"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

La Oración fúnebre de Pericles




Roger Vilain

I

La Oración fúnebre, pieza clásica compuesta por Pericles en honor de los caídos durante la Guerra del Peloponeso, afirma el ethos y el carácter democrático de Atenas. Se trata de un manifiesto político que expone la idea de democracia a través de los ojos de un antiguo, lo cual resulta en extremo interesante desde la perspectiva presente.

Es desde tal horizonte donde, haciendo una lectura del texto mencionado, podemos percibir el magistral juego retórico llevado a cabo por su autor, asunto que entronca directamente con el beneficio político que sin lugar a dudas cobra. La lingüística y la política se dan aquí la mano y, juntas, se funden en un constructo que recuerda la vieja sentencia: “nada es gratuito en el lenguaje”.

De este modo, tomando como punto de partida ciertas ideas contenidas en la Oración… relativas a la democracia, intentaremos vincularlas con aquellas que Mark Lilla, un pensador contemporáneo, expone en relación con los intelectuales y la debilidad que muchos de éstos han mostrado frente al poder despótico. La asociación entre lo que nos dice Pericles y la tesis de Lilla, sustentada además en Platón, se evidenciará estudiando la acción misma de las palabras en la Oración…, es decir, en función de la fuerza extraordinaria del lenguaje utilizado por Pericles, visto a través de la óptica lingüística.

II

En su Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides da cuenta de la Oración fúnebre, obra en la que Pericles deja entrever sus concepciones acerca de la democracia. Será esta condición (la democrática) la que permita a una ciudad Estado como Atenas adelantarse a las otras, y vanagloriarse además por los no pocos logros obtenidos. No en balde afirma Pericles que “hemos convertido nuestra ciudad en la más autárquica, tanto en lo referente a la guerra como a la paz”. (Pericles: Oración Fúnebre, 112. En adelante, todas las citas del político ateniense serán tomadas del texto mencionado, contenido en: Camps, Victoria. Introducción a la filosofía política. Barcelona: Crítica, 2001). Las bondades de la democracia, pues, van más allá de la retórica simplista o la que nada más se enarbola para salir airoso en un discurso cualquiera. Sus implicaciones se relacionan íntimamente con las polis y con lo que ésta, en efecto, llega a constituir en tanto fragua social, pero además enraizan en un modo de vivir, en una manera hasta ese momento desconocida de conducirse en la ciudad que guarece y en la que se hace vida activa.

La democracia es entonces modelo, elemento clave en la Atenas que perfila Pericles, cargada de una atmósfera donde la belleza, la sabiduría, el entendimiento, las deliberaciones, el aprendizaje, la reflexión, el conocimiento y la libertad le permiten sostener nada menos que “la ciudad toda es escuela de Grecia”(Pericles,115). Sin democracia resultaría imposible obtener las elevadas cotas de autarquía y de libertad que Atenas muestra. Ella se eleva por encima de las fronteras para que desde los confines se le admire, se le imite y sirva como ejemplo a todas. Lleno de orgullo, Pericles afirma: “tenemos una constitución que no envidia las leyes de los vecinos, sino que más bien es ella modelo para algunas ciudades (...) su nombre (...) es democracia”.(112).

Desde su Oración..., Pericles se sumerge en el término democracia y también desde el lenguaje hurga en su contenido. Para él la democracia cubre una serie de conductas, de acciones realizables por quienes se ubican bajo su sombra, las que de alguna manera podrían observarse como ingredientes fundamentales de lo democrático propiamente dicho. Estos ingredientes o características, vale la pena repetirlo, son los que otorgan a Atenas la cualidad de “Escuela de Grecia”, y es necesario tenerlos pendientes toda vez que revisaremos algunos mecanismos lingüísticos visibles en la trama retórica de Pericles. Para ello, leamos lo siguiente:

Pues amamos la belleza con economía y amamos la sabiduría sin blandicie (...) Arraigada está en ellos la preocupación de los asuntos privados y también de los públicos; y estas gentes, dedicadas a otras actividades, entienden no menos de los asuntos públicos (...) Deliberamos rectamente sobre los asuntos públicos, sin considerar las palabras un perjuicio para la acción, sino el no aprender de antemano mediante la palabra antes de pasar de hecho a ejecutar lo que es preciso (...) Pues también poseemos ventajosamente esto: el ser atrevidos y deliberar especialmente sobre lo que vamos a emprender; en cambio en los otros la ignorancia les da temeridad y la reflexión les implica demora. Podrían ser considerados justamente los de mejor ánimo aquellos que conocen exactamente lo agradable y lo terrible y no por ello se apartan de los peligros (...) Y somos los únicos que sin angustiarnos procuramos a alguien beneficios no tanto por el cálculo del momento oportuno como por la confianza en nuestra libertad. (Pericles, 114-115. Las negritas son nuestras).

