Cuestiones fundamentes de antropología
I
HABLAR DEL HOMBRE EN EL SIGLO XXI
1. La especie homo sapiens sapiens
Estamos tan acostumbrados a nosotros mismos, tan hechos a nuestro propio vivir que apenas si nos damos cuenta de nuestra rareza. Porque el hombre es un ser verdaderamente original, chocante. Desde el punto de vista biológico se trata de una especie extraña, casi ridícula, estrafalaria, biológicamente inviable. Nace muy inacabado, y el tiempo que ha de transcurrir para valerse por sí mismo es extraordinariamente grande comparado con el de otras especies animales; vive desprotegido, carente de defensas físicas ante los depredadores; es poco prolífico; su capacidad instintiva es muy reducida y sus sentidos muy poco desarrollados frente a otras especies animales (lo cual aumenta su indefensión). Como puro animal, pues, una especie extraordinariamente frágil, hasta el punto de resultar sorprendente el hecho mismo de que haya salido adelante (¡cuánto más su predominio sobre el resto de las especies animales!). En simple zoología no se entiende su persistencia: Mowgli, el original protagonista de El libro de la selva de Kipling, es pura ficción literaria.
Frente al comportamiento animal, puramente zoológico, destaca la especificidad de lo humano, su novedad cualitativa y radical. Esta aportación de novedad hace referencia a tres aspectos fundamentales:
- Libertad (autoposesión). La libertad es manifiestamente evidente en la acción humana. El animal tiene su vida determinada por sus instintos. En el hombre, sin embargo, los instintos sólo condicionan su comportamiento, pero no lo predeterminan de modo compulsivo y necesario. Sus actos no están precontenidos ni predeterminados en las condiciones iniciales. El hombre introduce en la naturaleza un factor de impredecibilidad, de sorpresa, de innovación: “el único ser capaz de proyectar, de decir no” (Scheler). La decisión libre rompe la continuidad uniforme con todo lo que la hace posible (Alfaro).
- Autoconciencia. El hombre no sólo conoce y vive, sino que conoce que él mismo es alguien que conoce y que vive, un ser que tiene conciencia de su propia existencia, conciencia refleja de sí mismo: el único capaz de decir yo. Antes que frente a la historia o frente a los demás el hombre vive frente a sí mismo, en diálogo interior consigo mismo. Lo extraño de ver a alguien hablando solo por la calle no está en el diálogo en sí mismo, sino en la circunstancia de que lo haga en voz alta. El destinatario de las preguntas que hacemos, de las recriminaciones o de las alabanzas, con frecuencia somos nosotros mismos. Esa especie de desdoblamiento interior, ese ir y venir de sí mismo a sí mismo, no sólo no tiene nada de patológico sino que forma parte de la novedad radical que representa el hombre: la conciencia personal. El hombre no sabe vivir sin preguntarse por sí mismo, sin interrogarse acerca de quién es, qué hace y por qué lo hace.
- Historicidad cultural. El hombre posee no sólo la capacidad de vivir inteligente y libremente sino de retener y de transmitir lo pensado y vivido, y de proyectarse hacia futuro. Es la única especie en la que las generaciones no parten de cero sino de ese patrimonio permanentemente acrecentado de experiencias y conocimientos que cada generación ofrece a la siguiente como base sobre la que construirse. Ese patrimonio es la cultura. El hombre nace con una deuda, por así decir, con los que le han precedido. Nadie se la va a exigir, pero ha de saber agradecerla: el hombre no sólo sabe decir yo; aprende que también ha de decir nosotros. El pasado no es para él un desecho inevitable ni simple materia del recuerdo sino la fuente de la que mana su permanente actualidad; eso es lo que se quiere dar a entender cuando se dice que el hombre es un ser cultural, un ser –por utilizar una expresión feliz de Ballesteros- de memoria y proyecto. El hombre inaugura un modo nuevo de vivir, de estar en el tiempo, hasta el punto de que el tiempo de la humanidad tiene un nombre específico: se llama historia; y también el de cada hombre: biografía.
Estas características mencionadas influyen en todo lo que el hombre hace, en cualquiera de sus actos. La acción humana no consiste exclusivamente en su pura materialidad, ni es simple respuesta a una pulsión instintiva. Hasta el mismo instinto de conservación, referencia esencial de la compleja estrategia defensiva de toda especie animal, puede quedar completamente modificado en la especie humana: el hombre puede incluso renunciar libremente a su vida por un motivo más alto, y ese acto es tenido como digno de él. Piénsese en el P. Kolbe en Ausztwisch, entregándose a la muerte en sustitución de otro prisionero del campo de concentración; o en los mártires; sin ir tan lejos, piénsese en lo que nos cuenta Saint-Exupéry en Terre des hommes: Guillaumet, el protagonista de la novela, piloto de una línea aérea en los tiempos gloriosos del comienzo de la aviación comercial, refiere cómo salió adelante, perdido a seis mil metros de altura en los Andes a consecuencia de un fallo en su avión, del que salió ileso milagrosamente. Caminó y caminó durante muchos días, extenuado y sin alimentos ni ropa de abrigo, subiendo y bajando por aquellos montes de hielo, hasta que -casi más muerto que vivo- lo encontró un pastor, que lo puso a salvo. Al recordar más adelante esa experiencia, reconoce: “entre la nieve se pierde todo instinto de conservación. Después de dos, de tres días de marcha, lo único que se desea es dormir. También yo lo deseaba. Pero me decía: mi mujer cree que estoy vivo, que camino. Mis amigos piensan igualmente que sigo andando. Todos ellos confían en mí. Seré un canalla si no lo hago...”. Y añade: “lo que yo hice, estoy seguro, ninguna bestia sería capaz de hacerlo”.
Ahí se trata de la abnegación, del amor que es capaz de llevar al hombre hasta más allá de lo soportable. En realidad, cualquier actividad humana consciente podría servir como diferenciadora. Borges, por ejemplo, alude a la emoción estética. Citando las palabras de un antiguo epigrama griego – “quisiera ser la noche para mirarte con millares de ojos”- y un verso de Chesterton en el que se califica a la noche de “monstruo hecho de ojos”, escribe: “ambos equiparan ojos y estrellas, pero el primero expresa la ansiedad, la ternura y la exaltación del enamorado; el segundo expresa el temor. ¿Qué máquina será capaz de escribir semejantes palabras, de crearlas, de sugerir el aliento que las pronuncia?”. O esa hermosa metáfora de Paz: “estrellas, jardines serenísimos”.
Este tipo de ejemplos ilustran lo que podríamos llamar elementos diferenciadores positivos. Otros nos mostrarían las evidentes semejanzas con la naturaleza animal, la común afectación de lo material y lo biológico. Otros, por último, que podríamos denominar diferenciadores negativos, dan a entender que el hombre puede convertirse en el animal más bestial adoptando comportamientos que solemos calificar de inhumanos; pero se da la extraña paradoja –la idea es de Spaemann- de que lo inhumano, por extraño que resulte, pertenece específicamente al hombre. Piénsese, por ejemplo, en la crueldad, ese ensañamiento en el castigo del que los animales son incapaces, pero que en el hombre, desgraciadamente, se da con demasiada frecuencia.
Si nos atenemos a todos esos elementos en conjunto, la variedad de comportamientos es tan grande que justifica aquella irónica apreciación de Pound:
Cuando observo con cuidado los curiosos hábitos de los perros
me veo obligado a concluir
que el hombre es un animal superior.
Pero cuando observo los curiosos hábitos del hombre,
le confieso, amigo mío, que me quedo perplejo.
(E. Pound)
2. El hombre según el proyecto de la Modernidad
Nunca la pregunta acerca de quién es el hombre ha sido una cuestión puramente teórica; es eminentemente práctica. Ser significa también, aunque no sólo, ser capaz de hacer, porque ser y hacer son conceptos interdependientes, esencialmente correlativos. Precisamente por el hecho de que lo que el hombre hace, omite, consigue o deja de conseguir resulta profundamente revelador acerca de lo que el hombre es, la Historia no es indiferente para la Antropología, y la pregunta por el hombre en la Antigüedad clásica, con ser la misma, tiene ahora resonancias distintas, sobre todo después de los tres últimos siglos -y particularmente el siglo XX-, que han vivido el extraordinario despliegue práctico de las posibilidades del hombre y provocado una aceleración increíble del ritmo de la historia.
El estilo configurador de la cultura occidental a lo largo de los últimos cuatro siglos –el período de la Modernidad-, ha sido el denominado “proyecto Ilustrado”. Aunque nacido con anterioridad, es en el siglo XVIII cuando se impone. Simplificando, el proyecto ilustrado se asienta sobre tres fundamentos:
1. Frente al anterior orden del pensamiento como búsqueda de la verdad, la Modernidad emprende la vía práctica, y entiende el saber como búsqueda de la utilidad, del saber cómo (know how). Ya no se trata del saber como sabiduría, sino como saber hacer, saber construir y reconstruir. Entender el mundo ya no es comprenderlo, sino saber cómo funciona y cómo utilizarlo en nuestro favor. El modelo ideal del conocimiento es el que aportan las Ciencias, hasta el punto de que la Modernidad acaba haciendo de la racionalidad científico-positiva la única fuente de verdad. En realidad lo correcto sería decir que sólo ellas -con su atención a lo experimentable, mensurable y repetible- son fuente de certeza; pero precisamente la Modernidad, desde Descartes, confunde ambos conceptos.
Esa confusión ha tenido consecuencias insospechadamente importantes, hasta el punto de que lo científico -lo científico-positivo- terminó por convertirse a lo largo del período de la Modernidad en el paradigma de lo verdadero. La única verdad acabó siendo aquella que la Ciencia proporciona; todo lo demás -el pensamiento que se resiste a aceptar la reducción positivista- es especulación; más o menos ilustrada, más o menos interesante, pero siempre incapaz de proporcionar los criterios de certeza que proporciona la ciencia a sus conclusiones.
2. Una confianza absoluta en el poder de la razón como motor de la historia, que es entendida como un proceso de mejora continua, necesaria e ilimitada: el Progreso. La razón guiará a la humanidad, iluminándola por medio de la instrucción, de la educación, hacia una vía de mejoría creciente en todos los órdenes. El programa Ilustrado no es solamente un programa científico-cultural y social, sino global, en el sentido de que termina por ser también un intento de redención del hombre por el hombre, un proceso de salvación que le libere de todos los males que le afectan: un programa de mejoramiento radical del hombre mismo. El problema de la maldad del hombre es para la Ilustración un problema de ignorancia, de cultura: a medida que el hombre sepa más, no sólo podrá vivir mejor, sino que será mejor, más bueno. El proyecto apunta toda una visión decididamente optimista y positiva del futuro del hombre: por el hecho de ser futuro, inevitablemente será mejor.
3. Se trata de un proyecto en el que Dios ha sido colocado al margen. Esto tiene, como todo, su historia. A lo largo de los siglos XVI y XVII va creciendo en algunos espíritus la desconfianza en la capacidad de la Religión para seguir siendo el fundamento que dé unidad al proyecto político-cultural que se está entonces gestando en Europa. La Reforma luterana y las sucesivas reformas de la Reforma provocan la fragmentación de la unidad católica y se encienden las disputas. Las guerras de religión asolan Europa y dividen los espíritus: da la impresión de que la idea de Dios parece ya no unir sino separar a los hombres, y se impone la búsqueda de un nuevo suelo común sobre el que asentar el nuevo orden social, un fundamento válido para todos con independencia de su fe religiosa: etsi Deus non daretur (Grocio), como si Dios no existiera.
Este como si Dios no existiera no era en principio sino un presupuesto metodológico; los siglos XVI y XVII son siglos profundamente cristianos, y los grandes protagonistas del proyecto Ilustrado -Galileo, Descartes, Copérnico, Newton...- son sinceros y aun fervientes creyentes. Es en el siglo XVIII cuando algunos, al ver que -en su opinión- el nuevo orden parece funcionar sin Dios tan bien o incluso mejor como el antiguo con Él, comienza a abrirse paso en ellos la idea de si esa ausencia de Dios no podría en realidad ser algo más que una ficción metodológica. Así, del deísmo, que consiste en pensar que Dios crea el mundo pero después lo pone completamente en manos del hombre hasta el punto de desentenderse en la práctica de él, se pasa a la sospecha de Dios, y posteriormente a considerar su existencia como una hipótesis innecesaria. Cuando Laplace presenta a Napoleón el volumen de su Système de la Nature –un tratado explicativo de los más variados fenómenos naturales según las ideas de la mecánica de Newton-, a la pregunta del emperador sobre el puesto que ocupa Dios en su teoría, Laplace contesta con su célebre: “no necesito esa hipótesis”. Es cierto que no podemos colocar a Dios como un axioma más de la física, e incluso sería ridículo hacerlo. Dios es algo más profundo y necesario que todo eso, el fundamento mismo de la realidad, condición de posibilidad previa a cualquier axioma (Artigas).
3. Las antropologías reduccionistas
La Antropología en el período de la Modernidad no se libró del influjo del método científico ni de su interés por la certeza más que por la verdad. El resultado son las antropologías reduccionistas. Las respuestas reduccionistas son intentos de reducir lo desconocido a lo conocido, la totalidad del ser a lo puramente observable, experimentable, medible, reproducible. Las Ciencias positivas nacieron con ese presupuesto metodológico, y su extraordinario desarrollo ha puesto orden en el mundo del conocimiento y ha propiciado una increíble mejora en las condiciones de vida del hombre: sabemos mucho más acerca de todo aquello sobre lo que las ciencias nos pueden enseñar. Pero operar esa reducción de todo lo existente a sólo lo accesible al método de esas ciencias es un desorden; y darla como una conclusión científica sería un fraude. Esa afirmación no es la conclusión de ninguna investigación científica, ni mucho menos un presupuesto de las Ciencias sino, en todo caso, un presupuesto de algunos científicos y pensadores, un a priori personal: no un punto de llegada sino de partida. Pero eso es lo que acabó por hacer la Modernidad: establecer el patrón de las ciencias positivas como patrón de conocimiento universal, como vía única de acceso a la realidad; y la racionalidad científico-positiva como única fuente de verdad.
Aplicados al estudio del hombre, los reduccionismos son explicaciones parciales, puramente materialistas de la realidad: el hombre no es más que... Así desde los ingenuos enunciados de Lammetrie –“el hombre no es más que una máquina”; “no hay más alma que el cerebro”- hasta las más recientes, que consideran al hombre como un animal biológicamente algo más sofisticado que el resto (Wilson), mediatizado esencialmente -y no sólo influenciado- por su entorno sociocultural o económico (Marx), o por sus pulsiones afectivas (Freud), etc.
Todas esas interpretaciones encierran una parte de verdad -porque el hombre no tiene en principio ningún interés en mentirse a sí mismo sobre lo esencial-, pero no la verdad completa. Dejan fuera de su consideración justamente lo que el hombre aporta de novedad: todo aquello que convierte a cada uno en único, irrepetible; lo que hace que su vida y su comportamiento no sean completamente predecibles. Por supuesto, toda ciencia positiva deja fuera de su campo de acción la investigación acerca de sus propios presupuestos; es incompetente para ello. Es un objetivo que cae fuera de sus posibilidades y compete a la filosofía. Pero también es inhábil para abordar el campo de la conciencia personal, de la interioridad más íntima del hombre, ese algo, experimentable por cada uno –preguntas que se le encienden dentro-, pero que no resulta fácil de explicar con criterios puramente positivistas, justamente porque estos criterios son inadecuados de antemano para afrontar esa cuestión.
Que la racionalidad científica no pueda decir nada sobre los fenómenos de la conciencia personal no da pie para decir que no existan o que no debamos contar con ellos a la hora de elaborar un conocimiento fiable. No hay ningún motivo para afirmar seriamente que el espíritu, la libertad radical, no son más que imaginaciones, fantasías que el hombre crea sobre sí mismo, aunque ni el espíritu ni la libertad puedan ser estudiados como se estudian los fenómenos de las ciencias experimentales. Éstas pueden suministrar valiosas informaciones sobre los aspectos de la humanidad del hombre que son accesibles al método experimental; podrán decirnos de qué y cómo estamos constituidos desde el punto de vista material, cómo funciona nuestra biología, pero jamás nos dirán quiénes somos. El hombre tiene un adentro inaccesible para el método científico-positivo, que constituye precisamente su esencia más íntima y diferencial.
Los reduccionismos dan una imagen falsa del hombre, una imagen empobrecida. El hombre puede ser estudiado en ciertos aspectos como un objeto -y de hecho lo hace con notable éxito, por ejemplo, la bioquímica médica-, pero nada autoriza por eso a pensar que es un sólo un puro objeto, una cosa, un complejo artefacto. Sería interesante estudiar la relación de los reduccionismos antropológicos con los intentos de manipulación del hombre, de reducirlo a la categoría de objeto de reacciones controlables, previsibles, que abarcan desde la ingeniería genética y la ingeniería social, hasta la publicidad masiva y obstinada de los grandes grupos de poder político o económico. Quizá no sea casual la simultaneidad con que se han presentado históricamente ambos fenómenos. Nunca como en este siglo ha sido tan insistente la pretensión de convertir al hombre en una realidad moldeable desde fuera, predecible. A pesar de todo ello -la realidad es terca, y la especie humana afortunadamente pródiga en recursos-, el hombre parece haber sobrevivido afortunadamente, al menos por ahora, a todos esos intentos.
La reducción de toda la verdad a la parte de ella que puede obtener la racionalidad puramente científico-positiva ha entrado en crisis a la vez que la Modernidad. El materialismo, la vieja interpretación del mundo en clave materialista, decae. Entre otras cosas decae porque la materia, y de ello da fe la propia Física, resulta cada vez más impalpable, inasible, más “inmaterial”, si se puede hablar así: el tratamiento de las partículas subatómicas, según la mecánica cuántica, responde al de puras manifestaciones de “fluctuaciones (perturbaciones variables) en un campo cuántico” (Bogdanov).
La biología, por su lado, nos advierte que la realidad sigue siendo sorprendente incluso para el científico experto. La investigación sobre el genoma humano, por ejemplo, acaba de deparar un resultado inesperado: el ADN de la especie humana contiene tan sólo 30.000 genes, frente a los, al menos, 100.000 previstos. Esto para el lector inexperto puede no suponer gran cosa, pero para el experto s un dato importante porque se trata de un número excesivamente reducido de genes, completamente insuficiente para una explicación completa del comportamiento con arreglo al esquema materialista del reduccionismo genético: “un gen, una proteína” o, lo que es lo mismo, “todo –no sólo en el aspecto material, sino también en el espiritual o moral-, todo está en los genes”. Ese reducido número de genes advierte que las cosas no son más fáciles sino más complejas de lo que se pensaba (Gould).
Este fenómeno aparece un poco por todas partes en las explicaciones científicas. El conocimiento de la realidad material parece abrirse siempre hacia niveles de ulterior complejidad, hasta el punto de que el volumen de nuestros conocimientos y la dimensión de nuestra ignorancia crecen simultánea y paralelamente: cada vez sabemos más cosas, y cada vez somos más conscientes de lo mucho que ignoramos todavía. Por eso Frossard, refiriéndose a la paradoja evidente de las explicaciones puramente materialistas, apunta: “Es curioso advertir que cuanto más se avanza en la investigación de las cosas, más misteriosas se tornan. Una mujer que hace labores de punto es siempre misteriosa por la combinación de presencia y ausencia que caracteriza a esa clase de ocupación. Pero cuando se sabe que en realidad se trata de un conglomerado de partículas elementales asociadas en átomos, constituidos a su vez en moléculas, dedicadas a tejer un jersey, el misterio cobra proporciones cósmicas. Cuando las cosas quedan científicamente aclaradas es cuando más necesidad tienen de una explicación”.
Por extraño que parezca, Einstein lo reconocía con toda lucidez: “La experiencia más bella que tenemos los hombres es el misterio”, experiencia que él coloca no enfrente de la Ciencia ni en oposición a ella, sino a su lado. La Modernidad, por el contrario, parece haber rechazado la posibilidad misma de la existencia del misterio. Al hacerlo, quizás sin saberlo, está renunciando a lo verdaderamente importante: no a la extensión, pero sí a la dimensión de profundidad del horizonte del conocimiento: “podrá saber siempre más, explicar cada vez más cosas, pero ya no comprenderá realmente nada, porque ha cerrado las puertas al misterio” (de Lubac). A su modo, también lo advirtió Goethe: “si no pretendiéramos saber todo con tanta exactitud puede que conociéramos mejor las cosas”.
4. La crisis de la Modernidad
“A todo comienzo le es inherente un encanto que nos protege y nos ayuda a vivir”, hace decir Herman Hesse a uno de los personajes de su novela El juego de abalorios. Todo comienzo tiene en sí algo de excitante, de prometedor. Nadie se embarca en un proyecto si piensa que está de antemano abocado al fracaso. Los Ilustrados no fueron excepción, y en cierta manera sus expectativas optimistas se vieron afortunadamente confirmadas. Los beneficios que el esfuerzo de la Modernidad ha reportado a la humanidad, particularmente en los dos últimos siglos, han sido extraordinarios:
- La Ciencia y la Tecnología han transformado sustancialmente las condiciones materiales de vida de buena parte de la humanidad. Hoy vivimos mucho mejor.
- Con el descubrimiento de la subjetividad humana y el énfasis en la libertad el hombre ha cobrado mayor conciencia de sí mismo, de su propia dignidad y valor: mientras que “en la sociedad tradicional la personalidad se recibía, en la sociedad moderna se la construye cada uno” (Lyon). De aquí se deriva lo que Ballesteros llama la “conquista fundamental de los tiempos modernos”: el reconocimiento, en el campo del derecho, de la existencia de una esfera reservada al individuo, en la que no cabe interferencia alguna por parte de la autoridad o de otras personas sin consentimiento del interesado.
Esos resultados constituyen algo así como la cara brillante del proyecto Ilustrado. Pero no tardaron en comenzar a manifestarse los efectos perversos, la “cara oculta” y oscura del proyecto. En resumen, se puede hacer alusión a los siguientes:
1. La aparición del proletariado. Con el derrumbamiento del Antiguo Régimen lo que se consigue inmediatamente no es la supresión de los estamentos sino la sustitución de las categorías que los definen. La aristocracia de la sangre viene sustituida por la aristocracia del dinero, del capital. Pero el pueblo llano sigue existiendo, sometido a los nuevos señores, y bajo un nombre nuevo: el proletariado. Como consecuencia del régimen liberal-capitalista, amplias capas de población son sometidas a una explotación sin precedentes, condenadas a vivir en la miseria. El bienestar ha crecido, pero no precisamente para todos. A la vista de la nueva situación creada -que resulta no ser tan nueva-, el proyecto Ilustrado se divide. Por una parte están los que piensan que el proyecto necesita unos simples ajustes correctores de esas deficiencias, y quienes piensan que ha de ser sustancialmente corregido: el liberalismo económico por un lado, y el marxismo naciente por otro (que enfatiza aún más el carácter redentor, salvador del hombre, del proyecto de la Modernidad: una religión sin Dios). Esos ajustes han servido, al menos parcialmente, pero sólo para un reducido número de países. La enorme diferencia entre países ricos y pobres, entre la opulencia del primer mundo y la miseria de los países subdesarrollados es una herida sangrante en la conciencia de la Modernidad.
2. La multiplicación de la violencia. El horror ante la violencia irracional, que estalla en el siglo XX con una eficacia y una ferocidad desconocidas hasta entonces: las dos guerras mundiales (1914-1919 y 1939-1945) marcan el comienzo del fin del proyecto Ilustrado.
3. La barbarie del genocidio judío en los campos de exterminio nazis y la violencia de la represión estaliniana en Rusia, que añaden un grado todavía mayor de inhumanidad a la violencia de la guerra.
4. La ambigüedad misma del progreso científico y técnico, es decir, la posibilidad de un uso alternativo perverso de la Tecnología, puesta especialmente de manifiesto en el estallido de las primeras bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Los usos benéficos del progreso no son automáticos, no están garantizados sin más. La guerra fría, el terror a una catástrofe nuclear, y más recientemente la severa degradación del medio ambiente como consecuencia de una industrialización descontrolada (la naturaleza no administrada sino explotada por el hombre), son síntomas de la lenta agonía de un sistema que definitivamente entra en pérdida en 1989 con la caída del muro de Berlín. Con el muro se viene también abajo el último y definitivo intento del hombre salvarse por sí mismo, al margen de Dios: el marxismo, la última de las utopías, el último hijo del proyecto Ilustrado.
Estos aspectos negativos podrían considerarse sin más como simple escoria del proceso, un subproducto aberrante e indeseado de la Modernidad. Hanna Arendt ha mostrado sin embargo cómo el Holocausto judío lejos de ser un producto residual indeseado de la “civilización racional” pertenece al núcleo mismo. El nuevo orden social de la Modernidad estaba organizado, de modo semejante al sistema productivo, con arreglo a criterios de estricta racionalidad. Tales criterios no eran otros que el de optimización del beneficio, al margen de cualquier otra consideración de tipo histórico o ético. La Modernidad propicia la división esquizofrénica del comportamiento humano en dos ámbitos completamente separados: los asuntos públicos -en los que la actuación ha de regirse por criterios de estricta racionalidad, es decir, de eficacia- y los asuntos privados, que cada uno gestiona con arreglo a criterios personales libremente elegidos (éticos, religiosos, afectivos...). Así se entiende, por ejemplo, la figura del comandante del campo de exterminio nazi que pasa con toda naturalidad de las cámaras de gas (asunto público: razones de Estado) al cuarto de juego de sus hijos, donde se comporta como un padre afectuoso (asunto privado: su vida en familia); o el propietario capitalista que sometía a sus obreros a unas condiciones de vida miserables (asunto público: economía) mientras el domingo asistía piadosamente al oficio religioso (asunto privado: religión).
Estas cuestiones hacen que el aspecto redentor del proyecto Ilustrado, el énfasis moral en la mejoría no sólo de las condiciones de vida sino del hombre mismo, de su propio corazón, se vea muy seriamente cuestionado. No sólo “el sueño de la razón produce monstruos”, como pensaban los ilustrados del Siglo de las Luces; la historia del último siglo ha mostrado fehacientemente que también en estado de vigilia los puede provocar.
La Modernidad había depositado su esperanza de salvación en el Progreso (que no es sino la vertiente secular de la Providencia divina), con la confianza en que a medida que el hombre sepa más, será también mejor, desaparecerá ese oscuro rencor del hombre contra el hombre, sus temores ante lo desconocido, ante su propio destino, ante la muerte; le resultará claro y patente el sentido de su vida, se conocerá mejor... Hoy se puede decir, sin duda, que esta esperanza se ha venido abajo, y que el problema del mal no es cuestión simple de cultura o ignorancia. Se tiene la impresión de que algo esencial no se tuvo en cuenta entre los axiomas iniciales o se ha perdido en el camino. Esa búsqueda que tanto enfatizó la Modernidad de lo que Eliott llama sistemas tan perfectos que nadie necesitará ser bueno no era sino un imposible, un sueño de la Razón soñando despierta:
Ellos tratan constantemente de escapar
de las tinieblas de fuera y de dentro
a fuerza de soñar sistemas tan perfectos
que nadie necesitará ser bueno.
(T. S. Eliott, Los coros de la piedra)
Al poner en marcha el proceso que permitiría a la razón instrumental ser la guía de la vida al margen de cualesquiera otras consideraciones, la Modernidad había iniciado un cambio que tendría repercusiones desastrosas. Si la legitimación de un proceso es puramente pragmática, si las preguntas esenciales son ¿funciona?, ¿es eficiente?, terminan buscándose soluciones exclusivamente gerencialistas a los dilemas humanos (Lyon). Así, en la discusión acerca de la oportunidad de una nueva acción, de una nueva estrategia en el orden social, político o económico, desaparecen por completo las criterios de carácter ético. El criterio de bondad tiende a confundirse con los de practicidad y utilidad: si algo es técnicamente posible y resulta útil, es bueno. De ahí proceden esos patéticos intentos de resolver problemas morales por medio de medidas exclusivamente técnicas: el aborto, con la criminal apariencia de simple cirugía: se elimina a la criatura engendrada, pero aún no nacida, como si se tratara de un quiste; el afrontamiento de la muerte, provocándola anticipadamente en una situación de anestesia completa; el vaciamiento de la persona que provoca el ejercicio desordenado y anárquico de la sexualidad, con medidas profilácticas, etc.
La Historia de este siglo se ha encargado de atestiguar la falsedad de esta idea de que el avance tecnológico fomenta automáticamente el progreso en humanidad. Ahora estamos en mejores condiciones para entender que la Ciencia y la Técnica, a pesar de sus resultados brillantes en otros campos, no han dado ni pueden dar por sí solas respuesta a las preguntas decisivas del hombre. El hombre sigue conociendo cada vez más la Naturaleza, sabe hacer cosas cada vez más complicadas y más útiles, ha viajado a la Luna, conoce mejor el Universo, pero -siempre hay un pero- sus problemas esenciales no se han resuelto: las grandes preguntas sobre sí mismo siguen esperando respuesta. Ha llegado a la conclusión de que, en el fondo, no conoce más que su propia superficie brillante. Cuando mira dentro de sí advierte que allí está, intacto, el misterio de su propio ser, inabordable por la ciencia: ¿qué significa ser hombre? ¿quién soy yo? ¿porqué estoy aquí? Porque saber más cosas no significa necesariamente conocerse mejor. Por eso son pertinentes las preguntas que se hace el poeta Eliott en Los coros de la piedra:
¿Dónde está la Vida, que hemos perdido viviendo?
¿Dónde está la sabiduría, que hemos perdido en conocimiento?
¿Dónde está el conocimiento, que hemos perdido en información?
(T. S. Eliott)
5. Posmodernidad: lo que la cultura nos ofrece
Muy recientemente se han publicado los resultados de una encuesta realizada a personajes eminentes de la cultura europea acerca el juicio que les merecía el siglo que ahora termina y lo que esperaban del que acaba de comenzar. Quizás lo más notable de la encuesta fue comprobar cómo las respuestas coincidían, sin apenas discrepancia, en tres puntos.
En primer lugar, en el reconocimiento de los extraordinarios avances científicos y técnicos del siglo que termina. La segunda coincidencia se refería al carácter predominantemente negativo que, a pesar de esos avances, tiene el siglo XX: “el siglo más terrible de la historia occidental”, según algunos de los entrevistados; “el más violento en la historia de la humanidad”, aseguraban otros; el siglo de los totalitarismos, de los campos de concentración y de exterminio, de las checas y los grandes genocidios, el siglo de Hitler y de Stalin, y de las terribles matanzas de las dos guerras mundiales; un siglo indeleblemente marcado con el signo de la muerte. El tercer punto de coincidencia era la profunda decepción que resultaba de lo expuesto.
El balance de la Modernidad está lleno de contrastes; en él conviven extraña y estrechamente unidos lo mejor y lo peor: “El parte de salud de un mundo que vive como si Dios no existiera no es tranquilizador. La inmensa mayoría de los hombres de la tierra vive en la miseria física y padece los mil males que la acompañan; el resto vive en la abundancia, pero con dema¬siada frecuencia en la miseria espiritual, que tiene la ventaja de ser indolora y el inconveniente de ser mortal (...). Sin embargo, el siglo no presenta un balance totalmente negativo. Se vive mejor cuando nos dejan con vida. El derecho ha irrumpido en la escena internacional de un modo a veces tímido y a veces aparatoso (...). Han crecido en el mundo los valores democráticos, cuyo origen cristiano aparece en lo que hay en ellos de mejor: ahora es un poco más difícil que antes escarnecer abiertamente los derechos del hombre. Pero es evidente que el respeto al derecho internacional y a los derechos humanos se apoya, de momento, más en la potencia de unas pocas naciones que en una conversión universal de las concien¬cias, que el alboroto y el hervidero de la vida moderna dejan vacilantes ante la naturaleza del bien y del mal y que ya no tienen límites seguros y reconocidos” (Frossard).
La situación de la cultura actual -al menos de una parte: la cultura oficial- es de una gran desorientación, de una gran frustración recubierta con una apariencia de banalidad, de superficialidad. El derrumbamiento del marxismo -presentido desde hace decenios, pero materializado en la caída del muro de Berlín en 1989- ha significado de hecho el final de las utopías, el último intento del hombre de salvarse a sí mismo prescindiendo de Dios.
La Modernidad ha llevado a la cultura a una especie de callejón sin salida. El camino que llevaba tres siglos recorriendo pensando que se dirigía a la madurez, a la felicidad, al estado definitivamente salvado del hombre, parece no habernos conducido a ningún paraíso. La constatación del error, por medio del horror de las dos guerras mundiales y la decepción consiguiente, ha supuesto una conmoción tan intensa y dolorosa para toda una generación de pensadores –particularmente en Europa-, que aún duran sus efectos. Pero para evitar los efectos del pánico, la consigna que se debe transmitir, al parecer, es la de “tranquilidad, y actuar como si no pasara nada”. Pero Touraine lo ha dicho con claridad, y no es el único: “hay que repensarlo todo”, porque quizá hayan ocurrido demasiadas cosas. Parece, sin embargo, que antes haya que tomarse un descanso mientras se terminan de digerir los efectos de la crisis y se diseña una nueva estrategia de avance y, sobre todo, un nuevo hacia dónde.
Si no muerto, el proyecto global de la Modernidad está al menos muy seriamente enfermo y cuestionado, necesitado de una profunda renovación. La época de los grandes relatos -como en la bibliografía se denomina a veces a la Modernidad- ha terminado. Las grandes ideas, los grandes ideales que la Ilustración propagó y convirtió en motores de la cultura y del progreso han mostrado su vaciedad o su incapacidad como generadores no de progreso técnico sino de humanidad. La férrea disciplina de las ideologías y el optimismo delirante de las utopías han terminado en un baño de sangre, y hoy cunde la desorientación. La cultura se encuentra convaleciente, cansada y escarmentada de sus propios desaciertos, horrorizada del precio que ha pagado y sin fuerzas, al menos por ahora, para intentar algo nuevo.
El panorama cultural de la Posmodernidad ofrece a la nueva generación desencanto en dosis masivas, vaciedad que para no parecerse al aburrimiento o para conjurar los demonios de la angustia y del sinsentido, se presenta envuelta en una atractiva envoltura de ligereza (light), de superficialidad, de asunto divertido (funny). Desconfianza en las grandes ideas y atenerse exclusivamente al hoy y ahora, a lo instantáneo, a lo imprescindible para llegar a mañana: en eso parece consistir el proyecto; el sueño como propuesta para huir de esa realidad que ya sólo le causa sufrimiento porque carece de sentido, la reclusión en la pura ensoñación como única alternativa posible a la nada. Esta es la tesis del pensamiento débil, que domina de facto la escena cultural; poco más, en realidad, que un sencillo aprendizaje de presuntas técnicas de supervivencia, advertencias para salir del paso en una situación de emergencia. Se utiliza la distracción en todas sus formas -juegos, deporte, cine, espectáculos, viajes, drogas, sexualidad delirante, pseudorreligiones de la facilidad, etc.- para mantener el orden social en espera de tiempos mejores.
Un papel importante en estas maniobras de distracción lo juega el mercado, obligado al parecer por su propia mecánica (?) a convertir al honorable ciudadano del Nuevo Régimen en el consumidor insaciable de nuestros días. El mercado se las ingenia no sólo para satisfacer cualquier necesidad razonable para una vida más digna, sino para convertir cualquier capricho en una necesidad, para crear una multitud de necesidades innecesarias. Aparece la bulimia del consumidor, la necesidad compulsiva de comprar, de tener de todo y, hasta donde se pueda, lo mejor de todo. Comprar ha dejado de ser una manera de satisfacer las necesidades básicas -verdaderas necesidades- para convertirse en una forma inevitable de ocio, que además puede proporcionar una sensación, bien que aparente y superficial, de plenitud.
Pero no sólo es eso. Ocurre sobre todo que el consumismo no conoce límites; su dinámica es imparable y tiende a no respetar los ámbitos que en el pasado eran inmunes a su efecto. Si a esto se une la desconfianza en la razón para abrirse paso hacia la verdad objetiva más allá del mundo fragmentario y disperso de las simples percepciones, resulta que también las ideas, los valores y hasta la verdad misma acaban por ser considerados artículos de consumo, y su utilización y valoración se atiene a las reglas del mercado, a la ley de la oferta y la demanda. La imagen, el estilo y el diseño de los productos heredan de las tradiciones culturales la tarea de conferir significado. Es, en palabras de Magris, la era de lo optativo: “religiones, filosofías, sistemas de valores, concepciones políticas, se exponen en las baldas de un supermercado, y cada uno -según sus necesidades y deseos del momento- toma de un estante u otro las cosas que le parecen bien”. También las ideas y los valores tiene su código de barras y su precio, y se puede confeccionar con ellos un menú al propio gusto. Se cumple así lo que Yeats advirtió premonitoriamente:
“las cosas se disgregan,
el centro no resiste”.
Se tiene la impresión de estar soportando las secuelas de una gran explosión, sobreviviendo entre los escombros de una cultura que se hubiera venido abajo, entre fragmentos de realidades culturales que tuvieron sentido, pero que en buena parte se ha perdido. Cada cual reconstruye a su gusto a partir de esos fragmentos; pero, al haberse perdido el diseño original, los nuevos constructos parecen carecer de funcionalidad la mayor parte de las veces. Este sincretismo, este gusto por las amalgamas heterogéneas es característico de momentos de crisis cultural y una defensa también frente al desbarajuste de un mundo que ha perdido consistencia, unidad y sentido, en el que se ha hecho difícil distinguir lo esencial y necesario.
Ha perdido sobre todo el gusto y la afición por la verdad, y su reflejo en la vida diaria que es la confianza. Si el mundo es en el fondo un mercado, la última razón de todo es el interés. Toda comunicación es publicidad, toda relación transacción, todo mensaje ejercicio de seducción publicitaria, que ha de ser recibido con recelo, venga de quien venga. Lo razonable es vivir precavido y no creer a nadie. Hasta el punto de que en muchos casos no es que no se quiera creer, sino que ni siquiera se está en condiciones de creer a quien sinceramente nos dice la verdad. “De antemano hemos concluido que nos engañan de la mañana a la noche, en la política, en la economía, en el arte, pero también en el sexo y quién duda que en la relación de amor. El mundo ha ido convirtiéndose en un espacio maquillado, cubierto por un discurso que se superpone a su realidad como una máscara irrompible... Continuamente las noticias llegan y se posan o rebotan allí, un instante. Ninguna posee el peso y la duración suficientes para calar, ninguna obtiene la imposible categoría de verdad, y cualquiera se desvanece pronto en la superficie para dejarla de nuevo dispuesta a la ficción, bruñida para reproducir el actual e implacable encantamiento del mundo” (Verdú).
Así se ha podido llegar a decir que la Posmodernidad pone a disposición de esta generación no remedios curativos, sino analgésicos o anestésicos: lo importante no sería tanto saber si uno está sano o enfermo como no sentir dolor. Todo irá bien mientras tengamos en qué ocuparnos o con qué divertirnos. Pero, si juzgamos por los resultados, las cosas no han resultado tan fáciles: eliminar la sensación de hambre no significa necesariamente estar bien alimentado. Las dietas de adelgazamiento, los alimentos que no alimentan, sirven únicamente para los que están excesivamente alimentados pero no para los hambrientos. Esa sensación de hambre de lo esencial –hambre de sentido- parece definir de algún modo la situación actual de la cultura occidental.
Expresado de otra manera: la pregunta que hoy comienza a abrirse paso es la de si esta situación provisional -de levedad, de inconsistencia, de no tomarse nada en serio-, no estará durando ya demasiado y va siendo hora de hacer algo. Así describe la situación Baudrillard: “ha habido una orgía total: de lo real, de lo racional, de lo sexual, de la crítica y de la antecrítica, del crecimiento y de la crisis de crecimiento. Hoy todo está liberado, las cartas están echadas y nos reencontramos colectivamente ante la pregunta crucial: ¿qué hacer después de la orgía?” Una prolongación de las tendencias actuales es imposible: “algo nuevo, revolucionario, es inevitable” (Attali).
El hombre ha descubierto que, de tejas para abajo -para adentro, sería mejor decir-, demasiadas cosas están como estaban. Hay que volver a hacerse las grandes preguntas, redescubrir el misterio del hombre, aquello de que la ciencia no puede hablar pero de lo que el hombre no puede dejar de hablar a pesar de las dificultades que entraña: el espíritu, la profundidad del hombre, el enigma que parece habitarlo. La tarea sería, pues, continuando con la cita de Yeats, restablecer el centro, superar la fragmentación de la realidad reducida sólo a estímulos e imágenes: recuperar la verdad. Y el único camino en una situación dominada por la estrategia del mercado que tiende a hacer interesante sólo lo útil -lo que se puede comprar, poseer-, consiste en hacer interesante lo verdadero, en hacer entender que nada es más útil para el hombre que la verdad.
Se está también en mejores condiciones para entender que esa exclusión de Dios como elemento esencial en la comprensión de lo que el hombre verdaderamente es, resulta abusiva y falsa, producto de una idea equivocada sobre Dios o de un prejuicio contrario. En mejor disposición también para discernir que Dios y el hombre no son realidades opuestas, irreconciliables, de tal manera que la única elección sea: Dios o el hombre. Lo que el fracaso de la Modernidad ha podido poner en claro es precisamente que cuando el hombre elimina a Dios de su horizonte vital, él mismo se empequeñece, su densidad ontológica se diluye. El hombre es inseparable de Dios: lo necesita. Dios no es el enemigo de la libertad del hombre, de la afirmación de su dignidad personal, sino precisamente el garante de esa libertad y de esa dignidad; y la religión no es ninguna droga que aliene al hombre, sino más bien la medicina que lo libera de los fantasmas de su propia locura, de su disolución en la nada, del sinsentido y de la soledad existencial, dilatando el horizonte de su vida hasta la eternidad inmortal.
6. El hombre, realidad enigmática
Por eso no es ocioso, sino casi inevitable, que al cabo de tantos siglos nos planteemos de nuevo la pregunta esencial: ¿quién es el hombre?, ¿quién soy en realidad yo? Desde siempre el hombre ha sido para el hombre lo más próximo y conocido, y a la vez lo nunca del todo conocido. Los primeros testimonios del homo sapiens sapiens están relacionados con dos hechos que se dan simultáneamente: la técnica, es decir, la elaboración de instrumentos y el culto funerario (el respeto a los muertos). Esos dos testimonios reflejan esa doble vertiente del hombre: la conocida y la enigmática, es decir, aquello que el hombre sabe y sobre lo que sabe dar razones (lo que sabe hacer) y aquello que el hombre sabe pero de lo que no sabe dar razones precisas y concluyentes. Esto último lo ve claramente (tan claramente como que entierra a sus muertos; no se los come ni los abandona a las fieras -lo que le resultaría más práctico en términos de supervivencia biológica-) pero sólo confusamente sabe explicarlo.
Todos en algún momento hemos tenido que soportar una invectiva, generalmente lanzada por alguien que nos quería bien -habitualmente la madre, o la novia- que nos resultaba particularmente molesta : “No hay quien te entienda”. En general esa especie de acusación se refiere a la impredecibilidad de nuestro comportamiento en cuestiones normales, cotidianas, pero la raíz de la cuestión es muy profunda. Profúnditas est homo, et cor eius abyssus, dice la Escritura: “el hombre es profundidad; su corazón, un pozo sin fondo”. Cuando pensamos en descubrir algo desconocido solemos pensar en la espeleología, en la exploración de esas simas profundas y oscuras que sólo con dificultad y bien pertrechados de material podemos abordar. Hasta hace bien poco el paradigma de lo maravilloso por descubrir era el mar, del que se conocía poco más que la superficie y el perfil de sus fondos; lo que las redes de pesca solían sacar y lo que el propio mar vierte espontáneamente en la playa eran poca cosa, indicios someros e insuficientes de la vida que se ocultaba en su interior.
No se trata sólo del problema de averiguar si Hitler y el Padre Kolbe, el estrangulador de Boston y la Madre Teresa de Calcuta, pertenecen a la misma especie, ni de la sorpresa mayúscula de comprobar que la respuesta no tiene más remedio que ser afirmativa. Se trata más bien de comprobar que todas esas posibilidades, aparentemente contradictorias, y otras muchas igualmente dispares, conviven -al menos como posibilidad- dentro de cada uno.
El hombre es a la vez poderoso y frágil; capaz de conocer y dominar la naturaleza, pero una modesta e imprevisible hemorragia cerebral termina con su vida; capaz de lo mejor y de lo peor, de la abnegación más absoluta y de la traición más vil; compasivo frente a la desgracia de un próximo, y cruel con otros como ninguna bestia puede serlo, etc: una casi-nada capaz de casi todo; Pascal ha sido quizá el autor que más vivamente ha presentado el dilema que el hombre es para sí mismo: “¿Qué quimera es, pues, el hombre? (Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué sujeto de contradicciones, qué prodigio! Juez de todas las cosas y miserable gusano de tierra; depositario de la verdad y cloaca de incertidumbres y de errores; gloria y rechazo del universo.
¿Quién logrará desenredar esta madeja?”.
Esta cuestión del hombre como enigma recuerda a los viejos portulanos, aquellos primitivos mapas de los continentes entonces recién descubiertos por los audaces navegantes europeos de los siglos XV y XVI, que recogían poco más que el perfil costero de las nuevas tierras y la localización de los puertos, con la inmensa zona interior rotulada como terra incognita (tierra desconocida). El problema del hombre como realidad no del todo conocida y cuya exploración completa resulta harto difícil, ha sido una constante del pensamiento antropológico hasta hace muy poco, y lo vuelve a ser ahora mismo después del fracaso de esas antropologías reduccionistas.
Ya Sócrates advertía: “el mayor de todos los misterios es el hombre”; y San Agustín, el pensador más agudo y penetrante de los primeros siglos, recoge en sus Confesiones: “he llegado a convertirme en un problema para mí mismo”. En continuidad con esta tradición, no es difícil encontrar textos actuales que recogen la extrañeza que el hombre experimenta al considerarse a sí mismo. Heidegger insiste en esto: “Ninguna época ha sabido tantas y tan diversas cosas del hombre como la nuestra... Pero en verdad, nunca se ha sabido menos qué es el hombre”. Y Scheler: “somos la primera época en que el hombre se ha hecho problemático, de manera completa y sin resquicio, ya que además de no saber lo que es, sabe que no lo sabe”.
II
LAS GRANDES PREGUNTAS
1. Lo penúltimo y lo último
No es que el hombre no sepa muchas cosas sobre sí mismo. No se trata de falta de información, sino de la dificultad que experimenta para entenderse a sí mismo. Como si, al analizarse, encontrara piezas que no sabe exactamente para qué sirven, qué función desempeñan; ¿son restos del pasado, como la muela del juicio parece revelar una precedencia rumiante de nuestra especie? ¿son vestigios iniciales del futuro? ¿pero de qué futuro?; porque ¿hay un después?
Cada generación necesita una respuesta actualizada a las grandes preguntas que el hombre se hace sobre sí mismo, y tiene que ser ella misma quien las encuentre. No se aprenden desde fuera; han de encontrarse dentro. A esto se refiere Melville cuando dice que “es vano intentar divulgar lo que es profundo, y toda verdad humana es profunda. De ese minero profundo que trabaja en todos nosotros, ¿cómo puede uno deducir, por el sonido apagado y sordo de su piqueta, adónde lleva su pozo?. Pues todo lo que de verdad es prodigioso y terrible en el hombre, jamás se ha puesto aún en palabras o libros” (H. Melville, Moby Dick).
Las fisuras para descender a lo profundo, a lo interior del hombre, son esas fracturas que el hombre experimenta entre lo que presiente como posible y lo que en realidad obtiene, entre la vida a la que aspira y la que en realidad consigue, la diferencia entre lo proyectado y lo realizado, entre la realidad de su vida terrena y su aspiración radical a traspasar sus estrechos límites actuales e ir más allá. Ese desajuste es tan grande y evidente que constituye para él una fuente de desasosiego y de inquietud. El hombre advierte que ese gran proyecto que es su vida, frecuentemente acaba en una realidad deficiente que le deja insatisfecho.
No es algo que afecte únicamente a los perdedores en la vida, a aquellos a quienes el azar no ha deparado sino papeles insignificantes en la escena social; ni tampoco a aquellos que comenzaron su vida llenos de energía, pero cuyo proyecto inicial acabó degenerando en una realidad mediocre. No; se trata de una percepción general que, aunque naturalmente admita grados, afecta a todos, también a aquellos a quienes la opinión pública tiene por triunfadores.
Quizás este fenómeno se detecte ahora con mayor claridad que en épocas pasadas, en las que permanecía enmascarado por el tópico de pensar que esa tendencia de autosuperación del hombre, cuyo fracaso producía en él esa sensación de frustración, era algo que únicamente la religión ponía en el hombre y no procedía del mismo interior del hombre. Con la puesta en práctica del programa Ilustrado, desaparecido Dios debería haber desaparecido también ese oscuro sentimiento de fracaso, y el hombre habría de vivir en paz consigo mismo. En la práctica las cosas no han ocurrido así.
Hoy conocemos que esa especie de permanente insatisfacción interior pertenece a la esencia íntima del hombre, brota de su propia interioridad. Forma parte del bagaje del hombre ese hambre del espíritu de ir a más, de querer más, de ser más de lo que ahora es; y forma parte también de su propia situación la imposibilidad de hacer plenamente efectivo todo eso a lo que se siente llamado. Una especie de ruptura entre aquello a lo que aspira y aquello que consigue, como un defecto de origen que le llevara a la desesperación o a la locura, porque todos los intentos de moderar esa aspiración o de desviarla hacia objetivos alcanzables se revelan inútiles. Prometeo, aun encadenado y alejado de los dioses, sigue suspirando por algo que le trasciende y que a la vez, paradójicamente, entiende que le pertenece. El hombre es un ser que, cuando trata de encontrar sus propios límites, cuando se decide a viajar hacia los lejanos confines de sí mismo, presiente lo infinito. En la experiencia del amor verdadero, en el acto mismo de creación artística, en la lúcida sorpresa del propio existir y en otras muchas experiencias, se revelan al hombre profundas luces acerca de sí mismo, como relámpagos que rasgaran la oscura tiniebla de su existencia, de su apariencia opaca y gris, y le hicieran entender que el hombre no se explica por completo desde el hombre (Clément).
2. La recuperación positiva del mito
Quizá sea éste el momento -ya que hemos citado a Prometeo- para hablar, aunque sea brevemente, de la función de los mitos en la cultura clásica. Hasta este siglo los mitos fueron considerados como primitivos y elementales intentos de una explicación precientífica y prefilosófica del hombre y del mundo, sin otro valor reseñable que su pintoresquismo y su condición de vestigios remanentes de los primeros balbuceos explicativos que el hombre se ha dado a sí mismo.
A comienzos de siglo, por obra sobre todo de los estudios de Mircea Eliade, comenzó a intuirse una nueva valoración más positiva del mito, y sin duda más real, que el fracaso del positivismo científico en el estudio de la Antropología no ha hecho sino fomentar. Los mitos pasaron a ser considerados más bien como intentos de expresión de lo inefable que vive en el hombre, del misterio profundo que lo habita. Su propia realidad interior se le aparece como inexpresable directamente en palabras, inefable, indefinible, incapaz de ser recogida en la brevedad de una definición que no la traicione. Entonces el hombre aborda la explicación de manera indirecta a través del mito, a través de esos relatos de extraordinaria carga simbólica y dramática, en los que se trata de reflejar algo que está más allá de las palabras: aspectos esenciales del enigmático ser humano, sus conflictos interiores, sus inquietudes de siempre (García Gual).
Los mitos perviven porque, con todo, a pesar de su antigüedad en el tiempo, nos resultan extrañamente familiares, y la fascinación que siguen ejerciendo está sin duda vinculada precisamente a su carácter simbólico: los mitos apuntan a algo que late más allá de la realidad aparente. ¿Cómo no pensar que el mito de Prometeo expresa la convicción de ese algo extraordinario, divino, que el hombre encuentra dentro de sí, que lo hace superior en dignidad al resto de lo creado, vinculado a la muerte pero también a los dioses?; ¿cómo sustraerse a la impresión de que Saturno devorando a sus hijos manifiesta la necesidad que experimenta el hombre de ponerse él mismo y poner su vida a salvo del tiempo que todo lo destruye y lo convierte en el polvo del olvido, la oscura convicción del hombre acerca de que el tiempo –y la muerte, por tanto- no debería tener la última palabra sobre él?
Pero volviendo a la cuestión inicial, podemos decir que cuando el hombre ya ni se pregunta por quién es él mismo, cuando la cuestión de su verdadera identidad ni siquiera se plantea porque las grandes preguntas parecen haber desaparecido, los problemas no sólo no se arreglan sino que se hacen más evidentes bajo la forma de angustia, de frustración, de sinsentido. Cuando el hombre no sabe quién es, cuando ignora su propia profundidad, intenta superar los problemas de sentido con respuestas superficiales, pretende curar sus propias contradicciones con remedios que no sirven sino para mitigar algo su dolor hasta la próxima crisis: no se cura el cáncer ni cualquier enfermedad seria con analgésicos. A veces esta especie de vértigo o de angustia no se presenta sino al cabo del tiempo, al cabo de mucho tiempo. Lo cual es un indicio más -casi una evidencia- de la grandeza del hombre. Tenía razón quien dijo que “un hombre puede estar viviendo en la periferia de sí mismo, y pensar que su vida es apasionante”. Pero mucho más apasionante es ahondar, sumergirse dentro de uno mismo y descubrir lo que está oculto a la mirada desde fuera: ese algo oculto que en realidad necesita emerger, brotar, salir a la superficie y desplegarse en acción.
Conviene empeñarse en descender al fondo de uno mismo; y una vez allí, no sólo ver sino también –y quizá sobre todo- escuchar. El corazón del hombre actual corre el riesgo de convertirse en una casa llena de ruido, de una barahúnda confusa y multitudinaria de reclamos que lo interpelan y lo invitan a vivir asomado a la ventana de sí mismo cuando no en la calle. Vivir en la época de la comunicación significa residir permanentemente en un mercado en el que se pregonan constantemente todo tipo de mercancías. Es imposible atender a todos los mensajes que se reciben, pero el verdadero peligro es instalarse en la confusión, quedar enganchados en esa marcha variada, leve y divertida que nos llega a distraer de lo esencial, sentir lo que un autor ha llamado la fascinación de lo inútil (Thibon), y flotar como boyas en la superficie de uno mismo, en el perímetro de la propia vida: dejarse llevar mansamente por la corriente del mero acontecer. Porque el problema no es la existencia de cosas divertidas; es bueno que las haya, y el hombre no debe poder vivir sin ellas. “El hombre -dice Santo Tomás de Aquino- no está hecho para vivir en la tristeza”. El problema verdadero es acabar ignorando las cosas esenciales por haberse rendido incondicionalmente a las puramente divertidas, porque el hombre se incapacitaría así para entender toda la riqueza que se esconde en su propio interior, que convierte su vida en una realidad no sólo interesante, sino verdaderamente apasionante. Quizá el problema más agudo de la Modernidad y de la Posmodernidad sea precisamente éste: que el hombre ha olvidado quién es él realmente, se ha olvidado de su dignidad constitutiva.
En 1964 dos astrónomos, Penzias y Wilson, estudiando las radiaciones recibidas del espacio por un radiotelescopio, descubrieron la llamada radiación de fondo, una radiación de muy baja energía, igualmente distribuida en todo el espacio interestelar, una radiación nada llamativa, nada brillante, pero que sin embargo es esencial, porque resulta ser la confirmación más valiosa, al menos por ahora, de la teoría del big-bang. No estaría nada mal que nosotros alguna vez fuéramos haciendo eso mismo: desconectar las emisiones escasamente interesantes, ir a la búsqueda de nuestra radiación de fondo, que nos dice cosas esenciales sobre nosotros mismos. Escuchar nuestra propia vida con oído musical y averiguar de dónde viene la música fundamental. Esta radiación de fondo tiene que ver con el sentido. La cuestión del sentido es tan esencial, que un autor ha podido decir con verdad que “el hombre es un animal que más que de pan se alimenta de sentido”.
Cuando el hombre se estudia a sí mismo desde esta perspectiva descubre, como hemos dicho, esa especie de defecto de fábrica, esas rupturas como rendijas a través de las cuales parece filtrarse una luz que le dice sobre él mismo mucho más que todas las cosas conocidas y sabidas de antemano, fisuras a través de las cuales percibe y presiente, aunque sea vagamente, algo (Alguien) que le trasciende y que le espera, donde le aguarda su vida verdadera, más verdadera aún y más plena que ésta que vivimos en el tiempo: atisbos del Infinito.
3. La pregunta por el origen
3.1 La extrañeza de existir
El hombre es capaz de conocer muchas cosas sobre el mundo y sobre sí mismo, conocimiento vastísimo y admirable. Todo eso presupone, naturalmente, que el hombre y el resto de los seres existen. Yo conozco, amo, vivo... porque existo. Nos sentimos tan existiendo –si se me permite utilizar esta extraña expresión-, tenemos nuestra existencia como algo tan propio y tan logrado, que muchas veces se nos olvida preguntar precisamente por su fundamento. Tan atareados con el hacer, con el propio vivir, olvidamos preguntar por la razón de ese mismo vivir.
Un viejo filósofo pensó, hace ya tiempo, que el hombre se distingue esencialmente del animal porque con su cabeza emerge, por decirlo así, del agua del tiempo. Los animales serían así como peces nadando en esas aguas, arrastrados por el tiempo. Sólo el hombre puede hacer emerger su cabeza de las aguas. Ahora bien, ¿lo hacemos verdaderamente así? ¿No somos a veces también nosotros simples peces en el mar del tiempo, arrastrados por la corriente, sin abarcar con la mirada ni el lugar de donde viene ni al que va? ¿No quedamos absorbidos completamente en los pormenores de la vida cotidiana, en sus apuros y necesidades, de cita en cita, de deber en deber, de suerte que somos incapaces de percibirnos a nosotros mismos? (Ratzinger).
Pero además de la agitación de la vida cotidiana con sus mil pequeñas dificultades, está el hecho, aludido con anterioridad, de que el hombre en la sociedad actual vive en estado de solicitación permanente por parte de los medios de comunicación y de publicidad: cae sobre él una lluvia de información tan abundante, persistente y variada, que al hombre le resulta imposible de procesar y convertir en conocimiento. Se corre el peligro de un cierto embotamiento ante tanta profusión informativa, de modo que no se acierte ya a distinguir lo importante de lo secundario porque todo se le da como si fuera esencial, bien se trate del suicidio colectivo de los miembros de una secta esotérica como del último perfume que Rabanne saca al mercado. Así, lo inmediato puede distraer al hombre de lo esencial y decisivo, de manera que nunca se le hace momento de emerger, de intentar sacar la cabeza del agua y mirar por encima del mar al cielo y las estrellas, a fin de entenderse también a sí mismo, de bucear en el fondo de la propia existencia y preguntarse: ¿quién soy yo? ¿Quién es el hombre?
No sólo la falta de tiempo impide llevar a cabo esa actividad cuya necesidad se impone más que nunca como una cuestión ineludible de primera necesidad: pensar, y hablar sobre lo pensado. Nuestra época se caracteriza por un exceso de percepciones, por una amplísima gama de imágenes que están a la casi permanente disposición de cada uno con una profusión difícilmente imaginable hace unos años. El peligro que se corre es que la sensación secuestre al pensamiento, lo inhiba; y con él la libertad. Sin pensamiento no hay libertad radical sino sólo aparente: puedo elegir cosas, pero no puedo elegir quién quiero ser. Es un peligro realísimo, porque como dice Mondzaine, “el mundo de la producción -de las técnicas de mercado- ha mostrado que, por primera vez en la historia es posible la hipótesis de una suspensión del pensamiento sin que ello suponga forzosamente una interrupción de la vida. Es posible vivir sin pensar, pero la cuestión que se plantearía es si ese vivir con la libertad tan mermada sería propiamente humano”. Para una buena parte de nuestra cultura la visión de la realidad es una visión aplanada; como resultado de la visión científico-positiva y de la mentalidad pragmatista, la realidad ha quedado reducida a cosas y tiempo; y vivir, a una pura labor de optimización organizativa, un intento de hacer el mayor número posible de cosas en el menor tiempo posible.
A veces sin embargo ocurre el milagro de que el hombre se pregunte por la consistencia de esa película por la que habitualmente se desliza como un patinador sobre el hielo: el hombre se pregunta por el espesor de su propia existencia, por el fundamento sobre el que descansa el hecho mismo de existir, y repara en lo que eso tiene de enigmático; ¿me deslizo sobre tierra firme, sobre la costra helada del abismo insondable de un mar o sobre la vaciedad inmensa de la nada?
Nuestra propia historia, el hecho de habernos conocido siempre como ya existiendo, la familiaridad con nuestra personal existencia hace que muchas veces no se repare en esta cuestión. Imagínense, por ejemplo, cuáles podrían ser sus pensamientos ahora mismo si en lugar de haber venido a este mundo hace veinte años y llevar por tanto ese mismo tiempo familiarizados con ustedes mismos y su entorno, hubieran aparecido en el mundo esta noche, tal como son ustedes ahora mismo, es decir, con la misma capacidad de reflexión pero sin ninguna familiaridad con su vida ni con su medio social, es decir, sin una historia previa que convirtiera su estar-aquí en algo cotidiano, mil veces experimentado, sin nada que empañara o disminuyera las dimensiones reales del problema del propio existir. Sería como salir de un sueño; “cuando un hombre ha sido despertado a la realidad de la existencia y de su propia existencia, cuando ha percibido realmente este hecho formidable, a veces embriagador y a veces repugnante o enloquecedor –yo existo-, desde ese momento queda apresado por la intuición del ser y las implicaciones que lleva consigo”, queda apresado por las preguntas que el hecho inmediatamente propone (Maritain).
Esa situación nos llevaría en primer lugar a reparar en la gratuidad de nuestra existencia: no hemos hecho nada para nacer, no existimos por decisión propia, no nos hemos dado nosotros mismos nuestra existencia; y, por otra parte, entendemos que tampoco encontramos una razón dentro de nosotros que la reclame como una exigencia. Nada encuentro en mí que dé razón de mi propio existir; y sin embargo, existo. ¿Porqué?, ¿de dónde brota mi propia existencia?, ¿cuál es la fuente de donde provengo?
La pregunta acerca de la propia identidad -¿quién soy?- hace siempre referencia a los orígenes. Pero planteada en su nivel fundamental, no cualquier origen sirve como respuesta o como indicio. La referencia inmediata a los progenitores no soluciona la cuestión; la dilata, pero no la resuelve: a mis padres les afecta la cuestión exactamente igual que a mí, y lo mismo ocurre con todos los antecesores. No avanzamos nada remitiéndonos a los primeros humanos, quienesquiera que hayan sido. Sobre ellos gravita la cuestión con la misma intensidad -no mayor- que sobre nosotros.
Mencionar la teoría de la evolución tampoco lo arregla, porque la misma pregunta afecta a todos los seres, cuya existencia encuentra en ellos mismos tan escaso fundamento como en nosotros. La mención del resto de los seres naturales amplía -sin tampoco resolverla- la significación de la pregunta, que ahora se formularía así: ¿porqué existen los seres, porqué existimos seres que no tenemos en nosotros mismos razón de nuestra existencia? En el fondo es la pregunta radical que se planteó la filosofía existencialista: ¿Porqué el ser, y no la nada? Si esta pregunta no admitiera respuesta la vida sería una paradoja: un imposible hecho realidad, un imposible que sin embargo ocurre.
3. 2 El fundamento trascendente
Kafka describe muy bien esa sensación de irrealidad, de pesadilla descabellada en que se convertiría una existencia sin fundamento, que por eso mismo acaba también por ser una existencia sin sentido, que genera ese particular sentido de angustia existencial que tan profundamente ha marcado la cultura del siglo XX: vivir sería atravesar en la oscuridad un fragilísimo puente, una estructura tan precaria e inconsistente sobre el profundo abismo de la nada que el riesgo de verse engullido por ella es máximo y permanente. Ese es el argumento de dos de sus obras más conocidas, El proceso y El castillo. El protagonista de El Castillo, un topógrafo denominado simplemente K., va destinado a un pueblo porque ha sido contratado para realizar unos trabajos en el castillo del conde de Westwest. Llega a la aldea donde según sus datos se encuentra el castillo del conde, pero ninguno de los habitantes sabe nada del tal conde; unos lo envían a otros, pero ninguno sabe decirle dónde está el castillo, y ante su terca obstinación, los lugareños terminan por pensar que está loco y no le hacen ningún caso. Él sigue haciendo mil esfuerzos para enterarse, pero todos resultan inútiles. Por fin aparece un presunto lacayo del conde que le dice que efectivamente ha sido admitido como topógrafo del conde, pero que por desgracia no hay ningún trabajo para él. Crece su angustia hasta desbordarse: ¿a qué sitio abominable ha venido a parar?, ¿dónde está?, ¿quién manda ahí?, ¿qué sentido tienen esas muchedumbres que vienen y van enormemente atareadas?
Todo le parece a K. una infinita cadena de instancias: ninguna es la definitiva: nadie sabe dar razón de su presencia en aquel extraño lugar, todos aquellos a quienes pregunta le remiten a un ulterior informador. No puede irse, ni sabe por qué está allí, solo en medio de una multitud extraña... No hay posibilidad de perderse, porque todo está lleno de gentes y de informaciones; pero en realidad las informaciones sobran: en un mundo así es imposible que uno se pierda porque sencillamente uno no va a ninguna parte. O lo que es lo mismo, por extraño que parezca: todos, también los tranquilos y afanosos habitantes del lugar, aunque no lo sepan y ni siquiera se lo planteen, todos están igualmente perdidos. Esa situación parece no tener ningún sentido, y eso es precisamente lo que angustia a K. A él y no a los demás, que parecen estar allí tranquilamente. Pero esa es precisamente la clave y la razón de la angustia de K.: él sabe que sí va a alguna parte, que él sí tiene un destino, y que ese destino es totalmente distinto al sinsentido que observa a su alrededor.
Aunque la historia de Kafka parece referirse únicamente al destino del hombre, afecta también igualmente al origen, porque la cuestión del sentido abarca a la vez el origen y el final. Si el hombre se pregunta por su destino es porque entiende que su origen no es fruto del azar. Si su origen fuera puramente casual, la pregunta acerca del final carecería de fundamento. Es decir, el hombre encuentra la certeza -no psicológica, no puramente desiderativa- de que existe necesariamente un ser que tenga en sí mismo la razón de su propia existencia y fundamente y active la mía y la de todos aquellos seres que no tienen en sí mismos la razón de su propio existir, una especie de suelo metafísico que sustente mi existencia y evite que se precipite en la nada, “una existencia absoluta e irrefragable, completamente libre de la nada y de la muerte” (Maritain), un ser trascendente y último. El hombre intrigado por su propio existir encuentra esta respuesta: “Alguien, más allá de mí y por encima de mí, me precede y me sustenta”. No hay sólo mundo, cosas y personas; hay algo más, difícilmente definible con precisión pero aprehensible: el misterio del ser, que lo penetra todo y a la vez lo trasciende todo, “misterio que el filósofo denomina lo Absoluto y el creyente Dios, y del que ni siquiera el que niega ambas denominaciones es capaz de prescindir en su situación” (Buber), el misterio omnipresente del Ser que es Dios. Y aparece también simultáneamente la idea de la vida como don, como algo ofrecido graciosamente, sin mérito ni deuda.
Las demás respuestas que el hombre puede dar a esta cuestión son insatisfactorias o insuficientes; en algunos casos -como en el caso del recurso al azar, puesto de nuevo en circulación por Monod- se trata de respuestas que no responden nada, respuestas que no son más que invitaciones a repetir la pregunta o maneras diversas de decir “no sé”.
4. La plenitud: un afán inalcanzable
4.1 La insatisfacción radical del deseo
El hombre se configura como ser de memoria y proyecto (Ballesteros), en busca de su plenitud, en tensión hacia eso que habitualmente llamamos felicidad. No es cuestión de entrar ahora en el contenido de esta expresión, con la que designamos esa tendencia tan vívidamente percibida como difícilmente explicable con palabras. La buscamos en todo lo que hacemos, en cuerpo y en espíritu; está presente en todos los deseos y en todas las acciones, incesantemente perseguida y nunca alcanzada, siempre entrevista y nunca conseguida. Como ocurre al montañero inexperto que toma por cima lo que no es sino una primera elevación, la felicidad siempre parece encontrarse más allá de todos nuestros intentos.
No parece haber meta que, una vez conseguida, nos satisfaga completamente. Todo ocurre como si el objeto de nuestro deseo, que inicialmente aparecía lleno de frescura, una vez conseguido se marchitara irremediablemente: el agua sólo consigue aplacar temporalmente nuestra sed pero nunca saciarla por completo. Todos los objetivos se revelan incapaces de llenar el recipiente que somos. Pozo sin fondo, nuestros apetitos parecen afectados de una bulimia galopante: el hombre busca siempre más allá de todo lo deseado, sea cual sea la dirección en que se oriente. Y esto, tanto por lo que se refiere a las pasiones -deseos, impulsos- como a la misma voluntad. Ese más, ese afán incolmable que marca todo lo que el hombre hace o desea no es sino la manifestación de ese más que el hombre es. El hombre es más.
En cuanto a las pasiones, es un hecho constatable que el gozo provocado por el deseo satisfecho se gasta; una vez poseído el objeto deseado, la fruición desaparece; la reiteración de lo mismo provoca un gozo decreciente, que puede llegar incluso a desaparecer. Hay que ir cada vez más lejos para reencontrar la misma intensidad del placer: o se aumenta la dosis o se busca otro nuevo, más incitante; pero el ciclo se repite también con este nuevo objeto del deseo.
La experiencia dice que esto es una constante, independientemente del objeto deseado. Uno puede dejarse devorar o destruir por esta espiral ascendente, perderse en el deseo, dejarse aspirar por el torbellino hasta ser engullido. Con gran lucidez lo dice el poeta: “Ignoraba que el deseo es una pregunta / cuya respuesta no existe” (Cernuda); como si la pasión o el deseo fueran interlocutores defectuosos o mal seleccionados que nos obligaran a formularles una y otra vez la pregunta; porque o no responden o no parecen entender la pregunta. Una situación análoga a la que describe aquel viejo chiste en el que una señora entra a una frutería y, sin mediar saludo, pregunta directamente a la dependienta:
- “¿Tiene manzanas?” La frutera responde:
- “Muy buenas”. La compradora, pensando que esas palabras de la frutera son un simple saludo, contesta al saludo con las mismas palabras y vuelve a hacer la pregunta:
- “Muy buenas; “¿tiene usted manzanas?”. La frutera, que tiene unas manzanas excelentes, le responde:
- “Muy buenas”. La compradora, pensando que esas palabras de la frutera vuelven a ser un simple saludo, etc..., porque la situación se podría repetir in infinitum.
Así ocurre con la respuesta de la pasión; se puede entrar en esa especie de espiral absorbente de la que en la práctica -a diferencia del ejemplo de la frutería, en el que cabe la posibilidad de dar media vuelta e irse- puede resultar muy difícil salir. El poeta lo reconoce cuando habla de la experiencia que él padeció:
Yo fui
columna ardiente, luna de primavera
mar dorada, ojos grandes...
Canté, subí,
fui luz un día
arrastrado en la llama.
Como un golpe de viento
que deshace la sombra,
caí en lo negro,
en el mundo insaciable.
He sido”.
(Cernuda)
En los primeros versos, tanto las palabras como el ritmo están sugiriendo el brillo y la luminosidad atractiva del deseo, la espiral ascendente, alegre e intensa del placer. En la segunda parte la atmósfera del poema cambia súbitamente; la suave brisa inicial se convierte en un tornado poderoso de cuya órbita resulta imposible salir, como si el poeta quisiera dar a entender que no hay escapatoria para quien se deja aspirar por ese torbellino que nos precipita hacia la fatalidad. No tener en cuenta esa extraordinaria fuerza de captación y el efecto autodestructivo sobre el hombre mismo que posee el placer masivo, inmoderado y absolutizado, desconocer su dinámica, puede convertirse en un serio error; porque por ser dinámica, es fuerza ciega, necesaria: no admite excepciones.
Conviene quizá advertir que no se está hablando aquí de una valoración moral ni tampoco metafísica del placer, sino sólo fenomenológica: qué es lo que pasa en realidad con el placer sensible, cómo funciona el placer como respuesta a un movimiento del apetito. De todas formas convendría recordar ahora, aunque fuera de manera muy sucinta, que el placer es en sí mismo bueno, tiene una función y una misión positiva en la vida del hombre, de todos los vivientes: moríamos de desnutrición si saciar la sed o el hambre no fueran placenteros; la especie se extinguiría por falta de renovación generacional sin el placer que acompaña al acto generativo, etc. La cuestión moral del acto placentero tiene en cuenta las dos vertientes de la cuestión: por un lado, que el placer es un bien y cumple una función necesaria; y por otro lado, la capacidad que tiene para destruir al hombre, para esclavizarlo, cuando el placer es buscado como fin en sí mismo, desordenadamente, como si se tratara de un absoluto. La respuesta ética, vigente en la filosofía desde la Grecia clásica, apela a la dosificación, a la moderación, al orden y a la medida en el uso del placer para no ser devorado por él, absorbido por el torbellino de la insaciabilidad, con todo el dolor existencial que genera: “Ignoran cuánto tormento encierra el placer” (Anónimo cristiano del siglo II) . Con ese tratamiento se consiguen mitigar los efectos indeseables que se derivan necesariamente –es un dato de experiencia- de ciertas formas menos correctas de buscar el placer, pero el problema no se resuelve: la sed existencial sigue existiendo.
