Al observar el flujo de los acontecimientos de la última década, difícilmente podemos evitar la sensación de que algo muy fundamental ha sucedido en la historia del mundo. El año pasado hubo una avalancha de artículos que celebraban el fin de la guerra fría y el hecho de que la “paz” parecía brotar en muchas regiones del mundo. Pero la mayoría de estos análisis carecen de un marco conceptual más amplio que permita distinguir entre lo esencial y lo contingente o accidental en la historia del mundo, y son predeciblemente superficiales. Si Gorbachov fuese expulsado del Kremlin o un nuevo Ayatollah proclamara el milenio desde una desolada capital del Medio Oriente, estos mismos comentaristas se precipitarían a anunciar el comienzo de una nueva era de conflictos.
Y, sin embargo, todas estas personas entrevén que otro proceso más vasto está en movimiento, un proceso que da coherencia y orden a los titulares de los diarios. El siglo veinte presenció cómo el mundo desarrollado descendía hasta un paroxismo de violencia ideológica, cuando el liberalismo batallaba, primero, con los remanentes del absolutismo, luego, con el bolchevismo y el fascismo, y, finalmente, con un marxismo actualizado que amenazaba conducir al apocalipsis definitivo de la guerra nuclear. Pero el siglo que comenzó lleno de confianza en el triunfo que al final obtendría la democracia liberal occidental parece, al concluir, volver en un círculo a su punto de origen: no a un “fin de la ideología” o a una convergencia entre capitalismo y socialismo, como se predijo antes, sino a la impertérrita victoria del liberalismo económico y político.
El triunfo de Occidente, de la “idea” occidental, es evidente, en pri¬mer lugar, en el total agotamiento de sistemáticas alternativas viables al liberalismo occidental. En la década pasada ha habido cambios inequívocos en el clima intelectual de los dos países comunistas más grandes del mundo, y en ambos se han iniciado significativos movimientos reformistas. Pero este fenómeno se extiende más allá de la alta política, y puede observársele también en la propagación inevitable de la cultura de consumo occidental en contextos tan diversos como los mercados campesinos y los televisores en colores, ahora omnipresentes en toda China; en los restaurantes cooperativos y las tiendas de vestuario que se abrieron el año pasado en Moscú; en la música de Beethoven que se transmite de fondo en las tiendas japonesas, y en la música rock que se disfruta igual en Praga, Rangún y Teherán.
Lo que podríamos estar presenciando no sólo es el fin de la guerra fría, o la culminación de un período específico de la historia de la posguerra, sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano. Lo cual no significa que ya no habrá acontecimientos que puedan llenar las páginas de los resúmenes anuales de las relaciones internacionales en el Foreign Affairs, porque el liberalismo ha triunfado fundamentalmente en la esfera de las ideas y de la conciencia, y su victoria todavía es incompleta en el mundo real o material. Pero hay razones importantes para creer que éste es el ideal que “a la larga” se impondrá en el mundo material. Para entender por qué es esto así, debemos, primero, considerar algunos problemas teóricos relativos a la naturaleza del cambio histórico.
I
La idea del fin de la historia no es original. Su más grande difusor conocido fue Karl Marx, que pensaba que la dirección del desarrollo histórico contenía una intencionalidad determinada por la interacción de fuerzas materiales, y llegaría a término sólo cuando se alcanzase la utopía comunista que finalmente resolvería todas las anteriores contradicciones. Pero el concepto de historia como proceso dialéctico con un comienzo, una etapa intermedia y un final, lo tomó prestado Marx de su gran predecesor alemán, George Wilhelm Friedrich Hegel.
Para mejor o peor, gran parte del historicismo de Hegel se ha integrado a nuestro bagaje intelectual contemporáneo. La idea de que la humanidad ha avanzado a través de una serie de etapas primitivas de conciencia en su trayecto hacia el presente, y que estas etapas correspondían a formas concretas de organización social, como las tribales, esclavistas, teocráticas, y, finalmente, las sociedades igualitarias democráticas, ha pasado a ser inseparable de la mentalidad moderna del hombre. Hegel fue el primer filósofo que utilizó el lenguaje de la ciencia social moderna, en tanto creía que el hombre era producto de su entorno histórico y social concreto, y no, como anteriores teóricos del derecho natural habrían sostenido, un conjunto de atributos “naturales” más o menos fijos. El dominio y la transformación del entorno natural del hombre a través de la aplicación de la ciencia y la tecnología no fue un concepto originalmente marxista, sino hegeliano. A diferencia de historicistas posteriores, cuyo relativismo histórico degeneró en un relativismo a secas, Hegel pensaba, sin embargo, que la historia culminaba en un momento absoluto, en el que triunfaba la forma definitiva, racional, de la sociedad y del Estado. La desgracia de Hegel es que hoy principalmente se le conozca como precursor de Marx, y la nuestra estriba en que pocos estamos familiarizados en forma directa con la obra de Hegel, y, con esta ya filtrada a través de los lentes distorsionadores del marxismo. En Francia, sin embargo, se ha hecho un esfuerzo por rescatar a Hegel de sus intérpretes marxistas y resucitarlo como el filósofo que se dirige a nuestra época con mayor propiedad. Entre estos modernos intérpretes franceses de Hegel, ciertamente el principal fue Alexandre Kojève, brillante emigrado ruso que dirigió, en la Ecole Practique des Hautes Eludes de París en la década de los 30, una serie de seminarios que tuvieron gran influencia. Si bien era prácticamente desconocido en los Estados Unidos, Kojève tuvo un importante impacto en la vida intelectual del continente. Entre sus estudiantes hubo futuras luminarias como Jcan-Paul Sartre, en la izquierda, y Raymond Aron, en la derecha; el existencialismo de posguerra tomó muchas de sus categorías básicas de Hegel, a través de Kojève.
Kojève procuró resucitar el Hegel de la Phenomenology of Mind, el Hegel que proclamó en 1806 que la historia había llegado a su fin. Pues ya en aquel entonces Hegel vio en la derrota de la monarquía prusiana por Napoleón en la batalla de Jena, el triunfo de los ideales de la Revolución Francesa y la inminente universalización del Estado que incorporaba los principios de libertad e igualdad. Kojève, lejos de rechazar a Hegel a la luz de los turbulentos acontecimientos del siglo y medio siguiente, insistió en que en lo esencial había tenido razón. La batalla de Jena marcaba el fin de la historia porque fue en ese punto que la “vanguardia” de la humanidad (término muy familiar para los marxistas) llevó a la práctica los principios de la Revolución Francesa. Aunque quedaba mucho por hacer después de 1806 —abolir la esclavitud y el comercio de esclavos; extender el derecho a voto a los trabajadores, mujeres, negros y otras minorías raciales, etcétera—, los principios básicos del Estado liberal democrático ya no podrían mejorarse. Las dos guerras mundiales de este siglo y sus concomitantes revoluciones y levantamientos simplemente extendieron espacialmente esos principios, de modo que los diversos reductos de la civilización humana fueron elevados al nivel de sus puestos de avanzada, y aquellas sociedades en Europa y Norteamérica en la vanguardia de la civilización se vieron obligadas a aplicar su liberalismo de manera más cabal.