Desde la frase “amamos la belleza” hasta “la confianza en nuestra libertad” se extiende un abanico de términos que juntos denotan la idea de democracia que Pericles nos vende a partir de su discurso. Todos ellos, todas esas palabras dan a entender lo que ante los ojos del presente sabemos conforma la tupida red de valores democráticos, y Pericles, utilizando el lenguaje sobre la base de su habilidad retórica, se encarga de evidenciarlos sutilmente.

Democracia es entonces algo bello, sí, pero también aquello imbricado con nociones como sabiduría, entendimiento, deliberación, aprendizaje, conocimiento, que de alguna manera aparecen ante nuestros ojos (y ante los de los antiguos, como se vislumbra en el discurso aludido). Sin debate, claro, no existe democracia. La condición de individuos deliberantes, reflexivos que “conocen” (y se conocen a sí mismos, además) son cualidades indispensables e intrínsecas del ámbito democrático. Hablar de éste es hablar de tales condiciones, y al hacerlo el político griego echa mano de lo que un autor de nuestros días, Álex Grijelmo, llama “la seducción de las palabras”.

En efecto, dice Grijelmo que “las palabras denotan porque significan, pero connotan porque contaminan” (Grijelmo: 2002, 41), entendiéndose por esa “contaminación” el hecho de que se ubican en grandes compartimentos semánticos donde formarán una red de significaciones interdependientes, lo cual explica el por qué “democracia” incluye a todos los términos mencionados ya, utilizados por Pericles para su descripción. Las palabras elaboran nuestro pensamiento, permiten que éste ocurra, manifestándolo a continuación, cuestión de suma importancia a la hora de explicarse cómo el carácter democrático permanece poderosamente vinculado con la reflexión, el entendimiento, la deliberación o el aprendizaje, asunto que lleva, por supuesto, al conocimiento (y al autoconocimiento, en consecuencia), cuyo epílogo es la libertad, la democracia misma. Pensar la democracia es pensar, notémoslo, en el entendimiento, la reflexión, el conocimiento..., partícipes esenciales de lo que esa palabra evoca, por contaminación, en el oyente.

Las palabras seducen, se acarician mutuamente, tienden puentes entre ellas (a veces marcan distancias infranqueables), logrando no sólo su cometido de significación denotativa, sino que hacen posible la connotación, el aroma que cada una de ellas esparce sobre las demás, y viceversa. Democracia es deliberación, y la unión indiscutible de ambas ideas queda incrustada en nuestra psiquis (parece también que en la de los antiguos), debido al contacto íntimo que les observamos desde siglos atrás. En su discurso, Pericles propicia ese contacto, lo promueve, intenta armar el vínculo, de tal manera que la ecuación adquiere nitidez: la democracia participa de la belleza, igualmente de la sabiduría, y asimismo del entendimiento, reflexión, deliberación, aprendizaje, conocimiento y libertad. En este preciso orden son usadas las palabras en el texto. Tal es el mecanismo de asociación entre la democracia y las bondades que ésta encierra, asunto que nos permite aceptar que, sin lugar a dudas, la democracia es además autoconocimiento, es decir, la posibilidad de lograr la autarquía entre otras razones gracias a la exploración de lo que se ha sido y de lo que se es tanto pueblo. No es causal observar a Pericles afirmando que

Tras haber expuesto primero desde qué modo de ser llegamos a ello (autarquía), y con qué régimen político y a partir de qué caracteres personales se hizo grande, pasaré también luego al elogio de los muertos, considerando que en el momento presente no sería inoportuno que esto se dijera... (112).

Si el lenguaje es común a todos, el discurso es la expresión de alguien en tanto especificidad, en tanto individuo. Quien lo ejerce arroja a los cuatros vientos su manera particular de construir, ordenar y manifestar ideas, para lo que en el caso que tratamos Pericles resulta un usuario sagaz cuando se trata de exponer lo que piensa, de acercarse al hecho cierto de convencer al otro llevando a cabo una tarea de persuasión lingüística que manipula retóricamente a quien lo escucha. Con toda razón Julia Kristeva escribe:

La lengua común a todos se convierte, en el discurso, en vehículo de un mensaje único, propio de la estructura particular de un sujeto dado que deja sobre la estructura obligatoria de la lengua la huella de un sello específico en que el sujeto viene marcado sin que sea consciente de ello. (Kristeva: 1998, 18-19).