Lo que aquí quiere resaltarse es la cuestión de que en el goce del apetito sensible está ausente la plenitud. La fruición es real, y puede ser extraordinariamente intensa, pero no satisface completamente al hombre. Todo ocurre como si esa respuesta que el placer proporciona cuando el hombre le interroga acerca del sentido no estuviera a la altura de la pregunta, como si hubiéramos dirigido la pregunta a un interlocutor equivocado, que precisamente por ser incapaz de responder está dando a entender que la respuesta es negativa.
Esta insatisfacción de fondo no afecta solamente al placer sensible, sino a toda pasión del cuerpo y del espíritu. Nada de cuanto posee o recibe le parece al hombre suficiente, y sólo temporalmente consigue aplacar su ansia. El tiempo le acaba revelando la insuficiencia de lo conseguido, y el hombre cabalga de nuevo en pos de aquello tras lo que presuntamente se esconde su felicidad. “El hombre es más feliz por lo que desea que por lo que posee”, sentencia Bloch. Todo triunfo es efímero, toda meta provisional, siempre hay un más allá. Desde una perspectiva más abarcante, Blondel habla de esa tendencia radical de la voluntad a ir siempre más allá de lo que en cada uno de sus actos desea. Y lo mismo hace Polo cuando indica que la voluntad más que querer esto o aquello, lo que hace es querer-querer, un querer que no agotan ninguno de los fines deseados, ninguno de los objetivos conseguidos. Idéntica apreciación hace el poeta cuando designa a la persona como afán, innumerable y confuso:
“Como esta vida que no es mía
y sin embargo es la mía,
como este afán sin nombre
que no me pertenece y sin embargo soy yo”
(Cernuda)
O Pessoa, cuando afirma:
“Nada me ata a nada.
Quiero cincuenta cosas al tiempo.
Con angustia del que tiene hambre de carne anhelo
no sé bien qué:
definidamente lo indefinido”.
(F. Pessoa)
El poeta resalta la extrañeza ante esa impenitente búsqueda, permanentemente insatisfecha, de la que resulta imposible prescindir. Un afán que, por otra parte, se siente incapaz de dominar y resiste a todos los intentos de domesticación. El hombre no puede extirparse esa inquietud, quitársela de encima; todo ocurre como si él fuera una máquina imparable de querer-querer, de querer más.
Este fenómeno, reconozcámoslo, es verdaderamente extraño. ¿Qué maléfico poder, tan involuntario como inexorable tiene el hombre, que mata cuanto desea? ¿Qué extraña maldición de rey Midas al revés pesa sobre el hombre, que convierte en polvo todo cuanto de valioso y apetecible toca? Si lo que deseo, lo que pienso que me haría feliz, se gasta pronto en el tiempo; si lo que consigo debe ser destruido (mientras que permanece el deseo de seguir deseando), tal vez eso signifique que aquello no era lo que en realidad andaba buscando, aunque lo pareciera. Entonces aparece la pregunta clave: “si esto es así, ¿qué queremos encontrar, qué buscamos en realidad cuando deseamos algo?
4.2 El objeto del deseo: realidad y símbolo
La respuesta a esa pregunta parece apuntar al doble valor del objeto deseado: como realidad en sí, y a la vez como símbolo de algo que está más allá de él y hacia lo cual nos dirige. Lewis expresa la cuestión con gran agudeza: “el deseo que se despierta en nosotros cuando nos enamoramos por primera vez, o cuando por prime¬ra vez pensamos en algún país extranjero, o cuando nos inte¬resamos en algún tema que nos entusiasma, es un deseo que ninguna boda, ningún viaje, ningún conocimiento pueden real¬mente satisfacer. No hablo ahora de lo que normalmente se calificaría de matrimonios, o vacaciones, o estudios fracasados. Estoy hablando de los mejores posibles. Hubo algo que perci¬bimos, en esos primeros momentos de deseo, que simplemente se esfuma en la realidad. Creo que todos sabéis a qué me refiero. La esposa puede ser una buena esposa, y los hoteles y paisajes pueden haber sido excelentes, y la química puede ser una ocupación interesante, pero algo se nos ha escapado”.
“Si encuentro en mí mismo un deseo que nada de este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fui hecho para otro mundo. Si ninguno de mis placeres terrenales lo satisface, eso no demuestra que el universo es un fraude. Probablemente los placeres terrenales nunca estuvieron destinados a satisfacerlos, sino sólo a excitarlos, a sugerir lo auténtico. Si esto es así, debo cuidarme, por un lado, de no despreciar nunca, o desagradecer, estas bendiciones terrenales, y por otro, no confundirlos con aquello otro de lo cual estos son una especie de copia, o eco, o espejismo. Debo mantener vivo en mí mismo el deseo de mi verdadero país, que no encontraré hasta después de mi muerte; jamás debo dejar que se oculte o se haga a un lado; debo hacer que el principal objetivo de mi vida sea seguir el rumbo que me lleve a ese país y ayudar a los demás a hacer lo mismo”.
Se apunta como posibilidad la sugerencia de que el hombre no sea de aquí, no sea terrenal, y esté siempre a la busca de su verdadero hogar, que sería un más allá, con otro tipo de existir. Si las prestaciones del hombre superan las que aquí puede ahora realmente conseguir, si la pista en la que ha de correr -que es su vida- se le hiciera pequeña, ¿porqué no pensar que las condiciones actuales de la vida del hombre no son las que originalmente le corresponden, aquellas para las que el hombre fue hecho? Así, esa insatisfacción estaría remitiendo a aquellas condiciones iniciales, de las que vendría a ser como un vestigio, un recuerdo existencial, una añoranza de esa condición inicial más perfecta y un deseo, incorporado al fondo mismo de su ser, de que esa condición ha de recuperarse de nuevo. Ahí queda apuntado el valor del placer -y en general de todo deseo- como una realidad que, aparte de su valor en sí, tiene sobre todo un significado de símbolo, signo y de promesa de lo futuro, de lo que espera al hombre en su verdadera vida.
La señal de tráfico que al borde de la carretera indica la proximidad de una fuente, no sacia la sed; significa que más allá, a la distancia que en ella se indica, se encuentra la fuente. La señal indica el camino, pero es un error tomar el símbolo por la realidad que significa, la señal por la fuente misma: un hombre vaciado en la búsqueda ansiosa del placer a toda costa produciría el mismo patético efecto que un sediento chupando ávidamente una señal de tráfico indicativa de “fuente”. La insatisfacción radical que vive en el hombre apunta la sugerencia -más allá de la filosofía- de que quizá esta vida que estamos viviendo, estas condiciones de vida, no sean las propias, las originales; como si esta vida no fuera aquella para la que estamos hechos y que en el fondo no hacemos sino desear en todo.
Parece, pues insinuarse la sospecha -positiva, en este caso-, que da pie a la pregunta: ¿y si todas esas cosas, esos objetos de nuestro deseo, no fueran más que signos, señales que nos conducen a algo (Alguien) que está más allá de ellos, más allá del hombre: signos indicativos de Dios? ¿Y si en fondo aquello que el hombre busca, Aquel a quien el hombre busca en todos sus afanes, a través de esos símbolos, de esos pálidos reflejos que suscitan nuestro deseo, es a Dios?
Thibon lo expone con toda lucidez: “Habría que hacer ver a los hombres la maravilla de la realidad divina que su sueño presiente y a la vez oculta. Hacerles comprender que el hambre de Dios se esconde en las cosas en apariencia más ajenas a lo divino: sus ocupaciones cotidianas, sus pasiones terrenas, su mismo materialismo, porque la materia sólo tiene valor como signo del espíritu. En realidad, todo el mundo busca a Dios, ya que todo el mundo pide a la tierra lo que ésta no pue¬de dar; todo el mundo busca a Dios, puesto que todo el mundo busca lo imposible (...). Pero la desgracia del hombre estriba -y ahí está el nudo de esa perversión que llamamos error, pecado o idolatría- en que, engañado por las apariencias y buscando lo eterno al nivel de lo efímero, puede transformar esos valores temporales, que responden a indiscutibles necesidades, en refugios contra el infinito”.
En una interpretación más amplia, esa ambigüedad, esa doble significación de todo objeto de deseo como realidad en sí y como símbolo que apunta a una realidad ulterior y trascendente puede aplicarse al universo de las cosas creadas, puesto que el universo de lo deseable coincide con el universo de lo existente. Aparece una idea muy arraigada en toda la tradición cristiana: la Creación, el Universo entero, como manifestación y revelación (parcial) de Dios, resplandor y espejo de su gloria. Todo lo creado, en cuanto deseable -o sea, en cuanto existente- apunta hacia su Creador, nos habla de su existencia, nos lo revela de algún modo.
A su vez, la ambigüedad antes aludida entre realidad y signo, sin embargo, nos avisa que la propia Creación puede convertirse para el hombre en velo que oculta a Dios en la medida en que las realidades creadas sean vistas (deseadas) únicamente en su propia realidad y no también en su cualidad de símbolo: la mirada (el deseo) queda tan fascinada por la belleza de las cosas -belleza que es el reflejo en ellas de la Luz creadora- que olvida o evita expresamente preguntarse por la Luz que las alumbra y las saca a la existencia: “vemos las cosas porque existen- afirma San Agustín en las Confesiones-; pero existen porque Tú las miras; sin Ti no existirían”.
Así las criaturas, con su capacidad de deslumbrar y seducir el corazón del hombre, pueden convertirse en obstáculos. El hombre anda expuesto al error de tomar la sombra por el objeto, el signo por lo significado; anda expuesto a perderse entre la cosas, a ser devorado por ellas: cuando el hombre piensa poseerlas, ocurre que en realidad acaba siendo poseído por ellas. Y con su libertad encadenada resulta incapaz para alcanzar su más alta meta.
El hombre puede volcar en pasiones finitas esa sed de infinito que lo espolea (y que, aunque no sepa reconocerlo expresamente, es sed de Dios); pero esa operación se muestra indefinidamente frustrada. En esa operación el hombre puede destruirse o salvarse; se salvará si descubre –y no le faltará luz para ello- que sólo Dios puede responder a ese deseo que le constituye (Clément).
III
EL AMOR: LA TRASCENDENCIA PRESENTIDA
1. Personalismo versus individualismo y colectivismo.
El concepto de persona es un concepto relacional, cuestión que tiene extraordinarias y profundas repercusiones prácticas. Ser persona es algo más que ser individuo, un yo autónomo y autárquico, y bien distinto también de ser un simple elemento de una totalidad que sería lo verdaderamente primario e importante.
El personalismo filosófico -los personalismos, sería mejor decir- comienza a surgir como reacción contra los errores del individualismo insolidario del siglo XIX, que se demuestra en la práctica como un gran error. Su campo se amplía para criticar los errores de su opuesto, el colectivismo totalitario, cuyos efectos lesivos para el propio hombre lo descalifican como hipótesis válida en Antropología. La historia de los dos últimos siglos se ha encargado de invalidar en la práctica esas dos hipótesis. Históricamente, pues, el personalismo renovado aparece a mediados del siglo XX como un intento de renovación de la Antropología. Uno de los representantes más significados de esta corriente, Martin Buber, describía así la situación: “No queda más remedio que la rebelión de la persona por la causa de la libertad de la relación. Veo asomar en el horizonte, con la lentitud de todos los acontecimientos de la historia humana, un descontento tan enorme como no se ha conocido jamás. No se tratará, como hasta ahora, de oponerse a una tendencia dominante en nombre de otras sino de rebelarse contra la falsa realización de un gran anhelo de comunión, el anhelo de su realización auténtica. Se luchará contra su imagen deformada y por su forma pura tal como ha sido contemplada por generaciones humanas llenas de fe y de esperanza”.
El concepto de persona se define en oposición tanto a la idea de hombre como individualidad anónima, simple y casi indiferenciada parte de un todo que sería lo esencial, como al individuo soberano, y autárquico, al hombre solo e insolidario. El personalismo, sin embargo, en su valoración del hombre, trata de no atenerse a ninguna imagen previa; su punto de partida es la realidad misma que el hombre experimenta viviendo su vida: el hombre como unidad irreemplazable de pensamiento, amor y acción (Domingo).
La estructura de la persona es dialogal, en el sentido de que la persona se afirma y se despliega en diálogo abierto con los demás. La persona es producto del encuentro (no del encontronazo, como en el individualismo, ni de la confrontación, como en el colectivismo). Los vínculos que la construyen no son las simples relaciones externas, materiales, puramente funcionales como las que se dan por ejemplo en los insectos gregarios: abejas, hormigas, etc. Se trata de auténticas relaciones de mutuo reconocimiento e intercambio a todos los niveles: intelectual, afectivo y práctico. En el hombre esa relacionalidad es esencial para el recrecimiento y la expansión de lo personal. Con ello se quiere significar algo más que la obvia constatación de que el hombre es un ser capaz de establecer relaciones de muy diverso tipo con su entorno; se intenta dar a entender que la maduración y la densidad de su ser-persona está en dependencia inmediata de la calidad e intensidad de esos vínculos. El hombre solo y solitario, el hombre aislado y anónimo, el hombre insolidario, que sólo genera y soporta relaciones casi exclusivamente biológicas, funcionales, son muñones de persona, personalidades atrofiadas. Lo que singulariza al mundo humano, por encima de todo, es que en él se da entre un miembro y otro algo que no encuentra parangón en ningún otro ámbito de la naturaleza.
Esos vínculos pasivos y activos que el hombre establece o soporta, son los que dotan de significado y confieren identidad a la persona como tal. De alguna manera se podría aclarar esto diciendo que el camino hacia el encuentro de su identidad como persona comienza para el niño no principalmente por el alimento y la protección que recibe apenas engendrado, sino sobre todo por la afectuosa relación con la madre, ya desde el mismo seno materno, y después con el padre. La primera sonrisa del niño, provocada por la sonrisa materna es la primera manifestación expresiva de la persona: la criatura se siente envuelta en un ambiente en el que se encuentra acogida, y en el que va adquiriendo gradualmente conciencia de su propia identidad y valor a través de esa relación parental afectuosa (von Balthasar). La familia es el humus existencial de la persona, su condición de posibilidad.
2. Personas y cosas
Decir que la realidad de la persona es esencialmente relacional significa que la relación yo-tú es una relación constitutiva, indesligable: yo y tú son palabras que se deben decir a la vez (Buber), porque se implican mutuamente. Ese tú que se comienza dirigiendo primero a la madre y después al padre, se amplía posteriormente al ámbito familiar, al amigo, al enamorado o a la enamorada, y finalmente debería dirigirse a todos los hombres.
No entramos ahora en las causas que impiden o dificultan este progreso en cualquiera de sus pasos, pero sí conviene dejar constancia de su importancia esencial: el progreso en humanidad debería abarcar todo el proceso completo, sin detenerse en ninguna de las etapas intermedias. De ahí la importancia esencial de la familia y de los valores transmitidos en el ámbito familiar.
Lo propiamente humano es la creación y el cuidado de esos espacios de humanidad, espacios de convergencia personal, en los que el hecho mismo de compartir algo en común genera el acercamiento entre los miembros y contribuye a crear relaciones de valoración positiva entre ellos. El primero y esencial de esos ámbitos es la familia, donde todo es compartido y cada uno es valorado por lo que es, y no por lo que tiene. La familia no es un puro ámbito biológico-funcional, sino el lugar determinante en el que el ser humano se desarrolla propiamente como persona porque en ella adquiere conciencia de su singularidad, de su propio valor y de su irrepetible dignidad. La familia es, por tanto, la defensa de la concepción del hombre como persona frente a cualquier intento de reducción solipsista de la naturaleza humana, y frente al peligro también de homogeneización totalitaria, de instrumentación y manipulación por parte de los poderes fácticos, operación que en último extremo abocaría a la despersonalización del individuo humano, convertido en esclavo sumiso.
Después está toda esa trama de relaciones cordiales entre los miembros de un grupo en que consiste la amistad y, en un ámbito más amplio, las relaciones de cordialidad con quienes están o pasan a nuestro lado. Es la propuesta defendida en Smoke, película que constituye todo un alegato contra el modo de vivir aislacionista e insolidario. Lo que los protagonistas del film comparten inicialmente es su afición al tabaco; el humo aquí no quiere ser sino el símbolo de algo sencillo y leve que se comparte, pero que se convierte en ocasión y punto de partida para compartir cosas más esenciales. Ese mutuo compartir hace a los hombres más humanos, y mejores. De aquí, entre otras cosas, la importancia que para el hombre tiene la amistad como complemento de la familia en cuanto espacio privilegiado de humanidad, de defensa de la originalidad de cada ser humano, ámbito de resistencia de la libertad frente a cualquier intento de tratar al hombre como un puro instrumento.
Completamente distinta de la relación yo-tú es la relación yo-ello, en la que está ausente la intimidad y familiaridad afectuosa que se da en la primera. La relación yo-ello es una relación de objetividad, entendiendo este concepto no como se entiende en la conversación ordinaria, en la que es sinónimo de condición necesaria para toda valoración justa en el juicio, sino como una relación no interpersonal. Objetividad, en este sentido, y contra lo que pudiera parecer, no es siempre condición de una mayor contenido de verdad en los juicios. Cuando el objeto es en realidad una persona y no una cosa, el contenido de verdad de los juicios establecidos a través de una relación objetivista será menos significativo que los contenidos establecidos con base en una relación personalista. Así, alguien que juzga sobre una mujer diciendo de ella, por ejemplo, que se trata de una persona de sexo femenino, de 1,72 m. de altura, ojos grises, pelo castaño, carácter tranquilo, etc., por más datos que pueda dar no estará expresando más verdad, ni una verdad más profunda, que quien dice, como sólo un hijo puede decir: “es mi madre”. De igual manera, un médico no se engaña cuando trata al paciente como un organismo enfermo; se engañaría si lo tratara como si sólo fuera un cuerpo enfermo, que puede manipular como si fuera un objeto, un ello.
Esta distinción es de una extraordinaria importancia práctica, porque significa que a las cosas hay que manejarlas como cosas y a las personas hay que tratarlas como personas y no como cosas, no como meros objetos o simples instrumentos que uno pueda manejar a su antojo, en su propio beneficio. Cuando se actúa de este modo, las cosas nos ayudarán en muchos aspectos y las personas en uno fundamental, que ninguna cosa puede suplir, el de ser humanos. Cuando esta distinción no se respeta en la práctica -porque en teoría no hay dificultades en admitirla-, se desvanece o desaparece aquello que hace humana la vida de los hombres: la vida se deshumaniza.
El mundo es precisamente el tejido que los hombres elaboramos con esos dos hilos, con ese doble tipo de relación con que el hombre entra en relación con su entorno: personas y cosas. Esas relaciones son dos modos distintos de mirar y, por tanto, de entender y de actuar. Confundir los hilos, o no distinguirlos suficientemente provoca muy serios inconvenientes. La película Ciudadano Kane, ilustra magistralmente ese error. Es la historia del estruendoso fracaso como persona de alguien que a ojos de la opinión pública es un triunfador, orgulloso de sí mismo. La clave de ese fracaso es precisamente ésta: Kane trataba a las personas como si fueran cosas, las compraba, las usaba y, cuando ya no le servían, las tiraba. Eso ha hecho siempre con todos; no sólo con sus rivales sino también con sus mujeres, con sus amigos, con sus colaboradores. Sólo al final, cuando ya no tiene remedio, descubre el error. Vagando solitario por las estancias enormes de Xanadú, el fastuoso y descomunal palacio que, en su megalomanía, se hizo construir, se da cuenta de que daría todo lo que tiene, todas las fabulosas riquezas que ha conseguido acumular, con tal de conseguir aquello que le falta y que entonces reconoce como esencial: esas relaciones afectuosas que hacen humana la vida, que liberan de la soledad y confieren sentido, el camino que él no siguió cuando eligió triunfar a base de comprar y vender.
3. Persona y amor
La esencialidad del compartir en el despliegue y perfección de la persona no está haciendo referencia a ningún tipo de mercantilismo. No se trata de “yo entrego para que tú me devuelvas”, sino de una donación generosa y libre. La madre no ama a su hijo para que su hijo la ame, sino simplemente porque es su hijo. En el mercantilismo, al contrario, priva la simple transacción, la donación sin alma; por eso el homo oeconomicus, para el que toda relación es en última instancia transacción, a pesar de su habitual apariencia de cordura y sentido práctico, es una anomalía de la persona, una deformación.
El hecho de que la persona madure y se despliegue a través de esa relación yo-tú tan específica significa que el hombre está hecho por y para el don y la entrega generosa, por y para el amor. El amor es el contenido esencial, infaltable, de esa relación. Hay diversos tipos de amor (cfr. C.S. Lewis, Los cuatro amores), pero en todos ellos se trata sustancialmente de un acto de apertura, de reconocimiento del otro -de reconocimiento en el otro- y de compartición; no de apropiación, sino de vaciamiento. En el amor uno gana, pero no apropiándose de algo o de alguien, sino al contrario, regalándose desinteresadamente al otro. Esa entrega, esa prodigalidad aparentemente loca convierte paradójicamente aquello en una ganancia esencial, independientemente de cualquier correspondencia: se gana en humanidad. Esa ganancia es tanto mayor cuanto más biunívoca sea la relación, es decir en la medida en que el yo advierta que el tú es en realidad un alter ego (otro yo), en que lo amado se reconoce como la otra mitad del yo (dimidium animae meae, decía Horacio): el yo y el tú entran entonces en resonancia.
A esa misma situación paradójica se refiere el autor inspirado cuando dice: “el hombre dará todas las cosas de su casa por el amor, y le parecerá que no está dando nada (porque es mucho más lo que recibe)” (Cantar de los Cantares). Es justamente ese don de sí mismo, en que consiste el amor, el que se acaba revelando como un ser-más, como ampliación y enriquecimiento del horizonte de la propia identidad. Éste es el sentido de aquellas palabras del Evangelio, aparentemente enigmáticas: “el que se guarde su vida, la perderá; pero el que la pierda por amor mío, la ganará”.
El amor es completamente genuino en la persona. Naturalmente éstos no son los criterios que se popularizan en un medio como el nuestro en el que la relación objetivista priva sobre la personalista, un medio en el que se valora lo crematístico, la utilidad, por encima de todo: el saber hacer por encima de la sabiduría, el tener por encima del ser. Pero hemos de reconocer que, en el fondo, la ilusión genuina es la de ser más, y no simplemente tener más. Este es el sentido que naturalmente todos somos capaces de experimentar. Cada persona suele tener algún motivo personal por el que se siente orgulloso; entre esos motivos, los que mayor satisfacción producen son aquellos en los que hemos actuado por desinterés, por pura donación generosa, sin ningún lucro personal. Saint-Exupéry describe una experiencia general cuando afirma: “Si busco en mis recuerdos los que me han dejado un sabor duradero, si hago balance de las horas que han valido la pena, siempre me encuentro con aquellas que no me procuraron ninguna fortuna”. Esto es así porque la persona está hecha para el don de sí, constitutivamente orientada hacia la entrega libre en el amor. El sentido último de la libertad –aunque de ello hablaremos más adelante- es precisamente éste: hacer posible el amor, conseguir que el amor exista.
4. Amor y verdad
El amor supone un descubrimiento previo: el de la deslumbrante riqueza de belleza, de bondad -¡de realidad!- que se esconde en el fondo de la persona amada, riqueza que las apariencias a la vez -y parcialmente- ocultan y revelan, y que sólo es accesible a quien ama. El amor tiene en sí algo de desconcertante a los ojos de los demás. Los demás le preguntan, intrigados “¿pero tú que le ves?”. Y el enamorado (o la enamorada) habla, y no para; o mejor, es tanto lo que ve que se siente incapaz de decirlo con palabras y renuncia a cualquier explicación.
¿Se equivoca quien habla así de la persona amada? No; suele acertar siempre o casi, aunque los demás piensen que se equivoca, exagera o aun delira. Se suele decir que el amor es ciego, pero en realidad es lucidísimo: ve lo que realmente hay en la persona amada. La cuestión está en que sólo quien ama es capaz de verlo (y aunque sólo lo vea en la persona amada, esa misma riqueza existe en los demás). Porque sucede que la riqueza verdadera y profunda de la persona, sólo es accesible a la mirada del amor. No me estoy refiriendo al amor conyugal, sino a cualquier tipo de amor: sirve también para el amor de amistad, sirve también para ese otro amor hacia las personas, que en realidad sólo es posible en la práctica para los creyentes, que entienden y saben que ese fondo de las personas es en realidad divino. Es el resplandor de la imagen de Dios, del amor de Dios por cada uno que se esconde detrás de las apariencias exteriores, incluso de las más materialmente repugnantes. De la Madre Teresa de Calcuta se cuenta que un día cierto personaje, notablemente rico, apareció por uno de los hogares para leprosos que ella había construido para atenderlos. Mientras paseaban por las distintas salas donde se encontraban aquellos pobres enfermos devorados por la lepra, el hombre no pudo reprimir un gesto de horror hacia tanta miseria. Y dirigiéndose a la Madre Teresa, comentó: “Esta labor que hacen usted y las hermanas no tiene precio. Yo no lo haría ni por un millón de dólares”. A lo que la Madre Teresa se limitó a responder: “Nosotras, tampoco”.
Pensemos en el amor de una madre por sus hijos. Cuando una madre habla de sus hijos, quien la escucha y conoce bien al hijo puede pensar que la buena mujer delira, que no tiene ni idea de cómo se comporta en realidad su hijo. Pero no es así. Quizá ella no acabe de tener toda la razón en lo que le cuesta o incluso se niega a admitir -que su hijo tiene que trabajar más, que es un poco golfo, o demasiado amigo de lo ajeno, etc.- pero acierta en lo que afirma. No está viendo visiones ni construyendo afirmaciones con la imaginación cuando habla así de su hijo: está diciendo la verdad. El problema es que sólo para ella es accesible esa verdad, porque sólo ella ama de verdad a su hijo. Sólo ella llega al fondo de la verdad que para los demás se oculta detrás de una capa superficial de vulgaridad, de normalidad, que sólo el amor puede traspasar. Muchos vieron aquellas mismas piedras antes que el experto en descubrir minas de diamantes, pero sólo él supo sacar a la luz el valor que ocultaba su vulgar apariencia esterior. La mirada amorosa es la mirada experta en descubrir el verdadero valor de las personas. Sólo el amor nos permite ver a otro tal como es (Guardini).
Esto ocurre no sólo con las personas sino también con las cosas. Es una experiencia relativamente frecuente escuchar a gentes sencillas que hablan de realidades muy próximas -su pueblo, su casa natal, su gente, su tierra- dando a entender que son lo mejor del mundo. Un observador supuestamente objetivo pensaría que aquel paisaje o aquella tierra no son mejores ni peores que muchas otras tierras y paisajes de otras latitudes, y atribuiría a cierta estrechez de miras del interesado el hecho de considerarlas únicas en su género. Esa opinión es un juicio desacertado. Tampoco acertaría quien juzgara que esas personas piensan que aquello es lo mejor precisamente porque es suyo y es lo único que tienen. En realidad es más cierto pensar que hablan así de esas cosas sencillamente porque las aman. Es su amor por ellas lo que les hace descubrir esa verdad que a quien mira con despreocupación se le escapa necesariamente: son únicas, las más bellas. Es ese peculiar modo de mirarlas -la mirada amorosa- el que descubre todo el encanto que poseen; que no es invención ni fantasía, sino que está en las cosas mismas. Son lugares, paisajes, objetos, cargados de vida: nombres, recuerdos... Sólo conocemos en profundidad aquello que amamos; la mirada del corazón (toda la persona mirando) completa y profundiza la mirada de la simple inteligencia.
Es el amor –la inteligencia enamorada, la mirada contemplativa- quien nos descubre el misterio del ser, de lo que hay más allá y al otro lado de las apariencias: el deslumbramiento de la realidad, “el rostro escondido de las cosas” (Juan Pablo II). Cabría decir que esas otras dos actitudes que habitualmente impulsan al hombre hacia el conocimiento de la realidad, la admiración y el interés, no son sino formas menores del amor; y que el conocimiento que a través de ellos el hombre se procura puede ser verdadero, pero siempre es incompleto, parcial.
5. El amor, realidad misteriosa
Esta experiencia alcanza su más alto grado de expresión en el amor personal, del que el ejemplo más usual -aunque no el único ni el más significativo- es el amor entre varón y mujer. Aunque no me detendré en esta cuestión, quiero apuntar aquí simplemente que el amor y la sexualidad son realidades distintas y separables que conviene no confundir. Puede haber amor sin sexualidad (pensemos en el amor de una madre o un padre por sus hijos) y sexualidad sin amor. A pesar de las apariencias, el amor sexual suele contener menos amor del que parece porque se suele identificar la simple atracción física –infaltable para el ejercicio de la sexualidad- con el amor. Lo cual muchas veces es suponer demasiado. A ello se refiere Rilke, al comienzo de la tercera de las Elegías de Duino:
HABLAR DEL HOMBRE EN EL SIGLO XXI
1. La especie homo sapiens sapiens
Estamos tan acostumbrados a nosotros mismos, tan hechos a nuestro propio vivir que apenas si nos damos cuenta de nuestra rareza. Porque el hombre es un ser verdaderamente original, chocante. Desde el punto de vista biológico se trata de una especie extraña, casi ridícula, estrafalaria, biológicamente inviable. Nace muy inacabado, y el tiempo que ha de transcurrir para valerse por sí mismo es extraordinariamente grande comparado con el de otras especies animales; vive desprotegido, carente de defensas físicas ante los depredadores; es poco prolífico; su capacidad instintiva es muy reducida y sus sentidos muy poco desarrollados frente a otras especies animales (lo cual aumenta su indefensión). Como puro animal, pues, una especie extraordinariamente frágil, hasta el punto de resultar sorprendente el hecho mismo de que haya salido adelante (¡cuánto más su predominio sobre el resto de las especies animales!). En simple zoología no se entiende su persistencia: Mowgli, el original protagonista de El libro de la selva de Kipling, es pura ficción literaria.
Frente al comportamiento animal, puramente zoológico, destaca la especificidad de lo humano, su novedad cualitativa y radical. Esta aportación de novedad hace referencia a tres aspectos fundamentales:
- Libertad (autoposesión). La libertad es manifiestamente evidente en la acción humana. El animal tiene su vida determinada por sus instintos. En el hombre, sin embargo, los instintos sólo condicionan su comportamiento, pero no lo predeterminan de modo compulsivo y necesario. Sus actos no están precontenidos ni predeterminados en las condiciones iniciales. El hombre introduce en la naturaleza un factor de impredecibilidad, de sorpresa, de innovación: “el único ser capaz de proyectar, de decir no” (Scheler). La decisión libre rompe la continuidad uniforme con todo lo que la hace posible (Alfaro).
- Autoconciencia. El hombre no sólo conoce y vive, sino que conoce que él mismo es alguien que conoce y que vive, un ser que tiene conciencia de su propia existencia, conciencia refleja de sí mismo: el único capaz de decir yo. Antes que frente a la historia o frente a los demás el hombre vive frente a sí mismo, en diálogo interior consigo mismo. Lo extraño de ver a alguien hablando solo por la calle no está en el diálogo en sí mismo, sino en la circunstancia de que lo haga en voz alta. El destinatario de las preguntas que hacemos, de las recriminaciones o de las alabanzas, con frecuencia somos nosotros mismos. Esa especie de desdoblamiento interior, ese ir y venir de sí mismo a sí mismo, no sólo no tiene nada de patológico sino que forma parte de la novedad radical que representa el hombre: la conciencia personal. El hombre no sabe vivir sin preguntarse por sí mismo, sin interrogarse acerca de quién es, qué hace y por qué lo hace.
- Historicidad cultural. El hombre posee no sólo la capacidad de vivir inteligente y libremente sino de retener y de transmitir lo pensado y vivido, y de proyectarse hacia futuro. Es la única especie en la que las generaciones no parten de cero sino de ese patrimonio permanentemente acrecentado de experiencias y conocimientos que cada generación ofrece a la siguiente como base sobre la que construirse. Ese patrimonio es la cultura. El hombre nace con una deuda, por así decir, con los que le han precedido. Nadie se la va a exigir, pero ha de saber agradecerla: el hombre no sólo sabe decir yo; aprende que también ha de decir nosotros. El pasado no es para él un desecho inevitable ni simple materia del recuerdo sino la fuente de la que mana su permanente actualidad; eso es lo que se quiere dar a entender cuando se dice que el hombre es un ser cultural, un ser –por utilizar una expresión feliz de Ballesteros- de memoria y proyecto. El hombre inaugura un modo nuevo de vivir, de estar en el tiempo, hasta el punto de que el tiempo de la humanidad tiene un nombre específico: se llama historia; y también el de cada hombre: biografía.
Estas características mencionadas influyen en todo lo que el hombre hace, en cualquiera de sus actos. La acción humana no consiste exclusivamente en su pura materialidad, ni es simple respuesta a una pulsión instintiva. Hasta el mismo instinto de conservación, referencia esencial de la compleja estrategia defensiva de toda especie animal, puede quedar completamente modificado en la especie humana: el hombre puede incluso renunciar libremente a su vida por un motivo más alto, y ese acto es tenido como digno de él. Piénsese en el P. Kolbe en Ausztwisch, entregándose a la muerte en sustitución de otro prisionero del campo de concentración; o en los mártires; sin ir tan lejos, piénsese en lo que nos cuenta Saint-Exupéry en Terre des hommes: Guillaumet, el protagonista de la novela, piloto de una línea aérea en los tiempos gloriosos del comienzo de la aviación comercial, refiere cómo salió adelante, perdido a seis mil metros de altura en los Andes a consecuencia de un fallo en su avión, del que salió ileso milagrosamente. Caminó y caminó durante muchos días, extenuado y sin alimentos ni ropa de abrigo, subiendo y bajando por aquellos montes de hielo, hasta que -casi más muerto que vivo- lo encontró un pastor, que lo puso a salvo. Al recordar más adelante esa experiencia, reconoce: “entre la nieve se pierde todo instinto de conservación. Después de dos, de tres días de marcha, lo único que se desea es dormir. También yo lo deseaba. Pero me decía: mi mujer cree que estoy vivo, que camino. Mis amigos piensan igualmente que sigo andando. Todos ellos confían en mí. Seré un canalla si no lo hago...”. Y añade: “lo que yo hice, estoy seguro, ninguna bestia sería capaz de hacerlo”.
Ahí se trata de la abnegación, del amor que es capaz de llevar al hombre hasta más allá de lo soportable. En realidad, cualquier actividad humana consciente podría servir como diferenciadora. Borges, por ejemplo, alude a la emoción estética. Citando las palabras de un antiguo epigrama griego – “quisiera ser la noche para mirarte con millares de ojos”- y un verso de Chesterton en el que se califica a la noche de “monstruo hecho de ojos”, escribe: “ambos equiparan ojos y estrellas, pero el primero expresa la ansiedad, la ternura y la exaltación del enamorado; el segundo expresa el temor. ¿Qué máquina será capaz de escribir semejantes palabras, de crearlas, de sugerir el aliento que las pronuncia?”. O esa hermosa metáfora de Paz: “estrellas, jardines serenísimos”.
Este tipo de ejemplos ilustran lo que podríamos llamar elementos diferenciadores positivos. Otros nos mostrarían las evidentes semejanzas con la naturaleza animal, la común afectación de lo material y lo biológico. Otros, por último, que podríamos denominar diferenciadores negativos, dan a entender que el hombre puede convertirse en el animal más bestial adoptando comportamientos que solemos calificar de inhumanos; pero se da la extraña paradoja –la idea es de Spaemann- de que lo inhumano, por extraño que resulte, pertenece específicamente al hombre. Piénsese, por ejemplo, en la crueldad, ese ensañamiento en el castigo del que los animales son incapaces, pero que en el hombre, desgraciadamente, se da con demasiada frecuencia.
Si nos atenemos a todos esos elementos en conjunto, la variedad de comportamientos es tan grande que justifica aquella irónica apreciación de Pound:
Cuando observo con cuidado los curiosos hábitos de los perros
me veo obligado a concluir
que el hombre es un animal superior.
Pero cuando observo los curiosos hábitos del hombre,
le confieso, amigo mío, que me quedo perplejo.
(E. Pound)
2. El hombre según el proyecto de la Modernidad
Nunca la pregunta acerca de quién es el hombre ha sido una cuestión puramente teórica; es eminentemente práctica. Ser significa también, aunque no sólo, ser capaz de hacer, porque ser y hacer son conceptos interdependientes, esencialmente correlativos. Precisamente por el hecho de que lo que el hombre hace, omite, consigue o deja de conseguir resulta profundamente revelador acerca de lo que el hombre es, la Historia no es indiferente para la Antropología, y la pregunta por el hombre en la Antigüedad clásica, con ser la misma, tiene ahora resonancias distintas, sobre todo después de los tres últimos siglos -y particularmente el siglo XX-, que han vivido el extraordinario despliegue práctico de las posibilidades del hombre y provocado una aceleración increíble del ritmo de la historia.
El estilo configurador de la cultura occidental a lo largo de los últimos cuatro siglos –el período de la Modernidad-, ha sido el denominado “proyecto Ilustrado”. Aunque nacido con anterioridad, es en el siglo XVIII cuando se impone. Simplificando, el proyecto ilustrado se asienta sobre tres fundamentos:
1. Frente al anterior orden del pensamiento como búsqueda de la verdad, la Modernidad emprende la vía práctica, y entiende el saber como búsqueda de la utilidad, del saber cómo (know how). Ya no se trata del saber como sabiduría, sino como saber hacer, saber construir y reconstruir. Entender el mundo ya no es comprenderlo, sino saber cómo funciona y cómo utilizarlo en nuestro favor. El modelo ideal del conocimiento es el que aportan las Ciencias, hasta el punto de que la Modernidad acaba haciendo de la racionalidad científico-positiva la única fuente de verdad. En realidad lo correcto sería decir que sólo ellas -con su atención a lo experimentable, mensurable y repetible- son fuente de certeza; pero precisamente la Modernidad, desde Descartes, confunde ambos conceptos.
Esa confusión ha tenido consecuencias insospechadamente importantes, hasta el punto de que lo científico -lo científico-positivo- terminó por convertirse a lo largo del período de la Modernidad en el paradigma de lo verdadero. La única verdad acabó siendo aquella que la Ciencia proporciona; todo lo demás -el pensamiento que se resiste a aceptar la reducción positivista- es especulación; más o menos ilustrada, más o menos interesante, pero siempre incapaz de proporcionar los criterios de certeza que proporciona la ciencia a sus conclusiones.
2. Una confianza absoluta en el poder de la razón como motor de la historia, que es entendida como un proceso de mejora continua, necesaria e ilimitada: el Progreso. La razón guiará a la humanidad, iluminándola por medio de la instrucción, de la educación, hacia una vía de mejoría creciente en todos los órdenes. El programa Ilustrado no es solamente un programa científico-cultural y social, sino global, en el sentido de que termina por ser también un intento de redención del hombre por el hombre, un proceso de salvación que le libere de todos los males que le afectan: un programa de mejoramiento radical del hombre mismo. El problema de la maldad del hombre es para la Ilustración un problema de ignorancia, de cultura: a medida que el hombre sepa más, no sólo podrá vivir mejor, sino que será mejor, más bueno. El proyecto apunta toda una visión decididamente optimista y positiva del futuro del hombre: por el hecho de ser futuro, inevitablemente será mejor.
3. Se trata de un proyecto en el que Dios ha sido colocado al margen. Esto tiene, como todo, su historia. A lo largo de los siglos XVI y XVII va creciendo en algunos espíritus la desconfianza en la capacidad de la Religión para seguir siendo el fundamento que dé unidad al proyecto político-cultural que se está entonces gestando en Europa. La Reforma luterana y las sucesivas reformas de la Reforma provocan la fragmentación de la unidad católica y se encienden las disputas. Las guerras de religión asolan Europa y dividen los espíritus: da la impresión de que la idea de Dios parece ya no unir sino separar a los hombres, y se impone la búsqueda de un nuevo suelo común sobre el que asentar el nuevo orden social, un fundamento válido para todos con independencia de su fe religiosa: etsi Deus non daretur (Grocio), como si Dios no existiera.
Este como si Dios no existiera no era en principio sino un presupuesto metodológico; los siglos XVI y XVII son siglos profundamente cristianos, y los grandes protagonistas del proyecto Ilustrado -Galileo, Descartes, Copérnico, Newton...- son sinceros y aun fervientes creyentes. Es en el siglo XVIII cuando algunos, al ver que -en su opinión- el nuevo orden parece funcionar sin Dios tan bien o incluso mejor como el antiguo con Él, comienza a abrirse paso en ellos la idea de si esa ausencia de Dios no podría en realidad ser algo más que una ficción metodológica. Así, del deísmo, que consiste en pensar que Dios crea el mundo pero después lo pone completamente en manos del hombre hasta el punto de desentenderse en la práctica de él, se pasa a la sospecha de Dios, y posteriormente a considerar su existencia como una hipótesis innecesaria. Cuando Laplace presenta a Napoleón el volumen de su Système de la Nature –un tratado explicativo de los más variados fenómenos naturales según las ideas de la mecánica de Newton-, a la pregunta del emperador sobre el puesto que ocupa Dios en su teoría, Laplace contesta con su célebre: “no necesito esa hipótesis”. Es cierto que no podemos colocar a Dios como un axioma más de la física, e incluso sería ridículo hacerlo. Dios es algo más profundo y necesario que todo eso, el fundamento mismo de la realidad, condición de posibilidad previa a cualquier axioma (Artigas).
3. Las antropologías reduccionistas
La Antropología en el período de la Modernidad no se libró del influjo del método científico ni de su interés por la certeza más que por la verdad. El resultado son las antropologías reduccionistas. Las respuestas reduccionistas son intentos de reducir lo desconocido a lo conocido, la totalidad del ser a lo puramente observable, experimentable, medible, reproducible. Las Ciencias positivas nacieron con ese presupuesto metodológico, y su extraordinario desarrollo ha puesto orden en el mundo del conocimiento y ha propiciado una increíble mejora en las condiciones de vida del hombre: sabemos mucho más acerca de todo aquello sobre lo que las ciencias nos pueden enseñar. Pero operar esa reducción de todo lo existente a sólo lo accesible al método de esas ciencias es un desorden; y darla como una conclusión científica sería un fraude. Esa afirmación no es la conclusión de ninguna investigación científica, ni mucho menos un presupuesto de las Ciencias sino, en todo caso, un presupuesto de algunos científicos y pensadores, un a priori personal: no un punto de llegada sino de partida. Pero eso es lo que acabó por hacer la Modernidad: establecer el patrón de las ciencias positivas como patrón de conocimiento universal, como vía única de acceso a la realidad; y la racionalidad científico-positiva como única fuente de verdad.
Aplicados al estudio del hombre, los reduccionismos son explicaciones parciales, puramente materialistas de la realidad: el hombre no es más que... Así desde los ingenuos enunciados de Lammetrie –“el hombre no es más que una máquina”; “no hay más alma que el cerebro”- hasta las más recientes, que consideran al hombre como un animal biológicamente algo más sofisticado que el resto (Wilson), mediatizado esencialmente -y no sólo influenciado- por su entorno sociocultural o económico (Marx), o por sus pulsiones afectivas (Freud), etc.
Todas esas interpretaciones encierran una parte de verdad -porque el hombre no tiene en principio ningún interés en mentirse a sí mismo sobre lo esencial-, pero no la verdad completa. Dejan fuera de su consideración justamente lo que el hombre aporta de novedad: todo aquello que convierte a cada uno en único, irrepetible; lo que hace que su vida y su comportamiento no sean completamente predecibles. Por supuesto, toda ciencia positiva deja fuera de su campo de acción la investigación acerca de sus propios presupuestos; es incompetente para ello. Es un objetivo que cae fuera de sus posibilidades y compete a la filosofía. Pero también es inhábil para abordar el campo de la conciencia personal, de la interioridad más íntima del hombre, ese algo, experimentable por cada uno –preguntas que se le encienden dentro-, pero que no resulta fácil de explicar con criterios puramente positivistas, justamente porque estos criterios son inadecuados de antemano para afrontar esa cuestión.
Que la racionalidad científica no pueda decir nada sobre los fenómenos de la conciencia personal no da pie para decir que no existan o que no debamos contar con ellos a la hora de elaborar un conocimiento fiable. No hay ningún motivo para afirmar seriamente que el espíritu, la libertad radical, no son más que imaginaciones, fantasías que el hombre crea sobre sí mismo, aunque ni el espíritu ni la libertad puedan ser estudiados como se estudian los fenómenos de las ciencias experimentales. Éstas pueden suministrar valiosas informaciones sobre los aspectos de la humanidad del hombre que son accesibles al método experimental; podrán decirnos de qué y cómo estamos constituidos desde el punto de vista material, cómo funciona nuestra biología, pero jamás nos dirán quiénes somos. El hombre tiene un adentro inaccesible para el método científico-positivo, que constituye precisamente su esencia más íntima y diferencial.
Los reduccionismos dan una imagen falsa del hombre, una imagen empobrecida. El hombre puede ser estudiado en ciertos aspectos como un objeto -y de hecho lo hace con notable éxito, por ejemplo, la bioquímica médica-, pero nada autoriza por eso a pensar que es un sólo un puro objeto, una cosa, un complejo artefacto. Sería interesante estudiar la relación de los reduccionismos antropológicos con los intentos de manipulación del hombre, de reducirlo a la categoría de objeto de reacciones controlables, previsibles, que abarcan desde la ingeniería genética y la ingeniería social, hasta la publicidad masiva y obstinada de los grandes grupos de poder político o económico. Quizá no sea casual la simultaneidad con que se han presentado históricamente ambos fenómenos. Nunca como en este siglo ha sido tan insistente la pretensión de convertir al hombre en una realidad moldeable desde fuera, predecible. A pesar de todo ello -la realidad es terca, y la especie humana afortunadamente pródiga en recursos-, el hombre parece haber sobrevivido afortunadamente, al menos por ahora, a todos esos intentos.
La reducción de toda la verdad a la parte de ella que puede obtener la racionalidad puramente científico-positiva ha entrado en crisis a la vez que la Modernidad. El materialismo, la vieja interpretación del mundo en clave materialista, decae. Entre otras cosas decae porque la materia, y de ello da fe la propia Física, resulta cada vez más impalpable, inasible, más “inmaterial”, si se puede hablar así: el tratamiento de las partículas subatómicas, según la mecánica cuántica, responde al de puras manifestaciones de “fluctuaciones (perturbaciones variables) en un campo cuántico” (Bogdanov).
La biología, por su lado, nos advierte que la realidad sigue siendo sorprendente incluso para el científico experto. La investigación sobre el genoma humano, por ejemplo, acaba de deparar un resultado inesperado: el ADN de la especie humana contiene tan sólo 30.000 genes, frente a los, al menos, 100.000 previstos. Esto para el lector inexperto puede no suponer gran cosa, pero para el experto s un dato importante porque se trata de un número excesivamente reducido de genes, completamente insuficiente para una explicación completa del comportamiento con arreglo al esquema materialista del reduccionismo genético: “un gen, una proteína” o, lo que es lo mismo, “todo –no sólo en el aspecto material, sino también en el espiritual o moral-, todo está en los genes”. Ese reducido número de genes advierte que las cosas no son más fáciles sino más complejas de lo que se pensaba (Gould).
Este fenómeno aparece un poco por todas partes en las explicaciones científicas. El conocimiento de la realidad material parece abrirse siempre hacia niveles de ulterior complejidad, hasta el punto de que el volumen de nuestros conocimientos y la dimensión de nuestra ignorancia crecen simultánea y paralelamente: cada vez sabemos más cosas, y cada vez somos más conscientes de lo mucho que ignoramos todavía. Por eso Frossard, refiriéndose a la paradoja evidente de las explicaciones puramente materialistas, apunta: “Es curioso advertir que cuanto más se avanza en la investigación de las cosas, más misteriosas se tornan. Una mujer que hace labores de punto es siempre misteriosa por la combinación de presencia y ausencia que caracteriza a esa clase de ocupación. Pero cuando se sabe que en realidad se trata de un conglomerado de partículas elementales asociadas en átomos, constituidos a su vez en moléculas, dedicadas a tejer un jersey, el misterio cobra proporciones cósmicas. Cuando las cosas quedan científicamente aclaradas es cuando más necesidad tienen de una explicación”.
Por extraño que parezca, Einstein lo reconocía con toda lucidez: “La experiencia más bella que tenemos los hombres es el misterio”, experiencia que él coloca no enfrente de la Ciencia ni en oposición a ella, sino a su lado. La Modernidad, por el contrario, parece haber rechazado la posibilidad misma de la existencia del misterio. Al hacerlo, quizás sin saberlo, está renunciando a lo verdaderamente importante: no a la extensión, pero sí a la dimensión de profundidad del horizonte del conocimiento: “podrá saber siempre más, explicar cada vez más cosas, pero ya no comprenderá realmente nada, porque ha cerrado las puertas al misterio” (de Lubac). A su modo, también lo advirtió Goethe: “si no pretendiéramos saber todo con tanta exactitud puede que conociéramos mejor las cosas”.
4. La crisis de la Modernidad
“A todo comienzo le es inherente un encanto que nos protege y nos ayuda a vivir”, hace decir Herman Hesse a uno de los personajes de su novela El juego de abalorios. Todo comienzo tiene en sí algo de excitante, de prometedor. Nadie se embarca en un proyecto si piensa que está de antemano abocado al fracaso. Los Ilustrados no fueron excepción, y en cierta manera sus expectativas optimistas se vieron afortunadamente confirmadas. Los beneficios que el esfuerzo de la Modernidad ha reportado a la humanidad, particularmente en los dos últimos siglos, han sido extraordinarios:
- La Ciencia y la Tecnología han transformado sustancialmente las condiciones materiales de vida de buena parte de la humanidad. Hoy vivimos mucho mejor.
- Con el descubrimiento de la subjetividad humana y el énfasis en la libertad el hombre ha cobrado mayor conciencia de sí mismo, de su propia dignidad y valor: mientras que “en la sociedad tradicional la personalidad se recibía, en la sociedad moderna se la construye cada uno” (Lyon). De aquí se deriva lo que Ballesteros llama la “conquista fundamental de los tiempos modernos”: el reconocimiento, en el campo del derecho, de la existencia de una esfera reservada al individuo, en la que no cabe interferencia alguna por parte de la autoridad o de otras personas sin consentimiento del interesado.
Esos resultados constituyen algo así como la cara brillante del proyecto Ilustrado. Pero no tardaron en comenzar a manifestarse los efectos perversos, la “cara oculta” y oscura del proyecto. En resumen, se puede hacer alusión a los siguientes:
1. La aparición del proletariado. Con el derrumbamiento del Antiguo Régimen lo que se consigue inmediatamente no es la supresión de los estamentos sino la sustitución de las categorías que los definen. La aristocracia de la sangre viene sustituida por la aristocracia del dinero, del capital. Pero el pueblo llano sigue existiendo, sometido a los nuevos señores, y bajo un nombre nuevo: el proletariado. Como consecuencia del régimen liberal-capitalista, amplias capas de población son sometidas a una explotación sin precedentes, condenadas a vivir en la miseria. El bienestar ha crecido, pero no precisamente para todos. A la vista de la nueva situación creada -que resulta no ser tan nueva-, el proyecto Ilustrado se divide. Por una parte están los que piensan que el proyecto necesita unos simples ajustes correctores de esas deficiencias, y quienes piensan que ha de ser sustancialmente corregido: el liberalismo económico por un lado, y el marxismo naciente por otro (que enfatiza aún más el carácter redentor, salvador del hombre, del proyecto de la Modernidad: una religión sin Dios). Esos ajustes han servido, al menos parcialmente, pero sólo para un reducido número de países. La enorme diferencia entre países ricos y pobres, entre la opulencia del primer mundo y la miseria de los países subdesarrollados es una herida sangrante en la conciencia de la Modernidad.
2. La multiplicación de la violencia. El horror ante la violencia irracional, que estalla en el siglo XX con una eficacia y una ferocidad desconocidas hasta entonces: las dos guerras mundiales (1914-1919 y 1939-1945) marcan el comienzo del fin del proyecto Ilustrado.
3. La barbarie del genocidio judío en los campos de exterminio nazis y la violencia de la represión estaliniana en Rusia, que añaden un grado todavía mayor de inhumanidad a la violencia de la guerra.
4. La ambigüedad misma del progreso científico y técnico, es decir, la posibilidad de un uso alternativo perverso de la Tecnología, puesta especialmente de manifiesto en el estallido de las primeras bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Los usos benéficos del progreso no son automáticos, no están garantizados sin más. La guerra fría, el terror a una catástrofe nuclear, y más recientemente la severa degradación del medio ambiente como consecuencia de una industrialización descontrolada (la naturaleza no administrada sino explotada por el hombre), son síntomas de la lenta agonía de un sistema que definitivamente entra en pérdida en 1989 con la caída del muro de Berlín. Con el muro se viene también abajo el último y definitivo intento del hombre salvarse por sí mismo, al margen de Dios: el marxismo, la última de las utopías, el último hijo del proyecto Ilustrado.
Estos aspectos negativos podrían considerarse sin más como simple escoria del proceso, un subproducto aberrante e indeseado de la Modernidad. Hanna Arendt ha mostrado sin embargo cómo el Holocausto judío lejos de ser un producto residual indeseado de la “civilización racional” pertenece al núcleo mismo. El nuevo orden social de la Modernidad estaba organizado, de modo semejante al sistema productivo, con arreglo a criterios de estricta racionalidad. Tales criterios no eran otros que el de optimización del beneficio, al margen de cualquier otra consideración de tipo histórico o ético. La Modernidad propicia la división esquizofrénica del comportamiento humano en dos ámbitos completamente separados: los asuntos públicos -en los que la actuación ha de regirse por criterios de estricta racionalidad, es decir, de eficacia- y los asuntos privados, que cada uno gestiona con arreglo a criterios personales libremente elegidos (éticos, religiosos, afectivos...). Así se entiende, por ejemplo, la figura del comandante del campo de exterminio nazi que pasa con toda naturalidad de las cámaras de gas (asunto público: razones de Estado) al cuarto de juego de sus hijos, donde se comporta como un padre afectuoso (asunto privado: su vida en familia); o el propietario capitalista que sometía a sus obreros a unas condiciones de vida miserables (asunto público: economía) mientras el domingo asistía piadosamente al oficio religioso (asunto privado: religión).
Estas cuestiones hacen que el aspecto redentor del proyecto Ilustrado, el énfasis moral en la mejoría no sólo de las condiciones de vida sino del hombre mismo, de su propio corazón, se vea muy seriamente cuestionado. No sólo “el sueño de la razón produce monstruos”, como pensaban los ilustrados del Siglo de las Luces; la historia del último siglo ha mostrado fehacientemente que también en estado de vigilia los puede provocar.
La Modernidad había depositado su esperanza de salvación en el Progreso (que no es sino la vertiente secular de la Providencia divina), con la confianza en que a medida que el hombre sepa más, será también mejor, desaparecerá ese oscuro rencor del hombre contra el hombre, sus temores ante lo desconocido, ante su propio destino, ante la muerte; le resultará claro y patente el sentido de su vida, se conocerá mejor... Hoy se puede decir, sin duda, que esta esperanza se ha venido abajo, y que el problema del mal no es cuestión simple de cultura o ignorancia. Se tiene la impresión de que algo esencial no se tuvo en cuenta entre los axiomas iniciales o se ha perdido en el camino. Esa búsqueda que tanto enfatizó la Modernidad de lo que Eliott llama sistemas tan perfectos que nadie necesitará ser bueno no era sino un imposible, un sueño de la Razón soñando despierta:
Ellos tratan constantemente de escapar
de las tinieblas de fuera y de dentro
a fuerza de soñar sistemas tan perfectos
que nadie necesitará ser bueno.
(T. S. Eliott, Los coros de la piedra)
Al poner en marcha el proceso que permitiría a la razón instrumental ser la guía de la vida al margen de cualesquiera otras consideraciones, la Modernidad había iniciado un cambio que tendría repercusiones desastrosas. Si la legitimación de un proceso es puramente pragmática, si las preguntas esenciales son ¿funciona?, ¿es eficiente?, terminan buscándose soluciones exclusivamente gerencialistas a los dilemas humanos (Lyon). Así, en la discusión acerca de la oportunidad de una nueva acción, de una nueva estrategia en el orden social, político o económico, desaparecen por completo las criterios de carácter ético. El criterio de bondad tiende a confundirse con los de practicidad y utilidad: si algo es técnicamente posible y resulta útil, es bueno. De ahí proceden esos patéticos intentos de resolver problemas morales por medio de medidas exclusivamente técnicas: el aborto, con la criminal apariencia de simple cirugía: se elimina a la criatura engendrada, pero aún no nacida, como si se tratara de un quiste; el afrontamiento de la muerte, provocándola anticipadamente en una situación de anestesia completa; el vaciamiento de la persona que provoca el ejercicio desordenado y anárquico de la sexualidad, con medidas profilácticas, etc.
La Historia de este siglo se ha encargado de atestiguar la falsedad de esta idea de que el avance tecnológico fomenta automáticamente el progreso en humanidad. Ahora estamos en mejores condiciones para entender que la Ciencia y la Técnica, a pesar de sus resultados brillantes en otros campos, no han dado ni pueden dar por sí solas respuesta a las preguntas decisivas del hombre. El hombre sigue conociendo cada vez más la Naturaleza, sabe hacer cosas cada vez más complicadas y más útiles, ha viajado a la Luna, conoce mejor el Universo, pero -siempre hay un pero- sus problemas esenciales no se han resuelto: las grandes preguntas sobre sí mismo siguen esperando respuesta. Ha llegado a la conclusión de que, en el fondo, no conoce más que su propia superficie brillante. Cuando mira dentro de sí advierte que allí está, intacto, el misterio de su propio ser, inabordable por la ciencia: ¿qué significa ser hombre? ¿quién soy yo? ¿porqué estoy aquí? Porque saber más cosas no significa necesariamente conocerse mejor. Por eso son pertinentes las preguntas que se hace el poeta Eliott en Los coros de la piedra:
¿Dónde está la Vida, que hemos perdido viviendo?
¿Dónde está la sabiduría, que hemos perdido en conocimiento?
¿Dónde está el conocimiento, que hemos perdido en información?
(T. S. Eliott)
5. Posmodernidad: lo que la cultura nos ofrece
Muy recientemente se han publicado los resultados de una encuesta realizada a personajes eminentes de la cultura europea acerca el juicio que les merecía el siglo que ahora termina y lo que esperaban del que acaba de comenzar. Quizás lo más notable de la encuesta fue comprobar cómo las respuestas coincidían, sin apenas discrepancia, en tres puntos.
En primer lugar, en el reconocimiento de los extraordinarios avances científicos y técnicos del siglo que termina. La segunda coincidencia se refería al carácter predominantemente negativo que, a pesar de esos avances, tiene el siglo XX: “el siglo más terrible de la historia occidental”, según algunos de los entrevistados; “el más violento en la historia de la humanidad”, aseguraban otros; el siglo de los totalitarismos, de los campos de concentración y de exterminio, de las checas y los grandes genocidios, el siglo de Hitler y de Stalin, y de las terribles matanzas de las dos guerras mundiales; un siglo indeleblemente marcado con el signo de la muerte. El tercer punto de coincidencia era la profunda decepción que resultaba de lo expuesto.
El balance de la Modernidad está lleno de contrastes; en él conviven extraña y estrechamente unidos lo mejor y lo peor: “El parte de salud de un mundo que vive como si Dios no existiera no es tranquilizador. La inmensa mayoría de los hombres de la tierra vive en la miseria física y padece los mil males que la acompañan; el resto vive en la abundancia, pero con dema¬siada frecuencia en la miseria espiritual, que tiene la ventaja de ser indolora y el inconveniente de ser mortal (...). Sin embargo, el siglo no presenta un balance totalmente negativo. Se vive mejor cuando nos dejan con vida. El derecho ha irrumpido en la escena internacional de un modo a veces tímido y a veces aparatoso (...). Han crecido en el mundo los valores democráticos, cuyo origen cristiano aparece en lo que hay en ellos de mejor: ahora es un poco más difícil que antes escarnecer abiertamente los derechos del hombre. Pero es evidente que el respeto al derecho internacional y a los derechos humanos se apoya, de momento, más en la potencia de unas pocas naciones que en una conversión universal de las concien¬cias, que el alboroto y el hervidero de la vida moderna dejan vacilantes ante la naturaleza del bien y del mal y que ya no tienen límites seguros y reconocidos” (Frossard).
La situación de la cultura actual -al menos de una parte: la cultura oficial- es de una gran desorientación, de una gran frustración recubierta con una apariencia de banalidad, de superficialidad. El derrumbamiento del marxismo -presentido desde hace decenios, pero materializado en la caída del muro de Berlín en 1989- ha significado de hecho el final de las utopías, el último intento del hombre de salvarse a sí mismo prescindiendo de Dios.
La Modernidad ha llevado a la cultura a una especie de callejón sin salida. El camino que llevaba tres siglos recorriendo pensando que se dirigía a la madurez, a la felicidad, al estado definitivamente salvado del hombre, parece no habernos conducido a ningún paraíso. La constatación del error, por medio del horror de las dos guerras mundiales y la decepción consiguiente, ha supuesto una conmoción tan intensa y dolorosa para toda una generación de pensadores –particularmente en Europa-, que aún duran sus efectos. Pero para evitar los efectos del pánico, la consigna que se debe transmitir, al parecer, es la de “tranquilidad, y actuar como si no pasara nada”. Pero Touraine lo ha dicho con claridad, y no es el único: “hay que repensarlo todo”, porque quizá hayan ocurrido demasiadas cosas. Parece, sin embargo, que antes haya que tomarse un descanso mientras se terminan de digerir los efectos de la crisis y se diseña una nueva estrategia de avance y, sobre todo, un nuevo hacia dónde.
Si no muerto, el proyecto global de la Modernidad está al menos muy seriamente enfermo y cuestionado, necesitado de una profunda renovación. La época de los grandes relatos -como en la bibliografía se denomina a veces a la Modernidad- ha terminado. Las grandes ideas, los grandes ideales que la Ilustración propagó y convirtió en motores de la cultura y del progreso han mostrado su vaciedad o su incapacidad como generadores no de progreso técnico sino de humanidad. La férrea disciplina de las ideologías y el optimismo delirante de las utopías han terminado en un baño de sangre, y hoy cunde la desorientación. La cultura se encuentra convaleciente, cansada y escarmentada de sus propios desaciertos, horrorizada del precio que ha pagado y sin fuerzas, al menos por ahora, para intentar algo nuevo.
El panorama cultural de la Posmodernidad ofrece a la nueva generación desencanto en dosis masivas, vaciedad que para no parecerse al aburrimiento o para conjurar los demonios de la angustia y del sinsentido, se presenta envuelta en una atractiva envoltura de ligereza (light), de superficialidad, de asunto divertido (funny). Desconfianza en las grandes ideas y atenerse exclusivamente al hoy y ahora, a lo instantáneo, a lo imprescindible para llegar a mañana: en eso parece consistir el proyecto; el sueño como propuesta para huir de esa realidad que ya sólo le causa sufrimiento porque carece de sentido, la reclusión en la pura ensoñación como única alternativa posible a la nada. Esta es la tesis del pensamiento débil, que domina de facto la escena cultural; poco más, en realidad, que un sencillo aprendizaje de presuntas técnicas de supervivencia, advertencias para salir del paso en una situación de emergencia. Se utiliza la distracción en todas sus formas -juegos, deporte, cine, espectáculos, viajes, drogas, sexualidad delirante, pseudorreligiones de la facilidad, etc.- para mantener el orden social en espera de tiempos mejores.
Un papel importante en estas maniobras de distracción lo juega el mercado, obligado al parecer por su propia mecánica (?) a convertir al honorable ciudadano del Nuevo Régimen en el consumidor insaciable de nuestros días. El mercado se las ingenia no sólo para satisfacer cualquier necesidad razonable para una vida más digna, sino para convertir cualquier capricho en una necesidad, para crear una multitud de necesidades innecesarias. Aparece la bulimia del consumidor, la necesidad compulsiva de comprar, de tener de todo y, hasta donde se pueda, lo mejor de todo. Comprar ha dejado de ser una manera de satisfacer las necesidades básicas -verdaderas necesidades- para convertirse en una forma inevitable de ocio, que además puede proporcionar una sensación, bien que aparente y superficial, de plenitud.
Pero no sólo es eso. Ocurre sobre todo que el consumismo no conoce límites; su dinámica es imparable y tiende a no respetar los ámbitos que en el pasado eran inmunes a su efecto. Si a esto se une la desconfianza en la razón para abrirse paso hacia la verdad objetiva más allá del mundo fragmentario y disperso de las simples percepciones, resulta que también las ideas, los valores y hasta la verdad misma acaban por ser considerados artículos de consumo, y su utilización y valoración se atiene a las reglas del mercado, a la ley de la oferta y la demanda. La imagen, el estilo y el diseño de los productos heredan de las tradiciones culturales la tarea de conferir significado. Es, en palabras de Magris, la era de lo optativo: “religiones, filosofías, sistemas de valores, concepciones políticas, se exponen en las baldas de un supermercado, y cada uno -según sus necesidades y deseos del momento- toma de un estante u otro las cosas que le parecen bien”. También las ideas y los valores tiene su código de barras y su precio, y se puede confeccionar con ellos un menú al propio gusto. Se cumple así lo que Yeats advirtió premonitoriamente:
“las cosas se disgregan,
el centro no resiste”.
Se tiene la impresión de estar soportando las secuelas de una gran explosión, sobreviviendo entre los escombros de una cultura que se hubiera venido abajo, entre fragmentos de realidades culturales que tuvieron sentido, pero que en buena parte se ha perdido. Cada cual reconstruye a su gusto a partir de esos fragmentos; pero, al haberse perdido el diseño original, los nuevos constructos parecen carecer de funcionalidad la mayor parte de las veces. Este sincretismo, este gusto por las amalgamas heterogéneas es característico de momentos de crisis cultural y una defensa también frente al desbarajuste de un mundo que ha perdido consistencia, unidad y sentido, en el que se ha hecho difícil distinguir lo esencial y necesario.
Ha perdido sobre todo el gusto y la afición por la verdad, y su reflejo en la vida diaria que es la confianza. Si el mundo es en el fondo un mercado, la última razón de todo es el interés. Toda comunicación es publicidad, toda relación transacción, todo mensaje ejercicio de seducción publicitaria, que ha de ser recibido con recelo, venga de quien venga. Lo razonable es vivir precavido y no creer a nadie. Hasta el punto de que en muchos casos no es que no se quiera creer, sino que ni siquiera se está en condiciones de creer a quien sinceramente nos dice la verdad. “De antemano hemos concluido que nos engañan de la mañana a la noche, en la política, en la economía, en el arte, pero también en el sexo y quién duda que en la relación de amor. El mundo ha ido convirtiéndose en un espacio maquillado, cubierto por un discurso que se superpone a su realidad como una máscara irrompible... Continuamente las noticias llegan y se posan o rebotan allí, un instante. Ninguna posee el peso y la duración suficientes para calar, ninguna obtiene la imposible categoría de verdad, y cualquiera se desvanece pronto en la superficie para dejarla de nuevo dispuesta a la ficción, bruñida para reproducir el actual e implacable encantamiento del mundo” (Verdú).
Así se ha podido llegar a decir que la Posmodernidad pone a disposición de esta generación no remedios curativos, sino analgésicos o anestésicos: lo importante no sería tanto saber si uno está sano o enfermo como no sentir dolor. Todo irá bien mientras tengamos en qué ocuparnos o con qué divertirnos. Pero, si juzgamos por los resultados, las cosas no han resultado tan fáciles: eliminar la sensación de hambre no significa necesariamente estar bien alimentado. Las dietas de adelgazamiento, los alimentos que no alimentan, sirven únicamente para los que están excesivamente alimentados pero no para los hambrientos. Esa sensación de hambre de lo esencial –hambre de sentido- parece definir de algún modo la situación actual de la cultura occidental.
Expresado de otra manera: la pregunta que hoy comienza a abrirse paso es la de si esta situación provisional -de levedad, de inconsistencia, de no tomarse nada en serio-, no estará durando ya demasiado y va siendo hora de hacer algo. Así describe la situación Baudrillard: “ha habido una orgía total: de lo real, de lo racional, de lo sexual, de la crítica y de la antecrítica, del crecimiento y de la crisis de crecimiento. Hoy todo está liberado, las cartas están echadas y nos reencontramos colectivamente ante la pregunta crucial: ¿qué hacer después de la orgía?” Una prolongación de las tendencias actuales es imposible: “algo nuevo, revolucionario, es inevitable” (Attali).
El hombre ha descubierto que, de tejas para abajo -para adentro, sería mejor decir-, demasiadas cosas están como estaban. Hay que volver a hacerse las grandes preguntas, redescubrir el misterio del hombre, aquello de que la ciencia no puede hablar pero de lo que el hombre no puede dejar de hablar a pesar de las dificultades que entraña: el espíritu, la profundidad del hombre, el enigma que parece habitarlo. La tarea sería, pues, continuando con la cita de Yeats, restablecer el centro, superar la fragmentación de la realidad reducida sólo a estímulos e imágenes: recuperar la verdad. Y el único camino en una situación dominada por la estrategia del mercado que tiende a hacer interesante sólo lo útil -lo que se puede comprar, poseer-, consiste en hacer interesante lo verdadero, en hacer entender que nada es más útil para el hombre que la verdad.
Se está también en mejores condiciones para entender que esa exclusión de Dios como elemento esencial en la comprensión de lo que el hombre verdaderamente es, resulta abusiva y falsa, producto de una idea equivocada sobre Dios o de un prejuicio contrario. En mejor disposición también para discernir que Dios y el hombre no son realidades opuestas, irreconciliables, de tal manera que la única elección sea: Dios o el hombre. Lo que el fracaso de la Modernidad ha podido poner en claro es precisamente que cuando el hombre elimina a Dios de su horizonte vital, él mismo se empequeñece, su densidad ontológica se diluye. El hombre es inseparable de Dios: lo necesita. Dios no es el enemigo de la libertad del hombre, de la afirmación de su dignidad personal, sino precisamente el garante de esa libertad y de esa dignidad; y la religión no es ninguna droga que aliene al hombre, sino más bien la medicina que lo libera de los fantasmas de su propia locura, de su disolución en la nada, del sinsentido y de la soledad existencial, dilatando el horizonte de su vida hasta la eternidad inmortal.
6. El hombre, realidad enigmática
Por eso no es ocioso, sino casi inevitable, que al cabo de tantos siglos nos planteemos de nuevo la pregunta esencial: ¿quién es el hombre?, ¿quién soy en realidad yo? Desde siempre el hombre ha sido para el hombre lo más próximo y conocido, y a la vez lo nunca del todo conocido. Los primeros testimonios del homo sapiens sapiens están relacionados con dos hechos que se dan simultáneamente: la técnica, es decir, la elaboración de instrumentos y el culto funerario (el respeto a los muertos). Esos dos testimonios reflejan esa doble vertiente del hombre: la conocida y la enigmática, es decir, aquello que el hombre sabe y sobre lo que sabe dar razones (lo que sabe hacer) y aquello que el hombre sabe pero de lo que no sabe dar razones precisas y concluyentes. Esto último lo ve claramente (tan claramente como que entierra a sus muertos; no se los come ni los abandona a las fieras -lo que le resultaría más práctico en términos de supervivencia biológica-) pero sólo confusamente sabe explicarlo.
Todos en algún momento hemos tenido que soportar una invectiva, generalmente lanzada por alguien que nos quería bien -habitualmente la madre, o la novia- que nos resultaba particularmente molesta : “No hay quien te entienda”. En general esa especie de acusación se refiere a la impredecibilidad de nuestro comportamiento en cuestiones normales, cotidianas, pero la raíz de la cuestión es muy profunda. Profúnditas est homo, et cor eius abyssus, dice la Escritura: “el hombre es profundidad; su corazón, un pozo sin fondo”. Cuando pensamos en descubrir algo desconocido solemos pensar en la espeleología, en la exploración de esas simas profundas y oscuras que sólo con dificultad y bien pertrechados de material podemos abordar. Hasta hace bien poco el paradigma de lo maravilloso por descubrir era el mar, del que se conocía poco más que la superficie y el perfil de sus fondos; lo que las redes de pesca solían sacar y lo que el propio mar vierte espontáneamente en la playa eran poca cosa, indicios someros e insuficientes de la vida que se ocultaba en su interior.
No se trata sólo del problema de averiguar si Hitler y el Padre Kolbe, el estrangulador de Boston y la Madre Teresa de Calcuta, pertenecen a la misma especie, ni de la sorpresa mayúscula de comprobar que la respuesta no tiene más remedio que ser afirmativa. Se trata más bien de comprobar que todas esas posibilidades, aparentemente contradictorias, y otras muchas igualmente dispares, conviven -al menos como posibilidad- dentro de cada uno.
