Hegel es considerado, y no si razón, como uno de los pensadores que más ha marcado el desarrollo filosófico contemporáneo. Su obra es rica y fecunda, y la inmensa variedad de interpretaciones que ha ocasionado es el índice más palmario de su complejidad, no exenta de gran ambigüedad. Por otra parte, la evolución constante de la filosofía hegeliana, tanto en la forma como en la actitud (ahora crítica, ahora especulativa), contribuye a dificultar la comprensión de lo que en última instancia quiso decir Hegel. En lo que concierne al tema de la religión, objeto de este trabajo, se hace patente la distancia y simultáneamente la intrínseca relación que existe entre los escritos de juventud y las Lecciones sobre Filosofía de la Religión, culminación de su sistema de madurez. Interpretando hegelianamente al propio Hegel, se podría decir que el comienzo está recogido y superado en el resultado final, y éste no es comprensible sin tener en cuenta aquél y todo el desarrollo intermedio.
Debido a ello, es difícil abordar un aspecto cualquiera del sistema hegeliano sin hacer referencia a éste en su conjunto. Por lo que respecta a la filosofía de la religión, el asunto se complica más aún, puesto que, en cierto modo, toda la filosofía hegeliana es filosofía de la religión, o filosofía del Absoluto, e incluso teología. La construcción metafísica de Hegel está en la base de su reflexión sobre la religión, pero a la vez dicha construcción es elaborada en un gigantesco esfuerzo por repensar desde dentro, crítica y dialécticamente, la tradición cristiana. En Hegel es imposible separar la ontología de la teología y la reflexión sobre las manifestaciones históricas del espíritu: todo está inextricablemente interpenetrado en un sistema que pretende ser absoluto. Por ello mismo, filosofías menos ambiciosas que la hegeliana miran a ésta con des-confianza, sospechando de su misticismo especulativo, ajeno a los planteamientos propios de la reflexión finita. Por otro lado, la teología cristiana ortodoxa atisba en Hegel, junto a elementos teológicos de la más genuina tradición cristiana, un talante racionalista y gnóstico del que recela de entrada, perdiendo la oportunidad de aprovechar muchos aspectos nada desdeñables de su filosofía de cara a una reflexión seria sobre el fenómeno religioso y, en concreto, sobre el cristianismo.
No es objetivo del presente artículo hacer una presentación exhaustiva y sistemática de la filosofía de la religión de Hegel, tarea que excede por su complejidad y envergadura nuestros actuales conocimientos sobre el tema. Hemos tratado más bien de recoger algunos puntos de su pensamiento que consideramos claves para entender el conjunto. En lo que respecta a nuestra valoración personal de la concepción hegeliana, ésta será inevitablemente parcial, en parte por la insuficiencia de nuestro estudio analítico del autor, y sobre todo por-que está cuajada de presupuestos valorativos ineliminables de cualquier reflexión. En consecuencia, aunque necesariamente este trabajo esté dirigido por unas tesis básicas, pretende ser un «momento a superar» en futuros acercamientos al tema.
El concepto hegeliano de absoluto
Ya los más tempranos esbozos del que fue durante cinco años seminarista en el Tübingerstift protestante hacen patente la intensa y peculiar preocupación de Hegel por la religión y por toda manifestación del espíritu humano que con-lleve una dimensión de totalidad y absoluto. La idea que mueve la reflexión hegeliana desde un principio es cómo realizar una vida totalmente reconcilia-da, plenamente humana, libre, bella, feliz. El mundo antiguo (idealizado por los clásicos alemanes) aparecía a sus ojos como el paraíso perdido en relación con la realidad presente de la humanidad, trágicamente escindida en todas sus dimensiones. La admiración hegeliana por la antigüedad, debido a la cual se enfrentó en un principio tanto con el cristianismo como con la cultura ilustrada de su época, nunca desaparecerá de su obra, ni siquiera cuando llegue a reconocer la superioridad espiritual del cristianismo y de la nueva era de la humanidad a él asociada por encima de la serena belleza del mundo griego.
A la síntesis helena entre individuo y comunidad, entre lo humano y lo divino, la política y la religión, la naturaleza y el espíritu, le falta la dimensión de lo Infinito. Como religión que desde su surgimiento ha marcado decisiva-mente el destino de Occidente, el judeocristianismo introdujo esta dimensión de lo Infinito en la historia del espíritu humano. Y, aunque ya desde sus comienzos se produjo una fecunda síntesis de cristianismo y helenismo, raíz de la cual vive el Occidente entero, Hegel quiere volver a replantear dicha síntesis desde una aguda crítica a la situación histórica, social, cultural y religiosa de su época.
Impulsada por esta voluntad de reconciliación plena en todas las dimensiones de lo real (Infinito-finito, Dios-mundo, Espíritu-Naturaleza…), la filosofía hegeliana se va generando dialécticamente, superándose en cada una de sus etapas. La cuestión clave de su planteamiento especulativo es la resolución del dualismo ontológico entre lo Infinito y lo finito en un concepto panenteísta del Absoluto1. Desde su juventud Hegel criticó siempre con fuerza y hasta con agresiva ironía la idea tradicional cristiana de un Dios totalmente trascendente al mundo, independiente y separado de él; de acuerdo con esta concepción, el mundo finito y la conciencia humana quedan despojados de toda substantividad esencial, puesto que se ha proyectado ésta en Dios, y reducidos a la desgracia de la esclavitud.
La alienación de la conciencia religiosa que se consuela con un más allá trascendente y no puede alcanzar la verdadera libertad del espíritu es un tema constante en la reflexión hegeliana. Pero Hegel no se conforma con esta crítica. Muesta que dicha concepción dualista de la realidad, errónea y de consecuencias funestas, acaba afirmando justo lo contrario de lo que pretende afirmar. En efecto, un Infinito que excluye de sí lo finito queda empequeñecido, reducido a una parte del todo real. La concepción del Infinito como exterioridad absoluta a lo finito es propia de una conciencia dominada por los esquemas del entendimiento, que pone frente a sí los objetos como diferentes de ella. Pero dicha separación no puede ser absoluta: el verdadero conocimiento es imposible si no existe comunidad ontológica entre cognoscente y conocido, entre sujeto y objeto. Al poner lo Infinito como un objeto incognoscible, más allá de su naturaleza, la conciencia finita se cierra el acceso a la verdadera realidad, puesto que en el fondo está afirmando su finitud carente de substancialidad como lo único real para ella frente a un Absoluto que es mero concepto vacío.
El yo finito, al ser la posición de un infinito más allá de sí, ha puesto a lo infinito mismo como algo finito y, por consiguiente, al tener lo infinito como algo finito, se identifica ahí consigo mismo en cuanto es igualmente finito, y sólo en cuanto idéntico con lo infinito deviene para sí como lo infinito. Esto constituye el límite extremo de la subjetividad que se mantiene aferrada a sí misma, la finitud que permanece y que se pone como infinita en relación consigo misma2.
Este planteamineto de la conciencia finita carece, según Hegel, de verdadera objetividad. La superación de la dualidad Infinito/finito se produce al concebir la realidad entera, el Absoluto, como síntesis de lo Infinito en lo finito. La verdadera infinidad consiste en la integración de lo finito en el despliegue del Absoluto como momento interno y necesario3.
La contradicción más absoluta, la que contrapone el Infinito a lo finito, queda así superada en la concepción de un Absoluto omnicomprensivo que, por un movimiento interno de autodiferenciación y reasunción de la diferencia, se genera a sí mismo como vida infinita. Lo finito, entonces, representa aquella dimensión del Absoluto mismo que le es necesaria para volver sobre sí como autoconciencia absoluta, como Espíritu reconciliador de toda realidad.
Dios retorna a sí en el yo como en el que supera en cuanto finito, y sólo es Dios en cuanto este retorno. Sin el mundo Dios no es Dios4.
El mundo surge necesariamente de Dios, que es espíritu, y como tal consiste en manifestarse, en devenir para otro. Por su esencia misma el espíritu se opone a sí mismo, se autodiferencia, y así surge el mundo y la conciencia finita, enfrentados entre sí como sujeto y objeto. El momento del retorno consiste en que el espíritu se hace objeto para sí mismo, y de este modo se reconcilia consigo mismo en su estar alienado como objeto. La alienación y la contra-dicción son el verdadero motor de la vida del espíritu, que es lo único real, lo Absoluto, porque abarca en perfecta síntesis la identidad y la diferencia, lo universal y lo particular, lo inmediato y lo mediato, lo infinito y lo finito.