El Estado que emerge al final de la historia es liberal en la medida que reconoce y protege, a través de un sistema de leyes, el derecho universal del hombre a la libertad, y democrático en tanto existe sólo con el consentimiento de los gobernados. Para Kojève, este así llamado “Estado homogéneo universal” tuvo encarnación real en los países de la Europa Occidental de posguerra: precisamente en aquellos países blandos, prósperos, satisfechos de sí mismos, volcados hacia dentro y de voluntad débil, cuyo proyecto más grandioso no tuvo mayor heroicidad que la creación del Mer¬cado Común . Pero esto era de esperar. Porque la historia humana y el con¬flicto que la caracterizaba se basaba en la existencia de “contradicciones”: la búsqueda de reconocimiento mutuo del hombre primitivo, la dialéctica del amo y el esclavo, la transformación y el dominio de la naturaleza, la lucha por el reconocimiento universal de los derechos y la dicotomía entre proletario y capitalista. Pero en el Estado homogéneo universal, todas las anteriores contradicciones se resuelven y todas las necesidades humanas se satisfacen. No hay lucha o conflicto en torno a grandes asuntos, y, en consecuencia, no se precisa de generales ni estadistas: lo que queda es principalmente actividad económica. Y, efectivamente, la vida de Kojève fue consecuente con sus enseñanzas. Estimando que ya no había trabajo para los filósofos, puesto que Hegel (correctamente entendido) había alcanzado el conocimiento absoluto, Kojève dejó la docencia después de la guerra y pasó el resto de su vida trabajando como burócrata en la Comunidad Económica Europea, hasta su muerte en 1968.
A sus contemporáneos de mediados de siglo, la proclamación de Kojève sobre el fin de la historia debió parecerles el típico solipsismo excéntrico de un intelectual francés, hecha, como lo fue, inmediatamente después de la segunda guerra mundial y en el momento cúspide de la guerra fría. Para entender cómo Kojève pudo tener la audacia de afirmar que la historia había terminado, debemos comprender primero el significado del idealismo hegeliano.
II
Para Hegel, las contradicciones que mueven la historia existen primero en la esfera de la conciencia humana, es decir, en el nivel de las ideas; no se trata aquí de las propuestas electorales triviales de los políticos americanos, sino de ideas en el sentido de amplias visiones unificadoras del mundo, que podrían entenderse mejor bajo la rúbrica de ideología. En este sentido, la ideología no se limita a las doctrinas políticas seculares y explícitas que asociamos habitualmente con el término, sino que también puede incluir a la religión, la cultura y el conjunto de valores morales subyacentes a cualquier sociedad.
La visión que Hegel tenía de la relación entre el mundo ideal y el mundo real o material era extremadamente compleja, comenzando por el hecho que, para él, la distinción entre ambos era sólo aparente. No creía que el mundo real se ajustase o se le pudiese ajustar de manera sencilla a las preconcepciones ideológicas de los profesores de filosofía, o que el mundo “material” no tuviese injerencia en el mundo ideal. De hecho Hegel, el profesor, fue removido temporalmente del trabajo debido a un acontecimiento muy material, la batalla de Jena. Pero aunque los escritos y el pensamiento de Hegel podían ser interrumpidos por una bala del mundo material, lo que movía la mano en el gatillo del revólver, a su vez, eran las ideas de libertad e igualdad que había impulsado la Revolución Francesa.
Para Hegel toda conducta humana en el mundo material y, por tanto, toda historia humana, está enraizada en un estado previo de conciencia; idea similar, por cierto, a la expresada por John Maynard Keynes cuando decía que las opiniones de los hombres de negocio generalmente derivaban de economistas difuntos y escritorzuelos académicos de generaciones pasadas. Esta conciencia puede no ser explícita y su existencia no reconocerse, como ocurre con las doctrinas políticas modernas, sino adoptar, más bien, la forma de la religión o de simples hábitos morales o culturales. Sin embargo, esta esfera de la conciencia a la larga necesariamente se hace manifiesta en el mundo material; en verdad, ella crea el mundo material a su propia imagen. La conciencia es causa y no efecto, y puede desarrollarse autónomamente del mundo material; por tanto, el verdadero subtexto que subyace a la maraña aparente de acontecimientos es la historia de la ideología.
El idealismo de Hegel no ha sido bien tratado por los pensadores posteriores. Marx invirtió por completo las prioridades de lo real y lo ideal, relegando toda la esfera de la conciencia —religión, arte, cultura y la filosofía misma— a una “superestructura” que estaba determinada enteramente por el modo de producción prevaleciente. Además, otra desafortunada herencia del marxismo es nuestra tendencia a atrincherarnos en explicaciones materialistas o utilitarias de los fenómenos políticos o históricos, así como nuestra inclinación a no creer en el poder autónomo de las ideas. Un ejemplo reciente de esto es el enorme éxito de The Rise and Fall of Great Powers, de Paul Kennedy, que atribuye la decadencia de las grandes potencias simplemente a una excesiva extensión económica. Obviamente que ello es verdad en cierta medida: un imperio cuya economía escasamente sobrepasa el nivel de subsistencia no puede mantener sus arcas fiscales indefinidamente en déficit. El que una sociedad industrial moderna, altamente productiva, decida gastar el 3 o el 7% de su PIB en defensa, en lugar de bienes de consumo, se debe exclusivamente a las prioridades políticas de esa sociedad, las que a su vez se determinan en la esfera de la conciencia.
El sesgo materialista del pensamiento moderno es característico no sólo de la gente de izquierda que puede simpatizar con el marxismo, sino también de muchos apasionados antimarxistas. En efecto, en la derecha existe lo que se podría llamar la escuela Wall Street Journal de materialismo determinista, que descarta la importancia de la ideología y la cultura y ve al hombre esencialmente como un individuo racional y maximizador del lucro. Precisamente es esta clase de individuo y su prosecución de incentivos materiales el que se propone en los textos de economía como fundamento de la vida económica en sí . Un pequeño ejemplo ilustra el carácter problemático de tales puntos de vista materialistas.
Max Weber comienza su famoso libro The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism, destacando las diferencias en el desempeño económico de las comunidades católicas y protestantes en toda Europa y América, que se resume en el proverbio de que los protestantes comen bien mientras los católicos duermen bien. Weber observa que de acuerdo a cualquier teoría económica que postule que el hombre es un maximizador racional de utilidades, al elevarse la tarifa por trabajo entregado se debería incrementar la productividad laboral. Sin embargo, en numerosas comunidades tradicionales de campesinos, en realidad, el alza de la tarifa por trabajo entregado producía el efecto contrario, es decir, “disminuía” la productividad del trabajador: con una tarifa más alta, un campesino acostumbrado a ganar dos marcos y medio al día concluía que podía obtener la misma cantidad trabajando menos, y así lo hacía porque valoraba más el ocio que su renta. La elección del ocio sobre el ingreso, o la vida militarista del hoplita espartano sobre la riqueza del comerciante ateniense, o aun la vida ascética del antiguo empresario capitalista, sobre aquella holgada del aristócrata tradicional, no puede realmente explicarse por el trabajo impersonal de las fuerzas materiales, sino que procede eminentemente de la esfera de la conciencia, de lo que en términos amplios hemos etiquetado aquí de ideología. Y, en efecto, un tema central de la obra de Weber era probar que, contrariamente a lo que Marx había sostenido, el modo de producción material, lejos de constituir la “base”, era en sí una “superestructura” enraizada en la religión y la cultura, y que para entender el surgimiento del capitalismo moderno y el incentivo de la utilidad debía uno estudiar sus antecedentes en el ámbito del espíritu.