Pericles, en efecto, deja su huella, y ésta se inscribe en el hábil manejo del discurso para producir el efecto deseado: referirse a la democracia como la consecución, la suma de los valores que guarda y que se desmenuza a través de términos por definirla. Rafael Cadenas empalma con Kristeva y arroja luz al respecto:

Podría afirmarse que, en gran medida, el hombre es hechura del lenguaje. Éste le sirve no sólo como medio principal de comunicación, para pensar y expresar sus ideas y sentimientos, sino que también lo forma. Está unido en lo más hondo a su ser; es parte suya esencial, propia, constitutiva. En cierto modo conocemos a las personas por su manera de usar el lenguaje. Éste nos revela más que cualquier otro rasgo. (Cadenas:1994,24).

Asimismo, Mario Vargas Llosa llega a la conclusión de que “las ideas, los conceptos mediante los cuales nos apropiamos de la realidad existente(...) no existen disociados de las palabras a través de las cuales los reconoce y define la conciencia”. (Vargas Llosa: 2000, 40). Visto así, no debe resultar difícil convencernos de que como político y como orador, Pericles obtiene lo que quiere: crear en el otro la imagen de una realidad gracias a las palabras (lo cual no es retórica vacía sino uso inteligente del lenguaje), estrechamente asociada con lo que pretende, o sea, procurar el abrazo entre la condición democrática y los términos que en la Oración... le han servido para referirse a ella. No en balde Clarice Linspector, citada por Julio Cortazar en Salvo el Crepúsculo (México: Nueva Imagen,1984) opina que “entonces escribir es el modo de quien tiene la palabra como cebo: la palabra pescando lo que no es palabra. Cuando esa no palabra- la entrelínea- muerde el cebo, algo ha sido escrito”.(163). Claro, morder el cebo significa aquí crear la imagen que se quiere, sugerir, “decir” de otra manera, connotar, asunto nada reñido, como hemos visto, con la utilización efectiva del lenguaje que nos hace humanos, según las palabras de Cadenas.

En su ensayo titulado La seducción de Siracusa (Letras Libres, VI,63, 2004) Mark Lilla pretende explicar el curioso fenómeno dado en todas las épocas relativo al hecho constatable de que una buena cantidad de intelectuales han sucumbido a los embrujos del poder despótico, avalando con su prestigio, su pluma y sus ideas regímenes que a todas luces enarbolaron (y enarbolan) tiranías que jamás debieron contar con el apoyo de gente dispuesta al pensamiento. A estos individuos llamó Lilla “intelectuales filotiránicos”, caracterizándolos en sus fundamentos por la ausencia de autoconocimiento y humildad. Los ejemplos sobran: para nadie es un secreto que el novelista H.G. Wells estaba de acuerdo con Stalin, Martin Heidegger apoyó a la Alemania nazi, Luckács hizo lo propio en Hungría, García Márquez no niega su amistad y admiración hacia Castro, Neruda no alzó la voz para condenar regímenes totalitarios de izquierda, Ezra Pound alabó a Mussolini.... La lista es tan larga como sorprendente, sobre todo porque está formada por nombres que, cuando menos en el plano teórico, suponemos que jamás se prestarían para justificar y suscribir gobiernos que apelan a la fuerza, al terror, a la coacción de millones de ciudadanos.

Cabe entonces hacerse la pregunta: ¿qué llega a suceder en lo más profundo de la mente de los hombres, al punto de que lleguen a apoyar dictaduras tanto de izquierda como de derecha?. Lilla comienza a responder tomando como punto de sostén a Platón.

A juzgar por los hechos de Siracusa, ambos (Platón y Dion) entendían que el impulso intelectual de Dionisio guardaba una relación importante con sus tiránicas ambiciones políticas (...) No estaban demasiado equivocados (Platón y Dion) al pensar que lo que lleva a ciertos hombres a albergar el deseo de la tiranía era un impulso psicológico de la misma índole -pensaba Platón- que el que lleva a otros hacia la filosofía. Esa fuerza es el amor, eros. (Lilla: 2004,17).

En tal sentido, los hombres pueden ser víctimas de sus pasiones, que marcan el camino hacia un lado o hacia otro en tanto incitan poner rumbo hacia la filosofía o la tiranía. Enrique Krauze analiza esta tesis y opina a propósito que

Hay un tirano en todos nosotros, un tirano que se embriaga con el Eros de su Yo proyectado hacia el mundo y que sueña con cambiar a éste de raíz. Si en un ejercicio riguroso de autoconocimiento, el intelectual identifica en sí mismo esa fuerza, si la dirige y controla, el impulso puede guiarlo hacia el bien y otros fines superiores. Si no, esa pasión puede llegar a dominarlo. (Krauze: 2004, 23).

