leído por distintas camadas de filósofos de diversos escuelas, sobre todo la camada de la escuela existencialista de Sartre, Jaspers, Gabriel Marcel. Muchas veces estos autores lo que conocían bien era una parte de la obra pseudónima de Kierkegaard y le atribuían a Kierkegaard erróneamente lo que decía uno de sus pseudónimos.
Lo que Kierkegaard pretende es señalar la pregunta de quién habla en cada caso, y de lo que es posible decir a partir de determinada voz, de determinada entonación, una pregunta que la filosofía no solía hacerse antes de él. Cuando uno lee Crítica de la razón pura de Kant o Fenomenología del espíritu de Hegel, parecería que quien ahí está hablando es la Razón misma o el Espíritu mismo. Kierkegaard sospecha de esa voz impersonal y piensa que, todo lo que se dice, siempre se dice desde de una voz singular y eso implica que nunca en un discurso puede decirlo todo. Todo discurso está sometido a un régimen ineludible, porque mediante formas discursivas distintas se pueden decir distintas cosas; no se puede hablar de cualquier cosa de cualquier manera. No es posible hablar con cualquier forma discursiva de cualquier objeto. Cada objeto de discurso demanda determinada forma discursiva. Incluso hay que acertar en el tono, en la tonalidad con la que se habla. Él usa una palabra en diversas obras, que es una palabra danesa, que se dice Stemning, que después Heidegger va a retomar en Ser y tiempo, a través de la traducción alemana de ese término, que es Stimmung.
Estas palabras pueden traducirse como "voz", “entonación”, “tonalidad”, aunque en la traducción al castellano que hizo José Gaos de Ser y tiempo se haya vertido como “estado de ánimo”. En algunas ediciones de Kierkegaard que circulan en castellano se ha traducido Stemning como “atmósfera”. Fíjense qué variedad para traducir una misma palabra: voz, entonación, tonalidad, estado de ánimo, atmósfera, disposición afectiva... En realidad, el origen de la palabra es musical, porque quiere decir “tonalidad”. Cuando uno habla, lo hace en una determinada tonalidad. Por ejemplo, si una sinfonía está compuesta en do mayor, y la orquesta está tocando en do mayor y un instrumento toca en sol menor, va a sonar desafinado. Entonces, con este concepto Kierkegaard nos advierte de la necesidad de tener mucha precaución acerca de la tonalidad con la que se habla, porque si uno no acierta en la tonalidad puede desbaratar lo que dice.
Y así nos vamos acercando al tema que hoy nos convoca: porque en El Concepto de Angustia el objeto principal de este libro, curiosamente, no es la angustia sino el pecado. Del pecado, dice el pseudónimo Vigilius Haufniensis, no se puede hablar de cualquier manera. Hay maneras de hablar del pecado en las cuales, si uno no acierta en la tonalidad en la que habla, se vuelve cómico. Esto pasa con muchos sacerdotes cuando en misa hablan del pecado: son cómicos. Hablan también para otras personas que tienen algo de cómico, que son los que Kierkegaard llama “cristianos domingueros”, que van a la iglesia los domingos a cumplir con un rito social, para sentirse parte de la “cristiandad”. También la filosofía especulativa se vuelve cómica cuando habla del pecado. Cuando en realidad el tema del pecado, dice Kierkegaard, es el tema serio por excelencia. Y la tonalidad con la que es menester hablar del pecado es la seriedad. De manera tal que si uno no habla con seriedad, por más que esté hablando del pecado, no está hablando de él sino de otra cosa: principalmente de su propia falta de seriedad. Esto para hacer una advertencia: el riesgo de cualquiera que empiece un discurso, por ejemplo, nosotros ahora, es decir algo que podría ser muy interesante pero, al no acertar con la tonalidad que nuestro tema demanda, nos terminara por volver cómicos o tragicómicos.
Del tema del pecado –dice el pseudónimo de El concepto de angustia–, no se puede hablar ni en la Metafísica, en la Estética, ni en la Ética. Allí dice que hay una sola forma discursiva en que se puede hablar del pecado: es la predicación. Es la forma discursiva adecuada al objeto del pecado. Porque en la predicación, dice, se habla con seriedad, mientras que por ejemplo en la metafísica se habla con indiferencia. Nosotros podríamos traducir eso: no se puede teorizar acerca del pecado, porque en la teoría se habla con indiferencia.