Cuando se observa el mundo contemporáneo, la pobreza de las teorías materialistas del desarrollo económico se hace del todo evidente. La escuela Wall Street Journal de materialismo determinista suele llamar la atención sobre el sorprendente éxito económico de Asia en las últimas décadas como prueba de la viabilidad de las economías de libre mercado, implicando con ello que todas las sociedades experimentarían un desarrollo similar si sólo dejaran que su población persiguiera libremente sus intereses materiales. Por cierto, los mercados libres y los sistemas políticos estables son una precondición necesaria para el crecimiento económico capitalista. Pero también es cierto que la herencia cultural de esas sociedades del Lejano Oriente, la ética del trabajo, el ahorro y la familia; una herencia religiosa que no restringe, como lo hace el Islam, ciertas formas de conducta económica y otras cualidades morales profundamente arraigadas, son igualmente importantes en la explicación de su desempeño económico. Y, sin embargo, el peso intelectual del materialismo es tal que ni una sola teoría contemporánea respetable del desarrollo económico aborda seriamente la conciencia y la cultura como la matriz dentro de la cual se forma la conducta económica.
La incapacidad de entender que las raíces del comportamiento económico se encuentran en el ámbito de la conciencia y la cultura, conduce al error común de atribuir causas materiales a fenómenos que son, esencialmente, de naturaleza ideal. Por ejemplo, los movimientos reformistas, primero en China y más recientemente en la Unión Soviética, se suelen interpretar en Occidente como el triunfo de lo material sobre lo ideal, esto es, se reconoce que los incentivos ideológicos no podían reemplazar a los materiales como estímulo para una economía moderna altamente productiva, y que si se deseaba prosperar había que apelar a formas menos nobles de interés personal. Pero los principales defectos de las economías socialistas eran evidentes hace treinta o cuarenta años para quienquiera que las observase. ¿Por qué razón estos países vinieron a distanciarse de la planificación central sólo en los años 80? La respuesta debe buscarse en la conciencia de las élites y de los líderes que los gobernaban, que decidieron optar por la forma de vida “protestante” de riqueza y riesgo, en vez de seguir el camino “católico” de pobreza y seguridad. Ese cambio, de ningún modo era inevitable, atendidas las condiciones materiales que presentaba cada uno de esos países en la víspera de la reforma, sino más bien se produjo como resultado de la victoria de una idea sobre otra .
Para Kojève, como para todos los buenos hegelianos, entender los procesos subyacentes de la historia supone comprender los desarrollos en la esfera de la conciencia o las ideas, ya que la conciencia recreará finalmente el mundo material a su propia imagen. Expresar que la historia terminaba en 1806 quería decir que la evolución ideológica de la humanidad concluía en los ideales de las revoluciones francesa o norteamericana. Aunque determinados regímenes del mundo real no aplicaran cabalmente estos ideales, su verdad teórica es absoluta y no puede ya mejorarse. De ahí que a Kojève no le importaba que la conciencia de la generación europea de posguerra no se hubiese unlversalizado; si el desarrollo ideológico en efecto había llegado a su término, el Estado homogéneo finalmente triunfaría en todo el mundo material.
No tengo el espacio ni, francamente, los medios para defender en profundidad la perspectiva idealista radical de Hegel. Lo que interesa no es si el sistema hegeliano era correcto, sino si su perspectiva podría develar la naturaleza problemática de muchas explicaciones materialistas que a menudo damos por sentadas. Esto no significa negar el papel de los factores materialistas como tales. Para un idealista literal, la sociedad humana puede construirse en torno a cualquier conjunto de principios, sin importar su relación con el mundo material. Y, de hecho, los hombres han demostrado ser capaces de soportar las más extremas penurias materiales en nombre de ideales que existen sólo en el reino del espíritu, ya se trate de la divinidad de las vacas o de la naturaleza de la Santísima Trinidad .
Pero aunque la percepción misma del hombre respecto del mundo material está moldeada por la conciencia histórica que tenga de éste, el mundo material a su vez puede afectar claramente la viabilidad de un determinado estado de conciencia. En especial, la espectacular profusión de economías liberales avanzadas y la infinitamente variada cultura de consumo que ellas han hecho posible, parecen simultáneamente fomentar y preservar el liberalismo en la esfera política. Quiero eludir el determinismo materialista que dice que la economía liberal inevitablemente produce políticas liberales, porque creo que tanto la economía como la política presuponen un previo estado autónomo de conciencia que las hace posibles. Pero ese estado de conciencia que permite el desarrollo del liberalismo parece estabilizarse de la manera en que se esperaría al final de la historia si se asegura la abundancia de una moderna economía de libre mercado. Podríamos resumir el contenido del Estado homogéneo universal como democracia liberal en la esfera política unida a un acceso fácil a las grabadoras de video y los equipos estéreos en la económica.
III
¿Hemos realmente llegado al término de la historia? En otras palabras, ¿hay “contradicciones” fundamentales en la vida humana que no pudiendo resolverse en el contexto del liberalismo moderno encontrarían solución en una estructura politicoeconómica alternativa? Si aceptamos las premisas idealistas expresadas más arriba, debemos buscar una respuesta a esta pregunta en la esfera de la ideología y la conciencia. Nuestra tarea no consiste en responder exhaustivamente las objeciones al liberalismo que promueve cada insensato que circula por el mundo, sino sólo las que están encarnadas en fuerzas y movimientos políticos o sociales importantes y que son, por tanto, parte de la historia del mundo. Para nuestros propósitos importa muy poco cuán extrañas puedan ser las ideas que se les ocurran a los habitantes de Albania o Burkina Faso, pues estamos interesados en lo que podríamos llamar en cierto sentido la común herencia ideológica de la humanidad.
En lo que ha transcurrido del siglo, el liberalismo ha tenido dos importantes desafíos: el fascismo y el comunismo. El primero , percibió la debilidad política, el materialismo, la anemia y la falta de sentido de comunidad de Occidente como contradicciones fundamentales de las sociedades liberales, que sólo podrían resolverse con un Estado fuerte que forjara un nuevo “pueblo” sobre la base del exclusivismo nacional. El fascismo fue destruido como ideología viviente por la segunda guerra mundial. Esta, por cierto, fue una derrota en un nivel muy material, pero significó también la derrota de la idea. Lo que destruyó el fascismo como idea no fue la repulsa moral universal hacia él, pues muchas personas estaban dispuestas a respaldar la idea en tanto parecía ser la ola del futuro, sino su falta de éxito. Después de la guerra, a la mayoría de la gente le parecía que el fascismo germano, así como sus otras vanantes europeas y asiáticas, estaban condenados a la autodestrucción. No había razón material para que no hubiesen vuelto a brotar, en otros lugares, nuevos movimientos fascistas después de la guerra, salvo por el hecho de que el ultranacionalismo expansionista, con su promesa de un conflicto permanente que conduciría a la desastrosa derrota militar, había perdido por completo su atractivo. Las ruinas de la cancillería del Reich, al igual que las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki, mataron esta ideología tanto a nivel de la conciencia como materialmente, y todos los movimientos pro fascistas generados por los ejemplos alemanes y japonés, como el movimiento peronista en Argentina o el ejército Nacional Indio de Subhas Chandra Bose, decayeron después de la guerra. El desafío ideológico montado por la otra gran alternativa al liberalismo, el comunismo, fue mucho más serio. Marx, hablando el lenguaje de Hegel, afirmó que la sociedad liberal contenía una contradicción fundamental que no podía resolverse dentro de su contexto, la que había entre el capital y el trabajo; y esta contradicción ha constituido desde entonces la principal acusación contra el liberalismo. Pero, sin duda, el problema de clase ha sido en realidad resuelto con éxito en Occidente. Como Kojève (entre otros) señalara, el igualitarismo de la Norteamérica moderna representa el logro esencial de la sociedad sin clases vislumbrada por Marx. Esto no quiere decir que no haya ricos y pobres en los Estados Unidos, o que la brecha entre ellos no haya aumentado en los últimos años. Pero las causas básicas de la desigualdad económica no conciernen tanto a la estructura legal y social subyacente a nuestra sociedad —la cual continúa siendo fundamentalmente igualitaria y moderadamente redistributiva—, como a las características culturales y sociales de los grupos que la conforman, que son, a su vez, el legado histórico de las condiciones premodemas. Así, la pobreza de los negros en Estados Unidos no es un producto inherente del liberalismo, sino más bien la “herencia de la esclavitud y el racismo” que perduró por mucho tiempo después de la abolición formal de la esclavitud.
