"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

Los años deslumbrantes de la Unidad Popular


Las interpretaciones librescas y oficiales sobre la Unidad Popular han sido visiones políticas. Estas visiones se centran, por lo mismo, en el ejercicio del poder, y del poder del Estado. Poder que la derecha pierde y que recupera, desde una lectura conservadora. Poder que la izquierda adquiere y que luego pierde, desde una lectura marxista. Como fuere, no se ve más que un tema: el despojo o la toma del poder. Vencedores y vencidos. Vencidos y vencedores. Todo esto hace que la Unidad Popular se comprenda como un proceso que comienza –heroica y trágicamente, depende de los ojos que lo vean– el 4 de septiembre de 1970 y que termina –también, heroica o trágicamente– el 11 de septiembre de 1973. Esas visiones patéticas de la historia son, ante todo, historias de elites. Es la historia que han contado hasta ahora los intelectuales, y que ha quedado plasmada en los tristes manuales de historia de las escuelas de Chile.

La Unidad Popular hay que verla desde otro mundo, desde los intereses y los anhelos de la cultura popular, y de la cultura cómica popular. Y entonces: desde la fiesta. Como un tiempo poético y erótico. Desde la población chilena de a pie que votó por el “Chicho” Allende, en la medida en que el “Chicho” Allende expresó sus intereses y anhelos más íntimos, sensibles y materiales. Había que hacer una historia festiva, con empanadas y vino tinto. Este tema lo formuló Allende ya a principios de los años sesenta, más allá del agua mineral y las galletas de agua de Jorge Alessandri(1). El pueblo reconoció perfectamente en Allende a un hombre público que se jugaba por esos intereses concretos y universales desde otro tiempo de alegría rotosa desbordada, la victoria del Frente Popular de 1938.

La victoria de 1970 fue aún más importante. Mientras la Casa Blanca se impacientaba y el Kremlin quedaba perplejo –¡los poderosos de este mundo!–, en Chile irrumpió el espíritu vital, cómico y festivo de un pueblo que soñó por mucho tiempo la posibilidad de contar con un gobierno a su pinta. No es que el pueblo se hiciera gobierno: no era la parusía. La fiesta, la risa y el gozo de la población en 1970 fue ver con ojos asombrados la increíble realidad de tener a un compañero en La Moneda que “pueda hacer algo por nosotros los pobres, aunque sé que los ricos futres no le van a permitir que sea presidente”, como dijera una meica nacida en 1919(2). Hasta en los momentos finales del gobierno de la Unidad Popular, un cura jesuita tuvo que reconocer que Chile vivía un clima espectacular de fiesta, insoportable para él desde su perspectiva católica y productivista(3). La fiesta de la Unidad Popular fue por excelencia la fiesta de la gente sin poder, o que nunca tuvo la posibilidad o la oportunidad de ejercerlo. Los pobres y los jóvenes. Quizá por eso para la historiografía no sea fácil contar esta espléndida historia de la fiesta. No se encuentra en las páginas editoriales de El Mercurio ni tampoco en las correspondientes de El Siglo o Punto Final. La fiesta no es tema para editoriales de ningún signo.

La fiesta fue, es y será algo vivido a flor de piel, en el ardor iluminado de una comunidad reunida y jolgoriosa. En los cuerpos, en los gestos, en los rostros, en la música, en los ojos de los miles de chilenas y chilenos que apostaron como en una lotería por una historia con empanadas y vino tinto, como una fiesta dominguera o dieciochera. Por eso fallan y faltan las fuentes impresas. No es fácil pronunciar cualquier discurso verbal. Peor aun, los discursos y las lógicas del poder –de derecha, de centro, de izquierda– achicaron y menospreciaron con su seriedad la tremenda vitalidad y espíritu festivo que embargó al pueblo de la Unidad Popular. Las elites no llegaron a la altura de la vida, la comicidad y la fiesta de los pobres de Chile.