Cuando en un contexto como el nuestro, tan alejado de la “tonalidad” religiosa, hablamos de predicación, podemos llegar a sobresaltarnos, porque predicación nos suena a sacristía, nos suena a arzobispo... no sé a qué nos puede sonar. La predicación, aclara Kierkegaard, no es otra cosa que el diálogo en donde un singular se dirige seriamente hacia otro singular, un diálogo en el que puede producirse la apropiación interior de lo que se dice. Cuando se habla teóricamente, uno habla de un objeto exterior, habla del objeto, y lo hace con indiferencia. En la predicación o en el diálogo, (porque en esto remite a Sócrates y el pseudónimo de El concepto de angustia los da prácticamente como si fueran sinónimos) puede acaecer esta seriedad de la apropiación interior de la palabra que se dice.
El concepto de angustia está firmado, como dije antes, por Vigilius Haufniensis y ese nombre tiene un significado (por otra parte, como todos los pseudónimos) que se podría traducir como “el vigía de Copenhague”. Pero “vigilius” también es una persona que está en estado de vigilia, es decir que está vigilante, que no duerme, que está despierto, que vigila. Este vigía -que no es directamente el propio Kierkegaard, sino en todo caso una de las modalidades discursivas que él ensaya- es un psicólogo. El concepto de angustia, dice, es un libro psicológico. Este ensayo psicológico se hace en dirección hacia el tema del pecado original, pero con la siguiente advertencia: ¡no se puede hablar en psicología del pecado original! Por lo tanto, a pesar de que en este libro todo se encamina hacia el problema del pecado, en el libro no se puede hablar del pecado. El pecado va a estar presente como aquello de lo cual no se puede decir psicológicamente nada. Podríamos decir que el pecado, dentro de este libro, es algo irrepresentable. En cambio de lo que sí se puede hablar, y de lo que habla el libro, es de la angustia. Él dice que la angustia es un fenómeno concomitante con el pecado, es una disposición anímica, una atmósfera, o más bien una tonalidad, un Stemning que acompaña, que rodea, que precede, que postcede al pecado. De eso sí se puede hablar, de la angustia.
Si me permiten, les voy a leer algunos párrafos del libro, que nos van a resultar especialmente reveladores. En el capítulo 5, que es el capitulo final, dice:
“En un de los cuentos de los hermanos Grimm se relata la historia de un mozo que salió a correr aventuras con el solo fin de aprender a horrorizarse. Dejemos a este aventurero que siga su camino sin preocuparnos si llegó o no a encontrar algo capaz de infundirle espanto. Lo que sí quisiera dejar bien en claro es que ésa es una aventura que todos los hombres tienen que correr, es decir, que todos han de aprender a angustiarse. El que no lo aprenda, se busca de una manera u otra su propia ruina: o porque nunca estuvo angustiado o por haberse hundido del todo en la angustia. Por el contrario, quien haya aprendido a angustiarse en la debida forma, ha alcanzado el saber supremo.
«El hombre no podría angustiarse si fuera una bestia o un ángel. Pero es una síntesis y por eso puede angustiarse. Es más, tanto más perfecto será el hombre cuanto mayor sea la profundidad de su angustia. Sin embargo, esto no hay que entenderlo -como lo suele entender la mayoría de la gente- en el sentido de una angustia por algo exterior, por algo que está fuera del hombre, sino de tal manera que el hombre mismo sea la fuente de la angustia. Sólo en ese sentido ha de entenderse sobre lo que se dice acerca de Cristo: “que se angustió hasta la muerte”; y también así se ha de entender lo que el mismo Cristo le dice a Judas: “Lo que haz de hacer, hazlo pronto.” Ni siquiera las terribles palabras: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” que a Lutero tanto le horrorizaban cada vez que predicaba sobre ellas..., ni siquiera esas palabras, repito, expresan el dolor con tanta fuerza como las anteriormente citadas. La razón es bien sencilla, ya que con las últimas palabras se designa la situación en que Cristo se encontraba, mientras que con las primeras se designa la relación con un estado todavía inexistente.» (El concepto de angustia, pág. 191, Hyspamérica, Madrid, 1984)
En este pasaje está condensado el concepto kierkergardiano de angustia. La angustia no se refiere a una situación, la angustia no tiene un objeto. Uno no se angustia ante un determinado peligro, ante un determinado suceso, o determinada persona, accidente, o imprevisto. Uno no se angustia ante una cosa. Es decir: la angustia no tiene objeto. Uno se angustia cuando experimenta no un estado o situación, sino una posibilidad: la posibilidad que uno mismo es. Por eso, dice que la angustia no viene de algo que esté afuera del hombre, sino que viene del ser del hombre, El hombre se angustia cuando se experimenta a sí mismo como lo que él es. El hombre es posibilidad.