Como consecuencia del descenso del problema de clase, puede decirse con seguridad que el comunismo resulta menos atractivo hoy en el mundo occidental desarrollado que en cualquier otro momento desde que finalizara la primera guerra mundial. Esto puede apreciarse de variadas maneras: en la sostenida disminución de la militancia y votación electoral de los partidos comunistas más importantes de Europa, así como en sus programas manifiestamente revisionistas; en el correspondiente éxito electoral de los partidos conservadores desde Gran Bretaña y Alemania hasta los de Estados Unidos y el Japón, que son abiertamente antiestatistas y pro mercado; y en un clima intelectual donde los más “avanzados” ya no creen que la sociedad burguesa deba finalmente superarse. Lo cual no significa que las opiniones de los intelectuales progresistas en los países occidentales no sean en extremo patológicas en muchos aspectos. Pero quienes creen que el futuro será inevitablemente socialista suelen ser muy ancianos o bien están al margen del discurso político real de sus sociedades.
Podríamos argumentar que la alternativa socialista nunca fue demasiado plausible en el mundo del Atlántico Norte, y que su base de sustentación en las últimas décadas fue principalmente su éxito fuera de esta región. Pero son las grandes transformaciones ideológicas en el mundo no europeo, precisamente, las que le causan a uno mayor sorpresa. Por cieno, los cambios más extraordinarios han ocurrido en Asia. Debido a la fortaleza y adaptabilidad de las culturas nativas de allí, Asia pasó a ser desde comienzos de siglo campo de batalla de una serie de ideologías importadas de Occidente. En Asia, el liberalismo era muy débil en el período posterior a la primera guerra mundial; es fácil hoy olvidar cuán sombrío se veía el futuro político asiático hace sólo diez o quince años. También se olvida con facilidad cuán trascendentales parecían ser los resultados de las luchas ideológicas asiáticas para el desarrollo político del mundo entero.
La primera alternativa asiática al liberalismo que fuera derrotada definitivamente fue la fascista, representada por el Japón Imperial. El fascismo japonés (como su versión alemana) fue derrotado por la fuerza de las armas americanas en la Guerra del Pacífico, y la democracia liberal la impusieron en Japón unos Estados Unidos victoriosos. El capitalismo occidental y el liberalismo político, una vez trasplantados a Japón, fueron objeto de tales adaptaciones y transformaciones por parte de los japoneses que apenas son reconocibles . Muchos norteamericanos se han dado cuenta ahora de que la organización industrial japonesa es muy diferente de la que prevalece en Estados Unidos o Europa, y U relación que pueda existir entre las maniobras faccionales al interior del gobernante Partido Democrático Liberal y la democracia es cuestionable. Pese a ello, el hecho mismo de que los elementos esenciales del liberalismo político y económico se hayan insertado con tanto éxito en las peculiares tradiciones japonesas es garantía de su sobrevivencia en el largo plazo. Más importante es la contribución que ha hecho Japón, a su vez, a la historia mundial, al seguir los pasos de los Estados Unidos para crear una verdadera cultura de consumo universal, que ha llegado a ser tanto un símbolo como la base de soporte del Estado homogéneo universal. V.S. Naipaul, viajando por el Irán de Khomeini poco después de la revolución, tomó nota de las señales omnipresentes de la publicidad de los productos Sony, Hitachi y JVC, cuyo atractivo continuaba siendo virtualmente irresistible y era un mentís a las pretensiones del régimen de restaurar un Estado basado en las reglas del Shariab. El deseo de acceder a la cultura de consumo, engendrada en gran medida por Japón, ha desempeñado un papel crucial en la propagación del liberalismo económico a través de Asia, y por tanto, del liberalismo político también.
El éxito económico de los otros países asiáticos en reciente proceso de industrialización (NICs) que han imitado el ejemplo de Japón, es hoy historia conocida. Lo importante desde un punto de vista hegeliano es que el liberalismo político ha venido siguiendo al liberalismo económico, de manera más lenta de que lo que muchos esperaban, pero con aparente inevitabilidad. Aquí observamos, una vez más, el triunfo del Estado homogéneo universal. Corea del Sur se ha transformado en una sociedad moderna y urbana, con una clase media cada vez más extensa y mejor educada que difícilmente podría mantenerse aislada de las grandes tendencias democráticas de su alrededor. En estas circunstancias, a una parte importante de la población le pareció intolerable el gobierno de un régimen militar anacrónico, mientras Japón, que en términos económicos apenas le llevaba una década de ventaja, tenía instituciones parlamentarias desde hace más de cuarenta años. Incluso el anterior régimen socialista de Birmania, que por tantas décadas permaneció en funesto aislamiento de las grandes tendencias dominantes en Asia, fue sacudido el año pasado por presiones tendientes a la liberación del sistema económico y político. Se dice que el descontento con el hombre fuerte, Ne Win, comenzó cuando un alto funcionario birmano tuvo que viajar a Singapur para recibir tratamiento médico, y, al ver cuán atrasada estaba la Birmania socialista respecto de sus vecinos de la ANSEA (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático), estalló en llanto.
Pero la fuerza de la idea liberal parecería mucho menos impre¬sionante si no hubiese contagiado a la más extensa y antigua cultura en Asia, China. La mera existencia de China comunista creaba un polo alternativo de atracción ideológica, y como tal constituía una amenaza al liberalismo. Sin embargo, en los últimos quince años se ha desacreditado casi por completo el marxismo-leninismo como sistema económico. Comenzando por el famoso tercer plenario del Décimo Comité Central, en 1978, el partido comunista chino emprendió la descolectivización agrícola que afectaría a los ochocientos millones de chinos que aún vivían en el campo. El rol del Estado en el agro se redujo al de un recaudador de impuestos, mientras la producción de bienes de consumo se incrementaba drásticamente con el objeto de dar a probar a los campesinos el sabor del Estado homogéneo universal y, con ello, un incentivo para trabajar. La reforma duplicó la producción china de cereales en sólo cinco años, y en el proceso le creó a Deng Xiao-ping una sólida base política desde la cual estuvo en condiciones de extender la reforma a otros sectores de la economía. Las estadísticas económicas apenas dan cuenta del dinamismo, la iniciativa y la apertura evidentes en China desde que se inició la reforma.