El espíritu es lo único real porque sólo en él se da la experiencia de la relación entre los polos más opuestos. Porque el mundo es Espíritu alinenado de sí, puede la realidad ser conocida por el pensamiento. Porque existe una comunidad ontológica entre lo Infinito y lo finito, entre Dios y el mundo, puede la conciencia acceder al conocimiento del Absoluto. Éste no es un Ser supremo a demostrar a partir del mundo finito por medio de unas pruebas racionales (planteamiento de la teología natural que Hegel rechaza de entrada), sino que está presente ya desde siempre en lo finito, cuya estructura más radical es la relación a lo otro de sí.
Dicha relación originaria de lo finito a lo infinito es la que explicita la religión como elevación de la conciencia al Absoluto. Y las pruebas de la existencia de Dios no son más que el desarrollo conceptual de dicha actitud del espíritu5. Por sí mismas no prueban nada (en esto Hegel asume la crítica ilustrada que culmina en Kant), pues hacen depender lo Absoluto de lo relativo, y de un mundo infinito absolutamente cerrado sobre sí mismo no puede llegarse a lo Infinito. Sin embargo, en cuanto explicitación racional de la actitud religiosa, del saber del Absoluto que contiene, son útiles porque demuestran que la unidad entre lo Infinito y lo finito no es inmediata sino que está mediada por la realidad determinada. Por eso dicha unidad no es simple identidad, sino síntesis de identidad y absoluta diferencia. Lo Infinito no es lo finito, y viceversa, pero en su radical diversidad están mutuamente referidos. En resumen, la finitización de lo Infinito es la estructura ontológica que hace posible la elevación de la conciencia a lo Absoluto, es decir, el espíritu, una de cuyas manifestaciones absolutas es la religión.
La religión como manifestación del espíritu
La concepción hegeliana del Absoluto resulta de un magno esfuerzo por elevar a pensamiento racional las tesis centrales del cristianismo, superando su interpretación tradicional. El sistema hegeliano quiere ser simultáneamente conservación y superación de la verdad cristiana, cuya pretensión de absoluto asume Hegel en su esfuerzo conceptualizador. De ahí su actitud crítica y a la vez comprensiva hacia «la religión en general» (überhaupt), concepto que en Hegel está claramente elaborado en función del cristianismo6.
Las primeras reflexiones de Hegel sobre el fenómeno religioso son sobre todo crítica de la comprensión que en su época se tenía de la fe cristiana. Apartado de la ortodoxia autoritaria y cerrada de las Iglesias, Hegel disiente igual del moralismo seco y sermonero de los filósofos ilustrados, que reducen el cristianismo en último término a la vacua «religión natural». Ambos planteamientos, con su concepción de un Dios absolutamente trascendente y de un mundo finito reducido a la impotencia o absolutizado en su no-substancialidad, son fruto de una conciencia escindida incapaz de encontrar el camino de la existencia reconciliada.
Es esta la verdadera realidad, en función de la cual se ha de valorar el grado de verdad de una religión, o de cualquier otro fenómeno del espíritu. La dimensión soteriológica de la religión debe realizarse plenamente en la existencia de los hombres, puesto que la vida infinita es inmanente a lo finito, se desarrolla en la historia del mundo. Por eso a Hegel le interesa tanto el aspecto histórico-cultural de la religión como reflejo inmediato de la situación espiritual alcanzada por la humanidad en un momento dado. La historia es la fuente de la reflexión especulativa porque el tiempo es el despliegue del concepto. Hegel funda su reflexión racional en una consideración de la historia en cuanto desarrollo necesario y totalmente inteligible desde la Idea. Dicha perspectiva, sin duda muy fecunda de cara a la comprensión del sentido inscrito en las diversas configuraciones del espíritu, tiene el grave peligro (en el que Hegel cae a menudo) de forzar los acontecimientos para que quepan en un esquema predeterminado; en última instancia, la interioridad del concepto acaba con la exterioridad del hecho histórico. Con todo, Hegel no estaría de acuerdo en esta acusación, pues precisamente su reflexión se mueve en el intento de «conservar» (aufheben) y dar razón de toda manifestación positiva del espirítu en su esencia necesaria.
Ciertamente el joven Hegel pasó una etapa de alergia a la «positividad» de la religión: bajo la influencia de la Ilustración y sobre todo de Kant llevó a cabo una dura crítica de la «religión estatutaria» de las Iglesias, que coaccionan el pensamiento racional y la libertad interior, cuando ésta es la base verdadera del cristianismo7. Pero poco a poco Hegel llegará a valorar la alineación del espíritu en lo positivo como etapa necesaria de objetivación a través de la cual el espíritu se pone a sí mismo como autoconciencia libre y absoluta.
En definitiva, Hegel siempre despreció la positividad en cuanto exterioridad vacía de vida, impuesta como letra muerta, olvidada del espítitu que la creó; pero cuando esta objetivación del espíritu está internamente animada, pierde su carácter peyorativo: la religión ya no es entonces letra muerta sino «espíritu que vivifica» todas las dimensiones de la existencia humana: la individual y la colectiva, el entendimiento y la voluntad, la libertad y la sensibilidad, la imaginación y el corazón. La autoconciencia ha absorbido finalmente toda exterioridad y se manifiesta como esencia de la realidad.
En la Fenomenología del espíritu encontramos el primer desarrollo sistemático completo de la concepción hegeliana de la realidad en cuanto historia del Espíritu que se autogenera como Absoluto. Dentro de esta compleja obra Hegel dedica el penúltimo capítulo a la religión, definiéndola como «autoconciencia pura del espíritu»8. Ello no significa que en etapas anteriores del desarrollo de la conciencia no haya sido tratado el tema de la religión, al contrario, Hegel comienza dicho capítulo con un resumen de todo lo anteriormente expuesto desde el punto de vista de la dimensión religiosa: la conciencia es, desde el principio, conciencia del Absoluto, pero sólo en este estadio llega a serlo en y para sí. En él se alcanza la conciencia de la unión Infinito-finito, substancia-autoconciencia. Sin embargo, dicha identidad de lo contradictorio aún no ha llegado al estadio absoluto. En la religión la vida del Espíritu es «representada como objeto», puesta en la inmediatez de un en-sí inerte: le falta la mediación de la reflexión que, reabsorbiendo para sí la representación objetiva originada por la fe, será identificada en última instancia con la vida misma del espíritu.
En la medida en que el espíritu se representa en la religión a él mismo, es ciertamente consciencia, y la realidad encerrada en la religión es la figura y el ropaje de su representación. Pero la realidad no experimenta de nuevo en esta representación su pleno derecho, a saber, el de no ser solamente ropaje, sino ser-allí plenamente independiente y libre; y, a la inversa, al faltarle la perfección en ella misma, la religión es una figura determinada que no alcanza aquello que debe presentar, o sea, el espíritu consciente de sí mismo9.
La verdad absoluta que se manifiesta en la religión es el núcleo del cristianismo: la encarnación de Dios y la nueva vida para el hombre por la unión definitiva de lo divino y lo humano. El concepto de religión como retorno consciente del Espíritu a sí a través de su autoobjetivación en lo finito se va desarrollando en las diversas religiones históricas, pero todas ellas sólo son sombra y figura de la religión absoluta, el cristianismo. En las primitivas religiones naturales el espíritu aparece a sí mismo representado en las formas inmediatas de la naturaleza, predominando así el aspecto formal sobre el con-tenido real. En la religión griega del arte el espíritu aparece en forma de con-ciencia productora que se objetiva en su obra: ya se ha distanciado de la naturaleza inmediata y toma conciencia de sí como contrapuesto a ella. En el cristianismo se da la verdadera realización de la unidad entre espíritu y naturaleza: ambos aparecen como polos distintos de una misma realidad, idénticos en su diferencia.
Así interpreta Hegel el acontecimiento central del cristianismo, Jesucristo. La encarnación de Dios en Cristo significa que en este ser concreto la substancia divina se enajena completamente (toda la anterior historia del mundo era prehistoria de este acontecimiento), se convierte totalmente en lo otro de sí —autoconciencia humana, ente finito— y entra en la existencia como identidad concreta e inmedita de ambos polos contradictorios. Pero la inmediatez de este ser concreto, en el que Dios está presente para el hombre de un modo real, sensible, ha de ser superada en una inmediatez media-da. Este primer momento es necesario para que Dios tome conciencia de sí mismo a través de una existencia finita; pero para el resto de los hombres esta autoconciencia infinita es inaccesible por estar objetivada en un individuo. Por eso es necesaria la muerte de este hombre y su «renacimiento por el espíritu»; así tiene lugar la universalización de la autoconciencia substancial del espíritu en la comunidad religiosa. Sin embargo, esta comunidad aún no tiene la autoconciencia absoluta plenamente desarrollada: tiene en sí la existencia reconciliada, pero sólo como «representación». Su propia reconciliación entra en su conciencia como algo lejano, a realizar en un futuro o acaecida simbólicamente en el pasado. El en-sí debe toda-vía devenir para-sí.
