"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

Platón - Carta VII



l. Forma parte del grupo de cartas dirigidas a Dión o a sus amigos. Los datos históricos que sitúan la carta son los siguientes. Dión de Siracusa, amigo de Platón, en quien este pusiera sus esperanzas políticas, acaba de morir. Era hermano político de Dionisio el Viejo de Siracusa. Estuvo asociado al gobierno de Sicilia. Ya en este tiempo había llevado a la corte siciliana al filósofo ateniense. Más tarde, bajo el reinado de Dionisio el Joven, Platón volvió a Siracusa, llamado siempre por su amigo. Se pensaba que entonces iba a ser posible reformar el gobierno de la ciudad, preparando una constitución en la que se aliaran la libertad y la autoridad. Pero la realidad fue muy otra. Dionisio desterró a Dión. Y luego de las vanas tentativas de Platón para influir en el espíritu del tirano, el filósofo regresó a Atenas. Dión, luego del último regreso de Platón, abandonó el Peloponeso: venció a Dionisio, reduciéndolo con su ejército a la acrópolis y forzó al tirano a que abandonara el país. Pero no era fácil organizar el país en medio de luchas incesantes. Heraclides, que había sido víctima de Dionisio y compañero de destierro de Dión, ambicionaba el primer puesto. No toleraba el papel preponderante del libertador de la ciudad y persuadió a sus conciudadanos de que debían liberarse de la influencia de Dión. Este tuvo que retirarse a Leontinos. Las querellas debilitaron el espíritu de oposición a la tiranía. Dionisio, que había sido olvidado, aprovechó la ocasión, se presentó en Siracusa y reconquistó el poder. La ciudad llamó de nuevo a Dión, quien, por segunda vez, entregó la ciudad a la siracusanos. Pero esto no significó el fin de las disensiones internas. Heraclides recomenzó sus intrigas e hizo lo posible por hacer fracasar las sabias reformas de Dión, hasta que este toleró que se condenara a muerte al intrigante. Tampoco esto significó la paz. Esta vez el causante de las turbulencias fue un ateniense, Calipo, de quien Dión había sido huésped durante su destierro. Partidario primero de Dión, junto con su hermano Filóstrato, se señaló en la lucha de liberación de Sicilia. Pero muerto Heraclides, adversario peligroso, comenzó a organizar hipócritamente la muerte de Dión y su propia subida al poder. Asesinado Dión, Calipo se hizo con la tiranía, que, según Diodoro, ejerció durante trece meses. Esas son las circunstancias que supone la Carta VII: Calipo está en el poder y los amigos de Dión, desterrados, preparan su venganza y la reconquista de Sicilia. El crimen había sido cometido en 354 0 353; Platón tenia setenta y tres o setenta y cuatro años.

2. Platón dirige la carta a los parientes y amigas de Dión, respondiendo al deseo de estos de que el filósofo colabore en sus proyectos de restauración. Os ayudaré -les dice- con tal que pretendáis lo mismo que deseaba él. Platón tuvo ocasión de conocer bien cuáles eran los proyectos del muerto. Para facilitar su comprensión va a exponerlos y a explicar su génesis. Incluso podría reivindicar la paternidad de dichos planes.

Comienza por explicar sus experiencias políticas y su estado de ánimo al ir a Sicilia, llevando su narración hasta el momento del destierro de Dión y su regreso a Atenas. Recuerda entonces que lo que debía constituir la parte principal de su carta eran sus consejos. Y recuerda así mismo que estos consejos se los había ya dado él a Dionlsio. Este no hizo caso y fue causa de las desgracias de Sicilia. ¿Qué hay que hacer para realizar los planes de Dión? Emprender la reforma interior de los conciudadanos, restituir en el país los valores morales. Esta es la base indispensable de las reformas exteriores. Y luego hay que convocar una asamblea que establezca una Constitución. Reemprende luego la narración de sus viajes y sus actividades en Sicilia. Al regresar definitivamente a Atenas, encuentra a Dión en Olimpia. Este, organizado el partido de la resistencia, prepara la guerra. Platón desaprueba el método, ofreciendo su colaboración solo para la acción diplomática y pacífica. La conclusión se basa en reflexiones análogas a las de los consejos: la necesidad de una reforma moral personal.

3. La autenticidad de la Carta VII apenas necesita demostración. Es esta, en efecto, la que lleva más marcado el sello platónico. Muy probablemente es la más antigua que se conserva, la que ha proporcionado los materiales para redacciones más tardías.

Las objeciones más serias e importantes que se han presentado a la autenticidad de la carta son las de Karstern, que podemos reducir a tres capítulos: a) forma y composición de la carta; b) dificultades históricas; c) filosofía de la carta.

a) El estudio atento del relato del autor de la carta nos lleva a la conclusión de que se ha elegido la forma adecuada para desarrollar una serie de pensamientos que el autor quería dar a conocer y también la forma que le permitiera hacerlos llegar al mayor número posible de lectores. Es, en suma, lo que nuestros periódicos o revistas habrían llamado una «carta abierta». Así lo entendieron también los antiguos unánimemente. El fin real del escrito es el de legitimar su propia conducta en los asuntos de Sicilia. La parte parenética es, en realidad, un mero pretexto para hacer frente a las críticas que los sucesos de Sicilia habían provocado. De la misma manera que en otros tiempos se había hecho a Sócrates responsable de las funestas empresas de sus discípulos, un Alcibíades o un Critias, resultaba natural se sospechara de la actitud de Platón junto a Dianisio. Las partidarios de Dión quizá podían achacarle el haberle embarcado en una actitud que dio precisamente lugar a su muerte. Además, los autores del crimen eran atenienses y habían estado relacionados coa la Academia. Platón debía justificar su conducta por el honor de la escuela y el futuro de la misma, por el buen nombre de su patria, incluso por el destino de sus doctrinas más estimadas. Este es el sentido de la Carta VII. El interés de todo el drama se centra en tres personajes: Platón, Dión y Dionisio. Los acontecimientos externos tienen poca importancia, en relación con los motivos internos que los provocan. Este juego de las pasiones humanas está analizado en la carta con una agudeza de psicólogo que bien puede recordar la República y con un acento de verdad que solo puede pro¬ceder de quien realmente ha vivido lo que escribe.

El primer argumento en contra de la autenticidad se basa en la aparente falta de composición o estructura de la carta. La impresión es la de un mosaico de fragmentos dispersos. La composición difiere, evidentemente, de la de los sofistas y retóricos, tan limpiamente articulada. En cambio, se encuentra en ella esa agilidad de fondo tan característica de los Diálogos, esa insensible evolución del tema propuesto al comienzo, con esa composición que puede parecer caprichosa y que va de lo esencial a la digresión para regresar sin sentir al tema. Si se lee atentamente la carta, una segunda vez si es preciso, se verá hasta qué punto es imposible suprimir ni un solo párrafo sin dañar con ello el conjunto.

b) Se presentan tres dificultades históricas. En 324 a-b se habla de un Hiparino. ¿De cuál se trata? Hubo un Hiparino hijo de Dión, y otro hermano de padre de Dionisio el Joven y sobrino de Dión. Sostienen algunos críticos que el autor de la carta solo pudo referirse al hijo de Dión. Pero según Plutarco y Cornelio Nepote, este Hiparino murió antes que su padre. Este anacronismo probaría, pues, la inautenticidad de la carta. Se han propuesto para ello varias soluciones, de las que la más evidente parece la que dice que se trataba aquí no del hijo de Dión, sino del sobrino que estaba muy vivo aún entonces. La cuestión de la edad no es obstáculo. Dión tenía unos veinte años cuando Platón fue a Sicilia por primera vez. Hacia 354, cuando se escribe la carta, Hiparino debe de tener esta misma edad. Ahora bien: Dionisio se casó con la hermana de Dión en 398, y no es imposible que esta hubiera dado a luz a los veinte años de casada. Por otra parte, el hijo de Dión careció en absoluto de importancia, mientras que el sobrino, hijo de Dionisio el Viejo y hermanastro de Dionisio el Joven, era considerado verdaderamente como el heredero de los pensamientos y proyectos del liberador de Sicilia. Muerto su tío, él estuvo al frente del partido de la resistencia contra Calipo, y unos meses más tarde se apodera él del reino y gobierna durante dos años.

La segunda dificultad se refiere a la organización política de la época de los Treinta. La descripción que da de ella el autor de la carta parece demostrar ignorancia de los asuntos políticos de Atenas. Las inexactitudes, empero, que en este aspecto veía el crítico mencionado han quedado rebatidas con la aparición de la Constitución de Atenas, de Aristóteles, que en su capítulo 35 describe una organización política en todo conforme con la de la carta. No hay, pues, aquí error histórico.

La tercera dificultad, la cuestión de Darío y el reparto de Persia, no es en realidad ninguna dificultad hoy día. No coincide, en efecto, con Heródoto (III, 89), pero sí, en cambio, está perfectamente de acuerdo con las afirmaciones de las Leyes (III, 695 c).

c) La digresión filosófica de la carta es el pasaje en que más hincapié hacen los adversarios de la autenticidad. Es imposible seguir punto por punto el razonamiento de Karstern sobre esta digresión. Todos sus puntos han sido reisados hoy en día y carecen de fuerza. El sentido de este pasaje filosófico se ha demostrado perfectamente platónico. No se trata de doctrinas esotéricas u ocultas, expuestas de manera más o menos misteriosa y extraña a la manera de Platón. Basta una atenta comparación del fragmento con las doctrinas del Fedro para ver que esta parte de la Carta VII no es ni más ni menos que el eco de las teorías del diálogo. También en este insiste Platón en la idea de que, pintura o escritura, todo sistema representativo del pensamiento tiene un doble inconveniente: el de no ser más que una traducción aproximativa del objeto, y el de no podernos dar, a causa de su fijeza o inmovilidad, las continuas explicaciones que seria necesario añadirles. Véanse, por ejemplo, los pasajes 276 c y 277 d-278 b del Fedro. Lo específico de la carta (y gracias a estos matices deja de ser esta una burda imitación de aquel) está en una ex¬posición más técnica de los motivos que impiden reconocer un valor científico a un escrito cual¬quiera. Porque todo elemento de expresión tiene algo de convencional, como nos enseñó el Cra¬tilo (432 b-e-435).
Resumiendo, pues: la tradición, el relato de los sucesos, la marcha doctrinal del texto, la composición en apariencia caprichosa y descui¬dada, así como las imperfecciones del estilo, que permitirían incluso fechar la carta por solo estas, son todo razones que convergen a la autenticidad platónica indiscutible de la Carta VII.

Platón a los parientes y amigos de Dión: Mucho éxito.

Me habéis escrito diciéndome que podía estar bien seguro de la conformidad de vuestros pensamientos con los de Dión y me movéis así insistentemente a que, en la medida de lo posible, os ayude con mis obras y con mis palabras. Ciertamente, si en verdad vuestra manera de ver las cosas y vuestros deseos son los mismos que los suyos, consiento en colaborar; si no es así, necesito reflexionar mucho sobre ello. De sus pensamientos y sus proyectos puedo yo, sin duda, hablar, no por conjeturas,sino con certeza. Cuando yo, en efecto, vine por vez primera a Siracusa', tenía cerca de cuarenta años; Dión tenía la edad que tiene en la actualidad Hiparino2, y él veía entonces las cosas como no dejó de verlas: los siracu¬sanos, según su opinión, debían ser libres y debían regirse de acuerdo con las mejores leyes. No tendrá, pues, nada de sorprendente que una divinidad haya conformado las ideas políticas de Hiparino a las de Dión. Vale la pena que los jóvenes y los viejos sepan cuál fue la forma en que estas se engendraron. Por eso voy a intentar contaros esto desde sus comienzos: las circunstancias presentes me brindan una buena ocasión para ello.