Notemos la característica que posibilita el control de las pasiones: autoconocerse. El dominio de sí mismo, el hecho de entender cómo funciona esa fuerza extraordinaria que impulsa a la filotiranía para plantarle cara y evadirla, de algún modo está presente, si abrimos bien los ojos, en el discurso de Pericles, pues la democracia, amplio concepto que lleva en sus entrañas la búsqueda de la belleza (tal y como la concibieron los griegos del siglo V a.C.), la sabiduría, el entendimiento, el aprendizaje, la deliberación, la reflexión, el conocimiento y la libertad, es exactamente lo contrario a aquello que forma parte constitutiva de las tiranías. Conocer y conocernos implica una de las búsquedas fundamentales de la democracia, y no es gratuito que Pericles, al explicar su noción de ésta, apele a términos que en conjunto apuntan a la “sabiduría” requerida para alzarse con ella.

Volviendo a Lilla, es necesario entonces deslindar el conocimiento de las pasiones (razón/pasión) porque “es difícil encontrar un siglo de la historia europea mejor diseñado que el último para excitar las pasiones del pensamiento y llevarlo al desastre político”(Lilla, 2004, 19). Claro, la debilidad en torno al conocimiento de sí mismos, la resquebrajadura ante el Eros que pierde al individuo cuando no se puede controlar, da lugar al intelectual filotiránico, análogo de aquel maestro, orador o poeta circunscrito a tiempos de Pericles, donde todavía la palabra “intelectual” no aparecía en el horizonte. Afirma Lilla que estos hombres son peligrosos por la razón sencilla de que “están abrasados por las ideas”(24). “Como Dionisio”, continúa diciéndonos Lilla,

Este tipo de intelectual es un apasionado de la vida del pensamiento, aunque, a diferencia del filósofo, no puede dominar esta pasión: se lanza de manera precipitada a la discusión política, escribe libros, pronuncia discursos y ofrece consejos en un frenesí de actividades y apariciones, con los que apenas consigue enmascarar su incompetencia y su irresponsabilidad. Estos hombres se consideran a sí mismos mentes independientes, cuando en realidad se dejan llevar, como borregos, por sus demonios interiores (...). Necesitarán educarse en el autocontrol intelectual si quieren llevar esta pasión por el buen camino. (Lilla: 2004, 18).

En su Oración... Pericles nos invita a dominar al tirano que llevamos dentro. La democracia como forma de vida, que es la manera en que éste evidentemente la concibe, constituye una herramienta de primer orden para lograrlo, al punto de que el mismo Pericles, al hablar de ella describiéndola y dándonos a entender sus concepciones al respecto, se refiere a la “sabiduría” que gracias a ella el pueblo ateniense ha conquistado. Democracia es de algún modo equivalente a autoconocimiento, porque entre otros requisitos autoconocerse exige las labores intelectuales de aproximación y cultivo de la filosofía que Lilla alude en su trabajo.

El poder despótico es más que tentador, al punto de que en el presente la posibilidad de flaquear y acceder a él goza de excelente salud. Lilla se ha referido a las pasiones excitadas del pensamiento derivadas en desastre político, lo cual recuerda lo dicho por Octavio Paz: “la preeminencia de la ideología explica la seducción que todavía ejerce el sistema comunista en mentes simples y entre intelectuales oriundos de países donde las ideas liberales y democráticas han penetrado tarde y mal” (Paz: 1990,181). La ideología, aquí, es una pasión no controlada, idéntica a la señalada por Lilla, e incluso echada a un lado por la búsqueda de la libertad y del conocimiento vistos en el discurso de Pericles. La ideología sirve de excusa para que la terrible sentencia ”el fin justifica los medios” cobre vida y cobre asimismo nuevas víctimas. Leamos lo que Paz sostiene al respecto:

La ideología nos aligera de escrúpulos pues introduce en las relaciones políticas, por naturaleza relativas, un absoluto en cuyo nombre todo o casi todo está permitido. En el caso de la ideología comunista el absoluto tiene un nombre: las leyes del desarrollo histórico. La traducción de esas leyes a términos políticos y morales es “la liberación de la humanidad”, una tarea confiada por esas mismas leyes, en ésta época, al proletariado industrial. Todo lo que sirva a este fin, incluso los crímenes, es moral. (Paz:1990, 182).

Así, la ideología figura modernamente como una forma de alienación, o mejor, de cerviz doblada ante las pasiones y ante la ausencia de conocimiento de sí mismo y por consiguiente de autocontrol, que la libertad democrática, con toda la fuerza semántica que de ella se desprende, elude a propósito. Probablemente la semilla de tal afirmación puede hallarse en Pericles y su texto fúnebre, así como en el tratamiento que de las pasiones y la política hace Lilla. Otro pensador moderno, Roger Bartra, no anda demasiado alejado de lo anterior cuando manifiesta que “el Estado es deseo que pasa de la cabeza del déspota al corazón de los sujetos, es decir, los hombres son dominados, no porque son manipulados desde “arriba” sino porque ellos lo desean, porque buscan un placer que surge de profundas pulsiones internas”. (Bartra:1996,72).