De ningún modo podría decirse que China es ahora una democracia liberal. En la actualidad, no más de un 20 por ciento de su economía es de mercado, y más importante todavía, continúa siendo gobernada por un partido comunista autodesignado, que no ha dado señal de querer traspasar el poder. Deng no ha hecho las promesas de Gorbachov respecto a la democratización del sistema político, y no existe equivalente chino de la glasnost. El liderazgo chino de hecho ha sido mucho más cuidadoso al criticar a Mao y el maoísmo que Gorbachov respecto de Brezhnev y Stalin, y el régimen sigue considerando, de palabra, al marxismo-leninismo como su base ideológica. Pero cualquiera que esté familiarizado con la mentalidad y la conducta de la nueva élite tecnocrática que hoy gobierna en China, sabe que el marxismo y los principios ideológicos son prácticamente irrelevantes como elementos de orientación política, y que el consumismo burgués tiene por primera vez desde la revolución significado real en ese país. Los diversos frenos en el andar de la reforma, las campañas en contra de la “contaminación espiritual” y las medidas represivas contra la disidencia política se ven más propiamente como ajustes tácticos en el proceso de conducir lo que constituye una transición política sumamente difícil. Al eludir la cuestión de la reforma política, mientras coloca a la economía en nuevo pie, Deng ha logrado evitar el quiebre de autoridad que ha acompañado a la perestroika de Gorbachov. Sin embargo, el peso de la idea liberal continúa siendo muy fuerte a medida que el poder económico se traspasa y la economía se abre más al mundo exterior. En la actualidad hay más de veinte mil estudiantes chinos en los Estados Unidos y otros países occidentales, casi todos ellos hijos de miembros de la élite china. Resulta difícil imaginar que cuando vuelvan a casa para gobernar se contenten con que China sea el único país en Asia que no se vea afectado por la gran tendencia democratizadora. En Pekín, las manifestaciones estudiantiles que estallaron primero en diciembre de 1986, y que hace poco volvieron a ocurrir con motivo de la impactante muerte de Hu Yao, fueron sólo el comienzo de lo que inevitablemente constituirá una mayor presión para un cambio también dentro del sistema político.
Lo importante respecto de China, desde el punto de vista de la historia mundial, no es el estado actual de la reforma ni aun sus perspectivas futuras. La cuestión central es el hecho que la República Popular China ya no puede servir de faro de las diversas fuerzas antiliberales del mundo, ya se trate de guerrilleros en alguna selva asiática o de estudiantes de clase media en París. El maoísmo, más que constituir el modelo para el Asia del futuro, se ha convertido en un anacronismo, y, en efecto, fueron los chinos continentales quienes se vieron afectados de manera decisiva por la influencia de la prosperidad y dinamismo de sus hermanos de raza de ultramar: la irónica victoria final de Taiwán.
Por importantes que hayan sido estos cambios en China, sin embargo, son los avances en la Unión Soviética —la patria “del proletariado mundial”— los que han puesto el último clavo en el sarcófago de la alternativa marxista-leninista a la democracia liberal. Es preciso que se entienda con claridad que, en términos de instituciones formales, no ha habido grandes cambios en los cuatro años transcurridos desde que Gorbachov llegara al poder: los mercados libres y las cooperativas representan sólo una pequeña parte de la economía soviética, la cual permanece centralmente planificada; el sistema político sigue estando dominado por el partido comunista, que sólo ha comenzado a democratizarse internamente y a compartir el poder con otros grupos; el régimen continúa afirmando que sólo busca modernizar el socialismo y que su base ideológica no es otra que el marxismo-leninismo; y, por último, Gorbachov encara una oposición conservadora potencialmente poderosa que puede revertir muchos de los cambios que han tenido lugar hasta ahora. Más aún, difícilmente pueden albergarse demasiadas esperanzas en las posibilidades de éxito de las reformas propuestas por Gorbachov, ya sea en la esfera de la economía o en la política. Pero no me propongo aquí analizar los acontecimientos en el corto plazo ni hacer predicciones cuyo objeto sea la formulación de políticas, sino examinar las tendencias subyacentes en la esfera de la ideología y de la conciencia. Y en ese respecto, claro está que ha habido una transformación sorprendente.
Los emigrados de la Unión Soviética han estado denunciando, por lo menos ahora hasta la última generación, que prácticamente nadie en ese país creía ya de verdad en el marxismo-leninismo, y que en ninguna otra parte sería esto más cierto que en la élite soviética, que continuaba recitando cínicamente slogans marxistas. Sin embargo, la corrupción y la decadencia del Estado soviético de los últimos años de Brezhnev parecían importar poco, ya que en tanto el Estado mismo se rehusase a cuestionar cualesquiera de los principios fundamentales subyacentes a la sociedad soviética, el sistema podía funcionar adecuadamente por simple inercia, e incluso exhibir cierto dinamismo en el campo de las políticas exterior y de defensa. El marxismo-leninismo era como un encantamiento mágico que, aunque absurdo y desprovisto de significado, constituía la única base común sobre la cual la élite podía gobernar la sociedad.
Lo que ha sucedido en los cuatro años desde que Gorbachov asumiera el poder es una embestida revolucionaria contra las instituciones y principios más fundamentales del stalinismo, y su reemplazo por otros principios que no llegan a ser equivalentes al liberalismo per se, pero cuyo único hilo de conexión es el liberalismo. Esto se hace más evidente en la esfera económica, donde los economistas reformistas que rodean a Gorbachov se han vuelto cada vez más radicales en su respaldo a los mercados libres, al punto que a algunos, como Nikolai Shmelev, no les importa que se les compare en público con Milton Friedman. Hoy existe un virtual consenso dentro de la escuela de economistas soviéticos actualmente dominante, en cuanto a que la planificación central y el sistema dirigido de asignaciones son la causa originaria de la ineficiencia económica, y que el sistema soviético podrá sanar algún día sólo si permite que se adopten decisiones libres y descentralizadas respecto de la inversión, el trabajo y los precios. Luego de un par de años iniciales de confusión ideológica, estos principios se han incorporado finalmente a las políticas, con la promulgación de nuevas leyes sobre autonomía empresarial, cooperativas, y por último, en 1988, sobre modalidades de arrendamientos y predios agrícolas de explotación familiar. Hay, por cierto, numerosos errores fatales en la actual aplicación de la reforma, especialmente en lo que respecta a la ausencia de una modificación integral del sistema de precios. Pero el problema ya no es de orden “conceptual”: Corbachov y sus lugartenientes parecen comprender suficientemente bien la lógica económica del mercado, pero al igual que los dirigentes de un país del Tercer Mundo que enfrenta al FMI, temen a las consecuencias sociales derivadas del término de los subsidios a los productos de consumo y otras formas de dependencia del sector público.