Desde tiempo atrás, en mi juventud, sentía yo lo que sienten tantos jóvenes. Tenía el proyecto, para el día en que pudiera disponer de mí mismo, de entrarme en seguida por la política. Pues bien, ved cuál era el estado en que se me ofrecían los asuntos del país: acosada la forma existente de gobierno por todos lados, se produjo una revolución; en cabeza del nuevo orden establecido fueron puestos, como jefes, cincuenta y un ciudadanos: once en la capital, diez en el Pireo (estos dos grupos fueron puestos al frente del ágora y de todo lo concerniente a la administración de las ciu-dades), mientras que los otros treinta constituían la autoridad superior con poder absoluto. Bastantes de entre ellos eran o bien parientes míos o mis conocidos, que me invitaron a colaborar inmediatamente en trabajos que, según decían, me convenían 3. Yo me hice unas ilusiones que nada tenían de sorprendente a causa de mi juventud. Me imaginaba, en efecto, que ellos iban a gobernar la ciudad, conduciéndola de los caminos de la injusticia a los de ¡ajusticia. Por eso observaba yo afanosamente lo que ellos iban a hacer. Ahora bien: yo vi a estos hombres hacer que, en poco tiempo, se echara de menos el antiguo orden de cosas, como si hubiera sido una edad de oro. Entre otros, a mi querido y viejo amigo Sócrates, a quien no temo proclamar el hombre más justo de su tiempo, quisieron asociarlo a otros encargados de llevar por fuerza a un ciudadano para condenarlo a muerte, y esto con el fin de mezclarlo en su política por las buenas o por las malas. Sócrates no obedeció y prefirió exponerse a los peores peligros antes que hacerse cómplice de acciones criminales4. A la vista de todas estas cosas, y de muchas otras del mismo tipo y de no menor importancia, me sentí lleno de indignación y me aparté de las desgracias de esta época. Muy pronto cayeron los Treinta, y con ellos cayó su régimen. Nuevamente, aunque con más calma, me sentía movido por el deseo de mezclarme en los asuntos del Estado. Por ser aquel un período de mucha tur¬bación, sucedieron muchos hechos turbulentos, y no es extraordinario que las revoluciones sirvieran para multiplicar los actos de ven¬ganza personal. No obstante, los que en aquel momento regresaron utilizaron una gran moderación'. Pero (yo no sé cómo ocurrió esto) he aquí que gentes poderosas llevan a los tribunales a este mismo Sócrates, nuestro amigo, y presentan contra él una acusación de las más graves, que él ciertamente no merecía en manera alguna: fue por impiedad por lo que los unos lo procesaron y los otros lo condenaron, e hicieron morir al hombre que no había querido tener parte en el criminal arresto de uno de los amigos de aquellos, desterrado entonces, cuando, desterrados, ellos mismos estaban en desgracia. A1 ver esto y al ver los hombres que llevaban la política, cuanto más consideraba yo las leyes y las costumbres y más iba avanzando en edad, tanto más difícil me fue pareciendo administrar bien los asuntos del Estado. Por una parte, sin amigos y sin colaboradores fieles, me parecía ello imposible. (Ahora bien: no era fácil encontrarlos entre los ciudadanos de entonces, porque nuestra ciudad no se regía ya por los usos y costumbres de nuestros antepasados. Y no se podía pensar en adquirirlos nuevos sin grandes dificultades.) En segundo lugar, la legislación y la moralidad estaban corrompidas hasta tal grado que yo, lleno de ardor al comienzo para trabajar por el bien público, considerando esta situación y de qué manera iba todo a la deriva, acabé por quedar aturdido. Sin embargo, no dejaba de espiar los posibles signos de una mejoría en estos sucesos y, de manera especial, en el régimen político, pero siempre esperaba el momento adecuado para obrar. Finalmente llegué a comprender que todos los Estados actuales están mal gobernados, pues su legislación es prácticamente incurable sin unir unos preparativos enérgicos a unas circunstancias felices. Entonces me sentí irresistiblemente movido a alabar la verdadera filosofía y a proclamar que solo con su luz se puede reconocer dónde está la justicia en la vida pública y en la vida privada. Así, pues, no acabarán los males para los hombres hasta que llegue la raza de los puros y auténticos filósofos al poder o hasta que los jefes de las ciudades, por una especial gracia de la divinidad, no se pongan verdaderamente a filosofar 6.

Esta era la marcha de mis pensamientos cuando llegué a Italia y a Sicilia por vez primera. Entonces esa vida llamada allí feliz, llenada por esos perpetuos banquetes italianos y siracusanos, me desagradó en absoluto: atracarse de comida dos veces al día, nunca acostarse solo por la noche y todo lo que acompaña a esta clase de existencia'. Con semejantes costumbres no hay ningún hombre bajo la capa del cielo que, viviendo esta vida desde su niñez, pueda llegar a ser sensato (¿,qué naturaleza podría haber tan maravillosamente equilibrada?) no adquirir jamás la sabiduría, y lo mismo diré de todas las demás virtudes. De igual manera, no hay ninguna ciudad que pueda llegar a mantenerse en paz bajo sus leyes, por muy buenas que estas sean, si los ciudadanos creen deberse entregar a dispendios locos y, por otra parte, vivir en las más completa inactividad, excepto para los banquetes y las reuniones para beber (y cuando ponen todos sus esfuerzos en ir tras sus amoríos). Tales Estados necesariamente no dejarán de moverse, de forma revolucionaria, de la tiranía a la oligarquía y a la democracia 8 y los que se hallen en el poder no soportarán ni tan siquiera oír el nombre de una forma de gobierno de justicia y equidad o igualdad.

Así, pues, durante mi viaje a Siracusa, yo me hacía estas reflexiones y las precedentes. ¿Se debía ello al azar? Más bien creo que alguna divinidad se esforzaba entonces en preparar todos los hechos que han sucedido ahora relativos a Dión y a los siracusanos9 (y es preciso temer aún peores males si vosotros no seguís ahora los consejos que os doy por segunda vez 10). Pero ¿de qué manera puedo yo mantener que entonces mi llegada a Sicilia fue el origen de todos estos acontecimientos? En mis relaciones con Dión, que era joven aún, exponiéndole mis puntos de vista sobre lo que me parecía mejor para los hombres y estimulándolo a realizarlo, es muy probable que yo no me diera cuenta de que de alguna manera trabajaba inconscientemente en la caída de la tiranía. Pues Dión, muy abierto a todas las cosas y de manera especial a los razonamientos que yo le hacía, me comprendía admirablemente, mejor que todos los jóvenes con quienes nunca haya podido tener yo trato frecuente. El decidió llevar, desde entonces, una vida distinta de la de la mayoría de los ítalos o sicilianos, haciendo mucho más caso de la virtud que de una existencia de placer y sensua¬lidad. Desde entonces, su actitud se hizo más y más odiosa a los partidarios del régimen tiránico, y esto llegó hasta la muerte de Dionisio.

Luego de este suceso, él hizo el propósito de no guardar ya más para sí solo estos sentimientos que le había hecho adquirir la verdadera filosofía. Comprobó, por los demás, que habían sido ganados otros espíritus, pocos sin duda, pero algunos, sin embargo, y entre ellos creyó muy pronto él se podía contar, con la ayuda de los dioses, el joven Dionisio. Pues bien, si ello era así, ¡qué vida de increíble felicidad iba a ser para él, Dionisio, así como para todos los siracusanos! Por otra parte, juzgó él que yo debía ir lo más rápidamente posible a Siracusa para colaborar en sus designios: él no había olvidado con qué facilidad nuestra amistad le había inspirado el deseo de la vida bella y dichosa. Si en aquel momento lograba inspirar este mismo deseo a Dionisio, como intentaba hacerlo, tenía las mayores esperanzas de establecer en todo el país, sin carnicerías, sin matanzas, sin todos los males que se producen actualmente, una vida feliz y verdadera. Lleno de estos justos pensamientos, Dión convenció a Dionisio de que me hiciera llamar, y él mismo me hizo rogar que fuera lo más aprisa posible, no importaba cómo, antes que otras influencias` se dejaran sentir sobre Dionisio, llevándolo a una existencia que pudiera ser distinta de la vida perfecta. He aquí cuáles eran las razones con que me presionaba, aun cuando con ello deba alargarme un poco: «¿Qué mejor oca-sión podríamos esperar nosotros -decía él- que la que actualmente nos ofrece la divinidad?» Junto a esto me hacía ver él este imperio de Italia y Sicilia y el poder que él tenía allí, la juventud de Dionisio y el gusto tan vivo que sentía por la filosofía y la ciencia, sus sobrinos y sus parientes, tan fáciles de ganar para la doctrina y la vida que yo no dejaba de predicar, y dispuestos todos a presionar a Dionisio. En una palabra, nunca como en aquel momento era posible esperar conseguir la unión, en unos mismos hombres, de la filosofía y del gobierno de las grandes ciudades. Esas eran sus exhortaciones y otras muchas de este mismo género. Pero yo, por una parte,no dejaba de sentir inquietud respecto de los jóvenes, por lo que un día pudiera ocurrir (pues sus deseos son prontos y cambian a menudo en sentidos contrarios); y sabía, por otra parte, que Dión poseía un carácter naturalmente grave y que era ya de edad madura. Habiendo reflexionado y habiéndome preguntado con vacilaciones si era conveniente o no ponerme en ruta y ceder a lo que se me pedía, lo que, sin embargo, hizo que la balanza se inclinara, fue el pensamiento de que si alguna vez se podía emprender la realización de mis planes legislativos y políticos, este era el momento de intentarlo: no había que hacer sino persuadir suficientemente a un solo hom¬bre y todo estaba ganado.

Con estas disposiciones de espíritu, me aventuré a partir. Ciertamente, no iba empujado por los motivos que algunos imaginan, pero me avergonzaba sobre todo de pasar a mis propios ojos por un charlatán de feria 14, que nunca quiere ponerse de manos a la obra (y también el aventurarme a traicionar en primer lugar" la hospitalidad de Dión y la amistad del mismo, en un momento en que él corría peligros bastante serios). Pues bien, si le llegaba la desgracia, si, expulsado por Dionisio y sus demás adversarios, se presentaba ante mí como un desterrado y me decía: «¡Oh Platón!, llego a ti como un proscrito; no me han faltado hoplitas ni caballeros para defenderme contra mis enemigos, sino estos razonamientos persuasivos por medio de los cuales tú puedes, yo lo sé bien, impulsar a los jóvenes al bien y a la justicia, al mismo tiempo que crear entre ellos, en toda ocasión, vínculos de amistad y de camaradería. Esto me ha faltado por negligencia y culpa tuya, y este es el motivo por el que ahora he abandonado como desterrado Siracusa y por el que me encuentro f aquí. Pero la suerte que yo he corrido es aún para ti el menor motivo de vergüenza: esa filosofía que tú tienes en la boca siempre y que tú dices es menospreciada por los demás hombres, ¿cómo no habrás traicionado su causa junto con la mía, en cuanto dependía de ti? Así es; si hubiéramos vivido en Megara 16b, ante mi llamada, habrías acudido a toda prisa a mi llamada sin ninguna duda o te hubieras juzgado el último de los hombres. Y ahora pones como excusa la longitud del viaje, la importancia de la travesía, la fatiga. ¿ Crees que en el futuro vas a poder escapar al reproche de debilidad? Ciertamente, está muy lejos de ello.» Pues bien, a estas palabras, ¿qué respuesta habría podido yo dar que pareciera razonable? Ninguna. Así, pues, partí por motivos razonables y justos, en la medida en que los motivos humanos pueden serlo, dejando a causa de ellos mis habituales ocupaciones, que no eran oscuras, para irme a vivir bajo una tiranía que no parecía avenirse ni con mis enseñanzas ni con mi persona. Al trasladarme a vuestro país cumplía yo un deber con Zeus Hospitalario" y liberada a la filosofía del reproche que se le hubiera hecho en mi persona si por amor de las comodidades y por timidez me hubiera deshonrado.

A mi llegada (no conviene, en efecto, que me alargue) no encontré más que enredos en torno a Dionisio: se calumniaba a Dión ante el tirano. Yo lo defendí con todas mis fuerzas, pero mi poder era muy mezquino, y al cabo de unos tres meses, Dionisio acusaba a Dión de conspirar contra la tiranía, lo hizo embarcar en un pequeño navío y lo desterró ignominiosamente. Luego de esto, todos nosotros, los amigos de Dión, temíamos ver que se culpaba a uno u otro de nosotros de complicidad en las intrigas de Dión y que se nos castigaba por ello. Respecto de mí, llegó a Siracusa el rumor de que yo había sido condenado a muerte por Dionisio, por ser la causa de todo lo que había ocurrido. Pero este último, viéndome alarmado de esta manera y temiendo que nuestro miedo no nos llevara a actos más graves, nos trataba a todos con benevolencia, y a mí en particular me animaba y me comprometía a que tuviera confianza, rogándome insistentemente que me quedara, ya que, si lo abandonaba, esto no iba a representar para él ningún bien, y que ocurriría lo contrario si yo me quedaba. Por este motivo fingía suplicarme esto insistentemente. Pero nosotros sabemos bien hasta qué punto las peticiones de los tiranos van mezcladas con la coacción. El tomó sus medidas para impedir mi partida: hizo que me condujeran y alojaran en la acrópolis 18 . Ni un solo capitán de navío me hu¬biera podido sacar de allí, no digo yo en contra de la voluntad de Dionisio, pero ni tan siquiera sin una orden expresa de embarcarme emanada de él. Tampoco había un solo mercader ni uno solo de los funcionarios que tenían a su cargo las fronteras que, de sorprenderme en plan de abandonar solo el país, no me hubiera detenido y me hubiera llevado a Dionisio, tanto más cuanto que por aquel entonces se difundía un nuevo rumor totalmente contrario al anterior: Dionisio, se decía, abrigaba una hermosa amistad para con Platón. ¿Qué había efectivamente de ello? Es muy conveniente decir la verdad. Con el tiempo, sin duda, me quería siempre más a medida que se familiarizaba con mi modo de ser y mi carácter, pero él quería ver que yo manifestaba más estima por él que por Dión y que yo creía mucho más en su amistad que en la de Dión. Es maravilloso ver cómo hacía de esto un punto de honra. Pero vacilaba en emplear para ello el medio que hubiera sido el más seguro si esto hubiera debido hacerse, es decir, frecuentar mis lecciones filosóficas en calidad de discípulo y oyente: temía, haciendo caso de las afirmaciones de los calumniadores, que esto disminuyera de alguna manera su libertad y que no fuera Dión el que hubiera maquinado todo esto 19. En cuanto a mí, lo soportaba todo, fiel al primer objetivo que me había llevado allí, para el caso en que el deseo de la vida filosófica llegara a apoderarse de él. Pero sus resistencias lo dominaron.