El hombre es a la vez poderoso y frágil; capaz de conocer y dominar la naturaleza, pero una modesta e imprevisible hemorragia cerebral termina con su vida; capaz de lo mejor y de lo peor, de la abnegación más absoluta y de la traición más vil; compasivo frente a la desgracia de un próximo, y cruel con otros como ninguna bestia puede serlo, etc: una casi-nada capaz de casi todo; Pascal ha sido quizá el autor que más vivamente ha presentado el dilema que el hombre es para sí mismo: “¿Qué quimera es, pues, el hombre? (Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué sujeto de contradicciones, qué prodigio! Juez de todas las cosas y miserable gusano de tierra; depositario de la verdad y cloaca de incertidumbres y de errores; gloria y rechazo del universo.
¿Quién logrará desenredar esta madeja?”.
Esta cuestión del hombre como enigma recuerda a los viejos portulanos, aquellos primitivos mapas de los continentes entonces recién descubiertos por los audaces navegantes europeos de los siglos XV y XVI, que recogían poco más que el perfil costero de las nuevas tierras y la localización de los puertos, con la inmensa zona interior rotulada como terra incognita (tierra desconocida). El problema del hombre como realidad no del todo conocida y cuya exploración completa resulta harto difícil, ha sido una constante del pensamiento antropológico hasta hace muy poco, y lo vuelve a ser ahora mismo después del fracaso de esas antropologías reduccionistas.
Ya Sócrates advertía: “el mayor de todos los misterios es el hombre”; y San Agustín, el pensador más agudo y penetrante de los primeros siglos, recoge en sus Confesiones: “he llegado a convertirme en un problema para mí mismo”. En continuidad con esta tradición, no es difícil encontrar textos actuales que recogen la extrañeza que el hombre experimenta al considerarse a sí mismo. Heidegger insiste en esto: “Ninguna época ha sabido tantas y tan diversas cosas del hombre como la nuestra... Pero en verdad, nunca se ha sabido menos qué es el hombre”. Y Scheler: “somos la primera época en que el hombre se ha hecho problemático, de manera completa y sin resquicio, ya que además de no saber lo que es, sabe que no lo sabe”.
II
LAS GRANDES PREGUNTAS
1. Lo penúltimo y lo último
No es que el hombre no sepa muchas cosas sobre sí mismo. No se trata de falta de información, sino de la dificultad que experimenta para entenderse a sí mismo. Como si, al analizarse, encontrara piezas que no sabe exactamente para qué sirven, qué función desempeñan; ¿son restos del pasado, como la muela del juicio parece revelar una precedencia rumiante de nuestra especie? ¿son vestigios iniciales del futuro? ¿pero de qué futuro?; porque ¿hay un después?
Cada generación necesita una respuesta actualizada a las grandes preguntas que el hombre se hace sobre sí mismo, y tiene que ser ella misma quien las encuentre. No se aprenden desde fuera; han de encontrarse dentro. A esto se refiere Melville cuando dice que “es vano intentar divulgar lo que es profundo, y toda verdad humana es profunda. De ese minero profundo que trabaja en todos nosotros, ¿cómo puede uno deducir, por el sonido apagado y sordo de su piqueta, adónde lleva su pozo?. Pues todo lo que de verdad es prodigioso y terrible en el hombre, jamás se ha puesto aún en palabras o libros” (H. Melville, Moby Dick).
Las fisuras para descender a lo profundo, a lo interior del hombre, son esas fracturas que el hombre experimenta entre lo que presiente como posible y lo que en realidad obtiene, entre la vida a la que aspira y la que en realidad consigue, la diferencia entre lo proyectado y lo realizado, entre la realidad de su vida terrena y su aspiración radical a traspasar sus estrechos límites actuales e ir más allá. Ese desajuste es tan grande y evidente que constituye para él una fuente de desasosiego y de inquietud. El hombre advierte que ese gran proyecto que es su vida, frecuentemente acaba en una realidad deficiente que le deja insatisfecho.
No es algo que afecte únicamente a los perdedores en la vida, a aquellos a quienes el azar no ha deparado sino papeles insignificantes en la escena social; ni tampoco a aquellos que comenzaron su vida llenos de energía, pero cuyo proyecto inicial acabó degenerando en una realidad mediocre. No; se trata de una percepción general que, aunque naturalmente admita grados, afecta a todos, también a aquellos a quienes la opinión pública tiene por triunfadores.
Quizás este fenómeno se detecte ahora con mayor claridad que en épocas pasadas, en las que permanecía enmascarado por el tópico de pensar que esa tendencia de autosuperación del hombre, cuyo fracaso producía en él esa sensación de frustración, era algo que únicamente la religión ponía en el hombre y no procedía del mismo interior del hombre. Con la puesta en práctica del programa Ilustrado, desaparecido Dios debería haber desaparecido también ese oscuro sentimiento de fracaso, y el hombre habría de vivir en paz consigo mismo. En la práctica las cosas no han ocurrido así.
Hoy conocemos que esa especie de permanente insatisfacción interior pertenece a la esencia íntima del hombre, brota de su propia interioridad. Forma parte del bagaje del hombre ese hambre del espíritu de ir a más, de querer más, de ser más de lo que ahora es; y forma parte también de su propia situación la imposibilidad de hacer plenamente efectivo todo eso a lo que se siente llamado. Una especie de ruptura entre aquello a lo que aspira y aquello que consigue, como un defecto de origen que le llevara a la desesperación o a la locura, porque todos los intentos de moderar esa aspiración o de desviarla hacia objetivos alcanzables se revelan inútiles. Prometeo, aun encadenado y alejado de los dioses, sigue suspirando por algo que le trasciende y que a la vez, paradójicamente, entiende que le pertenece. El hombre es un ser que, cuando trata de encontrar sus propios límites, cuando se decide a viajar hacia los lejanos confines de sí mismo, presiente lo infinito. En la experiencia del amor verdadero, en el acto mismo de creación artística, en la lúcida sorpresa del propio existir y en otras muchas experiencias, se revelan al hombre profundas luces acerca de sí mismo, como relámpagos que rasgaran la oscura tiniebla de su existencia, de su apariencia opaca y gris, y le hicieran entender que el hombre no se explica por completo desde el hombre (Clément).
2. La recuperación positiva del mito
Quizá sea éste el momento -ya que hemos citado a Prometeo- para hablar, aunque sea brevemente, de la función de los mitos en la cultura clásica. Hasta este siglo los mitos fueron considerados como primitivos y elementales intentos de una explicación precientífica y prefilosófica del hombre y del mundo, sin otro valor reseñable que su pintoresquismo y su condición de vestigios remanentes de los primeros balbuceos explicativos que el hombre se ha dado a sí mismo.
A comienzos de siglo, por obra sobre todo de los estudios de Mircea Eliade, comenzó a intuirse una nueva valoración más positiva del mito, y sin duda más real, que el fracaso del positivismo científico en el estudio de la Antropología no ha hecho sino fomentar. Los mitos pasaron a ser considerados más bien como intentos de expresión de lo inefable que vive en el hombre, del misterio profundo que lo habita. Su propia realidad interior se le aparece como inexpresable directamente en palabras, inefable, indefinible, incapaz de ser recogida en la brevedad de una definición que no la traicione. Entonces el hombre aborda la explicación de manera indirecta a través del mito, a través de esos relatos de extraordinaria carga simbólica y dramática, en los que se trata de reflejar algo que está más allá de las palabras: aspectos esenciales del enigmático ser humano, sus conflictos interiores, sus inquietudes de siempre (García Gual).
Los mitos perviven porque, con todo, a pesar de su antigüedad en el tiempo, nos resultan extrañamente familiares, y la fascinación que siguen ejerciendo está sin duda vinculada precisamente a su carácter simbólico: los mitos apuntan a algo que late más allá de la realidad aparente. ¿Cómo no pensar que el mito de Prometeo expresa la convicción de ese algo extraordinario, divino, que el hombre encuentra dentro de sí, que lo hace superior en dignidad al resto de lo creado, vinculado a la muerte pero también a los dioses?; ¿cómo sustraerse a la impresión de que Saturno devorando a sus hijos manifiesta la necesidad que experimenta el hombre de ponerse él mismo y poner su vida a salvo del tiempo que todo lo destruye y lo convierte en el polvo del olvido, la oscura convicción del hombre acerca de que el tiempo –y la muerte, por tanto- no debería tener la última palabra sobre él?
Pero volviendo a la cuestión inicial, podemos decir que cuando el hombre ya ni se pregunta por quién es él mismo, cuando la cuestión de su verdadera identidad ni siquiera se plantea porque las grandes preguntas parecen haber desaparecido, los problemas no sólo no se arreglan sino que se hacen más evidentes bajo la forma de angustia, de frustración, de sinsentido. Cuando el hombre no sabe quién es, cuando ignora su propia profundidad, intenta superar los problemas de sentido con respuestas superficiales, pretende curar sus propias contradicciones con remedios que no sirven sino para mitigar algo su dolor hasta la próxima crisis: no se cura el cáncer ni cualquier enfermedad seria con analgésicos. A veces esta especie de vértigo o de angustia no se presenta sino al cabo del tiempo, al cabo de mucho tiempo. Lo cual es un indicio más -casi una evidencia- de la grandeza del hombre. Tenía razón quien dijo que “un hombre puede estar viviendo en la periferia de sí mismo, y pensar que su vida es apasionante”. Pero mucho más apasionante es ahondar, sumergirse dentro de uno mismo y descubrir lo que está oculto a la mirada desde fuera: ese algo oculto que en realidad necesita emerger, brotar, salir a la superficie y desplegarse en acción.
Conviene empeñarse en descender al fondo de uno mismo; y una vez allí, no sólo ver sino también –y quizá sobre todo- escuchar. El corazón del hombre actual corre el riesgo de convertirse en una casa llena de ruido, de una barahúnda confusa y multitudinaria de reclamos que lo interpelan y lo invitan a vivir asomado a la ventana de sí mismo cuando no en la calle. Vivir en la época de la comunicación significa residir permanentemente en un mercado en el que se pregonan constantemente todo tipo de mercancías. Es imposible atender a todos los mensajes que se reciben, pero el verdadero peligro es instalarse en la confusión, quedar enganchados en esa marcha variada, leve y divertida que nos llega a distraer de lo esencial, sentir lo que un autor ha llamado la fascinación de lo inútil (Thibon), y flotar como boyas en la superficie de uno mismo, en el perímetro de la propia vida: dejarse llevar mansamente por la corriente del mero acontecer. Porque el problema no es la existencia de cosas divertidas; es bueno que las haya, y el hombre no debe poder vivir sin ellas. “El hombre -dice Santo Tomás de Aquino- no está hecho para vivir en la tristeza”. El problema verdadero es acabar ignorando las cosas esenciales por haberse rendido incondicionalmente a las puramente divertidas, porque el hombre se incapacitaría así para entender toda la riqueza que se esconde en su propio interior, que convierte su vida en una realidad no sólo interesante, sino verdaderamente apasionante. Quizá el problema más agudo de la Modernidad y de la Posmodernidad sea precisamente éste: que el hombre ha olvidado quién es él realmente, se ha olvidado de su dignidad constitutiva.
En 1964 dos astrónomos, Penzias y Wilson, estudiando las radiaciones recibidas del espacio por un radiotelescopio, descubrieron la llamada radiación de fondo, una radiación de muy baja energía, igualmente distribuida en todo el espacio interestelar, una radiación nada llamativa, nada brillante, pero que sin embargo es esencial, porque resulta ser la confirmación más valiosa, al menos por ahora, de la teoría del big-bang. No estaría nada mal que nosotros alguna vez fuéramos haciendo eso mismo: desconectar las emisiones escasamente interesantes, ir a la búsqueda de nuestra radiación de fondo, que nos dice cosas esenciales sobre nosotros mismos. Escuchar nuestra propia vida con oído musical y averiguar de dónde viene la música fundamental. Esta radiación de fondo tiene que ver con el sentido. La cuestión del sentido es tan esencial, que un autor ha podido decir con verdad que “el hombre es un animal que más que de pan se alimenta de sentido”.
Cuando el hombre se estudia a sí mismo desde esta perspectiva descubre, como hemos dicho, esa especie de defecto de fábrica, esas rupturas como rendijas a través de las cuales parece filtrarse una luz que le dice sobre él mismo mucho más que todas las cosas conocidas y sabidas de antemano, fisuras a través de las cuales percibe y presiente, aunque sea vagamente, algo (Alguien) que le trasciende y que le espera, donde le aguarda su vida verdadera, más verdadera aún y más plena que ésta que vivimos en el tiempo: atisbos del Infinito.
3. La pregunta por el origen
3.1 La extrañeza de existir
El hombre es capaz de conocer muchas cosas sobre el mundo y sobre sí mismo, conocimiento vastísimo y admirable. Todo eso presupone, naturalmente, que el hombre y el resto de los seres existen. Yo conozco, amo, vivo... porque existo. Nos sentimos tan existiendo –si se me permite utilizar esta extraña expresión-, tenemos nuestra existencia como algo tan propio y tan logrado, que muchas veces se nos olvida preguntar precisamente por su fundamento. Tan atareados con el hacer, con el propio vivir, olvidamos preguntar por la razón de ese mismo vivir.
Un viejo filósofo pensó, hace ya tiempo, que el hombre se distingue esencialmente del animal porque con su cabeza emerge, por decirlo así, del agua del tiempo. Los animales serían así como peces nadando en esas aguas, arrastrados por el tiempo. Sólo el hombre puede hacer emerger su cabeza de las aguas. Ahora bien, ¿lo hacemos verdaderamente así? ¿No somos a veces también nosotros simples peces en el mar del tiempo, arrastrados por la corriente, sin abarcar con la mirada ni el lugar de donde viene ni al que va? ¿No quedamos absorbidos completamente en los pormenores de la vida cotidiana, en sus apuros y necesidades, de cita en cita, de deber en deber, de suerte que somos incapaces de percibirnos a nosotros mismos? (Ratzinger).
Pero además de la agitación de la vida cotidiana con sus mil pequeñas dificultades, está el hecho, aludido con anterioridad, de que el hombre en la sociedad actual vive en estado de solicitación permanente por parte de los medios de comunicación y de publicidad: cae sobre él una lluvia de información tan abundante, persistente y variada, que al hombre le resulta imposible de procesar y convertir en conocimiento. Se corre el peligro de un cierto embotamiento ante tanta profusión informativa, de modo que no se acierte ya a distinguir lo importante de lo secundario porque todo se le da como si fuera esencial, bien se trate del suicidio colectivo de los miembros de una secta esotérica como del último perfume que Rabanne saca al mercado. Así, lo inmediato puede distraer al hombre de lo esencial y decisivo, de manera que nunca se le hace momento de emerger, de intentar sacar la cabeza del agua y mirar por encima del mar al cielo y las estrellas, a fin de entenderse también a sí mismo, de bucear en el fondo de la propia existencia y preguntarse: ¿quién soy yo? ¿Quién es el hombre?
No sólo la falta de tiempo impide llevar a cabo esa actividad cuya necesidad se impone más que nunca como una cuestión ineludible de primera necesidad: pensar, y hablar sobre lo pensado. Nuestra época se caracteriza por un exceso de percepciones, por una amplísima gama de imágenes que están a la casi permanente disposición de cada uno con una profusión difícilmente imaginable hace unos años. El peligro que se corre es que la sensación secuestre al pensamiento, lo inhiba; y con él la libertad. Sin pensamiento no hay libertad radical sino sólo aparente: puedo elegir cosas, pero no puedo elegir quién quiero ser. Es un peligro realísimo, porque como dice Mondzaine, “el mundo de la producción -de las técnicas de mercado- ha mostrado que, por primera vez en la historia es posible la hipótesis de una suspensión del pensamiento sin que ello suponga forzosamente una interrupción de la vida. Es posible vivir sin pensar, pero la cuestión que se plantearía es si ese vivir con la libertad tan mermada sería propiamente humano”. Para una buena parte de nuestra cultura la visión de la realidad es una visión aplanada; como resultado de la visión científico-positiva y de la mentalidad pragmatista, la realidad ha quedado reducida a cosas y tiempo; y vivir, a una pura labor de optimización organizativa, un intento de hacer el mayor número posible de cosas en el menor tiempo posible.
A veces sin embargo ocurre el milagro de que el hombre se pregunte por la consistencia de esa película por la que habitualmente se desliza como un patinador sobre el hielo: el hombre se pregunta por el espesor de su propia existencia, por el fundamento sobre el que descansa el hecho mismo de existir, y repara en lo que eso tiene de enigmático; ¿me deslizo sobre tierra firme, sobre la costra helada del abismo insondable de un mar o sobre la vaciedad inmensa de la nada?
Nuestra propia historia, el hecho de habernos conocido siempre como ya existiendo, la familiaridad con nuestra personal existencia hace que muchas veces no se repare en esta cuestión. Imagínense, por ejemplo, cuáles podrían ser sus pensamientos ahora mismo si en lugar de haber venido a este mundo hace veinte años y llevar por tanto ese mismo tiempo familiarizados con ustedes mismos y su entorno, hubieran aparecido en el mundo esta noche, tal como son ustedes ahora mismo, es decir, con la misma capacidad de reflexión pero sin ninguna familiaridad con su vida ni con su medio social, es decir, sin una historia previa que convirtiera su estar-aquí en algo cotidiano, mil veces experimentado, sin nada que empañara o disminuyera las dimensiones reales del problema del propio existir. Sería como salir de un sueño; “cuando un hombre ha sido despertado a la realidad de la existencia y de su propia existencia, cuando ha percibido realmente este hecho formidable, a veces embriagador y a veces repugnante o enloquecedor –yo existo-, desde ese momento queda apresado por la intuición del ser y las implicaciones que lleva consigo”, queda apresado por las preguntas que el hecho inmediatamente propone (Maritain).
Esa situación nos llevaría en primer lugar a reparar en la gratuidad de nuestra existencia: no hemos hecho nada para nacer, no existimos por decisión propia, no nos hemos dado nosotros mismos nuestra existencia; y, por otra parte, entendemos que tampoco encontramos una razón dentro de nosotros que la reclame como una exigencia. Nada encuentro en mí que dé razón de mi propio existir; y sin embargo, existo. ¿Porqué?, ¿de dónde brota mi propia existencia?, ¿cuál es la fuente de donde provengo?
La pregunta acerca de la propia identidad -¿quién soy?- hace siempre referencia a los orígenes. Pero planteada en su nivel fundamental, no cualquier origen sirve como respuesta o como indicio. La referencia inmediata a los progenitores no soluciona la cuestión; la dilata, pero no la resuelve: a mis padres les afecta la cuestión exactamente igual que a mí, y lo mismo ocurre con todos los antecesores. No avanzamos nada remitiéndonos a los primeros humanos, quienesquiera que hayan sido. Sobre ellos gravita la cuestión con la misma intensidad -no mayor- que sobre nosotros.
Mencionar la teoría de la evolución tampoco lo arregla, porque la misma pregunta afecta a todos los seres, cuya existencia encuentra en ellos mismos tan escaso fundamento como en nosotros. La mención del resto de los seres naturales amplía -sin tampoco resolverla- la significación de la pregunta, que ahora se formularía así: ¿porqué existen los seres, porqué existimos seres que no tenemos en nosotros mismos razón de nuestra existencia? En el fondo es la pregunta radical que se planteó la filosofía existencialista: ¿Porqué el ser, y no la nada? Si esta pregunta no admitiera respuesta la vida sería una paradoja: un imposible hecho realidad, un imposible que sin embargo ocurre.
3. 2 El fundamento trascendente
Kafka describe muy bien esa sensación de irrealidad, de pesadilla descabellada en que se convertiría una existencia sin fundamento, que por eso mismo acaba también por ser una existencia sin sentido, que genera ese particular sentido de angustia existencial que tan profundamente ha marcado la cultura del siglo XX: vivir sería atravesar en la oscuridad un fragilísimo puente, una estructura tan precaria e inconsistente sobre el profundo abismo de la nada que el riesgo de verse engullido por ella es máximo y permanente. Ese es el argumento de dos de sus obras más conocidas, El proceso y El castillo. El protagonista de El Castillo, un topógrafo denominado simplemente K., va destinado a un pueblo porque ha sido contratado para realizar unos trabajos en el castillo del conde de Westwest. Llega a la aldea donde según sus datos se encuentra el castillo del conde, pero ninguno de los habitantes sabe nada del tal conde; unos lo envían a otros, pero ninguno sabe decirle dónde está el castillo, y ante su terca obstinación, los lugareños terminan por pensar que está loco y no le hacen ningún caso. Él sigue haciendo mil esfuerzos para enterarse, pero todos resultan inútiles. Por fin aparece un presunto lacayo del conde que le dice que efectivamente ha sido admitido como topógrafo del conde, pero que por desgracia no hay ningún trabajo para él. Crece su angustia hasta desbordarse: ¿a qué sitio abominable ha venido a parar?, ¿dónde está?, ¿quién manda ahí?, ¿qué sentido tienen esas muchedumbres que vienen y van enormemente atareadas?
Todo le parece a K. una infinita cadena de instancias: ninguna es la definitiva: nadie sabe dar razón de su presencia en aquel extraño lugar, todos aquellos a quienes pregunta le remiten a un ulterior informador. No puede irse, ni sabe por qué está allí, solo en medio de una multitud extraña... No hay posibilidad de perderse, porque todo está lleno de gentes y de informaciones; pero en realidad las informaciones sobran: en un mundo así es imposible que uno se pierda porque sencillamente uno no va a ninguna parte. O lo que es lo mismo, por extraño que parezca: todos, también los tranquilos y afanosos habitantes del lugar, aunque no lo sepan y ni siquiera se lo planteen, todos están igualmente perdidos. Esa situación parece no tener ningún sentido, y eso es precisamente lo que angustia a K. A él y no a los demás, que parecen estar allí tranquilamente. Pero esa es precisamente la clave y la razón de la angustia de K.: él sabe que sí va a alguna parte, que él sí tiene un destino, y que ese destino es totalmente distinto al sinsentido que observa a su alrededor.
Aunque la historia de Kafka parece referirse únicamente al destino del hombre, afecta también igualmente al origen, porque la cuestión del sentido abarca a la vez el origen y el final. Si el hombre se pregunta por su destino es porque entiende que su origen no es fruto del azar. Si su origen fuera puramente casual, la pregunta acerca del final carecería de fundamento. Es decir, el hombre encuentra la certeza -no psicológica, no puramente desiderativa- de que existe necesariamente un ser que tenga en sí mismo la razón de su propia existencia y fundamente y active la mía y la de todos aquellos seres que no tienen en sí mismos la razón de su propio existir, una especie de suelo metafísico que sustente mi existencia y evite que se precipite en la nada, “una existencia absoluta e irrefragable, completamente libre de la nada y de la muerte” (Maritain), un ser trascendente y último. El hombre intrigado por su propio existir encuentra esta respuesta: “Alguien, más allá de mí y por encima de mí, me precede y me sustenta”. No hay sólo mundo, cosas y personas; hay algo más, difícilmente definible con precisión pero aprehensible: el misterio del ser, que lo penetra todo y a la vez lo trasciende todo, “misterio que el filósofo denomina lo Absoluto y el creyente Dios, y del que ni siquiera el que niega ambas denominaciones es capaz de prescindir en su situación” (Buber), el misterio omnipresente del Ser que es Dios. Y aparece también simultáneamente la idea de la vida como don, como algo ofrecido graciosamente, sin mérito ni deuda.
Las demás respuestas que el hombre puede dar a esta cuestión son insatisfactorias o insuficientes; en algunos casos -como en el caso del recurso al azar, puesto de nuevo en circulación por Monod- se trata de respuestas que no responden nada, respuestas que no son más que invitaciones a repetir la pregunta o maneras diversas de decir “no sé”.
4. La plenitud: un afán inalcanzable
4.1 La insatisfacción radical del deseo
El hombre se configura como ser de memoria y proyecto (Ballesteros), en busca de su plenitud, en tensión hacia eso que habitualmente llamamos felicidad. No es cuestión de entrar ahora en el contenido de esta expresión, con la que designamos esa tendencia tan vívidamente percibida como difícilmente explicable con palabras. La buscamos en todo lo que hacemos, en cuerpo y en espíritu; está presente en todos los deseos y en todas las acciones, incesantemente perseguida y nunca alcanzada, siempre entrevista y nunca conseguida. Como ocurre al montañero inexperto que toma por cima lo que no es sino una primera elevación, la felicidad siempre parece encontrarse más allá de todos nuestros intentos.
No parece haber meta que, una vez conseguida, nos satisfaga completamente. Todo ocurre como si el objeto de nuestro deseo, que inicialmente aparecía lleno de frescura, una vez conseguido se marchitara irremediablemente: el agua sólo consigue aplacar temporalmente nuestra sed pero nunca saciarla por completo. Todos los objetivos se revelan incapaces de llenar el recipiente que somos. Pozo sin fondo, nuestros apetitos parecen afectados de una bulimia galopante: el hombre busca siempre más allá de todo lo deseado, sea cual sea la dirección en que se oriente. Y esto, tanto por lo que se refiere a las pasiones -deseos, impulsos- como a la misma voluntad. Ese más, ese afán incolmable que marca todo lo que el hombre hace o desea no es sino la manifestación de ese más que el hombre es. El hombre es más.
En cuanto a las pasiones, es un hecho constatable que el gozo provocado por el deseo satisfecho se gasta; una vez poseído el objeto deseado, la fruición desaparece; la reiteración de lo mismo provoca un gozo decreciente, que puede llegar incluso a desaparecer. Hay que ir cada vez más lejos para reencontrar la misma intensidad del placer: o se aumenta la dosis o se busca otro nuevo, más incitante; pero el ciclo se repite también con este nuevo objeto del deseo.
La experiencia dice que esto es una constante, independientemente del objeto deseado. Uno puede dejarse devorar o destruir por esta espiral ascendente, perderse en el deseo, dejarse aspirar por el torbellino hasta ser engullido. Con gran lucidez lo dice el poeta: “Ignoraba que el deseo es una pregunta / cuya respuesta no existe” (Cernuda); como si la pasión o el deseo fueran interlocutores defectuosos o mal seleccionados que nos obligaran a formularles una y otra vez la pregunta; porque o no responden o no parecen entender la pregunta. Una situación análoga a la que describe aquel viejo chiste en el que una señora entra a una frutería y, sin mediar saludo, pregunta directamente a la dependienta:
- “¿Tiene manzanas?” La frutera responde:
- “Muy buenas”. La compradora, pensando que esas palabras de la frutera son un simple saludo, contesta al saludo con las mismas palabras y vuelve a hacer la pregunta:
- “Muy buenas; “¿tiene usted manzanas?”. La frutera, que tiene unas manzanas excelentes, le responde:
- “Muy buenas”. La compradora, pensando que esas palabras de la frutera vuelven a ser un simple saludo, etc..., porque la situación se podría repetir in infinitum.
Así ocurre con la respuesta de la pasión; se puede entrar en esa especie de espiral absorbente de la que en la práctica -a diferencia del ejemplo de la frutería, en el que cabe la posibilidad de dar media vuelta e irse- puede resultar muy difícil salir. El poeta lo reconoce cuando habla de la experiencia que él padeció:
Yo fui
columna ardiente, luna de primavera
mar dorada, ojos grandes...
Canté, subí,
fui luz un día
arrastrado en la llama.
Como un golpe de viento
que deshace la sombra,
caí en lo negro,
en el mundo insaciable.
He sido”.
(Cernuda)
En los primeros versos, tanto las palabras como el ritmo están sugiriendo el brillo y la luminosidad atractiva del deseo, la espiral ascendente, alegre e intensa del placer. En la segunda parte la atmósfera del poema cambia súbitamente; la suave brisa inicial se convierte en un tornado poderoso de cuya órbita resulta imposible salir, como si el poeta quisiera dar a entender que no hay escapatoria para quien se deja aspirar por ese torbellino que nos precipita hacia la fatalidad. No tener en cuenta esa extraordinaria fuerza de captación y el efecto autodestructivo sobre el hombre mismo que posee el placer masivo, inmoderado y absolutizado, desconocer su dinámica, puede convertirse en un serio error; porque por ser dinámica, es fuerza ciega, necesaria: no admite excepciones.
Conviene quizá advertir que no se está hablando aquí de una valoración moral ni tampoco metafísica del placer, sino sólo fenomenológica: qué es lo que pasa en realidad con el placer sensible, cómo funciona el placer como respuesta a un movimiento del apetito. De todas formas convendría recordar ahora, aunque fuera de manera muy sucinta, que el placer es en sí mismo bueno, tiene una función y una misión positiva en la vida del hombre, de todos los vivientes: moríamos de desnutrición si saciar la sed o el hambre no fueran placenteros; la especie se extinguiría por falta de renovación generacional sin el placer que acompaña al acto generativo, etc. La cuestión moral del acto placentero tiene en cuenta las dos vertientes de la cuestión: por un lado, que el placer es un bien y cumple una función necesaria; y por otro lado, la capacidad que tiene para destruir al hombre, para esclavizarlo, cuando el placer es buscado como fin en sí mismo, desordenadamente, como si se tratara de un absoluto. La respuesta ética, vigente en la filosofía desde la Grecia clásica, apela a la dosificación, a la moderación, al orden y a la medida en el uso del placer para no ser devorado por él, absorbido por el torbellino de la insaciabilidad, con todo el dolor existencial que genera: “Ignoran cuánto tormento encierra el placer” (Anónimo cristiano del siglo II) . Con ese tratamiento se consiguen mitigar los efectos indeseables que se derivan necesariamente –es un dato de experiencia- de ciertas formas menos correctas de buscar el placer, pero el problema no se resuelve: la sed existencial sigue existiendo.
Lo que aquí quiere resaltarse es la cuestión de que en el goce del apetito sensible está ausente la plenitud. La fruición es real, y puede ser extraordinariamente intensa, pero no satisface completamente al hombre. Todo ocurre como si esa respuesta que el placer proporciona cuando el hombre le interroga acerca del sentido no estuviera a la altura de la pregunta, como si hubiéramos dirigido la pregunta a un interlocutor equivocado, que precisamente por ser incapaz de responder está dando a entender que la respuesta es negativa.
Esta insatisfacción de fondo no afecta solamente al placer sensible, sino a toda pasión del cuerpo y del espíritu. Nada de cuanto posee o recibe le parece al hombre suficiente, y sólo temporalmente consigue aplacar su ansia. El tiempo le acaba revelando la insuficiencia de lo conseguido, y el hombre cabalga de nuevo en pos de aquello tras lo que presuntamente se esconde su felicidad. “El hombre es más feliz por lo que desea que por lo que posee”, sentencia Bloch. Todo triunfo es efímero, toda meta provisional, siempre hay un más allá. Desde una perspectiva más abarcante, Blondel habla de esa tendencia radical de la voluntad a ir siempre más allá de lo que en cada uno de sus actos desea. Y lo mismo hace Polo cuando indica que la voluntad más que querer esto o aquello, lo que hace es querer-querer, un querer que no agotan ninguno de los fines deseados, ninguno de los objetivos conseguidos. Idéntica apreciación hace el poeta cuando designa a la persona como afán, innumerable y confuso:
“Como esta vida que no es mía
y sin embargo es la mía,
como este afán sin nombre
que no me pertenece y sin embargo soy yo”
(Cernuda)
O Pessoa, cuando afirma:
“Nada me ata a nada.
Quiero cincuenta cosas al tiempo.
Con angustia del que tiene hambre de carne anhelo
no sé bien qué:
definidamente lo indefinido”.
(F. Pessoa)
El poeta resalta la extrañeza ante esa impenitente búsqueda, permanentemente insatisfecha, de la que resulta imposible prescindir. Un afán que, por otra parte, se siente incapaz de dominar y resiste a todos los intentos de domesticación. El hombre no puede extirparse esa inquietud, quitársela de encima; todo ocurre como si él fuera una máquina imparable de querer-querer, de querer más.
Este fenómeno, reconozcámoslo, es verdaderamente extraño. ¿Qué maléfico poder, tan involuntario como inexorable tiene el hombre, que mata cuanto desea? ¿Qué extraña maldición de rey Midas al revés pesa sobre el hombre, que convierte en polvo todo cuanto de valioso y apetecible toca? Si lo que deseo, lo que pienso que me haría feliz, se gasta pronto en el tiempo; si lo que consigo debe ser destruido (mientras que permanece el deseo de seguir deseando), tal vez eso signifique que aquello no era lo que en realidad andaba buscando, aunque lo pareciera. Entonces aparece la pregunta clave: “si esto es así, ¿qué queremos encontrar, qué buscamos en realidad cuando deseamos algo?
4.2 El objeto del deseo: realidad y símbolo
La respuesta a esa pregunta parece apuntar al doble valor del objeto deseado: como realidad en sí, y a la vez como símbolo de algo que está más allá de él y hacia lo cual nos dirige. Lewis expresa la cuestión con gran agudeza: “el deseo que se despierta en nosotros cuando nos enamoramos por primera vez, o cuando por prime¬ra vez pensamos en algún país extranjero, o cuando nos inte¬resamos en algún tema que nos entusiasma, es un deseo que ninguna boda, ningún viaje, ningún conocimiento pueden real¬mente satisfacer. No hablo ahora de lo que normalmente se calificaría de matrimonios, o vacaciones, o estudios fracasados. Estoy hablando de los mejores posibles. Hubo algo que perci¬bimos, en esos primeros momentos de deseo, que simplemente se esfuma en la realidad. Creo que todos sabéis a qué me refiero. La esposa puede ser una buena esposa, y los hoteles y paisajes pueden haber sido excelentes, y la química puede ser una ocupación interesante, pero algo se nos ha escapado”.
“Si encuentro en mí mismo un deseo que nada de este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fui hecho para otro mundo. Si ninguno de mis placeres terrenales lo satisface, eso no demuestra que el universo es un fraude. Probablemente los placeres terrenales nunca estuvieron destinados a satisfacerlos, sino sólo a excitarlos, a sugerir lo auténtico. Si esto es así, debo cuidarme, por un lado, de no despreciar nunca, o desagradecer, estas bendiciones terrenales, y por otro, no confundirlos con aquello otro de lo cual estos son una especie de copia, o eco, o espejismo. Debo mantener vivo en mí mismo el deseo de mi verdadero país, que no encontraré hasta después de mi muerte; jamás debo dejar que se oculte o se haga a un lado; debo hacer que el principal objetivo de mi vida sea seguir el rumbo que me lleve a ese país y ayudar a los demás a hacer lo mismo”.
Se apunta como posibilidad la sugerencia de que el hombre no sea de aquí, no sea terrenal, y esté siempre a la busca de su verdadero hogar, que sería un más allá, con otro tipo de existir. Si las prestaciones del hombre superan las que aquí puede ahora realmente conseguir, si la pista en la que ha de correr -que es su vida- se le hiciera pequeña, ¿porqué no pensar que las condiciones actuales de la vida del hombre no son las que originalmente le corresponden, aquellas para las que el hombre fue hecho? Así, esa insatisfacción estaría remitiendo a aquellas condiciones iniciales, de las que vendría a ser como un vestigio, un recuerdo existencial, una añoranza de esa condición inicial más perfecta y un deseo, incorporado al fondo mismo de su ser, de que esa condición ha de recuperarse de nuevo. Ahí queda apuntado el valor del placer -y en general de todo deseo- como una realidad que, aparte de su valor en sí, tiene sobre todo un significado de símbolo, signo y de promesa de lo futuro, de lo que espera al hombre en su verdadera vida.
La señal de tráfico que al borde de la carretera indica la proximidad de una fuente, no sacia la sed; significa que más allá, a la distancia que en ella se indica, se encuentra la fuente. La señal indica el camino, pero es un error tomar el símbolo por la realidad que significa, la señal por la fuente misma: un hombre vaciado en la búsqueda ansiosa del placer a toda costa produciría el mismo patético efecto que un sediento chupando ávidamente una señal de tráfico indicativa de “fuente”. La insatisfacción radical que vive en el hombre apunta la sugerencia -más allá de la filosofía- de que quizá esta vida que estamos viviendo, estas condiciones de vida, no sean las propias, las originales; como si esta vida no fuera aquella para la que estamos hechos y que en el fondo no hacemos sino desear en todo.
Parece, pues insinuarse la sospecha -positiva, en este caso-, que da pie a la pregunta: ¿y si todas esas cosas, esos objetos de nuestro deseo, no fueran más que signos, señales que nos conducen a algo (Alguien) que está más allá de ellos, más allá del hombre: signos indicativos de Dios? ¿Y si en fondo aquello que el hombre busca, Aquel a quien el hombre busca en todos sus afanes, a través de esos símbolos, de esos pálidos reflejos que suscitan nuestro deseo, es a Dios?
Thibon lo expone con toda lucidez: “Habría que hacer ver a los hombres la maravilla de la realidad divina que su sueño presiente y a la vez oculta. Hacerles comprender que el hambre de Dios se esconde en las cosas en apariencia más ajenas a lo divino: sus ocupaciones cotidianas, sus pasiones terrenas, su mismo materialismo, porque la materia sólo tiene valor como signo del espíritu. En realidad, todo el mundo busca a Dios, ya que todo el mundo pide a la tierra lo que ésta no pue¬de dar; todo el mundo busca a Dios, puesto que todo el mundo busca lo imposible (...). Pero la desgracia del hombre estriba -y ahí está el nudo de esa perversión que llamamos error, pecado o idolatría- en que, engañado por las apariencias y buscando lo eterno al nivel de lo efímero, puede transformar esos valores temporales, que responden a indiscutibles necesidades, en refugios contra el infinito”.
En una interpretación más amplia, esa ambigüedad, esa doble significación de todo objeto de deseo como realidad en sí y como símbolo que apunta a una realidad ulterior y trascendente puede aplicarse al universo de las cosas creadas, puesto que el universo de lo deseable coincide con el universo de lo existente. Aparece una idea muy arraigada en toda la tradición cristiana: la Creación, el Universo entero, como manifestación y revelación (parcial) de Dios, resplandor y espejo de su gloria. Todo lo creado, en cuanto deseable -o sea, en cuanto existente- apunta hacia su Creador, nos habla de su existencia, nos lo revela de algún modo.
A su vez, la ambigüedad antes aludida entre realidad y signo, sin embargo, nos avisa que la propia Creación puede convertirse para el hombre en velo que oculta a Dios en la medida en que las realidades creadas sean vistas (deseadas) únicamente en su propia realidad y no también en su cualidad de símbolo: la mirada (el deseo) queda tan fascinada por la belleza de las cosas -belleza que es el reflejo en ellas de la Luz creadora- que olvida o evita expresamente preguntarse por la Luz que las alumbra y las saca a la existencia: “vemos las cosas porque existen- afirma San Agustín en las Confesiones-; pero existen porque Tú las miras; sin Ti no existirían”.
Así las criaturas, con su capacidad de deslumbrar y seducir el corazón del hombre, pueden convertirse en obstáculos. El hombre anda expuesto al error de tomar la sombra por el objeto, el signo por lo significado; anda expuesto a perderse entre la cosas, a ser devorado por ellas: cuando el hombre piensa poseerlas, ocurre que en realidad acaba siendo poseído por ellas. Y con su libertad encadenada resulta incapaz para alcanzar su más alta meta.
El hombre puede volcar en pasiones finitas esa sed de infinito que lo espolea (y que, aunque no sepa reconocerlo expresamente, es sed de Dios); pero esa operación se muestra indefinidamente frustrada. En esa operación el hombre puede destruirse o salvarse; se salvará si descubre –y no le faltará luz para ello- que sólo Dios puede responder a ese deseo que le constituye (Clément).
III
EL AMOR: LA TRASCENDENCIA PRESENTIDA
1. Personalismo versus individualismo y colectivismo.
El concepto de persona es un concepto relacional, cuestión que tiene extraordinarias y profundas repercusiones prácticas. Ser persona es algo más que ser individuo, un yo autónomo y autárquico, y bien distinto también de ser un simple elemento de una totalidad que sería lo verdaderamente primario e importante.
El personalismo filosófico -los personalismos, sería mejor decir- comienza a surgir como reacción contra los errores del individualismo insolidario del siglo XIX, que se demuestra en la práctica como un gran error. Su campo se amplía para criticar los errores de su opuesto, el colectivismo totalitario, cuyos efectos lesivos para el propio hombre lo descalifican como hipótesis válida en Antropología. La historia de los dos últimos siglos se ha encargado de invalidar en la práctica esas dos hipótesis. Históricamente, pues, el personalismo renovado aparece a mediados del siglo XX como un intento de renovación de la Antropología. Uno de los representantes más significados de esta corriente, Martin Buber, describía así la situación: “No queda más remedio que la rebelión de la persona por la causa de la libertad de la relación. Veo asomar en el horizonte, con la lentitud de todos los acontecimientos de la historia humana, un descontento tan enorme como no se ha conocido jamás. No se tratará, como hasta ahora, de oponerse a una tendencia dominante en nombre de otras sino de rebelarse contra la falsa realización de un gran anhelo de comunión, el anhelo de su realización auténtica. Se luchará contra su imagen deformada y por su forma pura tal como ha sido contemplada por generaciones humanas llenas de fe y de esperanza”.
El concepto de persona se define en oposición tanto a la idea de hombre como individualidad anónima, simple y casi indiferenciada parte de un todo que sería lo esencial, como al individuo soberano, y autárquico, al hombre solo e insolidario. El personalismo, sin embargo, en su valoración del hombre, trata de no atenerse a ninguna imagen previa; su punto de partida es la realidad misma que el hombre experimenta viviendo su vida: el hombre como unidad irreemplazable de pensamiento, amor y acción (Domingo).
La estructura de la persona es dialogal, en el sentido de que la persona se afirma y se despliega en diálogo abierto con los demás. La persona es producto del encuentro (no del encontronazo, como en el individualismo, ni de la confrontación, como en el colectivismo). Los vínculos que la construyen no son las simples relaciones externas, materiales, puramente funcionales como las que se dan por ejemplo en los insectos gregarios: abejas, hormigas, etc. Se trata de auténticas relaciones de mutuo reconocimiento e intercambio a todos los niveles: intelectual, afectivo y práctico. En el hombre esa relacionalidad es esencial para el recrecimiento y la expansión de lo personal. Con ello se quiere significar algo más que la obvia constatación de que el hombre es un ser capaz de establecer relaciones de muy diverso tipo con su entorno; se intenta dar a entender que la maduración y la densidad de su ser-persona está en dependencia inmediata de la calidad e intensidad de esos vínculos. El hombre solo y solitario, el hombre aislado y anónimo, el hombre insolidario, que sólo genera y soporta relaciones casi exclusivamente biológicas, funcionales, son muñones de persona, personalidades atrofiadas. Lo que singulariza al mundo humano, por encima de todo, es que en él se da entre un miembro y otro algo que no encuentra parangón en ningún otro ámbito de la naturaleza.
Esos vínculos pasivos y activos que el hombre establece o soporta, son los que dotan de significado y confieren identidad a la persona como tal. De alguna manera se podría aclarar esto diciendo que el camino hacia el encuentro de su identidad como persona comienza para el niño no principalmente por el alimento y la protección que recibe apenas engendrado, sino sobre todo por la afectuosa relación con la madre, ya desde el mismo seno materno, y después con el padre. La primera sonrisa del niño, provocada por la sonrisa materna es la primera manifestación expresiva de la persona: la criatura se siente envuelta en un ambiente en el que se encuentra acogida, y en el que va adquiriendo gradualmente conciencia de su propia identidad y valor a través de esa relación parental afectuosa (von Balthasar). La familia es el humus existencial de la persona, su condición de posibilidad.
2. Personas y cosas
Decir que la realidad de la persona es esencialmente relacional significa que la relación yo-tú es una relación constitutiva, indesligable: yo y tú son palabras que se deben decir a la vez (Buber), porque se implican mutuamente. Ese tú que se comienza dirigiendo primero a la madre y después al padre, se amplía posteriormente al ámbito familiar, al amigo, al enamorado o a la enamorada, y finalmente debería dirigirse a todos los hombres.
No entramos ahora en las causas que impiden o dificultan este progreso en cualquiera de sus pasos, pero sí conviene dejar constancia de su importancia esencial: el progreso en humanidad debería abarcar todo el proceso completo, sin detenerse en ninguna de las etapas intermedias. De ahí la importancia esencial de la familia y de los valores transmitidos en el ámbito familiar.
Lo propiamente humano es la creación y el cuidado de esos espacios de humanidad, espacios de convergencia personal, en los que el hecho mismo de compartir algo en común genera el acercamiento entre los miembros y contribuye a crear relaciones de valoración positiva entre ellos. El primero y esencial de esos ámbitos es la familia, donde todo es compartido y cada uno es valorado por lo que es, y no por lo que tiene. La familia no es un puro ámbito biológico-funcional, sino el lugar determinante en el que el ser humano se desarrolla propiamente como persona porque en ella adquiere conciencia de su singularidad, de su propio valor y de su irrepetible dignidad. La familia es, por tanto, la defensa de la concepción del hombre como persona frente a cualquier intento de reducción solipsista de la naturaleza humana, y frente al peligro también de homogeneización totalitaria, de instrumentación y manipulación por parte de los poderes fácticos, operación que en último extremo abocaría a la despersonalización del individuo humano, convertido en esclavo sumiso.
Después está toda esa trama de relaciones cordiales entre los miembros de un grupo en que consiste la amistad y, en un ámbito más amplio, las relaciones de cordialidad con quienes están o pasan a nuestro lado. Es la propuesta defendida en Smoke, película que constituye todo un alegato contra el modo de vivir aislacionista e insolidario. Lo que los protagonistas del film comparten inicialmente es su afición al tabaco; el humo aquí no quiere ser sino el símbolo de algo sencillo y leve que se comparte, pero que se convierte en ocasión y punto de partida para compartir cosas más esenciales. Ese mutuo compartir hace a los hombres más humanos, y mejores. De aquí, entre otras cosas, la importancia que para el hombre tiene la amistad como complemento de la familia en cuanto espacio privilegiado de humanidad, de defensa de la originalidad de cada ser humano, ámbito de resistencia de la libertad frente a cualquier intento de tratar al hombre como un puro instrumento.
Completamente distinta de la relación yo-tú es la relación yo-ello, en la que está ausente la intimidad y familiaridad afectuosa que se da en la primera. La relación yo-ello es una relación de objetividad, entendiendo este concepto no como se entiende en la conversación ordinaria, en la que es sinónimo de condición necesaria para toda valoración justa en el juicio, sino como una relación no interpersonal. Objetividad, en este sentido, y contra lo que pudiera parecer, no es siempre condición de una mayor contenido de verdad en los juicios. Cuando el objeto es en realidad una persona y no una cosa, el contenido de verdad de los juicios establecidos a través de una relación objetivista será menos significativo que los contenidos establecidos con base en una relación personalista. Así, alguien que juzga sobre una mujer diciendo de ella, por ejemplo, que se trata de una persona de sexo femenino, de 1,72 m. de altura, ojos grises, pelo castaño, carácter tranquilo, etc., por más datos que pueda dar no estará expresando más verdad, ni una verdad más profunda, que quien dice, como sólo un hijo puede decir: “es mi madre”. De igual manera, un médico no se engaña cuando trata al paciente como un organismo enfermo; se engañaría si lo tratara como si sólo fuera un cuerpo enfermo, que puede manipular como si fuera un objeto, un ello.
Esta distinción es de una extraordinaria importancia práctica, porque significa que a las cosas hay que manejarlas como cosas y a las personas hay que tratarlas como personas y no como cosas, no como meros objetos o simples instrumentos que uno pueda manejar a su antojo, en su propio beneficio. Cuando se actúa de este modo, las cosas nos ayudarán en muchos aspectos y las personas en uno fundamental, que ninguna cosa puede suplir, el de ser humanos. Cuando esta distinción no se respeta en la práctica -porque en teoría no hay dificultades en admitirla-, se desvanece o desaparece aquello que hace humana la vida de los hombres: la vida se deshumaniza.
El mundo es precisamente el tejido que los hombres elaboramos con esos dos hilos, con ese doble tipo de relación con que el hombre entra en relación con su entorno: personas y cosas. Esas relaciones son dos modos distintos de mirar y, por tanto, de entender y de actuar. Confundir los hilos, o no distinguirlos suficientemente provoca muy serios inconvenientes. La película Ciudadano Kane, ilustra magistralmente ese error. Es la historia del estruendoso fracaso como persona de alguien que a ojos de la opinión pública es un triunfador, orgulloso de sí mismo. La clave de ese fracaso es precisamente ésta: Kane trataba a las personas como si fueran cosas, las compraba, las usaba y, cuando ya no le servían, las tiraba. Eso ha hecho siempre con todos; no sólo con sus rivales sino también con sus mujeres, con sus amigos, con sus colaboradores. Sólo al final, cuando ya no tiene remedio, descubre el error. Vagando solitario por las estancias enormes de Xanadú, el fastuoso y descomunal palacio que, en su megalomanía, se hizo construir, se da cuenta de que daría todo lo que tiene, todas las fabulosas riquezas que ha conseguido acumular, con tal de conseguir aquello que le falta y que entonces reconoce como esencial: esas relaciones afectuosas que hacen humana la vida, que liberan de la soledad y confieren sentido, el camino que él no siguió cuando eligió triunfar a base de comprar y vender.
3. Persona y amor
La esencialidad del compartir en el despliegue y perfección de la persona no está haciendo referencia a ningún tipo de mercantilismo. No se trata de “yo entrego para que tú me devuelvas”, sino de una donación generosa y libre. La madre no ama a su hijo para que su hijo la ame, sino simplemente porque es su hijo. En el mercantilismo, al contrario, priva la simple transacción, la donación sin alma; por eso el homo oeconomicus, para el que toda relación es en última instancia transacción, a pesar de su habitual apariencia de cordura y sentido práctico, es una anomalía de la persona, una deformación.
El hecho de que la persona madure y se despliegue a través de esa relación yo-tú tan específica significa que el hombre está hecho por y para el don y la entrega generosa, por y para el amor. El amor es el contenido esencial, infaltable, de esa relación. Hay diversos tipos de amor (cfr. C.S. Lewis, Los cuatro amores), pero en todos ellos se trata sustancialmente de un acto de apertura, de reconocimiento del otro -de reconocimiento en el otro- y de compartición; no de apropiación, sino de vaciamiento. En el amor uno gana, pero no apropiándose de algo o de alguien, sino al contrario, regalándose desinteresadamente al otro. Esa entrega, esa prodigalidad aparentemente loca convierte paradójicamente aquello en una ganancia esencial, independientemente de cualquier correspondencia: se gana en humanidad. Esa ganancia es tanto mayor cuanto más biunívoca sea la relación, es decir en la medida en que el yo advierta que el tú es en realidad un alter ego (otro yo), en que lo amado se reconoce como la otra mitad del yo (dimidium animae meae, decía Horacio): el yo y el tú entran entonces en resonancia.
A esa misma situación paradójica se refiere el autor inspirado cuando dice: “el hombre dará todas las cosas de su casa por el amor, y le parecerá que no está dando nada (porque es mucho más lo que recibe)” (Cantar de los Cantares). Es justamente ese don de sí mismo, en que consiste el amor, el que se acaba revelando como un ser-más, como ampliación y enriquecimiento del horizonte de la propia identidad. Éste es el sentido de aquellas palabras del Evangelio, aparentemente enigmáticas: “el que se guarde su vida, la perderá; pero el que la pierda por amor mío, la ganará”.
El amor es completamente genuino en la persona. Naturalmente éstos no son los criterios que se popularizan en un medio como el nuestro en el que la relación objetivista priva sobre la personalista, un medio en el que se valora lo crematístico, la utilidad, por encima de todo: el saber hacer por encima de la sabiduría, el tener por encima del ser. Pero hemos de reconocer que, en el fondo, la ilusión genuina es la de ser más, y no simplemente tener más. Este es el sentido que naturalmente todos somos capaces de experimentar. Cada persona suele tener algún motivo personal por el que se siente orgulloso; entre esos motivos, los que mayor satisfacción producen son aquellos en los que hemos actuado por desinterés, por pura donación generosa, sin ningún lucro personal. Saint-Exupéry describe una experiencia general cuando afirma: “Si busco en mis recuerdos los que me han dejado un sabor duradero, si hago balance de las horas que han valido la pena, siempre me encuentro con aquellas que no me procuraron ninguna fortuna”. Esto es así porque la persona está hecha para el don de sí, constitutivamente orientada hacia la entrega libre en el amor. El sentido último de la libertad –aunque de ello hablaremos más adelante- es precisamente éste: hacer posible el amor, conseguir que el amor exista.
4. Amor y verdad
El amor supone un descubrimiento previo: el de la deslumbrante riqueza de belleza, de bondad -¡de realidad!- que se esconde en el fondo de la persona amada, riqueza que las apariencias a la vez -y parcialmente- ocultan y revelan, y que sólo es accesible a quien ama. El amor tiene en sí algo de desconcertante a los ojos de los demás. Los demás le preguntan, intrigados “¿pero tú que le ves?”. Y el enamorado (o la enamorada) habla, y no para; o mejor, es tanto lo que ve que se siente incapaz de decirlo con palabras y renuncia a cualquier explicación.
¿Se equivoca quien habla así de la persona amada? No; suele acertar siempre o casi, aunque los demás piensen que se equivoca, exagera o aun delira. Se suele decir que el amor es ciego, pero en realidad es lucidísimo: ve lo que realmente hay en la persona amada. La cuestión está en que sólo quien ama es capaz de verlo (y aunque sólo lo vea en la persona amada, esa misma riqueza existe en los demás). Porque sucede que la riqueza verdadera y profunda de la persona, sólo es accesible a la mirada del amor. No me estoy refiriendo al amor conyugal, sino a cualquier tipo de amor: sirve también para el amor de amistad, sirve también para ese otro amor hacia las personas, que en realidad sólo es posible en la práctica para los creyentes, que entienden y saben que ese fondo de las personas es en realidad divino. Es el resplandor de la imagen de Dios, del amor de Dios por cada uno que se esconde detrás de las apariencias exteriores, incluso de las más materialmente repugnantes. De la Madre Teresa de Calcuta se cuenta que un día cierto personaje, notablemente rico, apareció por uno de los hogares para leprosos que ella había construido para atenderlos. Mientras paseaban por las distintas salas donde se encontraban aquellos pobres enfermos devorados por la lepra, el hombre no pudo reprimir un gesto de horror hacia tanta miseria. Y dirigiéndose a la Madre Teresa, comentó: “Esta labor que hacen usted y las hermanas no tiene precio. Yo no lo haría ni por un millón de dólares”. A lo que la Madre Teresa se limitó a responder: “Nosotras, tampoco”.
Pensemos en el amor de una madre por sus hijos. Cuando una madre habla de sus hijos, quien la escucha y conoce bien al hijo puede pensar que la buena mujer delira, que no tiene ni idea de cómo se comporta en realidad su hijo. Pero no es así. Quizá ella no acabe de tener toda la razón en lo que le cuesta o incluso se niega a admitir -que su hijo tiene que trabajar más, que es un poco golfo, o demasiado amigo de lo ajeno, etc.- pero acierta en lo que afirma. No está viendo visiones ni construyendo afirmaciones con la imaginación cuando habla así de su hijo: está diciendo la verdad. El problema es que sólo para ella es accesible esa verdad, porque sólo ella ama de verdad a su hijo. Sólo ella llega al fondo de la verdad que para los demás se oculta detrás de una capa superficial de vulgaridad, de normalidad, que sólo el amor puede traspasar. Muchos vieron aquellas mismas piedras antes que el experto en descubrir minas de diamantes, pero sólo él supo sacar a la luz el valor que ocultaba su vulgar apariencia esterior. La mirada amorosa es la mirada experta en descubrir el verdadero valor de las personas. Sólo el amor nos permite ver a otro tal como es (Guardini).
Esto ocurre no sólo con las personas sino también con las cosas. Es una experiencia relativamente frecuente escuchar a gentes sencillas que hablan de realidades muy próximas -su pueblo, su casa natal, su gente, su tierra- dando a entender que son lo mejor del mundo. Un observador supuestamente objetivo pensaría que aquel paisaje o aquella tierra no son mejores ni peores que muchas otras tierras y paisajes de otras latitudes, y atribuiría a cierta estrechez de miras del interesado el hecho de considerarlas únicas en su género. Esa opinión es un juicio desacertado. Tampoco acertaría quien juzgara que esas personas piensan que aquello es lo mejor precisamente porque es suyo y es lo único que tienen. En realidad es más cierto pensar que hablan así de esas cosas sencillamente porque las aman. Es su amor por ellas lo que les hace descubrir esa verdad que a quien mira con despreocupación se le escapa necesariamente: son únicas, las más bellas. Es ese peculiar modo de mirarlas -la mirada amorosa- el que descubre todo el encanto que poseen; que no es invención ni fantasía, sino que está en las cosas mismas. Son lugares, paisajes, objetos, cargados de vida: nombres, recuerdos... Sólo conocemos en profundidad aquello que amamos; la mirada del corazón (toda la persona mirando) completa y profundiza la mirada de la simple inteligencia.
Es el amor –la inteligencia enamorada, la mirada contemplativa- quien nos descubre el misterio del ser, de lo que hay más allá y al otro lado de las apariencias: el deslumbramiento de la realidad, “el rostro escondido de las cosas” (Juan Pablo II). Cabría decir que esas otras dos actitudes que habitualmente impulsan al hombre hacia el conocimiento de la realidad, la admiración y el interés, no son sino formas menores del amor; y que el conocimiento que a través de ellos el hombre se procura puede ser verdadero, pero siempre es incompleto, parcial.
5. El amor, realidad misteriosa
Esta experiencia alcanza su más alto grado de expresión en el amor personal, del que el ejemplo más usual -aunque no el único ni el más significativo- es el amor entre varón y mujer. Aunque no me detendré en esta cuestión, quiero apuntar aquí simplemente que el amor y la sexualidad son realidades distintas y separables que conviene no confundir. Puede haber amor sin sexualidad (pensemos en el amor de una madre o un padre por sus hijos) y sexualidad sin amor. A pesar de las apariencias, el amor sexual suele contener menos amor del que parece porque se suele identificar la simple atracción física –infaltable para el ejercicio de la sexualidad- con el amor. Lo cual muchas veces es suponer demasiado. A ello se refiere Rilke, al comienzo de la tercera de las Elegías de Duino:
Una cosa es cantar a la amada, y otra -(ay!-
a ese oculto y culpable dios-río de la sangre.
(Rilke)
El “oculto y culpable dios-río de la sangre” es el impulso sexual entendido como mera vía de autosatisfacción, en el que el otro (o la otra, o el propio cuerpo) no es un tú, sino –hasta donde eso es posible- un ello, un objeto intercambiable y, por tanto, insignificante, un mero instrumento del que sólo cuenta su funcionalidad. El amor se da a otro nivel: el de la relación personal, donde la unión sexual, la entrega del cuerpo, es signo y manifestación de la donación amorosa y total de la persona. Por eso mismo la entrega amorosa de la persona, de lo que la persona es y vale –que incluye la entrega esponsal del cuerpo- se da al final, cuando se ha eliminado razonablemente el error de confundir el amor con sus múltiples sucedáneos con los que en realidad tiene “tan poco que ver como el Dux con los asuntos del gobierno de Venecia” (La Rochefoucauld). Es razonable que primero se entregue lo que se tiene; pero el cuerpo no se tiene: el cuerpo se es. A la vista de los elementos tan sustanciales que definen la entrega amorosa en el amor personal -y que resultarían seriamente dañados- se entiende el rechazo de las relaciones prematrimoniales. En el amor, el tú es irreemplazable, porque lo que cuenta no es la mera funcionalidad sino la personeidad, es decir, el hecho mismo de ser precisamente él (o ella) y ningún otro.
Hablando del amor en perspectiva más amplia, se advierte un cierto misterio en el hecho mismo del amor entre varón y mujer. Todo amor verdadero aparece suscitado por la persona amada y dirigido a ella. Pero extrañamente, no se detiene en ella sino que parece transportar más allá, reclamar una meta, una plenitud, que en el hecho mismo de amar se presiente y se pregusta pero no se alcanza. Dicho de otra manera: el hombre siempre ha entendido que en el amor vivía una experiencia reveladora de algo que está más allá de él y de la persona amada, una experiencia de algo trascendente:
El amor nace en los ojos;
(...) la mirada es quien crea,
por el amor, el mundo,
y el amor quien percibe,
dentro del hombre oscuro, el ser divino,
criatura de luz entonces viva
en los ojos que ven y que comprenden
(Cernuda)
El hombre siempre ha poseído la convicción inicial -incluso ahora, cuando parece extrañamente empeñado en lo contrario- de que en el amor se está rozando el umbral del misterio profundo de su propio ser, que connota una cierta relación con lo sagrado. Ya en las civilizaciones primitiva el amor erótico -aunque no sólo él- tenía (y sigue teniendo) una consideración especial, denominada con la palabra tabú (aunque esta voz pertenece específicamente a la cultura polinesia, es la que ha adoptado la cultura occidental para referirse a este hecho). Pero el tabú, como se ha ido sabiendo a medida que progresaban los estudios sobre estas culturas, no tenía una connotación negativa, peyorativa ni oscura, sino al contrario. El tabú era una acción que, precisamente por su proximidad con lo sagrado, se rodeaba del respeto que merecen las cosas esenciales de la vida del hombre, que no deben ser tratadas de cualquier manera, trivializadas ni usadas en su pura funcionalidad.
Thibon expresa bien ese carácter misterioso del amor humano cuando dice: “¿Qué es lo que más nos vincula a un ser amado: su pre¬cisa realidad que podemos conocer y poseer, o esa huella de infinito que queda impresa en lo finito, ese rastro de misterio que su apari-ción deja en nuestra alma, esa irradiación de lo desconocido y de lo invisible que lo atravie-sa y trasciende? La respuesta es fácil porque, cuando ese fulgor se disipa, la magia del amor se evapora con él, aunque la realidad sensible del objeto amado siga siendo la misma”.
“Entonces ya no nos queda entre las manos más que un objeto fijado entre sus límites irremediablemente explorados y tildamos fácil¬mente de ilusión la misteriosa embriaguez pa¬sada. Pero la ilusión no está en la llamada del objeto en sí mismo, sino en esta llamada en cuanto ligada a un objeto determinado. Así, la más humilde nube atravesada por los rayos del sol reviste los colores del sueño y del infi¬nito y vierte en nuestros ojos la nostalgia de la imposible belleza. Cuando el sol se pone, ya no es más que una mancha oscura y vana en el cielo, una nube en el sentido que, desde Aristófanes, todos los realistas han dado a esta palabra: una ilusión. Y en realidad es cierto que el brillo de la nube era una pura ilusión, ¡pero el resplandor del sol era verdadero! Hemos de evitar la confusión idolátrica de los obje¬tos iluminados con la luz que los inunda, porque, al término de nuestras decepciones, lle¬garíamos a la negación de la luz misma...”.
6. ¿A quién amamos cuando amamos a alguien?
En cierto modo se aplica al amor algo semejante a lo que dijimos al hablar de los sentidos, de las pasiones, de los apetitos del cuerpo y de la voluntad: siempre dejan un poso de insatisfacción. A pesar de ser realidades perfectamente cumplidas en el plano humano, siempre hay algo que se nos escapa, algo que se echa en falta, “un no sé qué que quedan balbuciendo” del que habla San Juan de la Cruz. En la primera parte del Cántico espiritual el alma anda a la búsqueda del amor. Todos los amores le recuerdan al amor, pero ninguno es el amor. Cito sólo dos estrofas que recogen los lamentos del alma enamorada:
“Ay quién podrá sanarme!
Acaba de entregarte ya de vero;
no quieras enviarme
de hoy más ya mensajero
que no saben decirme lo que quiero.
Y todos cuantos vagan
de ti me van mil gracias refiriendo
y todos más me llagan,
y déjame muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo.
(San Juan de la Cruz)
Los mensajeros, a pesar de sus claros mensajes, “no saben decirme lo que quiero”; más que con lo que dicen parecen informar acerca del objeto de la búsqueda con algo que no manifiestan claramente, pero que tampoco silencian, con ese “no sé qué que quedan balbuciendo”: esbozos de palabras apenas audibles, pero no por defecto de la lengua o del oído, sino de las palabras mismas, incapaces de recoger la riqueza de lo que deben expresar. Todo amor es inefable, inexpresable en palabras; por eso las gentes hablan de la persona amada, pero no del amor que sienten por ella; tiene algo de ridículo, de pretensión vana y estrafalaria que alguien hable de su propio amor, del amor con el que ama a alguien.
El hecho de que el amor sea inefable supone que lo vislumbrado en él es una realidad por encima de lo que uno piensa o espera, sorprendente y hermosa, perteneciente casi a otro orden de realidad. El amor remite al amante más allá de la persona amada, más allá de lo familiar y conocido, más allá del horizonte de lo directamente accesible, hacia algo que presentimos inmenso y tierno. Todo ocurre como si “las mil gracias que el amor derrama” en la vida de quien ama no fueran sino obligadas estaciones intermedias, estaciones de paso, pregustaciones y premoniciones de un Amor que nos sustenta y nos espera: presentimientos de Dios:
Con tu mirada tibia
alguien que no eres tú me está mirando: siento
confundido en el tuyo otro amor indecible.
Alguien me quiere en tus te quiero, alguien
acaricia mi vida con tus manos y pone
en cada beso tuyo su latido.
Alguien que está fuera del tiempo, siempre
detrás del invisible umbral del aire”
(Miguel D´Ors)
Es decir, aparece el amor humano, verdadero y profundo, como una realidad en sí, pero a la vez, dotado de un carácter simbólico, indicativo de algo o Alguien que está más allá y a quien, a pesar de no verlo, sin embargo barruntamos como el objeto y fin de todo amor. Esta es la conclusión a la que llega Ryder, el protagonista de Retorno a Brideshead, pensando en su amor por Julia: “Tal vez tú no seas más que el precursor (de ese amor definitivo y total)... Quizá nuestros amores no sean más que simples alusiones y símbolos, lenguaje errático, mal escrito sobre vallas y pavimentos, a lo largo del fatigoso camino que tantos y tantos han pisado antes que nosotros... Quizá tú y yo no seamos más que meros paradigmas, y esta tristeza que a veces nos envuelve nazca de la desilusión de nuestra búsqueda, cada uno a través y más allá del otro, vislumbrando momentáneamente, de vez en cuando, la sombra que dobla la esquina un paso o dos por delante de nosotros”. También aquí, como ocurría al hablar del deseo insatisfecho, surge la pregunta: ¿A quién estamos buscando, amando, cuando amamos a alguien?
7. Amor eterno, amor en el tiempo
Todo amor viene precedido del deslumbramiento, consecuente al descubrimiento de la riqueza del tú. En el caso del amor entre varón y mujer ese deslumbramiento es el enamoramiento, al que Salinas se refiere con una imagen muy precisa –“conocerse es el relámpago”-, porque aunque preparado y presentido con anterioridad, se desencadena instantáneamente. No solamente la persona amada, sino toda la vida y toda la realidad queda transfigurada y embellecida por ese descubrimiento de que amo, de que alguien es más importante para mí que yo mismo; y ese sentimiento transfigurador sube de tono cuando se trata de un amor correspondido, cuando se descubre que yo soy también amado, que soy esencial para alguien, y ese alguien es precisamente aquella (o aquel) por quien se estaría dispuesto a darlo todo.
En toda experiencia del amor se vislumbra una aspiración de perennidad, de eternidad. Por eso G. Marcel ha podido decir: “Amar a alguien es decirle: tú no morirás jamás”. Thibon es igualmente expresivo cuando escribe: “En la hora suprema del amor, te amo como si me fuera a morir. Porque el amor nos eleva por encima del tiempo y de las sombras que lo habitan. El amor es “fuerte como la muerte”, aquello por lo que el hombre se eterniza. Por eso el que ha amado de veras ya no teme la muerte; vive en paz porque siente ese parentesco misterioso que liga las dos fuerzas que rigen nuestro destino: puesto que el amor es muerte, también la muerte tiene que ser amor”.
El amor como realidad en sí, la persona amada como realidad en sí; pero a la vez, ese “amor eterno, único, verdadero”, irrealizable plenamente en este mundo, ¿no será también un símbolo que nos remite a algo que está más allá y que entrevemos como nuestro, como ese alguien a quien de verdad deseamos, y que sólo más tarde descubrimos que en realidad es Alguien que nos ama y que nos llama? Esa es la manera con que Dios habla de sí mismo cuando se nos revela: “Dios es Amor”, dice San Juan en una de sus Cartas. No sólo el Amado por antonomasia, sino la fuente misma y la razón de todo amor, presente de algún modo en todo amor verdadero, que nos revela así su realidad más profunda: el amor como pregustación incoada de Dios.
El amor es un signo de que el hombre está hecho para la eternidad, un atisbo de lo que la persona es, de ese fondo diríamos divino que se esconde en cada cual, un atisbo de lo que el hombre está llamado a ser pero aún no es, de lo eterno que vive incoada y limitadamente en él en su actual situación temporal. Es evidente la luz que nos deslumbra en el amor, pero esa luz no procede del amado, no tiene la fuente en su persona: es un reflejo de la luz eterna en la persona amada.
Eso no significa que el amor sea eterno en sí mismo, de manera que dejado a su libre espontaneidad, sin aportación activa de los amantes, se conserve indefinidamente. La experiencia ordinaria atestigua demasiado frecuentemente que, de hecho, esto no es así: “el amor erótico, que promete eternidad, curiosamente es el que más pronto se degrada. La broma siniestra consiste en que siempre este eros, cuya voz parece hablar desde el reino eterno, no es ni siquiera necesariamente duradero; es notorio que se trata del más mortal de nuestros amores” (C. S. Lewis); y Chesterton, en clave de humor, repite la misma verdad: “El amor es eterno, pero sólo por un mes”.
En Retorno a Brideshead, Waugh describe esta situación de fracaso del amor: “Me sentí como el marido que, después de cuatro años de matrimonio, se da cuenta de repente de que ya no siente deseo, ternura ni aprecio por la mujer que una vez amó; ningún placer en su compañía, ningún interés en gustarle, ninguna curiosidad por nada que ella pudiera hacer, decir o pensar; ninguna esperanza de que las cosas se arreglaran, ningún sentimiento de culpa por el desastre. La conocí de la misma manera que se conoce a la mujer con la que se ha compartido la casa, un día sí y otro también, durante tres años y medio; conocí sus hábitos de desaliño, descubrí lo rutinario y mecánico de sus encantos, sus celos y su egoísmo. El encantamiento había terminado y ahora la veía como una antipática desconocida con la que me había unido indisolublemente en un momento de locura”.
Naturalmente todo el mundo al principio piensa que eso no va con uno, que esa situación no le afecta y que su caso es distinto; es importante reconocer cuanto antes que eso va con todos. Steinbeck, en Los caballeros del Rey Arturo, describe una conversación entre el jovencísimo rey Arturo, todavía un adolescente, y su preceptor, el sabio mago Merlín, en la que Arturo le consulta sobre la elección de esposa. Merlín le contesta: “
-¿Hay alguna dama que te agrade más que las demás?
-Sí, dijo Arturo. Amo a Ginebra, la hija del rey Lodegrance de Camylarde.
-¿Y si te dijera que Ginebra va a traicionarte con tu amigo más querido? (Efectivamente, más tarde Ginebra se enamora de Lanzarote, aunque las versiones acerca de lo que ocurrió son diferentes).
-No te creería, respondió Arturo.
-Claro que no- dijo Merlín con tristeza. Todos los hombres se aferran a la convicción de que para cada uno, las leyes del destino son canceladas por el amor”.
Existe en cada uno esa tendencia a pensar que nuestro caso es distinto, que la estadística no habla de nosotros, que la experiencia general no nos afecta personalmente. Se olvida, sin duda, que los datos estadísticos se elaboran con personas que piensan eso mismo. Sería una simpleza y una seria imprudencia sentirse un Aquiles invulnerable y pensar que esa desgracia ocurre sólo a los demás.
El hombre, en su situación actual, es una realidad que se distiende en el tiempo. Por eso el amor verdaderamente humano es aquel que está llamado a soportar la distensión temporal, el paso del tiempo, sin marchitarse (aunque no ciertamente sin cambiar, sin adaptarse, como más adelante diremos). Ese trabajo necesario para que el amor soporte la temporalidad sin desfallecer se llama fidelidad. El amor de los grandes mitos del amor -Tristán e Isolda, Romeo y Julieta-, ese amor que reclama la unión absoluta de los amantes para ahora mismo, para ya, ese amor que rechaza el discurrir del tiempo y reclama la muerte de los amantes -morir juntos- es un espejismo, una mentira deslumbrante. El amor es signo de lo infinito que vive en el hombre, pero que por ahora, mientras dura esta situación de sometimiento al tiempo y a la muerte que es la vida terrena del hombre, está presente en él de manera sólo incoada e incompleta. Es una semilla de eternidad que en su momento germinará.
La verdadera fidelidad no pretende detener el tiempo, ni eternizar el instante, sino más bien consiste en renovarlo siempre, “en hacer renacer indefinidamente lo que ha nacido una vez, estos pobres gérmenes de eternidad depositados por Dios en el tiempo, que la infidelidad rechaza y que la falsa fidelidad momifica” (Thibon). La fidelidad no es, por tanto, pura inercia, ni mucho menos es pereza o miedo al cambio y a la novedad. Lo ha resumido con extraordinaria profundidad el propio Thibon: “la verdadera fidelidad a una flor no consiste en cortarla para colocarla seca en un herbario, sino en regarla para ayudarla a convertirse en fruto. La mejor forma de fidelidad es la que quiere la maduración de su objeto.''