En la esfera política, los cambios propuestos a la Constitución soviética, al sistema legal y los reglamentos del partido no significan ni mucho menos el establecimiento de un Estado liberal. Gorbachov ha hablado de democratización principalmente en la esfera de los asuntos internos del partido, y ha dado pocas señales de querer poner fin al monopolio del poder que detenta el partido comunista; de hecho, la reforma política busca legitimar y, por tanto, fortalecer el mando del PCUS . No obstante, los principios generales que subyacen en muchas de las reformas —que el “pueblo” ha de ser verdaderamente responsable de sus propios asuntos; que los poderes políticos superiores deben responder a los inferiores y no a la inversa; que el imperio de la ley debe prevalecer sobre las acciones policíacas arbitrarias, con separación de poderes y un poder judicial independiente; que deben protegerse legalmente los derechos de propiedad, el debate abierto de los asuntos públicos y la disidencia pública; que los soviets se deben habilitar como un foro en el que todo el pueblo pueda participar, y que ha de existir una cultura política más tolerante y pluralista— provienen de una fuente completamente ajena a la tradición marxista-leninista de la URSS, aunque la formulación de ellos sea incompleta y su implementación muy pobre.
Las reiteradas afirmaciones de Gorbachov en el sentido que sólo está procurando recuperar el significado original del leninismo son en sí una suerte de doble lenguaje orwelliano. Gorbachov y sus aliados permanentemente han sostenido que la democracia al interior del partido era de algún modo la esencia del leninismo, y que las diversas prácticas liberales de debate abierto, elecciones con voto secreto, e imperio de la ley, formaban todos pane del legado leninista, y sólo se corrompieron más tarde con Stalin. Aunque prácticamente cualquiera puede parecer bueno si se le com¬para con Stalin, trazar una línea tan drástica entre Lenin y su sucesor es cuestionable. La esencia del centralismo democrático de Lenin era el centralismo, no la democracia; esto es, la dictadura absolutamente rígida, monolítica y disciplinada de un partido comunista de vanguardia jerárquicamente organizado, que habla en nombre del demos. Todos los virulentos ataques de Lenin contra Karl Kautsky, Rosa Luxemburgo y varios otros mencheviques y rivales social demócratas, para no mencionar su desprecio por la “legalidad burguesa” y sus libertades, se centraban en su profunda convicción de que una revolución dirigida por una organización gobernada democráticamente no podía tener éxito.
La afirmación de Gorbachov de que busca retomar al verdadero Lenin es fácilmente comprensible: habiendo promovido una denuncia exhaustiva del stalinismo y el brezhnevismo, sindicados como causa originaria del actual predicamento en que se encuentra la URSS, necesita de un punto de apoyo en la historia soviética en el cual afincar la legitimidad de la continuación del mando del PCUS. Pero los requerimientos tácticos de Gorbachov no deben obnubilarnos el hecho que los principios democráticos y descentralizadores que ha enunciado, tanto en la esfera política como en la económica, son altamente subversivos de algunos de los preceptos más fundamentales del marxismo y del leninismo. En realidad, si el grueso de las proposiciones de reforma económica se llevaran a efecto, es difícil pensar que la economía soviética podría ser más socialista que la de otros países occidentales con enormes sectores públicos.
La Unión Soviética de ningún modo podría ahora catalogarse de país democrático o liberal, y tampoco creo que la perestroika tenga muchas posibilidades de triunfar en forma tal que dicha etiqueta pueda ser concebible en un futuro cercano. Pero al término de la historia no es necesario que todos los países se transformen en sociedades liberales exitosas, sólo basta que abandonen sus pretensiones ideológicas de representar formas diferentes y más elevadas de sociedad humana. Y en este respecto creo que algo muy importante ha sucedido en la Unión Soviética en los últimos años: las críticas al sistema soviético sancionadas por Gorbachov han sido tan vastas y devastadoras, que las posibilidades de retroceder con facilidad al stalinismo o al brezhnevismo son muy escasas. Gorbachov finalmente ha permitido que la gente diga lo que privadamente había comprendido desde hacía muchos años, es decir, que los mágicos encantamientos del marxismo-leninismo eran un absurdo, que el socialismo soviético no era superior en ningún aspecto al sistema occidental, sino que fue, en realidad, un fracaso monumental. La oposición conservadora en la URSS, conformada tanto por sencillos trabajadores que temen al desempleo y la inflación, como por funcionarios del partido temerosos de perder sus trabajos y privilegios, se expresa con claridad, es franco y puede ser lo suficientemente fuerte como para forzar la salida de Gorbachov en los próximos años. Pero lo que ambos grupos desean es tradición, orden y autoridad: y no manifiestan un compromiso muy profundo con el marxismo-leninismo, salvo por el hecho de haber dedicado gran parte de su propia vida a él . Para que en la Unión Soviética se pueda restaurar la autoridad, después de la demoledora obra de Gorbachov, se precisará de una nueva y vigorosa base ideológica, que aún no se vislumbra en el horizonte.
Si aceptamos por el momento que ya no existen los desafíos al liberalismo presentados por el fascismo y el comunismo, ¿quiere decir que ya no quedan otros competidores ideológicos? O, dicho de manera diferente, ¿existen otras contradicciones en las sociedades liberales, más allá de la de clases, que no se puedan resolver? Se plantean dos posibilidades: la de religión y la del nacionalismo.
El surgimiento en los últimos años del fundamentalismo religioso en las tradiciones Cristiana, Judía y Musulmana ha sido extensamente descrito. Se tiende a pensar que el renacimiento de la religión confirma, en cierto modo, una gran insatisfacción con la impersonalidad y vacuidad espiritual de las sociedades consumistas liberales. Sin embargo, aun cuando el vacío que hay en el fondo del liberalismo es, con toda seguridad, un defecto de la ideología —para cuyo reconocimiento, en verdad, no se necesita de la perspectiva de la religión—, no está del todo claro que esto pueda remediarse a través de la política. El propio liberalismo moderno fue históricamente consecuencia de la debilidad de sociedades de base religiosa, las que no pudiendo llegar a un acuerdo sobre la naturaleza de la buena vida, fueron incapaces de proveer siquiera las mínimas precondiciones de paz y estabilidad. En el mundo contemporáneo, sólo el Islam ha presentado un Estado teocrático como alternativa política tanto al liberalismo como al comunismo. Pero la doctrina tiene poco atractivo para quienes no son musulmanes, y resulta difícil imaginar que el movimiento adquiera alguna significación universal. Otros impulsos religiosos menos organizados se han satisfecho exitosamente dentro de la esfera de la vida personal que se permite en las sociedades liberales.
La otra “contradicción” mayor potencialmente insoluble en el liberalismo es la que plantean el nacionalismo y otras formas de conciencia racial y étnica. En realidad, es verdad que el nacionalismo ha sido la causa de un gran número de conflictos desde la batalla de Jena. En este siglo, dos guerras catastróficas fueron generadas, de un modo u otro, por el nacionalismo del mundo desarrollado, y si esas pasiones han enmudecido hasta cierto punto en la Europa de la posguerra, ellas son aún extremadamente poderosas en el Tercer Mundo. El nacionalismo ha sido históricamente una amenaza para el liberalismo en Alemania, y lo continúa siendo en algunos lugares aislados de la Europa “poshistórica”, como Irlanda del Norte.
Pero no está claro que el nacionalismo represente una contradicción irreconciliable en el corazón del liberalismo. En primer lugar, el nacionalismo no es sólo un fenómeno sino varios que van desde la tibia nostal¬gia cultural a la altamente organizada y elaboradamente articulada doctrina Nacional Socialista. Solamente los nacionalismos sistemáticos de esta última clase pueden calificarse de ideología formal en el mismo nivel del liberalismo y el comunismo. La gran mayoría de los movimientos nacionalistas del mundo no tienen una proposición política más allá del anhelo negativo de independizarse “de” algún otro grupo o pueblo, y no ofrecen nada que se asemeje a un programa detallado de organización socioeconómica. Como tales, son compatibles con doctrinas e ideologías que sí ofrecen dichos programas. Y si bien ellos pueden constituir una fuente de conflicto para las sociedades liberales, este conflicto no surge tanto del liberalismo mismo como del hecho que el liberalismo en cuestión es incompleto. Por cierto, gran número de tensiones étnicas nacionalistas pueden explicarse en términos de pueblos que se ven forzados a vivir en sistemas políticos no representativos, que ellos no han escogido.