Estas son, pues, las vicisitudes entre las que transcurrió el primer período de mi llegada y mi estancia en Sicilia. Partí inmediatamente 20, pero volví todavía ante las súplicas insistentes de Dionisio. ¡Cuán razonables y justos fueron mis motivos y todas mis acciones! Sin embargo, antes de contároslo, os daré mis consejos y os expondré qué es lo que hay que hacer en la situación presente, dejando para más tarde el responder a los que me preguntan sobre mis intenciones al ir allá por segunda vez, para que lo que es accesorio en mi narración no se convierta en el punto principal 21. He ahí, pues, lo que tengo que decir.
El consejero de un hombre enfermo, si este enfermo sigue un régimen malo, ¿no tiene acaso como primer deber el hacerle modificar su género de vida? 22. Si el enfermo quiere obedecer, él le dará entonces nuevas prescripciones. Si el enfermo se niega a ello, sostengo que es propio de un hombre recto y de un verdadero médico el no prestarse más a nuevas consultas. A1 que se resignara a ello lo consideraría yo, por el contrario, como un hombre débil y un medicastro. Lo mismo hay que decir de un Estado a cuyo frente haya un solo jefe o varios. Si está gobernado normalmente, sigue el buen camino y desea un consejo sobre un punto útil, y será razonable dárselo. Si, por el contrario, se trata de Estados que se apartan del todo de una legislación justa y se niegan en absoluto a seguir sus pasos, antes ordenan a su consejero que deje la Constitución tranquila y que no cambie nada de ella bajo pena de muerte, para que, atento a sus instrucciones, venga a convertirse en el servidor de su voluntad y sus caprichos, mostrándole por qué medios todo les resultará en adelante más cómodo y más fácil; al hombre que soportara un papel conut este le tendría yo como un cobarde y un débil; por el contrario, consideraría valiente al que se negara a prestarse a ello. Esos son mis sentimientos, y cuando alguien me consulta sobre un punto o cuestión importante relacionada con su vida, sea cuestión de dinero o de higiene de alma o cuerpo, si su conducta habitual me parece responde a ciertas exigencias o si, por lo menos, parece querer conformarse a mis prescripciones en las materias que sujeta a mi consejo, con mucho gusto me hago su consejero y no me desembarazo de él dejando de asistirle. Pero si no se me pide nada o si es evidente que no se me va a escuchar por nada del mundo, yo no voy por mí mismo a ofrecer mis consejos a esas personas y tampoco haré violencia a nadie, aunque sea mi propio hijo. A mi esclavo, sí, le daré consejos, y si se niega a hacerles caso, se los impondré. Pero considero impío coaccionar a un padre o a una madre, excepto en los casos de locura 23. Aunque ellos abracen un género de vida que les agrada a ellos y no a mí, no me parece conveniente irritarlos vanamente con reproches, como tampoco adularlos con mis plácemes, procurándoles con qué satisfacer unos deseos que yo, por mi parte, no admitiría el vivir acariciándolos por mí .mismo. Estas son las disposiciones en que debe vivir un sabio frente a su país. En el caso en que este no le parezca bien gobernado, que hable, pero solamente si no ha de hablar en vano o si no arriesga la vida 24; pero que no emplee la violencia para cambiar la Constitución de su patria cuando no sea posible obtener un buen régimen más que a costa de exilios y de carnicerías; en tal caso, que permanezca tranquilo e implore de los dioses los bienes para sí mismo y para la ciudad.
De esta manera, pues, podría yo daros mis consejos, y así es como, de acuerdo con Dión, encargaba a Dionisio, al comienzo, a que cada día viviera de forma que se fuera haciendo cada vez más dueño de sí mismo y se ganara fieles amigos y partidarios, no fuera a ocurrirle a él lo que a su padre. Este último había adquirido en Sicilia un gran número de ciudades importantes devastadas por los bárbaros. Pero luego de haberlas reconstruido, no fue capaz de constituir en ellas gobiernos firmes, puestos en manos de amigos escogidos por él, bien entre los extranjeros, fuera cual fuera su lugar de procedencia, bien entre sus hermanos 25, a los que había educado él mismo, ya que eran menores que él, y a los que, de simples particulares, había hecho magistrados públicos y, de pobres que eran, inmensamente ricos. Pese a sus esfuerzos, no pudo hacer de ninguno de ellos un socio o compañero de su poder, ni empleando la persuasión, ni utilizando la instrucción, ni por medio de sus beneficios o su afecto de familia. En esto se mostró siete veces inferior a Darío, quien, fiándose de gentes que no eran sus hermanos ni habían sido educados por él, antes eran tan solo aliados suyos en la victoria sobre el eunuco medo, dividió su reino en siete partes, cada una de ellas mayor que toda Sicilia, y encontró en ellos colaboradores fieles que no le crearon ninguna dificultad, como tampoco se las crearon los unos a los otros 26. De esta manera, dio ejemplo de lo que había de ser el buen legislador y el buen rey, ya que, gracias a las leyes que él promulgó, ha conservado hasta ahora el imperio persa. Veamos también los atenienses. Ellos no colonizaron personalmente las numerosas ciudades griegas invadidas por los bárbaros, sino que las tomaron pobladas. Sin embargo, conservaron el poder en ellas durante setenta años, porque en todas las ciudades poseían partidarios. Dionisio, en cambio, que había reunido toda Sicilia en un solo Estado, al no fiarse de nadie en su sabiduría, se mantuvo con dificultades, pues escaseaba en amigos y gentes que le fueran fieles. Ahora bien: no hay señal más evidente de virtud o vicio que la abundancia o escasez de tales hombres. Ved también los consejos que Dión y yo dábamos a Dionisio, puesto que la situación que su padre le había creado le privaba de la sociabilidad que da la educación y de la que procuran las buenas relaciones. Nosotros le exhortábamos a que se preocupara primeramente de asegurarse; entre sus parientes y los compañeros de su misma edad, otros amigos que estuvieran de acuerdo entre sí para tender a la virtud, y le exhortábamos, sobre todo, a que reinara el acuerdo en él mismo, ya que tenía extraordinaria necesidad de ello. No hablábamos tan abiertamente (esto hubiera sido peligroso), sino con palabras encubiertas, e insistíamos en el hecho de que ahí estaba, para todo hombre, el medio de mantenerse y guardarse a sí mismo y a los que él gobernara, y de que obrar de otra manera significaba ir a parar a los resultados opuestos. Si caminando por el camino que nosotros le señalábamos, haciéndose reflexivo y prudente, reconstruía las ciudades devastadas de Sicilia, las ligaba entre sí por medio de leyes y constituciones que estrecharan su mutua unión y su inteligencia con él de cara a defenderse contra los bárbaros, no solamente llegaría él a duplicar o doblar el reino de su padre, sino que realmente lo multiplicaría varias veces. Pues se encontraría en mucho mejores condiciones para someter a los cartagineses de las que había tenido Gelón, mientras que en la actualidad, por el contrario, su padre se había visto obligado a pagar un tributo a los bárbaros. Estos eran nuestros razonamientos y nuestros consejos, los que dábamos nosotros, que conspirábamos contra Dionisio, según se insinuaba por diversos lados, rumores estos que encontraron acogida y crédito en el espíritu de Dionisio, que hicieron se desterrara a Dión y que nos causaron un gran temor. Para poner fin a esta relación de los numerosos sucesos que tuvieron lugar en breve tiempo, Dión volvió del Peloponeso y de Atenas y dio a Dionisio una lección con los hechos. Así, pues, cuando hubo liberado la ciudad y la hubo entregado por dos veces a los siracusanos, se vio pagado por ellos de la misma manera que lo había sido por Dionisio, cuando, formándolo y preparando en él un rey digno de ocupar el poder, se esforzaba por establecer entre ellos una total familiaridad de vida. Pero Dionísio prefería todavía la familiaridad de los calumniadores, que acusaron a Dión de aspirar a la tiranía y de que con esta finalidad realizaba todas sus empresas de esta época. Se decía que él esperaba que, dejándose coger por los encantos del estudio, Dionisio se desinteresaría del gobierno y se lo confiara a él, y que él, Dión, haciéndose fraudulentamente con el poder, expulsaría de esta manera a Dionisio. Vencieron entonces estas calumnias, como vencieron también cuando fueron divulgadas por segunda vez en Siracusa: victoria por lo demás absurda y vergonzosa para los que la habían conseguido.

¿Qué sucedió, pues? Es preciso que lo sepan los que reclaman mi colaboración y mi ayuda en los actuales asuntos. Yo, ateniense, amigo de Dión y aliado suyo, fui a casa del tirano con el fin de hacer ceder la discordia ante la amistad. Pero sucumbí en mi lucha contra los calumniadores. Y cuando Dionisio, por medio de honores y de riquezas, quiso arrastrarme a su lado y hacer de mí un testigo y un amigo dispuesto a justificar el exilio de Dión, todos sus esfuerzos fracasaron. Ahora bien: más tarde, volviendo a su patria, Dión llevó consigo dos hermanos; hermanos que no había creado la filosofía; sino esta camaradería corriente, lazo de las amistades vulgares que hacen nacer las relaciones de hospitalidad o las que pueda haber entre iniciados en los diversos misterios 28. Estos fueron, pues, sus compañeros de regreso, unidos a él por los motivos que he dicho y por la ayuda que ellos le prestaron en el viaje. Así llegaron a Sicilia. Una vez allí, advirtiendo que Dión era, ante esos mismos sicilianos que él había liberado, sospechoso de aspirar a la tiranía, traicionaron a su amigo y a su huésped y, más aún, fueron, por así decirlo; sus propios asesinos, acudiendo, con las armas en la mano, a prestar su ayuda a los que en realidad le asesinaron. Esta acción sacrílega y vergonzosa no la quiero mantener oculta, pero tampoco quiero volver a contarla más (¡hay tantas gentes que se han encargado de contarla en todas partes y se encargarán de hacerlo en el futuro!). Pero yo arrancaré la opinión que se ha difundido respecto de Atenas, de que esos dos miserables habrían puesto una nota infamante a nuestra ciudad, pues afirmo que también era un ateniense aquel que nunca ha traicionado a Dión, cuando le hubiera sido fácil procurarse, a este precio, riquezas y tantos otros honores. No es, en efecto, una amistad vulgar la que los unía, sino una común educación libre: en sola ella debe confiar el hombre sensato, mucho más que a las afinidades de alma y de cuerpo. Por eso no es en manera alguna justo que nuestra ciudad sufra el oprobio por los asesinos de Dión, como si estos hubieran sido alguna vez de esos hombres que cuentan.