Tanto Pericles como Lilla, guardando la distancia y la historia entre ambos, empalman con lo que deja entrever Bartra. Es más, ambos, junto con Octavio Paz, se muestran apartados de la ideología, de esa pasión peligrosísima capaz de controlar a los hombres, cuando nos han dicho que debe ser todo lo contrario. Abogan, claro está, no por pasiones ideológicas sino por lecturas de la experiencia, suficientes para labrar un destino mejor para los pueblos. Ese es el concepto que vislumbro en Pericles, en su poder discursivo en aras de la democracia como sistema, con todas las diferencias que por supuesto guarda respecto a la realidad democrática moderna.

La fuente de la “ideología” -nos dice Greogrio de Yurre- está en la psicología del hombre, en el sótano de la personalidad, donde se agitan las tendencias infrarracionales, los deseos y ambiciones, las pasiones e instintos de la persona, los cuales actúan sobre la inteligencia y la presionan hasta lograr de la mente la formulación de ideas y principios que justifiquen y transfiguren esas tendencias inferiores. Este principio, revestido del ropaje y rango intelectual, puede hacer su presentación en público mejor que el puro latido de la pasión. (R. de Yurre: 1962, 743-744).

Según los estudiosos considerados aquí, queda claro que las pasiones se imponen, a falta de autodominio y autoconocimiento, a la razón. Desde Pericles, es posible darse cuenta del esfuerzo puesto en la consecución de lo contrario, esto es, en que se persiga a la sabiduría como forma de contrarrestar al Eros del Yo proyectado hacia el mundo, como bien ha sostenido Enrique Krauze. Los caminos torcidos por los que toman rumbo ciertos individuos, llegando a niveles de justificación de horrores perpetrados por el poder omnímodo, no dejan de llamar la atención en el presente, tanto como lo hicieron ayer. Los pensadores, los intelectuales, los que se empeñan en propiciar el común entendimiento y la libertad son los llamados a actuar con la mayor responsabilidad, con la mayor honestidad, con la mayor humildad ante el fenómeno que Lilla bautizara como filotiranía. De alguna extraña manera, el discurso fúnebre de Pericles denota y combate esta preocupación.

Referencias:


Bartra, Roger. Las redes imaginarias del poder político. México: Océano: 1996.
Cadenas, Rafael. En torno al lenguaje. Caracas: UCV.:1994.
Camps, Victoria. Introducción a la filosofía política. Barcelona: Critica, 2001.
Cortázar, Julio. Salvo el crepúsculo. México: Nueva Imagen, 1984.
De Yurre, Gregorio R. Totalitarismo y egolatría. Madrid: Aguilar, 1962.
Grijelmo, Álex. La seducción de las palabras. Madrid: Santillana, 2002.
Krauze, Enrique. El intelectual filotiránico. Letras Libres, VI, 63,2004.
Kristeva, Julia. El lenguaje, ese desconocido. Madrid: Fundamentos,1988.
Lilla, Mark. La seducción de Siracusa. Letras Libres. VI, 63, 2004.
Paz, Octavio. Tiempo nublado. Barcelona: Seix Barral, 1983.
Vargas, Llosa, Mario. Un mundo sin novelas. Letras Libres, II, 22, 2000.





Oración Fúnebre De Pericles

La mayoría de los que aquí han hablado anteriormente elogian al que añadió a la costumbre el que se pronunciara públicamente este discurso, como algo hermoso en honor de los enterrados a consecuencia de las guerras. Aunque lo que a mí me parecería suficiente es que, ya que llegaron a ser de hecho hombres valientes, también de hecho se patentizara su fama como ahora mismo ven en torno a este túmulo que públicamente se les ha preparado; y no que las virtudes de muchos corran el peligro de ser creídas según que un solo hombre hable bien o menos bien. Pues es difícil hablar con exactitud en momentos en los que difícilmente está segura incluso la apreciación de la verdad. Pues el oyente que ha conocido los hechos y es benévolo, pensará quizá que la exposición se queda corta respecto a lo que él quiere y sabe; en cambio quien no los conoce pensará, por envidia, que se está exagerando, si oye algo que está por encima de su propia naturaleza. Pues los elogios pronunciados sobre los demás se toleran sólo hasta el punto en que cada cual también cree ser capaz de realizar algo de las cosas que oyó; y a lo que por encima de ellos sobrepasa, sintiendo ya envidia, no le dan crédito. Mas, puesto que a los antiguos les pareció que ello estaba bien, es preciso que también yo, siguiendo la ley, intente satisfacer lo más posible el deseo y la expectación de cada uno de vosotros.