En resumen, como todas las demás cosas de la vida, también el hombre debe trabajar el amor, construirlo -no destruirlo- día a día. El amor verdaderamente humano, ese amor que, aunque sea eterno comienza realizándose en el tiempo, es siempre un don, una gracia para la vida del hombre; pero, mientras el hombre permanece bajo el influjo del tiempo, es a la vez una tarea que ha de realizar: “Muchos hombres han tenido la suerte de casarse con la mujer que amaban. Pero tiene mucha más suerte el hombre que ama a la mujer con que se ha casado” (Chesterton). Estas palabras no son simplemente ingeniosas; esconden una realidad muy profunda: al amor hay que cuidarlo, sacarle el brillo, todos los días. Nadie se encargará de hacerlo por nosotros; amar en el tiempo no significa otra cosa que estar amando. El amor aquí abajo no es nunca algo acabado, conseguido, terminado.
Esta contrariedad no podrá destruir un matrimonio entre dos personas que sepan en qué consiste amar. La pareja cuyo amor sí puede ciertamente verse en peligro y posiblemente fracasar, es la que se ha dejado deslumbrar por el enamoramiento, la que confunde el amor con el enamoramiento. Esperaban que a partir de ese momento el solo sentimiento haría por ellos, y permanentemente, todo lo que fuera necesario. Cuando esta expectativa no se cumple -y no se cumple nunca- la cuestión se suele resolver en desengaño y recriminaciones mutuas. En realidad el amor, para una persona avisada, no tiene ninguna culpa: él ha cumplido su parte desvelando lo eterno de su alianza y la verdadera riqueza que se esconde detrás de la modesta apariencia de cada uno de los dos. “El amor, como el padrino, hace las promesas; nosotros somos quienes debemos cumplirlas. Nosotros somos los que debemos esforzarnos por hacer que nuestra vida cotidiana concuerde con lo que manifestó aquel destello. Debemos realizar los trabajos de eros cuando eros está ausente... (El amor) necesita esa ayuda” (C. S. Lewis).
Serguéi y Masha, los protagonistas de La novela del matrimonio de Tolstói, se reconcilian después de haber estado apunto de echar a pique su matrimonio. Cuando Masha pregunta a Serguéi su opinión acerca de las razones que les llevaron a esa situación, Serguéi le responde: “La culpa es de nosotros ( de los dos)... y del tiempo”. También del tiempo porque -añade- “cada época (de la vida) tiene su amor”, su forma peculiar y adecuada de expresarse. Igual que de la hoguera no permanece la llama sino la brasa oculta en el rescoldo, así el amor humano que resiste al tiempo no es el amor-pasión, sino ese otro que tiene que ver con la voluntad, y que está hecho de ternura, de agradecimiento al otro, de paciencia también y de sacrificio, de esfuerzo. El amor es valioso y extraordinariamente duro como el diamante; pero también como él, frágil, y hay que ponerlo a salvo de los golpes que lo podrían destruir. Cuando se trata al otro así, con la delicadeza de quien se las tiene que ver con algo valioso y querido pero frágil, pervive siempre como rescoldo esa convicción de que la vida perdería todo su sentido sin la presencia de la amada o del amado. Eliot describe así en su poema Una dedicatoria a mi mujer, ese deseo de la voluntad de permanecer en el amor:
Ningún maligno viento invernal congelará,
ningún torvo sol tropical marchitará
las rosas de la rosaleda que es nuestra y sólo nuestra.
Pero esta dedicatoria es para que la lean los demás:
éstas son palabras privadas que te dirijo en público.
(T.S. Eliot)
IV
EL TIEMPO EN LA VIDA DEL HOMBRE
La historicidad es, junto a la libertad, una de las características esenciales de la persona humana, de su modo de vivir. Esta instalación del hombre en el tiempo puede ser estudiada al menos desde dos puntos de vista distintos pero complementarios. Por un lado, el tiempo como medio en el que se despliega la vida del hombre, es decir, la vida del hombre como esencialmente afectada de temporalidad; y en segundo lugar, el hecho mismo de que esta afectación revista también el carácter de medida: la vida del hombre parece tener un final, que es la muerte. Son cuestiones que abordaremos por separado.
1. Sentido antropológico del tiempo
Cuando se habla del tiempo, se está utilizando una palabra que admite al menos una doble interpretación. Por un lado el tiempo cosmológico, el tiempo como magnitud física que utilizan las Ciencias y la Técnica, el tiempo que miden los relojes: se trata de la simple y regular fluencia de instantes sucesivos. Pero este tiempo físico no es el tiempo del hombre, el tiempo antropológico. El hombre tiene un modo específico de vivir el tiempo, completamente distinto del resto de las criaturas. La profundización en el modo específico con que el tiempo afecta a la vida del hombre es, en cierta manera, un descubrimiento de la filosofía moderna, y más particularmente de la filosofía del siglo XX. Hasta entonces, el papel del tiempo en la reflexión filosófica es secundario, incluso en Hegel. La nueva valoración del tiempo corre pareja a la revalorización de la filosofía como búsqueda del sentido de la vida del hombre individual, que se ha perdido tanto en el racionalismo como en el idealismo. La vida humana, ese despliegue del hombre en el tiempo, tiene unas connotaciones específicas respecto a los demás vivientes.
Esa diferencia entre esas dos distintas concepciones o percepciones del tiempo se podrían ilustrar, desde dentro del vivir del hombre, haciendo referencia a los distintos significados de las palabras madurar y envejecer (Alvira). Las dos hacen referencia al tiempo, al transcurso temporal. Envejecer tiene un significado negativo: el paso del tiempo es vivido como derrota, como humillación y, sobre todo, con una connotación de pasividad, de asunto inevitable, irremediable: envejecer es vivir cronológicamente el tiempo. Madurar tiene una connotación positiva: es un modo de vivir el tiempo que tiene que ver con el crecimiento, con la plenitud, con el sentido.
En primer lugar, sólo el hombre, vive el tiempo. Se podría decir que el hombre es el único animal finito, porque es el único que lo sabe. Los seres vivos por debajo del hombre viven completamente ajenos al tiempo, les importa un bledo. Su vida está ligada al tiempo por mediación del instinto; pero se quedan siempre en el instinto, no alcanzan nunca el tiempo (aunque el tiempo sí les alcance a ellos). Viven en el tiempo, sometidos a los efectos de la temporalidad, pero desconociendo esa irremediable caducidad que los habita y los traspasa. El hombre, en cambio, está hecho de tiempo tanto como de materia y de espíritu. La duración media previsible de su vida no es para él una circunstancia sino que forma parte de su definición; con arreglo a ella el hombre organiza su vida. El hombre se entiende a sí mismo a la luz del hecho de que su vida está medida en el tiempo; sabe que va a vivir unos ochenta años y de acuerdo con este dato proyecta su vida. Si la duración media de la vida de la especie humana fuera doble o triple que la actual, su concepto de la vida y de él mismo variaría notablemente, quizás sustancialmente. El pasado y el futuro –y por eso mismo también el presente- tendrían un sentido muy distinto del que tienen entre nosotros. ¿Qué nuevo significado cobrarían para ellos esos conceptos que configuran la vida del hombre: el recuerdo y la nostalgia –que tienen que ver con el pasado-, la esperanza y el deseo de renovación –que tienen que ver con el futuro-, etc.? Esa distinta duración originaría cambios tan fundamentales que, en cierto sentido, quizás fuera razonable –dice Kundera- preguntarse si ellos y nosotros perteneceríamos a la misma especie.
En segundo lugar conviene reparar en el distinto significado y la peculiar configuración que tiene el futuro en el tiempo cosmológico y en el tiempo antropológico. Puesto que el tiempo cosmológico es lineal podemos abarcarlo como si existiera ya en su totalidad: pasado, presente y futuro son homogéneos, lo que significa que el futuro es predecible y de alguna manera su conocimiento está a nuestro alcance. Pero esto precisamente es lo que no ocurre en el tiempo antropológico; en él el futuro no es predecible porque la vida del hombre es un acontecimiento de libertad. Ya los antiguos griegos distinguían esos dos conceptos de vida: zoé (la vida biológica del hombre, las distintas etapas que el tiempo le marca, lo que le pasa) y bios (la vida biográfica, lo que el hombre hace con lo que le pasa). El tiempo del hombre se convierte en biografía; y el de la humanidad se llama historia.
Dijimos ya anteriormente, citando a Ballesteros, que el hombre es un ser de memoria y proyecto. Ser de memoria no significa la materialidad misma de que el hombre pueda evocar las imágenes de su pasado (aparte de que el hombre no recuerda su vida, su pasado, como recuerda la lista de los reyes godos que aprendió en su infancia). Ser de memoria significa que el pasado no ha dejado de existir, no se ha evaporado sin dejar rastro, no es algo clausurado y olvidado, sino algo que de algún modo gravita en el presente, lo condiciona y lo configura; de un modo real, en el hoy del hombre está presente su pasado. El tiempo del hombre es acumulativo. De ahí que la contraposición dialéctica entre tradición y progreso (la disyuntiva: tradición o progreso) sea falsa.
Tradición y progreso se implican y se reconocen mutuamente en el concepto de cultura. Cultura tiene la misma raíz etimológica que culto y que cultivo: la palabra latina cultus, que significa dedicación cuidadosa a una tarea. De ahí que cultura sea aquello a lo que el hombre se ha dedicado preferentemente, la cosecha de su propia historia, el grano sin paja, lo valioso acumulado de su experiencia. La cultura es el contenido esencial de la tradición (del latín tradere, entregar), el legado que una generación entrega como dote a la siguiente: su tesoro, su fortuna. El hombre necesita de la tradición para no empezar de cero en cada generación; el hombre es lo que es, el hombre progresa, precisamente porque es cultural. Ser cultural significa ser de tradición, apoyarse en la tradición, en la valiosa experiencia heredada de nuestros mejores predecesores. El progreso no está reñido con la tradición, sino que más bien la necesita. Caben posturas radicales, formas poco equilibradas de entender el tiempo, en las que la profunda conexión entre esos dos conceptos se rompe: el tradicionalismo entendido como nostalgia radical del pasado, como aquel “cualquier tiempo pasado fue mejor” del poeta castellano; o el progresismo, en el que se entiende el futuro como ruptura total con el pasado, como renuncia expresa del hombre a sus propias fuentes.
También en la vida de cada persona se da esa relación indisoluble entre pasado, presente y futuro, ese equilibrio entre tradición y progreso. Todo aquello que hemos vivido permanece en nosotros de dos maneras. Una primera, como anotaciones en el registro vivo de la memoria; la memoria es el tiempo acumulado del hombre, que se puede expandir, revisar, revivir y volver a guardar. El hombre es también su remordimiento, su dolor, su nostalgia, su alegría, el sufrimiento por su vida malperdida, la serenidad por su vida lograda... Todo eso es también el hombre.
Una segunda manera, menos evidente a primera vista pero igualmente real, es entender que mi ser personal actual -es decir, yo mismo tal como soy- es el registro más preciso y certero de mi biografía. Lo que soy ahora es fruto y resultado de todo mi pasado: soy todo lo que he sido. Somos también, como consecuencia, resultado de las posibilidades descartadas, de todo aquello que pudimos ser y no quisimos, eso que a veces suscita en el hombre la nostalgia:
“Hay eco de pisadas en la memoria
por el pasadizo que no tomamos,
la puerta que nunca abrimos”
(Eliot).
Esa forma de condensación del pasado en el presente es lo que expresa Pessoa con tanta fuerza:
Sí, soy yo, yo mismo, tal cual he resultado de todo (...).
Cuanto fui, cuanto no fui, todo eso soy.
Cuanto quise, cuanto no quise, todo eso me forma.
Cuanto amé o dejé de amar es en mí la misma saudade.
Y al mismo tiempo la impresión un tanto lejana,
como de sueño que se quiere recordar
en la penumbra a la que despertamos,
de que hay en mí algo mejor que yo.
(F. Pessoa)
Por ello podemos decir que el pasado, paradójicamente, nunca acaba de pasar. No se puede cortar con él; renunciar a él sería renunciar a la propia identidad: el resultado de ese olvido total, de esa cisura con el pasado no sería tanto el no saber quién soy sino ser nadie. Proust lo expresa certera y admirablemente en el primer tomo de A la busca del tiempo perdido cuando, al evocar ciertos despertares de la infancia, escribe: “al despertarme, en el primer momento, como no sabía dónde me encontraba, tampoco sabía quién era; en mí no había otra cosa que el sentimiento de la existencia en su sencillez primitiva tal como puede vibrar en lo hondo de un animal, y me hallaba en mayor desnudez de todo que el hombre de las cavernas; pero entonces el recuerdo descendía hasta mí como un socorro llegado de lo alto para sacarme de la nada”.
A la vez, el hombre es ser de proyecto, no en el sentido de que esté simplemente abierto al futuro -esto sería una obviedad- sino que no sabe vivir sin planear, sin buscar: es proclive al futuro (Ruiz de la Peña), capaz de la sorpresa, de la invención, capaz de novedad. De novedad también sobre sí mismo, sobre su propia vida: el pasado no es para él una realidad definitiva, irreparable, irremediable.
De manera análoga a como antes hemos dicho que el pasado sigue vivo en el hoy, también el futuro está de algún modo contenido en el presente. No como ya predeterminado o prefijado, sino en cuanto que de algún modo el futuro tira de él hacia adelante, lo moviliza. La presencia estimulante del futuro en el presente se llama esperanza. El hombre pierde la esperanza cuando el futuro personal ha desaparecido porque ha dejado de ser interesante; la vida entonces se estanca y paraliza como aquellas películas antiguas de celuloide que al romperse dejaban proyectada en la pantalla la imagen fija del fotograma que había quedado atrapado. Si el futuro no existe, la vida pierde sentido.
La esperanza es, pues, el futuro anticipado incoativamente en el presente, que dinamiza los resortes vitales ya que el hombre entiende que no cualquier modo de vivir es adecuado si quiere tener disponible el futuro que anhela. El futuro no es para él un regalo, ni un feliz hallazgo casual, ni un triste e ineludible destino, sino una tarea; el hombre es constructor de su propio futuro. Nuestro hoy condiciona nuestro futuro, nuestro futuro es hoy. A quien pasa del presente le ocurrirá que, por eso mismo, el futuro pasará de él. En este caso la esperanza -si todavía se puede seguir llamando así a ese deseo inconsistente y efímero, incapaz de movilizar la vida- es vana, vacía: esperanza cero.
2. La vida como relato y representación
El hecho de que la vida del hombre sea una realidad que se distiende en el tiempo, significa que aún no somos lo que hemos de llegar a ser. Por otro lado está el hecho de que la vida humana no está compuesta sólo ni principalmente de lo que a uno le pasa -aunque en la vida pasan cosas-, sino de lo que uno hace con aquello que le pasa. Hemos hablado de esa distinción que ya hacían los clásicos entre zoé -la vida biológica- y biós -la vida biográfica-. La vida propiamente humana es biografía, vivir es estar metidos de lleno en cada momento en el cuidado de escribir la propia biografía. Aparece así la idea, tan sugerente como veraz, de la vida como relato.
Hace tiempo que la filosofía -particularmente la antropología- reparó en la consideración de la estructura narrativa de la existencia humana. Vivir es construir una historia, inventar cada uno su propia historia y contarla a los demás, mostrarla a quienes deseen oírla. A los hombres nos pasa lo que a Sherezade, la protagonista de Las mil y una noches: que para seguir vivos, cada día se ha de saldar con un cuento (Marín). ¿Recuerdan el argumento de esa historia? Un califa (en realidad son dos) es engañado por su esposa; como venganza, la mata y decide no volver a casarse, sino elegir cada noche una mujer, a la que hace matar de madrugada. Sherezade, la hija del visir, en contra de los consejos de su padre, se empeña en acudir a las sesiones nocturnas del califa y, ante el asombro de todos, no es ejecutada al romper el día. Esta situación se prolonga durante mil noches, al cabo de las cuales el califa termina casándose con ella. El medio empleado por Sherezade para sobrevivir es sencillo: consiste en contar al califa distintos cuentos que nunca terminan de madrugada, sino que siempre ocurre que el alba sobreviene en el punto más interesante de la narración. El califa, intrigado por el interés del cuento, pospone la ejecución para el día siguiente; y así un día y otro, porque apenas terminado un cuento, Sherezade comienza otro, con el que ocurre lo mismo que con el anterior, etc.
Vivir es, de algún modo, repetir la audacia de Sherezade: atreverse a inventar cada día la propia historia, la historia personal. Teniendo en cuenta también que nosotros nos jugamos mucho en ello: también a nosotros -nunca mejor dicho- nos va la vida en ello. Dos cosas fueron necesarias para que el intento de Sherezade resultara un éxito: el interés de los cuentos en sí mismos y la gracia y el estilo en la manera de contarlos. Sobre el interés cabe decir que la narrativa moderna -ya desde Chéjov, al menos- ha descubierto el valor de lo ordinario, de lo cotidiano, como motivo literario. No se trata de grandes relatos épicos, de realizar grandes hazañas, sino de caer en la cuenta de que lo verdaderamente interesante, lo prodigioso, es el hombre mismo. Lo prodigioso está ahí, con su apariencia de obviedad, de vulgaridad casi, pero hay que saber verlo. Ya advirtió Proust que “el verdadero viaje del descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes sino en mirar con ojos nuevos”.
Esto contrasta con cierta tendencia a interpretar la vida como algo que nos viene desde fuera, que nos asalta desde el exterior. Ya hemos dicho con anterioridad que de esos dos elementos fundamentales y complementarios de la vida del hombre -lo que al hombre le pasa y lo que el hombre decide hacer con lo que le pasa- el específicamente humano es el segundo. Vivir es hacer un acto positivo sobre la propia vida, un acto de posesión y de dominio: poner las manos sobre lo que nos pasa y, como si fuera una masa, atraparlo y moldearlo. La aceptación sistemática y pasiva de lo que nos ocurre equivaldría a ausentarse de la tarea de construirse una vida. La pasividad, el asistir a nuestra vida como tan sólo de cuerpo presente, significaría la aceptación de ser nadie. Es esencial esa decisión, esa audacia para tomar posesión de la propia vida. Y como en todas las cuestiones prácticas en las que interviene el tiempo, también aquí se cumple que no tomar una decisión debida significa haber tomado ya una; hay decisiones que se toman por omisión, por inhibición.
Que el hombre sea autor de su propia biografía significa que cada uno, al vivir, está decidiendo entre varias posibilidades que se le presentan:
a) si desea escribir él mismo su propia vida o, a la vista de las dificultades que entraña, desiste y se la encarga a otros (los negros, escritores a sueldo de memorias y discursos por cuenta ajena que se publican con la firma no del autor sino del patrón). La vida hecha por encargo es la vida aceptada pasivamente, en la que el sujeto renuncia en la práctica al dominio efectivo de los resortes controladores del propio vivir. Es uno de los modos de abdicar de la identidad personal, de no ser nadie.
b) si desea que su vida sea una historia personal, original, o se dedica a la productiva y fácil industria del plagio, de la copia. En este caso uno no se ausenta de su vida pero la convierte en una historia repetitiva y monótona, mil veces contada, aburrida y pesada: la misma historia de siempre. Vidas estandarizadas conforme a los patrones sociales vigentes en las que cambia únicamente el nombre del protagonista (por llamarle de alguna manera, porque en realidad no protagoniza nada) pero no la peripecia, idéntica en todos los casos. Esto puede ocurrir cuando se aceptan acríticamente los eslóganes y consignas dominantes en el medio social. La opinión pública, la publicidad, los criterios sociales y las modas pueden no sólo influir -esto es lógico- sino también conformar sustancialmente la vida, las líneas decisivas del proyecto personal, que por eso mismo acaba teniendo muy poco de personal. También aquí se cumple, como en la Biología, la ley de que quien se adapta tan completamente al medio que se uniforma con él, pierde la capacidad de sobrevivir a los cambios. La supervivencia está en ese equilibrio no muy definible entre adaptación e innovación. Para innovar, para no estancarse y hacer progresar al hombre, hace falta no agotar las energías en el esfuerzo de mimetizarse.
Ya se entiende que no se trata de hacer cosas que nadie ha hecho -la vida no es un espectáculo de circo, el “más difícil todavía”- sino de ser alguien que nadie hasta ahora ha sido; ni es cuestión de convertirla en una tragedia necesariamente, pero sí en una obra digna, bien hecha, valiosa (junto a la tragedia griega, a los dramas de Calderón o de Shakespeare, no desmerecen las obras de Chéjov, en las que en apariencia no ocurre nada sobre la escena y en realidad ocurren muchas cosas).
Esta misma cuestión se puede estudiar desde el punto de vista -más clásico, con una mayor tradición en nuestra cultura- de la vida como representación, como acción teatral. Se trataría de saber:
c) si en la interpretación de sí mismo en que consiste vivir, uno va a ser el personaje, o sólo va a interpretar un papel (distinción de uso ya habitual y casi obligado desde Stanislavski y el Teatro del Arte de Moscú), es decir, si va a vivir o va a hacer como que vive. En el extremo negativo de esta posibilidad aparece la vida como simple recitación repetitiva de un papel, sin fuerza y sin pasión, aunque a veces con mucho acompañamiento de gestos: esa “historia sin sentido, contada sobre un escenario con mucha prosopopeya por un idiota”, de la que en su desesperación habla Macbeth.
d) si se va a renunciar al protagonismo para limitarse al papel, más cómodo, de comparsa. Es la renuncia a una vida plena, la aceptación de una vida sin dificultades ni sobresaltos, sin responsabilidad; pero también sin grandeza: una vida sin riesgo, pero también sin esperanza. El resultado final de esa actitud lo expresa gráficamente el poeta:
“Hice de mí lo que no supe
y lo que pude hacer de mí no lo hice.
Vestí un disfraz equivocado.
Me conocieron enseguida como quien no era,
y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando me quise quitar la máscara
la tenía pegada a la cara.
Cuando me la quité y miré al espejo
ya había envejecido.
Borracho, no sabía ya vestir el disfraz que no me había quitado.
Arrojé la máscara y dormí en el guardarropa
como un perro al que tolera la gerencia
por ser inofensivo”.
(F. Pessoa)
Nadie vive dos veces, pero hay vidas repetidas hasta la extenuación (Gª-Morato), vidas cortadas en serie, intercambiables. Más que vivir, hay quien lo que hace es dejarse vivir o vivir desde fuera: la persona queda convertida exclusivamente en máscara, en apariencia sin sustancia, sin adentro (Alvira); la persona sin personaje.
Vivir es aprender a hacer un uso lúcido y consciente de nuestra libertad. Para ello es condición previa una decisión: la de elegir la vida que se desea llevar, la decisión tener una vida propia, personal. Vivir es tener una historia que contar, y contarla: la vida humana tiene estructura argumental. Y siguiendo con la analogía de la vida como relato, habría que resaltar la importancia del estilo, del modo de contar esa historia. El estilo es muy importante en una narración. No basta que el asunto sea interesante: hace falta que al lector también se lo parezca. Por eso, vivir es contar con estilo la historia personal.
El estilo es cierta elegancia en la expresión que confiere un evidente atractivo formal a la narración. Es difícil de conseguir, y aunque se adquiere mediante el esfuerzo paciente -nadie nace con el estilo aprendido-, tiene que ver más con la naturalidad que con la sofisticación y la artificiosidad. El estilo es un instrumento de la creación artística.
El acto creativo en cualquiera de las artes provoca una transformación, una transfiguración de la realidad; o quizá mejor sería decir que por medio de él, se descubre en las cosas la fulguración de un mundo nuevo y distinto en el que no cabe el aburrimiento sino la novedad exaltante. “Entre el ciprés que tengo a lo lejos y el ciprés pintado por Van Gogh está Van Gogh, que se convierte en la condición de posibilidad de una bella ocurrencia”, de la irrupción imprevista de una novedad hermosa (Marina). Vivir creativamente consiste en hacer que nuestra vida tenga gracia. La gracia es lo contrario de lo vulgar, de lo repetitivo, de lo mecánico, y radica no en las cosas sino en la persona, no en las obras en sí sino en el agente. Es distinta también de la simple originalidad. El creativo es original, pero para él la originalidad no es un fin en sí mismo sino una forma nueva de resolver un problema. La originalidad por la originalidad es propia del excéntrico, que busca por encima de todo llamar la atención.
Vivir creativamente es hacer posible que en medio de lo rutinario y banal ocurra una novedad hermosa: que mi vida haga posible que algo bello ocurra. Pero “¿qué hay que entender por bello? Desde luego, algo más que la obra de arte como tal: reconozco su fulgor en otras cosas. En la vida diaria, en el modo elegante de hacer una tarea simple, en las formas del amor verdadero, en los modos de suscitar la alegría, en la realización de la justicia, en el esplendor de la generosidad, en la conducta animosa, en la veneración por la verdad, en un gesto de ternura o de abnegación. La belleza se da cada vez que conseguimos elevar el estilo inventando en la realidad promesas de felicidad. Se trata de expulsar a los vampiros y remontar el caedizo espíritu de la pesadez, el aburrimiento, el desdén, el nihilismo, la perversidad, la bajeza” (Marina).
Hoy abunda una literatura excesiva que procura transmitir la impresión, particularmente a los más jóvenes, de que la vida es fácil; y vivir, un objetivo que no precisa de ningún aprendizaje especial, algo trivial. Pero eso está lejos de ser cierto. La experiencia demuestra que quien se limita a ir dejando caer los días como hojas desprendidas del calendario, como si su vida no fuera con él, advierte al cabo su lamentable estado de desnudez personal, de pobreza sustancial. Son personas a las que nunca les parece que ha llegado el momento de tomar las riendas de su vida, de hacer algo valioso por cuenta propia; siempre dicen después para quizá terminar descubriendo un día que en realidad han estado diciendo nunca; gentes que en medio de la corriente del tiempo más que vivir parecen dedicarse a sobrevivir pasivamente, como si la vida consistiera más en dejar pasar el tiempo que en alcanzar un destino. Vivir no consiste simplemente en vagar sin meta de acá para allá, al azar de lo que ocurra, gustando de lo que nos sale al paso sin más. Vivir es aceptar el reto de construirse a sí mismo, de darse un rostro y un nombre propios.
La técnica de vivir la aprendemos de otras personas. Pero entre los que enseñan, unos repiten teorías, dan lecciones. Algún valor tienen, sin duda; pero muy escaso en lo que se refiere a las cuestiones fundamentales: los manuales, aunque nos enseñan cosas muy útiles, no nos enseñan ese arte de lo esencial en que consiste vivir. En ese sentido, contiene una profunda razón ese adagio oriental: “sólo se enseña lo que no vale la pena ser aprendido”. Para aprender a vivir de poco sirven las técnicas y los manuales: se necesitan maestros, personas cuya existencia sea un libro abierto donde aprender. Y entrar en conversación con ellos: saber ver, saber escuchar (Gª-Morato). Por esta tarea no se nos concede ningún grado académico, ningún título que añadir al currículum, ni resulta de ello una mejoría de nuestra cuenta de resultados; en el arte de vivir uno se gradúa -son palabras de Merton- “alzándose de entre los muertos”, no conformándose a la rutina, al aburrimiento, al sueño, a la apatía: “sólo la diligencia -ese amor no perezoso- nos salva de la muerte” (Marina). El premio que se alcanza es el de poder contarnos entre los vivos y no en el registro de los zombies, de los cadáveres ambulantes.
3. Vivir en libertad
Hemos hablado de la vida como relato o como representación: una historia hasta ahora nunca contada, un alguien que nadie hasta ahora ha sido. Pero esto plantea precisamente la pregunta esencial: ¿quién quiero ser? Lo cual nos remite en directo a la cuestión de la libertad.
Libertad significa autoposesión, y hace referencia al hecho de que la persona tiene en exclusiva la capacidad de decidir por sí misma sobre sí misma, tiene en sus manos los resortes de su propia vida. Las decisiones esenciales de su vida las toma él, y nadie más. Puedo querer lo que quieren o me aconsejan los demás, puedo hacer mías sus ideas o sus valores, pero siempre que medie mi consentimiento, expreso o tácito; pero lo que nunca podrá ocurrir es que otro quiera por mí. Lo característico de la libertad es que nadie puede ser yo en mi lugar. Nadie puede querer (algo o a alguien) por mí, es decir, en mi lugar, ni decidir por mí. La persona libre es insustituible, irreemplazable. La libertad marca una frontera, un límite inabatible: sólo yo puedo ser yo.
Esto hace referencia a dos aspectos diferentes de la libertad, aunque complementarios, que se reclaman mutuamente: la libertad-de y la libertad-para. La primera es la facultad de hacer o no hacer una acción determinada entra el haz de posibilidades que se presentan: la libertad de elección. Se trata de un sentido verdadero y real de la libertad, pero parcial porque no agota todo el sentido de la libertad: la libertad no es sólo eso. Ese es el tipo de libertad que exaltó el liberalismo en el siglo pasado, y que sigue fascinando a muchos desde la aparición del libro de Stuart Mill, Sobre la libertad.
Cuando Stuart Mill escribe ese texto -año 1859- la libertad era rara avis incluso en la vida de las sociedades occidentales. Esa concepción de la libertad tiene todas las ventajas y todas las desventajas del liberalismo. El liberalismo es la mejor de las doctrinas sólo cuando su ejercicio se sustenta en una idea adecuada de la dignidad de cada hombre, cuando se cuenta previamente con un proyecto vital, tal como ocurría en la sociedad norteamericana de entonces, fuertemente influenciada todavía por el trasfondo netamente religioso de las ideas que conformaron el nacimiento de los Estados Unidos como nación. Porque la miseria del liberalismo es precisamente ésta: que se basa en valores que él mismo no promueve. El ejercicio del liberalismo presupone una idea valiosa del hombre, que sólo se puede ejercer en libertad. Pero si desaparece ese proyecto y la libertad de elegir se queda sola, si no hay un destino, un para qué, la misma libertad pierde su sentido. El individualismo liberal termina por generar a menudo conductas antisociales; pero falto de medios para prevenirlas o corregirlas por su incapacidad para generar proyectos, se limita a reprimirlas.
La libertad hace referencia directa y necesaria a la realización de un proyecto personal: ser yo mismo. Soy libre para ser quien quiero ser, y no otro. Ser libre significa poder convertir la vida en elaboración de un proyecto personal en el que el hombre se reconozca de manera inequívoca en sus obras, de modo que al contemplar su vida -como quien mira un espejo- y ver la imagen reflejada, pueda decir: sí, éste soy yo.
Una libertad sin proyecto es una libertad frustrada, inútil, empobrecida. Pretender agotar el sentido de la libertad en la mera elección, entenderla como la sola y pura capacidad de elegir, sin referencia ni vinculación a nada ni a nadie, tendría tan poco sentido como querer encontrar utilidad a una bicicleta pedaleando en el aire, o a un coche haciendo funcionar el motor en punto muerto. Cuando la libertad se afirma como un absoluto, sin otra referencia que el azar o el capricho del momento, sin relación con la elaboración de un proyecto, con la posibilidad de alcanzar una meta o un destino (ella misma es el proyecto), lo que sobreviene es el sinsentido. Si lo importante del comer no es el alimento sino el tenedor, no hay que ser profeta para predecir que el sujeto se morirá de hambre; quizás, sí, rodeado de todo un cargamento de tenedores.
La vida digna del hombre es un proyecto realizado en libertad. Pero el liberalismo no genera proyectos sino sólo libertad, por eso como doctrina social es insuficiente: es capaz de fabricar tenedores, cucharas y cuchillos, pero ni cría corderos ni siembra trigo. La situación actual ilustra suficientemente sobre lo insatisfactorio de esta noción de la libertad entendida como pura espontaneidad sin referencia más allá de ella misma: el proyecto -el sentido- hace tiempo que quedó abandonado en el camino y no hay más que libertad.
Supongamos, en pura hipótesis, la existencia de un animal que fuera capaz de decidir en cada acto la posibilidad de seguir o no los dictados del instinto. Si la libertad consistiera solamente -como afirma la doctrina liberal- en la pura posibilidad de elegir, ese animal sería libre; se daría entonces la paradoja de que semejante animal estaría en franca inferioridad respecto al animal que se rige siempre por el instinto porque entonces su comportamiento libre, al destruir el automatismo del instinto -que en el reino animal es un mecanismo perfecto de autodefensa-, lo haría quedar en franca desventaja. La libertad sería así un serio inconveniente para él. Si la libertad consistiera en hacer lo que le apetece en cada momento, nunca llegaría más allá de donde alcanza el comportamiento instintivo, y la mayor parte de las veces se quedaría muy por debajo de esa cota de eficacia. Ese animal libre sería más vulnerable que sus congéneres instintivos frente a las dificultades del medio, y su futuro estaría en entredicho. El animal caprichoso sería inviable, no competitivo.
Pensemos ahora en el hombre. Su bagaje instintivo es muy escaso. Su defensa, su supervivencia, no está confiada sustancialmente al instinto sino a la inteligencia, tanto teórica como sobre todo práctica. La eficiencia en el hombre no consiste tanto en actuar instintiva cuanto inteligentemente, actuar desde una comprensión global de lo que es razonable y conveniente con vistas a lo que quiero ser (a quién quiero ser) y elaborar estrategias de acción adecuadas. Actuar libremente consiste en obrar sabiendo lo que se hace y por qué se hace, es decir, dando un sentido a la vida tal que la persona se reconoce en lo que hace, en la vida que está viviendo, en su biografía: verdaderamente éste soy yo, mis actos me dibujan perfectamente (como en esos pasatiempos infantiles: una usted con una línea los puntos y diga usted qué ve). El primer significado, vivido como si la libertad fuera sólo indefinición, indeterminación, pura capacidad de elección (choice), ha sido predicado y difundido por la cultura oficial desde la segunda mitad del siglo pasado como el más genuino y auténtico de la libertad. Los resultados de ese divorcio entre libertad y verdad, entre libertad y proyecto, a la vista están: esa patología de la personalidad consistente en una especie de avaricia de libertad que genera personalidades enfermas de indecisión, que no eligen o que realizan elecciones efímeras, intrascendentes, hechas al azar del momento, del reclamo actual del apetito, de la seducción irreflexiva del instante; personas que no se comprometen porque “no quieren desprenderse de su libertad”.
La espontaneidad (hacer lo que me apetece) entendida como paradigma de la libertad es en realidad una ficción. En principio esa identificación parece suponer la ausencia de cualquier condicionamiento -no depender de nada ni de nadie-, pero en realidad presupone la sumisión ineludible al impulso o a la presión del ambiente. Hacer lo que a uno le apetece no es ser libre sino determinarme a hacer lo que las ganas deciden hacer: una respuesta casi automática donde no media la deliberación ni interviene la voluntad, una respuesta que no supone ganancia sino pérdida de autonomía. Cuestión distinta es la de actuar con sencillez, con naturalidad; en el comportamiento de la persona sencilla está también ausente lo artificioso, lo sofisticado, pero no la reflexión.
Esa identificación entre libertad y espontaneidad es también una ficción porque siempre existen condicionamientos para la acción, ya que la libertad humana es una libertad situada. Libertad significa autoposesión, pero no autosuficiencia ni insolidaridad, no absoluta independencia respecto de los demás. La libertad personal no puede lógicamente oponerse o entrar en contradicción con lo que es esencial a la persona. Vivir humanamente es convivir (vivir con), porque la persona es ser con otros. No cualquier dependencia es indeseable, sino sólo aquellas que nos impiden ser protagonistas conscientes de nuestra propia vida. No se trata de no estar vinculado a nada ni a nadie, sino de elegir libremente los vínculos. No todo vínculo ni toda obligación son represivos. De hecho seguimos vivos porque alguien -posiblemente nuestra madre- nos quitó de entre las manos cuando éramos niños un cuchillo, unas tijeras con las que andábamos jugando, ajenos al peligro que para nosotros mismos representaba; o porque, a pesar de nuestra oposición, nos vacunaron contra la polio, o lo que fuera. Es más, la asunción de vínculos comprometedores es una característica esencial del hombre, al que Scheler definió como “el animal que puede prometer”. La promesa se hace frente a otro, y quien la hace queda comprometido, es decir, libremente vinculado a su realización. Comprometerse es precisamente proponerse algo, no dejar el futuro en manos del azar o de los demás, no consentir que se nos vaya de las manos; y esto lo podemos hacer precisamente porque somos libres.
Milan Kundera en su novela La insoportable levedad del ser lo manifiesta con toda claridad. El protagonista descubre que la vida, conducida por el imperativo de no vincularse seriamente a nada ni a nadie, lejos de aligerar la existencia la convierte en una pesada carga insoportable: en el hombre pesa mucho más el vacío del sinsentido que los compromisos de una vida plena (Innerarity). El problema de quien quiere llevar una vida digna del hombre no es el de comprometerse o no -esto último habría que descartarlo- sino con quién o con qué me comprometo. La libertad -como, por analogía, el dinero- está para ser utilizada, para ser invertida en hacer la propia vida con decisiones libres, asumidas personalmente, que precisamente por eso generan verdaderos compromisos, que ponen en marcha el futuro.
La cultura actual -una parte de ella, al menos- parece haber perdido el norte en la medida en que, maniatada por una concepción idolátrica de la libertad, no sabe qué hacer con ella. Ser libre para ser libre, y no para amar, ésa es la definición misma de la ruptura, del atolladero, del vacío de la libertad. La libertad humana sólo es grande si está al servicio del amor.
Así, la pregunta oportuna no es ¿qué va a ser de mí?, sino ¿qué voy a hacer conmigo, qué voy a hacer con mi vida? El problema -la cuestión decisiva, podríamos decir- es averiguar lo que uno verdaderamente quiere ser; o mejor aún, quién quiere ser. Porque el hombre casi siempre acaba siendo lo que ha querido, no lo que ha deseado. El deseo hace referencia a una inclinación del apetito, a aquello hacia lo que nos inclinan las ganas. El querer tiene que ver con el núcleo mismo de la persona. Desear denota una actitud pasiva o al menos no comprometida; querer, por el contrario, significa la movilización de las energías de la persona: “quien tiene un para qué, encontrará siempre el cómo” (Nietzsche). En la cuestión de la libertad, pues, no se trata tanto de hacer lo que me da la gana como de hacer lo que entiendo más conveniente o mejor, porque me da la gana.
La feliz esclavitud
Vistas así las cosas, no extraña ya tanto que nuestra época, que tiene siempre en la punta de la lengua la palabra libertad, no sobresalga precisamente por el uso que hace de esa libertad radical: hay mucho enemigo de la libertad con atuendo de libertino. Curiosamente los principales enemigos de la libertad no están fuera del hombre sino que viven dentro de él. Nadie desde fuera puede arrebatarnos la libertad íntima, la libertad radical (véase El hombre en busca de sentido, en el que V. Frankl nos cuenta su experiencia de superviviente en el campo de exterminio de Austchwitz). Sólo desde dentro podemos hacerla inútil o estéril; y eso al menos en parte tiene que ver con la falta de coraje, con el rechazo previo del esfuerzo, del compromiso, del aspecto de realidad difícil y costosa con que a veces se presenta lo verdaderamente valioso para el hombre: la realización de su proyecto vital. Aparece así un sentimiento respecto a la verdadera libertad que se parece al miedo y al rechazo a causa de:
a) ese aspecto verdaderamente serio (para algunos, terrible) y comprometedor con que se presenta la libertad. El tiempo y la libertad convierten la vida del hombre en una realidad definitiva, irrepetible: la vida va en serio (no en triste, pero sí en serio). “El hombre no es un ensayo de sí mismo” (Yepes), no es un experimento provisional, un juego sin consecuencias, sino una realidad en cierto modo definitiva (esto no significa que la vida sea necesariamente irremediable; en la vida todo tiene remedio para quien se decide a ponerlo, aunque en ocasiones no sea fácil);
b) al carácter de soledad con que a veces se experimenta el ejercicio de la libertad, precisamente porque nadie puede ser yo mismo en mi lugar. Este carácter se puede agudizar hasta el desamparo o incluso la angustia cuando no está resuelta la cuestión del sentido.
El mundo que nos rodea está lleno de ofrecimientos y sugerencias para descargar al sujeto del peso de su responsabilidad. Una de ellas es atribuir la culpa del mal que hacemos o provocamos a las circunstancias, hacer depender nuestros actos por completo del influjo de las circunstancias de la sociedad en la que vivimos, del ambiente en que hemos sido educados, de nuestro peculiar modo de ser, de la publicidad insistente y tentadora... Es innegable la influencia de las circunstancias en la constitución de la identidad de la persona, puesto que ya hemos dicho que la relacionabilidad es constitutiva en la persona: todo hombre es hijo a la vez de sus padres y de su tiempo, de su circunstancia. Pero no deja de ser sospechoso el hecho de que sólo como justificación de sus decisiones erróneas el hombre atribuya el carácter de irresistible a la influencia que le viene del exterior. Nunca lo hace cuando se refiere a sus éxitos; en este caso siempre se alude a los méritos personales, a la capacidad de reaccionar críticamente, valiosamente, ante una situación determinada.
Forma parte de la libertad la asunción por parte de la persona, como autor, de las consecuencias de los actos engendrados por nuestras decisiones libres, sean éstos acertados o erróneos: mis actos -y sus consecuencias- son míos: me pertenecen. Pero en realidad la responsabilidad sobre los propios actos y sus consecuencias es derivada de la responsabilidad de cada uno sobre sí mismo. Ser libre significa responder en primer lugar acerca de sí mismo, acerca de la propia identidad: quién soy. El nombre bautismal es un nombre recibido; un nombre de partida pero no el definitivo. El nombre definitivo es el que cada uno se va dando al vivir. Aquí se está tocando una cuestión importante: la relación entre el nombre propio personal y los actos libres (o, mejor, las decisiones libres), entre quién soy y qué hago.
Responsabilidad es saber que cada uno de mis actos me va construyendo -o destruyendo-, me va definiendo, inventando. Es lo que Llano ha llamado el carácter reflexivo de la libertad. Decidir es siempre decidirse, decidir sobre uno mismo. Al elegir lo que quiero hacer no sólo transformo la realidad exterior con mis actos libres, sino que – y sobre todo- yo mismo me voy transformando poco a poco. Las decisiones libres dejan huella en el agente antes de dejarla en el mundo que le rodea, van moldeando su identidad: sus obras van diciendo quién es él. Entre la identidad de la persona y sus actos (o mejor, sus decisiones libres) se establece una relación esencial y constitutiva en ambas direcciones, una especie de circuito de retroalimentación. Esto significa que la identidad de la persona es indesligable de sus obras, hasta el punto de que tan real es decir “obro así porque soy yo” como “soy yo porque obro así”: la praxis es decisiva en la construcción de la identidad personal. A esa relación irrenunciable entre identidad de la persona y sus acciones libres se refieren esas palabras del Evangelio: “por sus frutos los conoceréis”: por las obras recibimos el nombre que nos identifica. (Una posible formulación de este enunciado en su versión moral sería ésta: “no obro el bien porque soy bueno, sino que soy bueno porque obro el bien”).
Esta fidelidad a uno mismo, a la propia identidad, en la práctica no se consigue sin trabajo, sin esfuerzo. Es más fácil abdicar y convertir la vida en un aparente pasatiempo, una partida de mus con garbanzos, o a peseta el punto, en el que parece no arriesgarse nada: nada se pierde, nada se gana. Pero en realidad no es así, precisamente porque nos va la vida en ello. La vida es una aventura y una tarea pero no un juego insustancial, una simple diversión para pasar el rato. A veces puede resultar apasionante, a veces pesada; en último extremo, para estos momentos en que parece tediosa o difícil, vale la apreciación de Conrad: “quien ama el mar, ama la rutina del barco”. Las dos cosas -el placer de la aventura en el mar y los cuidados materiales, esenciales para la puesta a punto del barco- son necesarias y se implican mutuamente: cada una en su momento
Esto no significa que lo lúdico, lo descansado y divertido no tenga importancia en la vida humana; la tiene, y mucha. La vida es importante pero no es terrible, y conviene tomarla también con su poco -o mucho- de humor, con esa cierta separación que nos da perspectiva y hace que sepamos tomarnos las cosas menos a pecho y con más sentido del humor. Vivir es también celebrar la vida; reír, bromear, jugar, según venga o convenga. La risa es exclusiva del hombre -el único animal que ríe- y está emparentada con su tendencia anhelante a la felicidad: “reírse es ser feliz por un momento” (Yepes). Ya Tomás de Aquino decía que “el hombre no está hecho para vivir en la tristeza”, Nietzsche advertía que “todas las cosas buenas ríen”, y Cervantes, por boca de Sancho Panza, hace una advertencia similar a D. Quijote, entristecido por la noticia del penoso encantamiento de Dulcinea: “Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias. Vuesa merced se reporte y vuelva en sí, y avive y despierte y muestre aquella gallardía que conviene que tengan los caballeros andantes” (Quijote, II, XI).
El hombre no puede pasar sin alegría, de modo que si no brota espontáneamente de su propio vivir -esto es lo razonable-, el hombre termina por provocarla artificialmente por otras vías (alcohol, drogas, etc.): porque “el ser humano no soporta mucha realidad” (Eliott), no está hecho para soportar el peso de una angustia o un dolor excesivos.
Sobre esta cuestión de la abdicación práctica de la libertad es instructivo el libro de Bruckner La tentación de la inocencia. Se trata de un diagnóstico lúcido de esta patología actual de la libertad, aunque escrito con cierto tono ácido y negativo. (Y desde luego, los remedios que da el autor -que no es creyente- son en todo caso paliativos). Allí se habla de cómo esa abdicación de la libertad repercute no en un engrandecimiento del hombre sino al contrario, en su empequeñecimiento. Lo ilustra con el argumento de un relato, que en esquema es el siguiente:
Sobre el techo de la cabina de un barco, un hombre está tomando el sol. De repente, una cortina de espuma lo sumerge y lo cubre de agua. La ola pasa, y él queda secándose al sol con esa sensación de agradable picorcillo en la piel. Al cabo de un tiempo se levanta y constata que ha perdido unos centímetros de estatura, como si hubiera encogido un poco. Al llegar a casa acude al médico, que le hace unos análisis completos sin detectar nada raro; algo confuso, el médico le confiesa que no sabe qué le puede estar sucediendo exactamente. Vuelve a su casa, y sigue encogiendo día a día: las personas y las cosas le parecen cada día más grandes. Su mujer, que hasta hacía poco le llegaba al hombro, le pasa ahora una cabeza, y al cabo de unos días huye de casa despavorida ante la pequeñez creciente de su marido. Como puede, pero cada vez con mayor dificultad, se va defendiendo en la casa, donde vive atrincherado. Operaciones que antes le parecían elementales como abrir el frigorífico o alcanzar los grifos del lavabo, se le hacen extraordinariamente dificultosas. Mengua constantemente: primero parece un chico, luego un niño, después un muñeco, más tarde un soldadito de plomo. Huye de su gato, que ahora le parece un tigre feroz. Más tarde, refugiado en el sótano de su vivienda, tiene que pelear contra una araña...
Para Bruckner este argumento es una metáfora que describe con sorprendente realismo la situación del hombre moderno, sobrecogido por su pequeñez, atemorizado por casi todo, encogido en sus dimensiones, buscando afanosamente la seguridad. A base de buscar un status cómodo ha renunciado a vivir por cuenta propia, ha renunciado a la audacia de hacer su propia vida, ha cambiado libertad por seguridad, y al paso que la satisfacción de sus necesidades inmediatas queda asegurada, su horizonte personal ha quedado enormemente empequeñecido: sin ideales, sin compromisos, sin proyectos estables. Cualquier responsabilidad le parece excesiva, detrás de cada dificultad ve una gran amenaza: quiere tenerlo todo, cuanto antes y sin el menor esfuerzo.
Hay una tendencia generalizada en la cultura actual de empequeñecimiento, de regresión a la infancia, a la irresponsabilidad, una especie de enfermedad que consiste “en tratar de escapar de las consecuencias de los propios actos, un intento de gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes: “no renunciarás a nada, y no darás nada a cambio”: “tener derecho a todo sin renunciar a nada”: es la libertad esclava, una esclavitud protestona y reivindicativa.
5. El miedo a la libertad
Desde otro punto de vista, pero refiriéndose al mismo fenómeno social, Marías (Sobre el cristianismo) habla de la “inmoderada pasión de seguridad” que domina a nuestros contemporáneos. Conceptos como los de incertidumbre, riesgo, audacia -tan vinculados al sentido de la libertad libre-, están alejados de la sensibilidad de amplios círculos sociales, apartados de la vida real de las personas y confinados únicamente en el ámbito de lo lúdico: juego, deporte, diversión... Esa visión de las cosas produce una imagen plana de la realidad, una realidad sin libertad, sin esperanza, sin responsabilidad, en la que el hombre, cansado al parecer del trabajo de ser él mismo, habría abdicado de su dignidad, del hecho de ser persona, es decir, realidad profunda, inabarcable, nunca concluida, siempre en proceso hacia su meta, dotada de un carácter innovador, abierto a la sorpresa, a la invención, a la novedad, capaz de comprender la realidad y de escapar a su limitación, de ir más allá de sus límites hasta abarcar en cierto modo el universo entero (y llegar hasta su Creador).
Es muy probable que la obsesión por la seguridad sea uno de los más grandes obstáculos para realizar plenamente una vida. Naturalmente es necesaria la prudencia, la reflexión antes de actuar, saber elegir las circunstancias mejores o más favorables (si es que existen, porque pueden no existir en realidad). Pero sin caer es ess moro tergiversado y falso de entender la prudencia que acaba por no ser más que una actitud paralizante. Todo proyecto, toda tarea -y la vida del hombre es tarea y proyecto- implica una componente de riesgo, precisamente porque el futuro es futuro; no está escrito. La vida tiene un evidente carácter problemático. Todas las cosas grandes y verdaderamente importantes de la vida del hombre se ven... pero confusamente, entre tinieblas (Marías): suficiente luz para ver y suficiente oscuridad para dudar, para no estar seguros; pero también para esperar, para confiar La esperanza y la confianza son esenciales para el hombre. La vida humana implica un componente de audacia... y de confianza. Así hay capacidad de decisión para lo valioso, para lo interesante: “no es que dejemos de intentar ciertas cosas porque son imposibles, sino que son imposibles porque no las intentamos” (San Agustín).
De Bruckner son también estas palabras: “A la famosa pregunta de Stendhal: ‘Por qué no son felices los hombres en el mundo moderno?’, podemos responder: porque se han liberado de todo y se dan cuenta de que la libertad es insoportable de vivir. Así como la consecución de la libertad posee una especie de grandeza épica y poética cuando nos libera de la opresión, el ejercicio de esa libertad interior conseguida, porque compromete y obliga, parece tiranizarnos a través de sus exigencias de responsabilidad”.
Dostoyewsky en Los hermanos Karamázov pone en boca del personaje del Gran Inquisidor un severo reproche a Dios cuando encarándose con Él le echa en cara: “¿porqué a los hombres, en lugar de libertad no nos diste pan?; pues para el hombre y la sociedad humana no existe ni ha existido nunca nada más insoportable que la libertad”. Con estas palabras está haciendo referencia al episodio de las tentaciones de Jesús en el desierto, que nos narran los Sinópticos, pero también a esta cuestión a la que acabamos de aludir: hay personas -o momentos en la vida de las personas- en las que se aprecia más la propensión a la seguridad que el amor a la libertad. “Convirtiendo las piedras en pan -sigue argumentando el Gran Inquisidor- correría la humanidad detrás de ti como un rebaño agradecido; y, además, sumiso: no fueras a retirar tu mano y faltarles el alimento. Dirán: danos de comer, aunque ello suponga ser esclavos”. Pero esto es justo lo que Dios no ha querido: gente sumisa, esclavos. Dios lo que ha rescatado en Jesucristo es precisamente la libertad del hombre, y que cada uno se busque el pan por sí mismo y lo busque para su hermano, si éste no lo tiene. Una de las lindezas que Nietzsche endosa al cristianismo de su tiempo es que se trata de una moral de esclavos. Quizá ni siquiera en el tiempo en que fueron pronunciadas tuvieron estas palabras un valor de diagnóstico preciso -Nietzsche es maestro en el arte de hacer arder las palabras, exagerando el defecto para que aparezca con mayor claridad-, pero actualmente, desde luego, no lo tienen en absoluto; lo verdadero y cierto es que ahora precisamente el cristianismo es camino de hombres libres.
Esta promoción de la libertad a que nos hemos referido más arriba puede ser interpretada desde cierto punto de vista como una maldición en cuanto que se trata de una realidad onerosa, una verdadera tarea. Por este motivo hay tantos hombres y mujeres que se consuelan recu¬rriendo a soluciones falsas que le liberen de su libertad personal, de la pesada carga de ser ellos mismos, de construirse un rostro y un nombre propios. Entre esos fenómenos sociales que junto a otras posibles causas parecen esconder ese miedo a la libertad, y sin ningún afán de exhaustividad, se pueden citar:
a) el neotribalismo en sus distintas versiones (movidas diversas, tribus urbanas con su tendencia al hacinamiento, a los eventos multitudinarios donde la orden parece ser “cuantos más, mejor”). En el neotribalismo desaparece el individuo absorbido por la muchedumbre anónima. Conciente o inconscientemente, con el recurso a lo multitudinario se intenta exorcizar el demonio de la soledad y de la incertidumbre del futuro (“tantos juntos no nos podemos equivocar” o “a la verdad por la estadística”); con la apelación al ruido -música siempre, y a todo volumen-, las inquietantes preguntas que al hombre se le encienden dentro en el silencio, en la contemplación; con el requerimiento a una agitación permanente -baile, velocidad, ir y venir sin descanso- el fantasma de la renuncia a la tarea de ser uno mismo: hay quien es capaz de hacer mil cosas con tal de no hacer lo que sabe que debería o le convendría hacer.
b) las drogas, con las que desaparece la conciencia de ser persona: si el sujeto moral desaparece no hay nada que justificar, porque no hay ya quien lo haga. Se puede hacer de todo sin la engorrosa (?) necesidad de responder de ello;
c) los extremismos políticos. Hoy la atención de los asuntos públicos ha decaído notablemente. Desgraciadamente, ya apenas interesan: más a los políticos, naturalmente, pero demasiado poco a los ciudadanos de a pie (salvo cuando las decisiones repercuten directamente en la economía personal). Sin embargo se empiezan a llevar de nuevo los extremismos políticos, los radicalismos. Las razones que se pueden invocar pueden ser muchas y variadas, pero quizá no sea ajeno a este fenómeno su capacidad de mover a la acción obviando los inconvenientes de la responsabilidad. Los radicalismos, con su simplificación abusiva de que “todo es política”, y “la política se justifica por sí misma” sin necesidad de otras referencia valorativas, hace que desaparezca en sus miembros la necesidad de explicaciones estrictamente personales, de justificaciones íntimas de la propia conducta;
d) los esoterismos o falsos misticismos, que suponen la evasión sin esfuerzo, donde el yo se anestesia y parece disolverse tan vaga pero también tan eficazmente como un azucarillo en el agua, en un todo (?) impersonal y anónimo. Chesterton, con su lucidez e ironía habituales, ya avisó de que “cuando desaparece la fe (en Dios), no es que la gente ya no crea en nada: es que empieza a creer en cualquier cosa”. La fe, la creencia, viene así sustituida por la credulidad, y la esperanza cristiana por los intentos, tan compulsivos como exóticos en ocasiones, de conocer el futuro: resurgen los astrólogos y adivinos, los echadores de cartas, augures y toda esa parafernalia de tipos extraños.
Por este motivo el individuo posmoderno -sigue diciendo Bruckner- “desgarrado entre la necesidad de creer y la necesidad de justificar sus creencias, es asimismo un apóstata profesional, el nómada de los transfuguismos continuos, aquel que en el transcurso de una única vida abraza y abjura de montones de fes e ideas, mediante adhesiones tan efímeras como inconsecuentes. La historia del individuo no es más que la historia de sus abdicaciones sucesivas, de las mil argucias con las que trata de burlar el requerimiento de ser él mismo”.
Una de esas argucias con las que el hombre intenta en vano engañarse -quizás también la más usual- es la tendencia a pensar que lo que mejorará su vida y la convertirá en interesante y atractiva vendrá necesariamente desde fuera, en la forma de un golpe de suerte, de un feliz azar: la lotería, las quinielas, o cualquier otra de esas bienaventuradas fortunas que en teoría nos pueden ocurrir pero que en realidad nunca nos suceden. Esa es una perspectiva equivocada, porque lo que de verdad cambia la vida del hombre procede del interior del hombre. “Todo lo que posee un valor verdadero y constante –dice Kafka- siempre es un regalo surgido del interior. Al fin y al cabo, el hombre no crece de abajo arriba, sino de dentro afuera. La falsa libertad, la libertad a la que sólo aspiramos mediante medidas externas, es un error, una confusión, un desierto en el que aparte de las hierbas amargas del miedo y la desesperación no puede crecer nada”. Sólo el hombre puede cambiarse a sí mismo.
6. La vida interesante
En manos de cada uno, por medio de nuestra libertad, está hacer que nuestra vida, nuestra biografía, sea un relato valioso, un texto que se siga con interés. Y no tanto por el carácter épico del contenido, sino por el modo de estar narrado. Hoy los relatos épicos siguen manteniendo su interés, pero la nueva narrativa ha descubierto el valor de lo ordinario, de lo cotidiano, como motivo literario. Porque lo verdaderamente interesante es el hombre, lo interesante es él mismo, su vida, que incluye también a la muerte. Porque ni siquiera la muerte es capaz de quitar el interés a la vida; más bien, al contrario -como veremos más adelante- se lo aumenta. Aliada con la libertad, la finitud confiere pasión, añade interés a la vida, la convierten en una cuestión interesante y no en una trivialidad en la que “vale todo”.
El drama del relativismo, del “todo vale”, consiste en que entonces, y justamente por eso, resulta cierto que en realidad nada vale; si “todo da lo mismo” entonces ya nada importa, nada es realmente decisivo. Si la disyuntiva a la pregunta ¿qué hago ahora?: me tomo una coca-cola con o sin pelotazo, veo la TV hasta perder el sentido, golpeo a una anciana, me dedico a correr el bulo de que fulanita (o fulanito) es una tal y una cual, si la disyuntiva es indiferente, si la respuesta es ‘¡qué más da!’, entonces nada vale la pena, todo es una payasada. Pero nadie tiene que decirnos que eso no es en realidad así, porque lo sabemos. La muerte y la libertad confieren a nuestra vida en la posibilidad de ser algo valioso; pero la conversión no es automática, sino que cada uno se la ha de proponer.
¿Qué significa aquí proponer? Leyendo un breve relato de Dino Buzzati encontré una explicación a esta cuestión. El relato se titula El colombre, y viene recogido, junto con otros del mismo autor, en un pequeño volumen que lleva por título Los siete mensajeros y otros relatos. Se trata de narración breve, de tema en apariencia fantástico, pero quizás por eso mismo muy real, porque en la vida del hombre, criatura de Dios, hay un componente de realidad misteriosa. El relato es de la historia de la vida de un hombre. Su padre era marino. Un día, cuando no era más que un niño, su padre le invita a dar el primer paseo por el mar en su barco. Acodado en la popa, mira ensimismado la estela blanca que el barco traza en el agua. De repente descubre a lo lejos, donde la estela termina, un enorme pez, de aspecto terrible, que va siguiendo al barco. Se lo comunica a su padre, pero su padre no ve nada; cree que son figuraciones de su hijo.
En un segundo viaje, vuelve a ocurrir lo mismo; pero esta vez el padre entiende todo, palidece asustado y le explica a su hijo: “Ahora temo por ti. Eso que has visto asomar de las aguas y que nos sigue no es una cosa. Es un colombre. Es el pez que los marineros temen más que a ningún otro en todos los mares del mundo, un animal terrible y misterioso, más astuto que el hombre. Por motivos que nunca nadie sabrá, escoge a su víctima, y una vez que lo ha hecho, la sigue años y años, la vida entera, hasta que consigue devorarla. Y lo más curioso es esto: que nadie puede verlo sino es la propia víctima”.
“¿Y no es una leyenda?”, pregunta el hijo.
“No -le dice el padre. Yo nunca lo he visto. Pero como lo he oído describir tantas veces, enseguida lo he reconocido: ese hocico fiero, esa boca que se abre y se cierra sin cesar, esos dientes espantosos... Hijo mío, no hay duda, el colombre te ha elegido, y mientras andes por el mar no te dará tregua. Vamos a volver ahora mismo a tierra, desembarcarás, y nunca más te harás a la mar por ningún motivo... Tienes que resignarte. Por otra parte, en tierra también podrás hacer fortuna”.
Le pide que renuncie, en pro de la seguridad a una vida valiosa, una vida libre y audaz (el mar es símbolo de esa vida de amplios horizontes, que sabe de dificultades, de peligros y mil emociones, pero que está llena de grandeza). El resto del relato habla del éxito que este hijo consigue en la vida. A los ojos de todos, es un triunfador. Sólo él sabe que su vida ha sido un fracaso porque en el fondo de su alma sigue presente, como una herida abierta, la renuncia a la que debería haber sido su propia vida, la que le habría hecho feliz. Y un día, ya viejo y cansado, sintiendo cerca la muerte, decide enfrentarse a aquel gran peligro que había obstaculizado su vida, hacer por fin algo valioso, encararse con aquel terrible animal al que, como había predicho su padre, había visto muchas veces: cada vez que se acercaba a la orilla del mar. En cualquiera de los muchos países del mundo que había visitado, a cierta distancia de la costa, pero visible siempre y sólo para él, encontraba a aquel enorme pez esperándole. Así que, de noche, cogió un arpón, montó en un pequeño bote de remos y se internó solo en el mar. Al poco tiempo, aquel horrible hocico asomó de las aguas, al lado de la barca.
- “Aquí me tienes por fin -dijo el hombre. Ahora es cosa de nosotros dos”. Y reuniendo todas sus fuerzas, levantó el arpón para lanzarlo. Entonces el pez, que ni siquiera había reparado en el gesto amenazador del anciano, comenzó a hablar, quejándose en voz suplicante:
- “¡Ah, qué largo camino hasta encontrarte! También yo estoy destrozado por la fatiga. Cuánto me has hecho nadar. Y tú huías y huías... porque nunca has comprendido nada”.
- “¿A qué te refieres?”, dijo el hombre picado en su orgullo.
- “A que no te he seguido por todo el mundo para devorarte, como tú pensabas. El único encargo que me dio el rey del mar fue entregarte esto”. Y el gran pez sacó la lengua, sobre la que brillaba una esfera fosforescente. El anciano la cogió entre las manos y la miró. Era una perla de tamaño desmesurado. Reconoció en ella la famosa Perla del Mar, que procura a quien la posee fortuna, poder, amor y paz de espíritu. Pero ahora ya era demasiado tarde.
- “¡Ay de mí! -dijo el hombre meneando tristemente la cabeza porque acababa de entender todo. ¡Qué horrible malentendido! ¿Cómo ha podido ocurrir? He conseguido es desperdiciar mi existencia; y he arruinado también la tuya”.
- “Adiós, hombre infeliz”, respondió el colombre. Y se sumergió en las negras aguas para siempre.
A pesar de su aspecto fantástico, el relato es una parábola esencial acera de la vida humana. ¿Cuántas veces hemos huido de lo que nos traía la felicidad porque su apariencia no parecía demasiado atractiva? ¿No habremos cambiado seguridad por felicidad, una vida cómoda por una vida lograda? ¿No estaremos renunciando al regalo del gran señor del mar, a la perla preciosa, cuando buscamos la satisfacción inmediata, cuando renunciamos a planteamientos audaces y arriesgados, difíciles quizá pero capaces de convertir la vida del hombre en algo valioso? Estos son, a mi juicio, los interrogantes que plantea el relato.
Antes hablábamos del encogimiento del hombre. Hablemos ahora de eso mismo pero en tono positivo. Hay algo que la cultura actual ignora o no aplica a la vida humana, un concepto importante: el concepto de grandeza. El ser humano está diseñado para desarrollarse en gran escala. El hombre funciona bien cuando se comporta de acuerdo a como es, sin restricciones, cuando desarrolla todas sus potencialidades: de trabajo, de relación afectiva, de capacidad de contemplar y admirar, de gozar, cuando sabe renunciar a lo inmediato para aspirar a un objetivo ambicioso, cuando se abre a los demás... Es decir, cuando se comporta con un alto grado de inteligencia, con una libertad conquistada sobre sí mismo y sobre el ambiente (Borobia).
Por el contrario, la estructura de la personalidad no parece estar diseñada -aunque puede soportar esta eventualidad- para actuar en espacios cerrados o demasiado reducidos. Esto sucede cuando se concibe al hombre como una realidad mediocre, mezquina, cuando se le aparta sin más de la grandeza (de una vida lograda). Cuando su vida aparece lastrada por intereses exclusivamente individuales, él se desarrolla pasivo, apático, convencido de antemano de que no puede alcanzar un amor grande que dé sentido a su vida, aislado de los demás, reducido en deseos, aficiones y amistades (Borobia).
El hombre está hecho para vivir a lo grande lo ordinario, lo cotidiano; a vivir por encima de la mediocridad -que es su gran tentación-, no atado a los cálculos de esa falsa prudencia que no suele esconder más que pereza, o mezquindad o pusilanimidad. Vivir a tope es cuestión de intensidad, no de velocidad. No quiere significar vivir irreflexivamente, precipitadamente, sino vivir tratando de extraer al momento todas las posibilidades favorables al proyecto personal.
a ese oculto y culpable dios-río de la sangre.
(Rilke)
El “oculto y culpable dios-río de la sangre” es el impulso sexual entendido como mera vía de autosatisfacción, en el que el otro (o la otra, o el propio cuerpo) no es un tú, sino –hasta donde eso es posible- un ello, un objeto intercambiable y, por tanto, insignificante, un mero instrumento del que sólo cuenta su funcionalidad. El amor se da a otro nivel: el de la relación personal, donde la unión sexual, la entrega del cuerpo, es signo y manifestación de la donación amorosa y total de la persona. Por eso mismo la entrega amorosa de la persona, de lo que la persona es y vale –que incluye la entrega esponsal del cuerpo- se da al final, cuando se ha eliminado razonablemente el error de confundir el amor con sus múltiples sucedáneos con los que en realidad tiene “tan poco que ver como el Dux con los asuntos del gobierno de Venecia” (La Rochefoucauld). Es razonable que primero se entregue lo que se tiene; pero el cuerpo no se tiene: el cuerpo se es. A la vista de los elementos tan sustanciales que definen la entrega amorosa en el amor personal -y que resultarían seriamente dañados- se entiende el rechazo de las relaciones prematrimoniales. En el amor, el tú es irreemplazable, porque lo que cuenta no es la mera funcionalidad sino la personeidad, es decir, el hecho mismo de ser precisamente él (o ella) y ningún otro.
Hablando del amor en perspectiva más amplia, se advierte un cierto misterio en el hecho mismo del amor entre varón y mujer. Todo amor verdadero aparece suscitado por la persona amada y dirigido a ella. Pero extrañamente, no se detiene en ella sino que parece transportar más allá, reclamar una meta, una plenitud, que en el hecho mismo de amar se presiente y se pregusta pero no se alcanza. Dicho de otra manera: el hombre siempre ha entendido que en el amor vivía una experiencia reveladora de algo que está más allá de él y de la persona amada, una experiencia de algo trascendente:
El amor nace en los ojos;
(...) la mirada es quien crea,
por el amor, el mundo,
y el amor quien percibe,
dentro del hombre oscuro, el ser divino,
criatura de luz entonces viva
en los ojos que ven y que comprenden
(Cernuda)
El hombre siempre ha poseído la convicción inicial -incluso ahora, cuando parece extrañamente empeñado en lo contrario- de que en el amor se está rozando el umbral del misterio profundo de su propio ser, que connota una cierta relación con lo sagrado. Ya en las civilizaciones primitiva el amor erótico -aunque no sólo él- tenía (y sigue teniendo) una consideración especial, denominada con la palabra tabú (aunque esta voz pertenece específicamente a la cultura polinesia, es la que ha adoptado la cultura occidental para referirse a este hecho). Pero el tabú, como se ha ido sabiendo a medida que progresaban los estudios sobre estas culturas, no tenía una connotación negativa, peyorativa ni oscura, sino al contrario. El tabú era una acción que, precisamente por su proximidad con lo sagrado, se rodeaba del respeto que merecen las cosas esenciales de la vida del hombre, que no deben ser tratadas de cualquier manera, trivializadas ni usadas en su pura funcionalidad.
Thibon expresa bien ese carácter misterioso del amor humano cuando dice: “¿Qué es lo que más nos vincula a un ser amado: su pre¬cisa realidad que podemos conocer y poseer, o esa huella de infinito que queda impresa en lo finito, ese rastro de misterio que su apari-ción deja en nuestra alma, esa irradiación de lo desconocido y de lo invisible que lo atravie-sa y trasciende? La respuesta es fácil porque, cuando ese fulgor se disipa, la magia del amor se evapora con él, aunque la realidad sensible del objeto amado siga siendo la misma”.
“Entonces ya no nos queda entre las manos más que un objeto fijado entre sus límites irremediablemente explorados y tildamos fácil¬mente de ilusión la misteriosa embriaguez pa¬sada. Pero la ilusión no está en la llamada del objeto en sí mismo, sino en esta llamada en cuanto ligada a un objeto determinado. Así, la más humilde nube atravesada por los rayos del sol reviste los colores del sueño y del infi¬nito y vierte en nuestros ojos la nostalgia de la imposible belleza. Cuando el sol se pone, ya no es más que una mancha oscura y vana en el cielo, una nube en el sentido que, desde Aristófanes, todos los realistas han dado a esta palabra: una ilusión. Y en realidad es cierto que el brillo de la nube era una pura ilusión, ¡pero el resplandor del sol era verdadero! Hemos de evitar la confusión idolátrica de los obje¬tos iluminados con la luz que los inunda, porque, al término de nuestras decepciones, lle¬garíamos a la negación de la luz misma...”.
6. ¿A quién amamos cuando amamos a alguien?
En cierto modo se aplica al amor algo semejante a lo que dijimos al hablar de los sentidos, de las pasiones, de los apetitos del cuerpo y de la voluntad: siempre dejan un poso de insatisfacción. A pesar de ser realidades perfectamente cumplidas en el plano humano, siempre hay algo que se nos escapa, algo que se echa en falta, “un no sé qué que quedan balbuciendo” del que habla San Juan de la Cruz. En la primera parte del Cántico espiritual el alma anda a la búsqueda del amor. Todos los amores le recuerdan al amor, pero ninguno es el amor. Cito sólo dos estrofas que recogen los lamentos del alma enamorada:
“Ay quién podrá sanarme!
Acaba de entregarte ya de vero;
no quieras enviarme
de hoy más ya mensajero
que no saben decirme lo que quiero.
Y todos cuantos vagan
de ti me van mil gracias refiriendo
y todos más me llagan,
y déjame muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo.
(San Juan de la Cruz)
Los mensajeros, a pesar de sus claros mensajes, “no saben decirme lo que quiero”; más que con lo que dicen parecen informar acerca del objeto de la búsqueda con algo que no manifiestan claramente, pero que tampoco silencian, con ese “no sé qué que quedan balbuciendo”: esbozos de palabras apenas audibles, pero no por defecto de la lengua o del oído, sino de las palabras mismas, incapaces de recoger la riqueza de lo que deben expresar. Todo amor es inefable, inexpresable en palabras; por eso las gentes hablan de la persona amada, pero no del amor que sienten por ella; tiene algo de ridículo, de pretensión vana y estrafalaria que alguien hable de su propio amor, del amor con el que ama a alguien.
El hecho de que el amor sea inefable supone que lo vislumbrado en él es una realidad por encima de lo que uno piensa o espera, sorprendente y hermosa, perteneciente casi a otro orden de realidad. El amor remite al amante más allá de la persona amada, más allá de lo familiar y conocido, más allá del horizonte de lo directamente accesible, hacia algo que presentimos inmenso y tierno. Todo ocurre como si “las mil gracias que el amor derrama” en la vida de quien ama no fueran sino obligadas estaciones intermedias, estaciones de paso, pregustaciones y premoniciones de un Amor que nos sustenta y nos espera: presentimientos de Dios:
Con tu mirada tibia
alguien que no eres tú me está mirando: siento
confundido en el tuyo otro amor indecible.
Alguien me quiere en tus te quiero, alguien
acaricia mi vida con tus manos y pone
en cada beso tuyo su latido.