He dicho todo esto para que sirva de advertencia a los amigos y parientes de Dión. Por lo demás, repito por tercera vez el mismo aviso dirigido a vosotros los terceros. Que Sicilia no esté sometida a los déspotas, como ninguna otra ciudad (este es al menos mi consejo), sino a las leyes. Pues aquello no es bueno ni para los que esclavizan ni para los que son esclavizados, ni para ellos, ni para sus hijos, ni para los hijos de sus hijos. Es incluso una empresa enteramente nefasta. Solo los espíritus mezquinos y serviles pueden gustar de echarse sobre semejantes ganancias, solo las gentes que ignoran todo lo que es justo y bueno en las cosas divinas y humanas, tanto de cara al futuro como en las circunstancias presentes. He procurado convencer de estos a Dión primero, en segundo lugar a Dionisio y en tercer lugar, ahora, a vosotros. Escuchadme, por el amor de Zeus tercer salvador 30. Mirad en seguida a Dionisio y a Dión : el primero no me ha hecho caso, y vive todavía, aunque miserablemente; el segundo, que ha seguido mis consejos, ha muerto, pero con honra, pues al que aspira al bien supremo para sí mismo y para la ciudad, sea lo que sea lo que tenga que sufrir, no le puede ocurrir nada que no sea justo y bello. Ninguno de nosotros es, naturalmente, inmortal y el que llegara a serlo no encontraría la felicidad, como tanta gente la imagina. No hay, en efecto, verdadero bien ni verdadero mal para aquel que carece absolutamente de alma, sino solamente para el alma, unida al cuerpo o separada de él. Hay que creer verdaderamente en esas antiguas y santas tradiciones que nos revelan la inmortalidad del alma, y la existencia de juicios y de terribles castigos que experimentar, cuando ella se vea libre del cuerpo. Por esta razón consideramos un mal menor el ser víctimas de grandes crímenes o grandes injusticias que el cometerlos 31. El hombre que ambiciona las riquezas y tiene el alma pobre no escucha este lenguaje. Si lo escucha, cree que debe reírse de él, y sin ninguna clase de pudor se echa, como un animal salvaje, sobre todo lo que puede comer o beber o sobre todo lo que es capaz de procurarle hasta la saciedad el indigno y grosero placer que se llama equivocadamente amor 32. Es un ciego que no ve cuáles de sus acciones llevan en sí la impiedad ni qué mal va siempre unido a sus crímenes, impiedad que el alma injusta arrastra necesariamente consigo, sobre esta tierra y debajo de ella, en todas sus vergonzosas y miserables peregrinaciones. Con estos razonamientos, pues, o con otros del mismo género persuadía yo a Dión, de manera que podría indignarme muy justificadamente contra los que le han dado muerte tanto como contra Dionisio: unos y otros me han causado el daño más grave, a mí, y también puedo decir que a todos los hombres. Los primeros han dado muerte a un hombre que quería practicar la justicia; el segundo se ha desviado de la justicia durante todo su reinado. Y, sin embargo, él tenía el poder supremo, y si hubiera unido verdaderamente en una sola persona la filosofía y el poder, habría hecho brillar a los ojos de todos, griegos y bárbaros, y habría grabado suficientemente en el espíritu de todos esta verdad, a saber: que ni la ciudad ni el individuo pueden ser felices sin una vida de sabiduría gobernada por la justicia, bien porque poseen estas virtudes por sí mismos, bien porque hayan sido educados e instruidos de manera justa en las costumbres de unos maestros piadosos. Este es el daño que ha causado Dionisio; todo lo demás me parece de poca importancia al lado de esto. Y el asesino de Dión, por su parte, ha obrado sin saberlo exactamente como Dionisio. Pues Dión, tengo la certeza de ello en la medida en que un hombre puede responder de los hombres, si hubiera poseído el poder, no habría gobernado sino de la manera siguiente: cuando, primeramente, hubiera liberado de la servidumbre, hubiera purificado y aderezado como una dama libre a Siracusa, su patria, hubiera adoptado todas las medidas posibles para dotar a los ciudadanos del ornato de las mejores y más justas leyes, luego de lo cual se habría tomado con todo empeño la tarea de repoblar Sicilia y librarla de los bárbaros, expulsando a los unos y sometiendo a los otros con más facilidad que lo hiciera Hierón 33. Si todo esto hubiera sido realizado por un hombre justo, valeroso, al tiempo que sabio y filósofo, esta estima de la virtud se hubiera ganado a sí la gran masa del pueblo, y si Dionisio me hubiera escuchado, difundida esta virtud entre casi todos los hombres, los habría salvado. Pero de hecho se ha abatido sobre las cosas algún genio o alguna divinidad vengativa: a causa del menosprecio de las leyes y de los dioses y, sobre todo, por la audacia de la necedad en la que los males echan en todos raíces, con las que crecen y producen luego frutos de una extremada amargura a los que los han hecho crecer`; esta divinidad lo ha revuelto y destruido todo por segunda vez.

Pero por el momento no vamos a tener más que palabras de buen augurio, a fin de evitar los malos presagios por tercera vez. Y no menos os aconsejo a vosotros, sus amigos, que imitéis a Dión, su amor a la patria y la sabiduría de su vida, y también que intentéis, con mejores auspicios, realizar sus designios (vosotros me habéis oído explicar cuáles eran estos). A aquel de entre vosotros que no pueda vivir según el sistema dórico, a la manera de los antepasados, y quiera seguir el tipo de existencia que llevaron los asesinos de Dión y las costumbres sicilianas, no lo llaméis para que acuda en vuestra ayuda, no vayáis a creer que se puede contar con él ni que este tal vaya nunca a obrar sanamente. A los demás, convocadlos para colonizar Sicilia y para vivir bajo leyes comunes iguales; que vengan o bien de la misma Sicilia o bien de cualquier parte del Peloponeso. Y no temáis tampoco a Atenas", pues también allí hay hombres que aventajan a todos los demás en virtud y odian a los audaces asesinos de sus huéspedes. Ahora bien: si todo esto tardara en llegar y os encontráis metidos en sediciones continuas y en toda clase de turbulencias que renacen cada día, todo el que ha recibido de la divinidad el mínimo destello de buen sentido comprenderá que los males de las revoluciones no acabarán nunca mientras los vencedores no renuncien a devolver mal por mal en batallas, destierros y asesinatos, y tomando venganza de sus enemigos. Que, por el contrario, se dominen lo suficiente para establecer leyes co¬munes, tan favorables a los vencidos como a ellos y para exigir la observancia de las mismas, empleando dos medios de coacción: el respeto y el temor. Conseguirán el temor dando muestras de la superioridad de sus fuerzas materiales, y se granjearán el respeto mostrándose hombres que, sabiendo dominar sus propios deseos, prefieren servir a las leyes y pueden hacerlo. No es posible que una ciudad en la que germina la revolución ponga fin a sus miserias de otra manera, antes en el interior de ciudades así reinan las turbulencias, las enemistades, los odios, las traiciones36. Y los vencedores, sean quienes sean, si quieren verdaderamente la conservación del Estado, escogerán entre ellos a los hombres que saben son los mejores entre los griegos, ante todo, hombres de edad ya avanzada, casados y con hijos, y descendientes de una numerosa línea de antepasados virtuosos e ilustres, y todos ellos en posesión de una fortuna suficiente (para una ciudad de diez mil habitantes habrá bastante con cincuenta). Hay que ganárselos a fuerza de ruegos y honores, luego suplicarles y coaccionarles, luego de haber prestado juramento, a promulgar leyes, a no favorecer ni a los vencedores ni a los vencidos, antes a establecer la igualdad y la comunidad de derechos en toda la ciudad". Una vez puestas las leyes, todo radica en este punto. Pues si los vencedores se muestran más sumisos a las leyes que los vencidos, la salvación y la felicidad reinarán en todo y los males habrán sido exterminados. De lo contrario, no me llaméis a mí ni a nadie para que colabore con personas que hacen caso omiso de estos consejos. Se parecen, en efecto, como si fueran hermanos, a los planes que Dión y yo, movidos por el afecto que profesamos a Siracusa, hemos intentado llevar a la práctica de común acuerdo, y ello por segunda vez. La primera vez fue en aquel primer intento realizado con el mismo Dionisio para conseguir realizar el bien común, si bien una fatalidad más fuerte que los hombres dio al traste con él. Esforzaos, pues, ahora por ser más dichosos y conseguir vuestro fin, con la ayuda del destino y la asistencia de los dioses 38.

Esos son, pues, mis consejos y mis prescripciones, así como el relato de mi primer viaje a casa de Dionisio. En cuanto a mi segunda partida y mi segunda travesía, aquellos a quienes esto interese podrán ver ahora cuán justo y razonable fue el hacerlo. El primer período de mi estancia en Sicilia 39 se acabó tal como lo he contado antes de mis consejos a los parientes y amigos de Dión. Después de ello me esforcé por convencer a Dionisio de que me dejara partir. Sin embargo, para el momento en que se restableciera la paz (había entonces guerra en Sicilia 40) pactamos nuestros convenios: Dionisio prometió volvernos a llamar, a Dión y a mí, cuando hubiera reforzado su poder, y pidió a Dión que no considerara su partida de Sicilia como un exilio, sino como un simple cambio de alojamiento. Ante estas palabras me declaré dispuesto a volver. Al concluirse la paz me volvió a llamar, pero rogó a Dión que esperara todavía un año. En cuanto a mí, me mandaba que regresara a cualquier precio. Dión me empujaba a que me pusiera en camino y me instaba a ello con razones de Sicilia, en efecto, venía el rumor de que Dionisio había sido nuevamente dominado por un maravilloso celo en favor de la filosofía. Por eso Dión me rogaba ardientemente que respondiera a esta llamada. Yo sabía bien que los jóvenes experimentan a menudo, ante la filosofía, sentimientos semejantes. Me pareció, sin embargo, más seguro, por el momento al menos, dejar de lado a Dión y a Dionisio, y les causé a ambos mucho descontento, respondiendo que yo era muy viejo y que no se obraba en absoluto de acuerdo con nuestros convenios. Creo que con este motivo Arquitas 41 fue a ver a Dionisio (pues, antes de mi partida, había establecido yo relaciones amistosas entre Arquitas, el Gobierno de Tarento y Dionisio); también en Siracusa había personas que habían oído conversaciones de Dión, y otras que los habían conocido por éstas últimas y tenían la cabeza llena de formulas filosóficas. Ellos intentarón, supongo, de discutirlas con Dionisio, convencidos de que él había aprendido de mí toda mi doctrina. Este, que, por otra parte, no tenía el espíritu totalmente cerrado, era extremadamente vanidoso. Quizá también hallara placer en estas cuestiones y tenía vergüenza de manifestar demasiado que no había aprendido nada durante mi estancia allí. De ello nació su deseo de ser instruido más a fondo, al tiempo que se sentía movido a ello por la vanidad. (Ya he contado anteriormente por qué no había seguido él mis lecciones cuando mi primer viaje 42 .) Así, pues, al ver que yo me había vuelto felizmente a mi tierra y que me negaba a hacer caso de su segunda llamada, tal como acabo de decirlo, Dionisio, me parece, se vio dominado por la inquietud vanidosa de que ciertas personas pudieran creer que él no contaba a mis ojos, como si al haber experimentado sus dotes naturales, su carácter y su manera de vivir, estuviera yo tan descontento como para no querer volver a su lado. Pero, en toda justicia, he de decir la verdad y admitir que, luego de conocidos los hechos, se menosprecia mi propia filosofía y, por el contrario, se estima la sabiduría del tirano. Así, pues, Dionisio, llamándome por tercera vez 43, me envió una trirreme para facilitarme el viaje; me envió así mismo a Arquedemo, uno de los naturales de Sicilia de quienes, pensaba él, hacía yo más caso, uno de los discípulos de Arquitas, y algunos otros conocidos míos de Sicilia. Todos me contaban las mismas noticias, acerca de los maravillosos progresos que había hecho Dionisio en la filosofía. Me mandó también una carta muy larga, mostrándose buen conocedor de mis sentimientos para con Dión y el deseo de este último de verme embarcar para Siracusa". La carta, concebida según todos estos datos, comenzaba poco más o menos así: «Dionisio a Platón.» Venían luego los cumplidos habituales y añadía inmediatamente: «Si te dejaras convencer por mí de venir ahora a Sicilia, primeramente se arreglarían según tus deseos los asuntos de Dión (tus deseos no serán sino razonables, lo sé bien y yo los atenderé). Si no, ninguna de las cosas que dicen relación con la persona de Dión o con sus asuntos se arreglará a tu gusto.» Esas eran sus expresiones. Resultaría demasiado largo y fuera de lo que pretende esta carta el contar lo demás. Me llegaban igualmente otras cartas de Arquitas y de los tarentinos, haciéndome grandes elogios de la filosofía de Dionisio, y me añadían que si yo no iba ahora a Sicilia, esto significaría la ruptura completa de sus lazos de amistad con Dionisio, lazos de los que yo había sido el autor y que no tenían poca importancia para la política. Tales eran, pues, las instancias que se me dirigían: los amigos de Sicilia y de Italia me tiraban hacia ellos; los de Atenas me empujaban literalmente afuera con sus súplicas, siempre con la misma cantinela: no hay que traicionar a Dión ni a los huéspedes y amigos de Tarento. Yo mismo reflexionaba, pensando que nada hay de sorprendente en que un hombre joven bien dotado, al oír hablar de cosas elevadas, se sienta lleno de un bello amor a la vida perfecta. Era, pues, conveniente verificar con todo cuidado lo que pudiera haber en todo ello y no hurtar el cuer¬po ni asumir la responsabilidad de una ofensa como esta, ya que esto iba a ser efectivamente una ofensa, si realmente se me había dicho la verdad. Partí, cerrándome los ojos con este razonamiento. Tenía yo muchas aprehensiones y los presagios no parecían nada favorables. Fui, pues (y a Zeus Salvador le debo la tercera copa: al menos en esto tuve éxito 45); fui, en efecto, felizmente salvado, y luego del dios, he de dar las gracias a Dionisio: muchos eran los que querían mi muerte; él se opuso a ello y manifestó una sombra de vergüenza ante mí.

