"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

El concepto de paradigma de base



Rafael Echeverría

Es necesario advertir que la epistemología, como área general del pensamiento, no ha sido un campo al que me haya dedicado de manera sistemática. Por diversos motivos, he debido realizar algunas incursiones en el terreno epistemológico, definiendo en él determinadas posiciones en relación con temas específicos, pero ello no me convierte en un especialista que pueda desplazarse con igual autoridad por todos los temas comprometidos. Ello se manifestará obligadamente en el tratamiento de las distintas corrientes y tradiciones.

Mi formación básica no es la filosofía, sino las ciencias sociales. A pesar de las evidentes desventajas derivadas de ello, creo, sin embargo, que me ha proporcionado algunos beneficios. Destacaría, sobre todo, el hecho de que mis indagaciones en el campo filosófico se han realizado siempre a partir de determinadas preguntas constituidas desde fuera de la reflexión filosófica y con el permanente propósito de que la filosofía pueda aclarar cuestiones y problemas que se hallan fuera del dominio de su disciplina.

Nuestra actitud central frente al debate filosófico ha consistido en entender que éste no es exclusivo de los filósofos, sino que nos compromete a todos. Es nuestra impresión que, debido al interés que el filósofo establece con su disciplina, como dominio de trabajo, esta relación esencial entre la reflexión filosófica y las condiciones generales de la existencia humana no siempre se asegura. Por el contrario, ella requiere ser develada poniendo en tela de juicio muchas veces lo que podríamos llamar la administración de la filosofía por los filósofos.

Como resultado de esta manera de concebir la filosofía, se nos induce a creer que ella no nos incumbe, que representa el terreno de competencia casi exclusiva de especialistas y sobre el cual poco o nada podríamos realmente aprender o comprender. Nuestra orientación objeta muy profundamente esta posición; la discusión filosófica nos incumbe y compromete; se trata de una discusión sobre todos nosotros y no sólo estamos capacitados para entenderla sino también para participar e incidir en ella. Ello implica un esfuerzo por recuperar nuestra capacidad de control sobre la discusión filosófica. La filosofía nos pertenece y atañe de la misma forma que, en su dominio específico, nos concierne la salud, la educación, el deporte, el arte o la política. Ello no implica negar la existencia de especialistas o profesionales en estas áreas, pero que ellos existan no nos impide sentir que tales áreas nos pertenecen y forman parte de nuestra propia existencia.

Nuestra afirmación es particularmente importante por cuanto consideramos que nuestra cultura ha entrado, desde hace algunos años, en una profunda crisis de sentido que compromete muy radicalmente nuestros presupuestos filosóficos esenciales. Cuando ello sucede, los hombres vuelven inevitablemente la mirada hacia la filosofía.

La filosofía, que por décadas o siglos se desenvolvía de manera autónoma, fuera del alcance de las preocupaciones cotidianas de los hombres y hablaba lenguajes muchas veces indescifrables, comienza progresivamente a ganar la atención de un público previamente despreocupado por los problemas filosóficos. Es más, en muchos casos comprobamos la emergencia de interesantes propuestas filosóficas realizadas desde fuera del ámbito formado por los profesionales de la filosofía.

Cuando en la habitual seguridad de las disciplinas particulares comienza a dirigirse la mirada hacia la filosofía, cuando los grandes temas filosóficos comienzan a ser habitualmente abordados por los diarios, cuando se hacen afanosamente preguntas que no obtienen respuestas satisfactorias, podemos sospechar que estamos en un momento histórico de profunda crisis cultural o, lo que es lo mismo, en la antesala de un gran giro sobre la comprensión de nuestra existencia.

Estamos en un punto en el que se comprometerán grandes resoluciones en el campo de la cultura. Lo que allí suceda modificará inevitablemente las condiciones de nuestra existencia, por no hablar del conjunto de las disciplinas a través de las cuales orientamos nuestras distintas actividades.

Para una mejor comprensión de lo que afirmamos, es necesario acuñar un concepto, efectuar una distinción, sin la cual no dispondremos de la categoría adecuada para dar cuenta del fenómeno aludido. Durante el desarrollo histórico podemos reconocer largos períodos que, más allá de las importantes transformaciones que ellos puedan registrar, se realizan sobre la base de una misma y fundamental matriz de sentido. A esta matriz fundamental de sentido la llamaremos «paradigma de base», apoyándonos en el término propuesto por Thomas S. Kuhn, pero efectuando con él una extrapolación explícita.