Alguien que está fuera del tiempo, siempre
detrás del invisible umbral del aire”
(Miguel D´Ors)
Es decir, aparece el amor humano, verdadero y profundo, como una realidad en sí, pero a la vez, dotado de un carácter simbólico, indicativo de algo o Alguien que está más allá y a quien, a pesar de no verlo, sin embargo barruntamos como el objeto y fin de todo amor. Esta es la conclusión a la que llega Ryder, el protagonista de Retorno a Brideshead, pensando en su amor por Julia: “Tal vez tú no seas más que el precursor (de ese amor definitivo y total)... Quizá nuestros amores no sean más que simples alusiones y símbolos, lenguaje errático, mal escrito sobre vallas y pavimentos, a lo largo del fatigoso camino que tantos y tantos han pisado antes que nosotros... Quizá tú y yo no seamos más que meros paradigmas, y esta tristeza que a veces nos envuelve nazca de la desilusión de nuestra búsqueda, cada uno a través y más allá del otro, vislumbrando momentáneamente, de vez en cuando, la sombra que dobla la esquina un paso o dos por delante de nosotros”. También aquí, como ocurría al hablar del deseo insatisfecho, surge la pregunta: ¿A quién estamos buscando, amando, cuando amamos a alguien?
7. Amor eterno, amor en el tiempo
Todo amor viene precedido del deslumbramiento, consecuente al descubrimiento de la riqueza del tú. En el caso del amor entre varón y mujer ese deslumbramiento es el enamoramiento, al que Salinas se refiere con una imagen muy precisa –“conocerse es el relámpago”-, porque aunque preparado y presentido con anterioridad, se desencadena instantáneamente. No solamente la persona amada, sino toda la vida y toda la realidad queda transfigurada y embellecida por ese descubrimiento de que amo, de que alguien es más importante para mí que yo mismo; y ese sentimiento transfigurador sube de tono cuando se trata de un amor correspondido, cuando se descubre que yo soy también amado, que soy esencial para alguien, y ese alguien es precisamente aquella (o aquel) por quien se estaría dispuesto a darlo todo.
En toda experiencia del amor se vislumbra una aspiración de perennidad, de eternidad. Por eso G. Marcel ha podido decir: “Amar a alguien es decirle: tú no morirás jamás”. Thibon es igualmente expresivo cuando escribe: “En la hora suprema del amor, te amo como si me fuera a morir. Porque el amor nos eleva por encima del tiempo y de las sombras que lo habitan. El amor es “fuerte como la muerte”, aquello por lo que el hombre se eterniza. Por eso el que ha amado de veras ya no teme la muerte; vive en paz porque siente ese parentesco misterioso que liga las dos fuerzas que rigen nuestro destino: puesto que el amor es muerte, también la muerte tiene que ser amor”.
El amor como realidad en sí, la persona amada como realidad en sí; pero a la vez, ese “amor eterno, único, verdadero”, irrealizable plenamente en este mundo, ¿no será también un símbolo que nos remite a algo que está más allá y que entrevemos como nuestro, como ese alguien a quien de verdad deseamos, y que sólo más tarde descubrimos que en realidad es Alguien que nos ama y que nos llama? Esa es la manera con que Dios habla de sí mismo cuando se nos revela: “Dios es Amor”, dice San Juan en una de sus Cartas. No sólo el Amado por antonomasia, sino la fuente misma y la razón de todo amor, presente de algún modo en todo amor verdadero, que nos revela así su realidad más profunda: el amor como pregustación incoada de Dios.
El amor es un signo de que el hombre está hecho para la eternidad, un atisbo de lo que la persona es, de ese fondo diríamos divino que se esconde en cada cual, un atisbo de lo que el hombre está llamado a ser pero aún no es, de lo eterno que vive incoada y limitadamente en él en su actual situación temporal. Es evidente la luz que nos deslumbra en el amor, pero esa luz no procede del amado, no tiene la fuente en su persona: es un reflejo de la luz eterna en la persona amada.
Eso no significa que el amor sea eterno en sí mismo, de manera que dejado a su libre espontaneidad, sin aportación activa de los amantes, se conserve indefinidamente. La experiencia ordinaria atestigua demasiado frecuentemente que, de hecho, esto no es así: “el amor erótico, que promete eternidad, curiosamente es el que más pronto se degrada. La broma siniestra consiste en que siempre este eros, cuya voz parece hablar desde el reino eterno, no es ni siquiera necesariamente duradero; es notorio que se trata del más mortal de nuestros amores” (C. S. Lewis); y Chesterton, en clave de humor, repite la misma verdad: “El amor es eterno, pero sólo por un mes”.
En Retorno a Brideshead, Waugh describe esta situación de fracaso del amor: “Me sentí como el marido que, después de cuatro años de matrimonio, se da cuenta de repente de que ya no siente deseo, ternura ni aprecio por la mujer que una vez amó; ningún placer en su compañía, ningún interés en gustarle, ninguna curiosidad por nada que ella pudiera hacer, decir o pensar; ninguna esperanza de que las cosas se arreglaran, ningún sentimiento de culpa por el desastre. La conocí de la misma manera que se conoce a la mujer con la que se ha compartido la casa, un día sí y otro también, durante tres años y medio; conocí sus hábitos de desaliño, descubrí lo rutinario y mecánico de sus encantos, sus celos y su egoísmo. El encantamiento había terminado y ahora la veía como una antipática desconocida con la que me había unido indisolublemente en un momento de locura”.
Naturalmente todo el mundo al principio piensa que eso no va con uno, que esa situación no le afecta y que su caso es distinto; es importante reconocer cuanto antes que eso va con todos. Steinbeck, en Los caballeros del Rey Arturo, describe una conversación entre el jovencísimo rey Arturo, todavía un adolescente, y su preceptor, el sabio mago Merlín, en la que Arturo le consulta sobre la elección de esposa. Merlín le contesta: “
-¿Hay alguna dama que te agrade más que las demás?
-Sí, dijo Arturo. Amo a Ginebra, la hija del rey Lodegrance de Camylarde.
-¿Y si te dijera que Ginebra va a traicionarte con tu amigo más querido? (Efectivamente, más tarde Ginebra se enamora de Lanzarote, aunque las versiones acerca de lo que ocurrió son diferentes).
-No te creería, respondió Arturo.
-Claro que no- dijo Merlín con tristeza. Todos los hombres se aferran a la convicción de que para cada uno, las leyes del destino son canceladas por el amor”.
Existe en cada uno esa tendencia a pensar que nuestro caso es distinto, que la estadística no habla de nosotros, que la experiencia general no nos afecta personalmente. Se olvida, sin duda, que los datos estadísticos se elaboran con personas que piensan eso mismo. Sería una simpleza y una seria imprudencia sentirse un Aquiles invulnerable y pensar que esa desgracia ocurre sólo a los demás.
El hombre, en su situación actual, es una realidad que se distiende en el tiempo. Por eso el amor verdaderamente humano es aquel que está llamado a soportar la distensión temporal, el paso del tiempo, sin marchitarse (aunque no ciertamente sin cambiar, sin adaptarse, como más adelante diremos). Ese trabajo necesario para que el amor soporte la temporalidad sin desfallecer se llama fidelidad. El amor de los grandes mitos del amor -Tristán e Isolda, Romeo y Julieta-, ese amor que reclama la unión absoluta de los amantes para ahora mismo, para ya, ese amor que rechaza el discurrir del tiempo y reclama la muerte de los amantes -morir juntos- es un espejismo, una mentira deslumbrante. El amor es signo de lo infinito que vive en el hombre, pero que por ahora, mientras dura esta situación de sometimiento al tiempo y a la muerte que es la vida terrena del hombre, está presente en él de manera sólo incoada e incompleta. Es una semilla de eternidad que en su momento germinará.
La verdadera fidelidad no pretende detener el tiempo, ni eternizar el instante, sino más bien consiste en renovarlo siempre, “en hacer renacer indefinidamente lo que ha nacido una vez, estos pobres gérmenes de eternidad depositados por Dios en el tiempo, que la infidelidad rechaza y que la falsa fidelidad momifica” (Thibon). La fidelidad no es, por tanto, pura inercia, ni mucho menos es pereza o miedo al cambio y a la novedad. Lo ha resumido con extraordinaria profundidad el propio Thibon: “la verdadera fidelidad a una flor no consiste en cortarla para colocarla seca en un herbario, sino en regarla para ayudarla a convertirse en fruto. La mejor forma de fidelidad es la que quiere la maduración de su objeto.''
En resumen, como todas las demás cosas de la vida, también el hombre debe trabajar el amor, construirlo -no destruirlo- día a día. El amor verdaderamente humano, ese amor que, aunque sea eterno comienza realizándose en el tiempo, es siempre un don, una gracia para la vida del hombre; pero, mientras el hombre permanece bajo el influjo del tiempo, es a la vez una tarea que ha de realizar: “Muchos hombres han tenido la suerte de casarse con la mujer que amaban. Pero tiene mucha más suerte el hombre que ama a la mujer con que se ha casado” (Chesterton). Estas palabras no son simplemente ingeniosas; esconden una realidad muy profunda: al amor hay que cuidarlo, sacarle el brillo, todos los días. Nadie se encargará de hacerlo por nosotros; amar en el tiempo no significa otra cosa que estar amando. El amor aquí abajo no es nunca algo acabado, conseguido, terminado.
Esta contrariedad no podrá destruir un matrimonio entre dos personas que sepan en qué consiste amar. La pareja cuyo amor sí puede ciertamente verse en peligro y posiblemente fracasar, es la que se ha dejado deslumbrar por el enamoramiento, la que confunde el amor con el enamoramiento. Esperaban que a partir de ese momento el solo sentimiento haría por ellos, y permanentemente, todo lo que fuera necesario. Cuando esta expectativa no se cumple -y no se cumple nunca- la cuestión se suele resolver en desengaño y recriminaciones mutuas. En realidad el amor, para una persona avisada, no tiene ninguna culpa: él ha cumplido su parte desvelando lo eterno de su alianza y la verdadera riqueza que se esconde detrás de la modesta apariencia de cada uno de los dos. “El amor, como el padrino, hace las promesas; nosotros somos quienes debemos cumplirlas. Nosotros somos los que debemos esforzarnos por hacer que nuestra vida cotidiana concuerde con lo que manifestó aquel destello. Debemos realizar los trabajos de eros cuando eros está ausente... (El amor) necesita esa ayuda” (C. S. Lewis).
Serguéi y Masha, los protagonistas de La novela del matrimonio de Tolstói, se reconcilian después de haber estado apunto de echar a pique su matrimonio. Cuando Masha pregunta a Serguéi su opinión acerca de las razones que les llevaron a esa situación, Serguéi le responde: “La culpa es de nosotros ( de los dos)... y del tiempo”. También del tiempo porque -añade- “cada época (de la vida) tiene su amor”, su forma peculiar y adecuada de expresarse. Igual que de la hoguera no permanece la llama sino la brasa oculta en el rescoldo, así el amor humano que resiste al tiempo no es el amor-pasión, sino ese otro que tiene que ver con la voluntad, y que está hecho de ternura, de agradecimiento al otro, de paciencia también y de sacrificio, de esfuerzo. El amor es valioso y extraordinariamente duro como el diamante; pero también como él, frágil, y hay que ponerlo a salvo de los golpes que lo podrían destruir. Cuando se trata al otro así, con la delicadeza de quien se las tiene que ver con algo valioso y querido pero frágil, pervive siempre como rescoldo esa convicción de que la vida perdería todo su sentido sin la presencia de la amada o del amado. Eliot describe así en su poema Una dedicatoria a mi mujer, ese deseo de la voluntad de permanecer en el amor:
Ningún maligno viento invernal congelará,
ningún torvo sol tropical marchitará
las rosas de la rosaleda que es nuestra y sólo nuestra.
Pero esta dedicatoria es para que la lean los demás:
éstas son palabras privadas que te dirijo en público.
(T.S. Eliot)
IV
EL TIEMPO EN LA VIDA DEL HOMBRE
La historicidad es, junto a la libertad, una de las características esenciales de la persona humana, de su modo de vivir. Esta instalación del hombre en el tiempo puede ser estudiada al menos desde dos puntos de vista distintos pero complementarios. Por un lado, el tiempo como medio en el que se despliega la vida del hombre, es decir, la vida del hombre como esencialmente afectada de temporalidad; y en segundo lugar, el hecho mismo de que esta afectación revista también el carácter de medida: la vida del hombre parece tener un final, que es la muerte. Son cuestiones que abordaremos por separado.
1. Sentido antropológico del tiempo
Cuando se habla del tiempo, se está utilizando una palabra que admite al menos una doble interpretación. Por un lado el tiempo cosmológico, el tiempo como magnitud física que utilizan las Ciencias y la Técnica, el tiempo que miden los relojes: se trata de la simple y regular fluencia de instantes sucesivos. Pero este tiempo físico no es el tiempo del hombre, el tiempo antropológico. El hombre tiene un modo específico de vivir el tiempo, completamente distinto del resto de las criaturas. La profundización en el modo específico con que el tiempo afecta a la vida del hombre es, en cierta manera, un descubrimiento de la filosofía moderna, y más particularmente de la filosofía del siglo XX. Hasta entonces, el papel del tiempo en la reflexión filosófica es secundario, incluso en Hegel. La nueva valoración del tiempo corre pareja a la revalorización de la filosofía como búsqueda del sentido de la vida del hombre individual, que se ha perdido tanto en el racionalismo como en el idealismo. La vida humana, ese despliegue del hombre en el tiempo, tiene unas connotaciones específicas respecto a los demás vivientes.
Esa diferencia entre esas dos distintas concepciones o percepciones del tiempo se podrían ilustrar, desde dentro del vivir del hombre, haciendo referencia a los distintos significados de las palabras madurar y envejecer (Alvira). Las dos hacen referencia al tiempo, al transcurso temporal. Envejecer tiene un significado negativo: el paso del tiempo es vivido como derrota, como humillación y, sobre todo, con una connotación de pasividad, de asunto inevitable, irremediable: envejecer es vivir cronológicamente el tiempo. Madurar tiene una connotación positiva: es un modo de vivir el tiempo que tiene que ver con el crecimiento, con la plenitud, con el sentido.
En primer lugar, sólo el hombre, vive el tiempo. Se podría decir que el hombre es el único animal finito, porque es el único que lo sabe. Los seres vivos por debajo del hombre viven completamente ajenos al tiempo, les importa un bledo. Su vida está ligada al tiempo por mediación del instinto; pero se quedan siempre en el instinto, no alcanzan nunca el tiempo (aunque el tiempo sí les alcance a ellos). Viven en el tiempo, sometidos a los efectos de la temporalidad, pero desconociendo esa irremediable caducidad que los habita y los traspasa. El hombre, en cambio, está hecho de tiempo tanto como de materia y de espíritu. La duración media previsible de su vida no es para él una circunstancia sino que forma parte de su definición; con arreglo a ella el hombre organiza su vida. El hombre se entiende a sí mismo a la luz del hecho de que su vida está medida en el tiempo; sabe que va a vivir unos ochenta años y de acuerdo con este dato proyecta su vida. Si la duración media de la vida de la especie humana fuera doble o triple que la actual, su concepto de la vida y de él mismo variaría notablemente, quizás sustancialmente. El pasado y el futuro –y por eso mismo también el presente- tendrían un sentido muy distinto del que tienen entre nosotros. ¿Qué nuevo significado cobrarían para ellos esos conceptos que configuran la vida del hombre: el recuerdo y la nostalgia –que tienen que ver con el pasado-, la esperanza y el deseo de renovación –que tienen que ver con el futuro-, etc.? Esa distinta duración originaría cambios tan fundamentales que, en cierto sentido, quizás fuera razonable –dice Kundera- preguntarse si ellos y nosotros perteneceríamos a la misma especie.
En segundo lugar conviene reparar en el distinto significado y la peculiar configuración que tiene el futuro en el tiempo cosmológico y en el tiempo antropológico. Puesto que el tiempo cosmológico es lineal podemos abarcarlo como si existiera ya en su totalidad: pasado, presente y futuro son homogéneos, lo que significa que el futuro es predecible y de alguna manera su conocimiento está a nuestro alcance. Pero esto precisamente es lo que no ocurre en el tiempo antropológico; en él el futuro no es predecible porque la vida del hombre es un acontecimiento de libertad. Ya los antiguos griegos distinguían esos dos conceptos de vida: zoé (la vida biológica del hombre, las distintas etapas que el tiempo le marca, lo que le pasa) y bios (la vida biográfica, lo que el hombre hace con lo que le pasa). El tiempo del hombre se convierte en biografía; y el de la humanidad se llama historia.
Dijimos ya anteriormente, citando a Ballesteros, que el hombre es un ser de memoria y proyecto. Ser de memoria no significa la materialidad misma de que el hombre pueda evocar las imágenes de su pasado (aparte de que el hombre no recuerda su vida, su pasado, como recuerda la lista de los reyes godos que aprendió en su infancia). Ser de memoria significa que el pasado no ha dejado de existir, no se ha evaporado sin dejar rastro, no es algo clausurado y olvidado, sino algo que de algún modo gravita en el presente, lo condiciona y lo configura; de un modo real, en el hoy del hombre está presente su pasado. El tiempo del hombre es acumulativo. De ahí que la contraposición dialéctica entre tradición y progreso (la disyuntiva: tradición o progreso) sea falsa.
Tradición y progreso se implican y se reconocen mutuamente en el concepto de cultura. Cultura tiene la misma raíz etimológica que culto y que cultivo: la palabra latina cultus, que significa dedicación cuidadosa a una tarea. De ahí que cultura sea aquello a lo que el hombre se ha dedicado preferentemente, la cosecha de su propia historia, el grano sin paja, lo valioso acumulado de su experiencia. La cultura es el contenido esencial de la tradición (del latín tradere, entregar), el legado que una generación entrega como dote a la siguiente: su tesoro, su fortuna. El hombre necesita de la tradición para no empezar de cero en cada generación; el hombre es lo que es, el hombre progresa, precisamente porque es cultural. Ser cultural significa ser de tradición, apoyarse en la tradición, en la valiosa experiencia heredada de nuestros mejores predecesores. El progreso no está reñido con la tradición, sino que más bien la necesita. Caben posturas radicales, formas poco equilibradas de entender el tiempo, en las que la profunda conexión entre esos dos conceptos se rompe: el tradicionalismo entendido como nostalgia radical del pasado, como aquel “cualquier tiempo pasado fue mejor” del poeta castellano; o el progresismo, en el que se entiende el futuro como ruptura total con el pasado, como renuncia expresa del hombre a sus propias fuentes.
También en la vida de cada persona se da esa relación indisoluble entre pasado, presente y futuro, ese equilibrio entre tradición y progreso. Todo aquello que hemos vivido permanece en nosotros de dos maneras. Una primera, como anotaciones en el registro vivo de la memoria; la memoria es el tiempo acumulado del hombre, que se puede expandir, revisar, revivir y volver a guardar. El hombre es también su remordimiento, su dolor, su nostalgia, su alegría, el sufrimiento por su vida malperdida, la serenidad por su vida lograda... Todo eso es también el hombre.
Una segunda manera, menos evidente a primera vista pero igualmente real, es entender que mi ser personal actual -es decir, yo mismo tal como soy- es el registro más preciso y certero de mi biografía. Lo que soy ahora es fruto y resultado de todo mi pasado: soy todo lo que he sido. Somos también, como consecuencia, resultado de las posibilidades descartadas, de todo aquello que pudimos ser y no quisimos, eso que a veces suscita en el hombre la nostalgia:
“Hay eco de pisadas en la memoria
por el pasadizo que no tomamos,
la puerta que nunca abrimos”
(Eliot).
Esa forma de condensación del pasado en el presente es lo que expresa Pessoa con tanta fuerza:
Sí, soy yo, yo mismo, tal cual he resultado de todo (...).
Cuanto fui, cuanto no fui, todo eso soy.
Cuanto quise, cuanto no quise, todo eso me forma.
Cuanto amé o dejé de amar es en mí la misma saudade.
Y al mismo tiempo la impresión un tanto lejana,
como de sueño que se quiere recordar
en la penumbra a la que despertamos,
de que hay en mí algo mejor que yo.
(F. Pessoa)
Por ello podemos decir que el pasado, paradójicamente, nunca acaba de pasar. No se puede cortar con él; renunciar a él sería renunciar a la propia identidad: el resultado de ese olvido total, de esa cisura con el pasado no sería tanto el no saber quién soy sino ser nadie. Proust lo expresa certera y admirablemente en el primer tomo de A la busca del tiempo perdido cuando, al evocar ciertos despertares de la infancia, escribe: “al despertarme, en el primer momento, como no sabía dónde me encontraba, tampoco sabía quién era; en mí no había otra cosa que el sentimiento de la existencia en su sencillez primitiva tal como puede vibrar en lo hondo de un animal, y me hallaba en mayor desnudez de todo que el hombre de las cavernas; pero entonces el recuerdo descendía hasta mí como un socorro llegado de lo alto para sacarme de la nada”.
A la vez, el hombre es ser de proyecto, no en el sentido de que esté simplemente abierto al futuro -esto sería una obviedad- sino que no sabe vivir sin planear, sin buscar: es proclive al futuro (Ruiz de la Peña), capaz de la sorpresa, de la invención, capaz de novedad. De novedad también sobre sí mismo, sobre su propia vida: el pasado no es para él una realidad definitiva, irreparable, irremediable.
De manera análoga a como antes hemos dicho que el pasado sigue vivo en el hoy, también el futuro está de algún modo contenido en el presente. No como ya predeterminado o prefijado, sino en cuanto que de algún modo el futuro tira de él hacia adelante, lo moviliza. La presencia estimulante del futuro en el presente se llama esperanza. El hombre pierde la esperanza cuando el futuro personal ha desaparecido porque ha dejado de ser interesante; la vida entonces se estanca y paraliza como aquellas películas antiguas de celuloide que al romperse dejaban proyectada en la pantalla la imagen fija del fotograma que había quedado atrapado. Si el futuro no existe, la vida pierde sentido.
La esperanza es, pues, el futuro anticipado incoativamente en el presente, que dinamiza los resortes vitales ya que el hombre entiende que no cualquier modo de vivir es adecuado si quiere tener disponible el futuro que anhela. El futuro no es para él un regalo, ni un feliz hallazgo casual, ni un triste e ineludible destino, sino una tarea; el hombre es constructor de su propio futuro. Nuestro hoy condiciona nuestro futuro, nuestro futuro es hoy. A quien pasa del presente le ocurrirá que, por eso mismo, el futuro pasará de él. En este caso la esperanza -si todavía se puede seguir llamando así a ese deseo inconsistente y efímero, incapaz de movilizar la vida- es vana, vacía: esperanza cero.
2. La vida como relato y representación
El hecho de que la vida del hombre sea una realidad que se distiende en el tiempo, significa que aún no somos lo que hemos de llegar a ser. Por otro lado está el hecho de que la vida humana no está compuesta sólo ni principalmente de lo que a uno le pasa -aunque en la vida pasan cosas-, sino de lo que uno hace con aquello que le pasa. Hemos hablado de esa distinción que ya hacían los clásicos entre zoé -la vida biológica- y biós -la vida biográfica-. La vida propiamente humana es biografía, vivir es estar metidos de lleno en cada momento en el cuidado de escribir la propia biografía. Aparece así la idea, tan sugerente como veraz, de la vida como relato.
Hace tiempo que la filosofía -particularmente la antropología- reparó en la consideración de la estructura narrativa de la existencia humana. Vivir es construir una historia, inventar cada uno su propia historia y contarla a los demás, mostrarla a quienes deseen oírla. A los hombres nos pasa lo que a Sherezade, la protagonista de Las mil y una noches: que para seguir vivos, cada día se ha de saldar con un cuento (Marín). ¿Recuerdan el argumento de esa historia? Un califa (en realidad son dos) es engañado por su esposa; como venganza, la mata y decide no volver a casarse, sino elegir cada noche una mujer, a la que hace matar de madrugada. Sherezade, la hija del visir, en contra de los consejos de su padre, se empeña en acudir a las sesiones nocturnas del califa y, ante el asombro de todos, no es ejecutada al romper el día. Esta situación se prolonga durante mil noches, al cabo de las cuales el califa termina casándose con ella. El medio empleado por Sherezade para sobrevivir es sencillo: consiste en contar al califa distintos cuentos que nunca terminan de madrugada, sino que siempre ocurre que el alba sobreviene en el punto más interesante de la narración. El califa, intrigado por el interés del cuento, pospone la ejecución para el día siguiente; y así un día y otro, porque apenas terminado un cuento, Sherezade comienza otro, con el que ocurre lo mismo que con el anterior, etc.
Vivir es, de algún modo, repetir la audacia de Sherezade: atreverse a inventar cada día la propia historia, la historia personal. Teniendo en cuenta también que nosotros nos jugamos mucho en ello: también a nosotros -nunca mejor dicho- nos va la vida en ello. Dos cosas fueron necesarias para que el intento de Sherezade resultara un éxito: el interés de los cuentos en sí mismos y la gracia y el estilo en la manera de contarlos. Sobre el interés cabe decir que la narrativa moderna -ya desde Chéjov, al menos- ha descubierto el valor de lo ordinario, de lo cotidiano, como motivo literario. No se trata de grandes relatos épicos, de realizar grandes hazañas, sino de caer en la cuenta de que lo verdaderamente interesante, lo prodigioso, es el hombre mismo. Lo prodigioso está ahí, con su apariencia de obviedad, de vulgaridad casi, pero hay que saber verlo. Ya advirtió Proust que “el verdadero viaje del descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes sino en mirar con ojos nuevos”.
Esto contrasta con cierta tendencia a interpretar la vida como algo que nos viene desde fuera, que nos asalta desde el exterior. Ya hemos dicho con anterioridad que de esos dos elementos fundamentales y complementarios de la vida del hombre -lo que al hombre le pasa y lo que el hombre decide hacer con lo que le pasa- el específicamente humano es el segundo. Vivir es hacer un acto positivo sobre la propia vida, un acto de posesión y de dominio: poner las manos sobre lo que nos pasa y, como si fuera una masa, atraparlo y moldearlo. La aceptación sistemática y pasiva de lo que nos ocurre equivaldría a ausentarse de la tarea de construirse una vida. La pasividad, el asistir a nuestra vida como tan sólo de cuerpo presente, significaría la aceptación de ser nadie. Es esencial esa decisión, esa audacia para tomar posesión de la propia vida. Y como en todas las cuestiones prácticas en las que interviene el tiempo, también aquí se cumple que no tomar una decisión debida significa haber tomado ya una; hay decisiones que se toman por omisión, por inhibición.
Que el hombre sea autor de su propia biografía significa que cada uno, al vivir, está decidiendo entre varias posibilidades que se le presentan:
a) si desea escribir él mismo su propia vida o, a la vista de las dificultades que entraña, desiste y se la encarga a otros (los negros, escritores a sueldo de memorias y discursos por cuenta ajena que se publican con la firma no del autor sino del patrón). La vida hecha por encargo es la vida aceptada pasivamente, en la que el sujeto renuncia en la práctica al dominio efectivo de los resortes controladores del propio vivir. Es uno de los modos de abdicar de la identidad personal, de no ser nadie.
b) si desea que su vida sea una historia personal, original, o se dedica a la productiva y fácil industria del plagio, de la copia. En este caso uno no se ausenta de su vida pero la convierte en una historia repetitiva y monótona, mil veces contada, aburrida y pesada: la misma historia de siempre. Vidas estandarizadas conforme a los patrones sociales vigentes en las que cambia únicamente el nombre del protagonista (por llamarle de alguna manera, porque en realidad no protagoniza nada) pero no la peripecia, idéntica en todos los casos. Esto puede ocurrir cuando se aceptan acríticamente los eslóganes y consignas dominantes en el medio social. La opinión pública, la publicidad, los criterios sociales y las modas pueden no sólo influir -esto es lógico- sino también conformar sustancialmente la vida, las líneas decisivas del proyecto personal, que por eso mismo acaba teniendo muy poco de personal. También aquí se cumple, como en la Biología, la ley de que quien se adapta tan completamente al medio que se uniforma con él, pierde la capacidad de sobrevivir a los cambios. La supervivencia está en ese equilibrio no muy definible entre adaptación e innovación. Para innovar, para no estancarse y hacer progresar al hombre, hace falta no agotar las energías en el esfuerzo de mimetizarse.
Ya se entiende que no se trata de hacer cosas que nadie ha hecho -la vida no es un espectáculo de circo, el “más difícil todavía”- sino de ser alguien que nadie hasta ahora ha sido; ni es cuestión de convertirla en una tragedia necesariamente, pero sí en una obra digna, bien hecha, valiosa (junto a la tragedia griega, a los dramas de Calderón o de Shakespeare, no desmerecen las obras de Chéjov, en las que en apariencia no ocurre nada sobre la escena y en realidad ocurren muchas cosas).
Esta misma cuestión se puede estudiar desde el punto de vista -más clásico, con una mayor tradición en nuestra cultura- de la vida como representación, como acción teatral. Se trataría de saber:
c) si en la interpretación de sí mismo en que consiste vivir, uno va a ser el personaje, o sólo va a interpretar un papel (distinción de uso ya habitual y casi obligado desde Stanislavski y el Teatro del Arte de Moscú), es decir, si va a vivir o va a hacer como que vive. En el extremo negativo de esta posibilidad aparece la vida como simple recitación repetitiva de un papel, sin fuerza y sin pasión, aunque a veces con mucho acompañamiento de gestos: esa “historia sin sentido, contada sobre un escenario con mucha prosopopeya por un idiota”, de la que en su desesperación habla Macbeth.
d) si se va a renunciar al protagonismo para limitarse al papel, más cómodo, de comparsa. Es la renuncia a una vida plena, la aceptación de una vida sin dificultades ni sobresaltos, sin responsabilidad; pero también sin grandeza: una vida sin riesgo, pero también sin esperanza. El resultado final de esa actitud lo expresa gráficamente el poeta:
“Hice de mí lo que no supe
y lo que pude hacer de mí no lo hice.
Vestí un disfraz equivocado.
Me conocieron enseguida como quien no era,
y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando me quise quitar la máscara
la tenía pegada a la cara.
Cuando me la quité y miré al espejo
ya había envejecido.
Borracho, no sabía ya vestir el disfraz que no me había quitado.
Arrojé la máscara y dormí en el guardarropa
como un perro al que tolera la gerencia
por ser inofensivo”.
(F. Pessoa)
Nadie vive dos veces, pero hay vidas repetidas hasta la extenuación (Gª-Morato), vidas cortadas en serie, intercambiables. Más que vivir, hay quien lo que hace es dejarse vivir o vivir desde fuera: la persona queda convertida exclusivamente en máscara, en apariencia sin sustancia, sin adentro (Alvira); la persona sin personaje.
Vivir es aprender a hacer un uso lúcido y consciente de nuestra libertad. Para ello es condición previa una decisión: la de elegir la vida que se desea llevar, la decisión tener una vida propia, personal. Vivir es tener una historia que contar, y contarla: la vida humana tiene estructura argumental. Y siguiendo con la analogía de la vida como relato, habría que resaltar la importancia del estilo, del modo de contar esa historia. El estilo es muy importante en una narración. No basta que el asunto sea interesante: hace falta que al lector también se lo parezca. Por eso, vivir es contar con estilo la historia personal.
El estilo es cierta elegancia en la expresión que confiere un evidente atractivo formal a la narración. Es difícil de conseguir, y aunque se adquiere mediante el esfuerzo paciente -nadie nace con el estilo aprendido-, tiene que ver más con la naturalidad que con la sofisticación y la artificiosidad. El estilo es un instrumento de la creación artística.
El acto creativo en cualquiera de las artes provoca una transformación, una transfiguración de la realidad; o quizá mejor sería decir que por medio de él, se descubre en las cosas la fulguración de un mundo nuevo y distinto en el que no cabe el aburrimiento sino la novedad exaltante. “Entre el ciprés que tengo a lo lejos y el ciprés pintado por Van Gogh está Van Gogh, que se convierte en la condición de posibilidad de una bella ocurrencia”, de la irrupción imprevista de una novedad hermosa (Marina). Vivir creativamente consiste en hacer que nuestra vida tenga gracia. La gracia es lo contrario de lo vulgar, de lo repetitivo, de lo mecánico, y radica no en las cosas sino en la persona, no en las obras en sí sino en el agente. Es distinta también de la simple originalidad. El creativo es original, pero para él la originalidad no es un fin en sí mismo sino una forma nueva de resolver un problema. La originalidad por la originalidad es propia del excéntrico, que busca por encima de todo llamar la atención.
Vivir creativamente es hacer posible que en medio de lo rutinario y banal ocurra una novedad hermosa: que mi vida haga posible que algo bello ocurra. Pero “¿qué hay que entender por bello? Desde luego, algo más que la obra de arte como tal: reconozco su fulgor en otras cosas. En la vida diaria, en el modo elegante de hacer una tarea simple, en las formas del amor verdadero, en los modos de suscitar la alegría, en la realización de la justicia, en el esplendor de la generosidad, en la conducta animosa, en la veneración por la verdad, en un gesto de ternura o de abnegación. La belleza se da cada vez que conseguimos elevar el estilo inventando en la realidad promesas de felicidad. Se trata de expulsar a los vampiros y remontar el caedizo espíritu de la pesadez, el aburrimiento, el desdén, el nihilismo, la perversidad, la bajeza” (Marina).
Hoy abunda una literatura excesiva que procura transmitir la impresión, particularmente a los más jóvenes, de que la vida es fácil; y vivir, un objetivo que no precisa de ningún aprendizaje especial, algo trivial. Pero eso está lejos de ser cierto. La experiencia demuestra que quien se limita a ir dejando caer los días como hojas desprendidas del calendario, como si su vida no fuera con él, advierte al cabo su lamentable estado de desnudez personal, de pobreza sustancial. Son personas a las que nunca les parece que ha llegado el momento de tomar las riendas de su vida, de hacer algo valioso por cuenta propia; siempre dicen después para quizá terminar descubriendo un día que en realidad han estado diciendo nunca; gentes que en medio de la corriente del tiempo más que vivir parecen dedicarse a sobrevivir pasivamente, como si la vida consistiera más en dejar pasar el tiempo que en alcanzar un destino. Vivir no consiste simplemente en vagar sin meta de acá para allá, al azar de lo que ocurra, gustando de lo que nos sale al paso sin más. Vivir es aceptar el reto de construirse a sí mismo, de darse un rostro y un nombre propios.
La técnica de vivir la aprendemos de otras personas. Pero entre los que enseñan, unos repiten teorías, dan lecciones. Algún valor tienen, sin duda; pero muy escaso en lo que se refiere a las cuestiones fundamentales: los manuales, aunque nos enseñan cosas muy útiles, no nos enseñan ese arte de lo esencial en que consiste vivir. En ese sentido, contiene una profunda razón ese adagio oriental: “sólo se enseña lo que no vale la pena ser aprendido”. Para aprender a vivir de poco sirven las técnicas y los manuales: se necesitan maestros, personas cuya existencia sea un libro abierto donde aprender. Y entrar en conversación con ellos: saber ver, saber escuchar (Gª-Morato). Por esta tarea no se nos concede ningún grado académico, ningún título que añadir al currículum, ni resulta de ello una mejoría de nuestra cuenta de resultados; en el arte de vivir uno se gradúa -son palabras de Merton- “alzándose de entre los muertos”, no conformándose a la rutina, al aburrimiento, al sueño, a la apatía: “sólo la diligencia -ese amor no perezoso- nos salva de la muerte” (Marina). El premio que se alcanza es el de poder contarnos entre los vivos y no en el registro de los zombies, de los cadáveres ambulantes.
3. Vivir en libertad
Hemos hablado de la vida como relato o como representación: una historia hasta ahora nunca contada, un alguien que nadie hasta ahora ha sido. Pero esto plantea precisamente la pregunta esencial: ¿quién quiero ser? Lo cual nos remite en directo a la cuestión de la libertad.
Libertad significa autoposesión, y hace referencia al hecho de que la persona tiene en exclusiva la capacidad de decidir por sí misma sobre sí misma, tiene en sus manos los resortes de su propia vida. Las decisiones esenciales de su vida las toma él, y nadie más. Puedo querer lo que quieren o me aconsejan los demás, puedo hacer mías sus ideas o sus valores, pero siempre que medie mi consentimiento, expreso o tácito; pero lo que nunca podrá ocurrir es que otro quiera por mí. Lo característico de la libertad es que nadie puede ser yo en mi lugar. Nadie puede querer (algo o a alguien) por mí, es decir, en mi lugar, ni decidir por mí. La persona libre es insustituible, irreemplazable. La libertad marca una frontera, un límite inabatible: sólo yo puedo ser yo.
Esto hace referencia a dos aspectos diferentes de la libertad, aunque complementarios, que se reclaman mutuamente: la libertad-de y la libertad-para. La primera es la facultad de hacer o no hacer una acción determinada entra el haz de posibilidades que se presentan: la libertad de elección. Se trata de un sentido verdadero y real de la libertad, pero parcial porque no agota todo el sentido de la libertad: la libertad no es sólo eso. Ese es el tipo de libertad que exaltó el liberalismo en el siglo pasado, y que sigue fascinando a muchos desde la aparición del libro de Stuart Mill, Sobre la libertad.
Cuando Stuart Mill escribe ese texto -año 1859- la libertad era rara avis incluso en la vida de las sociedades occidentales. Esa concepción de la libertad tiene todas las ventajas y todas las desventajas del liberalismo. El liberalismo es la mejor de las doctrinas sólo cuando su ejercicio se sustenta en una idea adecuada de la dignidad de cada hombre, cuando se cuenta previamente con un proyecto vital, tal como ocurría en la sociedad norteamericana de entonces, fuertemente influenciada todavía por el trasfondo netamente religioso de las ideas que conformaron el nacimiento de los Estados Unidos como nación. Porque la miseria del liberalismo es precisamente ésta: que se basa en valores que él mismo no promueve. El ejercicio del liberalismo presupone una idea valiosa del hombre, que sólo se puede ejercer en libertad. Pero si desaparece ese proyecto y la libertad de elegir se queda sola, si no hay un destino, un para qué, la misma libertad pierde su sentido. El individualismo liberal termina por generar a menudo conductas antisociales; pero falto de medios para prevenirlas o corregirlas por su incapacidad para generar proyectos, se limita a reprimirlas.
La libertad hace referencia directa y necesaria a la realización de un proyecto personal: ser yo mismo. Soy libre para ser quien quiero ser, y no otro. Ser libre significa poder convertir la vida en elaboración de un proyecto personal en el que el hombre se reconozca de manera inequívoca en sus obras, de modo que al contemplar su vida -como quien mira un espejo- y ver la imagen reflejada, pueda decir: sí, éste soy yo.
Una libertad sin proyecto es una libertad frustrada, inútil, empobrecida. Pretender agotar el sentido de la libertad en la mera elección, entenderla como la sola y pura capacidad de elegir, sin referencia ni vinculación a nada ni a nadie, tendría tan poco sentido como querer encontrar utilidad a una bicicleta pedaleando en el aire, o a un coche haciendo funcionar el motor en punto muerto. Cuando la libertad se afirma como un absoluto, sin otra referencia que el azar o el capricho del momento, sin relación con la elaboración de un proyecto, con la posibilidad de alcanzar una meta o un destino (ella misma es el proyecto), lo que sobreviene es el sinsentido. Si lo importante del comer no es el alimento sino el tenedor, no hay que ser profeta para predecir que el sujeto se morirá de hambre; quizás, sí, rodeado de todo un cargamento de tenedores.
La vida digna del hombre es un proyecto realizado en libertad. Pero el liberalismo no genera proyectos sino sólo libertad, por eso como doctrina social es insuficiente: es capaz de fabricar tenedores, cucharas y cuchillos, pero ni cría corderos ni siembra trigo. La situación actual ilustra suficientemente sobre lo insatisfactorio de esta noción de la libertad entendida como pura espontaneidad sin referencia más allá de ella misma: el proyecto -el sentido- hace tiempo que quedó abandonado en el camino y no hay más que libertad.
Supongamos, en pura hipótesis, la existencia de un animal que fuera capaz de decidir en cada acto la posibilidad de seguir o no los dictados del instinto. Si la libertad consistiera solamente -como afirma la doctrina liberal- en la pura posibilidad de elegir, ese animal sería libre; se daría entonces la paradoja de que semejante animal estaría en franca inferioridad respecto al animal que se rige siempre por el instinto porque entonces su comportamiento libre, al destruir el automatismo del instinto -que en el reino animal es un mecanismo perfecto de autodefensa-, lo haría quedar en franca desventaja. La libertad sería así un serio inconveniente para él. Si la libertad consistiera en hacer lo que le apetece en cada momento, nunca llegaría más allá de donde alcanza el comportamiento instintivo, y la mayor parte de las veces se quedaría muy por debajo de esa cota de eficacia. Ese animal libre sería más vulnerable que sus congéneres instintivos frente a las dificultades del medio, y su futuro estaría en entredicho. El animal caprichoso sería inviable, no competitivo.
Pensemos ahora en el hombre. Su bagaje instintivo es muy escaso. Su defensa, su supervivencia, no está confiada sustancialmente al instinto sino a la inteligencia, tanto teórica como sobre todo práctica. La eficiencia en el hombre no consiste tanto en actuar instintiva cuanto inteligentemente, actuar desde una comprensión global de lo que es razonable y conveniente con vistas a lo que quiero ser (a quién quiero ser) y elaborar estrategias de acción adecuadas. Actuar libremente consiste en obrar sabiendo lo que se hace y por qué se hace, es decir, dando un sentido a la vida tal que la persona se reconoce en lo que hace, en la vida que está viviendo, en su biografía: verdaderamente éste soy yo, mis actos me dibujan perfectamente (como en esos pasatiempos infantiles: una usted con una línea los puntos y diga usted qué ve). El primer significado, vivido como si la libertad fuera sólo indefinición, indeterminación, pura capacidad de elección (choice), ha sido predicado y difundido por la cultura oficial desde la segunda mitad del siglo pasado como el más genuino y auténtico de la libertad. Los resultados de ese divorcio entre libertad y verdad, entre libertad y proyecto, a la vista están: esa patología de la personalidad consistente en una especie de avaricia de libertad que genera personalidades enfermas de indecisión, que no eligen o que realizan elecciones efímeras, intrascendentes, hechas al azar del momento, del reclamo actual del apetito, de la seducción irreflexiva del instante; personas que no se comprometen porque “no quieren desprenderse de su libertad”.
La espontaneidad (hacer lo que me apetece) entendida como paradigma de la libertad es en realidad una ficción. En principio esa identificación parece suponer la ausencia de cualquier condicionamiento -no depender de nada ni de nadie-, pero en realidad presupone la sumisión ineludible al impulso o a la presión del ambiente. Hacer lo que a uno le apetece no es ser libre sino determinarme a hacer lo que las ganas deciden hacer: una respuesta casi automática donde no media la deliberación ni interviene la voluntad, una respuesta que no supone ganancia sino pérdida de autonomía. Cuestión distinta es la de actuar con sencillez, con naturalidad; en el comportamiento de la persona sencilla está también ausente lo artificioso, lo sofisticado, pero no la reflexión.
Esa identificación entre libertad y espontaneidad es también una ficción porque siempre existen condicionamientos para la acción, ya que la libertad humana es una libertad situada. Libertad significa autoposesión, pero no autosuficiencia ni insolidaridad, no absoluta independencia respecto de los demás. La libertad personal no puede lógicamente oponerse o entrar en contradicción con lo que es esencial a la persona. Vivir humanamente es convivir (vivir con), porque la persona es ser con otros. No cualquier dependencia es indeseable, sino sólo aquellas que nos impiden ser protagonistas conscientes de nuestra propia vida. No se trata de no estar vinculado a nada ni a nadie, sino de elegir libremente los vínculos. No todo vínculo ni toda obligación son represivos. De hecho seguimos vivos porque alguien -posiblemente nuestra madre- nos quitó de entre las manos cuando éramos niños un cuchillo, unas tijeras con las que andábamos jugando, ajenos al peligro que para nosotros mismos representaba; o porque, a pesar de nuestra oposición, nos vacunaron contra la polio, o lo que fuera. Es más, la asunción de vínculos comprometedores es una característica esencial del hombre, al que Scheler definió como “el animal que puede prometer”. La promesa se hace frente a otro, y quien la hace queda comprometido, es decir, libremente vinculado a su realización. Comprometerse es precisamente proponerse algo, no dejar el futuro en manos del azar o de los demás, no consentir que se nos vaya de las manos; y esto lo podemos hacer precisamente porque somos libres.
Milan Kundera en su novela La insoportable levedad del ser lo manifiesta con toda claridad. El protagonista descubre que la vida, conducida por el imperativo de no vincularse seriamente a nada ni a nadie, lejos de aligerar la existencia la convierte en una pesada carga insoportable: en el hombre pesa mucho más el vacío del sinsentido que los compromisos de una vida plena (Innerarity). El problema de quien quiere llevar una vida digna del hombre no es el de comprometerse o no -esto último habría que descartarlo- sino con quién o con qué me comprometo. La libertad -como, por analogía, el dinero- está para ser utilizada, para ser invertida en hacer la propia vida con decisiones libres, asumidas personalmente, que precisamente por eso generan verdaderos compromisos, que ponen en marcha el futuro.
La cultura actual -una parte de ella, al menos- parece haber perdido el norte en la medida en que, maniatada por una concepción idolátrica de la libertad, no sabe qué hacer con ella. Ser libre para ser libre, y no para amar, ésa es la definición misma de la ruptura, del atolladero, del vacío de la libertad. La libertad humana sólo es grande si está al servicio del amor.
Así, la pregunta oportuna no es ¿qué va a ser de mí?, sino ¿qué voy a hacer conmigo, qué voy a hacer con mi vida? El problema -la cuestión decisiva, podríamos decir- es averiguar lo que uno verdaderamente quiere ser; o mejor aún, quién quiere ser. Porque el hombre casi siempre acaba siendo lo que ha querido, no lo que ha deseado. El deseo hace referencia a una inclinación del apetito, a aquello hacia lo que nos inclinan las ganas. El querer tiene que ver con el núcleo mismo de la persona. Desear denota una actitud pasiva o al menos no comprometida; querer, por el contrario, significa la movilización de las energías de la persona: “quien tiene un para qué, encontrará siempre el cómo” (Nietzsche). En la cuestión de la libertad, pues, no se trata tanto de hacer lo que me da la gana como de hacer lo que entiendo más conveniente o mejor, porque me da la gana.
La feliz esclavitud
Vistas así las cosas, no extraña ya tanto que nuestra época, que tiene siempre en la punta de la lengua la palabra libertad, no sobresalga precisamente por el uso que hace de esa libertad radical: hay mucho enemigo de la libertad con atuendo de libertino. Curiosamente los principales enemigos de la libertad no están fuera del hombre sino que viven dentro de él. Nadie desde fuera puede arrebatarnos la libertad íntima, la libertad radical (véase El hombre en busca de sentido, en el que V. Frankl nos cuenta su experiencia de superviviente en el campo de exterminio de Austchwitz). Sólo desde dentro podemos hacerla inútil o estéril; y eso al menos en parte tiene que ver con la falta de coraje, con el rechazo previo del esfuerzo, del compromiso, del aspecto de realidad difícil y costosa con que a veces se presenta lo verdaderamente valioso para el hombre: la realización de su proyecto vital. Aparece así un sentimiento respecto a la verdadera libertad que se parece al miedo y al rechazo a causa de:
a) ese aspecto verdaderamente serio (para algunos, terrible) y comprometedor con que se presenta la libertad. El tiempo y la libertad convierten la vida del hombre en una realidad definitiva, irrepetible: la vida va en serio (no en triste, pero sí en serio). “El hombre no es un ensayo de sí mismo” (Yepes), no es un experimento provisional, un juego sin consecuencias, sino una realidad en cierto modo definitiva (esto no significa que la vida sea necesariamente irremediable; en la vida todo tiene remedio para quien se decide a ponerlo, aunque en ocasiones no sea fácil);
b) al carácter de soledad con que a veces se experimenta el ejercicio de la libertad, precisamente porque nadie puede ser yo mismo en mi lugar. Este carácter se puede agudizar hasta el desamparo o incluso la angustia cuando no está resuelta la cuestión del sentido.
El mundo que nos rodea está lleno de ofrecimientos y sugerencias para descargar al sujeto del peso de su responsabilidad. Una de ellas es atribuir la culpa del mal que hacemos o provocamos a las circunstancias, hacer depender nuestros actos por completo del influjo de las circunstancias de la sociedad en la que vivimos, del ambiente en que hemos sido educados, de nuestro peculiar modo de ser, de la publicidad insistente y tentadora... Es innegable la influencia de las circunstancias en la constitución de la identidad de la persona, puesto que ya hemos dicho que la relacionabilidad es constitutiva en la persona: todo hombre es hijo a la vez de sus padres y de su tiempo, de su circunstancia. Pero no deja de ser sospechoso el hecho de que sólo como justificación de sus decisiones erróneas el hombre atribuya el carácter de irresistible a la influencia que le viene del exterior. Nunca lo hace cuando se refiere a sus éxitos; en este caso siempre se alude a los méritos personales, a la capacidad de reaccionar críticamente, valiosamente, ante una situación determinada.
Forma parte de la libertad la asunción por parte de la persona, como autor, de las consecuencias de los actos engendrados por nuestras decisiones libres, sean éstos acertados o erróneos: mis actos -y sus consecuencias- son míos: me pertenecen. Pero en realidad la responsabilidad sobre los propios actos y sus consecuencias es derivada de la responsabilidad de cada uno sobre sí mismo. Ser libre significa responder en primer lugar acerca de sí mismo, acerca de la propia identidad: quién soy. El nombre bautismal es un nombre recibido; un nombre de partida pero no el definitivo. El nombre definitivo es el que cada uno se va dando al vivir. Aquí se está tocando una cuestión importante: la relación entre el nombre propio personal y los actos libres (o, mejor, las decisiones libres), entre quién soy y qué hago.
Responsabilidad es saber que cada uno de mis actos me va construyendo -o destruyendo-, me va definiendo, inventando. Es lo que Llano ha llamado el carácter reflexivo de la libertad. Decidir es siempre decidirse, decidir sobre uno mismo. Al elegir lo que quiero hacer no sólo transformo la realidad exterior con mis actos libres, sino que – y sobre todo- yo mismo me voy transformando poco a poco. Las decisiones libres dejan huella en el agente antes de dejarla en el mundo que le rodea, van moldeando su identidad: sus obras van diciendo quién es él. Entre la identidad de la persona y sus actos (o mejor, sus decisiones libres) se establece una relación esencial y constitutiva en ambas direcciones, una especie de circuito de retroalimentación. Esto significa que la identidad de la persona es indesligable de sus obras, hasta el punto de que tan real es decir “obro así porque soy yo” como “soy yo porque obro así”: la praxis es decisiva en la construcción de la identidad personal. A esa relación irrenunciable entre identidad de la persona y sus acciones libres se refieren esas palabras del Evangelio: “por sus frutos los conoceréis”: por las obras recibimos el nombre que nos identifica. (Una posible formulación de este enunciado en su versión moral sería ésta: “no obro el bien porque soy bueno, sino que soy bueno porque obro el bien”).
Esta fidelidad a uno mismo, a la propia identidad, en la práctica no se consigue sin trabajo, sin esfuerzo. Es más fácil abdicar y convertir la vida en un aparente pasatiempo, una partida de mus con garbanzos, o a peseta el punto, en el que parece no arriesgarse nada: nada se pierde, nada se gana. Pero en realidad no es así, precisamente porque nos va la vida en ello. La vida es una aventura y una tarea pero no un juego insustancial, una simple diversión para pasar el rato. A veces puede resultar apasionante, a veces pesada; en último extremo, para estos momentos en que parece tediosa o difícil, vale la apreciación de Conrad: “quien ama el mar, ama la rutina del barco”. Las dos cosas -el placer de la aventura en el mar y los cuidados materiales, esenciales para la puesta a punto del barco- son necesarias y se implican mutuamente: cada una en su momento
Esto no significa que lo lúdico, lo descansado y divertido no tenga importancia en la vida humana; la tiene, y mucha. La vida es importante pero no es terrible, y conviene tomarla también con su poco -o mucho- de humor, con esa cierta separación que nos da perspectiva y hace que sepamos tomarnos las cosas menos a pecho y con más sentido del humor. Vivir es también celebrar la vida; reír, bromear, jugar, según venga o convenga. La risa es exclusiva del hombre -el único animal que ríe- y está emparentada con su tendencia anhelante a la felicidad: “reírse es ser feliz por un momento” (Yepes). Ya Tomás de Aquino decía que “el hombre no está hecho para vivir en la tristeza”, Nietzsche advertía que “todas las cosas buenas ríen”, y Cervantes, por boca de Sancho Panza, hace una advertencia similar a D. Quijote, entristecido por la noticia del penoso encantamiento de Dulcinea: “Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias. Vuesa merced se reporte y vuelva en sí, y avive y despierte y muestre aquella gallardía que conviene que tengan los caballeros andantes” (Quijote, II, XI).
El hombre no puede pasar sin alegría, de modo que si no brota espontáneamente de su propio vivir -esto es lo razonable-, el hombre termina por provocarla artificialmente por otras vías (alcohol, drogas, etc.): porque “el ser humano no soporta mucha realidad” (Eliott), no está hecho para soportar el peso de una angustia o un dolor excesivos.
Sobre esta cuestión de la abdicación práctica de la libertad es instructivo el libro de Bruckner La tentación de la inocencia. Se trata de un diagnóstico lúcido de esta patología actual de la libertad, aunque escrito con cierto tono ácido y negativo. (Y desde luego, los remedios que da el autor -que no es creyente- son en todo caso paliativos). Allí se habla de cómo esa abdicación de la libertad repercute no en un engrandecimiento del hombre sino al contrario, en su empequeñecimiento. Lo ilustra con el argumento de un relato, que en esquema es el siguiente:
Sobre el techo de la cabina de un barco, un hombre está tomando el sol. De repente, una cortina de espuma lo sumerge y lo cubre de agua. La ola pasa, y él queda secándose al sol con esa sensación de agradable picorcillo en la piel. Al cabo de un tiempo se levanta y constata que ha perdido unos centímetros de estatura, como si hubiera encogido un poco. Al llegar a casa acude al médico, que le hace unos análisis completos sin detectar nada raro; algo confuso, el médico le confiesa que no sabe qué le puede estar sucediendo exactamente. Vuelve a su casa, y sigue encogiendo día a día: las personas y las cosas le parecen cada día más grandes. Su mujer, que hasta hacía poco le llegaba al hombro, le pasa ahora una cabeza, y al cabo de unos días huye de casa despavorida ante la pequeñez creciente de su marido. Como puede, pero cada vez con mayor dificultad, se va defendiendo en la casa, donde vive atrincherado. Operaciones que antes le parecían elementales como abrir el frigorífico o alcanzar los grifos del lavabo, se le hacen extraordinariamente dificultosas. Mengua constantemente: primero parece un chico, luego un niño, después un muñeco, más tarde un soldadito de plomo. Huye de su gato, que ahora le parece un tigre feroz. Más tarde, refugiado en el sótano de su vivienda, tiene que pelear contra una araña...
Para Bruckner este argumento es una metáfora que describe con sorprendente realismo la situación del hombre moderno, sobrecogido por su pequeñez, atemorizado por casi todo, encogido en sus dimensiones, buscando afanosamente la seguridad. A base de buscar un status cómodo ha renunciado a vivir por cuenta propia, ha renunciado a la audacia de hacer su propia vida, ha cambiado libertad por seguridad, y al paso que la satisfacción de sus necesidades inmediatas queda asegurada, su horizonte personal ha quedado enormemente empequeñecido: sin ideales, sin compromisos, sin proyectos estables. Cualquier responsabilidad le parece excesiva, detrás de cada dificultad ve una gran amenaza: quiere tenerlo todo, cuanto antes y sin el menor esfuerzo.
Hay una tendencia generalizada en la cultura actual de empequeñecimiento, de regresión a la infancia, a la irresponsabilidad, una especie de enfermedad que consiste “en tratar de escapar de las consecuencias de los propios actos, un intento de gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes: “no renunciarás a nada, y no darás nada a cambio”: “tener derecho a todo sin renunciar a nada”: es la libertad esclava, una esclavitud protestona y reivindicativa.
5. El miedo a la libertad
Desde otro punto de vista, pero refiriéndose al mismo fenómeno social, Marías (Sobre el cristianismo) habla de la “inmoderada pasión de seguridad” que domina a nuestros contemporáneos. Conceptos como los de incertidumbre, riesgo, audacia -tan vinculados al sentido de la libertad libre-, están alejados de la sensibilidad de amplios círculos sociales, apartados de la vida real de las personas y confinados únicamente en el ámbito de lo lúdico: juego, deporte, diversión... Esa visión de las cosas produce una imagen plana de la realidad, una realidad sin libertad, sin esperanza, sin responsabilidad, en la que el hombre, cansado al parecer del trabajo de ser él mismo, habría abdicado de su dignidad, del hecho de ser persona, es decir, realidad profunda, inabarcable, nunca concluida, siempre en proceso hacia su meta, dotada de un carácter innovador, abierto a la sorpresa, a la invención, a la novedad, capaz de comprender la realidad y de escapar a su limitación, de ir más allá de sus límites hasta abarcar en cierto modo el universo entero (y llegar hasta su Creador).
Es muy probable que la obsesión por la seguridad sea uno de los más grandes obstáculos para realizar plenamente una vida. Naturalmente es necesaria la prudencia, la reflexión antes de actuar, saber elegir las circunstancias mejores o más favorables (si es que existen, porque pueden no existir en realidad). Pero sin caer es ess moro tergiversado y falso de entender la prudencia que acaba por no ser más que una actitud paralizante. Todo proyecto, toda tarea -y la vida del hombre es tarea y proyecto- implica una componente de riesgo, precisamente porque el futuro es futuro; no está escrito. La vida tiene un evidente carácter problemático. Todas las cosas grandes y verdaderamente importantes de la vida del hombre se ven... pero confusamente, entre tinieblas (Marías): suficiente luz para ver y suficiente oscuridad para dudar, para no estar seguros; pero también para esperar, para confiar La esperanza y la confianza son esenciales para el hombre. La vida humana implica un componente de audacia... y de confianza. Así hay capacidad de decisión para lo valioso, para lo interesante: “no es que dejemos de intentar ciertas cosas porque son imposibles, sino que son imposibles porque no las intentamos” (San Agustín).
De Bruckner son también estas palabras: “A la famosa pregunta de Stendhal: ‘Por qué no son felices los hombres en el mundo moderno?’, podemos responder: porque se han liberado de todo y se dan cuenta de que la libertad es insoportable de vivir. Así como la consecución de la libertad posee una especie de grandeza épica y poética cuando nos libera de la opresión, el ejercicio de esa libertad interior conseguida, porque compromete y obliga, parece tiranizarnos a través de sus exigencias de responsabilidad”.
Dostoyewsky en Los hermanos Karamázov pone en boca del personaje del Gran Inquisidor un severo reproche a Dios cuando encarándose con Él le echa en cara: “¿porqué a los hombres, en lugar de libertad no nos diste pan?; pues para el hombre y la sociedad humana no existe ni ha existido nunca nada más insoportable que la libertad”. Con estas palabras está haciendo referencia al episodio de las tentaciones de Jesús en el desierto, que nos narran los Sinópticos, pero también a esta cuestión a la que acabamos de aludir: hay personas -o momentos en la vida de las personas- en las que se aprecia más la propensión a la seguridad que el amor a la libertad. “Convirtiendo las piedras en pan -sigue argumentando el Gran Inquisidor- correría la humanidad detrás de ti como un rebaño agradecido; y, además, sumiso: no fueras a retirar tu mano y faltarles el alimento. Dirán: danos de comer, aunque ello suponga ser esclavos”. Pero esto es justo lo que Dios no ha querido: gente sumisa, esclavos. Dios lo que ha rescatado en Jesucristo es precisamente la libertad del hombre, y que cada uno se busque el pan por sí mismo y lo busque para su hermano, si éste no lo tiene. Una de las lindezas que Nietzsche endosa al cristianismo de su tiempo es que se trata de una moral de esclavos. Quizá ni siquiera en el tiempo en que fueron pronunciadas tuvieron estas palabras un valor de diagnóstico preciso -Nietzsche es maestro en el arte de hacer arder las palabras, exagerando el defecto para que aparezca con mayor claridad-, pero actualmente, desde luego, no lo tienen en absoluto; lo verdadero y cierto es que ahora precisamente el cristianismo es camino de hombres libres.
Esta promoción de la libertad a que nos hemos referido más arriba puede ser interpretada desde cierto punto de vista como una maldición en cuanto que se trata de una realidad onerosa, una verdadera tarea. Por este motivo hay tantos hombres y mujeres que se consuelan recu¬rriendo a soluciones falsas que le liberen de su libertad personal, de la pesada carga de ser ellos mismos, de construirse un rostro y un nombre propios. Entre esos fenómenos sociales que junto a otras posibles causas parecen esconder ese miedo a la libertad, y sin ningún afán de exhaustividad, se pueden citar:
a) el neotribalismo en sus distintas versiones (movidas diversas, tribus urbanas con su tendencia al hacinamiento, a los eventos multitudinarios donde la orden parece ser “cuantos más, mejor”). En el neotribalismo desaparece el individuo absorbido por la muchedumbre anónima. Conciente o inconscientemente, con el recurso a lo multitudinario se intenta exorcizar el demonio de la soledad y de la incertidumbre del futuro (“tantos juntos no nos podemos equivocar” o “a la verdad por la estadística”); con la apelación al ruido -música siempre, y a todo volumen-, las inquietantes preguntas que al hombre se le encienden dentro en el silencio, en la contemplación; con el requerimiento a una agitación permanente -baile, velocidad, ir y venir sin descanso- el fantasma de la renuncia a la tarea de ser uno mismo: hay quien es capaz de hacer mil cosas con tal de no hacer lo que sabe que debería o le convendría hacer.
b) las drogas, con las que desaparece la conciencia de ser persona: si el sujeto moral desaparece no hay nada que justificar, porque no hay ya quien lo haga. Se puede hacer de todo sin la engorrosa (?) necesidad de responder de ello;
c) los extremismos políticos. Hoy la atención de los asuntos públicos ha decaído notablemente. Desgraciadamente, ya apenas interesan: más a los políticos, naturalmente, pero demasiado poco a los ciudadanos de a pie (salvo cuando las decisiones repercuten directamente en la economía personal). Sin embargo se empiezan a llevar de nuevo los extremismos políticos, los radicalismos. Las razones que se pueden invocar pueden ser muchas y variadas, pero quizá no sea ajeno a este fenómeno su capacidad de mover a la acción obviando los inconvenientes de la responsabilidad. Los radicalismos, con su simplificación abusiva de que “todo es política”, y “la política se justifica por sí misma” sin necesidad de otras referencia valorativas, hace que desaparezca en sus miembros la necesidad de explicaciones estrictamente personales, de justificaciones íntimas de la propia conducta;
d) los esoterismos o falsos misticismos, que suponen la evasión sin esfuerzo, donde el yo se anestesia y parece disolverse tan vaga pero también tan eficazmente como un azucarillo en el agua, en un todo (?) impersonal y anónimo. Chesterton, con su lucidez e ironía habituales, ya avisó de que “cuando desaparece la fe (en Dios), no es que la gente ya no crea en nada: es que empieza a creer en cualquier cosa”. La fe, la creencia, viene así sustituida por la credulidad, y la esperanza cristiana por los intentos, tan compulsivos como exóticos en ocasiones, de conocer el futuro: resurgen los astrólogos y adivinos, los echadores de cartas, augures y toda esa parafernalia de tipos extraños.
Por este motivo el individuo posmoderno -sigue diciendo Bruckner- “desgarrado entre la necesidad de creer y la necesidad de justificar sus creencias, es asimismo un apóstata profesional, el nómada de los transfuguismos continuos, aquel que en el transcurso de una única vida abraza y abjura de montones de fes e ideas, mediante adhesiones tan efímeras como inconsecuentes. La historia del individuo no es más que la historia de sus abdicaciones sucesivas, de las mil argucias con las que trata de burlar el requerimiento de ser él mismo”.
Una de esas argucias con las que el hombre intenta en vano engañarse -quizás también la más usual- es la tendencia a pensar que lo que mejorará su vida y la convertirá en interesante y atractiva vendrá necesariamente desde fuera, en la forma de un golpe de suerte, de un feliz azar: la lotería, las quinielas, o cualquier otra de esas bienaventuradas fortunas que en teoría nos pueden ocurrir pero que en realidad nunca nos suceden. Esa es una perspectiva equivocada, porque lo que de verdad cambia la vida del hombre procede del interior del hombre. “Todo lo que posee un valor verdadero y constante –dice Kafka- siempre es un regalo surgido del interior. Al fin y al cabo, el hombre no crece de abajo arriba, sino de dentro afuera. La falsa libertad, la libertad a la que sólo aspiramos mediante medidas externas, es un error, una confusión, un desierto en el que aparte de las hierbas amargas del miedo y la desesperación no puede crecer nada”. Sólo el hombre puede cambiarse a sí mismo.
6. La vida interesante
En manos de cada uno, por medio de nuestra libertad, está hacer que nuestra vida, nuestra biografía, sea un relato valioso, un texto que se siga con interés. Y no tanto por el carácter épico del contenido, sino por el modo de estar narrado. Hoy los relatos épicos siguen manteniendo su interés, pero la nueva narrativa ha descubierto el valor de lo ordinario, de lo cotidiano, como motivo literario. Porque lo verdaderamente interesante es el hombre, lo interesante es él mismo, su vida, que incluye también a la muerte. Porque ni siquiera la muerte es capaz de quitar el interés a la vida; más bien, al contrario -como veremos más adelante- se lo aumenta. Aliada con la libertad, la finitud confiere pasión, añade interés a la vida, la convierten en una cuestión interesante y no en una trivialidad en la que “vale todo”.
El drama del relativismo, del “todo vale”, consiste en que entonces, y justamente por eso, resulta cierto que en realidad nada vale; si “todo da lo mismo” entonces ya nada importa, nada es realmente decisivo. Si la disyuntiva a la pregunta ¿qué hago ahora?: me tomo una coca-cola con o sin pelotazo, veo la TV hasta perder el sentido, golpeo a una anciana, me dedico a correr el bulo de que fulanita (o fulanito) es una tal y una cual, si la disyuntiva es indiferente, si la respuesta es ‘¡qué más da!’, entonces nada vale la pena, todo es una payasada. Pero nadie tiene que decirnos que eso no es en realidad así, porque lo sabemos. La muerte y la libertad confieren a nuestra vida en la posibilidad de ser algo valioso; pero la conversión no es automática, sino que cada uno se la ha de proponer.
¿Qué significa aquí proponer? Leyendo un breve relato de Dino Buzzati encontré una explicación a esta cuestión. El relato se titula El colombre, y viene recogido, junto con otros del mismo autor, en un pequeño volumen que lleva por título Los siete mensajeros y otros relatos. Se trata de narración breve, de tema en apariencia fantástico, pero quizás por eso mismo muy real, porque en la vida del hombre, criatura de Dios, hay un componente de realidad misteriosa. El relato es de la historia de la vida de un hombre. Su padre era marino. Un día, cuando no era más que un niño, su padre le invita a dar el primer paseo por el mar en su barco. Acodado en la popa, mira ensimismado la estela blanca que el barco traza en el agua. De repente descubre a lo lejos, donde la estela termina, un enorme pez, de aspecto terrible, que va siguiendo al barco. Se lo comunica a su padre, pero su padre no ve nada; cree que son figuraciones de su hijo.
En un segundo viaje, vuelve a ocurrir lo mismo; pero esta vez el padre entiende todo, palidece asustado y le explica a su hijo: “Ahora temo por ti. Eso que has visto asomar de las aguas y que nos sigue no es una cosa. Es un colombre. Es el pez que los marineros temen más que a ningún otro en todos los mares del mundo, un animal terrible y misterioso, más astuto que el hombre. Por motivos que nunca nadie sabrá, escoge a su víctima, y una vez que lo ha hecho, la sigue años y años, la vida entera, hasta que consigue devorarla. Y lo más curioso es esto: que nadie puede verlo sino es la propia víctima”.
“¿Y no es una leyenda?”, pregunta el hijo.
“No -le dice el padre. Yo nunca lo he visto. Pero como lo he oído describir tantas veces, enseguida lo he reconocido: ese hocico fiero, esa boca que se abre y se cierra sin cesar, esos dientes espantosos... Hijo mío, no hay duda, el colombre te ha elegido, y mientras andes por el mar no te dará tregua. Vamos a volver ahora mismo a tierra, desembarcarás, y nunca más te harás a la mar por ningún motivo... Tienes que resignarte. Por otra parte, en tierra también podrás hacer fortuna”.
Le pide que renuncie, en pro de la seguridad a una vida valiosa, una vida libre y audaz (el mar es símbolo de esa vida de amplios horizontes, que sabe de dificultades, de peligros y mil emociones, pero que está llena de grandeza). El resto del relato habla del éxito que este hijo consigue en la vida. A los ojos de todos, es un triunfador. Sólo él sabe que su vida ha sido un fracaso porque en el fondo de su alma sigue presente, como una herida abierta, la renuncia a la que debería haber sido su propia vida, la que le habría hecho feliz. Y un día, ya viejo y cansado, sintiendo cerca la muerte, decide enfrentarse a aquel gran peligro que había obstaculizado su vida, hacer por fin algo valioso, encararse con aquel terrible animal al que, como había predicho su padre, había visto muchas veces: cada vez que se acercaba a la orilla del mar. En cualquiera de los muchos países del mundo que había visitado, a cierta distancia de la costa, pero visible siempre y sólo para él, encontraba a aquel enorme pez esperándole. Así que, de noche, cogió un arpón, montó en un pequeño bote de remos y se internó solo en el mar. Al poco tiempo, aquel horrible hocico asomó de las aguas, al lado de la barca.
- “Aquí me tienes por fin -dijo el hombre. Ahora es cosa de nosotros dos”. Y reuniendo todas sus fuerzas, levantó el arpón para lanzarlo. Entonces el pez, que ni siquiera había reparado en el gesto amenazador del anciano, comenzó a hablar, quejándose en voz suplicante:
- “¡Ah, qué largo camino hasta encontrarte! También yo estoy destrozado por la fatiga. Cuánto me has hecho nadar. Y tú huías y huías... porque nunca has comprendido nada”.
- “¿A qué te refieres?”, dijo el hombre picado en su orgullo.
- “A que no te he seguido por todo el mundo para devorarte, como tú pensabas. El único encargo que me dio el rey del mar fue entregarte esto”. Y el gran pez sacó la lengua, sobre la que brillaba una esfera fosforescente. El anciano la cogió entre las manos y la miró. Era una perla de tamaño desmesurado. Reconoció en ella la famosa Perla del Mar, que procura a quien la posee fortuna, poder, amor y paz de espíritu. Pero ahora ya era demasiado tarde.
- “¡Ay de mí! -dijo el hombre meneando tristemente la cabeza porque acababa de entender todo. ¡Qué horrible malentendido! ¿Cómo ha podido ocurrir? He conseguido es desperdiciar mi existencia; y he arruinado también la tuya”.
- “Adiós, hombre infeliz”, respondió el colombre. Y se sumergió en las negras aguas para siempre.
A pesar de su aspecto fantástico, el relato es una parábola esencial acera de la vida humana. ¿Cuántas veces hemos huido de lo que nos traía la felicidad porque su apariencia no parecía demasiado atractiva? ¿No habremos cambiado seguridad por felicidad, una vida cómoda por una vida lograda? ¿No estaremos renunciando al regalo del gran señor del mar, a la perla preciosa, cuando buscamos la satisfacción inmediata, cuando renunciamos a planteamientos audaces y arriesgados, difíciles quizá pero capaces de convertir la vida del hombre en algo valioso? Estos son, a mi juicio, los interrogantes que plantea el relato.
Antes hablábamos del encogimiento del hombre. Hablemos ahora de eso mismo pero en tono positivo. Hay algo que la cultura actual ignora o no aplica a la vida humana, un concepto importante: el concepto de grandeza. El ser humano está diseñado para desarrollarse en gran escala. El hombre funciona bien cuando se comporta de acuerdo a como es, sin restricciones, cuando desarrolla todas sus potencialidades: de trabajo, de relación afectiva, de capacidad de contemplar y admirar, de gozar, cuando sabe renunciar a lo inmediato para aspirar a un objetivo ambicioso, cuando se abre a los demás... Es decir, cuando se comporta con un alto grado de inteligencia, con una libertad conquistada sobre sí mismo y sobre el ambiente (Borobia).
Por el contrario, la estructura de la personalidad no parece estar diseñada -aunque puede soportar esta eventualidad- para actuar en espacios cerrados o demasiado reducidos. Esto sucede cuando se concibe al hombre como una realidad mediocre, mezquina, cuando se le aparta sin más de la grandeza (de una vida lograda). Cuando su vida aparece lastrada por intereses exclusivamente individuales, él se desarrolla pasivo, apático, convencido de antemano de que no puede alcanzar un amor grande que dé sentido a su vida, aislado de los demás, reducido en deseos, aficiones y amistades (Borobia).
El hombre está hecho para vivir a lo grande lo ordinario, lo cotidiano; a vivir por encima de la mediocridad -que es su gran tentación-, no atado a los cálculos de esa falsa prudencia que no suele esconder más que pereza, o mezquindad o pusilanimidad. Vivir a tope es cuestión de intensidad, no de velocidad. No quiere significar vivir irreflexivamente, precipitadamente, sino vivir tratando de extraer al momento todas las posibilidades favorables al proyecto personal.