A mi llegada creí que, en primer lugar, me debía asegurar de si Dionisio era realmente como un fuego frente a la filosofía o si todo lo que se me había contado en Atenas carecía de todo fundamento. Pues bien: para hacer esta comprobación existe un método que es muy elegante. Da un resultado perfecto aplicada a los tiranos, sobre todo si ellos están llenos de expresiones filosóficas mal comprendidas, como era exactamente el caso de Dionisio; inmediatamente me di cuenta de ello: es necesario mostrarles qué es la obra filosófica en toda su extensión, cuál es su propio carácter, sus dificultades y el trabajo que ella exige. Si el oyente es un verdadero filósofo, apto para esta ciencia y digno de ella, por estar dotado de una naturaleza divina, la ruta que se le enseña le parece maravillosa y siente la necesidad inmediata de emprender este camino, pues no podría vivir de otra manera. Entonces, redoblando con sus esfuerzos los de su guía, no afloja su paso hasta haber alcanzado plenamente el objetivo o bien hasta haber conseguido suficiente fuerza para caminar sin su instructor. Este es el estado de ánimo en que vive este hombre: se entrega, sin duda, a sus actividades ordinarias, pero, en todo y siempre, se conforma con la filosofía, este género de vida que le confiere, junto con la sobriedad, una inteligencia pronta y una memoria tenaz, así como la capacidad de razonar". Cualquier otra clase de conducta no deja de resultarle espantosa. En cambio, los que se contentan con el barniz de las opiniones, sin ser verdaderamente filósofos, como son las personas, cuyo cuerpo está bronceado por el sol, al ver que hay tantas cosas que aprender, que hay tanto que penar, al considerar este régimen cotidiano el único suficientemente regulado para adecuarse a este objetivo, encuentran que es difícil y que para ellos es imposible esto: ni tan siquiera son capaces de ejercitarse en ello, y algunos llegan a convencerse de que ya han oído bastante sobre ello y no tienen necesidad de sufrir más por ello. He ahí un experimento claro e infalible cuando se trata de gentes dadas a los placeres e incapaces de esfuerzo alguno: esas gentes no tienen por qué acusar a su maestro, sino a sí mismos, si no pueden practicar lo que es necesario para la filosofía.

Este es el sentido en que yo hablaba entonces a Dionisio. Sin embargo, no lo desarrollaba todo y Dionisio no me lo pedía: él se las daba de hombre que sabe muchas cosas y las más sublimes, de hombre que no tiene nada más que aprender, satisfecho con las frases oídas a otros. Incluso más tarde, así lo he oído decir, acerca de estas cuestiones que entonces aprendiera compuso un tratado que dio como su propia enseñanza, de ninguna manera como una reproducción de lo que había recibido. ¿Qué hay de todo ello? No sé nada de ello. Otros, no lo ignoro, han escrito sobre estas mismas materias. ¿Quiénes? Ni ellos mismos podrían decirlo'. En todo caso, he ahí lo que yo puedo afirmar respecto de todos los que han escrito o han de escribir y pretenden ser competentes acerca de aquello que constituye el objeto de mis preocupaciones, por haber sido instruidos sobre ello por mí o por otros o por haberlo descubierto personalmente: según mi modo de ver, es imposible que hayan comprendido, sea lo que sea, la materia. Por lo menos, bien de cierto que no hay ni habrá ninguna obra sobre semejantes temas. No hay, en efecto, ningún medio de reducirlos a fórmulas, como se hace con las demás ciencias, sino que cuando se han frecuentado durante largo tiempo estos problemas y cuando se ha convivido con ellos, entonces brota repentinamente la verdad en el alma, como de la chispa brota la luz, y en seguida crece por sí misma. Sin duda, yo sé muy bien que si fuera necesario exponerlos por escrito o de viva voz, yo sería quien mejor podría hacerlo; pero también sé que si la exposición fuera defectuosa, yo sufriría por ello más que nadie. Si yo hubiera creído que era posible escribir y formular estos problemas para el pueblo de una manera satisfactoria, ¿qué otra cosa más bella habría podido realizar yo en mi vida que manifestar una doctrina tan saludable para los hombres y hacer llegar a todos la verdadera naturaleza de las cosas? Ahora bien: yo no creo que el razonar sobre esto sea, como se dice, un bien para los hombres, excepción hecha de una selección, a la que le bastan unas indicaciones para descubrir por sí misma la verdad. A los demás, o bien los llenaríamos de un menosprecio injusto respecto de estos problemas, cosa inconveniente, o bien los llenaríamos de una vana y necia suficiencia por la sublimidad de las enseñanzas recibidas. Por lo demás, tengo la intención de extenderme más largamente sobre esta cuestión: quizá alguno de los puntos que trato resultará más claro, una vez me haya explicado. Hay, en efecto, una razón seria que se opone a que uno intente escribir cualquier cosa en materias como estas, una razón que ya he aducido yo a menudo, pero que creo he de repetir aún.

En todos los seres hay que distinguir tres elementos, que son los que permiten adquirir la ciencia de estos mismos seres: ella misma, la ciencia, es un cuarto elemento; en quinto lugar hay que poner el objeto, verdaderamente conocible y real. El primer elemento es el nombre; el segundo es la definición; el tercero es la imagen; el cuarto, la ciencia. Pongamos un ejemplo para que se comprenda mi pensamiento y que sirva para aplicarlo a todo. «Círculo» es la expresión de una cosa, cuyo nombre es este mismo que acabo de pronunciar. En segundo lugar, su definición, compuesta de nombres y verbos: aquello cuyos extremos equidistan perfectamente del centro. Esta es la definición de lo que se llama redondo, círculo, circunferencia. En tercer lugar está el dibujo que se traza y se borra, la forma que se delinea en forma circular y que es perecedera. En cambio, el círculo en sí, al que referimos todas estas representaciones, no experimenta nada semejante a esto, pues es totalmente distinto. En cuarto lugar está la ciencia, la intelección, la opinión verdadera, relativas a estos objetos: esas cosas constituyen una clase única y no residen ni en los sonidos proferidos ni en las figuras materiales, sino en las almas. De donde resulta evidente que se distinguen tanto del círculo real como de los tres modos que he dicho. De entre estos elementos, la inteligencia es la que, por afinidad y semejanza, está más cerca del quinto elemento; los otros se alejan más de este. Las mismas distinciones podrían hacerse respecto de las figuras, rectas o circulares, así como respecto de los colores, de lo bueno, de lo bello, de lo justo, de un cuerpo cualquiera, fabricado artificialmente o natural, del fuego, del agua y de todas las cosas semejantes, de toda especie de seres vivos, de las cualidades del alma y de las acciones y pasiones de toda clase 48. Si alguien no llega a captar, de cualquier manera, las cuatro representaciones de estos objetos, no obtendrá nunca una perfecta ciencia del quinto elemento. Por otra parte, todo esto expresa tanto la cualidad como el ser de cada cosa, por medio de este débil auxiliar que son las palabras; por eso, ningún hombre razonable se arriesgará a confiar sus pensamientos a este vehículo, y mucho menos cuando este queda fijo, como ocurre con los caracteres escritos. Y hay aún una cosa que hay que entender bien. Todo círculo concreto, dibujado o hecho con el torno, está lleno del elemento contrario al quinto: en todas sus partes, en efecto, limita con la línea recta, mientras que el círculo en sí, decimos nosotros, no contiene ni poco ni mucho la naturaleza opuesta a la suya. El nombre, decimos, no tiene en ninguna parte fijeza. ¿Quién nos impide llamar recto a lo que llamamos circular o circular a lo que llamamos recto? El valor significativo no será menos fijo cuando se haya hecho esta transformación y se haya modificado el nombre". Otro tanto diremos de la definición, puesto que ella se compone de nombres y de verbos: no tiene nada que sea suficientemente firme. Y hay mil razones para demostrar la oscuridad de estos cuatro elementos. La principal de ellas es la que dábamos un poco más arriba, a saber, que de los dos principios, la esencia y la cualidad, el alma busca el conocimiento, no de la cualidad, sino de la esencia. Pues bien: ella no busca que estos cuatro modos le presenten esto en los razonamientos o en los hechos, ya que la expresión y la manifestación que ellos nos dan es siempre fácilmente refutada por los sentidos, lo cual coloca al hombre, por así decirlo, ante un paso sin salida y lo llena de incertidumbre. Por eso, donde nos falta el entrenamiento en la búsqueda de la verdad, a causa de nuestra educación deficiente, y donde nos basta la primera imagen que se nos da, podemos interrogar y responder sin provocarnos la risa unos a otros, supuesto que estamos en disposición de avanzar como sea o de refutar estos cuatro modos de expresión. Pero donde hay que responder por el quinto elemento y hay que sacarlo a la luz, el primero de los que saben refutar tiene la superioridad y hace que el que explica, tanto si habla como si escribe o responde, produzca a la mayoría de sus oyentes la impresión de que no sabe nada de lo que él se esfuerza en escribir o decir; a veces, en efecto, se ignora que lo que se refuta es menos el alma del escritor o del orador que la naturaleza de cada uno de los cuatro grados de conocimientos, esencialmente defectuosos. Pero, a fuerza de manejarlos todos subiendo y bajando del uno al otro, se llega penosamente a crear la ciencia cuando el objeto y el espíritu son ambos de buena calidad. Si, por el contrario, las disposiciones naturales no son buenas-y esta es la disposición de la mayoría frente al conocimiento o lo que se llama costumbres, si falta todo esto, ni el mismo Linceo podría dar la vista a estas gentes. En una palabra, el que no tiene ninguna afinidad con el objeto no conseguirá la visión ni gracias a la facilidad de su entendimiento ni gracias a su memoria -primeramente porque no encontrarán ninguna raíz en una naturaleza extraña-. Por eso, sea que se trate de los que no sienten inclinación ninguna hacia lo justo y lo bello y no armonizan con estas virtudes-por muy dotados que, por otra parte, puedan estar para aprender y retener, o de los que, poseyendo este parentesco del alma, son reacios a la ciencia y carecen de memoria, ninguno de entre ellos aprenderá nunca toda la verdad que es posible conocer sobre la virtud y el vicio. Es, en efecto, necesario aprender ambas cosas a la vez, lo falso y lo verdadero de la esencia entera, a costa de mucho trabajo y tiempo, como decía al comienzo. Solamente cuando uno ha rozado, unos contra otros, nombres, definiciones, percepciones de la vista e impresiones de los sentidos; cuando se ha discutido en discusiones benévolas, donde las respuestas no las dicta la envidia y tampoco ella dicta las cuestiones, solamente entonces, digo, sobre el objeto estudiado, se hace la luz de la sabiduría y la inteligencia con toda la intensidad que pueden soportar las fuerzas humanas. Por esta razón todo hombre serio se guardará mucho de tratar por escrito cuestiones serias y de entregar, de esta manera, sus pensamientos a la envidia y a la falta de inteligencia de la multitud. De ahí hay que sacar esta simple conclusión: cuando nosotros vemos un trabajo escrito por un legislador, por ejemplo, acerca de las leyes, o por cualquier otro sobre otro tema cualquiera, decimos que el autor no se ha tomado esto muy en serio, si él mismo es serio, y que su pensamiento permanece encerrado en la parte más preciosa del escritor. Que si realmente él hubiera confiado sus reflexiones a los caracteres escritos, como si fueran cosas de una extremada importancia, «será seguramente porque» no los dioses, sino los mortales, «le han hecho perder su espíritu 52».