Fe y saber, o representación y concepto
El elemento característico y estructural de la religión como dimensión de la conciencia es la «representación» (Vorstelung). Tal como es expuesta dicha noción en la «Filosofía del espíritu» de la Enciclopedia10, la representación es el término medio entre la intuición (inteligencia inmediatamente determina-da) y el pensamiento (inteligencia en libertad). En el plano de la representación el espíritu es sólo parcialmente activo, puesto que sus producciones concretas son síntesis a partir de datos de la intuición. Condicionado por la inmediatez, el espíritu se intuye a sí mismo en su propia exterioridad. Imagen, asociación de imágenes, símbolo, alegoría, signo, son sucesivos momentos de interiorización en los cuales el pensamiento se va exteriorizando simultánea-mente por medio de creaciones cada vez más idénticas a su propia esencia. En última instancia, interior y exterior coinciden, éste es la manifestación plena de aquél: al llegar al signo lingüístico penetramos ya en el plano del «concepto».
Teniendo en cuenta esta primera aproximación a la noción de representación, bastante neutra en principio, encontramos en el resto de la obra de Hegel dos actitudes al respecto. En las secciones de la Fenomenología sobre «La con-ciencia desgraciada» y «La fe y la pura intelección»11 aparece la representación con connotaciones peyorativas; al enquistarse, la fe religiosa crea un mundo suprasensible en el cual se representa, de un modo alienado, su propia esencia. Todo el ámbito de la representación, de la creación imaginativa por la cual la conciencia religiosa intenta acceder al conocimiento de la verdad sobre sí y la realidad, es cualificado de alienante e ilusorio: la conciencia carece de la libertad del espíritu (por eso dicha actitud de pura fe es la perfecta aliada del despotismo). Este planteamiento es el que los hegelianos de izquierda han hecho predominar en las divulgaciones más corrientes del pensamiento de Hegel, olvidando que éste también presenta actitudes más matizadas sobre el tema en otras partes de su obra. En las Lecciones sobre Filosofía de la Religión Hegel explica la representación religiosa como expresión imaginativa del pensamiento mismo.
El espíritu se convierte así en objeto, se da a sí esencialmente la forma según la cual aparece como algo dado, como algo que llega hasta él de un modo superior; ahí reside la explicación de que el espíritu adopte la forma de una religión positiva. El espíritu deviene para sí bajo la figura de la representación; bajo la figura de lo otro para lo otro, para el que es él, es decir, la positividad de la religión se manifiesta como representación. Asimismo, se encuentra en el interior de la religión la determinación de la razón, según la que es algo cognoscente, actividad del pensamiento y de la comprensión12.
Los mitos y los ritos externos pertenecen claramente al dominio de la representación por su dimensión sensible, pero también pertenecen a él configuraciones no sensibles, todo contenido del pensamiento cuyas múltiples determinaciones internas no han sido descubiertas en su conexión necesaria por la reflexión especulativa. «Infinitamente bueno», «creador del mundo», «omnisciente», son diversas determinaciones de Dios; aunque sean meramente conceptuales, no sensibles, en la medida en que para la conciencia religiosa están simplemente yuxtapuestas y no explicadas en su diferencia y relación recíproca, son meras representaciones: poseen un coeficiente de contingencia que sólo perderán bajo la forma del concepto especulativo. La representación se comporta negativamente respecto a lo sensible, pero no de forma que se haya liberado absolutamente de este ámbito poniéndolo en su idealidad acabada. Esto sólo se llega a alcanzar en el pensamiento «real» que eleva las determinaciones sensibles del contenido de la representación a la condición de determinaciones universales del pensamiento, conservando a la vez su carácter concreto. De este modo el pensamiento llega a conocer la necesidad inscrita en la representación: analizándola descubre sus contradicciones internas, pero supera éstas en su mediación dialéctica. La conciencia deja así de tener un contenido «frente a sí»: el propio movimiento del pensamiento es capaz de generar (o más bien re-generar) el contenido a partir de sí mismo.
En definitiva, la filosofía de la religión de Hegel se propone no sólo un análisis de las estructuras de la conciencia religiosa o de sus categorías principales, sino un desarrollo inmanente de los contenidos de la fe religiosa, en concreto del cristianismo, para convertirlos en saber de Dios. Movidos por su lógica interna, según Hegel, la religión se transforma en teología, en autoexplicitación de los contenidos de la fe en el discurso conceptual; llevando finalmente dicho movimiento a sus últimas consecuencias, desembocamos en la filosofía especulativa que, absorbiendo todo dato exterior, lo asimila y supera en su discurso. Ya no hay positividad a la que atenerse: el espíritu es finalmente libre en su pleno bei-sich-sein, que abarca todo lo real.
Filosofía hegeliana y teología cristiana
El contenido de la filosofía, su necesidad e interés son del todo comunes con los de la religión; su objetivo es la verdad eterna, tan sólo Dios y su explicación. […] La filosofía es, por tanto, teología, y ocuparse de ella o más bien en ella es para sí culto divino13.
Hegel identifica sin reparo, en sus Lecciones sobre Filosofía de la Religión, su discurso filosófico como teología en el más exagerado sentido del término: se trata de un logos de Dios y sobre Dios, del saber absoluto que el Absoluto tiene de sí mismo a través de su autoconciencia finita. Hegel pretende con su filosofía radicalizar hasta el extremo la voluntad de hacer inteligibles los contenidos de la fe religiosa que caracteriza la tarea de la teología. Sin embargo, su peculiar manera de llevar a cabo el intelectus fidei es un tanto ambigua en su sentido último.
Hegel critica a la teología tradicional por no haber sido consecuente con su intención y con el mensaje cristiano: si realmente el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, si la razón humana está ordenada a conocerle, si en Cristo Dios se ha manifestado definitivamente, entonces hay que llevar hasta sus últimas consecuencias las exigencias de la razón en orden a hacer transparentes los contenidos de la fe. Hay que tener en cuenta, por otro lado, que la Razón tal como la entiende Hegel es algo más que la mera capacidad reflexiva del entendimiento finito: es el Espíritu que se capta a sí mismo como momento del Absoluto; el conocimiento del Absoluto por la autoconciencia finita es producto de la actividad del Absoluto mismo.
El concepto hegeliano de «saber absoluto» (ciertamente ambiguo, pues todo está en él conservado y suprimido) es la racionalización del concepto cristiano de fe como acceso a Dios que, en última instancia, es un don divino. Sin embargo, esta racionalización no tiene lugar sin una grave transformación en la interpretación de la fe cristiana en su conjunto, que aleja a Hegel del espíritu teológico acorde con la Revelación y la Tradición. Un teólogo como Hans Küng, que se ha esforzado en sacar el máximo partido posible del hegelianismo para profundizar y renovar las perspectivas del pensamiento teológico católico, no duda en criticar el gnosticismo fundamental de Hegel, que quiere absorber a Cristo en su saber absoluto.
Hegel puede apoyarse con razón en el Nuevo Testamento cuando se opone acérrimamente a una imposibilidad absoluta de conciliar la fe y el saber, si bien es cierto que no advierte la contraposición esencial que según el NT existe entre la fe y la incredulidad. […] Contra cualquier clase de gnosis antigua o moderna, a la luz del NT hemos de defender que el saber no puede sobreponerse a la fe y suprimirla dialécticamente14.
Es cierto que la fe entra en sí misma y se profundiza por el conocimiento racional, pero en buena tradición cristiana no es lícito contraponer fe y saber como principio y final de un proceso cognitivo ascendente. En principio la intención hegeliana de luchar contra el positivismo teológico, contra el biblicismo y el tratamiento puramente histórico-exegético de la verdad teológica es totalmente correcta y digna de apoyo; la cuestión de la verdad última de la religión no se resuelve con argumentos históricos o de autoridad, sino con la autoexplanación del espíritu cierto de sí.
La interpretación depende del espíritu que explica; sólo el concepto constituye el punto de apoyo absoluto15.