¿Han leído El Señor de los anillos, de Tolkien? Se trata de un relato parabólico, que admite también la posibilidad de ser leído como un relato fantástico de aventuras. Al margen de la opinión sobre su valor literario, el libro tiene el mérito indudable de hablar del bien y del mal como conceptos distintos, discernibles, separables, y no como si la realidad fuera un amasijo confuso y tan entremezclado que no se pudieran distinguir de ninguna manera esos dos componentes. En ese libro aparece un personaje, Sam Gamyi, inseparable amigo de Frodo -el protagonista-, que admira profundamente a los elfos, especie de duendecillos especialmente simpáticos y buenos. Tiene la oportunidad de vivir una temporada entre ellos en el país de Lorien, y descubre entonces el secreto de su atractivo: “en todo lo que hacemos -le dicen- ponemos el pensamiento de todo lo que amamos”. Tiempo después, Sam recordará su estancia en Lorien: “es como vivir dentro de una canción, si usted me entiende”. Los elfos le enseñan el secreto de vivir a tope, que es una gran cosa si se entiende así; como dice Eliott:
“Toda una vida ardiendo en cada momento”.
O estos versos de Pessoa:
“Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres
en lo mínimo que hagas”.
A este propósito recuerdo también unas palabras de Le Corbusier, escritas como prólogo a un libro que sus amigos le dedicaron con ocasión de su 601 cumpleaños. Fue como si el propio autor quedara extrañado del volumen de su propia obra al verla toda reunida. Y se hacía estas reflexiones: “¡Puede parecer un poco extravagante, haber trabajado tanto! Pero es que trabajar no es ningún castigo. Trabajar es...¡respirar! Respirar es una función extraordinariamente regular: ni fuerte ni débil, sino constantemente... La constancia es una definición de la vida... Constancia implica perseverancia. Es una leva permanente de producción. Pero también es un testimonio de coraje; el coraje es una fuerza interior que cualifica la naturaleza de la existencia. No hay ni señales de gloria en el cielo, ni alas desplegadas de victoria, ni intervención espectacular. Mi madre, que murió el año pasado a la edad de 101 años, decía: ‘¡Lo que vayas a hacer, hazlo (bien)!’. No sabía ella que ése era un propósito fundamental de nuestra tierra de origen: el sur de Francia, en los siglos XII y XIII. Y que también es el consejo de la Señora Reina de Quintaesencia en el quinto libro de Rabelais: “Sólo os doy un consejo: haced (de verdad) lo que hagáis”.
Es una manifestación de la grandeza del hombre ese intento de no hacer las cosas a medias. Ir en serio convierte la vida en una tarea apasionante; y en ocasiones, extraordinariamente divertida. Ir en serio no significa -no tiene por qué- ver a los demás como rivales, convertir la propia vida en una lucha contra el resto. Se trata de luchar contra la propia inclinación a la mediocridad; el enemigo va con nosotros mismos; lo llevamos en nuestra mochila, por decirlo así.
Esas situaciones que acabo de enumerar me parecen traducciones distintas, aunque todas correctas, de lo que entiendo que significa vivir a tope. A ese otro modo de vivir, descomprometido y leve -¿qué grandeza hay en eludir sistemáticamente el compromiso?-, a ese vivir sólo pendiente del yo y del instante, se le pueden aplicar estas consideraciones del libro de la Sabiduría:
“Pasar como una sombra,
como una noticia que va corriendo,
como nave que atraviesa las aguas agitadas
y no es posible descubrir las huellas de su paso
ni el rastro de su quilla sobre las olas;
como pájaro que volando atraviesa el aire
y de su vuelo no queda vestigio alguno;
con el golpe de sus alas azota el aire ligero,
lo corta con agudo silbido,
se abre camino batiendo sus remos,
y después no se descubre señal de su paso;
como flecha disparada al blanco:
el aire hendido refluye sobre sí
y no se sabe el camino que la flecha siguió.
Así nosotros (...):
no podemos mostrar
vestigio alguno de nada valioso;
nos gastamos en nuestra vaciedad;
nuestra esperanza es como brizna de hierba arrastrada por el viento,
como leve espuma acosada por el huracán,
se desvanece como el humo en el viento,
como el recuerdo del huésped de un día”.
(Sabiduría, 5)
7. El pasado y el futuro del hombre: nostalgia y esperanza
Frente al pasado y al presente, “el rasgo más destacado de la temporalidad específicamente hu¬mana lo constituye la aptitud que el hombre posee para rebasar la diacronía, la sucesividad aparentemente inexorable del tiempo físico, para conferir densidad y grosor a lo que fuera de él sólo es una sutil línea de puntos; para hacer, en fin, que el pasado no sea lo ya sido y el futuro lo aún no sido; para engrosar el presente con la condensación del pasa¬do y ensancharlo con la anticipación del futuro. El hombre es ahora por algo (por lo que ha sido) y para algo (para lo que será). Ello quiere decir que su pasado per vive en él realmente, lo estructura en su actual semblante, no ha sido aniquilado, no ha desaparecido; y que su futuro pre vive en él, lo moviliza, lo estimula, lo orienta en esta o aquella dirección” (Ruiz de la Peña). El hombre es un ser más de futuro que de pasado precisamente porque es capaz de la novedad, porque es un ser abierto a la sorpresa, capaz de innovar, de inventar; no sólo artefactos, no sólo artificios técnicos, sino nuevas soluciones personales para su vida. Del hombre, como de Ulises en la Odisea, se puede decir que es polýtropos, un ser de muchos caminos, de inventiva, de abundantes recursos.
Lo sorprendente tiene que ver siempre con lo inesperado, y lo inesperado tiene que ver con esa forma personal y típicamente humana de vivenciar el futuro que es la esperanza. Heráclito –cita y comenta Polo- sentó una distinción muy clara entre dos maneras de abordar el futuro. Una de sus sentencias dice: “al que aguarda le sobreviene lo que aguarda, pero al que espera le acontece lo inesperado”. De la esperanza surge el encuentro de lo insospechado; en cambio, si aguardamos sucede, a lo sumo, aquello que se aguarda (lo que se aguarda siempre tiene una connotación negativa. Cambiando ligeramente el enunciado de una de las leyes de Murphy -”todo lo malo que pueda ocurrir, ocurrirá”- se podría también decir: “el mal que se aguarda, fatalmente sobrevendrá”. Ejemplo: quien comienza a conducir en bicicleta bicicleta, por ejemplo; si un día al bajar una cuesta repara en una anciana que delante de él en ese momento cruza por el paso de peatones, haga lo que haga la anciana -retroceda, avance deprisa o se quede en su lugar-, haga lo que haga el conductor, será atropellada).
Aguardar connota una actitud pasiva ante la vida, una actitud desencantada. La vida es vivida entonces no como acción, sino como pasión; uno no mueve, sino que es movido, golpeado, atropellado por los acontecimientos: la vida se le viene a uno encima. Se vive entonces como en retirada, porque todo resulta hostil y penoso, y aparecen la monotonía y el aburrimiento que convierten la vida en realidad indiferenciada, gris e insípida: “todo es igual y siempre lo mismo”. Esta situación en una persona normal puede presentarse esporádicamente como consecuencia de algún suceso fuertemente doloroso. Pero cuando esa actitud se encroniza, las consecuencias pueden ser graves; la vida entonces se lentifica y puede llegar a paralizarse, porque ha dejado de ser interesante.
En este caso el error está en la mirada con que se la mira: una mirada apagada y turbia, una mirada no inteligente, incapaz de descubrir en ella posibilidades nuevas, una mirada que ve pero no mira, no repara en las cosas, una mirada corta y miope, que no llega más allá de la punta de la nariz, porque el sujeto sólo tiene ojos para sí mismo (sólo él resulta interesante para sí mismo). Quien se cierra de esa manera clausura la posibilidad de encontrar interesante la vida: lo exclusivamente personal se convierte en una obsesión que aísla. Por el contrario, el horizonte de la vida se torna dilatado cuando el punto de partida no es tanto la pregunta “¿qué espero yo de la vida?” cuanto esta otra: “¿qué espera la vida de mí?; porque en este segundo caso la vida no es ya un algo anónimo, un mecanismo retributivo de recompensas multiplicadas, sino un alguien con rostro, quizá una multitud de rostros (pero no anónima), que nos necesitan y nos esperan.
Frente a la actitud pasiva del que aguarda está la actitud activa y abierta del que espera, de aquel para quien en la vida no está todo dicho ni inventado y él tiene algo propio que decir. Y si al que aguarda le sobreviene fatalmente lo que aguarda, al que espera, por el contrario, le acontece lo inesperado. Esto no tiene nada de raro, ni de negativo; al revés, es la señal de que el hombre no se agota en una temporalidad cerrada (Polo). Al hombre le sobran recursos, de modo que puede conocer aquello para lo que en principio se podría pensar que no tiene ningún criterio y que, por tanto, tendría que pasarle inadvertido (los norteamericanos –dicen las encuestas- cambian de tipo de trabajo, por término medio, cinco veces a lo largo de su vida; y en todos ellos pueden mostrarse competentes).
Al que espera no le sirve de nada la opinión del pasivo: “esto es lo que hay o esto no da para más”. Acepta lo que hay, pero entiende que “lo que hay” no tiene por qué ser “todo lo que podría haber”. El que espera tiene un concepto creativo de la vida: no se resigna a la pura facticidad de lo que ocurre, no acepta la inevitabilidad de lo rutinario. Es capaz de encontrar y sacar adelante soluciones valiosas, posibilidades nuevas, porque la novedad que el hombre presenta no está sólo en su capacidad de inventar respuestas, sino también en la de elaborar propuestas de futuro (Polaino): hay que sacar a flote lo imprevisible, lo desacostumbrado, lo que no se da y debería darse porque dignifica y amplía el horizonte de la vida del hombre.
Lo que abunda, lo que se da mayoritariamente es “la violencia, la zafiedad, la crueldad, el desamor, el tedio, la dejadez, la mala educación (...). ‘Lo que hay es lo que hay’; ‘no hay más cera que la que arde’, afirmaciones tan irrebatibles como falsas, porque la realidad sólo se agota cuando no hay frente a ella una inteligencia capaz de descubrir posibilidades nuevas. Es la pasividad la que permite que el desierto avance. Por fortuna, a veces entre la espesa fauna gris aparece de repente un elefante blanco: en el páramo brota una flor inesperada y magnífica; alguien ha realizado una acción generosa, ha pronunciado una metáfora vital, ha engalanado el mundo con su pequeño gesto de ternura; alguien no se ha abandonado, alguien se ha mantenido alerta y animoso; alguien se ha sobrepuesto a la ley de la gravedad, alguien ha inventado en la realidad una posibilidad hermosa. Todo lo demás era previsible: la violencia, el egoísmo, la crueldad, el desdén, el sálvese quien pueda, los invasivos mohos de la facticidad. Pero lo que ahora ha sucedido rompe esa lógica de la decadencia. ¡Qué vileza sería acostumbrarse a ello! Aquí tenemos una empresa de alto bordo: decidir no acostumbrarnos (...). La naturaleza tiende a la habituación; ése es su destino. Pero me gustaría definir al ser humano como el ser que nunca se acostumbra. Tal vez en esto consista la libertad” (Marina).
La idea del futuro como tiempo abierto a la novedad siempre ha chocado contra su contraria: el deseo de convertir el futuro en algo predecible, que pueda ser conocido de antemano. El inconveniente de esto último es que el futuro conocido no sería algo distinto del destino, el fatum de los clásicos (impuesto a los mortales por los dioses): sólo si está escrito de antemano podemos conocer el futuro. Pero por este sencillo procedimiento de ponernos a salvo del futuro estamos cuestionando frontalmente la libertad. Si nuestro destino está escrito en las estrellas o en las líneas de la mano o en las entrañas de los pollos sagrados, la libertad es una ficción, una apariencia. Actualmente se detecta también el regreso de los astrólogos, la recuperación de los horóscopos, de las echadoras de cartas, de los adivinos seculares. La novedad de la época, sin embargo, la versión moderna del futuro predecible, una versión que desea fundamentarse en la seriedad y la credibilidad de la ciencia, es la propensión a mentar lo genético en toda discusión acerca de la conducta humana. Es un resto, sin duda del reduccionismo biologicista, pero también de ese temor que inspira la seriedad de la libertad, e indicio también de esa propensión actual a minimizar los riesgos y ampliar el margen de seguridad, asuntos de los que hemos hablado anteriormente.
Es decir, se trata en el fondo de eliminar la libertad, y por tanto el futuro abierto a la novedad, como si fuera una ficción. No se puede creer a la vez en la libertad y en el destino. Creer en el destino es no tener ninguna esperanza depositada en el futuro, creer en el destino es pensar que el futuro –al menos el mío, el de cada uno- no depende para nada de mí; y esto es incompatible con la afirmación de la libertad. En este sentido, la libertad ha de verse no como una condena sino como una tarea.
Cuando la vida sale mal -porque a veces la vida sale mal; no hay un seguro de vida, no hay una vida segura-, cuando el futuro ya no tira del presente, cuando el futuro no atrae porque decae la esperanza, sobreviene la añoranza del pasado, sobreviene la nostalgia. La nostalgia tiene que ver con el tiempo, con ese tiempo acumulado en el hombre que es la memoria. La interpretación trascendental de la memoria contiene una fuerte dosis de nostalgia: es el intento de revivir el pasado, de volver a una situación perdida, mejor que la actual o requerida por ella.
La nostalgia es un sentimiento cercano a la tristeza, y por eso un poco negativo, con el cual el hombre se refiere al pasado con preferencia, y lamentando que ya no sea; aunque su sabor no siempre sea amargo, sino a veces dulce, como en la saudade: una nostalgia resignada por la ausencia del amor o del amado. La lírica gallega, tanto popular como culta, cuenta con excelentes ejemplos, como éstos que cita Gurméndez:
“As frores do meu amigo
briosas van no navio
..................................
Idas son as frores
de aqui ben con meus amores”.
(Payo G. Chariño, Cantigas)
Y Rosalía de Castro, en sus Cantares gallegos, generaliza ese sentimiento: en algún momento todos hemos suspirado por algo que no volverá:
“Alguns din: miña terra
din outros: meu cariño (...);
todos sospiran, todos
por algún ben perdido”.
(R. de Castro)
(Aunque pocas veces se ha descrito tan admirablemente la aparición súbita de la nostalgia como hace Joyce en Los muertos, el último relato de su libro Dublineses).
Pero es más propia del hombre y más valiosa la que Polo llama nostalgia de futuro, que tiene que ver con el sentido: “El hombre presiente -y ese presentimiento no tiene nada que ver con una vida anterior mejor- que el futuro es mejor que el presente. Quizá haya gente que carezca de este sentido de la nostalgia, o que no lo llame así. Quizá sea abusar del sentido de la palabra, pero se trata de marcar la diferencia: no cualquier tiempo pasado fue mejor, si es que se espera lo inesperado”.
La esperanza de lo inesperado no tiene la seguridad del pasado, que ya pasó: es justamente esperanza de que el futuro es mejor. Esperanza de futuro es también entender que la novedad no se refiere sólo a lo exterior, sino también a lo interior del hombre. Esperanza de futuro es esperanza de cambio, de mejora personal, de conversión, de reorientación, aunque eso suponga la valentía de abandonar la comodidad de lo rectilíneo, del “siempre lo he hecho así”, cuando la verdad o la felicidad nos reclaman en otra dirección. Pero para eso es necesaria una de las formas menos habituales de la valentía que consiste en reconocer los propios errores, en decir “me equivoqué” y, en su forma más positiva, también en saber decir “lo siento”, en saber pedir perdón y en saber perdonar. Esto quizá sea una de las cosas más difíciles en la vida de los hombres, pero curiosamente es una de las más necesarias tanto en la vida pública como en la privada.
La idea del futuro como tiempo abierto a la novedad siempre ha chocado contra su contraria: el deseo de convertir el futuro en algo predecible, que pueda ser conocido de antemano. El inconveniente de esto último es que el futuro conocido no sería algo distinto del destino, el fatum de los clásicos (impuesto a los mortales por los dioses): sólo si está escrito de antemano podemos conocer el futuro. Pero por este sencillo procedimiento de ponernos a salvo del futuro estamos cuestionando frontalmente la libertad. Si nuestro destino está escrito en las estrellas o en las líneas de la mano o en las entrañas de los pollos sagrados, la libertad es una ficción, una apariencia. Actualmente se detecta también el regreso de los astrólogos, la recuperación de los horóscopos, de las echadoras de cartas, de los adivinos seculares. La novedad de la época, sin embargo, la versión moderna del futuro predecible, una versión que desea fundamentarse en la seriedad y la credibilidad de la ciencia, es la propensión a mentar lo genético en toda discusión acerca de la conducta humana. Es un resto, sin duda del reduccionismo biologicista, pero también de ese temor que inspira la seriedad de la libertad, e indicio también de esa propensión actual a minimizar los riesgos y ampliar el margen de seguridad, asuntos de los que hemos hablado anteriormente.
Es decir, se trata en el fondo de eliminar la libertad, y por tanto el futuro abierto a la novedad, como si fuera una ficción. No se puede creer a la vez en la libertad y en el destino. Creer en el destino es no tener ninguna esperanza depositada en el futuro, creer en el destino es pensar que el futuro –al menos el mío, el de cada uno- no depende para nada de mí; y esto es incompatible con la afirmación de la libertad. En este sentido, la libertad ha de verse no como una condena sino como una tarea.
Cuando la vida sale mal -porque a veces la vida sale mal; no hay un seguro de vida, no hay una vida segura-, cuando el futuro ya no tira del presente, cuando el futuro no atrae porque decae la esperanza, sobreviene la añoranza del pasado, sobreviene la nostalgia. La nostalgia tiene que ver con el tiempo, con ese tiempo acumulado en el hombre que es la memoria. La interpretación trascendental de la memoria contiene una fuerte dosis de nostalgia: es el intento de revivir el pasado, de volver a una situación perdida, mejor que la actual o requerida por ella.
La nostalgia es un sentimiento cercano a la tristeza, y por eso un poco negativo, con el cual el hombre se refiere al pasado con preferencia, y lamentando que ya no sea; aunque su sabor no siempre sea amargo, sino a veces dulce, como en la saudade: una nostalgia resignada por la ausencia del amor o del amado. La lírica gallega, tanto popular como culta, cuenta con excelentes ejemplos, como éstos que cita Gurméndez:
“As frores do meu amigo
briosas van no navio
..................................
Idas son as frores
de aqui ben con meus amores”.
(Payo G. Chariño, Cantigas)
Y Rosalía de Castro, en sus Cantares gallegos, generaliza ese sentimiento: en algún momento todos hemos suspirado por algo que no volverá:
“Alguns din: miña terra
din outros: meu cariño (...);
todos sospiran, todos
por algún ben perdido”.
(R. de Castro)
(Aunque pocas veces se ha descrito tan admirablemente la aparición súbita de la nostalgia como hace Joyce en Los muertos, el último relato de su libro Dublineses).
Pero es más propia del hombre y más valiosa la que Polo llama nostalgia de futuro, que tiene que ver con el sentido: “El hombre presiente -y ese presentimiento no tiene nada que ver con una vida anterior mejor- que el futuro es mejor que el presente. Quizá haya gente que carezca de este sentido de la nostalgia, o que no lo llame así. Quizá sea abusar del sentido de la palabra, pero se trata de marcar la diferencia: no cualquier tiempo pasado fue mejor, si es que se espera lo inesperado”.
La esperanza de lo inesperado no tiene la seguridad del pasado, que ya pasó: es justamente esperanza de que el futuro es mejor. Esperanza de futuro es también entender que la novedad no se refiere sólo a lo exterior, sino también a lo interior del hombre. Esperanza de futuro es esperanza de cambio, de mejora personal, de conversión, de reorientación, aunque eso suponga la valentía de abandonar la comodidad de lo rectilíneo, del “siempre lo he hecho así”, cuando la verdad o la felicidad nos reclaman en otra dirección. Pero para eso es necesaria una de las formas menos habituales de la valentía que consiste en reconocer los propios errores, en decir “me equivoqué” y, en su forma más positiva, también en saber decir “lo siento”, en saber pedir perdón y en saber perdonar. Esto quizá sea una de las cosas más difíciles en la vida de los hombres, pero curiosamente es una de las más necesarias tanto en la vida pública como en la privada.
Esa nostalgia de futuro, esa propensión del hombre a pensar que el futuro será siempre mejor, que lo mejor está por venir, apunta hacia una nostalgia más radical y más profunda, que no se sabe de dónde nace ni cuál es su fuente, pero que deja al hombre con el convencimiento de que este vivir actual es andar lejos de nuestra verdadera casa, que éste de ahora no puede ser nuestro sitio definitivo. A ella se debe referir el poeta cuando dice:
“Ven de mansiña co-a Lua
Dios sabe de donde chega”.
(Noriega Varela)
8. Sentido y fin de la historia: el triunfo y el fracaso
De las tres dimensiones en que se articula el tiempo -pasado, presente y futuro-, la temporalidad humana otorga a una de ellas, el futuro, la precedencia. El hombre... “es en tanto que deviene, es posibilidad de llegar a ser” (R. de la Peña). Quien con mayor fuerza expone en el panorama filosófico esta cuestión del hombre como apertura al futuro es Nietzsche. Nietzsche es un pensador extraordinariamente lúcido y estimulante a la hora de plantear la gran pregunta sobre el hombre, pero todo lo que en su filosofía tiene carácter de respuesta resulta falso (Buber). El gran tema de la filosofía de Nietzsche es el carácter problemático del hombre, la constitución paradójica de un ser atraído constitutivamente por el futuro, comprometido con el futuro (que él tiene que construirse), pero cuyo éxito sin embargo no está en absoluto garantizado. “El hombre es el animal no fijado todavía”, no es una especie fija y terminada, sino algo que está haciéndose, y ese algo que se está haciendo, es él mismo quien lo hace, no le viene de fuera. Son tantas las contradicciones intrínsecas del hombre -y en esto acierta Nietzsche- que considerarlo como una especie acabada sería una paradoja increíble; el hombre sería un error fabuloso de la naturaleza. El hombre que vemos, sigue diciendo, no es más que una época de transición hacia lo que está llamado a ser, “es como un embrión del hombre del porvenir”, del último hombre. Pero la paradoja consiste -como bien apunta Buber- “en que no está asegurado el nacimiento de este hombre futuro, el auténtico hombre; el hombre actual tiene que crearlo”, y ha de hacerlo con su esfuerzo.
Más adelante, en otro momento, hablaremos de las respuestas fallidas de Nietzsche, pero este diagnóstico del hombre como un ser comprometido con el futuro sigue y será siendo válido, aunque para buena parte de la cultura contemporánea esa idea ha terminado por no ser sino una más de las ilusiones, de los espejismos que a lo largo de su historia, han afectado al hombre, lo han seducido con su brillante apariencia para dejarlo después exhausto y agotado, decepcionado de tanto esfuerzo que al final se ha revelado estéril.
La cultura actual es una cultura escarmentada, recelosa ante las grandes ideas, desencantada de toda utopía, cansada de los grandes relatos. Nunca el hombre ha hecho sufrir tanto al hombre en nombre de su propia salvación. La caída del régimen comunista ruso, que se hizo realidad con la caída del muro de Berlín en 1989 -pero que era ya una muerte anunciada al menos desde las invasiones de Hungría y de Checoslovaquia-, supone el fin del intento ilustrado: la salvación del hombre por el hombre, la redención del hombre de su propia miseria sin contar con Dios. Como un animal cansado y maltratado, la cultura oficial actual se dedica a sestear tranquilamente, a sobrevivir, mientras se cura de sus heridas. El dolor de las dos guerras mundiales, el horror del exterminio judío emprendido por el régimen nazi y el de los gulags soviéticos marcan el itinerario final de la gran decepción.
Alguien ha definido esta etapa de nuestra cultura como marcada por el síndrome de Ulises, el síndrome del regreso a Ithaca. El valiente y astuto Ulises, triunfador en la guerra de Troya, el protegido de los dioses y amado por las hijas de los dioses, harto de sus propias hazañas y desengañado de la gloria que le han procurado -en el fondo piensa que no le han traído más que dificultades-, decide regresar a su hogar, a su isla de Ithaca, donde lo esperan su mujer Penélope y su hijo Telémaco. Regresa para pasar el resto de su vida como cualquiera de los mortales, buscando la seguridad de una vida tranquila y reposada: cazar con sus perros en sus tierras, beber el vino de sus viñas, conversar amablemente con los amigos mientras en el hogar, en invierno, arde un buen fuego... Troya, Polifemo, ninfas y sirenas no son ya sino sueños, viejas locuras que le turbaron: agua pasada. Ya no le interesa nada de lo que ocurra más allá de los contornos de su pequeña isla, mecida por las olas y tibia de sol: dormir, descansar... y que el mundo exterior siga su camino sin él. Hay sin duda cierto aire de serenidad en la vida de Ulises, pero también decepción, desengaño: ¿valió la pena lo que hice?
Eso mismo se pregunta la cultura actual a la vista de sus errores y aciertos, de sus éxitos y sus fracasos pagados en sangre. Queríamos salvar al hombre, ponerlo a salvo, pero ¿qué ha sido de él, qué ha sido de nosotros mismos? La cuestión es que el diagnóstico era exacto -el hombre necesita salvación, necesita superar sus propias contradicciones-, pero el tratamiento, a juzgar por los resultados, fue completamente equivocado: cuando el hombre prescinde de Dios, él mismo acaba desfalleciendo. Hoy comienzan a alzarse voces que lo indican claramente. El fin de la historia no puede ser el horror y la decepción. Tiene que tener un sentido el dolor de tantos millones de hombres a lo largo de los siglos, de tantos justos e inocentes triturados para ser utilizados como pavimento por el que la historia se dirige -en opinión de los ideólogos utópicos- hacia su término, un final feliz.
Lo que acabamos de tratar ahora nos pone delante la cuestión del significado de las palabras triunfo y fracaso en la vida del hombre (o, lo que viene a ser lo mismo, el contenido de la palabra felicidad). Si ustedes hablan con personas de cierta edad sobre cuestiones tales como la felicidad, encontrarán que las manifestaciones de ustedes serán tachadas frecuentemente como idealistas, ingenuas, faltas del conocimiento adecuado de la vida. Las recomendaciones de algunas o incluso de muchas de esas personas vendrían a ser como un jarro de agua fría vertido sobre su cabeza, sobre sus ideas: “son cosas de la edad, ya te desengañará la vida”, o cosas similares. Esas palabras dicen la verdad, pero no dicen toda la verdad.
Es cierto, ya lo hemos dicho, que la vida muy pocas veces responde exactamente –y a veces en modo alguno- a las expectativas que se han depositado en ella. Pessoa expresa muy bien esa sensación de vacío y de nada con que a veces se le presenta al hombre su propia vida:
“Mi corazón es un cubo vaciado.
Como invocan espíritus los que invocan espíritus,
me invoco a mí mismo y no encuentro nada.
Me acerco a la ventana y veo la calle con absoluta claridad,
veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,
veo a los entes vivos que se cruzan,
veo a los perros, que también existen,
y todo eso me pena como una condena al destierro,
y todo es extranjero, como todo.
He vivido, estudiado, amado y hasta creído,
y hoy no hay mendigo al que no envidie sólo por no ser yo”.
(F. Pessoa)
Como el mar acaba deshaciendo todo barco que lo cruza con las velas desplegadas, así el tiempo parece destruir todo ideal, disolverlo como se esfuma un sueño al despertar. Esta sensación es la que describe Eliot en sus Cuatro Cuartetos:
“El mar está alrededor de nosotros;
el mar es también el borde de la tierra,
el granito al que alcanza, las playas adonde arroja
sus insinuaciones de una creación anterior y diversa:
la estrella de mar, el cangrejo de herradura, el espinazo de la ballena;
(...) arroja nuestras pérdidas, la red desgarrada,
la nasa de langostas destrozada, el remo roto
y las pertenencias de extranjeros muertos...”
(T. S. Eliot)
Forman una exigua minoría aquellos cuya vida obtiene un gran reconocimiento social y puede ser catalogada como exitosa; muchos otros contemplan su vida como los restos de su propio naufragio, despojos de su pasado que el mar del tiempo arroja sobre la playa del presente: “la red desgarrada, la nasa de langostas destrozada, el remo roto”. Es una experiencia general, aunque afecte diversamente a unos o a otros, según la vida o la sensibilidad de cada cual. Lo más frecuente es que se circunscriba a breves períodos de tiempo -momentos de crisis-, aunque puede también encronizarse y posarse en la conciencia como una permanente y pesada atmósfera interior que todo lo tiñe del color de la tristeza y del fracaso. La diferencia suele estribar en el distinto significado que se dé a la palabra triunfo.
La palabra triunfo tiene varias acepciones. La primera y más evidente convierte el triunfo en sinónimo de reconocimiento social: es la opinión pública quien confiere o niega la patente de triunfador. No es éste el significado que se le asigna en estas lecciones. Triunfar es sacar adelante el proyecto de vida personal; bien entendido que el proyecto personal apunta hacia el ser, y no hacia el tener ni hacia otras consideraciones que han de ser tenidas por secundarias, tal como -por ejemplo- la cuestión de si nuestro concepto del éxito responde a los patrones ambientales, choca con ellos o simplemente los ignora. Esa es la problemática que se dirime en Quiz Show, película que dirigió Robert Redford: el dilema de ser o no ser auténtico: mantenerse fiel a uno mismo o dejarse pervertir por las deslumbrantes apariencias que a veces nos asaltan, dejarse asfixiar por la comodidad, por la facilidad de un cierto modo de vida placentero pero que al final nos deja sin vida y sin aliento porque uno entiende que al hacerlo se ha traicionado a sí mismo, ha dado la espalda a lo mejor de sí, a su verdadero ser.
El enemigo de la vida del hombre no está fuera, sino dentro de él; y no es el fracaso, sino la renuncia previa, expresa o tácita, a una vida digna y grande: el enemigo es la mediocridad. El hombre rara vez se excede (salvo en el placer). Más bien tiende a quedarse corto, renunciando poco a poco a trozos de su alma. La mediocridad puede deshinchar nuestra vida como un globo.
Habría que aprender a no detenerse demasiado pronto ante las dificultades, a no preguntar si algo es difícil como si esa fuera la pregunta esencial. Habría que aprender a no renunciar a la fidelidad a uno mismo, a no dejarse seducir por el triunfo social, por el reconocimiento del medio. Hay poetas que murieron sin ver publicado ni uno solo de sus versos (Hopkins, por ejemplo); pintores geniales que en su tiempo fueron considerados de segunda (el Greco), o que no consiguieron vender ni uno solo de sus cuadros (Van Gogh) o muy pocos (Cézanne, Pissarro; Monet sólo en su ancianidad fue considerado); músicos que murieron sin ver estrenadas sus mejores obras (Bruckner), y otros compusieron obras memorables en medio de las mayores estrecheces y dificultades: Mozart compone alguna de sus obras más bellas (su sonata 505) dos días después de que muriera de hambre una de sus hijas, mientras su mujer flirteaba en un balneario con uno de aquellos esperpénticos triunfadores del momento, de quien hoy nadie se acuerda. Esta lista, entresacada de una referencia de Martín Descalzo, podría ampliarse abundantemente sin dificultad. “La vida es una larga paciencia -dice ese autor-, y el desaliento, una cobardía”. Tanto como el genio importa la paciencia, la capacidad para encajar los golpes, el don de mantener la esperanza en medio de las dificultades.
Y no sólo ellos, personajes deslumbrantes, sino tantos y tantos hombres y mujeres anónimos cuyas vidas son o han sido ejemplos de humanidad porque fueron una realidad lograda. El triunfo es la vida bien hecha, la obra bien acabada, independientemente del reconocimiento presente o futuro. Esto debería aparecer especialmente claro -aunque no sólo- a los cristianos. Los cristianos sabemos mucho o deberíamos al menos saber sobre esta no-identidad del sentido y el triunfo. ¿Cabría fracaso más espectacular que el de Alguien que se proclamara Dios y acabara colgado de una cruz como uno más entre lo malditos de la tierra? Ese caso, como bien saben, se ha dado. Desde el punto de vista de un simple espectador ajeno, la vida de Jesucristo fue un terrible fracaso. Pero de ese fracaso vivimos todos, lo sepamos o no. La vida de Aquel que fracasó en la cruz es “una vida que ha cambiado todas las vidas humanas” (Juan Pablo II), la vida más plena de sentido de toda la historia de los hombres, pasada y futura. Renunció al éxito, al reconocimiento humano –ésta es una de las conclusiones más evidentes para cualquier lector de los Evangelios- por Amor a los hombres, para salvarnos a todos. Dicho con la sentenciosa profundidad de un antiguo proverbio: “ ‘Éxito’ no es ninguno de los nombres de Dios”.
En su fracaso, sin embargo, todos fuimos curados de los nuestros. Después de Cristo, y por Él, ya no tiene sentido esa especie que no por repetida ha de ser considerada sabiduría, y que Stevenson pone en boca de uno de los personajes de La isla del tesoro, Israel Hands, pirata y prototipo de piratas: “Treinta años llevo recorriendo los mares, y he visto cosas buenas y malas, mejores y peores, tiempos buenos y malos, hombres, cuchilladas y lo que quieras. Pero te voy a decir una cosa: todavía no he visto que por hacer el bien se consiga nada bueno. El que da primero da dos veces, eso es lo que te digo; y los muertos no hablan, eso es lo que opino. Y amén, no se hable más”. (Al menos en la novela ocurre lo contrario, y mientras Israel Hands, con toda su teoría, acaba en el fondo del mar, Jim Hawkins termina por descubrir y disfrutar del fabuloso tesoro de Flynt).
Sentido y fracaso o éxito social no tienen porqué ir de la mano. Por mirar este mismo asunto desde otra perspectiva complementaria, anoto que leí hace poco tiempo una biografía, interesante en algunos aspectos. Se trata de la biografía de Lou (Louise) Andreas Salomé. Fue una mujer, más que extraordinaria, peculiar en muchos sentidos. Muy inteligente y culta: Nietzsche, Rilke y Freud, en distintos momentos de su vida, y por este orden cronológico, tuvieron trato intenso con ella; de los dos primeros fue musa inspiradora. Con un exacerbado sentido de la independencia personal -no se casó con nadie, como suele decirse; casi ni se casó con su marido- y escritora fecunda, muy celebrada en su tiempo y hoy completamente ignorada. En su lecho de muerte hace esta confesión: “Durante toda mi vida he trabajado, he trabajado mucho. Y ¿para qué?; en realidad ¿para qué?... Si dejo vagar mi pensamiento (y miro atrás en mi vida), no encuentro a nadie... Así pues, lo mejor es la muerte”. Mirar hacia atrás y descubrir que en realidad la propia vida está vacía; y que está vacía porque no hay alguien, porque no hay ni ha habido nadie más que yo; porque nada he compartido, nada he ganado. Quizá en ese momento descubrió que la pregunta que ella misma se estaba haciendo estaba mal planteada, porque no se trata de preguntarse tanto para qué he vivido sino para quién ha servido mi vida, a quién le ha sido de utilidad. Si de nuestro proyecto, por brillante que haya resultado, están ausentes los demás -y no digamos si el proyecto se ha hecho contra ellos-, el fracaso está asegurado.
Lo importante es el sentido. El sentido es el fin percibido como interesante. La experiencia indica que la mayor parte de las realidades valiosas están revestidas de dificultad, y su consecución requiere requiere un cierto esfuerzo de adiestramiento. Y enseña también la experiencia que hay muy pocas cosas, si es que hay alguna, que pueda impedir al hombre ser quien quiere ser, conseguir aquello que verdaderamente desea. También se puede llegar navegando a vela a un destino situado allí desde donde el viento sopla. En eso precisamente consiste el arte de navegar: ir adonde se quiere, y no adonde nos empuja el viento; hacer que el viento, con su fuerza aparentemente contraria, nos lleve adonde queremos ir. Habría que citar de nuevo a Nietzsche: “quien tiene un para qué, encontrará siempre el cómo”. De modo análogo a como la Ilustración tomó como lema de su proyecto el sapere aude! (¡atrévete a saber!), se trataría de recuperar el atrévete a ser; o el sentido de aquel verso de Píndaro -”sé el que puedes llegar a ser”- que Spaemann cita, y glosa así: atrévete a aspirar a aquello de que eres capaz.
Quizá hayan visto y recuerden Solo ante el peligro, un clásico no sólo de las películas del Oeste, sino de la historia del cine. Relata el momento en que el sheriff de un pueblo, un hombre recto al que da vida en la pantalla Gary Cooper, se encuentra en un verdadero aprieto: acaban de poner en libertad a un peligroso forajido al que él había detenido y enviado a la cárcel, y recibe la noticia de que se acerca al pueblo acompañado de unos cuantos sicarios de su misma calaña, dispuesto a vengarse de él. Los habitantes del pueblo, salvo un anciano, se quitan de en medio. Todos le aconsejan huir, por el bien de todos, previendo que del enfrentamiento se derivarían numerosas dificultades. Incluso su propia mujer es de esta opinión. El sheriff trata de explicarle serenamente que esa solución no sirve porque lo colocaría en una desventaja aún mayor: “Si huimos ahora -le dice-, toda la vida tendremos que estar huyendo”. Su esposa no acaba de entenderlo; ella piensa sólo en ahorrarse las dificultades del momento, en ponerse a salvo de ese inminente y grave peligro, pero él piensa también en mañana, en el futuro. La prudencia precisamente le lleva a tomar aquella resolución de valor que ciertamente no tiene nada de cómoda. Prefiere afrontar la realidad, por penosa que parezca, a convertir su vida en una permanente huída.
La audacia y el riesgo atraen a los hombres, pero su ejercicio parece reservado no tanto al ámbito en el que esa actitudes cobran todo su sentido -las decisiones sobre nuestra vida real-, sino al de lo puramente recreativo. En lo personal todo parece indicar que la opción por defecto es la seguridad, la evitación del riesgo. Pero esto, llevado a sus últimas consecuencias, quita interés y grandeza a la vida porque todo resulta entonces mediocre y predecible. Fortuna audaces iuvat, decían los clásicos: la suerte ayuda a los audaces, a los que se atreven, a los que no dejan pasar a su lado lo valioso o incluso lo decisivo, sin intentar atraparlo:
En la suma de días indistintos
que la vida da al hombre, acaso hay uno
en que el destino, trágico y hermoso,
pasa por nuestro lado y el azar manifiesta
una insólita luz, un desusado
fulgor inconfundible.
Pero no has de dudar. Ten el coraje,
cuando llegue el momento,
de abandonar las cosas con que siempre
te engañó la costumbre, y sube pronto
a ese carro de fuego.
Poco dura
el milagro.
Después, si te negaras
a partir, sólo noche
merecerás. Y nunca, aunque quisieras,
podrás comprar la luz que despreciaste.
(E. Sánchez Rosillo)
No se trata de una épica de la dificultad por la dificultad. Hay cosas muy difíciles que no tienen ningún interés o muy escaso, y cosas sencillas altamente interesantes. En todo caso, la épica no está en la magnitud de los asuntos; se trata más bien una actitud del espíritu que no pregunta por la dificultad como si ésa fuera la pregunta esencial que se debe plantear acerca de si algo conviene o no: una épica de lo cotidiano. El sentido no cambia el contenido material de la vida pero la hace valiosa, y hace valioso también a quien la ha vivido de esa manera. El triunfo es el sentido, aunque a veces parezca que se ha fracasado porque los resultados no han respondido a las expectativas. Conrad en Nostromo, hace decir a uno de sus personajes hablando de otro de ellos, Avellanos, un anciano arruinado económicamente en su empeño por salvar a su país del caos: “Un hombre dominado apasionadamente por una idea no es nunca un fracasado en la vida”. Sean audaces; o mejor, no tengan miedo al fracaso de su empresa, de su proyecto personal. El fracaso es no tenerlo, el fracaso es no intentar nada verdaderamente valioso.
La vida así vivida se convierte en escritura, texto, biografía. En ocasiones puede ocurrir que ciertos pasajes sean de difícil interpretación, confusos y sin sentido aparente, como letras que hubiera reunido el azar. Nada se opone, sin embargo a que se trate en realidad de un texto que sólo desde un plano superior puede ser leído en su totalidad y su sentido descifrado con claridad. Eso supondría que nuestra vida estuviera hecha para ser vista o leída desde un plano superior, de manera que su sentido pleno sólo pudiera ser percibido por Alguien que esté fuera y arriba, como ocurre con esas figuras dibujadas por una multitud de personas sobre el terreno de un estadio en esas ceremonias inaugurales clamorosas:
“Soy hombre: duro poco,
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en este mismo instante
alguien me deletrea”.
(O. Paz).
9. El principio de esperanza
Con lo dicho anteriormente se ha querido dar a entender que son cuestiones distintas el triunfo personal (la vida lograda) y el éxito o la notoriedad social. La experiencia nos advierte al menos de una cosa: el éxito social nadie lo tiene asegurado. En parte, porque la vida es tan compleja que resulta casi imposible saber cuáles son los factores esenciales que hay que tener en cuenta. A veces la vida sale mal, y es inútil preguntarse las razones acerca de qué debiera haberse hecho para que las cosas hubieran sido distintas; incluso porque en ocasiones no se pudo hacer otra cosa. Simplemente, la vida sale de otra manera.
Santo Tomás de Aquino, en su Comentario al libro de Job, constata esa dificultad para encontrar una explicación razonablemente satisfactoria a todo lo que ocurre en la vida del hombre: “en los sucesos humanos -dice- no aparece ningún orden cierto: no siempre suceden cosas buenas a los buenos y cosas malas a los malos, ni siempre suceden cosas buenas a los malos y cosas malas a los buenos, sino que, indiferentemente, a los malos y a los buenos suceden cosas buenas y malas”. La experiencia ordinaria es muy rica en estos casos: personas que han entregado su vida a los demás en el mayor silencio, gente esforzada y buena que murió en plena juventud, trayectorias brillantes cortadas en seco por un accidente fortuito o una enfermedad irreparable, las víctimas de todas las guerras, los muertos en Auschwitz o en los gulags, etc.
El reconocimiento social, el éxito público, es tan aleatorio que resultaría imprudente perseguirlo como único objetivo. Hasta tal punto esto es así que se podría decir que “lo primero que hace falta para tener éxito es no buscarlo (directamente), no creer en él, no convertirlo en fin, no obsesionarse con alcanzarlo sino concentrarse en realizar de la mejor manera posible la actividad que quizá llegue a ser exitosa” (Yepes).
“Ven de mansiña co-a Lua
Dios sabe de donde chega”.
(Noriega Varela)
8. Sentido y fin de la historia: el triunfo y el fracaso
De las tres dimensiones en que se articula el tiempo -pasado, presente y futuro-, la temporalidad humana otorga a una de ellas, el futuro, la precedencia. El hombre... “es en tanto que deviene, es posibilidad de llegar a ser” (R. de la Peña). Quien con mayor fuerza expone en el panorama filosófico esta cuestión del hombre como apertura al futuro es Nietzsche. Nietzsche es un pensador extraordinariamente lúcido y estimulante a la hora de plantear la gran pregunta sobre el hombre, pero todo lo que en su filosofía tiene carácter de respuesta resulta falso (Buber). El gran tema de la filosofía de Nietzsche es el carácter problemático del hombre, la constitución paradójica de un ser atraído constitutivamente por el futuro, comprometido con el futuro (que él tiene que construirse), pero cuyo éxito sin embargo no está en absoluto garantizado. “El hombre es el animal no fijado todavía”, no es una especie fija y terminada, sino algo que está haciéndose, y ese algo que se está haciendo, es él mismo quien lo hace, no le viene de fuera. Son tantas las contradicciones intrínsecas del hombre -y en esto acierta Nietzsche- que considerarlo como una especie acabada sería una paradoja increíble; el hombre sería un error fabuloso de la naturaleza. El hombre que vemos, sigue diciendo, no es más que una época de transición hacia lo que está llamado a ser, “es como un embrión del hombre del porvenir”, del último hombre. Pero la paradoja consiste -como bien apunta Buber- “en que no está asegurado el nacimiento de este hombre futuro, el auténtico hombre; el hombre actual tiene que crearlo”, y ha de hacerlo con su esfuerzo.
Más adelante, en otro momento, hablaremos de las respuestas fallidas de Nietzsche, pero este diagnóstico del hombre como un ser comprometido con el futuro sigue y será siendo válido, aunque para buena parte de la cultura contemporánea esa idea ha terminado por no ser sino una más de las ilusiones, de los espejismos que a lo largo de su historia, han afectado al hombre, lo han seducido con su brillante apariencia para dejarlo después exhausto y agotado, decepcionado de tanto esfuerzo que al final se ha revelado estéril.
La cultura actual es una cultura escarmentada, recelosa ante las grandes ideas, desencantada de toda utopía, cansada de los grandes relatos. Nunca el hombre ha hecho sufrir tanto al hombre en nombre de su propia salvación. La caída del régimen comunista ruso, que se hizo realidad con la caída del muro de Berlín en 1989 -pero que era ya una muerte anunciada al menos desde las invasiones de Hungría y de Checoslovaquia-, supone el fin del intento ilustrado: la salvación del hombre por el hombre, la redención del hombre de su propia miseria sin contar con Dios. Como un animal cansado y maltratado, la cultura oficial actual se dedica a sestear tranquilamente, a sobrevivir, mientras se cura de sus heridas. El dolor de las dos guerras mundiales, el horror del exterminio judío emprendido por el régimen nazi y el de los gulags soviéticos marcan el itinerario final de la gran decepción.
Alguien ha definido esta etapa de nuestra cultura como marcada por el síndrome de Ulises, el síndrome del regreso a Ithaca. El valiente y astuto Ulises, triunfador en la guerra de Troya, el protegido de los dioses y amado por las hijas de los dioses, harto de sus propias hazañas y desengañado de la gloria que le han procurado -en el fondo piensa que no le han traído más que dificultades-, decide regresar a su hogar, a su isla de Ithaca, donde lo esperan su mujer Penélope y su hijo Telémaco. Regresa para pasar el resto de su vida como cualquiera de los mortales, buscando la seguridad de una vida tranquila y reposada: cazar con sus perros en sus tierras, beber el vino de sus viñas, conversar amablemente con los amigos mientras en el hogar, en invierno, arde un buen fuego... Troya, Polifemo, ninfas y sirenas no son ya sino sueños, viejas locuras que le turbaron: agua pasada. Ya no le interesa nada de lo que ocurra más allá de los contornos de su pequeña isla, mecida por las olas y tibia de sol: dormir, descansar... y que el mundo exterior siga su camino sin él. Hay sin duda cierto aire de serenidad en la vida de Ulises, pero también decepción, desengaño: ¿valió la pena lo que hice?
Eso mismo se pregunta la cultura actual a la vista de sus errores y aciertos, de sus éxitos y sus fracasos pagados en sangre. Queríamos salvar al hombre, ponerlo a salvo, pero ¿qué ha sido de él, qué ha sido de nosotros mismos? La cuestión es que el diagnóstico era exacto -el hombre necesita salvación, necesita superar sus propias contradicciones-, pero el tratamiento, a juzgar por los resultados, fue completamente equivocado: cuando el hombre prescinde de Dios, él mismo acaba desfalleciendo. Hoy comienzan a alzarse voces que lo indican claramente. El fin de la historia no puede ser el horror y la decepción. Tiene que tener un sentido el dolor de tantos millones de hombres a lo largo de los siglos, de tantos justos e inocentes triturados para ser utilizados como pavimento por el que la historia se dirige -en opinión de los ideólogos utópicos- hacia su término, un final feliz.
Lo que acabamos de tratar ahora nos pone delante la cuestión del significado de las palabras triunfo y fracaso en la vida del hombre (o, lo que viene a ser lo mismo, el contenido de la palabra felicidad). Si ustedes hablan con personas de cierta edad sobre cuestiones tales como la felicidad, encontrarán que las manifestaciones de ustedes serán tachadas frecuentemente como idealistas, ingenuas, faltas del conocimiento adecuado de la vida. Las recomendaciones de algunas o incluso de muchas de esas personas vendrían a ser como un jarro de agua fría vertido sobre su cabeza, sobre sus ideas: “son cosas de la edad, ya te desengañará la vida”, o cosas similares. Esas palabras dicen la verdad, pero no dicen toda la verdad.
Es cierto, ya lo hemos dicho, que la vida muy pocas veces responde exactamente –y a veces en modo alguno- a las expectativas que se han depositado en ella. Pessoa expresa muy bien esa sensación de vacío y de nada con que a veces se le presenta al hombre su propia vida:
“Mi corazón es un cubo vaciado.
Como invocan espíritus los que invocan espíritus,
me invoco a mí mismo y no encuentro nada.
Me acerco a la ventana y veo la calle con absoluta claridad,
veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,
veo a los entes vivos que se cruzan,
veo a los perros, que también existen,
y todo eso me pena como una condena al destierro,
y todo es extranjero, como todo.
He vivido, estudiado, amado y hasta creído,
y hoy no hay mendigo al que no envidie sólo por no ser yo”.
(F. Pessoa)
Como el mar acaba deshaciendo todo barco que lo cruza con las velas desplegadas, así el tiempo parece destruir todo ideal, disolverlo como se esfuma un sueño al despertar. Esta sensación es la que describe Eliot en sus Cuatro Cuartetos:
“El mar está alrededor de nosotros;
el mar es también el borde de la tierra,
el granito al que alcanza, las playas adonde arroja
sus insinuaciones de una creación anterior y diversa:
la estrella de mar, el cangrejo de herradura, el espinazo de la ballena;
(...) arroja nuestras pérdidas, la red desgarrada,
la nasa de langostas destrozada, el remo roto
y las pertenencias de extranjeros muertos...”
(T. S. Eliot)
Forman una exigua minoría aquellos cuya vida obtiene un gran reconocimiento social y puede ser catalogada como exitosa; muchos otros contemplan su vida como los restos de su propio naufragio, despojos de su pasado que el mar del tiempo arroja sobre la playa del presente: “la red desgarrada, la nasa de langostas destrozada, el remo roto”. Es una experiencia general, aunque afecte diversamente a unos o a otros, según la vida o la sensibilidad de cada cual. Lo más frecuente es que se circunscriba a breves períodos de tiempo -momentos de crisis-, aunque puede también encronizarse y posarse en la conciencia como una permanente y pesada atmósfera interior que todo lo tiñe del color de la tristeza y del fracaso. La diferencia suele estribar en el distinto significado que se dé a la palabra triunfo.
La palabra triunfo tiene varias acepciones. La primera y más evidente convierte el triunfo en sinónimo de reconocimiento social: es la opinión pública quien confiere o niega la patente de triunfador. No es éste el significado que se le asigna en estas lecciones. Triunfar es sacar adelante el proyecto de vida personal; bien entendido que el proyecto personal apunta hacia el ser, y no hacia el tener ni hacia otras consideraciones que han de ser tenidas por secundarias, tal como -por ejemplo- la cuestión de si nuestro concepto del éxito responde a los patrones ambientales, choca con ellos o simplemente los ignora. Esa es la problemática que se dirime en Quiz Show, película que dirigió Robert Redford: el dilema de ser o no ser auténtico: mantenerse fiel a uno mismo o dejarse pervertir por las deslumbrantes apariencias que a veces nos asaltan, dejarse asfixiar por la comodidad, por la facilidad de un cierto modo de vida placentero pero que al final nos deja sin vida y sin aliento porque uno entiende que al hacerlo se ha traicionado a sí mismo, ha dado la espalda a lo mejor de sí, a su verdadero ser.
El enemigo de la vida del hombre no está fuera, sino dentro de él; y no es el fracaso, sino la renuncia previa, expresa o tácita, a una vida digna y grande: el enemigo es la mediocridad. El hombre rara vez se excede (salvo en el placer). Más bien tiende a quedarse corto, renunciando poco a poco a trozos de su alma. La mediocridad puede deshinchar nuestra vida como un globo.
Habría que aprender a no detenerse demasiado pronto ante las dificultades, a no preguntar si algo es difícil como si esa fuera la pregunta esencial. Habría que aprender a no renunciar a la fidelidad a uno mismo, a no dejarse seducir por el triunfo social, por el reconocimiento del medio. Hay poetas que murieron sin ver publicado ni uno solo de sus versos (Hopkins, por ejemplo); pintores geniales que en su tiempo fueron considerados de segunda (el Greco), o que no consiguieron vender ni uno solo de sus cuadros (Van Gogh) o muy pocos (Cézanne, Pissarro; Monet sólo en su ancianidad fue considerado); músicos que murieron sin ver estrenadas sus mejores obras (Bruckner), y otros compusieron obras memorables en medio de las mayores estrecheces y dificultades: Mozart compone alguna de sus obras más bellas (su sonata 505) dos días después de que muriera de hambre una de sus hijas, mientras su mujer flirteaba en un balneario con uno de aquellos esperpénticos triunfadores del momento, de quien hoy nadie se acuerda. Esta lista, entresacada de una referencia de Martín Descalzo, podría ampliarse abundantemente sin dificultad. “La vida es una larga paciencia -dice ese autor-, y el desaliento, una cobardía”. Tanto como el genio importa la paciencia, la capacidad para encajar los golpes, el don de mantener la esperanza en medio de las dificultades.
Y no sólo ellos, personajes deslumbrantes, sino tantos y tantos hombres y mujeres anónimos cuyas vidas son o han sido ejemplos de humanidad porque fueron una realidad lograda. El triunfo es la vida bien hecha, la obra bien acabada, independientemente del reconocimiento presente o futuro. Esto debería aparecer especialmente claro -aunque no sólo- a los cristianos. Los cristianos sabemos mucho o deberíamos al menos saber sobre esta no-identidad del sentido y el triunfo. ¿Cabría fracaso más espectacular que el de Alguien que se proclamara Dios y acabara colgado de una cruz como uno más entre lo malditos de la tierra? Ese caso, como bien saben, se ha dado. Desde el punto de vista de un simple espectador ajeno, la vida de Jesucristo fue un terrible fracaso. Pero de ese fracaso vivimos todos, lo sepamos o no. La vida de Aquel que fracasó en la cruz es “una vida que ha cambiado todas las vidas humanas” (Juan Pablo II), la vida más plena de sentido de toda la historia de los hombres, pasada y futura. Renunció al éxito, al reconocimiento humano –ésta es una de las conclusiones más evidentes para cualquier lector de los Evangelios- por Amor a los hombres, para salvarnos a todos. Dicho con la sentenciosa profundidad de un antiguo proverbio: “ ‘Éxito’ no es ninguno de los nombres de Dios”.
En su fracaso, sin embargo, todos fuimos curados de los nuestros. Después de Cristo, y por Él, ya no tiene sentido esa especie que no por repetida ha de ser considerada sabiduría, y que Stevenson pone en boca de uno de los personajes de La isla del tesoro, Israel Hands, pirata y prototipo de piratas: “Treinta años llevo recorriendo los mares, y he visto cosas buenas y malas, mejores y peores, tiempos buenos y malos, hombres, cuchilladas y lo que quieras. Pero te voy a decir una cosa: todavía no he visto que por hacer el bien se consiga nada bueno. El que da primero da dos veces, eso es lo que te digo; y los muertos no hablan, eso es lo que opino. Y amén, no se hable más”. (Al menos en la novela ocurre lo contrario, y mientras Israel Hands, con toda su teoría, acaba en el fondo del mar, Jim Hawkins termina por descubrir y disfrutar del fabuloso tesoro de Flynt).
Sentido y fracaso o éxito social no tienen porqué ir de la mano. Por mirar este mismo asunto desde otra perspectiva complementaria, anoto que leí hace poco tiempo una biografía, interesante en algunos aspectos. Se trata de la biografía de Lou (Louise) Andreas Salomé. Fue una mujer, más que extraordinaria, peculiar en muchos sentidos. Muy inteligente y culta: Nietzsche, Rilke y Freud, en distintos momentos de su vida, y por este orden cronológico, tuvieron trato intenso con ella; de los dos primeros fue musa inspiradora. Con un exacerbado sentido de la independencia personal -no se casó con nadie, como suele decirse; casi ni se casó con su marido- y escritora fecunda, muy celebrada en su tiempo y hoy completamente ignorada. En su lecho de muerte hace esta confesión: “Durante toda mi vida he trabajado, he trabajado mucho. Y ¿para qué?; en realidad ¿para qué?... Si dejo vagar mi pensamiento (y miro atrás en mi vida), no encuentro a nadie... Así pues, lo mejor es la muerte”. Mirar hacia atrás y descubrir que en realidad la propia vida está vacía; y que está vacía porque no hay alguien, porque no hay ni ha habido nadie más que yo; porque nada he compartido, nada he ganado. Quizá en ese momento descubrió que la pregunta que ella misma se estaba haciendo estaba mal planteada, porque no se trata de preguntarse tanto para qué he vivido sino para quién ha servido mi vida, a quién le ha sido de utilidad. Si de nuestro proyecto, por brillante que haya resultado, están ausentes los demás -y no digamos si el proyecto se ha hecho contra ellos-, el fracaso está asegurado.
Lo importante es el sentido. El sentido es el fin percibido como interesante. La experiencia indica que la mayor parte de las realidades valiosas están revestidas de dificultad, y su consecución requiere requiere un cierto esfuerzo de adiestramiento. Y enseña también la experiencia que hay muy pocas cosas, si es que hay alguna, que pueda impedir al hombre ser quien quiere ser, conseguir aquello que verdaderamente desea. También se puede llegar navegando a vela a un destino situado allí desde donde el viento sopla. En eso precisamente consiste el arte de navegar: ir adonde se quiere, y no adonde nos empuja el viento; hacer que el viento, con su fuerza aparentemente contraria, nos lleve adonde queremos ir. Habría que citar de nuevo a Nietzsche: “quien tiene un para qué, encontrará siempre el cómo”. De modo análogo a como la Ilustración tomó como lema de su proyecto el sapere aude! (¡atrévete a saber!), se trataría de recuperar el atrévete a ser; o el sentido de aquel verso de Píndaro -”sé el que puedes llegar a ser”- que Spaemann cita, y glosa así: atrévete a aspirar a aquello de que eres capaz.
Quizá hayan visto y recuerden Solo ante el peligro, un clásico no sólo de las películas del Oeste, sino de la historia del cine. Relata el momento en que el sheriff de un pueblo, un hombre recto al que da vida en la pantalla Gary Cooper, se encuentra en un verdadero aprieto: acaban de poner en libertad a un peligroso forajido al que él había detenido y enviado a la cárcel, y recibe la noticia de que se acerca al pueblo acompañado de unos cuantos sicarios de su misma calaña, dispuesto a vengarse de él. Los habitantes del pueblo, salvo un anciano, se quitan de en medio. Todos le aconsejan huir, por el bien de todos, previendo que del enfrentamiento se derivarían numerosas dificultades. Incluso su propia mujer es de esta opinión. El sheriff trata de explicarle serenamente que esa solución no sirve porque lo colocaría en una desventaja aún mayor: “Si huimos ahora -le dice-, toda la vida tendremos que estar huyendo”. Su esposa no acaba de entenderlo; ella piensa sólo en ahorrarse las dificultades del momento, en ponerse a salvo de ese inminente y grave peligro, pero él piensa también en mañana, en el futuro. La prudencia precisamente le lleva a tomar aquella resolución de valor que ciertamente no tiene nada de cómoda. Prefiere afrontar la realidad, por penosa que parezca, a convertir su vida en una permanente huída.
La audacia y el riesgo atraen a los hombres, pero su ejercicio parece reservado no tanto al ámbito en el que esa actitudes cobran todo su sentido -las decisiones sobre nuestra vida real-, sino al de lo puramente recreativo. En lo personal todo parece indicar que la opción por defecto es la seguridad, la evitación del riesgo. Pero esto, llevado a sus últimas consecuencias, quita interés y grandeza a la vida porque todo resulta entonces mediocre y predecible. Fortuna audaces iuvat, decían los clásicos: la suerte ayuda a los audaces, a los que se atreven, a los que no dejan pasar a su lado lo valioso o incluso lo decisivo, sin intentar atraparlo:
En la suma de días indistintos
que la vida da al hombre, acaso hay uno
en que el destino, trágico y hermoso,
pasa por nuestro lado y el azar manifiesta
una insólita luz, un desusado
fulgor inconfundible.
Pero no has de dudar. Ten el coraje,
cuando llegue el momento,
de abandonar las cosas con que siempre
te engañó la costumbre, y sube pronto
a ese carro de fuego.
Poco dura
el milagro.
Después, si te negaras
a partir, sólo noche
merecerás. Y nunca, aunque quisieras,
podrás comprar la luz que despreciaste.
(E. Sánchez Rosillo)
No se trata de una épica de la dificultad por la dificultad. Hay cosas muy difíciles que no tienen ningún interés o muy escaso, y cosas sencillas altamente interesantes. En todo caso, la épica no está en la magnitud de los asuntos; se trata más bien una actitud del espíritu que no pregunta por la dificultad como si ésa fuera la pregunta esencial que se debe plantear acerca de si algo conviene o no: una épica de lo cotidiano. El sentido no cambia el contenido material de la vida pero la hace valiosa, y hace valioso también a quien la ha vivido de esa manera. El triunfo es el sentido, aunque a veces parezca que se ha fracasado porque los resultados no han respondido a las expectativas. Conrad en Nostromo, hace decir a uno de sus personajes hablando de otro de ellos, Avellanos, un anciano arruinado económicamente en su empeño por salvar a su país del caos: “Un hombre dominado apasionadamente por una idea no es nunca un fracasado en la vida”. Sean audaces; o mejor, no tengan miedo al fracaso de su empresa, de su proyecto personal. El fracaso es no tenerlo, el fracaso es no intentar nada verdaderamente valioso.
La vida así vivida se convierte en escritura, texto, biografía. En ocasiones puede ocurrir que ciertos pasajes sean de difícil interpretación, confusos y sin sentido aparente, como letras que hubiera reunido el azar. Nada se opone, sin embargo a que se trate en realidad de un texto que sólo desde un plano superior puede ser leído en su totalidad y su sentido descifrado con claridad. Eso supondría que nuestra vida estuviera hecha para ser vista o leída desde un plano superior, de manera que su sentido pleno sólo pudiera ser percibido por Alguien que esté fuera y arriba, como ocurre con esas figuras dibujadas por una multitud de personas sobre el terreno de un estadio en esas ceremonias inaugurales clamorosas:
“Soy hombre: duro poco,
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en este mismo instante
alguien me deletrea”.
(O. Paz).
9. El principio de esperanza
Con lo dicho anteriormente se ha querido dar a entender que son cuestiones distintas el triunfo personal (la vida lograda) y el éxito o la notoriedad social. La experiencia nos advierte al menos de una cosa: el éxito social nadie lo tiene asegurado. En parte, porque la vida es tan compleja que resulta casi imposible saber cuáles son los factores esenciales que hay que tener en cuenta. A veces la vida sale mal, y es inútil preguntarse las razones acerca de qué debiera haberse hecho para que las cosas hubieran sido distintas; incluso porque en ocasiones no se pudo hacer otra cosa. Simplemente, la vida sale de otra manera.
Santo Tomás de Aquino, en su Comentario al libro de Job, constata esa dificultad para encontrar una explicación razonablemente satisfactoria a todo lo que ocurre en la vida del hombre: “en los sucesos humanos -dice- no aparece ningún orden cierto: no siempre suceden cosas buenas a los buenos y cosas malas a los malos, ni siempre suceden cosas buenas a los malos y cosas malas a los buenos, sino que, indiferentemente, a los malos y a los buenos suceden cosas buenas y malas”. La experiencia ordinaria es muy rica en estos casos: personas que han entregado su vida a los demás en el mayor silencio, gente esforzada y buena que murió en plena juventud, trayectorias brillantes cortadas en seco por un accidente fortuito o una enfermedad irreparable, las víctimas de todas las guerras, los muertos en Auschwitz o en los gulags, etc.
El reconocimiento social, el éxito público, es tan aleatorio que resultaría imprudente perseguirlo como único objetivo. Hasta tal punto esto es así que se podría decir que “lo primero que hace falta para tener éxito es no buscarlo (directamente), no creer en él, no convertirlo en fin, no obsesionarse con alcanzarlo sino concentrarse en realizar de la mejor manera posible la actividad que quizá llegue a ser exitosa” (Yepes).
Conviene por otro lado relativizar el valor del éxito y del fracaso. Lo que el hombre ha sido se descubre al final. Por eso Polo avisa de que “todo éxito es prematuro”; a la vez, para quien no ha renunciado a sus convicciones, toda derrota es provisional. El arma contra el veneno de dar excesiva importancia a éxitos y fracasos es quitarles importancia, descubrir que no es para tanto; es decir, el humor, la ironía, el saber reírse de uno mismo, saber ver el lado cómico de las situaciones, tanto en la situación del hombre hinchado, infatuado por el triunfo, como del hombre abatido, hundido y humillado por una derrota que cree definitiva y que le resulta insoportable y vergonzosa.
Hoy la presión educacional del ambiente tiende a convertir la vida en un camino emprendido en pos del triunfo social entendido como poder o dinero o reconocimiento de la opinión pública, y todas sus posibles combinaciones: la notoriedad buscada a cualquier precio. Y la palabra es competitividad: todos contra todos, y todo el tiempo y las mejores energías invertidas en ello. Por eso son interesantes estas consideraciones de Merton que vienen a ser un alegato duro pero extraordinariamente lúcido: “Juro que me he pasado la vida evitando el éxito enérgicamente. Si una vez escribí un bestseller -se refiere a su libro La montaña de los siete círculos- fue puro accidente, debido a la falta de experiencia y a la ingenuidad, y tendré buen cuidado de no hacerlo en el futuro. Si tengo un mensaje para mis contemporáneos, es seguramente éste: sed cualquier cosa que queráis..., pero evitad a toda costa una cosa: el triunfo”.
Volviendo a la cuestión anterior, echemos la vista atrás sobre la legión innumerable de aquellos a quienes, en la larga historia de la humanidad, la vida “les ha salido mal” a pesar de todos sus esfuerzos, la multitud de los desasistidos de la fortuna sin culpa propia, la buena gente cuya vida fue sin embargo arrollada por la violencia injusta. ¿Tendrán recompensa esas vidas? ¿Quién se la dará? ¿Cuándo, dónde? Son preguntas que brotan espontáneamente.
Supongamos que la respuesta fuera negativa. Equivaldría a argumentar que esas personas no tuvieron suerte, que no nacieron en el momento adecuado, en el lugar preciso y con la dotación necesaria (como si eso hubiera dependido de ellos). Significaría que el hombre es nada, y todo valor apariencia salvo la fuerza, el poder. La verdad, el bien, la rectitud, la solidaridad tampoco significarían nada. La Historia, pasada y presente, parece avalar esta impresión negativa. Contemplemos el panorama: triunfa -o al menos tiene más posibilidades de hacerlo- el que miente, el que aparenta, el hombre sin escrúpulos, el violento. No necesitamos ir muy lejos para comprobarlo; basta con leer los periódicos o ver los telediarios. Da la impresión de que siempre ha sido así, y seguirá siendo así.
Sin embargo esa situación provoca una natural indignación, una irritación existencial porque significaría algo profundamente injusto contra lo que el hombre se rebela desde su misma raíz. Argumentar que el fracaso de ellos contribuirá a que el futuro sea mejor para otros se podría aceptar, pero como respuesta es completamente insuficiente. No basta con un final mejor o más feliz del que sólo algunos gozarán (los que vivan entonces). El hombre no se resigna a ser material de derribo de la historia, intuye que no lo es en absoluto. Presiente que su vida tiene un sentido, desea y aspira a una nueva vida que suponga una verdadera refundición de todo el recorrido de la historia (Guardini), una situación en la que la muerte respete verdaderamente todo lo que el hombre ha hecho, todo lo que cada uno ha sido.
Pero esta cuestión del sentido, que el hombre intuye como real y verdadero –no se trata de una ilusión o un simple deseo-, no se puede demostrar desde dentro de la historia –tampoco su contraria- ni teórica ni prácticamente, dada la complejidad de la acción humana y la incertidumbre radical que pesa sobre la cuestión de saber en qué medida el dato histórico refleja el estado de conciencia del protagonista. El hombre no lo puede demostrar, pero tampoco se puede arrancar esa esperanza de que las cosas sean así, de que la vida tenga un sentido último, incluso frente a toda apariencia contraria, frente a la sensación de fracaso con que los demás pueden percibir mi vida. Esa esperanza no tiene su fundamento en ninguna evidencia exterior, sino en una persuasión interior: la persuasión de que la Historia que escribimos no es “toda la Historia”; lo que parece ocurrir, aquello de que tenemos constancia a través del dato histórico, no es “todo lo que ocurre”. Por encima y más allá de ello –aunque vinculado esencialmente con ello-, hay algo más: un sentido pleno. Hay un eco, una reclamación de justicia sobre nuestra vida más allá de la Historia. Esa reclamación de ese sentido pleno de la Historia es una reclamación de Dios: “el sentido de la totalidad no se nos puede revelar a través del hombre finito, sino sólo desde el sentido pleno y el espíritu pleno que abarca al hombre y al mundo, desde un espíritu que es la realidad que todo lo determina y que es, por tanto, lo que en lenguaje religioso llamamos Dios” (Kasper).
La esperanza histórica de los hombres es, en definitiva, la esperanza de la que existe la justicia sobre el hombre; que sea reconocido lo que intento, más allá del azar de lo que acaba ocurriendo; la esperanza de que el hombre sea reconocido como tal. “La esperanza no es en este contexto una actitud preconcebida y partidista, sino una condición trascendental de la posibilidad del ser humano. Nosotros, como hombres, no podemos menos de esperar que el asesino no triunfe en definitiva sobre sus víctimas inocentes. De renunciar a esta esperanza, renunciaríamos a nosotros mismos. Pero la violencia injusta sólo se puede eliminar mediante la violencia. Así nos movemos en el círculo maléfico de la culpa y la venganza, del que sólo nos puede sacar un nuevo inicio que no cabe derivar de las condiciones de la historia. La proyección al futuro implica, pues, el futuro de una nueva justicia que no olvide a los muertos(...). Si no se quiere mediatizar la esperanza en favor de una generación futura y en favor de aquellos que están en la cresta del progreso, la esperanza debe implicar necesariamente al Dios de la esperanza que da vida a los muertos para hacerles justicia” (Kasper). Una vez más, la paradoja de una aspiración humana radical, cuya realización cae, sin embargo, fuera de sus posibilidades.
A esta aspiración de un futuro que haga justicia a la vida del hombre se refiere Rilke en El Libro de Horas llamándola la gran muerte por contraposición a la pequeña muerte de los comienzos, la muerte pensada en la infancia como simple acabarse de la vida, esa muerte desesperanzada y triste:
“Señor, da a cada uno su muerte propia,
el morir que de su vida brota,
en la que él tuvo amor, sentido y pena.
Pues somos tan solo corteza y hoja.
La gran muerte, que cada uno en sí lleva,
es fruto en torno a lo que todo gira.
Por ella se despierta la muchacha
y surge como un árbol de una voz,
y por ella anhela ser el niño hombre...
Por ella lo mirado es como eterno,
aunque haga mucho tiempo que ocurrió”.
(Rilke)
“Por ella -se refiere el poeta a la gran muerte- lo mirado es como eterno...” Ese verso -y todo el poema- transmite la convicción del hombre de que, al igual que el pasado permanece en el presente como recuerdo y como huella (no desaparece, no se volatiliza, no es una inutilidad que ocurrió), así nuestra vida actual se guarda para la eternidad: también ella es memoria que Alguien guarda.
Es Aristóteles quien afirma -según recoge Alvira- que los vivientes inferiores al hombre no se proponen algo mejor (realizar acciones mejores) porque no tienen esperanza de alcanzar lo eterno. Lo cual indica que es esa esperanza de eternidad lo que mueve al hombre a emprender ese trabajo en que consiste su vida digna. El móvil del hombre, lo que le lleva a intentar lo mejor es el hecho de que aquello a lo que tiende le vaya a servir para siempre y se convierta para él en algo definitivo. Se puede considerar esto mismo desde otro aspecto diciendo que no se puede tender indefinidamente hacia algo sin llegar a conseguirlo nunca: felicidad y tiempo son irreconciliables; el futuro del hombre, su felicidad, no está en el tiempo sino más allá: en la eternidad. El hombre aspira a lo mejor, se propone lo más digno, porque sabe que lo conseguirá, porque intuye confusa pero confiadamente que lo suyo es la eternidad. La eternidad como don, pero la eternidad.
A la vez, ese futuro final de la historia que el hombre espera tiene que ser presente para todos, no puede ser sólo -sería injusto- para los que consigan gozar de él en un futuro temporal. Cuando se promete el paraíso a las generaciones futuras, pero al individuo particular exclusivamente la nada, en realidad es como si no se prometiera nada a nadie (Ratzinger). La única realidad para la cual el pasado y el futuro están en presente, es lo eterno. Un futuro justo para todos reclama la eternidad para cada uno. En resumen, como vuelve a decir Ratzinger, “el hombre necesita la eternidad. Cualquier otra esperanza se queda demasiado corta”.