El que haya seguido esta exposición y digresión comprenderá lo que de ella se deduce: que el mismo Dionisio, o cualquier otro de mayor o menor categoría, haya escrito un libro acerca de los elementos primordiales de la naturaleza: según mi opinión, en lo que haya escrito no hay nada que atestigüe unas lecciones sanas o unos estudios sanos. De no ser así habría sentido para con estas verdades el mismo respeto que yo, y no se habría atrevido a entregarlas a una publicidad inoportuna. Ciertamente, él no las escribió para recordarlas, pues no se corre el peligro de olvidarlas una vez uno las ha recibido en su alma, ya que nada hay más corto 53 Más bien será por ambición, y en tal caso es bien despreciable, por lo que él habrá expuesto como suya esta doctrina, o bien por darse la importancia de compartir una educación de la que no es digno, ambicioso de la gloria que esta participación lleva consigo. Si una sola conversación le hubiera bastado a Dionisio para adueñarse de todo esto, uno podría explicarse la cosa; pero ¿cómo ha ocurrido esto? Zeus lo sabe, como dice el tebano 54. Yo hablé con él de la manera que he contado, una sola vez, y nunca más luego. Quien quiera conocer la manera en que se han desarrollado los hechos en verdad debe darse cuenta en este momento del motivo por el cual no hemos tenido una segunda conversación, ni una tercera, ni otra alguna. Dionisio, luego de haberme escuchado una sola vez, ¿creía realmente saber ya bastante de ello, y sabía verdaderamente bastante de ello, enseñado por sus propios descubrimientos o por las lecciones de otros maestros? ¿O bien pensaba que mi enseñanza carecía de valor? ¿O bien, tercera hipótesis; juzgaba que estas lecciones no eran para él, sino que estaban por encima de él, y se sentía positivamente incapaz de llevar una vida de sabiduría y virtud? Si juzga que mi doctrina es insignificante, está con ello en oposición con numerosos testigos que afirman lo contrario y que, en estas cuestiones, podrían considerarse jueces mucho más competentes que él. ¿Había él inventado o adquirido estos conocimientos? Pensaba entonces que eran preciosos para la educación de un alma libre. ¿Por qué, en tal caso, a menos de ser un ser bien extraño, habría fácilmente desdeñado a su guía y a su maestro? Voy a contaros cómo, de hecho, me ha desdeñado.

Poco después de estos acontecimientos, él, que hasta entonces había dejado a Dión la disposición libre de sus bienes y el usufructo de sus rentas, pensó en prohibir a los encargados de ello que se las siguieran enviando al Peloponeso, como si hubiera olvidado por completo su carta; estos bienes, pretendía él, no corresponden a Dión, sino al hijo de Dión, que es su propio sobrino y del que, por consiguiente, él es legalmente el tutor 55. Esto es todo lo que había ocurrido hasta esta época. En estas condiciones, yo veía exacta¬mente a qué tendía la filosofía del tirano, y había motivo suficiente para indignarme con ello, aun a pesar mío. Estábamos entonces en verano y los navíos se hacían a la mar. No es solamente contra Dionisio, sino también con¬tra mí mismo, pensaba yo, con quien debía irritarme, así como contra los que me habían hecho fuerza para obligarme a franquear por tercera vez el estrecho de Escila Para afrontar aún la funesta Caribdis 56

Me decidí a decir a Dionisio que me era imposible prolongar mi estancia cuando se le estaban haciendo a Dión tales injusticias. Pero él se esforzaba por calmarme y me rogaba que me quedara, no juzgando bueno para su persona el que yo pudiera partir tan pronto con tales hechos que divulgar. Al ver que no podía persuadirme me afirmó que él mismo quería preparar mi viaje. Pues yo pensaba subir al primer navío que fuera a partir, profundamente te irritado como estaba, y estaba muy decidido a arrostrarlo todo si alguien me ponía obstáculos, puesto que, evidentemente; yo no era en manera alguna el ofensor, sino todo lo contrario, el ofendido. Y él, viendo que yo no admitía de ningún modo la idea de permanecer, imaginó el siguiente medio para retenerme durante este período de navegación. Al día siguiente de la conversación dicha fue a verme y me habló en este tono tan hábil: «Que no haya más entre nosotros dos -dijo- este obtáculo de Dión y de sus intereses, y deshagámonos ya de una causa incesante de discordias. He ahí, pues, lo que voy a hacer, en tu favor, por Dión. Le pido que, después de haber recuperado su fortuna, habite en el Peloponeso, y en manera alguna como un desterrado, sino con el permiso de volver cuando él, yo y vosotros, sus amigos, nos hayamos puesto de acuerdo en ello 57. Pero esto, evidentemente, con la condición de que no conspire contra mí.

Vosotros me seréis fiadores de ello, tú y los tuyos 58, así como los parientes de Dión que se encuentran aquí: que os dé, pues, garantías a vosotros. Los bienes que él quiera tomar consigo serán depositados en el Peloponeso y en Atenas, en casa de quien vosotros os parezca oportuno. Dión percibirá los intereses de ellos, pero no podrá disponer del capital sin contar con vuestro consentimiento. En cuanto a mí, no tengo suficiente confianza en él para creer que me había de ser leal en el uso que hiciera de sus riquezas, ya que estas son considerables. Me fio más de ti y de los tuyos. Mira, pues, si esto te agrada y, en este caso, quédate aquí aún este año; en verano partirás, llevándote esta fortuna. Estoy seguro de que Dión te estará muy reconocido si haces esto por él».» Yo escuchaba este razonamiento con desgana. Respondí, con todo, que quería reflexionar y que al día siguiente le iba a dar mi opinión sobre el particular. Esto es lo que entonces se convino. Pero luego, cuando entrando dentro de mí mismo, deliberaba, me hallaba en una gran perplejidad. He ahí en principio el pensamiento predominante: «Veamos si Dionisio no tiene la menor intención de cumplir su promesa; al partir yo, ¿no escribirá quizá Dión, con alguna verosimilitud, con lo que me acaba de decir, tanto él mismo, como, por orden suya, muchos otros de sus partidarios? El daba su consentimiento y yo, lejos de querer entrar por sus puntos de vista, no había tenido ningún cuidado de los asuntos de Dión. Por lo demás, si le molestaba verme partir y si, sin haber dado él la orden a cualquiera de las naves, deja entender fácilmente a todos que yo no me voy de su plena voluntad, ¿quién querrá embarcarme, una vez me haya evadido del palacio de Dionisio?59. Para colmo de desgracias, en efecto, yo habitaba en el jardín contiguo a palacio, y el portero nunca me hubiera dejado salir sin una orden expresa de Dionisio. Si, por el contrario, permanezco allí durante este año, puedo hacer saber a Dión en qué situación me encuentro y lo que pretendo hacer, y si Dionisio cumple, por poco que sea, lo que promete, mi manera de obrar no habrá sido ridícula, ya que la fortuna de Dión, evaluada con justicia, no se eleva a menos de cien talentos. Pero si las cosas ocurren como con probabilidad se pueden prever en la actualidad, seguramente no sabré qué partido tomar. Sin embargo, quizá sea necesario tener aún paciencia durante un año e intentar la experiencia de los hechos para desenmascarar las malas mañas de Dionisio.»

Habiéndome decidido, al día siguiente di mi respuesta a Dionisio : «He decidido quedarme, mas, sin embargo, te pido-añadí- que no me consideres como el apoderado de Dión. Escribámosle los dos nuestras actuales decisiones, preguntémosle si las encuentra suficientes y, en caso contrario, si desea y pide se introduzcan algunos cambios, que nos lo haga saber lo más aprisa posible, y tú, en espera de esto, no modificarás nada su situación.» Esto fue lo que se dijo y se convino entre nosotros, poco más o menos en estos términos. Con esto, los navíos se hicieron a la vela y no me fue ya posible embarcarme, y fue entonces cuando Dionisio pensó en advertirme que solamente la mitad de los bienes debía pertenecer a Dión y la otra mitad a su hijo. Por eso, añadió él, iba a valorar esta fortuna, me daría a mí la mitad, para que me la llevara conmigo, y reservaría la otra mitad para el niño: ese era el partido más justo. Estas palabras me consternaron, pero juzgué ridículo añadir una palabra más. Hice con todo la observación de que era preciso esperar la carta de Dión y hacerle saber esta nueva cláusula. Pero Dionisio se puso en seguida a vender audazmente la fortuna entera del desterrado, donde y como le agradaba y a quien le parecía bien a él. A mí no me dijo ni palabra del asunto, y yo, por mi parte, no le volví a hablar de los intereses de Dión, pues veía que era inútil".

Hasta ahí, pues, acudí en ayuda de la filosofía y dé mis amigos de la manera dicha. De allí en adelante, para Dionisio y para mí, la existencia discurrió así: yo miraba hacia fuera, como un pájaro que desea volar de su jaula`, y él tramaba el medio de apaciguarme"' sin entregarme nada de los bienes de Dión. No obstante, pretendíamos ser amigos ante Sicilia entera.

Mientras tanto, Dionisio quiso disminuir la paga de los mercenarios veteranos, en contra de las tradiciones de su padre. Pero los soldados, furiosos, se reunieron y decidieron oponerse a ello. El tirano intentó recurrir a la fuerza haciendo cerrar las puertas de la Acrópolis; ellos se dirigieron inmediatamente contra las murallas, cantando el peán guerrero de los bárbaros. Entonces Dionisio, muy asustado, cedió completamente e incluso concedió a los peltastas que entonces se habían reunido más de lo que reclamaban. Corrió en seguida el rumor de que el autor de estas turbulencias había sido Heraclides. Al oír estos rumores. Heráclides huyó y se mantuvo escondido. Dionisio quería detenerlo, pero no sabía cómo hacerlo. Envió, pues, a Teódoto a su jardín. Yo me encontraba entonces casualmente allí y me paseaba. Ignoro qué es lo que dijeron al principio, pues no lo oí, pero sé y recuerdo perfectamente las razones que tuvo Teodoto con Dionisio en mi presencia: «Platón -dijo-, yo intento persuadir a Dionisio de que, si consigo traer aquí a Heraclides.para que responda a las acusaciones presentadas contra él, y en el caso en que no se juzgue oportuno permitirle que permanezca en Sicilia, se le permita se embarque para el Peloponeso, con su hijo y su mujer, y que viva allí sin intentar nada contra Dionisio, con el pleno disfrute de sus bienes. He enviado ya un mensajero a él y voy a enviar otro aún: es posible que, de esta manera, ceda a una de mis dos llamadas. Pero yo suplico a Dionisio y le pido por gracia, para el caso en que se encontrara a Heraclides en el campo o aquí, de que no se le inflija otro agravio que el destierro del país hasta nueva decisión de Dionisio. ¿Consientes tú en ello?», añadió, dirigiéndose a Dionisio. «Consiento en ello -dijo este último-, y lo mismo si se le encuentra en los alrededores de tu casa, no le ocurrirá otro mal que el que se acaba de decir.» Pues bien: al día siguiente, por la tarde, Eurybio y Teódoto, llenos de turbación, acudieron a mí a toda prisa: «Platón -me dijo Teódoto-, ¿fuiste testigo ayer de las promesas hechas por Dionisio a ti y a mí respecto de Heraclides?» «Sin duda», respondí yo. «Pues bien: ahora -continuó él -los peltastas corren por todas partes para buscarlo y hay peligro de que se encuentre por los alrededores. Es absolutamente necesario que nos acompañes a ver a Dionisio.»

Partimos, pues, y fuimos introducidos ante el tirano. Los otros dos, con los ojos llenoslIde lágrimas, guardaban silencio. Yo tomé la palabra: «Mis compañeros tienen miedo de que no pretendas tomar contra Heraclides medidas contrarias a lo que convinimos ayer. Se ha observado, en efecto, me parece, que se esconde por aquí.» Apenas me hubo oído, Dionisio se encolerizó; su rostro pasó por todos los colores, como le ocurre al hombre que se enciende en ira. Teódoto, cayendo a sus pies, le cogió la mano llorando y suplicándole que no hiciera nada semejante. Yo, para animarlo, repliqué: «Tranquilízate, Teódoto; Dionisio no se atreverá a obrar contra sus promesas de ayer.» Entonces él, mirándome con ojos de verdadero tirano, dijo: «A ti no te he prometido absolutamente nada.» «Sí, ciertamente -repliqué yo-, y precisamente la gracia que este hombre te pide.» E inmediatamente después de estas palabras le volví la espalda y me marché. Entonces Dionisio se puso a hacer que apresaran a Heraclides, pero Teódoto envió emisarios a este último para darle prisa a que huyera. El tirano lanzó en su seguimiento a Tixlas, al frente de una compañía de peltastas, pero Heraclides, se dice, le adelantó unas cuantas horas y pudo salvarse en el territorio de Cartago 63.