Con esto, Kierkegaard está a punto de producir un golpe de timón en la historia de la ontología occidental, porque siempre al tema de la posibilidad se lo desdeñó como un tema derivado. Generalmente se habla de la posibilidad como de una categoría meramente lógica. Digamos que si yo dejo caer este papel desde cierta altura, es posible que caiga hacia abajo, pero también sería posible que fuera hacia arriba (con lo cual se quiere significar que el hecho de que el papel fuera hacia arriba no sería absurdo, aunque nos parezca improbable). Este es el ejemplo típico que se da acerca de la posibilidad en las clases de lógica. Lo posible, se considera, es lo que no es contradictorio, lo opuesto a lo que lógicamente es imposible: no es imposible que el papel fuera para arriba en vez de ir para abajo. Se trata así de algo que es menos que real, de algo “meramente” posible pero con ello aún no efectivo. Algo que está en el terreno de la imaginación. Porque nosotros, en la realidad empírica de todos los días, no vemos que los papeles vayan para arriba, sino para abajo, a pesar de que no sería imposible que fueran hacia arriba.
Es decir, en la filosofía tradicional, la posibilidad es concebida como algo más débil que la realidad. Cuando hablamos de la realidad, en filosofía nos sentimos más serios. En cambio cuando hablamos de la posibilidad parece que estamos jugando con la imaginación. Contra esa tradición, Kierkegaard dice: que el ser del hombre es posibilidad. Es decir, que a pesar de que ha predominado una tendencia a pensar al hombre como una cosa de límites predeterminados, el hombre es un ser posible, el hombre no tiene límites; o mejor dicho: el hombre es una síntesis de lo finito (lo que tiene límites determinados) y de lo infinito (lo que no tiene límites). Por la palabra “síntesis” debe entenderse algo distinto a lo estamos habituados a entender cuando habla Hegel. Kierkegaard era, lo dijimos, un enemigo del pensamiento hegeliano. Por síntesis, en Kierkegaard, hay que entender una conjunción, una juntura. ¿Qué se junta en el hombre? Lo infinito y lo finito. El hombre, cuando se experimenta como su ser posible, se descubre no simplemente como lo que “ya” es, no como una cosa dentro del campo de las cosas. Cuando nos experimetamos como cosa (como res, como algo real) ocupamos un lugar, nos definimos (nos delimitamos) por una profesión, por una identidad, un nombre y un apellido, una nacionalidad, un género, una generación: el hombre joven, el hombre masculino, el profesor, etc. Todo esto nos lleva hacia la cosificación, y en el fondo no es más que algo ajeno, porque no es eso lo que el hombre más propiamente es.
Cuando el hombre se aferra a estas cosas que son ajenas, el hombre no quiere ser él mismo, no quiere ser el que es. El hombre es él mismo cuando se experimenta a sí mismo como un ser posible. Es decir: un ser cuyo ser no se acaba en lo que él efectivamente es, sino lo que él puede ser. Y este poder ser no es una posibilidad meramente lógica, algo imaginario, sino que toca lo que él más auténticamente es. Ese poder ser está abierto hacia el futuro. Es decir, el hombre, más que una cosa en el espacio, es una posibilidad arrojada en el tiempo, hacia el futuro. El hombre que se capta a sí mismo en esta indefinición, esta indeterminación, podríamos decir, siente que su ser es precario, que su ser es vacilante; y ese hombre se angustia. Así que la angustia en Kierkegaard es la experiencia en la cual un hombre se capta a sí mismo como ser posible. Esta cuestión va a ser retomada por Heidegger en Ser y Tiempo: el ser del hombre (el Dasein, dirá Heidegger) arrojado hacia sus posibilidades, y esas posibilidades como aquello que el hombre más propiamente es, mucho más propio que lo que un hombre meramente es en forma efectiva.
Pero yo no quisiera terminar sin hacer una referencia que puede ser menos prevista que la de Heidegger en Ser y Tiempo. A mí me parece que, como precursor de esta manera de pensar de Kierkegaard, se encuentra un filósofo moderno al que no es muy habitual vincularlo con él, que es el francés René Descartes. Ustedes conocerán su libro Meditaciones Metafísicas, que se suele tomar como texto fundante de la filosofía moderna. En este libro, Descartes propone experimentar de una manera radical y extrema la duda. Empiezo dudando de los que mi ojos ven, de lo que mis sentidos me trasmiten, porque me doy cuenta de que mis sentidos a veces se contradicen y las cosas pueden ser de un modo diferente a cómo las veo ahora; más tarde puedo verlas de un modo distinto, por lo que resulta prudente desconfiar de los sentidos. Incluso el célebre argumento del sueño dice que esto que estoy percibiendo ahora, puede que no esté ocurriendo realmente, ya que es posible que esté sumido en un sueño: puede que esté soñando que estoy en la Facultad de Psicología disertando ante ustedes. Por lo tanto, dudo de este dato, que por otro lado parece tan cierto, como que estoy acá en este momento. Y así puedo seguir dudando. Incluso llega el momento en que la duda se extiende a todo. Percibo la posibilidad de dudar de las cosas que hasta ahora creí como más seguras, de que 2 más 3 es igual a 5, cosas de las que nunca me di cuenta de que pudieran ser erróneas (y en la época de Descartes una certeza semejante sólo la podían otorgar las matemáticas). Dudar de la matemáticas, para un filósofo del siglo XVII, es una cosa terrible. Así me doy cuenta, en determinado momento, de que es posible dudar de todo, de modo que, si quisiera estar cierto de algo, el resultado de esta duda metafísica es que dudo de todo.