Esta última cita viene, sin embargo, a desequilibrar el círculo hermenéutico hegeliano. Tomando su propia construcción especulativa como punto de referencia último, intenta someter a ella todo elemento procedente del ámbito objetivo de la religión, de modo que llegue a suprimirse el décalage inicial entre lo recibido exteriormente y lo desarrollado por la razón autónomamente, en beneficio de este último polo.
En definitiva, Hegel quiere realizar la síntesis plena entre la fe y el saber en el plano del saber, no en el seno de la fe, como la teología cristiana. Según ésta, el conocimiento de Dios está anclado, in via et in patria, en la fe como entrega personal, libre y amorosa, al Misterio que se nos ofrece plenamente en amor y libertad, sin por ello agotarse nunca en su insondable profundidad, porque es un Misterio personal. La revelación definitiva del Dios uno y trino en el mundo y la historia que anuncia el cristianismo no equivale ni mucho menos a la afirmación según la cual «ya no hay nada secreto en Dios»16, ni al proyecto de desarrollar en la más estricta racionalidad todo el contenido de la revelación como saber absoluto. La interpretación hegeliana del cristianismo como manifestación exhaustiva de la Trinidad divina en el mundo, sin dejar lugar al Misterio infinito, es solidaria de su pretensión de ofrecer un saber absoluto de Dios, totalmente transparente.
Los dos polos de la dialéctica, el objetivo y el subjetivo, la fides quae y la fides qua, se interpenetran al final tan perfectamente que la exterioridad de lo real queda volatilizada. Evidentemente, Hegel es consciente de que sin realidad positiva previa, sin revelación histórica, no es posible la reflexión racional: él es el primero en proclamar que su tarea no es «crear de la nada», sino interpretar y reconstruir en su necesidad interna toda la historia del espíritu como un movimiento inmanente. El descubrimiento de la esencia necesaria sólo puede realizarse como reflexión rememorativa del pasado: la necesidad de lo real es recuerdo racionalizado. Así Hegel, frente a una Ilustración que creía poder construir con el mero entendimiento abstracto una religión desprendida de la realidad histórica, intenta elaborar una filosofía de la religión expresamente «cristiana», pues sólo a partir del reconocimiento de la «revelación objetiva» puede el hombre acceder al Absoluto. Con todo, no se ve que el espíritu con que Hegel interpreta estos términos se corresponda con el de la Tradición cristiana ortodoxa.
Hegel nunca ocultó su intención de entender a fondo y de forma renovadora la religión cristiana. Su vena reformadora, ansiosa por llevar hasta el final la gran liberación espiritual que, según él, supuso el luteranismo, se alía con su mentalidad ilustrada y secular, con la concepción panenteísta de los místicos alemanes medievales en un ambicioso proyecto: realizar plenamente en el presente la escatología. Al suprimir el «todavía no» con el que la fe equilibra el «ya» de la Presencia definitiva, al desaparecer la oposición sagrado/profano, lo divino se traslada por completo al mundo, la comunidad de los santos deviene Estado y, en definitiva, la conciencia religiosa es disuelta en su especificidad. La «infinitud» que está inscrita en el hombre como anhelo permanente y tensión hacia la Trascendencia absoluta deriva en el sistema hegeliano hacia la infinitización óntica del espíritu humano llegado a un cierto estadio, más allá del cual no necesita ir. En Hegel no cabe una consummatio saeculorum, unos cielos nuevos y una tierra verdaderamente nueva, fuera de o más allá de la Razón que accede a la eternidad a través de su autocaptación como esencia de lo real.
Ciertamente, la estrecha vinculación entre lo Infinito y lo finito del sistema hegeliano no es ajena a la comprensión del dogma de la encarnación, pero tiene también mucho del pantragicismo de los mitos hesiódicos. La teología patrística oriental (que llega a Hegel a través de los místicos alemanes) insiste mucho en la visión teándrica de la revelación, en la figura de Cristo como Alfa y Omega de la Creación (en quien todo ha sido creado), en el don de la vida divina como designio eterno de Dios en su voluntad creadora. Sin embargo, está igualmente impregnada de apofatismo, de respeto al misterio divino, de insistencia en que la humildad de la razón, la fe y la vida según el áyánq son las únicas vías por las que se puede atisbar la verdad profunda comunicada por revelación divina, por pura generosidad del Deus absconditus. Por el contrario, en el sistema hegeliano cuanto acontece entre Dios y el mundo no se basa en la libertad de la plenitud divina, sino en la necesidad que mueve a un Absoluto indigente de lo otro de sí. La entrega generosa, personal y gratuita, deja de ser la verdad última en la que se fundamentan las relaciones entre Dios y el hombre. La aparición relevante de lo Otro, como realidad nunca plenamente apresable y sólo captable en la apertura siempre renovada a la Trascendencia, deja paso en Hegel a una única autoconciencia absoluta que reabsorbe toda diferencia. De acuerdo con la aguda apreciación de Lévinas, en Hegel no hay lugar para el verdadero Infinito, puesto que todo se reduce a totalidad ontológica marcada por la lucha de contrarios; no hay verdadera historia, aparición novedosa y gratuita de lo Otro en el mundo, sino eterna repetición de lo Mismo17.
En conclusión: al proyecto teo-filosófico u onto-teológico de Hegel no le falta apoyatura en la fe cristiana, pero sí un «sexto sentido» propio de toda buena teología: la conciencia de que, más allá de explicaciones humanas y términos absolutos, la fe cuestiona todo discurso sobre Dios, toda realización humana (finita por naturaleza) que pretenda erigirse en absoluto. En Hegel falta una teología negativa que haga contrapeso a la analogia Christi, falta el silencio como envés de la revelación. El teólogo racionalista tiende, velada o expresamente, a dejar atrás la fe, lo cual es ilusorio. Toda racionalidad, filosófica o teológica, es sólo explicitación coherente de una opción última, la cual permanece como tal opción existencial, necesitada de renovación continuamente. El teólogo, como cualquier otro creyente, tiene ante sí permanentemente la tarea de vertebrar toda su existencia de acuerdo con la fe, y ha de ser consciente de que su discurso teológico participa igualmente de la tensión escatológica de la metanoia.
La razón humana, como intraestructura de la fe, según expresión de Bouillard18, está siempre amenazada de la falta de sentido, igual que la fe no puede eliminar el riesgo de la incredulidad. En consecuencia, todo discurso filosófico y teológico es simul iustus et peccator, como el creyente que lo elabora.
Sus formulaciones filosóficas y teológicas son expresión del dominio liberador de la verdad divina sobre la razón humana y, al mismo tiempo, de la violencia que la razón humana hace a la verdad divina. Son expresión de la obediencia de la fe, pero también de la profanación pecaminosa del don divino. Por esto la buena teología, consciente de la necesidad de una continua purificación, acepta de buen grado la crítica y, más aún, incluye en sí de alguna manera la negación de sí misma. La teología, negándose a sí misma, tiende a convertirse en predicación, que es el testimonio de la fe proclamado como pura referencia a la Palabra de Dios, es decir, con intención expresa de que la propia síntesis teológica sea trascendida por los oyentes19.
Sólo a través de esta autonegación puede la teología escapar al peligro permanente del ser humano, mucho más agudo en su caso: reducir a Dios a la comprensión humana de lo divino.
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1. Sobre la dialéctica Infinito-finito, cf. la Lógica, 95 y passim; El concepto de religión, cap. 1, sección 2: «La dialéctica de lo finito», p. 172-192.
2. El concepto de religión, p. 180.
3. La science de la Logique, p. 359.
4. El concepto de religión, p. 191.
5. Sobre las pruebas de la existencia de Dios, véase El concepto de religión, cap. 2, sección 2, 3.
6. A Hegel sí que se le puede aplicar plenamente la idea de A. Fierro (Sobre la religión, Madrid, Taurus, 1979) según la cual el concepto de religión sería una generalización a partir del cristianismo.
7. Esta actitud es clara en algunos escritos como Historia de Jesús o La positividad de la religión cristiana (cf. bibliografía final).
8. Fenomenología del espíritu, p. 396.
9. Ibídem, p. 397.
10. Précis de l'Encyclopidie, s. 451-464.
11. Fenomenología, «La conciencia desventurada», p. 128-139; «La fe y la pura intelección», p. 311-317.
12. El concepto de religión, p. 114.
13. Ibídem, p. 84.
14. H. KÜNG, p. 327.
15. El concepto de religión, p. 94.
16. Ibídem, p. 117.
17. LEVINAS, p. 61.
18. BOUILLARD, p. 121.
19. COLL, p. 538.
Bibliografía
Escritos de Juventud. Ed. trad. y notas de J.M. Ripalda. FCE, Madrid, 1978. Historia de Jesús. Trad. e intr. de S. Glez. Noriega. Taurus, Madrid, 1975. Fenomenología del espítitu. Trad. de W. Roces. FCE, Méjico, 1971.