Puesto que es imposible descartar la aparición súbita de nuevas ideologías o contradicciones antes no reconocidas en las sociedades liberales, el mundo de hoy parece entonces confirmar que el avance de los principios fundamentales de la organización politico-social no ha sido muy extraordinario desde 1806. Muchas de las guerras y revoluciones que han tenido lugar desde esa fecha, se emprendieron en nombre de ideologías que afirmaban ser más avanzadas que el liberalismo, pero cuyas pretensiones fueron en definitiva desenmascaradas por la historia. Y, al tiempo, han contribuido a propagar el Estado homogéneo universal al punto que éste podrá tener un efecto significativo en el carácter global de las relaciones internacionales.
IV
¿Cuáles son las implicancias del fin de la historia para las relaciones internacionales? Claramente, la enorme mayoría del Tercer Mundo permanece atrapada en la historia, y será área de conflicto por muchos años más. Pero concentrémonos, por el momento, en los Estados más grandes y desarrollados del mundo, quienes son, después de todo, los responsables de la mayor parte de la política mundial. No es probable, en un futuro predecible, que Rusia y China se unan a las naciones desarrolladas de Occidente en calidad de sociedades liberales, pero supongamos por un instante que el marxismo-leninismo cesa de ser un factor que impulse las políticas exteriores de estos Estados, una perspectiva que si aún no está presente, en los últimos años se ha convertido en real posibilidad. En una coyuntura hipotética como ésa: ¿cuán diferentes serían las características de un mundo desideologizado de las del mundo con el cual estamos familiarizados?
La respuesta más común es la siguiente: no muy distintas. Porque muchos son los observadores de las relaciones internacionales que creen que bajo la piel de la ideología hay un núcleo duro de interés nacional de gran potencia que garantiza un nivel relativamente alto de competencia y de conflicto entre las naciones. En efecto, según una escuela de teoría de las relaciones internacionales, que goza de popularidad académica, el conflicto es inherente al sistema internacional como tal, y para comprender la factibilidad del conflicto debe examinarse la forma del sistema —por ejemplo, si es bipolar o multipolar— más que el carácter específico de las naciones y regímenes que lo constituyen. Esta escuela, en efecto, aplica una visión hobbesiana de la política a las relaciones internacionales y presupone que la agresión y la inseguridad son características universales de las sociedades humanas, más que el producto de circunstancias históricas específicas.
Quienes comparten esa línea de pensamiento consideran las relaciones existentes entre los países de la Europa del siglo XIX, en el sistema clásico de equilibrio de poderes, como modelo de lo que sería un mundo contemporáneo desideologizado. Charles Krauthammer, por ejemplo, explicaba poco tiempo atrás que si la URSS se viera despojada de la ideología marxista-leninista como resultado de las reformas de Gorbachov, su conducta volvería a ser la misma de la Rusia Imperial decimonónica . Aunque estima que esto es más alentador que la amenaza de una Rusia comunista, deja entrever que todavía habrá un substancial grado de competencia y de conflicto en el sistema internacional, tal como lo hubo, digamos, entre Rusia y Gran Bretaña o la Alemania guillermina en el siglo pasado. Este es, por cierto, un punto de vista conveniente para aquellos que desean admitir que algo importante está cambiando en la Unión Soviética, pero que no quieren aceptar la responsabilidad de recomendar la reorientación radical de las políticas implícita en esa visión. Pero ¿es esto cierto?
En realidad, la noción de que la ideología es una superestructura impuesta sobre un substrato constituido por los intereses permanentes de una gran potencia, es una proposición sumamente discutible. Porque la manera en que un Estado define su interés nacional no es universal, sino que se apoya en cierto tipo de base ideológica, así como vimos que la conducta económica está determinada por un estado previo de conciencia. En este siglo, los Estados han adoptado doctrinas claras y coherentes, con programas explícitos de política exterior que legitiman el expansionismo, a semejanza del marxismo-leninismo o el nacional socialismo. La conducta expansionista y competitiva de los Estados europeos en el siglo diecinueve descansaba sobre una base no menos idealista; únicamente que la ideología que la impulsaba era menos explícita que las doctrinas del siglo veinte. No sin razón la mayoría de las sociedades “liberales” europeas no eran liberales en cuanto creían en la legitimidad del imperialismo, esto es, en el derecho de una nación a dominar a otras naciones sin tomar en cuenta los deseos de los dominados. Las justificaciones del imperialismo variaban de nación en nación, e iban desde la cruda creencia en la legitimidad de la fuerza, especialmente cuando se la aplicaba a los no europeos, a la Responsabilidad del Hombre Blanco y la Misión Evangelizadora de Europa, hasta el anhelo de dar a la gente de color acceso a la cultura de Rabelais y Molière. Pero cualesquiera fuesen las bases ideológicas específicas, todo país “desarrollado” creía que las civilizaciones superiores debían dominar a las inferiores, incluido, incidentalmente, el caso de los Estados Unidos respecto a Filipinas. En la última parte del siglo, esto produjo las ansias de una expansión territorial pura, la que desempeñara un papel nada pequeño en la generación de la Gran Guerra.
El fruto del imperalismo radical y desfigurado del siglo diecinueve fue el fascismo alemán, una ideología que justificaba el derecho de Alemania no sólo a dominar a los pueblos no europeos, sino también a “todos” aquellos que no eran alemanes. Pero, retrospectivamente, Hitler al parecer representó un insano desvío en el curso general del desarrollo europeo, y, desde su candente derrota, la legitimidad de cualquier clase de expansión territorial ha quedado desacreditada por completo . Luego de la segunda guerra mundial, el nacionalismo europeo se ha visto despojado de sus garras y de toda relevancia real en la política exterior, con el resultado de que el modelo decimonónico de conducta de las grandes potencias ha pasado a ser un severo anacronismo. La forma más extrema de nacionalismo que un país europeo ha podido exhibir desde 1945 fue el gaullismo, cuya asertividad ha sido ampliamente confinada a la esfera de la política y cultura perniciosas. La vida internacional en aquella parte del mundo donde se ha llegado al fin de la historia, se centra mucho más en la economía que en la política o la estrategia.
Los Estados occidentales desarrollados mantienen, por cierto, instituciones de defensa, y en el período de posguerra se han disputado arduamente su influencia para hacer frente al peligro comunista mundial. Esta conducta ha sido alentada, sin embargo, por la amenaza externa proveniente de Estados que poseen ideologías abiertamente expansionistas, y no se daría si no fuera por ello. Para que la teoría “neorrealista” pueda considerarse seriamente, tendríamos que creer que entre los países miembros de la OECD se restablecería la “natural” conducta competitiva si Rusia y China llegasen a desaparecer de la faz de la Tierra. Esto es, Alemania Occidental y Francia se armarían una contra la otra como lo hicieron en los años 30; Australia y Nueva Zelandia enviarían asesores militares con el objeto de bloquearse uno al otro sus respectivos avances en África, y se fortificaría la frontera entre EE.UU. y Canadá. Dicha perspectiva, por supuesto, es irrisoria: sin la ideología marxista-leninista tenemos muchas más posibilidades de ver la Common Marketization de la política mundial que la desintegración de la CEE por una competitividad propia del siglo diecinueve. Efectivamente, como lo demuestra nuestra experiencia cuando hemos tenido que abordar con los europeos materias tales como el terrorismo o Libia, ellos han ido mucho más lejos que nosotros en el camino de negar la legitimidad del uso de la fuerza en la política internacional, incluso en defensa propia.