Entonces, en determinado momento, al comienzo de la “Meditación Segunda”, Descartes escribe esto: «La meditación que llevé a cabo ayer ha llenado mi espíritu de tantas dudas que desde ahora ya no estará en mi poder el olvidarlo. Y sin embargo no veo de qué manera podría resolverlas, pues como si de improviso hubiera caído en aguas muy profundas, estoy tan sorprendido que no puedo afirmar los pies en el fondo ni nadar para mantenerme a flote en la superficie.» O sea, las dudas me han llevado a no poder hacer pie en el fondo ni salir a flote hacia la superficie, en un estado de posibilidad. Es decir: nada cierto a lo que aferrarse. Muchas veces, en la facultad de Filosofía, este pasaje se pasa rápido porque se lo considera una especie de decoración literaria para ir a la parte argumentalmente fuerte, que se considera que es en el momento en que Descartes define su posición racionalista. Se olvida que, justamente, en el momento antes de llegar a hacerse la pegunta: “Pero yo mismo, ¿qué soy?” (porque eso es lo que está a punto de preguntarse: ¿qué soy?), antes de llegar a esa pregunta, lo que está en las puertas de esa pregunta es ese estado de angustia de no poder hacer pie en el fondo ni salir a la superficie. Esta angustia referida por Descartes no es un adorno literario sino que es el componente necesario que anticipa y posibilita la pregunta: ¿qué soy? Y esta pregunta no es otra cosa que el descubrimiento de la vacilación no de mi intelecto, no simplemente de mi saber, sino propiamente de mi ser. Tal vez por esto es que Kierkegaard, más adelante dirá que la angustia es una aventura que todos los hombres tienen que correr, es decir, que todos han de aprender a angustiarse.
Ahora bien: este es el concepto de filosofía que predomina en la época de Kierkegaard y contra esta forma de pensar es que Kierkegaard se rebela. Ante todo, mediante una operación irónica, preguntándose: ¿qué género literario es este que pretende abarcarlo todo, abarcándose a sí mismo? El tomar a la filosofía (a la filosofía sistemática que se pretendía la Filosofía, sin más) como un género literario, Kierkegaard logra un primer distanciamiento de lo que ella promete a los que se sometan a sus rigores. La filosofía, como género literario, está sometida a una cierta regulación, a una retórica persuasiva de elevación, de supuesto desinterés, una retórica de la universalidad, como si nunca fuera alguien en particular el que habla y escribe, sino que en los tratados sistemáticos hablara el saber mismo, como si sus palabras no tuvieran pliegues que ocultan tanto como revelan. Como si quien hablara y escribiera filosóficamente no fuera un singular, ubicado en una posición relativa e interesada, como si esa apariencia desencarnada y desinteresada no fuera una de las formas más engañosas de un discurso interesado. Frente a la filosofía sistemática, Kierkegaard sostiene que ella es ante todo un género particular y uno que precisamente, en su pretensión de ser transparente, se desconoce a sí mismo como discurso. Lo atractivo y lo más problemático del discurso kierkegaardiano es que esta “de-construcción” del discurso filosófico él no la desarrolla a través de un tratado que teorice acerca de la opacidad del género filosófico, sino que la despliega irónicamente a través de sus escritos, firmados por diversos autores pseudónimos caracterizados precisamente por la imposiblidad de decirlo todo. En todo libro de Kierkegaard hay un punto en que su autor pseudónimo se topa con una imposibilidad: esa imposibilidad no es contingente, no se debe a un error cometido por el autor que fuera subsanable. Se trata de una imposibilidad estructural, imposibilidad de todo discurso que es capaz de rodear a su objeto, que intenta cercarlo y sin embargo su objeto se le escapa permanentemente. Kierkegaard ironiza permanentemente acerca del autor (en realidad de los autores, ya que ha firmado con diversos pseudónimos) que escribe sus propios libros y que no termina de poder decir aquello que se propone. La ironía subyace en cada párrafo de los textos kierkegaardianos, por lo que leerlos significa un desafío permanente para el lector. Lamentablemente, la lectura que se ha hecho de sus obras ha desconocido con frecuencia esta clave, por lo que muchas veces se ha tomado de forma literal lo que un pseudónimo kierkegaardiano decía en alguno de sus libros y se lo ha tratado de hacer compatible con lo que otro pseudónimo dijo en otro libro, para armar un remedo de “sistema” kierkegaardiano, que es precisamente lo que el danés quería cuestionar.