Comenzaré por los antepasados, lo primero; pues es justo y al mismo tiempo conveniente que en estos momentos se les conceda a ellos esta honra de su recuerdo. Pues habitaron siempre este país en la sucesión de las generaciones hasta hoy, y libre nos lo entregaron gracias a su valor. Dignos son de elogio aquéllos, y mucho más lo son nuestros propios padres, pues adquiriendo no sin esfuerzo, además de lo que recibieron, cuanto imperio tenemos, nos lo dejaron a nosotros, los de hoy en día. Y nosotros, los mismos que aún vivimos y estamos en plena edad madura, en su mayor parte lo hemos engrandecido, y hemos convertido nuestra ciudad en la más autárquica, tanto en lo referente a la guerra como a la paz. De estas cosas pasaré por alto los hechos de guerra con los que se adquirió cada cosa, o si nosotros mismos o nuestros padres rechazamos al enemigo, bárbaro o griego, que valerosamente atacaba, por no querer extenderme ante quienes ya lo conocen. En cambio, tras haber expuesto primero desde qué modo de ser llegamos a ellos, y con qué régimen político y a partir de qué caracteres personales se hizo grande, pasaré también, luego al elogio de los muertos, considerando que en el momento presente no sería inoportuno que esto se dijera, y es conveniente que lo oiga toda esta asamblea de ciudadanos y extranjeros.

Tenemos un régimen político que no se propone como modelo las leyes de los vecinos, sino que más bien es él modelo para otros. Y su nombre, como las cosas dependen no de una minoría, sino de la mayoría, es Democracia. A todo el mundo asiste, de acuerdo con nuestras leyes, la igualdad de derechos en los conflictos privados, mientras que para los honores, si se hace distinción en algún campo, no es la pertenencia a una categoría, sino el mérito lo que hace acceder a ellos; a la inversa, la pobreza no tiene como efecto que un hombre, siendo capaz de rendir servicio al Estado, se vea impedido de hacerlo por la oscuridad de su condición. Gobernamos liberalmente lo relativo a la comunidad, y respecto a la suspicacia recíproca referente a las cuestiones de cada día, ni sentimos envidia del vecino si hace algo por placer, ni añadimos nuevas molestias, que aun no siendo penosas son lamentables de ver. Y al tratar los asuntos privados sin molestarnos, tampoco transgredimos los asuntos públicos, más que nada por miedo, y por obediencia a los que en cada ocasión desempeñan cargos públicos y a las leyes, y de entre ellas sobre todo a las que están dadas en pro de los injustamente tratados, y a cuantas por ser leyes no escritas comportan una vergüenza reconocida. 38. Y también nos hemos procurado frecuentes descansos para nuestro espíritu, sirviéndonos de certámenes y sacrificios celebrados a lo largo del año, y de decorosas casas particulares cuyo disfrute diario aleja las penas. Y a causa de su grandeza entran en nuestra ciudad toda clase de productos desde toda la tierra, y nos acontece que disfrutamos los bienes que aquí se producen para deleite propio, no menos que los bienes de los demás hombres.

Y también sobresalimos en los preparativos de las cosas de la guerra por lo siguiente: mantenemos nuestra ciudad abierta y nunca se da el que impidamos a nadie (expulsando a los extranjeros) que pregunte o contemple algo —al menos que se trate de algo que de no estar oculto pudiera un enemigo sacar provecho al verlo—, porque confiamos no más en los preparativos y estratagemas que en nuestro propio buen ánimo a la hora de actuar. Y respecto a la educación, éstos, cuando todavía son niños, practican con un esforzado entrenamiento el valor propio de adultos, mientras que nosotros vivimos plácidamente y no por ello nos enfrentamos menos a parejos peligros. Aquí está la prueba: los lacedemonios nunca vienen a nuestro territorio por sí solos, sino en compañía de todos sus aliados; en cambio nosotros, cuando atacamos el territorio de los vecinos, vencemos con facilidad en tierra extranjera la mayoría de las veces, y eso que son gentes que se defienden por sus propiedades. Y contra todas nuestras fuerzas reunidas ningún enemigo se enfrentó todavía, a causa tanto de la preparación de nuestra flota como de que enviamos a algunos de nosotros mismos a puntos diversos por tierra. Y si ellos se enfrentan en algún sitio con una parte de los nuestros, si vencen se jactan de haber rechazado unos pocos a todos los nuestros, y si son vencidos, haberlo sido por la totalidad. Así pues, si con una cierta indolencia más que con el continuo entrenarse en penalidades, y no con leyes más que con costumbres de valor queremos correr los riesgos, ocurre que no sufrimos de antemano con los dolores venideros, y aparecemos llegando a lo mismo y con no menos arrojo que quienes siempre están ejercitándose. Por todo ello la ciudad es digna de admiración y aun por otros motivos.