V
MUERTE E INMORTALIDAD
1. Las redes del tiempo
Hemos descrito antes al hombre como ser de memoria y de proyecto, constitucionalmente abierto al futuro y comprometido con él. Vivir es tener futuro. Pero ese hombre-proyecto choca frontalmente -se estrella, podríamos decir- con un acontecimiento tan real como enigmático: la muerte. ¿Es el hombre un proyecto que la muerte destroza y aniquila, un proyecto abocado a la desaparición más completa? En la Antígona de Sófocles, el coro canta : “Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna como el hombre... Tiene recursos para todo; sólo la muerte no ha conseguido evitar”. Únicamente ante la muerte se siente el hombre impotente y sin recursos. La muerte es para él algo extraño de lo que no sabe librarse; y no sólo extraño y sorprendente, sino terrible.
En primer lugar por el carácter de certeza irrefutable con que se presenta: “¿qué es el hombre? -se pregunta Thibon-: un ser que piensa, que ama, que va a morir y que lo sabe. Poco importa que se esfuerce en olvidarlo, que intente vendarse los ojos inútilmente con las apariencias: los ojos del alma no se ciegan como los del cuerpo, y el hombre lo sabe. Es su única certeza, la única promesa que no ha de fallar, la gran paradoja de la vida, cuya su-prema verdad se halla en la muerte”. Todo hombre sabe que un día morirá. La muerte es un dato tan esencial que, toda concepción del mundo y del hombre que no incluya la muerte, que pretenda olvidarla, no puede ser más que ilusión (Clément).
Freud, contemplando la muerte desde el punto de vista del que piensa acerca de ella, dice algo que sólo en apariencia contradice la anterior afirmación: “cada uno de nosotros tiene a todos como mortales menos a sí mismo”. La causa habría que buscarla en el hecho de que el saber informativo sobre la muerte proviene de la experiencia de la muerte ajena: la muerte es algo que, de momento, les ocurre a los demás (Alfaro). Mi propia muerte es para mí algo extraño, ajeno y lejano. Borges pone en boca de Almotásim el Magrebí (s. XII), personaje presumiblemente ficticio, esta consideración:
“Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado,
que es la estación (nadie lo ignora) más propicia a la muerte.
¿Es posible que yo, súbdito de Yakub Almansur, muera
como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles?”
(J. L. Borges)
Este temor que la muerte suscita no viene motivado principalmente por la incertidumbre del cuándo y del cómo, sino en primer lugar por el hecho en sí de la muerte. Lo más esencial de la vida es seguir vivo. Frente a esto, todo lo demás aparece como secundario. Woody Allen, en Deconstruyendo a Harry, lo expresa con su habitual lucidez descarnada y algo cínica cuando hace decir al protagonista, Harry, que espera el diagnóstico médico sobre el tumor que padece: “la frase esencial en la vida no es te amo, sino es benigno”.
Baudelaire, en su estudio sobre Poe (según cita Arregui), anota que su muerte fue espantosa. Pero no se refiere a que muriera entre grandes dolores o vilmente asesinado, o tuviera una muerte humillante; nada de eso, sino justamente lo contrario: murió en medio de una tremenda borrachera, de modo que apenas se dio cuenta de que se moría; y eso es precisamente lo espantoso, eso es lo terrible para él: la enorme trivialidad con que se presenta la muerte. Termina una vida humana -que es la forma más lograda del universo-, y todo ocurre “como si no pasara nada”. Se trata por tanto del estupor ante algo que parece poco razonable, contradictorio, como si la muerte fuera una terrible equivocación o una enorme incongruencia.
¿Porqué la muerte se nos aparece como horrible precisamente a causa de su incongruencia? Sencillamente porque todo hombre tiene un convencimiento íntimo de que la muerte no es para él, no debería ser para él. El hombre está íntimamente convencido de que lo suyo es no morir, una convicción tan extraña -puesto que la experiencia muestra que todos se mueren- como terca e irrebatible. No es una tendencia únicamente pensada, ni la proyección de un vehemente deseo que cobrara así un estatuto ficticio de realidad -como pensaba Feuerbach-, sino una tendencia esencial, radical, que forma parte de la realidad misma del hombre como una marca de nacimiento. “Haga lo que haga -dice Thibon- y desee lo que desee, tan¬to si se aferra al pasado como si corre hacia el futuro, tanto si se busca como si huye de sí mismo, tanto si se endurece como si se abandona, en la sensatez como en la locura, el hombre no tiene más que un deseo y una meta: escapar de las redes del tiempo y de la muerte, traspasar sus límites, llegar a ser más que hombre. Su verdadera morada es un más allá, su patria está fuera de sus fronteras”. “Si soy tan sólo un trozo de tierra -cantaba Guillermina Mota a mediados de los sesenta-, ¿porqué siento un anhelo de eternidad?”
2. Siempre despidiéndonos
Quizá muy pocos autores hayan entrañado esta tensión paradójica del hombre entre su ir hacia la muerte y su convicción de ser eterno, de estar hecho para la eternidad, como Unamuno. Esta es una cuestión central en su pensamiento, que le hace abrirse a la existencia de Dios entendido como único garante posible de la inmortalidad personal. Esa misma tensión, aunque de un modo menos dramático y más lírico, la recoge admirablemente Rilke en las Elegías de Duino (Elegía VIII):
“¿Quién nos dio la vuelta, de tal modo que,
hagamos lo que hagamos,
estamos en la actitud del que se marcha?
Como quien, en la última colina que le muestra
una vez más del todo su valle, se da la vuelta,
se detiene y permanece un rato,
así vivimos: siempre despidiéndonos”.
(Rilke)
“Pasar por las cosas una sola vez”, dice un poeta: justamente eso es lo que significa “andar siempre despidiéndonos”. Esto, por extraño que parezca, no convierte a la vida en fútil y despreciable sino al revés, en extraordinariamente interesante, apasionante en cada momento. Lo terrible sería vivir sin tener en cuenta la muerte, y esto por un doble motivo.
Primero, como apunta Arregui, porque “vivir de espaldas a la muerte es vivir en el engaño... Y si la propia vida es mentira y autoengaño, la muerte se convierte en el desengaño definitivo. La muerte reina soberana sobre una vida que no la ha tenido en cuenta, que no ha sabido construir por encima de ella... Sólo si se la tiene en cuenta -y mejor desde el principio-, puede ser vencida la muerte, impidiendo que todo acabe en nada, evitando que ella se convierta en la última y definitiva palabra sobre nuestra existencia... Pensar en la muerte no tiene por qué suponer un lastre a la vida...; más bien le confiere un apasionante dramatismo: sólo se vive una vez. Darse cuenta de que el tiempo a nuestra disposición es limitado no debe llevar a reflexiones pesimistas sobre la vacuidad de la vida, más bien tendría que conducir a un esfuerzo constante por colmarla de sentido, por aprovecharla al máximo. El problema del sentido de la vida no es una cuestión teórica, sino eminentemente existencial y práctica. No se trata de descifrar un sentido que ya está dado en un jeroglífico, sino de construir un sentido mediante la propia vida”.
En segundo lugar, porque lo que tiene el hombre delante (y detrás) de sí no es sólo la muerte sino, también con palabras de Rilke en la Elegía VIII:
“eso que llevamos siempre con nosotros
y que a menudo nos domina: el recuerdo,
como si aquello hacia lo cual uno tiende afanoso
hubiera estado ya una vez más cerca...
y su contacto hubiese sido infinitamente tierno”.
(Rilke)
Aparece la idea de la eternidad, de lo eterno, como verdadera patria del hombre, como su lugar propio, dotado además de esa cualidad de lo tierno que es propia del hogar. Venimos de lo eterno, y regresamos a lo eterno como a través de un bosque en el que ese fin ha desaparecido de nuestra vista, de nuestra apreciación directa, pero cuya presencia se experimenta como recuerdo y añoranza, como nostalgia. Ese “construir por encima de la muerte” es vivir el hoy con vistas al futuro eterno, descubrir el modo de hacer eterna nuestra vida, “llenar de eternidad -dice Thibon- nuestros días efímeros... Todo lo que no es eternidad recuperada es tiempo perdido”.
Es precisamente esa aparente contradicción entre la muerte y la inmortalidad lo que da grandeza a la vida del hombre, lo que confiere un valor extraordinario a las acciones del hombre, que mediante la libertad puede hacer con su vida lo que quiera, pero que en realidad le ha sido conferida para vivir una vida digna de él y de su fin eterno, no para hacer lo que me da la gana sino para hacer las cosas –aquello que creo bueno y digno- porque me da la gana. Se trata de “vivir sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte” (Beato Josemaría Escrivá). Tener miedo a la vida es tener miedo a la dificultad evidente que una vida digna trae consigo. Pero esa actitud cautelosa y timorata sólo a priori podría tener justificación; porque a quien se decide, la realidad se le abre como la flor a los tenaces esfuerzos de la abeja. Lo decía Hölderlin: “Donde hay peligro, florece también lo que salva”.
3. La filosofía como nostalgia
Todo esto venía a cuento de ese sentido de añoranza de lo eterno que, aunque no lo parezca, define muy bien a nuestra época, en la que el hombre ha perdido aquel sentido primero de fascinación, de admiración por el cosmos, que fue el motor que impulsó el pensar filosófico en los inicios de la filosofía en Grecia. El hombre ha aprendido a conocer y a utilizar la naturaleza por medio de las Ciencias y la Tecnología y con ello el mundo ha sido desencantado (liberado del encantamiento que ejercía sobre él lo oscuro, lo incognoscible, desposeído de prodigios y maravillas). Ese proceso de desencantamiento intentó abarcar al hombre -ya hemos hablado en otro lugar sobre los reduccionismos antropológicos de la Modernidad-; pero a la postre resultó que el hombre mismo terminó también desencantado, decepcionado con los resultados obtenidos, porque no sólo se hizo incapaz de contemplar la Naturaleza (¡quién se deleita contemplando un mecanismo!), sino que acabó perdiendo la fe en sí mismo: dejó también en el camino la conciencia de su propia dignidad y de su realidad misteriosamente inabarcable.
Hoy la filosofía vuelve los ojos al hombre con nostalgia. Al cabo de XXV siglos de pensamiento filosófico, puesto que la admiración ante el cosmos parece haber muerto, lo que mueve al hombre a seguir preguntándose es precisamente él mismo: el inicio de la filosofía -la idea es de Hölderlin, recogida por Heidegger y recordada por Buber- es la añoranza, la nostalgia radical que el hombre experimenta, la melancolía que provoca en él la posibilidad de alcanzar un estado en que ser hombre no resulte problemático (¿o es el recuerdo de un estado anterior?). La filosofía así entendida tiene mucho que ver con la búsqueda del sentido: el hombre anda a la búsqueda de un camino que le permita regresar a su patria y a su hogar, a su verdadera condición, que no es precisamente ésta que ahora experimenta. El hombre abriga la convicción de que es un desterrado que, con el paso del tiempo, de las generaciones, ha olvidado que lo es, ha perdido la “memoria de su origen primero esclarecida” (Fray Luis de León, Oda a Salinas) y ha procurado adaptarse a las condiciones de su destierro, sin conseguirlo plenamente. Como los judíos en el exilio de Babilonia, también el hombre actual puede decir: “¿cómo vamos a cantar y a estar alegres en tierra extranjera?” (Salmo 137).
Aparece la idea de la nostalgia como recuerdo, pero también como aspiración a algo cuyo contenido sólo oscura y confusamente se vislumbra, pero que se experimenta como aquello que da sentido pleno a la vida del hombre, algo que echamos en falta y cuya ausencia nos marca como un hierro.
Volvamos a la Odisea. Ulises (Odiseo), uno de los héroes griegos vencedores en Troya, regresa en barco a su isla de Ítaca una vez terminada la guerra. El viaje resulta extremadamente difícil: le acosan mil peligros, de los que sale triunfante merced a su astucia y su prudencia; retrasan su viaje mil dificultades. El pensamiento de su amada Ítaca -donde le esperan su mujer Penélope y su hijo Telémaco, su hogar y sus amigos, la vida tranquila y placentera que tanto añora- es la fuerza que le hace arrostrar esos peligros y vencer la tentación de instalarse en cualquier lugar del camino. Al final, Ulises es un hombre devorado por la nostalgia, por el ansia de llegar. La Odisea es un relato lleno de sugerencias, por el que no parece pasar el tiempo. Sin duda la razón está en esa clave parabólica con que siempre se ha leído: el viaje azaroso, rico en dificultades pero también en enseñanzas, como metáfora de la vida del hombre; Ulises como imagen del hombre que sortea las mil dificultades que se le presentan con la esperanza puesta en el regreso a su verdadero hogar, figura del hombre que en sus actuales condiciones de vida se siente fuera de su lugar propio, añorante de su verdadera patria -que entiende no ser ésta-, devorado por esa profunda nostalgia del regreso, con las manos en el remo y los ojos en el horizonte, anhelando descubrir detrás de cada ola el perfil de su pequeña isla amada.
4. El presentimiento de la Belleza inmortal
Esta intuición del misterio que liga al hombre, aparentemente perecedero y mudable, con lo eterno e inmutable, tiene una de sus manifestaciones más precisas en la labor de creación artística. En el acto de creación estética se produce siempre la elevación del mundo de la experiencia, de lo fáctico, a otro distinto y más hermoso, un mundo en el que las contradicciones de la vida del hombre se ven de algún modo superadas. “Lo que sentimos -dice Marina- en la experiencia estética es que un trozo de realidad se ha convertido en un signo de una existencia posible, deseable y lejana”. La obra de arte representa entonces el papel de una fulguración interior, un deslumbramiento en el que al espíritu se le revela de alguna manera la verdad y la realidad de ese modo de vida ansiado y presentido. Lo que se manifiesta en la experiencia estética es la punta del iceberg, el pequeño afloramiento del misterio profundo que esconde la realidad detrás de su apariencia mostrenca. La labor de creación es entendida no como invención de un mundo ficticio, sino como descubrimiento aproximativo de la profunda y brillante realidad que se esconde detrás de esas apariencias que solemos llamar realidad y que no son más que su corteza visible.
No se trata de un conocimiento racional y conceptual, fruto exclusivo del razonamiento discursivo, sino de un conocimiento también amoroso y nostálgico; una intuición premonitoria: como si desde la propia entraña de las cosas, por medio del autor, se fueran abriendo paso hacia la superficie, a través de la masa gris y pesada de lo mostrenco, pequeños fragmentos brillantes de lucidez procedentes del fondo misterioso de los seres, que iluminan de una manera nueva la realidad.
Esto quizá sea más perceptible en la poesía y en la música. Baudelaire, hablando del instinto de Belleza que distingue al poeta, dice que “él es lo que nos hace considerar a la tierra y a sus espectá¬culos como un esbozo, como una correspondencia del cielo. La sed insaciable de todo aquello que está más allá, y que la vida revela, es la prueba más viva de nuestra inmortalidad. Es a la vez por la poesía y a través de la poesía, por y a través de la música, como el alma entrevé los esplendores situados tras la tumba; y cuando un poema exquisito hace venir las lágrimas al borde de los ojos, estas lágrimas no son la prueba de un exceso de gozo; son, más bien, el testimonio de una melancolía irritada, de una naturaleza exilada en lo imperfecto y que querría apoderarse inmediatamente, en esta misma tierra, de un paraíso revelado” (Baudelaire).
En las formas auténticas del arte -la poesía, la pintura, la música- encuentra una de sus expresiones más altas esos sentimientos de carencia irremediable, de nostalgia viva y desesperante de ese complemento nunca alcanzado y siempre ambicionado que el hombre reclama.. A través de ellas el hombre vislumbra el misterio profundo de la existencia, el misterio de lo infinito que lo constituye y lo reclama pero que, como tal infinito, se resiste a toda definición. “Las formas más elevadas del arte -dice Crespi- no pretenden decir, forzar nuestra atención a través de argumentaciones, sino que muestran de manera pura lo que no puede expresarse con palabras. Como ha escrito Cassirer comentando a Schelling: ‘En la obra acabada del genio hay un sentido infinito que se ha vuelto objetivo, un sentido que no se puede comprender ni captar mediante una reflexión, ni siquiera mediante la reflexión del propio creador’” (Crespi).
No es imprescindible que el artista sea expresamente consciente de que su obra es una revelación del misterio oculto de la verdadera realidad. Puede serlo o no. Simplemente el poeta descubre lo espiritual de las cosas y algo que hay más allá de ellas. Pero el poeta no tiene porqué saber que en realidad se trata de un conocimiento especular de Dios, una incoación confusa, un atisbo incompleto de Dios. Y la razón estriba en que el poeta no tiene por qué conocer “los lazos que en el ser ligan necesariamente con Dios a la poesía y a la belleza, o lo sabe de un modo tan confuso que puede recusar, en lo que respecta a sus propias opciones humanas, el impulso que atraviesa su experiencia, o falsear su significación y detenerse en el espejo rehusando la Inmensidad demasiado real que éste refleja enigmáticamente. Es por ello por lo que algunos poetas están con¬vencidos de que toda poesía es de esencia religio¬sa” (J. Maritain), aunque apenas si crean en Dios. Desde luego, los clásicos lo pensaban. Para ellos la poesía es fruto del entusiasmo, que etimológicamente significa el hecho de estar poseído por un numen (cualquiera de los dioses, en la mitología clásica).
Ese encanto misterioso que el poeta entrevé confusamente puede llamarlo Belleza imposible, puede denominarlo “un reino más grande que el mundo” (R. Maritain), pero esto no quita ni pone nada: sepa o no sepa el poeta que está hablando del Misterio, el Misterio está hablando por él (O. González).
Ese imposible “no podemos -dice C. S. Lewis- ocultarlo ni revelarlo, aunque deseamos hacer ambas cosas. No cabe revelarlo porque es el deseo de algo que está más allá de nuestra experiencia. No es posible acallarlo porque nuestra experiencia está sugiriéndolo continuamente, y nos delatamos como se descubren los amantes al mencionar el nombre del amado. El recurso más habitual consiste en llamarlo 'belleza' y en actuar como si eso resolviera el asunto. El subterfugio de Wordsworth consiste en identificarlo con ciertos momentos de su propio pasado. Todo esto es una trampa. Si Wordsworth hubiera regresado a esos momentos del pasado, no habría encontrado el objeto deseado, sino sólo un recordatorio suyo. Lo recordado resultaría ser un recuerdo en sí mismo. Los libros o la música en que creíamos que se ocultaba la belleza nos traicionarán si confiamos excesivamente en ellos. Pues realmente no está ni en aquellos ni en ésta, tan sólo se revela a través de ellos. En realidad, los libros y la música aumentan el deseo de poseerla. (...). La nostalgia sentida durante toda la vida, el anhelo de reunirnos en el universo con algo de lo que ahora nos sentimos separados, de estar tras la puerta vista siempre desde fuera, no es mera fantasía neurótica, sino el más fiel exponente de nuestra situación real. Ser llamados a entrar supondría una gloria y un honor muy superiores a nuestros méritos y, consecuentemente, la curación de ese viejo dolor” (Lewis).
Esto lo podemos contemplar como crisis en casi todos los escritores, poetas, pintores, músicos... y en casi todos los hombres que viven realmente: a veces parece que el mundo sea algo extraño lejano, que uno está solo y se siente extranjero entre lo que le rodea, que incluso las personas con las que más unidos estamos a veces parecen inaccesibles; y que aquello que de verdad queremos y necesitamos alcanzar siempre queda más allá de donde hemos llegado, como una meta inasequible. Nostalgia de plenitud., en la que al hombre le pesa la contingencia de este mundo y la suya propia (Terrasa). El hombre anda a la búsqueda anhelante de la clave que convierta en posible ese imposible al que aspira. Como dice Thibon: “la verdad, el amor y la belleza existen en alguna parte, y toda esa nada que me ahoga no tiene poder para impedirlo”.
5. Para la eternidad
¿No será un auto-engaño, una ilusión, ese pensamiento de perdurabilidad, la existencia de ese otro mundo? Parece que no; al contrario, tiene más bien el aire de algo completamente original, genuino. Desde luego, no es de ahora: afecta al homo sapiens sapiens desde el principio. La identificación de los comienzos de nuestra especie está vinculada precisamente con los rituales funerarios (mejor que con el “culto a los muertos”, que es una expresión ambigua), que manifiestan la creencia en una vida después de la muerte. La creencia en la inmortalidad personal es una constante antropológica que se presenta a la vez como un hecho no sólo psicológico (personal), sino también -y sobre todo- sociológico. Los seres humanos, tanto individual como colectivamente, reaccionamos así ante la muerte. El hombre, al descubrir y anticipar su muerte, descubre como por contraste su propia tendencia a no morir, a la inmortalidad. La paradoja es evidente, y es lo que provoca esa mezcla de confusión y de rechazo. La muerte se muestra como incomprensible porque es algo que no debería suceder.
Podríamos hacer aquí y ahora un resumen de ese haz de argumentos que parecen convergir más allá del horizonte de nuestra vida actual y proyectar al hombre más allá de sí mismo, del tiempo y de muerte, hacia una vida más amplia y dilatada que siente de algún modo como su verdadera vida. El hombre, a pesar de ese obstáculo imponente que es la muerte, contra el que parece romper y destrozarse toda vida humana, se siente permanentemente impulsado hacia adelante por una pretensión sin meta asignable al tiempo. Ninguna razón intrínseca justifica el agotamiento de la línea argumental de la vida personal en la historia, es decir, en el tiempo (Lucas). No parece haber nada en el mundo que agote ese afán del hombre:
- de conocer y conocerse. Toda la realidad (particularmente él mismo, su propia persona) aparece como insondable, misteriosa, inexplicable en su totalidad de ser y de sentido.
- de querer y querer, como si el hombre fuera un afán perpetuamente insatisfecho, insaciable, incolmable por cualquier realidad terrena. No hay placer que lo retenga, que lo aquiete, sino momentáneamente, y sólo para después atreverse a más, necesitar más (algo cualitativamente distinto y superior);
- de sentido. Como si toda acción humana tuviera un carácter inconcluso en espera de una situación definitiva en la que adquiera pleno sentido lo que ahora parece no tenerlo sino de manera fragmentaria, a causa del mal, del dolor y del fracaso que truncan y astillan la vida de los hombres: la realidad del amor y esas vidas vividas en fidelidad a lo que el hombre entiende como digno de sí, están reclamando una plenitud de sentido que las actuales condiciones de la existencia humana les niegan.
Esa falta de plenitud, esa diferencia entre aquello a lo que el hombre aspira como propio y lo que en realidad consigue, está reclamando una plenitud más allá de las actuales condiciones de existencia, más allá del tiempo y de la historia.
Por otro lado el hombre percibe, como dijimos en su momento, la gratuidad de su propia existencia: un don que se le ofrece y no algo que él mismo se otorgue. Y entiende también de manera evidente que tampoco está en condiciones de disponer sobre el término de esa existencia. Por eso mismo puede llegar a intuir que él tampoco es la fuente del sentido de su vida, que el sentido de su vida no viene de él mismo sino de Aquel que lo fundamenta y lo trasciende. Y puede llegar a entender que lo que le compete en propiedad es encontrar ese sentido y, una vez encontrado, aceptarlo (o subsidiariamente, rechazarlo). De ahí que el acto radical de la libertad humana consista esencialmente en determinarse en esta cuestión, es decir, en decidirse frente a ese Fundamento trascendente que es Dios.
El hombre, desde distintos puntos de vista, entiende que no viene del tiempo ni se agota en el tiempo, y que la muerte, lejos de manifestar el sinsentido de la vida, ha de ser en realidad la que nos libere de nuestra incapacidad actual, la que revelará lo que en realidad somos, despojándonos de cuanto ahora esclaviza nuestra condición eterna.
Pero todo eso supone necesariamente a Dios, que nos trae a la existencia, nos llama a la eternidad y nos hace eternos acogiendo nuestra propia vida en la Suya; un Dios que al término de nuestra vida temporal, nos resucite a la eternidad. Nietzsche tiene razón en lo que sospecha -el hombre es Dios, el hombre está llamado a ser Dios- pero no en la solución que da ni en las razones que aduce. Porque al hombre la participación en la divinidad de Dios le ha sido otorgada como un don gratuito, y para hacerla real el hombre tiene que abrirse al don de Dios, responderle libremente. Por contra, el hombre se malpierde cuando se cierra a Dios y pretende ser Dios por cuenta propia. Cuando el hombre decide ser Dios no por apertura y asimilación con el Único que es Dios sino por suplantación, se convierte en dios, es decir, en un ídolo, en una apariencia sin contenido, incapaz de salvar. “Cuando el hombre se aparta de Dios, no es Dios quien le persigue, sino los ídolos” (Ratzinger).
6. ¿Vida eterna o eterno retorno?
Aquí convendría una explicación acerca de las cualidades de ese futuro del hombre -ese no-fin presentido por el hombre, que sólo en apariencia trunca la muerte- para que sea verdaderamente humano. Para que sea verdaderamente nuestro y satisfaga el ansia de plenitud personal que anhelamos, para que complete lo que aún no somos sin renegar de lo que ahora somos, habría de ser:
a) un futuro en que nuestra vida actual -con sus luchas, su dolor, su trabajo, su esperanza- tenga verdadero y pleno sentido. Es decir, un futuro en que nuestra vida actual no sea arrumbada, negada, ni considerada un ejercicio sin importancia ni valor, realidad banal que nos podríamos haber ahorrado. Ese futuro debería dejar intacta la seriedad de esta vida, su decisividad. Ha de existir por tanto una continuidad biográfica del sujeto en los dos estados, es decir, entre esta vida y la futura vida eterna. El hombre no se sentiría afectado por un futuro que le resultara totalmente extraño porque nada tuviera que ver con el presente, con lo que ha sido su vida hasta ese momento, con lo que él ha hecho de su vida hasta entonces, y más particularmente con la decisión originaria de la libertad radical, la decisión decisiva que el hombre toma siempre sobre la totalidad de sí mismo, sobre él en sí mismo: la postura de aceptación o rechazo que adopte frente a Dios, que es su Fundamento. La vida del hombre tiene carácter de respuesta: vivir es responder a Dios, entrar en diálogo con Él. La pregunta que nos hace, por si tienen curiosidad, es la misma que leemos en el Evangelio, dirigida a San Pedro: “¿Simón, me amas?”.
Las versiones circulares del tiempo, en sus distintas modalidades (eterno retorno, reencarnación del alma...), convierten la vida del hombre en una realidad irrelevante, la historia entera en una apoteosis de la irresponsabilidad. En efecto, si todo fuera un arbitrario y permanente volver a empezar de cero, si todo fuera pura y simple provisionalidad y no hubiera nada realmente decisivo, ¿qué sentido tendría empeñarse en hacer algo interesante con la propia vida? El sentido de la responsabilidad se esfumaría, y con ello se volatilizaría la idea de la vida como proyecto y aun la noción misma de libertad, que es justamente lo que el hombre sabe que convierte su vida en algo valioso. Sólo quedaría una vaciedad sin nombre, tan cambiante como insignificante.
Nietzsche se ve forzado a admitir el eterno retorno como subterfugio para que el tiempo mil veces recomenzado se convierta en un sucedáneo de la eternidad, a fin de que el hombre se parezca algo a ese remedo de Dios en que Nietzsche está empeñado en convertirlo. Pero la inconsecuencia es patente: la vida, entendida así, se vacía de contenido. La supervida del superhombre resulta ser el triunfo del vacío y de la arbitrariedad. Pero esto sólo se puede pensar como positivo cuando –y éste es el caso de Nietzsche- se entiende de manera profundamente equivocada la naturaleza de Dios. Para Nietzsche la esencia de la religión, de la relación del hombre con Dios consistía en el sometimiento absoluto por parte del hombre a la voluntad de Dios, entendiendo ésta en el sentido de la pura arbitrariedad. Freud tendría algo que decir en esta forma tan desgraciada y empobrecida que Nietzsche tenía de entender a Dios y la religión, herencia sin duda del acentuado rigorismo luterano en el que había sido educado en su infancia.
b) Mucho menos aún se sentiría vinculado el hombre con un futuro que no fuera su propio futuro, futuro de él mismo. Para ser verdaderamente humano el futuro ha de respetar la identidad de la persona, la continuidad del yo: ha de ser un futuro en el que yo siga siendo yo, el mismo y no otro. La idea del recomienzo absoluto presente en cualquiera de las versiones del tiempo circular no respetan esta necesidad fundamental; y la idea de la transmigración de las almas es insostenible ya que no guarda los criterios de identidad del yo antes y después de la reencarnación (Arregui). Si cada vez que recomienzo soy otro y me veo forzado a adoptar una identidad distinta (y así hasta el infinito) ¿qué más da quién sea yo ahora? Y si eso no importa, nada en realidad es importante. Pero esto, al menos en sus momentos de lucidez, el hombre no lo puede aceptar; hay demasiados datos para pensar que ese supuesto no respeta la realidad. Cuando el hombre piensa en un futuro digno y pleno, piensa en un futuro que tenga como una de sus características esenciales una cierta continuidad con el presente en esos aspectos mencionados.
c) A la vez se advierte que ese futuro no puede consistir, sin más, en una prolongación indefinida de nuestro actual modo de vida, en un “más de lo mismo”, porque eso no resolvería el problema, sino que lo agravaría. La plenitud de vida que el hombre reclama no es una plenitud puramente temporal, una distensión temporal indefinida; la plenitud no hace referencia solamente a un tiempo sin final, sino también y sobre todo al modo de vivir: implica una plenitud modal. Lo que el hombre añora y echa en falta es otro modo de vivir, que incluye la infinitud temporal pero que no se agota en ella. Un futuro en el que el hombre sea el mismo, pero su vida no sea lo mismo (Ruiz de la Peña).
7. No más de lo mismo
Borges expresa con gran claridad en un relato lucidísimo, Los inmortales, el sinsentido que resultaría si la vida eterna consistiera solamente en la prolongación indefinida de este mismo tipo de vida que los hombres llevamos ahora. En una vida así ocurriría la paradoja de que mi yo se salvaría, continuaría existiendo, pero mi vida se habría perdido precisamente porque quedaría desprovista de su decisividad: nada sería definitivo, todo podría ser hecho de otra manera sin que ocurriera nada, cualquier situación acabaría siendo repetición de otra anterior, etc. Y el hombre esto no lo consiente, porque entiende que la identidad de la persona es indesligable de su biografía: mi vida soy yo.
Este es, resumidamente, el argumento de ese relato: llevado por su fe en una antigua leyenda, un hombre busca la Ciudad de los inmortales, una ciudad construida a orillas de un río cuyas aguas confieren la inmortalidad a quienes se bañan en ellas. Después de incontables peripecias, la encuentra en medio del desierto: la reconoce porque su descripción coincide en líneas generales con la que encontró en una crónica antiquísima.
Pero constata que la ciudad está vacía, deshabitada, y que su construcción es completamente caprichosa: edificios inhabitables de arquitectura estrafalaria, grandes escalinatas que no llevan a ninguna parte... Supone entonces que un turbio y miserable arroyo de escaso caudal -casi seco- es el río de la inmortalidad. Junto al río descubre a un pueblo semisalvaje, que habita en cavernas sin ningún acondicionamiento. Van semidesnudos, se muestran completamente apáticos, sin interés por nada, no trabajan, malviven comiendo cualquier cosa, parecen no saber hablar y desde luego no hablan entre ellos, no se comunican... Un día, hablando con uno de ellos que le sigue con la docilidad y la indiferencia de un perro, intentando hacer burla de su incultura, se dirige a él en griego clásico y le declama un pasaje de la Ilíada. Para sorpresa suya el salvaje, con cara de aburrimiento, continúa la recitación de los versos de Homero en el idioma original. Con horror recibe la información de que está hablando con el mismísimo Homero, que en sus días llegó hasta aquí buscando las aguas del río de la inmortalidad, y continúa vivo. Ellos, los cavernícolas, son los inmortales. Su erudición es vastísima, pero todas las informaciones que poseen han acabado por resultarles indiferentes. Sólo desean morirse, si esto resultara posible. Ninguna otra cosa les interesa para nada.
El relato muestra con claridad cómo el resultado de ese tipo de vida -esta misma vida, sin final- no sería la plenitud, sino al contrario, el desinterés por la propia vida, el tedio. En esa historia sin final todo acabaría siendo repetición de algo anterior, todo da lo mismo, todo resulta indiferente y banal, nada importa realmente. La importancia de mi vida -lo que me ha pasado y lo que he hecho- se perdería en la trivialidad; mi voluntad de hacer mi vida, ésta y no otra -que es lo que la convierte en apasionante-, resultaría una estupidez, un sinsentido. En esa vida sin final no habría plenitud, sino un inacabable aburrimiento, un inmortal aburrimiento mortal; hasta el deseo mismo de que esa situación acabara, de algún modo estaría falto de interés, porque esa posibilidad no podría realizarse. A partir de determinado momento todo estaría dicho y hecho, todas las posibilidades habrían sido ya agotadas y el futuro habría perdido cualquier interés al quedar convertido en aburrida e inacabable repetición.
Por tanto, ese futuro en el que el hombre piensa y al que aspira, ha de estar marcado también por la novedad, un futuro en el que el hombre es el mismo, pero no lo mismo, en el que su modo de vivir sea distinto, y en el que se puedan hacer realidad plena todas esas virtualidades que ahora están en él como tendencias puramente incoadas. Continuidad y novedad son las características del futuro verdaderamente humano.
A la luz de todo esto se entiende que, hablando verdaderamente, la eternidad entendida de esta manera no vacía de contenido la vida del hombre anterior a la muerte, no trivializa su existencia en el tiempo, que es uno de los ataques que tradicionalmente se ha dirigido a la religión: “los cristianos se desentienden de este mundo porque sólo les importa el cielo”. Ese elemento de continuidad deshace el valor de esa sospecha: no sólo mi propia persona, sino mi propia vida contará para eternidad; es aquí abajo donde decidimos nuestra eternidad. La felicidad eterna no es fruto del azar o la arbitrariedad, no nos cae en una tómbola. La eternidad es para quien sabe amar esta vida y amar en esta vida. Son precisamente aquellos que nos quieren disuadir de la idea de la eternidad quienes han hecho de la tierra una realidad yerma y vacía. “Es preciso redescubrir el valor para creer en la vida eterna con todo nuestro corazón. Si lo hacemos, ten¬dremos también arrojo suficiente para amar la tierra y confiar en el futuro. Si nos atrevemos a creer en la vida eterna, a vivir para la vida eterna, veremos cómo la vida se torna más rica, más grande, libre y dilatada” (Ratzinger).
Es precisamente el rechazo de la eternidad o la afirmación del eterno retorno lo que convertiría la vida actual del hombre en un absurdo, en una incongruencia inexplicable, en un sinsentido insoportable. Shakespeare hace decir a Macbeth con toda crudeza, en medio de la desesperación provocada por su crimen: “¡Extínguete, extínguete, fugaz antorcha! La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena, y después ya no se le vuelve a oír...; un cuento narrado por un idiota con gran prosopopeya, pero que nada significa”. Dios es el único que dota de sentido y fundamento pleno a la vida del hombre.
VI
DIOS, HORIZONTE Y PLENITUD DEL HOMBRE
1. El significado de la palabra “Dios”
El protagonista de Los siete mensajeros de Buzzati, príncipe heredero de un país sin identificar, parte un día para explorar el reino de su padre. Decide llegar hasta la última frontera, tan alejada que en realidad nadie ha visitado nunca. Al cabo de ocho años y medio de viaje, cuando escribe el relato de esa experiencia, todavía no ha conseguido alcanzarla y, a pesar del largo camino recorrido, las noticias que recaba de sus súbditos de aquella tierras alejadas sobre la situación exacta del límite fronterizo siguen siendo tan confusas como lo eran en la capital. Este hecho, sin embargo, en lugar de incitarle al desánimo lo espolea cada vez más en su búsqueda. Le asalta la vaga premonición de un descubrimiento desconcertante: “no existe, sospecho, frontera, al menos en el sentido en que nosotros estamos acostumbrados a pensar. No hay murallas que separen ni valles que dividan, ni montañas que cierren el paso. Probablemente cruzaré el límite sin advertirlo siquiera”.
Algo le indica que allí, en aquel remoto confín, encontrará cosas nuevas y sorprendentes: “Desde hace un tiempo se despierta en mí por las noches una agitación insólita. Y no es ya la nostalgia por las alegrías abandonadas, como ocurría en los primeros tiempos del viaje; es más bien la impaciencia por conocer las tierras ignotas a las que me dirijo. Día a día, a medida que avanzo hacia la incierta meta, voy notando -y hasta ahora a nadie se lo he confesado- cómo en el cielo resplandece una luz insólita como nunca se me ha aparecido ni siquiera en sueños, y cómo las plantas, los montes, los ríos que atravesamos, parecen hechos de una esencia diferente de aquella de nuestra tierra, y el aire trae presagios que no sé expresar. Mañana por la mañana una esperanza nueva me arrastrará todavía más adelante, hacia esas montañas inexploradas que las sombras de la noche están ocultando. Una vez más levantaré el campamento mientras por la parte opuesta Domingo, mi mensajero, desaparece en el horizonte llevando a la ciudad remotísima mi inútil mensaje”.
El relato es de un evidente sentido parabólico, una metáfora de la vida del hombre que, abandonando el terreno cómodo y trillado de lo instantáneo, de las pequeñas certezas del momento y del lugar, se atreve a viajar hasta el final de sí mismo en un deseo de encontrar los límites, las fronteras reales que definen el ser hombre. Y entonces ocurre lo inesperado: según se acerca a la previsible frontera, al supuesto límite, algo le sugiere que el tal límite quizá no exista: el hombre finito atisba al final, más allá de sí mismo (y más adentro), lo infinito; el viajero, hecho de tiempo, presiente la eternidad. El hombre, cuando busca sinceramente y se pone en camino, encuentra más de lo que buscaba: encuentra en el horizonte de su última frontera a Dios.
En los capítulos anteriores hemos procurado, como el explorador de Buzzati, llegar hasta esa última frontera de la vida del hombre recorriendo las zonas más profundas, las galerías subterráneas que van por debajo de la brillante superficie de uno mismo y las regiones más alejadas y menos visitadas. Así hemos intentado resolver la pregunta acerca de la extrañeza del propio existir -¿cuál es la fuente de la que procedo y por qué estoy aquí?-, la desazón que siente el hombre al experimentar su vida como no plenamente satisfactoria, siempre deseando más y siempre constatando que la meta conseguida nunca colma esa secreta aspiración. “Los ríos afluyen continuamente al mar, pero el mar nunca rebosa”, dice la Escritura; así se ve también el hombre: siempre por llenar, como si la felicidad a la que aspira quedara más allá de todos sus intentos por alcanzarla, siempre entrevista y nunca conseguida.
Hoy la presión educacional del ambiente tiende a convertir la vida en un camino emprendido en pos del triunfo social entendido como poder o dinero o reconocimiento de la opinión pública, y todas sus posibles combinaciones: la notoriedad buscada a cualquier precio. Y la palabra es competitividad: todos contra todos, y todo el tiempo y las mejores energías invertidas en ello. Por eso son interesantes estas consideraciones de Merton que vienen a ser un alegato duro pero extraordinariamente lúcido: “Juro que me he pasado la vida evitando el éxito enérgicamente. Si una vez escribí un bestseller -se refiere a su libro La montaña de los siete círculos- fue puro accidente, debido a la falta de experiencia y a la ingenuidad, y tendré buen cuidado de no hacerlo en el futuro. Si tengo un mensaje para mis contemporáneos, es seguramente éste: sed cualquier cosa que queráis..., pero evitad a toda costa una cosa: el triunfo”.
Volviendo a la cuestión anterior, echemos la vista atrás sobre la legión innumerable de aquellos a quienes, en la larga historia de la humanidad, la vida “les ha salido mal” a pesar de todos sus esfuerzos, la multitud de los desasistidos de la fortuna sin culpa propia, la buena gente cuya vida fue sin embargo arrollada por la violencia injusta. ¿Tendrán recompensa esas vidas? ¿Quién se la dará? ¿Cuándo, dónde? Son preguntas que brotan espontáneamente.
Supongamos que la respuesta fuera negativa. Equivaldría a argumentar que esas personas no tuvieron suerte, que no nacieron en el momento adecuado, en el lugar preciso y con la dotación necesaria (como si eso hubiera dependido de ellos). Significaría que el hombre es nada, y todo valor apariencia salvo la fuerza, el poder. La verdad, el bien, la rectitud, la solidaridad tampoco significarían nada. La Historia, pasada y presente, parece avalar esta impresión negativa. Contemplemos el panorama: triunfa -o al menos tiene más posibilidades de hacerlo- el que miente, el que aparenta, el hombre sin escrúpulos, el violento. No necesitamos ir muy lejos para comprobarlo; basta con leer los periódicos o ver los telediarios. Da la impresión de que siempre ha sido así, y seguirá siendo así.
Sin embargo esa situación provoca una natural indignación, una irritación existencial porque significaría algo profundamente injusto contra lo que el hombre se rebela desde su misma raíz. Argumentar que el fracaso de ellos contribuirá a que el futuro sea mejor para otros se podría aceptar, pero como respuesta es completamente insuficiente. No basta con un final mejor o más feliz del que sólo algunos gozarán (los que vivan entonces). El hombre no se resigna a ser material de derribo de la historia, intuye que no lo es en absoluto. Presiente que su vida tiene un sentido, desea y aspira a una nueva vida que suponga una verdadera refundición de todo el recorrido de la historia (Guardini), una situación en la que la muerte respete verdaderamente todo lo que el hombre ha hecho, todo lo que cada uno ha sido.
Pero esta cuestión del sentido, que el hombre intuye como real y verdadero –no se trata de una ilusión o un simple deseo-, no se puede demostrar desde dentro de la historia –tampoco su contraria- ni teórica ni prácticamente, dada la complejidad de la acción humana y la incertidumbre radical que pesa sobre la cuestión de saber en qué medida el dato histórico refleja el estado de conciencia del protagonista. El hombre no lo puede demostrar, pero tampoco se puede arrancar esa esperanza de que las cosas sean así, de que la vida tenga un sentido último, incluso frente a toda apariencia contraria, frente a la sensación de fracaso con que los demás pueden percibir mi vida. Esa esperanza no tiene su fundamento en ninguna evidencia exterior, sino en una persuasión interior: la persuasión de que la Historia que escribimos no es “toda la Historia”; lo que parece ocurrir, aquello de que tenemos constancia a través del dato histórico, no es “todo lo que ocurre”. Por encima y más allá de ello –aunque vinculado esencialmente con ello-, hay algo más: un sentido pleno. Hay un eco, una reclamación de justicia sobre nuestra vida más allá de la Historia. Esa reclamación de ese sentido pleno de la Historia es una reclamación de Dios: “el sentido de la totalidad no se nos puede revelar a través del hombre finito, sino sólo desde el sentido pleno y el espíritu pleno que abarca al hombre y al mundo, desde un espíritu que es la realidad que todo lo determina y que es, por tanto, lo que en lenguaje religioso llamamos Dios” (Kasper).
La esperanza histórica de los hombres es, en definitiva, la esperanza de la que existe la justicia sobre el hombre; que sea reconocido lo que intento, más allá del azar de lo que acaba ocurriendo; la esperanza de que el hombre sea reconocido como tal. “La esperanza no es en este contexto una actitud preconcebida y partidista, sino una condición trascendental de la posibilidad del ser humano. Nosotros, como hombres, no podemos menos de esperar que el asesino no triunfe en definitiva sobre sus víctimas inocentes. De renunciar a esta esperanza, renunciaríamos a nosotros mismos. Pero la violencia injusta sólo se puede eliminar mediante la violencia. Así nos movemos en el círculo maléfico de la culpa y la venganza, del que sólo nos puede sacar un nuevo inicio que no cabe derivar de las condiciones de la historia. La proyección al futuro implica, pues, el futuro de una nueva justicia que no olvide a los muertos(...). Si no se quiere mediatizar la esperanza en favor de una generación futura y en favor de aquellos que están en la cresta del progreso, la esperanza debe implicar necesariamente al Dios de la esperanza que da vida a los muertos para hacerles justicia” (Kasper). Una vez más, la paradoja de una aspiración humana radical, cuya realización cae, sin embargo, fuera de sus posibilidades.
A esta aspiración de un futuro que haga justicia a la vida del hombre se refiere Rilke en El Libro de Horas llamándola la gran muerte por contraposición a la pequeña muerte de los comienzos, la muerte pensada en la infancia como simple acabarse de la vida, esa muerte desesperanzada y triste:
“Señor, da a cada uno su muerte propia,
el morir que de su vida brota,
en la que él tuvo amor, sentido y pena.
Pues somos tan solo corteza y hoja.
La gran muerte, que cada uno en sí lleva,
es fruto en torno a lo que todo gira.
Por ella se despierta la muchacha
y surge como un árbol de una voz,
y por ella anhela ser el niño hombre...
Por ella lo mirado es como eterno,
aunque haga mucho tiempo que ocurrió”.
(Rilke)
“Por ella -se refiere el poeta a la gran muerte- lo mirado es como eterno...” Ese verso -y todo el poema- transmite la convicción del hombre de que, al igual que el pasado permanece en el presente como recuerdo y como huella (no desaparece, no se volatiliza, no es una inutilidad que ocurrió), así nuestra vida actual se guarda para la eternidad: también ella es memoria que Alguien guarda.
Es Aristóteles quien afirma -según recoge Alvira- que los vivientes inferiores al hombre no se proponen algo mejor (realizar acciones mejores) porque no tienen esperanza de alcanzar lo eterno. Lo cual indica que es esa esperanza de eternidad lo que mueve al hombre a emprender ese trabajo en que consiste su vida digna. El móvil del hombre, lo que le lleva a intentar lo mejor es el hecho de que aquello a lo que tiende le vaya a servir para siempre y se convierta para él en algo definitivo. Se puede considerar esto mismo desde otro aspecto diciendo que no se puede tender indefinidamente hacia algo sin llegar a conseguirlo nunca: felicidad y tiempo son irreconciliables; el futuro del hombre, su felicidad, no está en el tiempo sino más allá: en la eternidad. El hombre aspira a lo mejor, se propone lo más digno, porque sabe que lo conseguirá, porque intuye confusa pero confiadamente que lo suyo es la eternidad. La eternidad como don, pero la eternidad.
A la vez, ese futuro final de la historia que el hombre espera tiene que ser presente para todos, no puede ser sólo -sería injusto- para los que consigan gozar de él en un futuro temporal. Cuando se promete el paraíso a las generaciones futuras, pero al individuo particular exclusivamente la nada, en realidad es como si no se prometiera nada a nadie (Ratzinger). La única realidad para la cual el pasado y el futuro están en presente, es lo eterno. Un futuro justo para todos reclama la eternidad para cada uno. En resumen, como vuelve a decir Ratzinger, “el hombre necesita la eternidad. Cualquier otra esperanza se queda demasiado corta”.
V
MUERTE E INMORTALIDAD
1. Las redes del tiempo
Hemos descrito antes al hombre como ser de memoria y de proyecto, constitucionalmente abierto al futuro y comprometido con él. Vivir es tener futuro. Pero ese hombre-proyecto choca frontalmente -se estrella, podríamos decir- con un acontecimiento tan real como enigmático: la muerte. ¿Es el hombre un proyecto que la muerte destroza y aniquila, un proyecto abocado a la desaparición más completa? En la Antígona de Sófocles, el coro canta : “Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna como el hombre... Tiene recursos para todo; sólo la muerte no ha conseguido evitar”. Únicamente ante la muerte se siente el hombre impotente y sin recursos. La muerte es para él algo extraño de lo que no sabe librarse; y no sólo extraño y sorprendente, sino terrible.
En primer lugar por el carácter de certeza irrefutable con que se presenta: “¿qué es el hombre? -se pregunta Thibon-: un ser que piensa, que ama, que va a morir y que lo sabe. Poco importa que se esfuerce en olvidarlo, que intente vendarse los ojos inútilmente con las apariencias: los ojos del alma no se ciegan como los del cuerpo, y el hombre lo sabe. Es su única certeza, la única promesa que no ha de fallar, la gran paradoja de la vida, cuya su-prema verdad se halla en la muerte”. Todo hombre sabe que un día morirá. La muerte es un dato tan esencial que, toda concepción del mundo y del hombre que no incluya la muerte, que pretenda olvidarla, no puede ser más que ilusión (Clément).
Freud, contemplando la muerte desde el punto de vista del que piensa acerca de ella, dice algo que sólo en apariencia contradice la anterior afirmación: “cada uno de nosotros tiene a todos como mortales menos a sí mismo”. La causa habría que buscarla en el hecho de que el saber informativo sobre la muerte proviene de la experiencia de la muerte ajena: la muerte es algo que, de momento, les ocurre a los demás (Alfaro). Mi propia muerte es para mí algo extraño, ajeno y lejano. Borges pone en boca de Almotásim el Magrebí (s. XII), personaje presumiblemente ficticio, esta consideración:
“Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado,
que es la estación (nadie lo ignora) más propicia a la muerte.
¿Es posible que yo, súbdito de Yakub Almansur, muera
como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles?”
(J. L. Borges)
Este temor que la muerte suscita no viene motivado principalmente por la incertidumbre del cuándo y del cómo, sino en primer lugar por el hecho en sí de la muerte. Lo más esencial de la vida es seguir vivo. Frente a esto, todo lo demás aparece como secundario. Woody Allen, en Deconstruyendo a Harry, lo expresa con su habitual lucidez descarnada y algo cínica cuando hace decir al protagonista, Harry, que espera el diagnóstico médico sobre el tumor que padece: “la frase esencial en la vida no es te amo, sino es benigno”.
Baudelaire, en su estudio sobre Poe (según cita Arregui), anota que su muerte fue espantosa. Pero no se refiere a que muriera entre grandes dolores o vilmente asesinado, o tuviera una muerte humillante; nada de eso, sino justamente lo contrario: murió en medio de una tremenda borrachera, de modo que apenas se dio cuenta de que se moría; y eso es precisamente lo espantoso, eso es lo terrible para él: la enorme trivialidad con que se presenta la muerte. Termina una vida humana -que es la forma más lograda del universo-, y todo ocurre “como si no pasara nada”. Se trata por tanto del estupor ante algo que parece poco razonable, contradictorio, como si la muerte fuera una terrible equivocación o una enorme incongruencia.
¿Porqué la muerte se nos aparece como horrible precisamente a causa de su incongruencia? Sencillamente porque todo hombre tiene un convencimiento íntimo de que la muerte no es para él, no debería ser para él. El hombre está íntimamente convencido de que lo suyo es no morir, una convicción tan extraña -puesto que la experiencia muestra que todos se mueren- como terca e irrebatible. No es una tendencia únicamente pensada, ni la proyección de un vehemente deseo que cobrara así un estatuto ficticio de realidad -como pensaba Feuerbach-, sino una tendencia esencial, radical, que forma parte de la realidad misma del hombre como una marca de nacimiento. “Haga lo que haga -dice Thibon- y desee lo que desee, tan¬to si se aferra al pasado como si corre hacia el futuro, tanto si se busca como si huye de sí mismo, tanto si se endurece como si se abandona, en la sensatez como en la locura, el hombre no tiene más que un deseo y una meta: escapar de las redes del tiempo y de la muerte, traspasar sus límites, llegar a ser más que hombre. Su verdadera morada es un más allá, su patria está fuera de sus fronteras”. “Si soy tan sólo un trozo de tierra -cantaba Guillermina Mota a mediados de los sesenta-, ¿porqué siento un anhelo de eternidad?”
2. Siempre despidiéndonos
Quizá muy pocos autores hayan entrañado esta tensión paradójica del hombre entre su ir hacia la muerte y su convicción de ser eterno, de estar hecho para la eternidad, como Unamuno. Esta es una cuestión central en su pensamiento, que le hace abrirse a la existencia de Dios entendido como único garante posible de la inmortalidad personal. Esa misma tensión, aunque de un modo menos dramático y más lírico, la recoge admirablemente Rilke en las Elegías de Duino (Elegía VIII):
“¿Quién nos dio la vuelta, de tal modo que,
hagamos lo que hagamos,
estamos en la actitud del que se marcha?
Como quien, en la última colina que le muestra
una vez más del todo su valle, se da la vuelta,
se detiene y permanece un rato,
así vivimos: siempre despidiéndonos”.
(Rilke)
“Pasar por las cosas una sola vez”, dice un poeta: justamente eso es lo que significa “andar siempre despidiéndonos”. Esto, por extraño que parezca, no convierte a la vida en fútil y despreciable sino al revés, en extraordinariamente interesante, apasionante en cada momento. Lo terrible sería vivir sin tener en cuenta la muerte, y esto por un doble motivo.
Primero, como apunta Arregui, porque “vivir de espaldas a la muerte es vivir en el engaño... Y si la propia vida es mentira y autoengaño, la muerte se convierte en el desengaño definitivo. La muerte reina soberana sobre una vida que no la ha tenido en cuenta, que no ha sabido construir por encima de ella... Sólo si se la tiene en cuenta -y mejor desde el principio-, puede ser vencida la muerte, impidiendo que todo acabe en nada, evitando que ella se convierta en la última y definitiva palabra sobre nuestra existencia... Pensar en la muerte no tiene por qué suponer un lastre a la vida...; más bien le confiere un apasionante dramatismo: sólo se vive una vez. Darse cuenta de que el tiempo a nuestra disposición es limitado no debe llevar a reflexiones pesimistas sobre la vacuidad de la vida, más bien tendría que conducir a un esfuerzo constante por colmarla de sentido, por aprovecharla al máximo. El problema del sentido de la vida no es una cuestión teórica, sino eminentemente existencial y práctica. No se trata de descifrar un sentido que ya está dado en un jeroglífico, sino de construir un sentido mediante la propia vida”.
En segundo lugar, porque lo que tiene el hombre delante (y detrás) de sí no es sólo la muerte sino, también con palabras de Rilke en la Elegía VIII:
“eso que llevamos siempre con nosotros
y que a menudo nos domina: el recuerdo,
como si aquello hacia lo cual uno tiende afanoso
hubiera estado ya una vez más cerca...
y su contacto hubiese sido infinitamente tierno”.
(Rilke)
Aparece la idea de la eternidad, de lo eterno, como verdadera patria del hombre, como su lugar propio, dotado además de esa cualidad de lo tierno que es propia del hogar. Venimos de lo eterno, y regresamos a lo eterno como a través de un bosque en el que ese fin ha desaparecido de nuestra vista, de nuestra apreciación directa, pero cuya presencia se experimenta como recuerdo y añoranza, como nostalgia. Ese “construir por encima de la muerte” es vivir el hoy con vistas al futuro eterno, descubrir el modo de hacer eterna nuestra vida, “llenar de eternidad -dice Thibon- nuestros días efímeros... Todo lo que no es eternidad recuperada es tiempo perdido”.
Es precisamente esa aparente contradicción entre la muerte y la inmortalidad lo que da grandeza a la vida del hombre, lo que confiere un valor extraordinario a las acciones del hombre, que mediante la libertad puede hacer con su vida lo que quiera, pero que en realidad le ha sido conferida para vivir una vida digna de él y de su fin eterno, no para hacer lo que me da la gana sino para hacer las cosas –aquello que creo bueno y digno- porque me da la gana. Se trata de “vivir sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte” (Beato Josemaría Escrivá). Tener miedo a la vida es tener miedo a la dificultad evidente que una vida digna trae consigo. Pero esa actitud cautelosa y timorata sólo a priori podría tener justificación; porque a quien se decide, la realidad se le abre como la flor a los tenaces esfuerzos de la abeja. Lo decía Hölderlin: “Donde hay peligro, florece también lo que salva”.
3. La filosofía como nostalgia
Todo esto venía a cuento de ese sentido de añoranza de lo eterno que, aunque no lo parezca, define muy bien a nuestra época, en la que el hombre ha perdido aquel sentido primero de fascinación, de admiración por el cosmos, que fue el motor que impulsó el pensar filosófico en los inicios de la filosofía en Grecia. El hombre ha aprendido a conocer y a utilizar la naturaleza por medio de las Ciencias y la Tecnología y con ello el mundo ha sido desencantado (liberado del encantamiento que ejercía sobre él lo oscuro, lo incognoscible, desposeído de prodigios y maravillas). Ese proceso de desencantamiento intentó abarcar al hombre -ya hemos hablado en otro lugar sobre los reduccionismos antropológicos de la Modernidad-; pero a la postre resultó que el hombre mismo terminó también desencantado, decepcionado con los resultados obtenidos, porque no sólo se hizo incapaz de contemplar la Naturaleza (¡quién se deleita contemplando un mecanismo!), sino que acabó perdiendo la fe en sí mismo: dejó también en el camino la conciencia de su propia dignidad y de su realidad misteriosamente inabarcable.
Hoy la filosofía vuelve los ojos al hombre con nostalgia. Al cabo de XXV siglos de pensamiento filosófico, puesto que la admiración ante el cosmos parece haber muerto, lo que mueve al hombre a seguir preguntándose es precisamente él mismo: el inicio de la filosofía -la idea es de Hölderlin, recogida por Heidegger y recordada por Buber- es la añoranza, la nostalgia radical que el hombre experimenta, la melancolía que provoca en él la posibilidad de alcanzar un estado en que ser hombre no resulte problemático (¿o es el recuerdo de un estado anterior?). La filosofía así entendida tiene mucho que ver con la búsqueda del sentido: el hombre anda a la búsqueda de un camino que le permita regresar a su patria y a su hogar, a su verdadera condición, que no es precisamente ésta que ahora experimenta. El hombre abriga la convicción de que es un desterrado que, con el paso del tiempo, de las generaciones, ha olvidado que lo es, ha perdido la “memoria de su origen primero esclarecida” (Fray Luis de León, Oda a Salinas) y ha procurado adaptarse a las condiciones de su destierro, sin conseguirlo plenamente. Como los judíos en el exilio de Babilonia, también el hombre actual puede decir: “¿cómo vamos a cantar y a estar alegres en tierra extranjera?” (Salmo 137).
Aparece la idea de la nostalgia como recuerdo, pero también como aspiración a algo cuyo contenido sólo oscura y confusamente se vislumbra, pero que se experimenta como aquello que da sentido pleno a la vida del hombre, algo que echamos en falta y cuya ausencia nos marca como un hierro.
Volvamos a la Odisea. Ulises (Odiseo), uno de los héroes griegos vencedores en Troya, regresa en barco a su isla de Ítaca una vez terminada la guerra. El viaje resulta extremadamente difícil: le acosan mil peligros, de los que sale triunfante merced a su astucia y su prudencia; retrasan su viaje mil dificultades. El pensamiento de su amada Ítaca -donde le esperan su mujer Penélope y su hijo Telémaco, su hogar y sus amigos, la vida tranquila y placentera que tanto añora- es la fuerza que le hace arrostrar esos peligros y vencer la tentación de instalarse en cualquier lugar del camino. Al final, Ulises es un hombre devorado por la nostalgia, por el ansia de llegar. La Odisea es un relato lleno de sugerencias, por el que no parece pasar el tiempo. Sin duda la razón está en esa clave parabólica con que siempre se ha leído: el viaje azaroso, rico en dificultades pero también en enseñanzas, como metáfora de la vida del hombre; Ulises como imagen del hombre que sortea las mil dificultades que se le presentan con la esperanza puesta en el regreso a su verdadero hogar, figura del hombre que en sus actuales condiciones de vida se siente fuera de su lugar propio, añorante de su verdadera patria -que entiende no ser ésta-, devorado por esa profunda nostalgia del regreso, con las manos en el remo y los ojos en el horizonte, anhelando descubrir detrás de cada ola el perfil de su pequeña isla amada.
4. El presentimiento de la Belleza inmortal
Esta intuición del misterio que liga al hombre, aparentemente perecedero y mudable, con lo eterno e inmutable, tiene una de sus manifestaciones más precisas en la labor de creación artística. En el acto de creación estética se produce siempre la elevación del mundo de la experiencia, de lo fáctico, a otro distinto y más hermoso, un mundo en el que las contradicciones de la vida del hombre se ven de algún modo superadas. “Lo que sentimos -dice Marina- en la experiencia estética es que un trozo de realidad se ha convertido en un signo de una existencia posible, deseable y lejana”. La obra de arte representa entonces el papel de una fulguración interior, un deslumbramiento en el que al espíritu se le revela de alguna manera la verdad y la realidad de ese modo de vida ansiado y presentido. Lo que se manifiesta en la experiencia estética es la punta del iceberg, el pequeño afloramiento del misterio profundo que esconde la realidad detrás de su apariencia mostrenca. La labor de creación es entendida no como invención de un mundo ficticio, sino como descubrimiento aproximativo de la profunda y brillante realidad que se esconde detrás de esas apariencias que solemos llamar realidad y que no son más que su corteza visible.
No se trata de un conocimiento racional y conceptual, fruto exclusivo del razonamiento discursivo, sino de un conocimiento también amoroso y nostálgico; una intuición premonitoria: como si desde la propia entraña de las cosas, por medio del autor, se fueran abriendo paso hacia la superficie, a través de la masa gris y pesada de lo mostrenco, pequeños fragmentos brillantes de lucidez procedentes del fondo misterioso de los seres, que iluminan de una manera nueva la realidad.
Esto quizá sea más perceptible en la poesía y en la música. Baudelaire, hablando del instinto de Belleza que distingue al poeta, dice que “él es lo que nos hace considerar a la tierra y a sus espectá¬culos como un esbozo, como una correspondencia del cielo. La sed insaciable de todo aquello que está más allá, y que la vida revela, es la prueba más viva de nuestra inmortalidad. Es a la vez por la poesía y a través de la poesía, por y a través de la música, como el alma entrevé los esplendores situados tras la tumba; y cuando un poema exquisito hace venir las lágrimas al borde de los ojos, estas lágrimas no son la prueba de un exceso de gozo; son, más bien, el testimonio de una melancolía irritada, de una naturaleza exilada en lo imperfecto y que querría apoderarse inmediatamente, en esta misma tierra, de un paraíso revelado” (Baudelaire).
En las formas auténticas del arte -la poesía, la pintura, la música- encuentra una de sus expresiones más altas esos sentimientos de carencia irremediable, de nostalgia viva y desesperante de ese complemento nunca alcanzado y siempre ambicionado que el hombre reclama.. A través de ellas el hombre vislumbra el misterio profundo de la existencia, el misterio de lo infinito que lo constituye y lo reclama pero que, como tal infinito, se resiste a toda definición. “Las formas más elevadas del arte -dice Crespi- no pretenden decir, forzar nuestra atención a través de argumentaciones, sino que muestran de manera pura lo que no puede expresarse con palabras. Como ha escrito Cassirer comentando a Schelling: ‘En la obra acabada del genio hay un sentido infinito que se ha vuelto objetivo, un sentido que no se puede comprender ni captar mediante una reflexión, ni siquiera mediante la reflexión del propio creador’” (Crespi).
No es imprescindible que el artista sea expresamente consciente de que su obra es una revelación del misterio oculto de la verdadera realidad. Puede serlo o no. Simplemente el poeta descubre lo espiritual de las cosas y algo que hay más allá de ellas. Pero el poeta no tiene porqué saber que en realidad se trata de un conocimiento especular de Dios, una incoación confusa, un atisbo incompleto de Dios. Y la razón estriba en que el poeta no tiene por qué conocer “los lazos que en el ser ligan necesariamente con Dios a la poesía y a la belleza, o lo sabe de un modo tan confuso que puede recusar, en lo que respecta a sus propias opciones humanas, el impulso que atraviesa su experiencia, o falsear su significación y detenerse en el espejo rehusando la Inmensidad demasiado real que éste refleja enigmáticamente. Es por ello por lo que algunos poetas están con¬vencidos de que toda poesía es de esencia religio¬sa” (J. Maritain), aunque apenas si crean en Dios. Desde luego, los clásicos lo pensaban. Para ellos la poesía es fruto del entusiasmo, que etimológicamente significa el hecho de estar poseído por un numen (cualquiera de los dioses, en la mitología clásica).
Ese encanto misterioso que el poeta entrevé confusamente puede llamarlo Belleza imposible, puede denominarlo “un reino más grande que el mundo” (R. Maritain), pero esto no quita ni pone nada: sepa o no sepa el poeta que está hablando del Misterio, el Misterio está hablando por él (O. González).
Ese imposible “no podemos -dice C. S. Lewis- ocultarlo ni revelarlo, aunque deseamos hacer ambas cosas. No cabe revelarlo porque es el deseo de algo que está más allá de nuestra experiencia. No es posible acallarlo porque nuestra experiencia está sugiriéndolo continuamente, y nos delatamos como se descubren los amantes al mencionar el nombre del amado. El recurso más habitual consiste en llamarlo 'belleza' y en actuar como si eso resolviera el asunto. El subterfugio de Wordsworth consiste en identificarlo con ciertos momentos de su propio pasado. Todo esto es una trampa. Si Wordsworth hubiera regresado a esos momentos del pasado, no habría encontrado el objeto deseado, sino sólo un recordatorio suyo. Lo recordado resultaría ser un recuerdo en sí mismo. Los libros o la música en que creíamos que se ocultaba la belleza nos traicionarán si confiamos excesivamente en ellos. Pues realmente no está ni en aquellos ni en ésta, tan sólo se revela a través de ellos. En realidad, los libros y la música aumentan el deseo de poseerla. (...). La nostalgia sentida durante toda la vida, el anhelo de reunirnos en el universo con algo de lo que ahora nos sentimos separados, de estar tras la puerta vista siempre desde fuera, no es mera fantasía neurótica, sino el más fiel exponente de nuestra situación real. Ser llamados a entrar supondría una gloria y un honor muy superiores a nuestros méritos y, consecuentemente, la curación de ese viejo dolor” (Lewis).
Esto lo podemos contemplar como crisis en casi todos los escritores, poetas, pintores, músicos... y en casi todos los hombres que viven realmente: a veces parece que el mundo sea algo extraño lejano, que uno está solo y se siente extranjero entre lo que le rodea, que incluso las personas con las que más unidos estamos a veces parecen inaccesibles; y que aquello que de verdad queremos y necesitamos alcanzar siempre queda más allá de donde hemos llegado, como una meta inasequible. Nostalgia de plenitud., en la que al hombre le pesa la contingencia de este mundo y la suya propia (Terrasa). El hombre anda a la búsqueda anhelante de la clave que convierta en posible ese imposible al que aspira. Como dice Thibon: “la verdad, el amor y la belleza existen en alguna parte, y toda esa nada que me ahoga no tiene poder para impedirlo”.
5. Para la eternidad
¿No será un auto-engaño, una ilusión, ese pensamiento de perdurabilidad, la existencia de ese otro mundo? Parece que no; al contrario, tiene más bien el aire de algo completamente original, genuino. Desde luego, no es de ahora: afecta al homo sapiens sapiens desde el principio. La identificación de los comienzos de nuestra especie está vinculada precisamente con los rituales funerarios (mejor que con el “culto a los muertos”, que es una expresión ambigua), que manifiestan la creencia en una vida después de la muerte. La creencia en la inmortalidad personal es una constante antropológica que se presenta a la vez como un hecho no sólo psicológico (personal), sino también -y sobre todo- sociológico. Los seres humanos, tanto individual como colectivamente, reaccionamos así ante la muerte. El hombre, al descubrir y anticipar su muerte, descubre como por contraste su propia tendencia a no morir, a la inmortalidad. La paradoja es evidente, y es lo que provoca esa mezcla de confusión y de rechazo. La muerte se muestra como incomprensible porque es algo que no debería suceder.
Podríamos hacer aquí y ahora un resumen de ese haz de argumentos que parecen convergir más allá del horizonte de nuestra vida actual y proyectar al hombre más allá de sí mismo, del tiempo y de muerte, hacia una vida más amplia y dilatada que siente de algún modo como su verdadera vida. El hombre, a pesar de ese obstáculo imponente que es la muerte, contra el que parece romper y destrozarse toda vida humana, se siente permanentemente impulsado hacia adelante por una pretensión sin meta asignable al tiempo. Ninguna razón intrínseca justifica el agotamiento de la línea argumental de la vida personal en la historia, es decir, en el tiempo (Lucas). No parece haber nada en el mundo que agote ese afán del hombre:
- de conocer y conocerse. Toda la realidad (particularmente él mismo, su propia persona) aparece como insondable, misteriosa, inexplicable en su totalidad de ser y de sentido.
- de querer y querer, como si el hombre fuera un afán perpetuamente insatisfecho, insaciable, incolmable por cualquier realidad terrena. No hay placer que lo retenga, que lo aquiete, sino momentáneamente, y sólo para después atreverse a más, necesitar más (algo cualitativamente distinto y superior);
- de sentido. Como si toda acción humana tuviera un carácter inconcluso en espera de una situación definitiva en la que adquiera pleno sentido lo que ahora parece no tenerlo sino de manera fragmentaria, a causa del mal, del dolor y del fracaso que truncan y astillan la vida de los hombres: la realidad del amor y esas vidas vividas en fidelidad a lo que el hombre entiende como digno de sí, están reclamando una plenitud de sentido que las actuales condiciones de la existencia humana les niegan.
Esa falta de plenitud, esa diferencia entre aquello a lo que el hombre aspira como propio y lo que en realidad consigue, está reclamando una plenitud más allá de las actuales condiciones de existencia, más allá del tiempo y de la historia.
Por otro lado el hombre percibe, como dijimos en su momento, la gratuidad de su propia existencia: un don que se le ofrece y no algo que él mismo se otorgue. Y entiende también de manera evidente que tampoco está en condiciones de disponer sobre el término de esa existencia. Por eso mismo puede llegar a intuir que él tampoco es la fuente del sentido de su vida, que el sentido de su vida no viene de él mismo sino de Aquel que lo fundamenta y lo trasciende. Y puede llegar a entender que lo que le compete en propiedad es encontrar ese sentido y, una vez encontrado, aceptarlo (o subsidiariamente, rechazarlo). De ahí que el acto radical de la libertad humana consista esencialmente en determinarse en esta cuestión, es decir, en decidirse frente a ese Fundamento trascendente que es Dios.
El hombre, desde distintos puntos de vista, entiende que no viene del tiempo ni se agota en el tiempo, y que la muerte, lejos de manifestar el sinsentido de la vida, ha de ser en realidad la que nos libere de nuestra incapacidad actual, la que revelará lo que en realidad somos, despojándonos de cuanto ahora esclaviza nuestra condición eterna.
Pero todo eso supone necesariamente a Dios, que nos trae a la existencia, nos llama a la eternidad y nos hace eternos acogiendo nuestra propia vida en la Suya; un Dios que al término de nuestra vida temporal, nos resucite a la eternidad. Nietzsche tiene razón en lo que sospecha -el hombre es Dios, el hombre está llamado a ser Dios- pero no en la solución que da ni en las razones que aduce. Porque al hombre la participación en la divinidad de Dios le ha sido otorgada como un don gratuito, y para hacerla real el hombre tiene que abrirse al don de Dios, responderle libremente. Por contra, el hombre se malpierde cuando se cierra a Dios y pretende ser Dios por cuenta propia. Cuando el hombre decide ser Dios no por apertura y asimilación con el Único que es Dios sino por suplantación, se convierte en dios, es decir, en un ídolo, en una apariencia sin contenido, incapaz de salvar. “Cuando el hombre se aparta de Dios, no es Dios quien le persigue, sino los ídolos” (Ratzinger).
6. ¿Vida eterna o eterno retorno?
Aquí convendría una explicación acerca de las cualidades de ese futuro del hombre -ese no-fin presentido por el hombre, que sólo en apariencia trunca la muerte- para que sea verdaderamente humano. Para que sea verdaderamente nuestro y satisfaga el ansia de plenitud personal que anhelamos, para que complete lo que aún no somos sin renegar de lo que ahora somos, habría de ser:
a) un futuro en que nuestra vida actual -con sus luchas, su dolor, su trabajo, su esperanza- tenga verdadero y pleno sentido. Es decir, un futuro en que nuestra vida actual no sea arrumbada, negada, ni considerada un ejercicio sin importancia ni valor, realidad banal que nos podríamos haber ahorrado. Ese futuro debería dejar intacta la seriedad de esta vida, su decisividad. Ha de existir por tanto una continuidad biográfica del sujeto en los dos estados, es decir, entre esta vida y la futura vida eterna. El hombre no se sentiría afectado por un futuro que le resultara totalmente extraño porque nada tuviera que ver con el presente, con lo que ha sido su vida hasta ese momento, con lo que él ha hecho de su vida hasta entonces, y más particularmente con la decisión originaria de la libertad radical, la decisión decisiva que el hombre toma siempre sobre la totalidad de sí mismo, sobre él en sí mismo: la postura de aceptación o rechazo que adopte frente a Dios, que es su Fundamento. La vida del hombre tiene carácter de respuesta: vivir es responder a Dios, entrar en diálogo con Él. La pregunta que nos hace, por si tienen curiosidad, es la misma que leemos en el Evangelio, dirigida a San Pedro: “¿Simón, me amas?”.
Las versiones circulares del tiempo, en sus distintas modalidades (eterno retorno, reencarnación del alma...), convierten la vida del hombre en una realidad irrelevante, la historia entera en una apoteosis de la irresponsabilidad. En efecto, si todo fuera un arbitrario y permanente volver a empezar de cero, si todo fuera pura y simple provisionalidad y no hubiera nada realmente decisivo, ¿qué sentido tendría empeñarse en hacer algo interesante con la propia vida? El sentido de la responsabilidad se esfumaría, y con ello se volatilizaría la idea de la vida como proyecto y aun la noción misma de libertad, que es justamente lo que el hombre sabe que convierte su vida en algo valioso. Sólo quedaría una vaciedad sin nombre, tan cambiante como insignificante.