Kierkegaard llamó a este dispositivo que él ideó para cuestionar la pretensión sistemática de la filosofía de su tiempo: su “estrategia literaria de la comunicación indirecta”. Esta estrategia anticipa ciertas problemáticas sobre el discurso que van a tener mucho peso en el pensamiento del siglo XX. Es de vital importancia para la comprensión de su obra tener en cuenta la singularidad de cada pseudónimo. Y entre los libros más famosos de Kierkegaard hay muchos que están firmados por pseudónimos; por ejemplo Temor y temblor, firmado por Johannes de Silentio. O El concepto de angustia, firmado por Vigilius Haufniensis. Acaba de ser editado por Editorial Trotta el primer libro que Kierkegaard publicó en su vida, que se llama O lo Uno o lo Otro, que también es un libro firmado no por un pseudónimo, sino por varios.
¿Qué significa esto de los seudónimos? No significa simplemente que Kierkegaard se haya querido ocultar detrás de un nombre de fantasía, sino que el autor de esos libros no es el propio Kierkegaard. Él crea a un autor que piensa un determinado concepto. Y lo crea justamente para pensar ese concepto. Por lo tanto, lo que se dice en ese libro no debe ser atribuído acríticamente a Kierkegaard. Durante el siglo XX, Kierkegaard fue muy leído por distintas camadas de filósofos de diversos escuelas, sobre todo la camada de la escuela existencialista de Sartre, Jaspers, Gabriel Marcel. Muchas veces estos autores lo que conocían bien era una parte de la obra pseudónima de Kierkegaard y le atribuían a Kierkegaard erróneamente lo que decía uno de sus pseudónimos.
Lo que Kierkegaard pretende es señalar la pregunta de quién habla en cada caso, y de lo que es posible decir a partir de determinada voz, de determinada entonación, una pregunta que la filosofía no solía hacerse antes de él. Cuando uno lee Crítica de la razón pura de Kant o Fenomenología del espíritu de Hegel, parecería que quien ahí está hablando es la Razón misma o el Espíritu mismo. Kierkegaard sospecha de esa voz impersonal y piensa que, todo lo que se dice, siempre se dice desde de una voz singular y eso implica que nunca en un discurso puede decirlo todo. Todo discurso está sometido a un régimen ineludible, porque mediante formas discursivas distintas se pueden decir distintas cosas; no se puede hablar de cualquier cosa de cualquier manera. No es posible hablar con cualquier forma discursiva de cualquier objeto. Cada objeto de discurso demanda determinada forma discursiva. Incluso hay que acertar en el tono, en la tonalidad con la que se habla. Él usa una palabra en diversas obras, que es una palabra danesa, que se dice Stemning, que después Heidegger va a retomar en Ser y tiempo, a través de la traducción alemana de ese término, que es Stimmung.
Estas palabras pueden traducirse como "voz", “entonación”, “tonalidad”, aunque en la traducción al castellano que hizo José Gaos de Ser y tiempo se haya vertido como “estado de ánimo”. En algunas ediciones de Kierkegaard que circulan en castellano se ha traducido Stemning como “atmósfera”. Fíjense qué variedad para traducir una misma palabra: voz, entonación, tonalidad, estado de ánimo, atmósfera, disposición afectiva... En realidad, el origen de la palabra es musical, porque quiere decir “tonalidad”. Cuando uno habla, lo hace en una determinada tonalidad. Por ejemplo, si una sinfonía está compuesta en do mayor, y la orquesta está tocando en do mayor y un instrumento toca en sol menor, va a sonar desafinado. Entonces, con este concepto Kierkegaard nos advierte de la necesidad de tener mucha precaución acerca de la tonalidad con la que se habla, porque si uno no acierta en la tonalidad puede desbaratar lo que dice.