La suposición automática de que una Rusia despojada de su ideología comunista expansionista retomaría el camino en el que los zares la dejaron justo antes de la Revolución Bolchevique, resulta, por tanto, muy curiosa. Da por supuesto que la evolución de la conciencia humana ha quedado detenida en el intertanto, y que los soviéticos, aunque adopten ideas de moda en el campo de la economía, retornarán en materia de política exterior a concepciones que hace un siglo quedaron obsoletas en el resto de Europa. Esto, por cierto, no es lo que ocurrió en China luego que se iniciara el proceso de reforma. La competitividad y el expansionismo chinos han desaparecido virtualmente del escenario mundial. Pekín ya no patrocina insurgencias maoístas ni intenta cultivar influencias en lejanos países africanos como lo hacía en los años sesenta. Esto no significa que la actual política exterior no presente aspectos perturbadores, como la imprudente venta de tecnología de misiles balísticos al Medio Oriente; y la República China continúa exhibiendo la tradicional conducta de gran potencia al apadrinar el Khmer Rouge contra Vietnam. Pero lo primero se explica por motivos económicos, y lo último es un vestigio de antiguas rivalidades de base ideológica. La nueva China se asemeja mucho más a la Francia de De Gaulle que a la Alemania de la primera guerra mundial.
La verdadera interrogante del futuro, sin embargo, es el grado en que las élites soviéticas han asimilado la conciencia del Estado homogéneo universal que es la Europa poshitleriana. Por sus escritos, y por mis contactos personales con ella no me cabe duda alguna que la intelligentsia liberal soviética congregada en torno a Gorbachov ha llegado a la visión del fin de la historia en un lapso extraordinariamente corto, y esto se debe, en no poca medida, a los contactos que sus miembros han tenido, desde la era Brezhnev, con la civilización europea que les rodea. El “Nuevo Pensamiento Político”, la rúbrica de sus concepciones, describe un mundo dominado por preocupaciones económicas, en el que no existen bases ideológicas para un conflicto importante entre las naciones, y en el cual, por consiguiente, el uso de la fuerza militar va perdiendo legitimidad. Como señalara el Ministro de Relaciones Exteriores, Eduard Shevardnadze, a mediados de 1988:
La lucha entre dos sistemas opuestos ha dejado de ser una tendencia determinante de la era actual. En la etapa moderna, la capacidad para acumular riqueza material a una tasa acelerada —sobre la base de una ciencia de avanzada y de un alto nivel técnico y tecnológico— y su justa distribución, así como la restauración y protección, mediante un esfuerzo conjunto, de los recursos necesarios para la supervivencia de la humanidad, adquieren decisiva importancia .
Sin embargo, la conciencia poshistórica que representa el “nuevo pensamiento” sólo es uno de los futuros posibles de la Unión Soviética. Ha existido siempre en la Unión Soviética una fuerte corriente de chovinismo ruso, la que ha podido expresarse con mayor libertad desde el advenimiento de la glasnost. Es posible que por un tiempo se retorne al marxismo-leninismo tradicional, simplemente como una oportunidad de reagrupación para aquellos que quieren restaurar la autoridad que Gorbachov ha disipado. Pero como en Polonia, el marxismo-leninismo ha muerto como ideología movilizadora: bajo sus banderas no puede lograrse que la gente trabaje más, y sus adherentes han perdido la confianza en sí mismos. A diferencia de los propagandistas del marxismo-leninismo tradicional, sin embargo, los ultranacionalistas en la URSS creen apasionadamente en su causa eslavófíla, y tiene uno la sensación de que la alternativa fascista no es algo que allí se haya desvanecido por completo.
La Unión Soviética, por tanto, se encuentra en un punto de bifurcación del camino: puede comenzar a andar por el que Europa occidental demarcó hace cuarenta y cinco años, un camino que ha seguido la mayor parte de Asia, o puede consumar su propia singularidad y permanecer estancada en la historia. La decisión que adopte será muy importante para nosotros, dados el tamaño y el poderío militar de la Unión Soviética; porque esta potencia seguirá preocupándonos y disminuirá nuestra conciencia de que ya hemos emergido al otro lado de la historia.
V
La desaparición del marxismo-leninismo, primero en China y luego en la Unión Soviética, significará su muerte como ideología viviente de importancia histórica mundial. Porque si bien pueden haber algunos auténticos creyentes aislados en lugares como Managua, Pyongyang, o en Cambridge, Massachusetts, el hecho de que no haya un solo Estado importante en el que tenga éxito socava completamente sus pretensiones de estar en la vanguardia de la historia humana. Y la muerte de esta ideología significa la creciente Common Marketization de las relaciones internacionales, y la disminución de la posibilidad de un conflicto en gran escala entre los Estados.
Esto no significa, por motivo alguno, el fin del conflicto internacional per se. Porque el mundo, en ese punto, estaría dividido entre una parte que sería histórica y una parte que sería poshistórica. Incluso podrían darse conflictos entre los Estados que todavía permanecen en la historia, y entre estos Estados y aquellos que se encuentran al final de la historia. Se mantendrá también un nivel elevado y quizás creciente de violencia étnica y nacionalista puesto que estos impulsos aún no se han agotado por completo en algunas regiones del mundo poshistórico. Palestinos y kurdos, sikhs y tamiles, católicos irlandeses y valones, armenios y azerbaijaníes seguirán manteniendo sus reclamaciones pendientes. Esto implica que el terrorismo y las guerras de liberación nacional continuarán siendo un asunto importante en la agenda internacional. Pero un conflicto en gran escala tendría que incluir a grandes Estados aún atrapados en la garra de la historia, y éstos son los que parecen estar abandonando la escena.
El fin de la historia será un momento muy triste. La lucha por el reconocimiento, la voluntad de arriesgar la propia vida por una meta puramente abstracta, la lucha ideológica a escala mundial que exigía audacia, coraje, imaginación e idealismo, será reemplazada por el cálculo económico, la interminable resolución de problemas técnicos, la preocupación por el medio ambiente, y la satisfacción de las sofisticadas demandas de los consumidores. En el período poshistórico no habrá arte ni filosofía, sólo la perpetua conservación del museo de la historia humana. Lo que siento dentro de mí, y que veo en otros alrededor mío, es una fuerte nostalgia de la época en que existía la historia. Dicha nostalgia, en verdad, va a seguir alentando por algún tiempo la competencia y el conflicto, aun en el mundo poshistórico. Aunque reconozco su inevitabilidad, tengo los sentimientos más ambivalentes por la civilización que se ha creado en Europa a partir de 1945, con sus descendientes en el Atlántico Norte y en Asia. Tal vez esta misma perspectiva de siglos de aburrimiento al final de la historia servirá para que la historia nuevamente se ponga en marcha.