El concepto de religión (Lecciones sobre Filosofía de la Religión, parte I). Trad. e intr. de A. Guinzo. FCE, Madrid, 1981
Encyclopédie des sciences philosophiques. Vol. I. La science de la logique. Trad. y ed. de B. Bourgeois. Vrin, París, 1979.
Précis de l'Encyclopédie des Sciences Philosophiques: la logique, la philosophie de la natu - re, la philosophie de l'esprit. Trad. de J. Gibelin. Vrin, París, 1978.
Otras fuentes:
ASVELD, P.: La pensée religeuse du jeune Hegel. Louvain, Publications Universitaires, 1953.
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Debido a ello, es difícil abordar un aspecto cualquiera del sistema hegeliano sin hacer referencia a éste en su conjunto. Por lo que respecta a la filosofía de la religión, el asunto se complica más aún, puesto que, en cierto modo, toda la filosofía hegeliana es filosofía de la religión, o filosofía del Absoluto, e incluso teología. La construcción metafísica de Hegel está en la base de su reflexión sobre la religión, pero a la vez dicha construcción es elaborada en un gigantesco esfuerzo por repensar desde dentro, crítica y dialécticamente, la tradición cristiana. En Hegel es imposible separar la ontología de la teología y la reflexión sobre las manifestaciones históricas del espíritu: todo está inextricablemente interpenetrado en un sistema que pretende ser absoluto. Por ello mismo, filosofías menos ambiciosas que la hegeliana miran a ésta con des-confianza, sospechando de su misticismo especulativo, ajeno a los planteamientos propios de la reflexión finita. Por otro lado, la teología cristiana ortodoxa atisba en Hegel, junto a elementos teológicos de la más genuina tradición cristiana, un talante racionalista y gnóstico del que recela de entrada, perdiendo la oportunidad de aprovechar muchos aspectos nada desdeñables de su filosofía de cara a una reflexión seria sobre el fenómeno religioso y, en concreto, sobre el cristianismo.
No es objetivo del presente artículo hacer una presentación exhaustiva y sistemática de la filosofía de la religión de Hegel, tarea que excede por su complejidad y envergadura nuestros actuales conocimientos sobre el tema. Hemos tratado más bien de recoger algunos puntos de su pensamiento que consideramos claves para entender el conjunto. En lo que respecta a nuestra valoración personal de la concepción hegeliana, ésta será inevitablemente parcial, en parte por la insuficiencia de nuestro estudio analítico del autor, y sobre todo por-que está cuajada de presupuestos valorativos ineliminables de cualquier reflexión. En consecuencia, aunque necesariamente este trabajo esté dirigido por unas tesis básicas, pretende ser un «momento a superar» en futuros acercamientos al tema.
El concepto hegeliano de absoluto
Ya los más tempranos esbozos del que fue durante cinco años seminarista en el Tübingerstift protestante hacen patente la intensa y peculiar preocupación de Hegel por la religión y por toda manifestación del espíritu humano que con-lleve una dimensión de totalidad y absoluto. La idea que mueve la reflexión hegeliana desde un principio es cómo realizar una vida totalmente reconcilia-da, plenamente humana, libre, bella, feliz. El mundo antiguo (idealizado por los clásicos alemanes) aparecía a sus ojos como el paraíso perdido en relación con la realidad presente de la humanidad, trágicamente escindida en todas sus dimensiones. La admiración hegeliana por la antigüedad, debido a la cual se enfrentó en un principio tanto con el cristianismo como con la cultura ilustrada de su época, nunca desaparecerá de su obra, ni siquiera cuando llegue a reconocer la superioridad espiritual del cristianismo y de la nueva era de la humanidad a él asociada por encima de la serena belleza del mundo griego.
A la síntesis helena entre individuo y comunidad, entre lo humano y lo divino, la política y la religión, la naturaleza y el espíritu, le falta la dimensión de lo Infinito. Como religión que desde su surgimiento ha marcado decisiva-mente el destino de Occidente, el judeocristianismo introdujo esta dimensión de lo Infinito en la historia del espíritu humano. Y, aunque ya desde sus comienzos se produjo una fecunda síntesis de cristianismo y helenismo, raíz de la cual vive el Occidente entero, Hegel quiere volver a replantear dicha síntesis desde una aguda crítica a la situación histórica, social, cultural y religiosa de su época.
Impulsada por esta voluntad de reconciliación plena en todas las dimensiones de lo real (Infinito-finito, Dios-mundo, Espíritu-Naturaleza…), la filosofía hegeliana se va generando dialécticamente, superándose en cada una de sus etapas. La cuestión clave de su planteamiento especulativo es la resolución del dualismo ontológico entre lo Infinito y lo finito en un concepto panenteísta del Absoluto1. Desde su juventud Hegel criticó siempre con fuerza y hasta con agresiva ironía la idea tradicional cristiana de un Dios totalmente trascendente al mundo, independiente y separado de él; de acuerdo con esta concepción, el mundo finito y la conciencia humana quedan despojados de toda substantividad esencial, puesto que se ha proyectado ésta en Dios, y reducidos a la desgracia de la esclavitud.
La alienación de la conciencia religiosa que se consuela con un más allá trascendente y no puede alcanzar la verdadera libertad del espíritu es un tema constante en la reflexión hegeliana. Pero Hegel no se conforma con esta crítica. Muesta que dicha concepción dualista de la realidad, errónea y de consecuencias funestas, acaba afirmando justo lo contrario de lo que pretende afirmar. En efecto, un Infinito que excluye de sí lo finito queda empequeñecido, reducido a una parte del todo real. La concepción del Infinito como exterioridad absoluta a lo finito es propia de una conciencia dominada por los esquemas del entendimiento, que pone frente a sí los objetos como diferentes de ella. Pero dicha separación no puede ser absoluta: el verdadero conocimiento es imposible si no existe comunidad ontológica entre cognoscente y conocido, entre sujeto y objeto. Al poner lo Infinito como un objeto incognoscible, más allá de su naturaleza, la conciencia finita se cierra el acceso a la verdadera realidad, puesto que en el fondo está afirmando su finitud carente de substancialidad como lo único real para ella frente a un Absoluto que es mero concepto vacío.
El yo finito, al ser la posición de un infinito más allá de sí, ha puesto a lo infinito mismo como algo finito y, por consiguiente, al tener lo infinito como algo finito, se identifica ahí consigo mismo en cuanto es igualmente finito, y sólo en cuanto idéntico con lo infinito deviene para sí como lo infinito. Esto constituye el límite extremo de la subjetividad que se mantiene aferrada a sí misma, la finitud que permanece y que se pone como infinita en relación consigo misma2.
Este planteamineto de la conciencia finita carece, según Hegel, de verdadera objetividad. La superación de la dualidad Infinito/finito se produce al concebir la realidad entera, el Absoluto, como síntesis de lo Infinito en lo finito. La verdadera infinidad consiste en la integración de lo finito en el despliegue del Absoluto como momento interno y necesario3.
La contradicción más absoluta, la que contrapone el Infinito a lo finito, queda así superada en la concepción de un Absoluto omnicomprensivo que, por un movimiento interno de autodiferenciación y reasunción de la diferencia, se genera a sí mismo como vida infinita. Lo finito, entonces, representa aquella dimensión del Absoluto mismo que le es necesaria para volver sobre sí como autoconciencia absoluta, como Espíritu reconciliador de toda realidad.
Dios retorna a sí en el yo como en el que supera en cuanto finito, y sólo es Dios en cuanto este retorno. Sin el mundo Dios no es Dios4.
El mundo surge necesariamente de Dios, que es espíritu, y como tal consiste en manifestarse, en devenir para otro. Por su esencia misma el espíritu se opone a sí mismo, se autodiferencia, y así surge el mundo y la conciencia finita, enfrentados entre sí como sujeto y objeto. El momento del retorno consiste en que el espíritu se hace objeto para sí mismo, y de este modo se reconcilia consigo mismo en su estar alienado como objeto. La alienación y la contra-dicción son el verdadero motor de la vida del espíritu, que es lo único real, lo Absoluto, porque abarca en perfecta síntesis la identidad y la diferencia, lo universal y lo particular, lo inmediato y lo mediato, lo infinito y lo finito.