Pues amamos la belleza con economía y amamos la sabiduría sin blandicie, y usamos la riqueza más como ocasión de obrar que como jactancia de palabra. Y el reconocer que se es pobre no es vergüenza para nadie, sino que el no huirlo de hecho, eso sí que es más vergonzoso. Arraigada está en ellos la preocupación de los asuntos privados y también de los públicos; y estas gentes, dedicadas a otras actividades, entienden no menos de los asuntos públicos. Somos los únicos, en efecto, que consideramos al que no participa de estas cosas, no ya un tranquilo, sino un inútil, y nosotros mismos, o bien emitimos nuestro propio juicio, o bien deliberamos rectamente sobre los asuntos públicos, sin considerar las palabras un perjuicio para la acción, sino el no aprender de antemano mediante la palabra antes de pasar de hecho a ejecutar lo que es preciso. Pues también poseemos ventajosamente esto: el ser atrevidos y deliberar especialmente sobre lo que vamos a emprender; en cambio en los otros la ignorancia les da temeridad y la reflexión les implica demora. Podrían ser considerados justamente los de mejor ánimo aquellos que conocen exactamente lo agradable y lo terrible y no por ello se apartan de los peligros. Y en lo que concierne a la virtud nos distinguimos de la mayoría, pues nos procuramos a los amigos, no recibiendo favores sino haciéndolos. Y es que el que otorga el favor es un amigo más seguro para mantener la amistad que le debe aquel a quien se lo hizo, pues el que lo debe es en cambio más débil, ya que sabe que devolverá el favor no gratuitamente sino como si fuera una deuda. Y somos los únicos que sin angustiarnos procuramos a alguien beneficios no tanto por el cálculo del momento oportuno como por la confianza en nuestra libertad.

Resumiendo, afirmo que la ciudad toda es escuela de Grecia, y me parece que cada ciudadano de entre nosotros podría procurarse en los más variados aspectos una vida completísima con la mayor flexibilidad y encanto. Y que estas cosas no son jactancia retórica del momento actual sino la verdad de los hechos, lo demuestra el poderío de la ciudad, el cual hemos conseguido a partir de este carácter. Efectivamente, es la única ciudad de las actuales que acude a una prueba mayor que su fama, y la única que no provoca en el enemigo que la ataca indignación por lo que sufre, ni reproches en los súbditos, en la idea de que no son gobernados por gentes dignas. Y al habernos procurado un poderío con pruebas más que evidentes y no sin testigos, daremos ocasión de ser admirados a los hombres de ahora y a los venideros, sin necesitar para nada el elogio de Homero ni de ningún otro que nos deleitará de momento con palabras halagadoras, aunque la verdad irá a desmentir su concepción de los hechos; sino que tras haber obligado a todas las tierras y mares a ser accesibles a nuestro arrojo, por todas partes hemos contribuido a fundar recuerdos imperecederos para bien o para mal. Así pues, éstos, considerando justo no ser privados de una tal ciudad, lucharon y murieron noblemente, y es natural que cualquiera de los supervivientes quiera esforzarse en su defensa.

Esta es la razón por la que me he extendido en lo referente a la ciudad enseñándoles que no disputamos por lo mismo nosotros y quienes no poseen nada de todo esto, y dejando en claro al mismo tiempo con pruebas ejemplares el público elogio sobre quienes ahora hablo. Y de él ya está dicha la parte más importante. Pues las virtudes que en la ciudad he elogiado no son otras que aquellas con que las han adornado estos hombres y otros semejantes, y no son muchos los griegos cuya fama, como la de éstos, sea pareja a lo que hicieron. Y me parece que pone de manifiesto la valía de un hombre, el desenlace que éstos ahora han tenido, al principio sólo mediante indicios, pero luego confirmándola al final. Pues es justo que a quienes son inferiores en otros aspectos se les valore en primer lugar su valentía en defensa de la patria, ya que borrando con lo bueno lo malo reportaron mayor beneficio a la comunidad que lo que la perjudicaron como simples particulares. Y de ellos ninguno flojeó por anteponer el disfrute continuado de la riqueza, ni demoró el peligro por la esperanza de que escapando algún día de su pobreza podría enriquecerse. Por el contrario, consideraron más deseable que todo esto el castigo de los enemigos, y estimando además que éste era el más bello de los riesgos decidieron con él vengar a los enemigos, optando por los peligros, confiando a la esperanza lo incierto de su éxito, estimando digno tener confianza en sí mismos de hecho ante lo que ya tenían ante su vista. Y en ese momento consideraron en más el defenderse y sufrir, que ceder y salvarse; evitaron una fama vergonzosa, y aguantaron el peligro de la acción al precio de sus vidas, y en breve instante de su Fortuna, en el esplendor mismo de su fama más que de su miedo, fenecieron.