Cuando Kuhn habla de paradigma, apunta a un núcleo central de definiciones y reglas al interior de una disciplina, a través del cual se configuran no sólo el objeto de análisis, sino también las preguntas pertinentes y las formas aceptadas de responder a ellas. Lo que es válido al interior de una disciplina, como lo afirma Kuhn, remite, a su vez, a un núcleo todavía más fundamental del que la propia disciplina es tributaria. Se trata, para cada cultura, de aquella matriz de distinciones primarias a través de las cuales se define lo que es real, la capacidad de conocimiento de los hombres, el sentido de la existencia y las posibilidades de la acción humana, los criterios de validez argumental, la estructura de nuestra sensibilidad.

Se trata de dominios diferentes pero fuertemente articulados y comprometidos en sus respectivas opciones. En este sentido, se trata de un núcleo muy anterior al de los paradigmas disciplinarios de que nos habla Kuhn para las ciencias y donde se define, por ejemplo, la propia posibilidad y carácter del quehacer científico. A ello apuntamos con el término de «paradigma de base».

Si entendemos el concepto, es indispensable comprender que apunta a una dimensión de capacidad operativa efectiva, que compromete y determina el conjunto de la existencia y acción humanas. Representa aquello que nos parece incuestionable, el núcleo de nuestra obviedad y la estructura primaria de nuestra mirada o disposición hacia las cosas. La filosofía muchas veces se dirige hacia el esfuerzo de sistematizar sus opciones, pero muy pocas veces examina tales opciones en forma crítica, reconociéndolas como opciones posibles y, por lo tanto, aceptando la posibilidad de que puedan ser diferentes.

Es también importante reconocer que en el transcurso de la historia, en el transcurrir de los grandes tiempos, este núcleo de distinciones primarias ha sufrido importantes transformaciones. Los «paradigmas de base» no han sido siempre los mismos e, incluso, suelen ser distintos en un mismo momento para sociedades diversas, según sea la radicalidad de las diferencias culturales. La distinción entre la cultura occidental y la oriental, por ejemplo, apunta directamente a diferencias presentes en este campo. Pero incluso dentro del desarrollo histórico de la cultura occidental, podemos distinguir con mucha claridad la existencia de «paradigmas de base» diferentes asociados, por ejemplo, a la antigüedad clásica, a la Edad Media y a lo que actualmente llamamos la Modernidad.

Una de las afirmaciones centrales que hacemos a partir de nuestra interpretación del desarrollo de la filosofía moderna, es que se ha alcanzado un importante punto de quiebre en sus presupuestos primarios, en el «paradigma de base» de la Modernidad, y que nos encontramos ante signos inequívocos que apuntan hacia la emergencia de un «paradigma de base» radicalmente diferente.

En muchos círculos ya se acepta la referencia a una nueva fase que se caracteriza como «posmoderna». Ello es sin duda acertado. Tal forma de referirse al problema, sin embargo, evidencia la dificultad por distinguir con la claridad suficiente los principios constitutivos de una nueva fase histórica, o les confiere un carácter marcadamente negativo poniendo en evidencia un apego todavía vigente a los principios modernos, ya puestos en tela de juicio.

Para lograr una adecuada comprensión de lo que resulta específico al «paradigma de base» de la Modernidad, se ha considerado necesario examinar su desarrollo habiendo hecho una referencia general al «paradigma de base» anterior, contenido en la cosmovisión medieval. Ello sólo tiene el propósito de fijar un trasfondo, de establecer un contraste que nos permite interpretar la especificidad de lo moderno y abrirnos a la idea de poder aceptar que lo que hoy definimos como incuestionable, fue muy diferente en el pasado. Hacerse cargo de la determinación histórica de nuestras concepciones representa, por sí mismo, un instrumento epistemológico de gran potencia. Nos proporciona un primer fundamento para sospechar de nuestras certezas.

La afirmación de que hemos alcanzado un punto de quiebre en el «paradigma de base» de la Modernidad, se fundamenta en el transcurso de nuestra exposición. Es importante advertir, sin embargo, que este quiebre no tiene una localización única y exclusiva. Distintos momentos contribuyen, a partir de transformaciones registradas en dominios diferentes, a crear las condiciones que permitirán vislumbrar una mutación fundamental de los parámetros esenciales de nuestra cultura.

Pero no se trata sólo de una multiplicidad de realizaciones parciales. La capacidad de anticipar la emergencia de principios constitutivos, la aparición de nuevas distinciones primarias, es también el resultado de nuestra capacidad de reconocer cómo, cambios aparentemente muy diferentes, en dominios muy distintos, comienzan a encontrar posibilidades de convergencia y articulación al interior de una matriz unitaria que todavía se debate en su esfuerzo por configurarse y abrirse paso.

Volvamos a nuestro concepto de «paradigma de base». Hemos afirmado que él apunta a una matriz de distinciones primarias desde la cual muchas otras distinciones (derivativas) emergen. Es importante, sin embargo, poder avanzar hacia cierta forma de localización de dicho «paradigma» al interior de la cultura.