Luego de este suceso, el antiguo proyecto de no entregar los bienes de Dión le pareció a Dionisio que encontraba un motivo justificado en sus relaciones de enemistad conmigo y, en primer lugar, me hizo salir de la acrópolis, con el pretexto de que las mujeres habían de ofrecer un sacrificio de diez días en el jardín en que vivía yo. Me ordenó que pasara este tiempo fuera, en casa de Arquedemo. Me encontraba allí, cuando Teódoto me hizo ir a su casa, me expresó su viva indignación por todo lo que había ocurrido y se deshizo en queja's contra Dionisio. Este último supo que yo había ido a casa de Teódoto. Esto le sirvió de otro pretexto excelente de desacuerdo conmigo, en todo semejante al primero. Me hizo preguntar si verdaderamente había ido a casa de Teódoto por invitación de este. «Sin duda», respondí yo. «Así, pues -replicó el enviado-, me ordena él que te diga que obras muy mal haciendo más caso de Dión y de sus amigos que de él mismo.» Luego de esta comunicación, nunca más me volvió a llamar a su palacio, como si desde aquel momento en adelante fuera ya evidente que yo estaba unido en amistad con Teódoto y Heraclides y que era su enemigo. Además, suponía que yo no podía albergar ningún sentimiento de benevolencia hacia un hombre que había dilapidado totalmente los bienes de Dión. En adelante, pues, habité fuera de la acrópolis, entre los mercenarios. Recibí entonces varias visitas, entre otras la de algunos servidores atenienses, compatriotas míos. Ellos me hicieron saber que corrían calumnias sobre mi persona entre los peltastas y que algunos habían proferido amenazas de muerte contra mí si llegaban a cogerme 64. Imaginé, pues, para salvarme, el medio siguiente: hice saber a Arquitas y a mis otros amigos de Tarento la situación en que me encontraba. Estos, encubiertos en una embajada que partía de su país, enviaron un navío con treinta remos con uno de entre ellos, Lamisco, quien, apenas llegado, fue a interceder por mí ante Dionisio; le dijo que yo deseaba partir y le rogó que no se opusiera a ello. Dionisio dio su consentimiento, y me despidió, pagándome los gastos del camino. En cuanto a los bienes de Dión, yo no reclamé ni la más pequeña parte de ellos, y no se me dio nada de ellos tampoco.

Llegado al Peloponeso, a Olimpia, me encontré con Dión, que asistía a los juegos, y le conté todo lo que había pasado. El, tomando a Zeus por testigo, nos exhortó inmediatamente, a mí, a mis parientes y a mis amigos, a que preparáramos nuestra venganza contra Dionisio, nosotros por sus trapacerías fraudulentas con quienes eran huéspedes - así calificaba y juzgaba él su conducta -, y él por el destierro y exilio injustos. A estas palabras suyas le permití yo que llamara a nuestros amigos, si ellos consentían en ello. «En cuanto a mí-añadí-, he compartido la mesa, la habitación y los sacrificios de Dionisio casi forzado por ti y por los demás. El tirano creía quizá, porque así lo afirmaban numerosos calumniadores, que. yo conspiraba contigo contra él y contra la tiranía, y, sin embargo, no me ha condenado a muerte y ha retrocedido ante este crimen. Además, no tengo ya edad para asociarme a nadie en una empresa guerrera. Por el contrario, soy de los vuestros, si alguna vez, experimentando la necesidad de uniros por la amistad, queréis hacer alguna cosa buena. Pero, en la medida en que ello sirva para causaros mal, buscad en otra parte.»

Así me expresé yo, luego de haber maldecido mi expedición aventurera y mi fracaso en Sicilia. Pero ellos no me escucharon y no se dejaron persuadir por mis tentativas de conciliación. Por eso son ellos responsables de todas las desgracias que les han sobrevenido ahora. Si Dionisio hubiera entregado los bienes de Dión o se hubiera reconciliado plenamente con él, no habría ocurrido nada de todo esto, al menos dentro de lo que humanamente cabe conjeturar - pues a Dión hubiera tenido yo suficiente voluntad y poder para retenerlo fácilmente -. Pero ahora, al marchar el uno contra el otro, han desencadenado desastres por todas partes. Dión, no obstante, sin ninguna duda, no habría tenido otro deseo que este mismo del que creo estar animado yo, yo y todo hombre moderado, podría bien decir, y en relación con su poder, con sus amigos, con su propia ciudad, no habría él pensado, de haber sido poderoso y honrado, más que en difundir sus mayores beneficios en medio de las grandezas. Ahora bien: no es este el caso del que se enriquece, él, sus amigos y su ciudad, tramando reuniones secretas y convocando conjurados; él, pobre e incapaz de dominarse a sí mismo, cobarde víctima de sus pasiones; y que condenando inmediatamente a muerte a los que poseen bienes, llamados por él con el nombre de enemigos, dilapida su fortuna y estimula o envalentona así a sus auxiliares y a sus cómplices, para que ninguno de ellos vaya a echarle en cara su pobreza. No son estas las condiciones de aquel a quien una ciudad honra como a su bienhechor por haber distribuido legalmente a la masa los bienes de algunos, ni del que, en cabeza de una ciudad importante, la cual es a su vez cabeza de una serie de ciudades menos importantes, asigna a la suya los bienes de las ciudades más pequeñas, menospreciando toda justicia. Pues ciertamente ni Dión ni otro alguno aceptaría, deliberadamente, un poder eternamente funesto a sí mismo y a su linaje, sino que buscaría preferentemente una Constitución y una legislación verdaderamente justas y buenas que se impusieran sin el más pequeño derramamiento de sangre, sin un solo exilio. Dión, siguiendo esta línea de conducta, ha preferido sufrir las injusticias que cometerlas, tomando empero sus precauciones para evitar ser víctima' de ellas". No obstante, sucumbió en el momento de ir a alcanzar su meta, la victoria sobre sus enemigos. Su suerte no tiene nada de sorprendente. Un hombre justo, prudente y reflexivo no puede nunca engañarse del todo sobre el carácter de los hombres injustos, pero no tiene nada de extraño que sufra el destino del piloto hábil que, sin ignorar por completo la menaza de la tempestad, no puede prever su violencia extraordinaria e inesperada, y forzosamente naufraga. Esto es también lo que ha engañado un poco a Dión. No le pasaba ciertamente inadvertida la malicia de los que lo han perdido, pero lo que él no podía sospechar era la profundidad de su necedad, de toda su maldad y de su codicia. Este error lo ha llevado a la tumba, y un duelo inmenso ha caído sobre Sicilia.

Luego de esto que os acabo de contar, os he dado ya sumariamente mis consejos, y esto basta. Si he repetido la narración de mi segundo viaje a Sicilia ha sido por parecerme necesario contároslo, a causa de lo raro y la poca verosimilitud de los acontecimientos. Si, pues, mis explicaciones parecen razonables y si se juzgan satisfactorios los motivos que dan cuenta de mis obras, la exposición que acaba de hacer habrá conseguido su buena y justa medida.

1 Platón cuenta más adelante su viaje a Siracusa bajo Dionisio el Viejo. Dión tenía entonces algo más de veinte años.
2 Se trata de Hiparino, hijo de Dionisiu el Viejo y sobrino de Dión. Véase, sobre esta cuestión, el comenta¬rio preliminar a esta carta.
3 Critias, uno de los oligarcas más detestados, se hallaba entre los treinta tiranos e incluso era uno de los principales de ellos. Era primo de la madre de Platón. Cármides, tío materno del filósofo, había estado en esta época al frente del Pireo. Es conocido el régimen de terror que los Treinta impusieron a Atenas, hasta provocar la reacción democrática. Sobre la exactitud de lo que aquí dice Platón, efr. el comentario preliminar.

4 Designado con otros cuatro ciudadanos para de¬tener a León de Salamina, adversario del régimen oli-gárquico, Sócrates se negó a esta misión que consideraba ilegal. Cfr. Apologia, 32 c.
5 El yugo de los Treinta se hizo tan insoportable que, con la ayuda del pueblo, los exiliados del partido democrático pudieron rehacerse bajo la dirección de Trasíbulo y Trasilo y volver a Atenas. Los oligarcas fueron derrocados y se restableció la democracia. Para poner fin a la guerra civil, se votó una amnistía. Pero Platón no hallaba ya en el nuevo régimen quienes le pudieran iniciar en la vida política, como antes Critias y Cármides. Debería haberse afiliado a algún partido y no le convenía ninguno -325 d-. Además, luego de la condenación de Sócrates, se apartó definitivamente de los asuntos públicos de su país.

6 Cfr. República, V, 473 d.
7 El lujo de los banquetes italianos y siracusanos era casi proverbial en la antigüedad.
quía y a la democracia8, y los que se hallen en el poder no soportarán ni tan siquiera oír el nombre de una forma de gobierno de justicia y equidad o igualdad
8 Esas son las tres formas defectuosas de gobierno que se oponen a las tres formas legítimas: la realeza, la aristocracia y una especie de república constitucional. Cfr. Política, 291 d/293, 302 b/303 c. Aristóteles adopta esta misma distinción entre formas defectuosas y legí¬timas, y la desarrolla sobre todo en el libro V de la Po¬lítica.
9 Véase Plutarco, Dión, 4.
10 La primera vez fue cuando Platón dio consejos de moderación a Dión y a sus partidarios reunidos en Olimpia. Cfr., 350 d.
II Dionisio el Viejo murió el año 367.
12 En este tiempo se encontraban en la corte de Dionisio diversos filósofos o sofistas: Polixeno, Esqui-nes el socrático, Aristipo de Cirene fueron huéspedes del tirano. Este último, que se las daba de espíritu inge¬nioso, atraía fácilmente por sus prodigalidades una nube de aduladores. Se comprende que Dión desconfiara de las intenciones poco desinteresadas de estos seudofiló¬sofos.
13 No se habla aquí de Hiparino, que era entonces demasiado joven para poder ejercer una influencia sobre su medio hermano. Pero, según el Escoliasta de la Carta IV, los dos hermanos de Dionisio el Viejo se habrían casado con las hermanas de Dión. Había, pues, proba¬blemente, en la corte de Siracusa varios sobrinos de Dión de la misma edad poco más o menos de Dionisio el Joven.
14 Cfr. Plutarco, Dibn, Il.
15 Platón teme dos cosas, si se niega a partir: pri¬mera, traicionar la amistad de Dión; segunda, traicionar igualmente la causa de la filosofía
16 Megara no estaba muy alejada de Atenas. Allí se refugiaron los discípulos de Sócrates y probablemente el mismo Platón, luego de la condenación y muerte de su maestro.
17 Zeus en su advocación de protector de los ex¬tranjeros, bajo cuyos auspicios Platón se había trasla-dado la primera vez a Sicilia

18 Dionisio se alojaba en la ciudadela o acrópolis y allí mantuvo a Platón durante sus dos estancias en Sicilia, hasta el momento de la ruptura definitiva. Con la excusa de concederle este honor, en realidad mantenía al filósofo bajo un estrecho control y vigilancia. Al abrigo de las poderosas murallas que circundaban la acrópolis. Dionisio pudo mantener largo tiempo en jaque a Dión, cuando este se apoderó de Siracusa. Véase Plutarco, Dión, 16.
19 Filisto y los adversarios de las reformas, al ver la creciente autoridad de Platón, temieron unos cambios de los que ellos iban a ser las primeras víctimas, y aca¬baron por persuadir de que Dión intrigaba a Dionisio. Decían ellos que Dión se servía de la elocuencia de Pla¬tón para acusar en él, en Dionisio, el disgusto del poder, y llevarle así a abdicar en favor de sus propios sobrinos, hijos de su hermana Aristbmaca. Cfr. 333 c y Plutarco. Dión, 15.

20 Platón resume la relación de su segundo viaje a Sicilia. De hecho, debió partir a causa de la guerra que acababa de estallar entre Sicilia y Lucania. Con fróntese Carta lll, 317 a; Plutareo, Dibn, 16.
21 La finalidad expresa de la carta es responder a los deseos de los amigos de Dión, dándoles unos consejos. Sin embargo, en la realidad su fin es escribir una defensa de su actuación en Sicilia. .
22 Esta comparación entre el consejero político y el médico es familiar a Platón. Cfr. República, IV, 425 e y ss.: Leyes, IX, 720 a y ss. Sin embargo, salta a la vista que la carta no es un plagio de las otras obras: en los tres pasajes se trata el mismo tema de manera distinta.