Y así nos vamos acercando al tema que hoy nos convoca: porque en El Concepto de Angustia el objeto principal de este libro, curiosamente, no es la angustia sino el pecado. Del pecado, dice el pseudónimo Vigilius Haufniensis, no se puede hablar de cualquier manera. Hay maneras de hablar del pecado en las cuales, si uno no acierta en la tonalidad en la que habla, se vuelve cómico. Esto pasa con muchos sacerdotes cuando en misa hablan del pecado: son cómicos. Hablan también para otras personas que tienen algo de cómico, que son los que Kierkegaard llama “cristianos domingueros”, que van a la iglesia los domingos a cumplir con un rito social, para sentirse parte de la “cristiandad”. También la filosofía especulativa se vuelve cómica cuando habla del pecado. Cuando en realidad el tema del pecado, dice Kierkegaard, es el tema serio por excelencia. Y la tonalidad con la que es menester hablar del pecado es la seriedad. De manera tal que si uno no habla con seriedad, por más que esté hablando del pecado, no está hablando de él sino de otra cosa: principalmente de su propia falta de seriedad. Esto para hacer una advertencia: el riesgo de cualquiera que empiece un discurso, por ejemplo, nosotros ahora, es decir algo que podría ser muy interesante pero, al no acertar con la tonalidad que nuestro tema demanda, nos terminara por volver cómicos o tragicómicos.
Del tema del pecado –dice el pseudónimo de El concepto de angustia–, no se puede hablar ni en la Metafísica, en la Estética, ni en la Ética. Allí dice que hay una sola forma discursiva en que se puede hablar del pecado: es la predicación. Es la forma discursiva adecuada al objeto del pecado. Porque en la predicación, dice, se habla con seriedad, mientras que por ejemplo en la metafísica se habla con indiferencia. Nosotros podríamos traducir eso: no se puede teorizar acerca del pecado, porque en la teoría se habla con indiferencia.
Cuando en un contexto como el nuestro, tan alejado de la “tonalidad” religiosa, hablamos de predicación, podemos llegar a sobresaltarnos, porque predicación nos suena a sacristía, nos suena a arzobispo... no sé a qué nos puede sonar. La predicación, aclara Kierkegaard, no es otra cosa que el diálogo en donde un singular se dirige seriamente hacia otro singular, un diálogo en el que puede producirse la apropiación interior de lo que se dice. Cuando se habla teóricamente, uno habla de un objeto exterior, habla del objeto, y lo hace con indiferencia. En la predicación o en el diálogo, (porque en esto remite a Sócrates y el pseudónimo de El concepto de angustia los da prácticamente como si fueran sinónimos) puede acaecer esta seriedad de la apropiación interior de la palabra que se dice.
El concepto de angustia está firmado, como dije antes, por Vigilius Haufniensis y ese nombre tiene un significado (por otra parte, como todos los pseudónimos) que se podría traducir como “el vigía de Copenhague”. Pero “vigilius” también es una persona que está en estado de vigilia, es decir que está vigilante, que no duerme, que está despierto, que vigila. Este vigía -que no es directamente el propio Kierkegaard, sino en todo caso una de las modalidades discursivas que él ensaya- es un psicólogo. El concepto de angustia, dice, es un libro psicológico. Este ensayo psicológico se hace en dirección hacia el tema del pecado original, pero con la siguiente advertencia: ¡no se puede hablar en psicología del pecado original! Por lo tanto, a pesar de que en este libro todo se encamina hacia el problema del pecado, en el libro no se puede hablar del pecado. El pecado va a estar presente como aquello de lo cual no se puede decir psicológicamente nada. Podríamos decir que el pecado, dentro de este libro, es algo irrepresentable. En cambio de lo que sí se puede hablar, y de lo que habla el libro, es de la angustia. Él dice que la angustia es un fenómeno concomitante con el pecado, es una disposición anímica, una atmósfera, o más bien una tonalidad, un Stemning que acompaña, que rodea, que precede, que postcede al pecado. De eso sí se puede hablar, de la angustia.
Si me permiten, les voy a leer algunos párrafos del libro, que nos van a resultar especialmente reveladores. En el capítulo 5, que es el capitulo final, dice:
“En un de los cuentos de los hermanos Grimm se relata la historia de un mozo que salió a correr aventuras con el solo fin de aprender a horrorizarse. Dejemos a este aventurero que siga su camino sin preocuparnos si llegó o no a encontrar algo capaz de infundirle espanto. Lo que sí quisiera dejar bien en claro es que ésa es una aventura que todos los hombres tienen que correr, es decir, que todos han de aprender a angustiarse. El que no lo aprenda, se busca de una manera u otra su propia ruina: o porque nunca estuvo angustiado o por haberse hundido del todo en la angustia. Por el contrario, quien haya aprendido a angustiarse en la debida forma, ha alcanzado el saber supremo.