Desde la fiesta popular hay que revivir los años de la Unidad Popular. O lo que es lo mismo, desde el gozo y el disfrute de la vida. Nada es más decisivo que eso. El pueblo y los pueblos siempre lo han sabido decir con las mejores palabras. Y eso fue, precisamente, lo que la lógica del poder olvidó y sacrificó. En 1970 lo que estaba en juego era la vida, la alegría y la fiesta del pueblo chileno. Ese pueblo que sabía reír y cantar, vivir y festejar con toda el alma desde muchos siglos atrás. La derecha, la izquierda y un centro descentrado, desde una común epísteme racionalista, empezaron a mostrarse los dientes y a sacar las pistolas, y a perder miserablemente el sentido del humor, que es decir el sentido de la fiesta y de la vida. Cierta izquierda marxista tenía una larga tradición –hosca y tosca– al respecto. La derecha, gótica o románica, no lo hizo mejor. Desde los años treinta sus sacrosantos intelectuales aconsejaban, frente al marxismo, el totalitarismo divino, con persecuciones y represiones incluidas: “Al totalitarismo ateo que subordina todo el hombre al Estado no hay más remedio que el totalitarismo cristiano que subordina todo el hombre a Dios.”(4) Finalmente el centro perdió su centro y su equilibrio. Con esos antecedentes, la tragedia –y la catástrofe– ya estaba escrita de antemano y con todos sus escalofriantes detalles: “La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”(5).

Es imprescindible retornar a los fundamentos de la vida, y de la vida del pueblo chileno, que no nació en 1970 ni murió en 1973. Hay que abandonar la visión finalista y catastrófica de derecha o de izquierda, que terminó sacrificando tantas vidas humanas. Es necesario rescatar el emblema del tiempo largo, larguísimo, milenario de la fiesta. La fiesta que el pueblo no ha podido dejar de celebrar. Con esa manera de bailar sin cesar. Con esa manera de vivir y de aspirar legítima y lúdicamente a todos los sueños y disparates inherentes a la vida. Ni Volodia ni Corvalán ganaron en 1970, dijo el filósofo Luis Oyarzún(6). A lo mejor, tampoco perdieron tanto en 1973, decimos nosotros. La vida, al menos, no la perdieron. El que la perdió y la ganó al mismo tiempo fue Salvador Allende, encarnación del espíritu festivo del propio pueblo chileno. Hombre perdidamente enamorado del pueblo y de la vida(7). A lo mejor él representó a Ño Carnaval, ese personaje indispensable y cíclico de las fiestas de la fecundidad andina, que anuncia la permanente regeneración de la vida. Así colocaremos en el centro de la mesa, en la mesa de centro, la alegría, la risa y la fiesta de un pueblo que –a pesar de todos los pesares– no ha dejado de hacer a su modo –y con humor– la historia de Chile(8).

*Este texto está inspirado en la presentación del grupo de historia Estudios Pililos Ahora (EPA) titulada Historias por travesura: la Unidad Popular, una fiesta en medio de la Guerra Fría, en el Campus San Joaquín de la Universidad Católica en 2003.





Maximiliano Salinas Campos



1.-Cfr. Topaze, 6.7.1962.
2.-Carmen Pimentel, Vidas marginales, Santiago 1973, 160. La noche del 4 de septiembre de 1970 fue espectacular en la Alameda de Santiago. Ésta se fue “llenando de jóvenes, hombres, mujeres y ancianos en cuyos rostros la felicidad era tan grande que uno reía gozoso de sólo verlos.”, El carnaval allendista empezó a las 10 en el centro, en Puro Chile, Santiago, 5.9.1970.
3.-Guillermo Marshall, La fiesta, en Mensaje, agosto 1973. Era necesario acabar con la fiesta, y que asumiera un jefe de Estado “honrado, serio, un hombre correcto, que uno jamás ve en fiestas, como a otros presidentes”, cfr. Patricia Politzer, Miedo en Chile, Santiago 1990, 158.
4.-Osvaldo Lira, La nación totalitaria, en Forja 21, 1973.
5.-Nicanor Parra, Artefactos, 1972.
6.-Luis Oyarzún, Diario, 1990, 172.
7.-“Como de costumbre, Allende interrumpió varias veces su discurso para dar cauce a salidas graciosas. En un momento dijo: Debemos tomar menos y mejor -refiriéndose al vino... y agregó a un señor que lo miraba atónito: No proteste, compañero, no proteste.”, Novedades, Santiago, 12.11.1971.
8.-Maximiliano Salinas, La fiesta: utopía, historia y derecho a la vida, en Revista de Historia Social y de las Mentalidades, vol. 2, número 7, 2003, 73-94.