Señalábamos que, a cierto nivel, este núcleo de distinciones primarias encuentra una primera forma de localización en el dominio propiamente filosófico. Sin duda, dentro de todos los dominios culturales sujetos a sistematización, la filosofía aparece como la mejor expresión de un campo que es portador de estas distinciones. Más allá del nivel de criticidad con que ellas sean asumidas, en la filosofía estas distinciones están sometidas a un esfuerzo de sistematización y, quien se interese por ellas, las encuentra en las concepciones filosóficas.

De allí precisamente que en períodos, como el actual, de crisis de sentido, de crisis cultural, se vuelva, como se señaló, la mirada hacia la filosofía. Por eso, a este nivel, el «paradigma de base» aparece directamente comprometido en la metafísica (definición de lo real), la epistemología (definición del conocimiento), la lógica (definición de los procedimientos válidos de argumentación), la ética (definiciones fundamentales sobre la existencia y el comportamiento humano) y la estética (definición sobre lo bello y lo imaginario).

Pero esta matriz de distinciones primarias no se localiza sólo, ni incluso de manera fundamental, en la filosofía. Esta siempre está sujeta al riesgo de alcanzar mayores grados de autonomía, de separarse de las condiciones de vida concreta de los hombres. En un nivel todavía mucho más importante esta matriz de distinciones primarias remite a la estructura del sentido común, de la que todos los hombres son portadores. Este es el lugar decisivo de su localización cultural. La filosofía no hace sino sistematizar lo que, de una u otra forma, se encuentra en la estructura del sentido común y que pertenece a todos y cada uno de los hombres. Esta es, a la vez, la razón fundamental por la que la filosofía les incumbe a todos, les habla a todos, los compromete a todos. La filosofía es derivativa, el sentido común es primario.

Desde el punto de vista histórico es interesante examinar el tipo de relación que establecen entre sí la filosofía con el sentido común. En períodos de consolidación cultural, ambos dominios pueden desarrollarse en forma relativamente autónoma. Esta autonomía, sin embargo, es sólo la expresión del alto grado de afinidad y compenetración que ambos manifiestan. Las diferencias entre el pensamiento filosófico y el sentido común, aparentemente muy grandes, revelan la participación común en los mismos principios fundamentales. La autonomía, por lo tanto, es expresiva de la fuerte correspondencia entre ambos niveles.

Lo afirmado puede, sin duda, provocar el rechazo de muchos, para quienes la filosofía representa la antítesis del sentido común y que tenderían a definirla, precisamente, como un esfuerzo sistemático de socavamiento de las creencias comunes. Es ésta una visión preponderante, por ejemplo, entre quienes hacen profesión de la filosofía. A un cierto nivel, tienen razón. El sentido común no es coherente ni sistemático, mientras que la filosofía pretende serlo. Al tender a ello, la filosofía se ve necesariamente obligada a construir determinadas relaciones y trayectos que, al establecerse, pueden desafiar al sentido común. Pero este mismo desafío se encuentra acotado por el propio sentido común; se trata siempre de una licencia de la filosofía frente al sentido común, que ésta se ve necesariamente obligada a reparar al final del recorrido.

La filosofía se halla obligada a hacer sentido y ello implica su final sometimiento a los dictámenes del sentido común. No se trata, sin embargo, de un sometimiento pasivo. El recorrido filosófico es, también, un esfuerzo de seducción hacia el sentido común, de invitarlo a desplazarse, a transformarse. Sin duda, la filosofía es capaz de modificar nuestro sentido común. La historia de la filosofía, sin embargo, nos demuestra que la relación inversa es la más importante. La filosofía se desarrolla porque las condiciones de existencia de los hombres presionan sobre ella y exigen su transformación. Es ésta una relación que, normalmente, los grandes filósofos no han desconocido. A ello, por ejemplo, apunta Hegel (el filósofo moderno que con mayor radicalidad cuestiona nuestro sentido común) cuando afirma que:

«Cuando la filosofía pinta el claroscuro, ya un aspecto de la, vida ha envejecido y en la penumbra no se le puede rejuvenecer, sino sólo reconocer: el Búho de Minerva inicia su vuelo al caer el crepúsculo» 1.

Sin embargo, en períodos de crisis de sentido, la filosofía vuelve al sentido común, busca en él las condiciones de estabilidad, las garantías de validez, que, por sí misma, ella no puede proveer o tiene dificultades en hacerlo. Es interesante, por ejemplo, examinar el tránsito del pensamiento escolástico a la filosofía moderna. Esta última se desentiende de lo que define como razón extraviada y de lo que califica como incomprensible jerga metafísica, para proceder a invocar una comprensión directa, asociada al sentido común. No en vano la inclinación cartesiana por la razón asume la forma de una invocación por el «buen sentido», por aquello que «es la cosa mejor repartida en el mundo». Lo mismo sucede con los primeros exponentes del empirismo moderno.
Este mismo fenómeno se observará asociado a los más importantes desarrollos filosóficos contemporáneos.