«El hombre no podría angustiarse si fuera una bestia o un ángel. Pero es una síntesis y por eso puede angustiarse. Es más, tanto más perfecto será el hombre cuanto mayor sea la profundidad de su angustia. Sin embargo, esto no hay que entenderlo -como lo suele entender la mayoría de la gente- en el sentido de una angustia por algo exterior, por algo que está fuera del hombre, sino de tal manera que el hombre mismo sea la fuente de la angustia. Sólo en ese sentido ha de entenderse sobre lo que se dice acerca de Cristo: “que se angustió hasta la muerte”; y también así se ha de entender lo que el mismo Cristo le dice a Judas: “Lo que haz de hacer, hazlo pronto.” Ni siquiera las terribles palabras: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” que a Lutero tanto le horrorizaban cada vez que predicaba sobre ellas..., ni siquiera esas palabras, repito, expresan el dolor con tanta fuerza como las anteriormente citadas. La razón es bien sencilla, ya que con las últimas palabras se designa la situación en que Cristo se encontraba, mientras que con las primeras se designa la relación con un estado todavía inexistente.» (El concepto de angustia, pág. 191, Hyspamérica, Madrid, 1984)
En este pasaje está condensado el concepto kierkergardiano de angustia. La angustia no se refiere a una situación, la angustia no tiene un objeto. Uno no se angustia ante un determinado peligro, ante un determinado suceso, o determinada persona, accidente, o imprevisto. Uno no se angustia ante una cosa. Es decir: la angustia no tiene objeto. Uno se angustia cuando experimenta no un estado o situación, sino una posibilidad: la posibilidad que uno mismo es. Por eso, dice que la angustia no viene de algo que esté afuera del hombre, sino que viene del ser del hombre, El hombre se angustia cuando se experimenta a sí mismo como lo que él es. El hombre es posibilidad.
Con esto, Kierkegaard está a punto de producir un golpe de timón en la historia de la ontología occidental, porque siempre al tema de la posibilidad se lo desdeñó como un tema derivado. Generalmente se habla de la posibilidad como de una categoría meramente lógica. Digamos que si yo dejo caer este papel desde cierta altura, es posible que caiga hacia abajo, pero también sería posible que fuera hacia arriba (con lo cual se quiere significar que el hecho de que el papel fuera hacia arriba no sería absurdo, aunque nos parezca improbable). Este es el ejemplo típico que se da acerca de la posibilidad en las clases de lógica. Lo posible, se considera, es lo que no es contradictorio, lo opuesto a lo que lógicamente es imposible: no es imposible que el papel fuera para arriba en vez de ir para abajo. Se trata así de algo que es menos que real, de algo “meramente” posible pero con ello aún no efectivo. Algo que está en el terreno de la imaginación. Porque nosotros, en la realidad empírica de todos los días, no vemos que los papeles vayan para arriba, sino para abajo, a pesar de que no sería imposible que fueran hacia arriba.
Es decir, en la filosofía tradicional, la posibilidad es concebida como algo más débil que la realidad. Cuando hablamos de la realidad, en filosofía nos sentimos más serios. En cambio cuando hablamos de la posibilidad parece que estamos jugando con la imaginación. Contra esa tradición, Kierkegaard dice: que el ser del hombre es posibilidad. Es decir, que a pesar de que ha predominado una tendencia a pensar al hombre como una cosa de límites predeterminados, el hombre es un ser posible, el hombre no tiene límites; o mejor dicho: el hombre es una síntesis de lo finito (lo que tiene límites determinados) y de lo infinito (lo que no tiene límites). Por la palabra “síntesis” debe entenderse algo distinto a lo estamos habituados a entender cuando habla Hegel. Kierkegaard era, lo dijimos, un enemigo del pensamiento hegeliano. Por síntesis, en Kierkegaard, hay que entender una conjunción, una juntura. ¿Qué se junta en el hombre? Lo infinito y lo finito. El hombre, cuando se experimenta como su ser posible, se descubre no simplemente como lo que “ya” es, no como una cosa dentro del campo de las cosas. Cuando nos experimetamos como cosa (como res, como algo real) ocupamos un lugar, nos definimos (nos delimitamos) por una profesión, por una identidad, un nombre y un apellido, una nacionalidad, un género, una generación: el hombre joven, el hombre masculino, el profesor, etc. Todo esto nos lleva hacia la cosificación, y en el fondo no es más que algo ajeno, porque no es eso lo que el hombre más propiamente es.