El espíritu es lo único real porque sólo en él se da la experiencia de la relación entre los polos más opuestos. Porque el mundo es Espíritu alinenado de sí, puede la realidad ser conocida por el pensamiento. Porque existe una comunidad ontológica entre lo Infinito y lo finito, entre Dios y el mundo, puede la conciencia acceder al conocimiento del Absoluto. Éste no es un Ser supremo a demostrar a partir del mundo finito por medio de unas pruebas racionales (planteamiento de la teología natural que Hegel rechaza de entrada), sino que está presente ya desde siempre en lo finito, cuya estructura más radical es la relación a lo otro de sí.
Dicha relación originaria de lo finito a lo infinito es la que explicita la religión como elevación de la conciencia al Absoluto. Y las pruebas de la existencia de Dios no son más que el desarrollo conceptual de dicha actitud del espíritu5. Por sí mismas no prueban nada (en esto Hegel asume la crítica ilustrada que culmina en Kant), pues hacen depender lo Absoluto de lo relativo, y de un mundo infinito absolutamente cerrado sobre sí mismo no puede llegarse a lo Infinito. Sin embargo, en cuanto explicitación racional de la actitud religiosa, del saber del Absoluto que contiene, son útiles porque demuestran que la unidad entre lo Infinito y lo finito no es inmediata sino que está mediada por la realidad determinada. Por eso dicha unidad no es simple identidad, sino síntesis de identidad y absoluta diferencia. Lo Infinito no es lo finito, y viceversa, pero en su radical diversidad están mutuamente referidos. En resumen, la finitización de lo Infinito es la estructura ontológica que hace posible la elevación de la conciencia a lo Absoluto, es decir, el espíritu, una de cuyas manifestaciones absolutas es la religión.
La religión como manifestación del espíritu
La concepción hegeliana del Absoluto resulta de un magno esfuerzo por elevar a pensamiento racional las tesis centrales del cristianismo, superando su interpretación tradicional. El sistema hegeliano quiere ser simultáneamente conservación y superación de la verdad cristiana, cuya pretensión de absoluto asume Hegel en su esfuerzo conceptualizador. De ahí su actitud crítica y a la vez comprensiva hacia «la religión en general» (überhaupt), concepto que en Hegel está claramente elaborado en función del cristianismo6.
Las primeras reflexiones de Hegel sobre el fenómeno religioso son sobre todo crítica de la comprensión que en su época se tenía de la fe cristiana. Apartado de la ortodoxia autoritaria y cerrada de las Iglesias, Hegel disiente igual del moralismo seco y sermonero de los filósofos ilustrados, que reducen el cristianismo en último término a la vacua «religión natural». Ambos planteamientos, con su concepción de un Dios absolutamente trascendente y de un mundo finito reducido a la impotencia o absolutizado en su no-substancialidad, son fruto de una conciencia escindida incapaz de encontrar el camino de la existencia reconciliada.
Es esta la verdadera realidad, en función de la cual se ha de valorar el grado de verdad de una religión, o de cualquier otro fenómeno del espíritu. La dimensión soteriológica de la religión debe realizarse plenamente en la existencia de los hombres, puesto que la vida infinita es inmanente a lo finito, se desarrolla en la historia del mundo. Por eso a Hegel le interesa tanto el aspecto histórico-cultural de la religión como reflejo inmediato de la situación espiritual alcanzada por la humanidad en un momento dado. La historia es la fuente de la reflexión especulativa porque el tiempo es el despliegue del concepto. Hegel funda su reflexión racional en una consideración de la historia en cuanto desarrollo necesario y totalmente inteligible desde la Idea. Dicha perspectiva, sin duda muy fecunda de cara a la comprensión del sentido inscrito en las diversas configuraciones del espíritu, tiene el grave peligro (en el que Hegel cae a menudo) de forzar los acontecimientos para que quepan en un esquema predeterminado; en última instancia, la interioridad del concepto acaba con la exterioridad del hecho histórico. Con todo, Hegel no estaría de acuerdo en esta acusación, pues precisamente su reflexión se mueve en el intento de «conservar» (aufheben) y dar razón de toda manifestación positiva del espirítu en su esencia necesaria.
Ciertamente el joven Hegel pasó una etapa de alergia a la «positividad» de la religión: bajo la influencia de la Ilustración y sobre todo de Kant llevó a cabo una dura crítica de la «religión estatutaria» de las Iglesias, que coaccionan el pensamiento racional y la libertad interior, cuando ésta es la base verdadera del cristianismo7. Pero poco a poco Hegel llegará a valorar la alineación del espíritu en lo positivo como etapa necesaria de objetivación a través de la cual el espíritu se pone a sí mismo como autoconciencia libre y absoluta.
En definitiva, Hegel siempre despreció la positividad en cuanto exterioridad vacía de vida, impuesta como letra muerta, olvidada del espítitu que la creó; pero cuando esta objetivación del espíritu está internamente animada, pierde su carácter peyorativo: la religión ya no es entonces letra muerta sino «espíritu que vivifica» todas las dimensiones de la existencia humana: la individual y la colectiva, el entendimiento y la voluntad, la libertad y la sensibilidad, la imaginación y el corazón. La autoconciencia ha absorbido finalmente toda exterioridad y se manifiesta como esencia de la realidad.
En la Fenomenología del espíritu encontramos el primer desarrollo sistemático completo de la concepción hegeliana de la realidad en cuanto historia del Espíritu que se autogenera como Absoluto. Dentro de esta compleja obra Hegel dedica el penúltimo capítulo a la religión, definiéndola como «autoconciencia pura del espíritu»8. Ello no significa que en etapas anteriores del desarrollo de la conciencia no haya sido tratado el tema de la religión, al contrario, Hegel comienza dicho capítulo con un resumen de todo lo anteriormente expuesto desde el punto de vista de la dimensión religiosa: la conciencia es, desde el principio, conciencia del Absoluto, pero sólo en este estadio llega a serlo en y para sí. En él se alcanza la conciencia de la unión Infinito-finito, substancia-autoconciencia. Sin embargo, dicha identidad de lo contradictorio aún no ha llegado al estadio absoluto. En la religión la vida del Espíritu es «representada como objeto», puesta en la inmediatez de un en-sí inerte: le falta la mediación de la reflexión que, reabsorbiendo para sí la representación objetiva originada por la fe, será identificada en última instancia con la vida misma del espíritu.
En la medida en que el espíritu se representa en la religión a él mismo, es ciertamente consciencia, y la realidad encerrada en la religión es la figura y el ropaje de su representación. Pero la realidad no experimenta de nuevo en esta representación su pleno derecho, a saber, el de no ser solamente ropaje, sino ser-allí plenamente independiente y libre; y, a la inversa, al faltarle la perfección en ella misma, la religión es una figura determinada que no alcanza aquello que debe presentar, o sea, el espíritu consciente de sí mismo9.
La verdad absoluta que se manifiesta en la religión es el núcleo del cristianismo: la encarnación de Dios y la nueva vida para el hombre por la unión definitiva de lo divino y lo humano. El concepto de religión como retorno consciente del Espíritu a sí a través de su autoobjetivación en lo finito se va desarrollando en las diversas religiones históricas, pero todas ellas sólo son sombra y figura de la religión absoluta, el cristianismo. En las primitivas religiones naturales el espíritu aparece a sí mismo representado en las formas inmediatas de la naturaleza, predominando así el aspecto formal sobre el con-tenido real. En la religión griega del arte el espíritu aparece en forma de con-ciencia productora que se objetiva en su obra: ya se ha distanciado de la naturaleza inmediata y toma conciencia de sí como contrapuesto a ella. En el cristianismo se da la verdadera realización de la unidad entre espíritu y naturaleza: ambos aparecen como polos distintos de una misma realidad, idénticos en su diferencia.
Así interpreta Hegel el acontecimiento central del cristianismo, Jesucristo. La encarnación de Dios en Cristo significa que en este ser concreto la substancia divina se enajena completamente (toda la anterior historia del mundo era prehistoria de este acontecimiento), se convierte totalmente en lo otro de sí —autoconciencia humana, ente finito— y entra en la existencia como identidad concreta e inmedita de ambos polos contradictorios. Pero la inmediatez de este ser concreto, en el que Dios está presente para el hombre de un modo real, sensible, ha de ser superada en una inmediatez media-da. Este primer momento es necesario para que Dios tome conciencia de sí mismo a través de una existencia finita; pero para el resto de los hombres esta autoconciencia infinita es inaccesible por estar objetivada en un individuo. Por eso es necesaria la muerte de este hombre y su «renacimiento por el espíritu»; así tiene lugar la universalización de la autoconciencia substancial del espíritu en la comunidad religiosa. Sin embargo, esta comunidad aún no tiene la autoconciencia absoluta plenamente desarrollada: tiene en sí la existencia reconciliada, pero sólo como «representación». Su propia reconciliación entra en su conciencia como algo lejano, a realizar en un futuro o acaecida simbólicamente en el pasado. El en-sí debe toda-vía devenir para-sí.