23 Véase Critón, 51 c. La cuestión del respeto que los hijos deben a los padres se desarrolla también en el mismo sentido en Leyes, libro IV, 717 b.
24 Cfr. Carta V, 322 b

25 Dionisio tenía tres hermanos: Leptino, Teárides y Testa. Los dos primeros son los más conocidos. Fueron nombrados por Dionisio jefes de la flota. Leptino estuvo en desgracia durante algún tiempo y compartió el destierro con Filistos, pero recobró muy pronto la amistad de su hermano. Cfr. Diodoro, XIV, 102, XV, 7.
26 Con la ayuda de los seis jefes de las grandes familias señoriales de Persia, Darío dio muerte al falso Esmerdis, el mago Gaumata, que había usurpado frau¬dulentamente el poder. Darío fue proclamado soberano. Según Heródoto-Ilí, 89-dividió sus Estados no en siete, como dice Platón, sino en veinte satrapías. Una inscripción de Persópolis habla de veinticuatro. El número ciertamente no se ha determinado con seguridad. Lo cierto es que las satrapías más importantes correspon¬dieron a las seis grandes familias y sus descendientes, y esto es lo que seguramente retuvo Platón, al hablarnos de siete satrapías.
27 Gelón, maestro de caballería del tirano de Gelia, Hippócrates, se hizo con la tiranía al morir este último hacia 490. Conquistó Siracusa y escogió como residencia suya esta ciudad. Según Heródoto--Vll, 156 -hizo prós¬perar su capital. En el 430, los cartagineses, mandados por Amílcar, marcharon contra Sicilia y pusieron sitio a Himera. Gelón los venció en una famosa victoria, que el poeta Simónides de Ceos cantó al igual que las famosas acciones de Salamina y Platea. Los cartagi¬neses, atemorizados, pidieron la paz. Gelón no tocó para nada las colonias fenicias de Sicilia, pero exigió de los vencidos una indemnización de guerra de dos mil talentos y la construcción de dos templos en que se depositó el texto del tratado.
28 Platón emplea aquí los términos usuales pao:o designar la iniciación en las pequeñas y grandes Elo•tulmv, que tenían lugar cada año en Atenas en la primaveiu y el otoño. Luego de los pequeños misterios, el iniciadm recibe el nombre de my.sré.v o «iniciado»; luego (ti- 1— grandes misterios, es «vidente».
29 Cfr. 334 d.

30 Véase más abajo 340 a. Esta fórmula alude a las costumbres de los banquetes, en que se ofrecía la tercera y última copa al dios salvador. Platón alude diversas veces a ello en los Diálogos.
~ 31 Tal es el tema del Gorgia.s y la República. Al ser ' la justicia la virtud principal, es un mal mayor el cometer la justicia que el padecerla, y cuando se tiene la desgracia de cometerla, es conveniente desear el castigo para devolver al alma su estado de pureza primitiva. A1 final del Gorgia.s, Platón apoya su tesis en una de estas «an¬tiguas y santas tradiciones» que afirman la existencia de juicios y sanciones después de la muerte.
32 Cfr. Gargia.s, 493 c; Fedón, 81 b.

33 Hierón-478;466-sucedió a su' hermano Gelón, como tirano de Siracusa. Esta ciudad adquirió un gran prestigio bajo su gobierno. Acudió en ayuda de Cumas, atacada por los cartagineses y los etruscos en 473, y dispersó la flota enemiga en una gran batalla naval que conmemora Píndaro en su primera PíNca -136/ I55--. Se apoderó de Naxos y Catania, trasladó los habitantes a Leontinos y los sustituyó por cinco mil siracusanos y cinco mil colonos traídos del Peloponeso. 34 La ignorancia es siempre considerada por Platón como la fuente principal de los males y las faltas, sobre todo la ignorancia-que se desconoce a sí misma y toma aires de ciencia, Leves. III, 688 e(689 c; 1X, 863 c y ss. 35 Dice «no temáis ni tan siquiera a Atenas», a pesar del crimen del ateniense Calipo. Era preciso tran¬quilizar a los sicilianos, que siempre temían que Atenas se mezclara en sus asuntos interiores y querían ser se¬ñores de sí mismos,


36 Platón repite aquí una idea yuc le es f:nmilcii v que desarrolla de manera especial en el libro IV do L— Leyes, 715. Quizá pensara en las desgracias (le Si¡¡¡( —i cuando en este diálogo describe la situación luibuirioa de los Estados entregados a las luchas de pariolo,
37 Platón se limita aquí a unas indic;i—onv, unit generales. Las circunstancias no son aún favur:ahlm paia la ejecución de sus proyectos políticos. 1:1 plan u,lwnu~l~~ aquí se completa en la Carta VIII, 356 c.

38 Los amigos de Dión, bajo la dirección de Hippa¬rino, se organizan nuevamente, a fin de echar del poder al usurpador Falipo.
39 Luego^el largo paréntesis dedicado a los consejos, la relación de los acontecimientos reanuda su curso; la parte que comienza aquí debe unirse a 330 c.
40 Véase la Carta [H, 317 a. La expresión «en Si¬cilia» no quiere decir necesariamente que Sicilia fuera el teatro de la guerra y no está en contradicción con la opinión que ve aquí una alusión a las expediciones de Dionisio contra los naturales de Lucania

41 Arquitas, tirano de Tarentó, célebre pitagórico, era amigo de Platón. Este lo conoció cuando su primer viaje a Italia, en 388.
42 Cfr. 330 b.
43 La segunda llamada se explica por la negativa mencionada más arriba: 338 e. No supone, pues, un tercer viaje de Platón, bajo el reinado de Dionisio el Joven. La expresión significa tan solo que Dionisin debió in¬sistir dos veces ante Platón, para decidirle a que reali¬zara este segundo viaje.


44 Véase Ia Carta III, 317. Plutarco-Dibn, 18-re¬sume igualmente esas discusiones entre Dionisio y Pla-tón. El emplea las enseñanzas que le brinda la Carta VII, si bien añade a ello algunos detalles que proceden de fuentes distintas. Sus aclaraciones se refieren sobre todo a los motivos que empujaban a Dionisio a llamar de nuevo a Platón, y a los intermediarios de que se servía el tirano para hacer presión en el filósofo. Según el historiador, Dionisio se había formado una pequeña corte de filósofos, con quienes discutía. Pero dándose cuenta muy pronto de su torpeza, creyó que los consejos y las lecciones de Platón lo harían más apto para la dialéctica. Estas fueron las razones que le movieron a traer de nuevo a Platón, y para ello empleó todos los medios, promesas y aun amenazas veladas, y todas las personas, discípulos o amigos de Platón, y aun mujeres, como la esposa y la hermana de Dion.

45 Cfr. 334 d. El único éxito que puede mencionar Platón es el de haber regresado sano y salvo de esta desgraciada expedición. La concisión de la frase griega hace que el sentido sea muy poco claro. Lo que quiere decir es esto: aA Zeus Salvador le debo con razón la tercera copa, ya que por lo menos la salvación ha sido una vez más un hecho para mí, ya que no ha sido otro el resultado que he obtenido.»

46 Todo este pasaje recuerda las exposiciones del libro Vi] de la República. .
47 Esta frase es bastante oscura y se presta a di¬versas interpretaciones. Howald lo interpreta así, luego de alguna corrección textual: «otros, lo sé, han escrito sobre semejantes materias, pero los que lo han hecho no se han dado al menos como los autores de ello». Con eso, Platón opondría aquí a Dionisio el plagiario y los intérpretes equivocados, pero no deshonestos. Pero quizá no sea necesaria esta interpretación forzada. Más bien habría que ver aquí un rasgo de humor.unaalusión a la valía de estos autores, ,pc~ a su identidad: «Pero ¿qué son esas gentes? ¿Qué /Galen? Ni ellas mismas lo saben, ellas no se conocen.» (Cfr. Souilhé, l. c.)


48 Este texto no está de acuerdo, en manera alguna, con la crítica de Aristóteles, según la cual Platón no habría sido consecuente y lógico consigo mismo, al negarse a admitir una Idea de las cosas artificiales ' Fuera de que, aun prescindiendo de la afirmación de la Carta, la objeción de Aristóteles suscita numerosas dificultades.
49 Cfr. Cratilo, 384 d/e.

50 Gracias a este trabajo de comparación entre esos modos humanos, los únicos que nos permiten expresar alguna parte de la verdad, gracias a este «roce» que entre sí tienen las imágenes, las nociones y las definiciones, se llega a la intuición del espiritu: 344 b. Dice así Bergson: «pues no se consigue una intuición de la realidad, es decir, una simpatía intelectual con lo que ella tiene de más interior, si no se ha ganado su confianza por una larga camaradería con sus manifestaciones superficia-les». Introduction a !a MétapHy.rique», Revue de Méta¬phy.sique et de Morule, 1903, pág. 36.
5I Uno de los argonautas, cuya vista penetrante era ya proverbial. Por hipérbole, Platon hace aquí de él un dispensador del don de la vista.

52 Cfr. llíada, VII, 360; XII, 234.
53 Cfr. Fedro, 275 d. 278 x.
54 Cfr. Fedtin, 62

55 Dionisio, que, hasta el momento, no había pen¬sado en los bienes de Dión, sueña en este momento en confiscarlos. Por esta razón, sin duda, considera al desterrado como civilmente muerto y, por consiguiente, como pariente más cercano, se declara legalmente ad¬ministrador de una fortuna que corresponde al hijo de Dión. Su táctica, empero, será en seguida distinta, ya que, para aplacar a Platón, consentirá en mirar el destierro de Dión como un simple cambio de domicilio.
56 Cfr. Odi.cea, XII, 428.
57 El relato de Plutarco-Dión, 15-no corcuerda del todo con el de Platón. Según el historiador, no fue en la época del tercer viaje cuando Dionisio fingió sen¬timientos de menor malevolencia respecto a Dión, sino cuando el segundo viaje. Además, la actitud de Platón no habría sido la causa de este cambio. Dionisio habría primero hecho deportar a Dión a Italia-c. 14-, pero por miedo a las turbulencias que esta medida hubiera podido suscitar, habría declarado que esto no era una proscripción, y habría permitido a los servidores de Dión que llevaran a su señor al Peloponeso todo lo que pudieran de sus bienes.
58 Dionisio opone Platón y los suyos a los parientes de Dión; ciudadanos de Siracusa, Platón no había em¬prendido solo el viaje de Sicilia. Lo acompañaba Es¬peusipo, su sobrino-Plutarco. Dión, 22-y Jenócrates -Diógenes Laercio, IV, 6-. Quizá también hubiera otros discípulos que hubieran conocido a Dión en la Academia.

59 Respecto de las analogías de situación entre los dos últimos viajes, cfr. 329 e.


60 El resumen de todo este relato y de la escena siguiente se halla en la Carta Ili. Los términos se repro¬ducen a veces textualmente, pero algunas divergencias en la redacción demuestran que no todos se han com¬prendido en su verdadero sentido. Véase el Preámbulo a estas Cartas.
61 Cfr. Fedro, 249 d.
62 El verbo griego tiene aquí, no solamente el sentido común de atemorizar, sino también el significado del resultado producido por el temor, que es reducir al silencio, calmar. Dionisio, en efecto, busca la manera de apaciguar a Platón, sin dejar de realizar sus proyectos, es decir, sin dejar de confiscar los bienes de Dión

63 Este incidente no es contado ni por Diodoro ni por Plutarco. Diodoro cuenta de manera distinta el exilio de Heraclides. Dión, al ser sospechoso a Dionisio, se escapó primero a las amenazas del tirano, escondién¬dose en casa de sus amigos, y huyendo luego al Pelopo¬neso, adonde le acompañaría Heraclides. (Diodoro, XVI, 6.) Plutarco-Dión, 32-señala también la presencia de Heraclides en el Peloponeso y se limita a mencionar su situación de exiliado. Habla sobre todo de sus disen¬siones con Dión, que comenzaron en esta época y lo llevaron a separarse del jefe de la oposición y a formar un partido distinto. Son conocidas las dificultades que en adelante creó a Dión.
64 Según Plutarco-Dibn, 19-, los mercenarios re¬prochaban a Dtón su influencia sobre Dionisio. Lo acu-saban de impulsar al tirano a la renuncia de su poder autócrata y, por tanto, a licenciarlos a ellos, que eran el sostén de la tiranía. El historiador no alude para nada a la revolución de los mercenarios. Por lo demás, este usa fuentes distintas de las de la carta y tiene cuidado en hacer notar esta divergencia --I. c.


65 El término griego recuerda las expediciones aven¬tureras de Ulises, en las que ya pensaba Platón en 345 e.

66 En esta página nerviosa, muy densa y un tanto desordenada, se pueden reconocer los retratos del oli¬garca o del tirano, tal como los vemos en el libro VIII de la República. Los lectores de esta no se llamaban a engaño y pensaban evidentemente en Dionisio. A estos tipos representativos de la injusticia, Platón les opone el tipo del sabio, personificado aquí en Dión, y, exacta¬mente de la misma manera que en el diálogo, la tesis del bien moral y del derecho se resume en la fórmula de que es preferible sufrir la injusticia que cometerla. Pero la expresión que provoca ciertas páginas de la República se atenúa en la Carta y recuerda más bien lo que se dice en las Leyes. Se puede_ comparar, por ejemplo, este pasaje con el comienzo derlibro VIII de las Leyes, 829 a, donde Platón hace notar que, para vivir de veras en la felicidad, no solamente es necesario no cometer ninguna injusticia, sino 'también no exponerse a padecerla.