Cuando el hombre se aferra a estas cosas que son ajenas, el hombre no quiere ser él mismo, no quiere ser el que es. El hombre es él mismo cuando se experimenta a sí mismo como un ser posible. Es decir: un ser cuyo ser no se acaba en lo que él efectivamente es, sino lo que él puede ser. Y este poder ser no es una posibilidad meramente lógica, algo imaginario, sino que toca lo que él más auténticamente es. Ese poder ser está abierto hacia el futuro. Es decir, el hombre, más que una cosa en el espacio, es una posibilidad arrojada en el tiempo, hacia el futuro. El hombre que se capta a sí mismo en esta indefinición, esta indeterminación, podríamos decir, siente que su ser es precario, que su ser es vacilante; y ese hombre se angustia. Así que la angustia en Kierkegaard es la experiencia en la cual un hombre se capta a sí mismo como ser posible. Esta cuestión va a ser retomada por Heidegger en Ser y Tiempo: el ser del hombre (el Dasein, dirá Heidegger) arrojado hacia sus posibilidades, y esas posibilidades como aquello que el hombre más propiamente es, mucho más propio que lo que un hombre meramente es en forma efectiva.
Pero yo no quisiera terminar sin hacer una referencia que puede ser menos prevista que la de Heidegger en Ser y Tiempo. A mí me parece que, como precursor de esta manera de pensar de Kierkegaard, se encuentra un filósofo moderno al que no es muy habitual vincularlo con él, que es el francés René Descartes. Ustedes conocerán su libro Meditaciones Metafísicas, que se suele tomar como texto fundante de la filosofía moderna. En este libro, Descartes propone experimentar de una manera radical y extrema la duda. Empiezo dudando de los que mi ojos ven, de lo que mis sentidos me trasmiten, porque me doy cuenta de que mis sentidos a veces se contradicen y las cosas pueden ser de un modo diferente a cómo las veo ahora; más tarde puedo verlas de un modo distinto, por lo que resulta prudente desconfiar de los sentidos. Incluso el célebre argumento del sueño dice que esto que estoy percibiendo ahora, puede que no esté ocurriendo realmente, ya que es posible que esté sumido en un sueño: puede que esté soñando que estoy en la Facultad de Psicología disertando ante ustedes. Por lo tanto, dudo de este dato, que por otro lado parece tan cierto, como que estoy acá en este momento. Y así puedo seguir dudando. Incluso llega el momento en que la duda se extiende a todo. Percibo la posibilidad de dudar de las cosas que hasta ahora creí como más seguras, de que 2 más 3 es igual a 5, cosas de las que nunca me di cuenta de que pudieran ser erróneas (y en la época de Descartes una certeza semejante sólo la podían otorgar las matemáticas). Dudar de la matemáticas, para un filósofo del siglo XVII, es una cosa terrible. Así me doy cuenta, en determinado momento, de que es posible dudar de todo, de modo que, si quisiera estar cierto de algo, el resultado de esta duda metafísica es que dudo de todo.
Entonces, en determinado momento, al comienzo de la “Meditación Segunda”, Descartes escribe esto: «La meditación que llevé a cabo ayer ha llenado mi espíritu de tantas dudas que desde ahora ya no estará en mi poder el olvidarlo. Y sin embargo no veo de qué manera podría resolverlas, pues como si de improviso hubiera caído en aguas muy profundas, estoy tan sorprendido que no puedo afirmar los pies en el fondo ni nadar para mantenerme a flote en la superficie.» O sea, las dudas me han llevado a no poder hacer pie en el fondo ni salir a flote hacia la superficie, en un estado de posibilidad. Es decir: nada cierto a lo que aferrarse. Muchas veces, en la facultad de Filosofía, este pasaje se pasa rápido porque se lo considera una especie de decoración literaria para ir a la parte argumentalmente fuerte, que se considera que es en el momento en que Descartes define su posición racionalista. Se olvida que, justamente, en el momento antes de llegar a hacerse la pegunta: “Pero yo mismo, ¿qué soy?” (porque eso es lo que está a punto de preguntarse: ¿qué soy?), antes de llegar a esa pregunta, lo que está en las puertas de esa pregunta es ese estado de angustia de no poder hacer pie en el fondo ni salir a la superficie. Esta angustia referida por Descartes no es un adorno literario sino que es el componente necesario que anticipa y posibilita la pregunta: ¿qué soy? Y esta pregunta no es otra cosa que el descubrimiento de la vacilación no de mi intelecto, no simplemente de mi saber, sino propiamente de mi ser. Tal vez por esto es que Kierkegaard, más adelante dirá que la angustia es una aventura que todos los hombres tienen que correr, es decir, que todos han de aprender a angustiarse.