Fe y saber, o representación y concepto
El elemento característico y estructural de la religión como dimensión de la conciencia es la «representación» (Vorstelung). Tal como es expuesta dicha noción en la «Filosofía del espíritu» de la Enciclopedia10, la representación es el término medio entre la intuición (inteligencia inmediatamente determina-da) y el pensamiento (inteligencia en libertad). En el plano de la representación el espíritu es sólo parcialmente activo, puesto que sus producciones concretas son síntesis a partir de datos de la intuición. Condicionado por la inmediatez, el espíritu se intuye a sí mismo en su propia exterioridad. Imagen, asociación de imágenes, símbolo, alegoría, signo, son sucesivos momentos de interiorización en los cuales el pensamiento se va exteriorizando simultánea-mente por medio de creaciones cada vez más idénticas a su propia esencia. En última instancia, interior y exterior coinciden, éste es la manifestación plena de aquél: al llegar al signo lingüístico penetramos ya en el plano del «concepto».
Teniendo en cuenta esta primera aproximación a la noción de representación, bastante neutra en principio, encontramos en el resto de la obra de Hegel dos actitudes al respecto. En las secciones de la Fenomenología sobre «La con-ciencia desgraciada» y «La fe y la pura intelección»11 aparece la representación con connotaciones peyorativas; al enquistarse, la fe religiosa crea un mundo suprasensible en el cual se representa, de un modo alienado, su propia esencia. Todo el ámbito de la representación, de la creación imaginativa por la cual la conciencia religiosa intenta acceder al conocimiento de la verdad sobre sí y la realidad, es cualificado de alienante e ilusorio: la conciencia carece de la libertad del espíritu (por eso dicha actitud de pura fe es la perfecta aliada del despotismo). Este planteamiento es el que los hegelianos de izquierda han hecho predominar en las divulgaciones más corrientes del pensamiento de Hegel, olvidando que éste también presenta actitudes más matizadas sobre el tema en otras partes de su obra. En las Lecciones sobre Filosofía de la Religión Hegel explica la representación religiosa como expresión imaginativa del pensamiento mismo.
El espíritu se convierte así en objeto, se da a sí esencialmente la forma según la cual aparece como algo dado, como algo que llega hasta él de un modo superior; ahí reside la explicación de que el espíritu adopte la forma de una religión positiva. El espíritu deviene para sí bajo la figura de la representación; bajo la figura de lo otro para lo otro, para el que es él, es decir, la positividad de la religión se manifiesta como representación. Asimismo, se encuentra en el interior de la religión la determinación de la razón, según la que es algo cognoscente, actividad del pensamiento y de la comprensión12.
Los mitos y los ritos externos pertenecen claramente al dominio de la representación por su dimensión sensible, pero también pertenecen a él configuraciones no sensibles, todo contenido del pensamiento cuyas múltiples determinaciones internas no han sido descubiertas en su conexión necesaria por la reflexión especulativa. «Infinitamente bueno», «creador del mundo», «omnisciente», son diversas determinaciones de Dios; aunque sean meramente conceptuales, no sensibles, en la medida en que para la conciencia religiosa están simplemente yuxtapuestas y no explicadas en su diferencia y relación recíproca, son meras representaciones: poseen un coeficiente de contingencia que sólo perderán bajo la forma del concepto especulativo. La representación se comporta negativamente respecto a lo sensible, pero no de forma que se haya liberado absolutamente de este ámbito poniéndolo en su idealidad acabada. Esto sólo se llega a alcanzar en el pensamiento «real» que eleva las determinaciones sensibles del contenido de la representación a la condición de determinaciones universales del pensamiento, conservando a la vez su carácter concreto. De este modo el pensamiento llega a conocer la necesidad inscrita en la representación: analizándola descubre sus contradicciones internas, pero supera éstas en su mediación dialéctica. La conciencia deja así de tener un contenido «frente a sí»: el propio movimiento del pensamiento es capaz de generar (o más bien re-generar) el contenido a partir de sí mismo.
En definitiva, la filosofía de la religión de Hegel se propone no sólo un análisis de las estructuras de la conciencia religiosa o de sus categorías principales, sino un desarrollo inmanente de los contenidos de la fe religiosa, en concreto del cristianismo, para convertirlos en saber de Dios. Movidos por su lógica interna, según Hegel, la religión se transforma en teología, en autoexplicitación de los contenidos de la fe en el discurso conceptual; llevando finalmente dicho movimiento a sus últimas consecuencias, desembocamos en la filosofía especulativa que, absorbiendo todo dato exterior, lo asimila y supera en su discurso. Ya no hay positividad a la que atenerse: el espíritu es finalmente libre en su pleno bei-sich-sein, que abarca todo lo real.
Filosofía hegeliana y teología cristiana
El contenido de la filosofía, su necesidad e interés son del todo comunes con los de la religión; su objetivo es la verdad eterna, tan sólo Dios y su explicación. […] La filosofía es, por tanto, teología, y ocuparse de ella o más bien en ella es para sí culto divino13.
Hegel identifica sin reparo, en sus Lecciones sobre Filosofía de la Religión, su discurso filosófico como teología en el más exagerado sentido del término: se trata de un logos de Dios y sobre Dios, del saber absoluto que el Absoluto tiene de sí mismo a través de su autoconciencia finita. Hegel pretende con su filosofía radicalizar hasta el extremo la voluntad de hacer inteligibles los contenidos de la fe religiosa que caracteriza la tarea de la teología. Sin embargo, su peculiar manera de llevar a cabo el intelectus fidei es un tanto ambigua en su sentido último.
Hegel critica a la teología tradicional por no haber sido consecuente con su intención y con el mensaje cristiano: si realmente el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, si la razón humana está ordenada a conocerle, si en Cristo Dios se ha manifestado definitivamente, entonces hay que llevar hasta sus últimas consecuencias las exigencias de la razón en orden a hacer transparentes los contenidos de la fe. Hay que tener en cuenta, por otro lado, que la Razón tal como la entiende Hegel es algo más que la mera capacidad reflexiva del entendimiento finito: es el Espíritu que se capta a sí mismo como momento del Absoluto; el conocimiento del Absoluto por la autoconciencia finita es producto de la actividad del Absoluto mismo.
El concepto hegeliano de «saber absoluto» (ciertamente ambiguo, pues todo está en él conservado y suprimido) es la racionalización del concepto cristiano de fe como acceso a Dios que, en última instancia, es un don divino. Sin embargo, esta racionalización no tiene lugar sin una grave transformación en la interpretación de la fe cristiana en su conjunto, que aleja a Hegel del espíritu teológico acorde con la Revelación y la Tradición. Un teólogo como Hans Küng, que se ha esforzado en sacar el máximo partido posible del hegelianismo para profundizar y renovar las perspectivas del pensamiento teológico católico, no duda en criticar el gnosticismo fundamental de Hegel, que quiere absorber a Cristo en su saber absoluto.
Hegel puede apoyarse con razón en el Nuevo Testamento cuando se opone acérrimamente a una imposibilidad absoluta de conciliar la fe y el saber, si bien es cierto que no advierte la contraposición esencial que según el NT existe entre la fe y la incredulidad. […] Contra cualquier clase de gnosis antigua o moderna, a la luz del NT hemos de defender que el saber no puede sobreponerse a la fe y suprimirla dialécticamente14.
Es cierto que la fe entra en sí misma y se profundiza por el conocimiento racional, pero en buena tradición cristiana no es lícito contraponer fe y saber como principio y final de un proceso cognitivo ascendente. En principio la intención hegeliana de luchar contra el positivismo teológico, contra el biblicismo y el tratamiento puramente histórico-exegético de la verdad teológica es totalmente correcta y digna de apoyo; la cuestión de la verdad última de la religión no se resuelve con argumentos históricos o de autoridad, sino con la autoexplanación del espíritu cierto de sí.
La interpretación depende del espíritu que explica; sólo el concepto constituye el punto de apoyo absoluto15.