Nuevamente filosofía y sentido común parecen nutrirse mutuamente. Baste pensar, por ejemplo, en Heidegger, en la segunda filosofía de Wittgenstein, en Austin, etcétera, en las cuales aparecen comprometidas tradiciones filosóficas diferentes.

Por lo señalado, afirmamos que estamos en un período en el que se está preparando un gran giro filosófico, la modificación del «paradigma de base» de la Modernidad, y al mismo tiempo declaramos que nos encontramos en la antesala de una profunda transformación de nuestro sentido común y, consiguientemente, del sentido que le asignamos a nuestra existencia y a nuestra acción.

Para apreciar la profundidad de esta gran transformación y las implicancias de que ella es portadora, resulta particularmente importante dirigir nuestra atención hacia la filosofía. En ella encontramos la sistematización de nuestras distinciones primarias y el registro de las concepciones a través de las cuales tal sistematización fue realizándose. A la vez, la filosofía nos proporciona una opción interesante para medir la radicalidad de las transformaciones comprometidas.

Es importante advertir que los cambios anunciados no sólo involucran a la filosofía y a la estructura de nuestro sentido común. Ambos niveles expresan las formas más nítidas de localización de este núcleo de distinciones primarias que recogemos con el término de «paradigma de base». Pero en la medida en que se modifique el núcleo de distinciones primarias, no puede sino esperarse una no menos profunda transformación en gran parte de los dominios de la actividad humana.

La comprensión de la encrucijada filosófica no sólo nos permitirá medir las transformaciones comprometidas, sino, por sobre todo, participar desde muy temprano en el «rediseño» de cada uno de los dominios particulares a través de los cuales los seres humanos actuamos.

Entendemos a la filosofía como un dominio particular de conversaciones sobre problemas y temas recurrentes. Para entender las distintas concepciones filosóficas es indispensable, desde nuestra perspectiva, situarse en las conversaciones pertinentes. Ello implica la necesidad de identificar el trasfondo de la conversación en curso, especificar cuál es el problema que determina el arranque de una concepción particular, cómo se justifica o fundamenta dicho problema, cómo se resuelve. Es necesario identificar los interlocutores principales que constituyen la estructura conversacional relevante para la comprensión de una determinada concepción.

Toda nueva propuesta filosófica encierra una determinada reacción frente a las posiciones previamente asumidas y se realiza por razones normalmente explicitadas. Comprender dicha propuesta, por lo tanto, implica situarla en el contexto de la conversación que la genera. Desde esta perspectiva, todo el desarrollo de la filosofía se sitúa en el desarrollo de una interacción comunicativa desde la cual revela su sentido. El descubrimiento de esta situación representa una de las principales contribuciones de Hegel. En este sentido, no tenemos problemas en afirmar que suscribimos una concepción que invoca una determinada comprensión de la dialéctica en relación con el desarrollo de las ideas. Hoy diríamos dialógica, dialogante o conversacional.

Afirmamos, por lo tanto, que no es posible entender cabalmente la filosofía cartesiana si no se la coloca en el trasfondo del pensamiento escolástico. No se entiende a Hume, si no se ha comprendido a Descartes; no se entiende a Kant, si se elude la referencia a Hume; o a Hegel, sin la referencia a Kant, y así sucesivamente. Ello no implica tener que hacer referencia a todos y cada uno de los filósofos, sino a aquellos que resultan pertinentes para la comprensión de los desarrollos posteriores. No hay reglas fijas al respecto. Todo está determinado por un esfuerzo interpretativo orientado a generar una comprensión adecuada.

Lo afirmado no implica sostener que el desarrollo del pensamiento filosófico reconozca un particular sentido o una dirección necesaria, donde las posiciones individuales de los filósofos resulten portadoras. No se está afirmando que el desarrollo global se oriente por una necesidad esencial, profunda o exterior. Tampoco que el desarrollo deba, por necesidad, culminar en un determinado punto Omega ya alcanzado o por alcanzarse.

Nada permite afirmar que de Hume se deba transitar hacia Kant y de éste hacia Hegel. El desarrollo bien pudo haber sido distinto. Que fuera como fue, dependió de Hume, de Kant, de Hegel y de lo que ellos, en las conversaciones en las que les correspondió participar, fueron capaces de discurrir, de las distinciones que fueron capaces de inventar. De allí que la única forma de comprender el desarrollo de la filosofía sea transitando por ella. Es en este transitar que invitamos a que se nos acompañe. Sólo esperamos que ello resulte tan estimulante como lo ha sido para nosotros.

1 G.W.F.Hegel, Filosofía del derecho, Editorial Claridad, Buenos Aires, 1955, pág.36.