Y así éstos, tales resultaron, de modo en verdad digno a su ciudad. Y preciso es que el resto pidan tener una decisión más firme y no se den por satisfechos de tenerla más cobarde ante los enemigos, viendo su utilidad no sólo de palabra, cosa que cualquiera podría tratar in extenso ante ustedes, que la conocéis igual de bien, mencionando cuántos beneficios hay en vengarse de los enemigos; antes por el contrario, contemplando de hecho cada día el poderío de la ciudad y enamorándose de él, y cuando les parezca que es inmenso, piensen que todo ello lo adquirieron unos hombres osados y que conocían su deber, y que actuaron con pundonor en el momento de la acción; y que si fracasaban al intentar algo no se creían con derecho a privar a la ciudad de su innata audacia, por lo que le brindaron su más bello tributo: dieron, en efecto, su vida por la comunidad, cosechando en particular una alabanza imperecedera y la más célebre tumba: no sólo el lugar en que yacen, sino aquella otra en la que por siempre les sobrevive su gloria en cualquier ocasión que se presente, de dicho o de hecho. Porque de los hombres ilustres tumba es la tierra toda, y no sólo la señala una inscripción sepulcral en su ciudad, sino que incluso en los países extraños pervive el recuerdo que, aun no escrito, está grabado en el alma de cada uno más que en algo material. Imiten ahora a ellos, y considerando que su libertad es su felicidad y su valor su libertad, no se angustien en exceso sobre los peligros de la guerra. Pues no sería justo que escatimaran menos sus vidas los desafortunados (ya que no tienen esperanzas de ventura), sino aquellos otros para quienes hay el peligro de sufrir en su vida un cambio a peor, en cuyo caso sobre todo serían mayores las diferencias si en algo fracasaran. Pues, al menos para un hombre que tenga dignidad, es más doloroso sufrir un daño por propia cobardía que, estando en pleno vigor y lleno de esperanza común, la muerte que llega sin sentirse.

Por esto precisamente no compadezco a ustedes, los padres de estos de ahora que aquí están presentes, sino que más bien voy a consolarles. Pues ellos saben que han sido educados en las más diversas experiencias. Y la felicidad es haber alcanzado, como éstos, la muerte más honrosa, o el más honroso dolor como ustedes y como aquellos a quienes la vida les calculó por igual el ser feliz y el morir. Y que es difícil convencerles de ello lo sé, pues tendrán múltiples ocasiones de acordarse de ellos en momentos de alegría para otros, como los que antaño también eran su orgullo. Pues la pena no nace de verse privado uno de aquellas cosas buenas que uno no ha probado, sino cuando se ve despojado de algo a lo que estaba acostumbrado. Preciso es tener confianza en la esperanza de nuevos hijos, los que aún están en edad, pues los nuevos que nazcan ayudarán en el plano familiar a acordarse menos de los que ya no viven, y será útil para la ciudad por dos motivos: por no quedar despoblada y por una cuestión de seguridad. Pues no es posible que tomen decisiones equitativas y justas quienes no exponen a sus hijos a que corran peligro como los demás. Y a su vez, cuantos han pasado ya la madurez, consideren su mayor ganancia la época de su vida en que fueron felices, y que ésta presente será breve, y alíviense con la gloria de ellos. Porque las ansias de honores es lo único que no envejece, y en la etapa de la vida menos útil no es el acumular riquezas, como dicen algunos, lo que más agrada, sino el recibir honores.

Por otra parte, para los hijos o hermanos de éstos que aquí están presentes veo una dura prueba (pues a quien ha muerto todo el mundo suele elogiar) y a duras penas podrían ser considerados, en un exceso de virtud por su parte, no digo iguales sino ligeramente inferiores. Pues para los vivos queda la envidia ante sus adversarios, en cambio lo que no está ante nosotros es honrado con una benevolencia que no tiene rivalidad. Y si debo tener un recuerdo de la virtud de las mujeres que ahora quedarán viudas, lo expresaré todo con una breve indicación. Para ustedes será una gran fama el no ser inferiores a vuestra natural condición, y que entre los hombres se hable lo menos posible de ustedes, sea en tono de elogio o de crítica.

He pronunciado también yo en este discurso, según la costumbre, cuanto era conveniente, y los ahora enterrados han recibido ya de hecho en parte sus honras; a su vez la ciudad va a criar a expensas públicas a sus hijos hasta la juventud, ofreciendo una útil corona a éstos y a los supervivientes de estos combates. Pues es entre quienes disponen de premios mayores a la virtud donde se dan ciudadanos más nobles. Y ahora, después de haber concluido los lamentos fúnebres, cada cual en honor de los suyos, márchense