Esta última cita viene, sin embargo, a desequilibrar el círculo hermenéutico hegeliano. Tomando su propia construcción especulativa como punto de referencia último, intenta someter a ella todo elemento procedente del ámbito objetivo de la religión, de modo que llegue a suprimirse el décalage inicial entre lo recibido exteriormente y lo desarrollado por la razón autónomamente, en beneficio de este último polo.
En definitiva, Hegel quiere realizar la síntesis plena entre la fe y el saber en el plano del saber, no en el seno de la fe, como la teología cristiana. Según ésta, el conocimiento de Dios está anclado, in via et in patria, en la fe como entrega personal, libre y amorosa, al Misterio que se nos ofrece plenamente en amor y libertad, sin por ello agotarse nunca en su insondable profundidad, porque es un Misterio personal. La revelación definitiva del Dios uno y trino en el mundo y la historia que anuncia el cristianismo no equivale ni mucho menos a la afirmación según la cual «ya no hay nada secreto en Dios»16, ni al proyecto de desarrollar en la más estricta racionalidad todo el contenido de la revelación como saber absoluto. La interpretación hegeliana del cristianismo como manifestación exhaustiva de la Trinidad divina en el mundo, sin dejar lugar al Misterio infinito, es solidaria de su pretensión de ofrecer un saber absoluto de Dios, totalmente transparente.
Los dos polos de la dialéctica, el objetivo y el subjetivo, la fides quae y la fides qua, se interpenetran al final tan perfectamente que la exterioridad de lo real queda volatilizada. Evidentemente, Hegel es consciente de que sin realidad positiva previa, sin revelación histórica, no es posible la reflexión racional: él es el primero en proclamar que su tarea no es «crear de la nada», sino interpretar y reconstruir en su necesidad interna toda la historia del espíritu como un movimiento inmanente. El descubrimiento de la esencia necesaria sólo puede realizarse como reflexión rememorativa del pasado: la necesidad de lo real es recuerdo racionalizado. Así Hegel, frente a una Ilustración que creía poder construir con el mero entendimiento abstracto una religión desprendida de la realidad histórica, intenta elaborar una filosofía de la religión expresamente «cristiana», pues sólo a partir del reconocimiento de la «revelación objetiva» puede el hombre acceder al Absoluto. Con todo, no se ve que el espíritu con que Hegel interpreta estos términos se corresponda con el de la Tradición cristiana ortodoxa.
Hegel nunca ocultó su intención de entender a fondo y de forma renovadora la religión cristiana. Su vena reformadora, ansiosa por llevar hasta el final la gran liberación espiritual que, según él, supuso el luteranismo, se alía con su mentalidad ilustrada y secular, con la concepción panenteísta de los místicos alemanes medievales en un ambicioso proyecto: realizar plenamente en el presente la escatología. Al suprimir el «todavía no» con el que la fe equilibra el «ya» de la Presencia definitiva, al desaparecer la oposición sagrado/profano, lo divino se traslada por completo al mundo, la comunidad de los santos deviene Estado y, en definitiva, la conciencia religiosa es disuelta en su especificidad. La «infinitud» que está inscrita en el hombre como anhelo permanente y tensión hacia la Trascendencia absoluta deriva en el sistema hegeliano hacia la infinitización óntica del espíritu humano llegado a un cierto estadio, más allá del cual no necesita ir. En Hegel no cabe una consummatio saeculorum, unos cielos nuevos y una tierra verdaderamente nueva, fuera de o más allá de la Razón que accede a la eternidad a través de su autocaptación como esencia de lo real.
Ciertamente, la estrecha vinculación entre lo Infinito y lo finito del sistema hegeliano no es ajena a la comprensión del dogma de la encarnación, pero tiene también mucho del pantragicismo de los mitos hesiódicos. La teología patrística oriental (que llega a Hegel a través de los místicos alemanes) insiste mucho en la visión teándrica de la revelación, en la figura de Cristo como Alfa y Omega de la Creación (en quien todo ha sido creado), en el don de la vida divina como designio eterno de Dios en su voluntad creadora. Sin embargo, está igualmente impregnada de apofatismo, de respeto al misterio divino, de insistencia en que la humildad de la razón, la fe y la vida según el áyánq son las únicas vías por las que se puede atisbar la verdad profunda comunicada por revelación divina, por pura generosidad del Deus absconditus. Por el contrario, en el sistema hegeliano cuanto acontece entre Dios y el mundo no se basa en la libertad de la plenitud divina, sino en la necesidad que mueve a un Absoluto indigente de lo otro de sí. La entrega generosa, personal y gratuita, deja de ser la verdad última en la que se fundamentan las relaciones entre Dios y el hombre. La aparición relevante de lo Otro, como realidad nunca plenamente apresable y sólo captable en la apertura siempre renovada a la Trascendencia, deja paso en Hegel a una única autoconciencia absoluta que reabsorbe toda diferencia. De acuerdo con la aguda apreciación de Lévinas, en Hegel no hay lugar para el verdadero Infinito, puesto que todo se reduce a totalidad ontológica marcada por la lucha de contrarios; no hay verdadera historia, aparición novedosa y gratuita de lo Otro en el mundo, sino eterna repetición de lo Mismo17.
En conclusión: al proyecto teo-filosófico u onto-teológico de Hegel no le falta apoyatura en la fe cristiana, pero sí un «sexto sentido» propio de toda buena teología: la conciencia de que, más allá de explicaciones humanas y términos absolutos, la fe cuestiona todo discurso sobre Dios, toda realización humana (finita por naturaleza) que pretenda erigirse en absoluto. En Hegel falta una teología negativa que haga contrapeso a la analogia Christi, falta el silencio como envés de la revelación. El teólogo racionalista tiende, velada o expresamente, a dejar atrás la fe, lo cual es ilusorio. Toda racionalidad, filosófica o teológica, es sólo explicitación coherente de una opción última, la cual permanece como tal opción existencial, necesitada de renovación continuamente. El teólogo, como cualquier otro creyente, tiene ante sí permanentemente la tarea de vertebrar toda su existencia de acuerdo con la fe, y ha de ser consciente de que su discurso teológico participa igualmente de la tensión escatológica de la metanoia.
La razón humana, como intraestructura de la fe, según expresión de Bouillard18, está siempre amenazada de la falta de sentido, igual que la fe no puede eliminar el riesgo de la incredulidad. En consecuencia, todo discurso filosófico y teológico es simul iustus et peccator, como el creyente que lo elabora.
Sus formulaciones filosóficas y teológicas son expresión del dominio liberador de la verdad divina sobre la razón humana y, al mismo tiempo, de la violencia que la razón humana hace a la verdad divina. Son expresión de la obediencia de la fe, pero también de la profanación pecaminosa del don divino. Por esto la buena teología, consciente de la necesidad de una continua purificación, acepta de buen grado la crítica y, más aún, incluye en sí de alguna manera la negación de sí misma. La teología, negándose a sí misma, tiende a convertirse en predicación, que es el testimonio de la fe proclamado como pura referencia a la Palabra de Dios, es decir, con intención expresa de que la propia síntesis teológica sea trascendida por los oyentes19.
Sólo a través de esta autonegación puede la teología escapar al peligro permanente del ser humano, mucho más agudo en su caso: reducir a Dios a la comprensión humana de lo divino.
___________
1. Sobre la dialéctica Infinito-finito, cf. la Lógica, 95 y passim; El concepto de religión, cap. 1, sección 2: «La dialéctica de lo finito», p. 172-192.
2. El concepto de religión, p. 180.
3. La science de la Logique, p. 359.
4. El concepto de religión, p. 191.
5. Sobre las pruebas de la existencia de Dios, véase El concepto de religión, cap. 2, sección 2, 3.
6. A Hegel sí que se le puede aplicar plenamente la idea de A. Fierro (Sobre la religión, Madrid, Taurus, 1979) según la cual el concepto de religión sería una generalización a partir del cristianismo.
7. Esta actitud es clara en algunos escritos como Historia de Jesús o La positividad de la religión cristiana (cf. bibliografía final).
8. Fenomenología del espíritu, p. 396.
9. Ibídem, p. 397.
10. Précis de l'Encyclopidie, s. 451-464.
11. Fenomenología, «La conciencia desventurada», p. 128-139; «La fe y la pura intelección», p. 311-317.
12. El concepto de religión, p. 114.
13. Ibídem, p. 84.
14. H. KÜNG, p. 327.
15. El concepto de religión, p. 94.
16. Ibídem, p. 117.
17. LEVINAS, p. 61.
18. BOUILLARD, p. 121.
19. COLL, p. 538.
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Otras fuentes:
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