Nietzsche se ve forzado a admitir el eterno retorno como subterfugio para que el tiempo mil veces recomenzado se convierta en un sucedáneo de la eternidad, a fin de que el hombre se parezca algo a ese remedo de Dios en que Nietzsche está empeñado en convertirlo. Pero la inconsecuencia es patente: la vida, entendida así, se vacía de contenido. La supervida del superhombre resulta ser el triunfo del vacío y de la arbitrariedad. Pero esto sólo se puede pensar como positivo cuando –y éste es el caso de Nietzsche- se entiende de manera profundamente equivocada la naturaleza de Dios. Para Nietzsche la esencia de la religión, de la relación del hombre con Dios consistía en el sometimiento absoluto por parte del hombre a la voluntad de Dios, entendiendo ésta en el sentido de la pura arbitrariedad. Freud tendría algo que decir en esta forma tan desgraciada y empobrecida que Nietzsche tenía de entender a Dios y la religión, herencia sin duda del acentuado rigorismo luterano en el que había sido educado en su infancia.
b) Mucho menos aún se sentiría vinculado el hombre con un futuro que no fuera su propio futuro, futuro de él mismo. Para ser verdaderamente humano el futuro ha de respetar la identidad de la persona, la continuidad del yo: ha de ser un futuro en el que yo siga siendo yo, el mismo y no otro. La idea del recomienzo absoluto presente en cualquiera de las versiones del tiempo circular no respetan esta necesidad fundamental; y la idea de la transmigración de las almas es insostenible ya que no guarda los criterios de identidad del yo antes y después de la reencarnación (Arregui). Si cada vez que recomienzo soy otro y me veo forzado a adoptar una identidad distinta (y así hasta el infinito) ¿qué más da quién sea yo ahora? Y si eso no importa, nada en realidad es importante. Pero esto, al menos en sus momentos de lucidez, el hombre no lo puede aceptar; hay demasiados datos para pensar que ese supuesto no respeta la realidad. Cuando el hombre piensa en un futuro digno y pleno, piensa en un futuro que tenga como una de sus características esenciales una cierta continuidad con el presente en esos aspectos mencionados.
c) A la vez se advierte que ese futuro no puede consistir, sin más, en una prolongación indefinida de nuestro actual modo de vida, en un “más de lo mismo”, porque eso no resolvería el problema, sino que lo agravaría. La plenitud de vida que el hombre reclama no es una plenitud puramente temporal, una distensión temporal indefinida; la plenitud no hace referencia solamente a un tiempo sin final, sino también y sobre todo al modo de vivir: implica una plenitud modal. Lo que el hombre añora y echa en falta es otro modo de vivir, que incluye la infinitud temporal pero que no se agota en ella. Un futuro en el que el hombre sea el mismo, pero su vida no sea lo mismo (Ruiz de la Peña).
7. No más de lo mismo
Borges expresa con gran claridad en un relato lucidísimo, Los inmortales, el sinsentido que resultaría si la vida eterna consistiera solamente en la prolongación indefinida de este mismo tipo de vida que los hombres llevamos ahora. En una vida así ocurriría la paradoja de que mi yo se salvaría, continuaría existiendo, pero mi vida se habría perdido precisamente porque quedaría desprovista de su decisividad: nada sería definitivo, todo podría ser hecho de otra manera sin que ocurriera nada, cualquier situación acabaría siendo repetición de otra anterior, etc. Y el hombre esto no lo consiente, porque entiende que la identidad de la persona es indesligable de su biografía: mi vida soy yo.
Este es, resumidamente, el argumento de ese relato: llevado por su fe en una antigua leyenda, un hombre busca la Ciudad de los inmortales, una ciudad construida a orillas de un río cuyas aguas confieren la inmortalidad a quienes se bañan en ellas. Después de incontables peripecias, la encuentra en medio del desierto: la reconoce porque su descripción coincide en líneas generales con la que encontró en una crónica antiquísima.
Pero constata que la ciudad está vacía, deshabitada, y que su construcción es completamente caprichosa: edificios inhabitables de arquitectura estrafalaria, grandes escalinatas que no llevan a ninguna parte... Supone entonces que un turbio y miserable arroyo de escaso caudal -casi seco- es el río de la inmortalidad. Junto al río descubre a un pueblo semisalvaje, que habita en cavernas sin ningún acondicionamiento. Van semidesnudos, se muestran completamente apáticos, sin interés por nada, no trabajan, malviven comiendo cualquier cosa, parecen no saber hablar y desde luego no hablan entre ellos, no se comunican... Un día, hablando con uno de ellos que le sigue con la docilidad y la indiferencia de un perro, intentando hacer burla de su incultura, se dirige a él en griego clásico y le declama un pasaje de la Ilíada. Para sorpresa suya el salvaje, con cara de aburrimiento, continúa la recitación de los versos de Homero en el idioma original. Con horror recibe la información de que está hablando con el mismísimo Homero, que en sus días llegó hasta aquí buscando las aguas del río de la inmortalidad, y continúa vivo. Ellos, los cavernícolas, son los inmortales. Su erudición es vastísima, pero todas las informaciones que poseen han acabado por resultarles indiferentes. Sólo desean morirse, si esto resultara posible. Ninguna otra cosa les interesa para nada.
El relato muestra con claridad cómo el resultado de ese tipo de vida -esta misma vida, sin final- no sería la plenitud, sino al contrario, el desinterés por la propia vida, el tedio. En esa historia sin final todo acabaría siendo repetición de algo anterior, todo da lo mismo, todo resulta indiferente y banal, nada importa realmente. La importancia de mi vida -lo que me ha pasado y lo que he hecho- se perdería en la trivialidad; mi voluntad de hacer mi vida, ésta y no otra -que es lo que la convierte en apasionante-, resultaría una estupidez, un sinsentido. En esa vida sin final no habría plenitud, sino un inacabable aburrimiento, un inmortal aburrimiento mortal; hasta el deseo mismo de que esa situación acabara, de algún modo estaría falto de interés, porque esa posibilidad no podría realizarse. A partir de determinado momento todo estaría dicho y hecho, todas las posibilidades habrían sido ya agotadas y el futuro habría perdido cualquier interés al quedar convertido en aburrida e inacabable repetición.
Por tanto, ese futuro en el que el hombre piensa y al que aspira, ha de estar marcado también por la novedad, un futuro en el que el hombre es el mismo, pero no lo mismo, en el que su modo de vivir sea distinto, y en el que se puedan hacer realidad plena todas esas virtualidades que ahora están en él como tendencias puramente incoadas. Continuidad y novedad son las características del futuro verdaderamente humano.
A la luz de todo esto se entiende que, hablando verdaderamente, la eternidad entendida de esta manera no vacía de contenido la vida del hombre anterior a la muerte, no trivializa su existencia en el tiempo, que es uno de los ataques que tradicionalmente se ha dirigido a la religión: “los cristianos se desentienden de este mundo porque sólo les importa el cielo”. Ese elemento de continuidad deshace el valor de esa sospecha: no sólo mi propia persona, sino mi propia vida contará para eternidad; es aquí abajo donde decidimos nuestra eternidad. La felicidad eterna no es fruto del azar o la arbitrariedad, no nos cae en una tómbola. La eternidad es para quien sabe amar esta vida y amar en esta vida. Son precisamente aquellos que nos quieren disuadir de la idea de la eternidad quienes han hecho de la tierra una realidad yerma y vacía. “Es preciso redescubrir el valor para creer en la vida eterna con todo nuestro corazón. Si lo hacemos, ten¬dremos también arrojo suficiente para amar la tierra y confiar en el futuro. Si nos atrevemos a creer en la vida eterna, a vivir para la vida eterna, veremos cómo la vida se torna más rica, más grande, libre y dilatada” (Ratzinger).
Es precisamente el rechazo de la eternidad o la afirmación del eterno retorno lo que convertiría la vida actual del hombre en un absurdo, en una incongruencia inexplicable, en un sinsentido insoportable. Shakespeare hace decir a Macbeth con toda crudeza, en medio de la desesperación provocada por su crimen: “¡Extínguete, extínguete, fugaz antorcha! La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena, y después ya no se le vuelve a oír...; un cuento narrado por un idiota con gran prosopopeya, pero que nada significa”. Dios es el único que dota de sentido y fundamento pleno a la vida del hombre.
VI
DIOS, HORIZONTE Y PLENITUD DEL HOMBRE
1. El significado de la palabra “Dios”
El protagonista de Los siete mensajeros de Buzzati, príncipe heredero de un país sin identificar, parte un día para explorar el reino de su padre. Decide llegar hasta la última frontera, tan alejada que en realidad nadie ha visitado nunca. Al cabo de ocho años y medio de viaje, cuando escribe el relato de esa experiencia, todavía no ha conseguido alcanzarla y, a pesar del largo camino recorrido, las noticias que recaba de sus súbditos de aquella tierras alejadas sobre la situación exacta del límite fronterizo siguen siendo tan confusas como lo eran en la capital. Este hecho, sin embargo, en lugar de incitarle al desánimo lo espolea cada vez más en su búsqueda. Le asalta la vaga premonición de un descubrimiento desconcertante: “no existe, sospecho, frontera, al menos en el sentido en que nosotros estamos acostumbrados a pensar. No hay murallas que separen ni valles que dividan, ni montañas que cierren el paso. Probablemente cruzaré el límite sin advertirlo siquiera”.
Algo le indica que allí, en aquel remoto confín, encontrará cosas nuevas y sorprendentes: “Desde hace un tiempo se despierta en mí por las noches una agitación insólita. Y no es ya la nostalgia por las alegrías abandonadas, como ocurría en los primeros tiempos del viaje; es más bien la impaciencia por conocer las tierras ignotas a las que me dirijo. Día a día, a medida que avanzo hacia la incierta meta, voy notando -y hasta ahora a nadie se lo he confesado- cómo en el cielo resplandece una luz insólita como nunca se me ha aparecido ni siquiera en sueños, y cómo las plantas, los montes, los ríos que atravesamos, parecen hechos de una esencia diferente de aquella de nuestra tierra, y el aire trae presagios que no sé expresar. Mañana por la mañana una esperanza nueva me arrastrará todavía más adelante, hacia esas montañas inexploradas que las sombras de la noche están ocultando. Una vez más levantaré el campamento mientras por la parte opuesta Domingo, mi mensajero, desaparece en el horizonte llevando a la ciudad remotísima mi inútil mensaje”.
El relato es de un evidente sentido parabólico, una metáfora de la vida del hombre que, abandonando el terreno cómodo y trillado de lo instantáneo, de las pequeñas certezas del momento y del lugar, se atreve a viajar hasta el final de sí mismo en un deseo de encontrar los límites, las fronteras reales que definen el ser hombre. Y entonces ocurre lo inesperado: según se acerca a la previsible frontera, al supuesto límite, algo le sugiere que el tal límite quizá no exista: el hombre finito atisba al final, más allá de sí mismo (y más adentro), lo infinito; el viajero, hecho de tiempo, presiente la eternidad. El hombre, cuando busca sinceramente y se pone en camino, encuentra más de lo que buscaba: encuentra en el horizonte de su última frontera a Dios.
En los capítulos anteriores hemos procurado, como el explorador de Buzzati, llegar hasta esa última frontera de la vida del hombre recorriendo las zonas más profundas, las galerías subterráneas que van por debajo de la brillante superficie de uno mismo y las regiones más alejadas y menos visitadas. Así hemos intentado resolver la pregunta acerca de la extrañeza del propio existir -¿cuál es la fuente de la que procedo y por qué estoy aquí?-, la desazón que siente el hombre al experimentar su vida como no plenamente satisfactoria, siempre deseando más y siempre constatando que la meta conseguida nunca colma esa secreta aspiración. “Los ríos afluyen continuamente al mar, pero el mar nunca rebosa”, dice la Escritura; así se ve también el hombre: siempre por llenar, como si la felicidad a la que aspira quedara más allá de todos sus intentos por alcanzarla, siempre entrevista y nunca conseguida.
Thibon expresa con precisión esta profunda sugerencia que entiende esa radical insatisfacción como una manifestación del hambre de Dios que el hombre experimenta en su interior y que ninguno de los alimentos terrenales de que dispone es capaz de saciar: “Habría que hacer ver a los hombres la maravilla de la realidad divina que su sueño presiente y a la vez oculta. Hacerles comprender que el hambre de Dios se esconde en las cosas en apariencia más ajenas a lo divino: sus ocu¬paciones cotidianas, sus pasiones terrenas, su mismo materialismo, porque la materia sólo tiene valor como signo del espíritu. En realidad, todo el mundo busca a Dios, ya que todo el mundo pide a la tierra lo que ésta no puede dar; todo el mundo busca a Dios, puesto que todo el mundo busca lo imposible”.
Hemos tratado de desentrañar la nostalgia que en ciertos momentos de lucidez solitaria asalta al hombre y le hace experimentar la sensación de encontrarse lejos de su verdadero hogar; su rebeldía ante la muerte, que entiende como contraria a su radical tendencia a no morir; su reconocimiento de estar de paso, y su esperanza en un futuro en el que tenga sentido y recompensa todo lo insatisfactorio de esta vida -el mal, el dolor propio y ajeno-; un futuro que avizora como lugar de la plenitud, como felicidad lograda y amor eternamente correspondido en plenitud de gozo.
Por otro lado el hombre entiende su existencia como don, don de Alguien que es fundamento originario y que en la experiencia del amor humano se vislumbra -más allá del horizonte de la experiencia directa e inmediata- como Amor último que nos acoge en su eternidad: Amor originario y fundante, pero también Amor último y definitivo: aquel al que toda la tradición religiosa ha llamado Dios.
Desde la reflexión antropológica Dios aparece como explicación necesaria del sentido de la propia existencia y del propio ser-así del hombre, de su ser-como-es: una reclamación imprescindible (Lucas).
Análogamente -aunque no haya sido objeto de nuestro estudio parece necesario al menos mencionar la cuestión-, desde una reflexión cosmológica también aparece la necesidad de Dios como fundamento del ser de las cosas y de su ser-así: el orden, la belleza del Universo, que la experiencia del mal matiza pero no elimina. El hombre, al razonar, no sólo encuentra huellas de Dios en sí mismo sino en el Universo entero: la inmensidad de lo existente, la pasmosa belleza que exhiben las realidades naturales, el orden que rige el comportamiento del mundo en todos los órdenes, desde los fenómenos subatómicos a la expansión de las galaxias, el admirable dinamismo que lo constituye y lo actualiza... Contemplando el mundo, el hombre se eleva desde allí hacia la inteligencia de ese absoluto con el que se encuentra en su propio interior. Cuando se miran las cosas con un corazón libre de prejuicios, inteligente y sencillo, el hombre puede llegar sin excesiva dificultad a la conclusión de que es razonable la existencia de Dios.
En la búsqueda de esa explicación última el hombre ha de ir fuera y más allá de sí mismo, más allá de sus propias fronteras. Lo que explica al hombre viene de más allá del hombre, lo trasciende. Y precisamente por eso, porque la respuesta viene de más allá de él mismo, de lo que para él es terra incognita, Dios es a la vez el más necesario pero también el Gran Desconocido. Desde el conocimiento natural del hombre la existencia de Dios aparece como necesaria, pero su naturaleza -la idea de Quién sea verdaderamente Dios- aparece confusa, como algo que se vislumbra a lo lejos sin acertar a definir con precisión. La universalidad del fenómeno religioso se apoya precisamente en esa idea de necesidad con que la existencia de Dios se presenta a la mente humana, y la diversidad de respuestas religiosas se corresponde con ese modo confuso con que la mente humana capta la naturaleza de Dios.
Esa imagen de Dios que alcanza la razón humana en su deseo de encontrar respuestas a los interrogantes esenciales que se suscitan en el interior del hombre es -por razones que más adelante veremos- una imagen con múltiples y dispersos reflejos. La respuesta acerca de la existencia de Dios es positivamente unánime en todas las distintas tradiciones culturales y en todas las épocas de la historia, pero la pregunta acerca de la naturaleza de Dios -¿quién es Dios?- es diversa en muchas de ellas, hasta el punto de que en algunas la imagen está tan deformada, tan infectada de comportamientos y analogías antropomórficas, que resulta una imagen degradada en la que es más fácil reconocer la huella del hombre que la de Dios.
La dispersión y fragmentación con que se presenta la idea de Dios, esa pluralidad de imágenes refractadas, es un índice de la dificultad misma de esa operación y de la condición de realidad-límite con la que Dios se presenta a la reflexión filosófica: de él podemos tener una imagen real pero de impreciso perfil; a eso se añade que Dios es una realidad trascendente; Dios está más allá del horizonte de la experiencia del hombre, más allá de las fronteras de sus posibilidades cognitivas inmediatas: invisible, inaudible, intangible; es, por tanto, una realidad inmanipulable por el hombre: el hombre no se puede acercar demasiado a ella, no puede llegar a tocarla, no puede experimentar con ella ni disponer de ella a su antojo. No se trata de una lejanía física –al menos no necesariamente- pero sí de una distancia ontológica. El hombre entiende que Dios no es una cosa entre las cosas, un ser más entre los seres existentes (ni siquiera sirve decir que es el más alto o el más digno): “no hay Dios de la misma manera que hay hombres y hay cosas” (Kasper).
Por eso mismo Dios es inabordable: el hombre no puede saltar el muro de los límites de Su esencia y hurgar en su interior para ver sus reacciones A la pura razón humana se le escapa lo que Dios es por dentro, la esencia íntima de Dios, lo que podríamos llamar su ser interior, que sigue resultando misterioso. Pero en este caso no se trata de un misterio negativo, sino positivo: no se trata de defecto de realidad sino de exceso, de riqueza de realidad. Dios supera todo lo que somos capaces de experimentar, de entender y de imaginar. No es que no podamos decir nada sobre Dios con pretensión de verdad, pues ya la Biblia advierte que “por la magnitud y belleza de las criaturas se percibe por analogía al que les dio el ser” (Sabiduría, 13, 5); podemos tener de Dios un conocimiento verdadero, pero siempre mediato y reflejo, extraído del “testimonio de Él que se contiene en sus vestigios, sus signos o sus espejos aquí abajo” (Maritain). Dios siempre será mucho más, y distinto, que todo lo que afirmemos los hombres sobre Él. Nuestras afirmaciones sobre Dios pueden ser verdaderas pero siempre son incompletas, insuficientes: un pálido reflejo de que Él verdaderamente es y de la manera como lo es.
El hombre no puede nombrar a Dios, no puede conocer su verdadero nombre, el nombre que responda a su esencia, a su modo de ser. Nombrar es distinguir, definir, trazar límites. Sólo lo limitado se puede nombrar, sólo a lo finito le corresponde un nombre. Asignar un nombre al Infinito sería traicionar su propia esencia. Dios es el innombrable. Detrás de la palabra Dios se oculta Aquel cuya riqueza existencial desborda todo límite y, por tanto, todo nombre con el que los hombres intentemos nombrarlo. Si las diversas tradiciones religiosas asignan nombre a Dios, ya se entiende que se trata de un nombre convencional, motivado sólo por la necesidad que el hombre siente de invocarlo. Sólo Dios conoce su verdadero nombre.
Por eso, en el fondo, sólo Él con su Revelación, con su manifestación a los hombres es capaz de romper ese carácter de ambigüedad de la idea de Dios que los hombres consiguen hacerse, sólo Dios puede hablar con propiedad de Sí mismo: “sólo la Revelación rompe el hermetismo del mundo y ofrece la posibilidad de discernir y superar sus ambigüedades” (Guardini). “Sólo Dios habla bien de Dios”, decía Pascal, sólo de Él puede venirnos la certeza de que lo que pensamos sobre Él sea verdadero.
El hombre, sin embargo, desde el principio ha sentido la necesidad de entrar en contacto con esa Realidad Transcendente, con ese poder misterioso que la naturaleza de algún modo trasparenta y su propia conciencia presiente. La pregunta por el nombre propio de esa presencia poderosa que determina y da sentido último a la existencia y a la realidad, que está en la base del fenómeno religioso, encuentra diversas respuestas en las diferentes religiones, que “no son sin más un producto aberrante de la razón precientífica (...), fenómenos marginales más o menos irrelevantes o pintorescos a los que el ancho mercado de la tolerancia reserva un lugar para su consumo a la carta según el gusto privado de los ciudadano, como ha pensado un tanto ilusamente una determinada crítica de la religión de estos dos últimos siglos. Al contrario, en las religiones se expresa algo del ser del hombre que no puede ser ignorado ni eliminado sin daño para el mismo hombre: su apertura natural a Dios”, el reconocimiento del contenido enigmático de la realidad y del propio hombre, que nos remite a un misterio último (CEC, Dios es amor).
Las discrepantes pretensiones de verdad de las religiones suelen ser presentadas superficialmente como prueba de la falsedad de todas ellas. Vista la cuestión en profundidad, resalta precisamente lo contrario. Las diferencias entre las religiones, algunas de ellas notables, no deberían ocultar las múltiples cuestiones esenciales en que concuerdan. Las diferencias resaltan más precisamente porque destacan sobre un amplio fondo de afirmaciones compartidas.
Ese fondo compartido es claramente perceptible en el núcleo de las grandes tradiciones religiosas, tanto orientales como occidentales; en otras, el espesor de ese sustrato se adelgaza y estrecha hasta originar en su extremo formas religiosas degradadas que limitan con el politeísmo, o incluso expresiones severamente deformadas del verdadero sentido religioso.
Por otro lado, en esas grandes tradiciones religiosas se advierte un progreso en la manera de concebir la divinidad, que ya no es sólo un poder del que se esperan obtener beneficios y cuya cólera se ha de rehuir, sino que se convierte en objeto de amor. Entonces la forma de relacionarse con la divinidad no es el temor sino una actitud distinta, un trato delicado y afectuoso : la eusebeia de los griegos, la pietas de los latinos, la bhakti de los orientales, cuya forma de expresión más adecuada es la oración (Daniélou). Las religiones naturales son manifestación de ese deseo misericordioso de Dios “que ha hecho habitar sobre la tierra a todas las razas humanas (...) para que busquen a Dios y, siquiera a tientas, lo hallen, pues no está lejos de quienes lo buscan” (Act. 17, 26-27), y que “no deja de hacerse presente de muchas maneras ( ... ) a los pueblos mediante sus riquezas espirituales, de las que las religiones son expresión principal y esencial, aunque contengan lagunas, insuficiencias y errores” (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, n. 55).
2. La cuestión del ateísmo
La pregunta que se plantea entonces es la de por qué hay gente que no cree en Dios. Responderla nos puede llevar lejos, pero hay que hacerlo porque es importante lo que dice, aunque no dice todo lo que hay. No dice, por ejemplo, que es mucho mayor el número de los que creen en Dios que los que declaran que no creen. Y de los datos estadísticos tampoco se deduce que entre la gente instruida el porcentaje de los que creen en la existencia de Dios es menor que entre el común de los mortales. Ni tampoco que entre los científicos, por ejemplo, el porcentaje descienda y vaya decreciendo de año en año. El porcentaje de científicos que creen en la existencia de Dios hoy es el mismo que el de comienzos de siglo, tal como indica una estadística publicada recientemente.
A estos efectos conviene decir que los científicos no tienen más motivos para creer en Dios o para dejar de creer. Un autor francés, Cristian Chabanis, realizó una encuesta entre científicos e intelectuales franceses preguntándoles acerca de su creencia en Dios. Con el resultado de la encuesta publicó dos libros (“¿Dios existe? Sí” y “¿Dios existe? No”). La principal conclusión del trabajo es la siguiente: los científicos responden sí o no a la cuestión de Dios no por ser científicos sino con independencia de eso. Ni el creer ni el no creer son el resultado de la ciencia que poseen, sino que es una cuestión de otro orden: con los mismos datos unos creen y otros no. Se trata de una decisión personal, íntima, motivada por otras razones.
De entre los entrevistados -confiesa el autor- nadie le causó más impresión que un ilustre biólogo, Jean Rostand, que expuso a las claras su modo de ver las cosas. Decía Rostand: “¿La cuestión de la fe? Me la planteo todos los días, sin cesar. He dicho no. He dicho no a Dios, si se me permite expresarme de esta manera brutal; pero la cuestión se replantea a cada instante. Yo me digo, ante una cuestión: ¿es esto posible? A propósito del azar, por ejemplo, me digo: no puede ser el azar el origen de los fenómenos biológicos. Pero entonces, ¿qué, si no? Y aparece toda una cadena de preguntas, siempre las mismas. Y las vuelvo a considerar. Estoy obsesionado, digámoslo claramente, obsesionado, si no por Dios, por el no-Dios. Así es”. Esto significa algo verdaderamente importante en esta cuestión: que el hombre es capaz de creer, pero capaz también de “no querer creer”.
El hecho sociológico de que la mayoría de los hombres se declare creyente, bien mirado no tiene nada de extraño: los signos que lo reclaman son tan abundantes y tan insistentes para quien observa los hechos con un corazón libre de prejuicios que, para afirmar que Dios no existe, se podría decir que casi hay que renunciar a pensar, a tener los ojos abiertos y dejar que surjan libremente las preguntas en el interior de uno mismo; o apostarse deliberada y sistemáticamente en la duda o la sospecha. Por complicada que parezca la proposición “Dios existe”, algo dentro del hombre le lleva a afirmarla espontáneamente, aunque en casos particulares no sepa expresar las razones precisas de ese asentimiento.
Cuando San Pablo en la Carta a los Romanos, refiriéndose a los paganos, es decir, a los que no habían recibido la gracia de la fe, dice aquello de que “lo cognoscible de Dios es manifiesto entre ellos, pues Dios se lo manifestó. Porque desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante sus obras. De manera que son inexcusables, por cuanto que conociendo a Dios no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se entontecieron en sus razonamientos, viniendo a oscurecerse su insensato corazón; y alardeando de sabios, se hicieron necios” (Romanos 1, 19-22) no está tratando de establecer una verdad dogmática por encima y más allá de la experiencia, sino que está aludiendo a un hecho generalmente aceptado con base precisamente en la experiencia común de la humanidad.
3. Conocer y desconocer a Dios
El hecho de que haya personas que afirmen que Dios no existe se debe a múltiples razones que, en el fondo y resumiendo mucho, se podrían reducir a tres.
En primer lugar cabría aludir a una razón de índole psicológica que consiste en el hecho mismo de que Dios sea inaccesible para nuestros sentidos, para nuestra capacidad inmediata de conocimiento: la inevidencia de Dios. Nadie ha visto nunca a Dios, nadie ha visto su rostro (ni puede verlo, convendría añadir; hasta el punto de que si vemos algo, con toda certeza podemos decir: eso no es Dios; eso es cualquier cosa menos Dios). Tampoco escuchamos su voz en nuestros oídos, ni lo podemos tocar con nuestras manos. Está más allá de nuestro horizonte experiencial; no pertenece al grupo de seres con los que, por caer bajo el campo de la experiencia (se pueden ver, tocar, oír) nos une una relación de familiaridad, de cotidianidad. Dios nos desborda al venir de más allá de todo eso, y el hombre experimenta evidentes dificultades cuando tiene que vérselas con Él, con el conocimiento de esa realidad trascendente. La dificultad para saber exactamente quién es Dios arranca precisamente de ahí, de la falta de experiencia directa e inmediata que el hombre tiene de Él. Dios es inexperimentable por nuestros sentidos; y lo es precisamente porque no es un simple objeto como otros, una cosa entre las cosas, un algo existente como todos los demás algos existentes; no es sólo cuestión de una mayor elevación y dignidad de Dios con respecto a los demás seres, sino sobre todo y además, de una diversidad absoluta e incomparable de órdenes.
Pensar en Dios como un algo es el punto de vista que condicionó el modo como la Modernidad, desde la Ilustración, ha enfocado la cuestión de Dios. El resultado es un concepto de Dios más cercano al de las religiones paganas que al Dios revelado en Jesucristo. Para la Ilustración Dios existe y es el fundamento y creador de todo, pero puesto que no aparece como realidad operativa en el funcionamiento del universo, se da por hecho que de algún modo Dios ha abandonado a su suerte el mundo que creó, de tal manera que no interviene de ninguna manera en su marcha. De este modo comienza a cumplirse ese empobrecimiento de las resonancias que hasta entonces suscitaba la palabra Dios: la realidad palpitante y sobrecogedora del Dios vivo y verdadero ha quedado convertida en la idea de Dios, reducida a un mero concepto, a una simple categoría filosófica, a un concepto abstracto que desempeña determinadas funciones dentro de una explicación conceptual y sistemático del universo (Morales).
En su extremo el deísmo acaba por pensar que Dios no sólo ha abandonado al universo después de ponerlo en marcha, sino también al hombre. La inexperimentabilidad de Dios significa también, como dijimos anteriormente, que Dios es inmanipulable por el hombre. En este sentido se puede decir que Dios está indisponible: el hombre no puede echar mano de Él a su antojo. Esta idea terminó por resultar intolerable para una cultura en la que el hombre ha hecho de sí mismo la figura central, realidad autónoma respecto a cualquier instancia que no sea él mismo. Por otro lado, para la Modernidad, tan volcada en el hacer y el saber hacer, un Dios inmanipulable es sinónimo de un Dios ineficaz (no sirve para nada), pero sobre todo perturbador (puesto que es impredecible: una permanente variable que escapa de nuestra área de influencia). Esta perversión de la realidad de Dios como Dios útil y la resistencia de Dios a manifestarse como tal termina por hacer que en la Modernidad Dios parezca no sólo alejado del mundo sino también del hombre: un Dios ajeno, extraño. Pero en realidad ha sido el hombre el que ha abandonado a Dios, ha sido el hombre quien ha tomado unilateralmente la decisión de alejarse.
Al cabo de la última crisis de la Modernidad nos encontramos con que el hombre se encuentra demasiado solo. Se ha hecho realidad que “cuando el hombre huye de Dios no es Dios quien lo persigue, sino los ídolos” (Ratzinger), esos sustitutos que él mismo se ha buscado y que en realidad no son sino las máscaras de su locura. El hombre empieza de nuevo a pensar que no le basta que Dios exista como Gran Arquitecto del universo, sin que yo sea nada para él, ni él para mí. No es ésa la idea que el hombre espontáneamente tiene de Dios. Ése es un Dios teórico, no el Dios real que el hombre intuye y por el que en el fondo suspira, un Dios compasivo y cercano, entrañable, que salve al hombre de sus propias locuras, que tan frecuentemente terminan en castigo y ensañamiento con los demás: un Dios personal, un Alguien que lo acoja.
Si consideramos a Dios bajo el aspecto de Alguien más que algo, la cuestión del conocimiento de Dios toma un aire nuevo y distinto, no sólo como conocimiento indirecto exterior de Dios (la huella de Dios en sus obras, en todo lo creado), sino también y, quizás sobre todo, como premonición interior, difícil de ser conceptualizada y expresada en palabras, pero clara en su modo de ser percibida. Así como se experimenta a veces la percepción real de sabernos mirados por alguien a quien no vemos, o la de que hay alguien en la habitación en la que nos encontramos, o como el enamorado experimenta la presencia del amor ausente y físicamente alejado, ese presentimiento del corazón es verdaderamente una huella misteriosa de Dios en el interior del hombre mismo: manifestación de su ser invisible, presencia de su aparente ausencia.
Para conocer las cosas basta acumular suficientes datos sobre ellas con una cierta organización. Para conocer a las personas eso no es suficiente, y a veces ni siquiera necesario; al menos, el conocimiento de una persona no depende directamente de la abundancia de información sobre ella. Conocer, referido a las personas, tiene un sentido más profundo y amplio que el puramente intelectual, gnoseológico. Esta apreciación cobra aún mayor valor cuando se refiere al conocimiento de Dios. Un gran inspirador de la teología oriental afirma: “saber decir algo sobre Dios no significa haberse encontrado con Él” (Palamas); porque se puede saber mucho sobre Dios y, sin embargo, conocerlo poco. En la tradición cristiana, tanto oriental como occidental, conocer a Dios equivale a encontrarse con Dios, entrar en comunión con él, tener la experiencia de Dios. Aquí ya no se trata entonces solamente de una intervención de la inteligencia, sino también del corazón. Intervención del corazón no significa abandonarse al sentimentalismo sino al contrario, dejar que se exprese libremente esa apetencia interior de sentido que añade ese plus al conocimiento puramente intelectual, que queda convertido en verdadero conocimiento sapiencial. Porque sólo se entiende en profundidad aquello que se ama, “sólo se entiende con el corazón”, decía Saint-Exupéry. Esta misma idea se encuentra en San Buenaventura: “Este modo de conocimiento -se refiere al conocimiento de Dios- sólo es posible en quien está radicado en el amor”.
La realidad de Dios no “salta a la vista”, pero sí se hace presente de algún modo al corazón del hombre, al corazón abierto del hombre. Por corazón se entiende aquí no tanto la sede de la afectividad sino el fondo mismo de la persona. Que Dios de alguna manera se haga patente al corazón abierto del hombre significa que acaba por dejarse encontrar por todo aquel que, con actitud sincera, busca abierta y francamente la verdad. En ella acaba encontrando la huella inequívoca de esa Presencia oculta pero cercana. Esa disposición de apertura irrestricta a la realidad, pone al hombre en situación no tanto de demostrar a Dios cuanto de abrirse a un encuentro con Él. Esa actitud es condición indispensable para conocerlo. Dios no se deja manejar, pero sí se deja encontrar por todo aquel que lo busca con corazón sencillo. Las “pruebas” de la existencia de Dios sólo cobran validez para aquellos que las toman como confirmaciones de una premonición, de una sospecha positiva previa acerca de Él, de un presentimiento radical del corazón. Esa sospecha previa es tan necesaria como el rescoldo escondido entre las cenizas para que la leña de las argumentaciones se conviertan en hoguera encendida. Sin brasa o sin chispa no habrá fuego, por mucha y buena que sea la leña acumulada. Las condiciones interiores de acercamiento son determinantes: los presupuestos de la búsqueda, y no sólo el método, determinan el resultado de cualquier investigación. A Dios lo encuentran quienes lo buscan con ganas, con deseo, como se busca lo esencial o, por decirlo utilizando una expresión muy utilizada en la literatura religiosa, con sed: la fuente –dice Thibon- solo se muestra a quien se acerca a ella sediento.
“Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las has revelado a los pequeños...”. Estas palabras de Jesús en el Evangelio de Mateo (Mat. XI, 25) deberían incluirse necesariamente como prólogo en todo discurso sobre Dios. A Dios sólo lo entienden esos a los que el Señor nombra como los sencillos. Sencillos no quiere decir incultos, indocumentados, inteligencias fácilmente manipulables. Por el contrario, sencillos son los humildes, los que no se creen el centro del mundo, los que no piensan que lo importante acaba en la periferia misma de su yo, quienes además de la inteligencia mantienen intacta la capacidad de su corazón para dejarse deslumbrar... y para agradecer. Quien no sea uno de ellos o no pida a Dios la gracia de serlo, sabrá muy poco de Dios.
Sólo quien posee esa disposición interior está en condiciones de descubrir que “Dios es inaccesible y está al alcance de la mano; envuelve al hombre por todas partes. No hay solamente un camino, como hacia un oasis a través del desierto o hacia una nueva idea matemática a través de una demostración; para el hombre hay tantas vías de aproximación a Dios como pasos sobre la tierra o caminos hacia su propio corazón” (Maritain).
Sólo los sencillos están también en condiciones de entender que nuestra búsqueda de Dios en el fondo consiste más bien en la labor de dejarnos encontrar por Aquel que nos buscaba desde siempre, como queda admirablemente expresado ya en el primer punto del Catecismo de la Iglesia Católica. Es significativo que la Iglesia comience a hablar de Dios precisamente como de Alguien que busca al hombre: “Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un de¬signio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En El y por El, llama a los hom¬bres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herede¬ros de su vida bienaventurada” (CEC, n.1).
El razonamiento lógico, aunq
ue sea esencial e indispensable, no es el único elemento en el proceso global del conocer. Existen otras vías complementarias que la persona explora porque sabe que la verdad además de verdadera es bella, amable, una presencia que aquieta el espíritu (o lo inquieta, según). Conocer algo, y menos aún conocer a alguien, no consiste sólo en medirlo y clasificarlo sino en descubrir toda la verdad que encierra, la verdad que es. Conocer es entrar en diálogo con la realidad, y para ello es necesario abrirse a las cosas; abrir no sólo los ojos, los sentidos, la inteligencia, sino también el fondo mismo de la persona. Conocer es dejar que los objetos se expresen franca y completamente, permitir que se abran; conocer es ponerse en sintonía con la realidad, entrar en diálogo abierto e irrestricto con ella: preguntar y dejarse preguntar, hablar y escuchar.
El subjetivismo moderno recela de estas vías complementarias porque equipara sus resultados con los de la simple sugestión, los identifica como meras creaciones de la propia subjetividad, como si el objeto sólo hubiera sido simple ocasión de que esas emociones nacieran y tomaran cuerpo arbitrariamente en la interioridad del sujeto. La razón para ello habría que achacarla presumiblemente al hecho, por lo demás evidente, de que no siempre el sujeto experimenta la misma sensación en presencia del mismo objeto. Pero ésta no es la única explicación posible de ese fenómeno. Por el hecho de que la contemplación de un paisaje no suscite en todos los observadores una misma emoción estética no se puede afirmar sin más que el concepto de belleza carezca de objetividad, de manera que la expresión “paisaje bello” designe no al paisaje sino a la emoción del sujeto que lo contempla.
¿Porqué no admitir lo bello como algo objetivo, y achacar la ausencia de emoción exclusivamente a una inadecuada disposición del sujeto para captarlo como consecuencia de la variabilidad de los estados del espíritu? Habitualmente utilizamos la expresión “no me encuentro en condiciones de” u otras análogas para referirnos a esa falta de disposición favorable en el sujeto hacia la realización de una tarea física o espiritual. ¿Porqué no admitirla también en el proceso del conocimiento? ¿Porqué no admitir que a veces alguien puede no estar en condiciones de escuchar lo que la realidad nos puede decir, en condiciones de encontrar la verdad? ¿Porqué limitar arbitraria y exclusivamente las vías de comunicación de la verdad a la vía de la racionalidad científico-técnica? En lugar de declarar el relativismo y la inobjetividad de la verdad casi como un presupuesto ¿porqué no declarar que ciertas verdades o ciertas manifestaciones de la verdad son difícilmente alcanzables desde algunas plataformas, desde determinados contextos subjetivos?
“El corazón tiene razones que la razón no entiende”. Estas palabras de Pascal son habitualmente repetidas en las clases de filosofía simplemente para ser refutadas, cuando el sentido común del común de los mortales -grupo que incluye a los filósofos- entiende que, en cierto sentido, encierran una gran verdad, como lo demuestra la práctica habitual que se hace de ese principio. Esas razones del corazón bien entendidas no tienen nada que ver con estados emocionales, ni se trata tampoco de ímpetus afectivos (que cuando se dan, son siempre posteriores al acto de conocimiento); y no afectan únicamente al grado de certeza con que el sujeto se adhiere a la verdad que la inteligencia le presenta como verdadera, sino al contenido mismo de la proposición que, por ello mismo, se entiende como verdadera. Tienen, por el contrario, cierta analogía con lo que en el campo de la investigación se suele denominar perspicacia intuitiva, habilidad inherente al talante del investigador: una capacidad para ir más allá de los datos y seleccionar con arreglo a ella –y no a los datos- una hipótesis que marcará las líneas maestras de la investigación. El investigador en su trabajo raramente encuentra algo sorprendente o inesperado; podrá resultarlo para los demás, pero él encuentra algo que ya de algún modo conocía o, al menos, intuía.
Esas razones del corazón en último extremo son manifestación de la disposición natural que hay en el hombre hacia la verdad, de esa inquietud que no se apacigua sino en el encuentro con la verdad, una especie de sexto sentido añadido a la razón discursiva para detectar lo verdadero. El corazón es la persona entera. Por eso sus razones no se oponen a las del discurso intelectual, sino que las complementan con aportaciones peculiares que sólo por otras vías se pueden encontrar, nuevos elementos para una labor de síntesis con vistas a elaborar un juicio de totalidad sobre la verdad que atienda a todos los indicios. La verdad se encuentra en el foco de convergencia de esas distintas vías de acceso (Newman).
4. Contextos de conocimiento
Una segunda dificultad para el conocimiento de Dios proviene de raíz distinta. Para entenderla conviene avanzar que todo conocimiento tiene lugar dentro de un contexto: el contexto en el que se mueve -y sobre todo el contexto que es- el sujeto que conoce. La noción de contexto de conocimiento es importante y decisiva puesto que ordinariamente es él quien marca el límite entre lo aceptable y lo inaceptable, entre lo que tiene significado y lo que no lo tiene o lo tiene confuso, entre lo que tiene sentido y lo que no. El contexto viene definido por el conjunto de claves interpretativas del sujeto para entender la realidad.
Salvo en el caso de la evidencia, todo conocimiento es interpretación, resultado de un análisis interpretativo de la realidad; o mejor, de los fenómenos manifestativos de la realidad. El sentido verdadero de un texto sólo se aclara si el intérprete está en el contexto adecuado. Hay muy poco signos que tengan idéntico significado en todos los contextos, y todos ellos se refieren a necesidades básicas del sujeto: comer, dormir, etc. Es muy fácil hacer entender a una persona que no conoce nuestro idioma que ha llegado la hora de comer; pero poco más podemos hacer sin conocer ese código de comunicación que es el lenguaje. Pero incluso en el lenguaje ocurre que lo habitual es la polivalencia de los signos, la polisemia que genera ambigüedad en la interpretación: un extranjero que conoce la lengua española “de academia”, al escuchar a su amigo indígena diciendo “tengo un hambre del patín” se sorprenderá de que en este país los patines sean considerados un manjar suculento.
Se puede dar el caso de que aun conociendo perfectamente el significado preciso con que es utilizado cada término en una expresión, la traducción sea completamente errónea (el médico que confunda los síntomas de una angina de pecho con los de una contractura del pectoral izquierdo; un caso real) o no se encuentre sentido a la expresión (un chino que conociendo el idioma, pero sin la menor formación sobre la fe católica, asistiendo por curiosidad a Misa se encontrara con la expresión del Señor en la Última Cena repetida por el sacerdote: “tomad y comed todos de él porque esto es mi Cuerpo”). Son situaciones que con cierta frecuencia se dan. Pero son errores de conocimiento: hay una interpretación correcta de una realidad que en estos casos no se ha conseguido. No cualquier interpretación es correcta; no es lo mismo diagnosticar una contractura del pectoral izquierdo que una angina de pecho cuando lo que se padece en realidad es esto último. Lo importante de las interpretaciones es que sean respetuosas con la realidad, es decir, verdaderas. Unas pueden serlo más, y otras menos; y no todas tienen necesariamente el mismo valor. Si un diagnóstico médico no es certero, resulta de escaso valor y menor consuelo el hecho de que haya resultado divertido de escuchar o se haya expuesto con brillante elocuencia.
Apliquemos esto al conocimiento de la realidad, y en concreto a la posibilidad de conocer a Dios. A efectos prácticos podemos distinguir entre un contexto personal y un contexto cultural. En el contexto cultural de un pigmeo, un frigorífico o un libro carecen de significado específico; análogamente, en un contexto cultural en el que la noción de Dios (o al menos cierta noción de Dios; por ejemplo, el Dios revelado en Jesucristo) haya sido descartada o abandonada en la práctica o sea sistemáticamente ridiculizada como una cuestión obsoleta y perteneciente al pasado, es muy difícil que la gente se plantee seriamente la existencia de Dios y crea en Él. Sencillamente ya no se sabe qué se está diciendo cuando se dice Dios: se ha evaporado su significado real.
El contexto interpretativo personal es siempre dependiente del contexto cultural, aunque esa dependencia, con ser significativa, admite grados. El contexto personal es importante porque quien entiende es la persona; pero la persona en su integridad, no la sola inteligencia. La persona -con su biografía concreta, sus experiencias decisivas, sus intereses personales, etc.- es el contexto inmediato del conocimiento, que amplía o disminuye su apertura para la captación de la verdad. La dirección en que se enfoca el objetivo de una cámara fotográfica determina lo único que para ella será objetivo, y de lo que la placa tendrá constancia. No sólo inteligencia, sino la voluntad y la entera inclinación (moral o espiritual) de la persona juegan un papel determinante en el conocimiento, en el sentido de que puede terminar impidiendo que el objetivo de la inteligencia se enfoque en determinadas direcciones que subjetivamente parecen poco interesantes o escasamente significativas. Dicho de otra manera: la interpretación (lo entendido) no es independiente de la persona del intérprete (del que entiende) ni del contexto cultural en que se encuentra.
Esto no significa que no exista la verdad objetiva como tal, sino que en las diversas opiniones sobre una misma cuestión puede haber grados diversos de aproximación a la verdad, grados que en parte están motivados por las distintas condiciones subjetivas de los diferentes sujetos cognoscentes*. Quien habla de lo que conoce, está también inevitablemente hablando de sí mismo (Ratzinger).Ya Tomás de Aquino sentenciosamente escribió: “Intelligo quia volo”, que justamente se puede traducir como “entiendo porque me da la gana”, porque deseo entender, porque estoy abierto, porque no hay en mí una predisposición contraria. Si alguien en su infancia o en su adolescencia se habitúa a recibir una imagen falsa de Dios que le produce rechazo -la imagen de un Dios tiránico, negativo, represivo, limitador de las posibilidades del hombre, de una exigencia indomable, etc.-, tendrá serias dificultades para conocer el verdadero rostro de Dios, y le resultará difícil sustituir esa imagen falsa por la verdadera. Puede terminar por rechazar a Dios, al que confunde con la imagen falsa que le fue inculcada y contra la que justamente se rebela.
“No se accede a la verdad sino a través del amor”, reconocía S. Agustín (non intratur in veritatem nisi per caritatem). Sólo se conoce en profundidad aquello que se ama, lo que viene envuelto en las formas delicadas del amor. Quien ama más, conoce mejor. Por el contrario, si algo (o alguien) se nos ha hecho odioso o molesto por las razones que sean, difícilmente seremos objetivos en su tratamiento. Difícilmente llegaremos a comprender bien algo contra lo que de algún modo estamos predispuestos: “los hombres fácilmente se persuaden en estas cosas de ser falso, o al menos dudoso, aquello que no desearían que fuese verdadero” (Pío XII, Enc. Humani Generis). Nada nos impide tanto ver a Dios como nuestra propia ceguera, ni oír su voz como nuestra propia sordera, ni sentir su presencia como nuestra insensibilidad para todo aquello que no seamos nosotros mismos.
5. El compromiso de creer
Hemos tratado de desentrañar la nostalgia que en ciertos momentos de lucidez solitaria asalta al hombre y le hace experimentar la sensación de encontrarse lejos de su verdadero hogar; su rebeldía ante la muerte, que entiende como contraria a su radical tendencia a no morir; su reconocimiento de estar de paso, y su esperanza en un futuro en el que tenga sentido y recompensa todo lo insatisfactorio de esta vida -el mal, el dolor propio y ajeno-; un futuro que avizora como lugar de la plenitud, como felicidad lograda y amor eternamente correspondido en plenitud de gozo.
Por otro lado el hombre entiende su existencia como don, don de Alguien que es fundamento originario y que en la experiencia del amor humano se vislumbra -más allá del horizonte de la experiencia directa e inmediata- como Amor último que nos acoge en su eternidad: Amor originario y fundante, pero también Amor último y definitivo: aquel al que toda la tradición religiosa ha llamado Dios.
Desde la reflexión antropológica Dios aparece como explicación necesaria del sentido de la propia existencia y del propio ser-así del hombre, de su ser-como-es: una reclamación imprescindible (Lucas).
Análogamente -aunque no haya sido objeto de nuestro estudio parece necesario al menos mencionar la cuestión-, desde una reflexión cosmológica también aparece la necesidad de Dios como fundamento del ser de las cosas y de su ser-así: el orden, la belleza del Universo, que la experiencia del mal matiza pero no elimina. El hombre, al razonar, no sólo encuentra huellas de Dios en sí mismo sino en el Universo entero: la inmensidad de lo existente, la pasmosa belleza que exhiben las realidades naturales, el orden que rige el comportamiento del mundo en todos los órdenes, desde los fenómenos subatómicos a la expansión de las galaxias, el admirable dinamismo que lo constituye y lo actualiza... Contemplando el mundo, el hombre se eleva desde allí hacia la inteligencia de ese absoluto con el que se encuentra en su propio interior. Cuando se miran las cosas con un corazón libre de prejuicios, inteligente y sencillo, el hombre puede llegar sin excesiva dificultad a la conclusión de que es razonable la existencia de Dios.
En la búsqueda de esa explicación última el hombre ha de ir fuera y más allá de sí mismo, más allá de sus propias fronteras. Lo que explica al hombre viene de más allá del hombre, lo trasciende. Y precisamente por eso, porque la respuesta viene de más allá de él mismo, de lo que para él es terra incognita, Dios es a la vez el más necesario pero también el Gran Desconocido. Desde el conocimiento natural del hombre la existencia de Dios aparece como necesaria, pero su naturaleza -la idea de Quién sea verdaderamente Dios- aparece confusa, como algo que se vislumbra a lo lejos sin acertar a definir con precisión. La universalidad del fenómeno religioso se apoya precisamente en esa idea de necesidad con que la existencia de Dios se presenta a la mente humana, y la diversidad de respuestas religiosas se corresponde con ese modo confuso con que la mente humana capta la naturaleza de Dios.
Esa imagen de Dios que alcanza la razón humana en su deseo de encontrar respuestas a los interrogantes esenciales que se suscitan en el interior del hombre es -por razones que más adelante veremos- una imagen con múltiples y dispersos reflejos. La respuesta acerca de la existencia de Dios es positivamente unánime en todas las distintas tradiciones culturales y en todas las épocas de la historia, pero la pregunta acerca de la naturaleza de Dios -¿quién es Dios?- es diversa en muchas de ellas, hasta el punto de que en algunas la imagen está tan deformada, tan infectada de comportamientos y analogías antropomórficas, que resulta una imagen degradada en la que es más fácil reconocer la huella del hombre que la de Dios.
La dispersión y fragmentación con que se presenta la idea de Dios, esa pluralidad de imágenes refractadas, es un índice de la dificultad misma de esa operación y de la condición de realidad-límite con la que Dios se presenta a la reflexión filosófica: de él podemos tener una imagen real pero de impreciso perfil; a eso se añade que Dios es una realidad trascendente; Dios está más allá del horizonte de la experiencia del hombre, más allá de las fronteras de sus posibilidades cognitivas inmediatas: invisible, inaudible, intangible; es, por tanto, una realidad inmanipulable por el hombre: el hombre no se puede acercar demasiado a ella, no puede llegar a tocarla, no puede experimentar con ella ni disponer de ella a su antojo. No se trata de una lejanía física –al menos no necesariamente- pero sí de una distancia ontológica. El hombre entiende que Dios no es una cosa entre las cosas, un ser más entre los seres existentes (ni siquiera sirve decir que es el más alto o el más digno): “no hay Dios de la misma manera que hay hombres y hay cosas” (Kasper).
Por eso mismo Dios es inabordable: el hombre no puede saltar el muro de los límites de Su esencia y hurgar en su interior para ver sus reacciones A la pura razón humana se le escapa lo que Dios es por dentro, la esencia íntima de Dios, lo que podríamos llamar su ser interior, que sigue resultando misterioso. Pero en este caso no se trata de un misterio negativo, sino positivo: no se trata de defecto de realidad sino de exceso, de riqueza de realidad. Dios supera todo lo que somos capaces de experimentar, de entender y de imaginar. No es que no podamos decir nada sobre Dios con pretensión de verdad, pues ya la Biblia advierte que “por la magnitud y belleza de las criaturas se percibe por analogía al que les dio el ser” (Sabiduría, 13, 5); podemos tener de Dios un conocimiento verdadero, pero siempre mediato y reflejo, extraído del “testimonio de Él que se contiene en sus vestigios, sus signos o sus espejos aquí abajo” (Maritain). Dios siempre será mucho más, y distinto, que todo lo que afirmemos los hombres sobre Él. Nuestras afirmaciones sobre Dios pueden ser verdaderas pero siempre son incompletas, insuficientes: un pálido reflejo de que Él verdaderamente es y de la manera como lo es.
El hombre no puede nombrar a Dios, no puede conocer su verdadero nombre, el nombre que responda a su esencia, a su modo de ser. Nombrar es distinguir, definir, trazar límites. Sólo lo limitado se puede nombrar, sólo a lo finito le corresponde un nombre. Asignar un nombre al Infinito sería traicionar su propia esencia. Dios es el innombrable. Detrás de la palabra Dios se oculta Aquel cuya riqueza existencial desborda todo límite y, por tanto, todo nombre con el que los hombres intentemos nombrarlo. Si las diversas tradiciones religiosas asignan nombre a Dios, ya se entiende que se trata de un nombre convencional, motivado sólo por la necesidad que el hombre siente de invocarlo. Sólo Dios conoce su verdadero nombre.
Por eso, en el fondo, sólo Él con su Revelación, con su manifestación a los hombres es capaz de romper ese carácter de ambigüedad de la idea de Dios que los hombres consiguen hacerse, sólo Dios puede hablar con propiedad de Sí mismo: “sólo la Revelación rompe el hermetismo del mundo y ofrece la posibilidad de discernir y superar sus ambigüedades” (Guardini). “Sólo Dios habla bien de Dios”, decía Pascal, sólo de Él puede venirnos la certeza de que lo que pensamos sobre Él sea verdadero.
El hombre, sin embargo, desde el principio ha sentido la necesidad de entrar en contacto con esa Realidad Transcendente, con ese poder misterioso que la naturaleza de algún modo trasparenta y su propia conciencia presiente. La pregunta por el nombre propio de esa presencia poderosa que determina y da sentido último a la existencia y a la realidad, que está en la base del fenómeno religioso, encuentra diversas respuestas en las diferentes religiones, que “no son sin más un producto aberrante de la razón precientífica (...), fenómenos marginales más o menos irrelevantes o pintorescos a los que el ancho mercado de la tolerancia reserva un lugar para su consumo a la carta según el gusto privado de los ciudadano, como ha pensado un tanto ilusamente una determinada crítica de la religión de estos dos últimos siglos. Al contrario, en las religiones se expresa algo del ser del hombre que no puede ser ignorado ni eliminado sin daño para el mismo hombre: su apertura natural a Dios”, el reconocimiento del contenido enigmático de la realidad y del propio hombre, que nos remite a un misterio último (CEC, Dios es amor).
Las discrepantes pretensiones de verdad de las religiones suelen ser presentadas superficialmente como prueba de la falsedad de todas ellas. Vista la cuestión en profundidad, resalta precisamente lo contrario. Las diferencias entre las religiones, algunas de ellas notables, no deberían ocultar las múltiples cuestiones esenciales en que concuerdan. Las diferencias resaltan más precisamente porque destacan sobre un amplio fondo de afirmaciones compartidas.
Ese fondo compartido es claramente perceptible en el núcleo de las grandes tradiciones religiosas, tanto orientales como occidentales; en otras, el espesor de ese sustrato se adelgaza y estrecha hasta originar en su extremo formas religiosas degradadas que limitan con el politeísmo, o incluso expresiones severamente deformadas del verdadero sentido religioso.
Por otro lado, en esas grandes tradiciones religiosas se advierte un progreso en la manera de concebir la divinidad, que ya no es sólo un poder del que se esperan obtener beneficios y cuya cólera se ha de rehuir, sino que se convierte en objeto de amor. Entonces la forma de relacionarse con la divinidad no es el temor sino una actitud distinta, un trato delicado y afectuoso : la eusebeia de los griegos, la pietas de los latinos, la bhakti de los orientales, cuya forma de expresión más adecuada es la oración (Daniélou). Las religiones naturales son manifestación de ese deseo misericordioso de Dios “que ha hecho habitar sobre la tierra a todas las razas humanas (...) para que busquen a Dios y, siquiera a tientas, lo hallen, pues no está lejos de quienes lo buscan” (Act. 17, 26-27), y que “no deja de hacerse presente de muchas maneras ( ... ) a los pueblos mediante sus riquezas espirituales, de las que las religiones son expresión principal y esencial, aunque contengan lagunas, insuficiencias y errores” (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, n. 55).
2. La cuestión del ateísmo
La pregunta que se plantea entonces es la de por qué hay gente que no cree en Dios. Responderla nos puede llevar lejos, pero hay que hacerlo porque es importante lo que dice, aunque no dice todo lo que hay. No dice, por ejemplo, que es mucho mayor el número de los que creen en Dios que los que declaran que no creen. Y de los datos estadísticos tampoco se deduce que entre la gente instruida el porcentaje de los que creen en la existencia de Dios es menor que entre el común de los mortales. Ni tampoco que entre los científicos, por ejemplo, el porcentaje descienda y vaya decreciendo de año en año. El porcentaje de científicos que creen en la existencia de Dios hoy es el mismo que el de comienzos de siglo, tal como indica una estadística publicada recientemente.
A estos efectos conviene decir que los científicos no tienen más motivos para creer en Dios o para dejar de creer. Un autor francés, Cristian Chabanis, realizó una encuesta entre científicos e intelectuales franceses preguntándoles acerca de su creencia en Dios. Con el resultado de la encuesta publicó dos libros (“¿Dios existe? Sí” y “¿Dios existe? No”). La principal conclusión del trabajo es la siguiente: los científicos responden sí o no a la cuestión de Dios no por ser científicos sino con independencia de eso. Ni el creer ni el no creer son el resultado de la ciencia que poseen, sino que es una cuestión de otro orden: con los mismos datos unos creen y otros no. Se trata de una decisión personal, íntima, motivada por otras razones.
De entre los entrevistados -confiesa el autor- nadie le causó más impresión que un ilustre biólogo, Jean Rostand, que expuso a las claras su modo de ver las cosas. Decía Rostand: “¿La cuestión de la fe? Me la planteo todos los días, sin cesar. He dicho no. He dicho no a Dios, si se me permite expresarme de esta manera brutal; pero la cuestión se replantea a cada instante. Yo me digo, ante una cuestión: ¿es esto posible? A propósito del azar, por ejemplo, me digo: no puede ser el azar el origen de los fenómenos biológicos. Pero entonces, ¿qué, si no? Y aparece toda una cadena de preguntas, siempre las mismas. Y las vuelvo a considerar. Estoy obsesionado, digámoslo claramente, obsesionado, si no por Dios, por el no-Dios. Así es”. Esto significa algo verdaderamente importante en esta cuestión: que el hombre es capaz de creer, pero capaz también de “no querer creer”.
El hecho sociológico de que la mayoría de los hombres se declare creyente, bien mirado no tiene nada de extraño: los signos que lo reclaman son tan abundantes y tan insistentes para quien observa los hechos con un corazón libre de prejuicios que, para afirmar que Dios no existe, se podría decir que casi hay que renunciar a pensar, a tener los ojos abiertos y dejar que surjan libremente las preguntas en el interior de uno mismo; o apostarse deliberada y sistemáticamente en la duda o la sospecha. Por complicada que parezca la proposición “Dios existe”, algo dentro del hombre le lleva a afirmarla espontáneamente, aunque en casos particulares no sepa expresar las razones precisas de ese asentimiento.
Cuando San Pablo en la Carta a los Romanos, refiriéndose a los paganos, es decir, a los que no habían recibido la gracia de la fe, dice aquello de que “lo cognoscible de Dios es manifiesto entre ellos, pues Dios se lo manifestó. Porque desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante sus obras. De manera que son inexcusables, por cuanto que conociendo a Dios no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se entontecieron en sus razonamientos, viniendo a oscurecerse su insensato corazón; y alardeando de sabios, se hicieron necios” (Romanos 1, 19-22) no está tratando de establecer una verdad dogmática por encima y más allá de la experiencia, sino que está aludiendo a un hecho generalmente aceptado con base precisamente en la experiencia común de la humanidad.
3. Conocer y desconocer a Dios
El hecho de que haya personas que afirmen que Dios no existe se debe a múltiples razones que, en el fondo y resumiendo mucho, se podrían reducir a tres.
En primer lugar cabría aludir a una razón de índole psicológica que consiste en el hecho mismo de que Dios sea inaccesible para nuestros sentidos, para nuestra capacidad inmediata de conocimiento: la inevidencia de Dios. Nadie ha visto nunca a Dios, nadie ha visto su rostro (ni puede verlo, convendría añadir; hasta el punto de que si vemos algo, con toda certeza podemos decir: eso no es Dios; eso es cualquier cosa menos Dios). Tampoco escuchamos su voz en nuestros oídos, ni lo podemos tocar con nuestras manos. Está más allá de nuestro horizonte experiencial; no pertenece al grupo de seres con los que, por caer bajo el campo de la experiencia (se pueden ver, tocar, oír) nos une una relación de familiaridad, de cotidianidad. Dios nos desborda al venir de más allá de todo eso, y el hombre experimenta evidentes dificultades cuando tiene que vérselas con Él, con el conocimiento de esa realidad trascendente. La dificultad para saber exactamente quién es Dios arranca precisamente de ahí, de la falta de experiencia directa e inmediata que el hombre tiene de Él. Dios es inexperimentable por nuestros sentidos; y lo es precisamente porque no es un simple objeto como otros, una cosa entre las cosas, un algo existente como todos los demás algos existentes; no es sólo cuestión de una mayor elevación y dignidad de Dios con respecto a los demás seres, sino sobre todo y además, de una diversidad absoluta e incomparable de órdenes.
Pensar en Dios como un algo es el punto de vista que condicionó el modo como la Modernidad, desde la Ilustración, ha enfocado la cuestión de Dios. El resultado es un concepto de Dios más cercano al de las religiones paganas que al Dios revelado en Jesucristo. Para la Ilustración Dios existe y es el fundamento y creador de todo, pero puesto que no aparece como realidad operativa en el funcionamiento del universo, se da por hecho que de algún modo Dios ha abandonado a su suerte el mundo que creó, de tal manera que no interviene de ninguna manera en su marcha. De este modo comienza a cumplirse ese empobrecimiento de las resonancias que hasta entonces suscitaba la palabra Dios: la realidad palpitante y sobrecogedora del Dios vivo y verdadero ha quedado convertida en la idea de Dios, reducida a un mero concepto, a una simple categoría filosófica, a un concepto abstracto que desempeña determinadas funciones dentro de una explicación conceptual y sistemático del universo (Morales).
En su extremo el deísmo acaba por pensar que Dios no sólo ha abandonado al universo después de ponerlo en marcha, sino también al hombre. La inexperimentabilidad de Dios significa también, como dijimos anteriormente, que Dios es inmanipulable por el hombre. En este sentido se puede decir que Dios está indisponible: el hombre no puede echar mano de Él a su antojo. Esta idea terminó por resultar intolerable para una cultura en la que el hombre ha hecho de sí mismo la figura central, realidad autónoma respecto a cualquier instancia que no sea él mismo. Por otro lado, para la Modernidad, tan volcada en el hacer y el saber hacer, un Dios inmanipulable es sinónimo de un Dios ineficaz (no sirve para nada), pero sobre todo perturbador (puesto que es impredecible: una permanente variable que escapa de nuestra área de influencia). Esta perversión de la realidad de Dios como Dios útil y la resistencia de Dios a manifestarse como tal termina por hacer que en la Modernidad Dios parezca no sólo alejado del mundo sino también del hombre: un Dios ajeno, extraño. Pero en realidad ha sido el hombre el que ha abandonado a Dios, ha sido el hombre quien ha tomado unilateralmente la decisión de alejarse.
Al cabo de la última crisis de la Modernidad nos encontramos con que el hombre se encuentra demasiado solo. Se ha hecho realidad que “cuando el hombre huye de Dios no es Dios quien lo persigue, sino los ídolos” (Ratzinger), esos sustitutos que él mismo se ha buscado y que en realidad no son sino las máscaras de su locura. El hombre empieza de nuevo a pensar que no le basta que Dios exista como Gran Arquitecto del universo, sin que yo sea nada para él, ni él para mí. No es ésa la idea que el hombre espontáneamente tiene de Dios. Ése es un Dios teórico, no el Dios real que el hombre intuye y por el que en el fondo suspira, un Dios compasivo y cercano, entrañable, que salve al hombre de sus propias locuras, que tan frecuentemente terminan en castigo y ensañamiento con los demás: un Dios personal, un Alguien que lo acoja.
Si consideramos a Dios bajo el aspecto de Alguien más que algo, la cuestión del conocimiento de Dios toma un aire nuevo y distinto, no sólo como conocimiento indirecto exterior de Dios (la huella de Dios en sus obras, en todo lo creado), sino también y, quizás sobre todo, como premonición interior, difícil de ser conceptualizada y expresada en palabras, pero clara en su modo de ser percibida. Así como se experimenta a veces la percepción real de sabernos mirados por alguien a quien no vemos, o la de que hay alguien en la habitación en la que nos encontramos, o como el enamorado experimenta la presencia del amor ausente y físicamente alejado, ese presentimiento del corazón es verdaderamente una huella misteriosa de Dios en el interior del hombre mismo: manifestación de su ser invisible, presencia de su aparente ausencia.
Para conocer las cosas basta acumular suficientes datos sobre ellas con una cierta organización. Para conocer a las personas eso no es suficiente, y a veces ni siquiera necesario; al menos, el conocimiento de una persona no depende directamente de la abundancia de información sobre ella. Conocer, referido a las personas, tiene un sentido más profundo y amplio que el puramente intelectual, gnoseológico. Esta apreciación cobra aún mayor valor cuando se refiere al conocimiento de Dios. Un gran inspirador de la teología oriental afirma: “saber decir algo sobre Dios no significa haberse encontrado con Él” (Palamas); porque se puede saber mucho sobre Dios y, sin embargo, conocerlo poco. En la tradición cristiana, tanto oriental como occidental, conocer a Dios equivale a encontrarse con Dios, entrar en comunión con él, tener la experiencia de Dios. Aquí ya no se trata entonces solamente de una intervención de la inteligencia, sino también del corazón. Intervención del corazón no significa abandonarse al sentimentalismo sino al contrario, dejar que se exprese libremente esa apetencia interior de sentido que añade ese plus al conocimiento puramente intelectual, que queda convertido en verdadero conocimiento sapiencial. Porque sólo se entiende en profundidad aquello que se ama, “sólo se entiende con el corazón”, decía Saint-Exupéry. Esta misma idea se encuentra en San Buenaventura: “Este modo de conocimiento -se refiere al conocimiento de Dios- sólo es posible en quien está radicado en el amor”.
La realidad de Dios no “salta a la vista”, pero sí se hace presente de algún modo al corazón del hombre, al corazón abierto del hombre. Por corazón se entiende aquí no tanto la sede de la afectividad sino el fondo mismo de la persona. Que Dios de alguna manera se haga patente al corazón abierto del hombre significa que acaba por dejarse encontrar por todo aquel que, con actitud sincera, busca abierta y francamente la verdad. En ella acaba encontrando la huella inequívoca de esa Presencia oculta pero cercana. Esa disposición de apertura irrestricta a la realidad, pone al hombre en situación no tanto de demostrar a Dios cuanto de abrirse a un encuentro con Él. Esa actitud es condición indispensable para conocerlo. Dios no se deja manejar, pero sí se deja encontrar por todo aquel que lo busca con corazón sencillo. Las “pruebas” de la existencia de Dios sólo cobran validez para aquellos que las toman como confirmaciones de una premonición, de una sospecha positiva previa acerca de Él, de un presentimiento radical del corazón. Esa sospecha previa es tan necesaria como el rescoldo escondido entre las cenizas para que la leña de las argumentaciones se conviertan en hoguera encendida. Sin brasa o sin chispa no habrá fuego, por mucha y buena que sea la leña acumulada. Las condiciones interiores de acercamiento son determinantes: los presupuestos de la búsqueda, y no sólo el método, determinan el resultado de cualquier investigación. A Dios lo encuentran quienes lo buscan con ganas, con deseo, como se busca lo esencial o, por decirlo utilizando una expresión muy utilizada en la literatura religiosa, con sed: la fuente –dice Thibon- solo se muestra a quien se acerca a ella sediento.
“Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las has revelado a los pequeños...”. Estas palabras de Jesús en el Evangelio de Mateo (Mat. XI, 25) deberían incluirse necesariamente como prólogo en todo discurso sobre Dios. A Dios sólo lo entienden esos a los que el Señor nombra como los sencillos. Sencillos no quiere decir incultos, indocumentados, inteligencias fácilmente manipulables. Por el contrario, sencillos son los humildes, los que no se creen el centro del mundo, los que no piensan que lo importante acaba en la periferia misma de su yo, quienes además de la inteligencia mantienen intacta la capacidad de su corazón para dejarse deslumbrar... y para agradecer. Quien no sea uno de ellos o no pida a Dios la gracia de serlo, sabrá muy poco de Dios.
Sólo quien posee esa disposición interior está en condiciones de descubrir que “Dios es inaccesible y está al alcance de la mano; envuelve al hombre por todas partes. No hay solamente un camino, como hacia un oasis a través del desierto o hacia una nueva idea matemática a través de una demostración; para el hombre hay tantas vías de aproximación a Dios como pasos sobre la tierra o caminos hacia su propio corazón” (Maritain).
Sólo los sencillos están también en condiciones de entender que nuestra búsqueda de Dios en el fondo consiste más bien en la labor de dejarnos encontrar por Aquel que nos buscaba desde siempre, como queda admirablemente expresado ya en el primer punto del Catecismo de la Iglesia Católica. Es significativo que la Iglesia comience a hablar de Dios precisamente como de Alguien que busca al hombre: “Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un de¬signio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En El y por El, llama a los hom¬bres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herede¬ros de su vida bienaventurada” (CEC, n.1).
El razonamiento lógico, aunq
ue sea esencial e indispensable, no es el único elemento en el proceso global del conocer. Existen otras vías complementarias que la persona explora porque sabe que la verdad además de verdadera es bella, amable, una presencia que aquieta el espíritu (o lo inquieta, según). Conocer algo, y menos aún conocer a alguien, no consiste sólo en medirlo y clasificarlo sino en descubrir toda la verdad que encierra, la verdad que es. Conocer es entrar en diálogo con la realidad, y para ello es necesario abrirse a las cosas; abrir no sólo los ojos, los sentidos, la inteligencia, sino también el fondo mismo de la persona. Conocer es dejar que los objetos se expresen franca y completamente, permitir que se abran; conocer es ponerse en sintonía con la realidad, entrar en diálogo abierto e irrestricto con ella: preguntar y dejarse preguntar, hablar y escuchar.
El subjetivismo moderno recela de estas vías complementarias porque equipara sus resultados con los de la simple sugestión, los identifica como meras creaciones de la propia subjetividad, como si el objeto sólo hubiera sido simple ocasión de que esas emociones nacieran y tomaran cuerpo arbitrariamente en la interioridad del sujeto. La razón para ello habría que achacarla presumiblemente al hecho, por lo demás evidente, de que no siempre el sujeto experimenta la misma sensación en presencia del mismo objeto. Pero ésta no es la única explicación posible de ese fenómeno. Por el hecho de que la contemplación de un paisaje no suscite en todos los observadores una misma emoción estética no se puede afirmar sin más que el concepto de belleza carezca de objetividad, de manera que la expresión “paisaje bello” designe no al paisaje sino a la emoción del sujeto que lo contempla.
¿Porqué no admitir lo bello como algo objetivo, y achacar la ausencia de emoción exclusivamente a una inadecuada disposición del sujeto para captarlo como consecuencia de la variabilidad de los estados del espíritu? Habitualmente utilizamos la expresión “no me encuentro en condiciones de” u otras análogas para referirnos a esa falta de disposición favorable en el sujeto hacia la realización de una tarea física o espiritual. ¿Porqué no admitirla también en el proceso del conocimiento? ¿Porqué no admitir que a veces alguien puede no estar en condiciones de escuchar lo que la realidad nos puede decir, en condiciones de encontrar la verdad? ¿Porqué limitar arbitraria y exclusivamente las vías de comunicación de la verdad a la vía de la racionalidad científico-técnica? En lugar de declarar el relativismo y la inobjetividad de la verdad casi como un presupuesto ¿porqué no declarar que ciertas verdades o ciertas manifestaciones de la verdad son difícilmente alcanzables desde algunas plataformas, desde determinados contextos subjetivos?
“El corazón tiene razones que la razón no entiende”. Estas palabras de Pascal son habitualmente repetidas en las clases de filosofía simplemente para ser refutadas, cuando el sentido común del común de los mortales -grupo que incluye a los filósofos- entiende que, en cierto sentido, encierran una gran verdad, como lo demuestra la práctica habitual que se hace de ese principio. Esas razones del corazón bien entendidas no tienen nada que ver con estados emocionales, ni se trata tampoco de ímpetus afectivos (que cuando se dan, son siempre posteriores al acto de conocimiento); y no afectan únicamente al grado de certeza con que el sujeto se adhiere a la verdad que la inteligencia le presenta como verdadera, sino al contenido mismo de la proposición que, por ello mismo, se entiende como verdadera. Tienen, por el contrario, cierta analogía con lo que en el campo de la investigación se suele denominar perspicacia intuitiva, habilidad inherente al talante del investigador: una capacidad para ir más allá de los datos y seleccionar con arreglo a ella –y no a los datos- una hipótesis que marcará las líneas maestras de la investigación. El investigador en su trabajo raramente encuentra algo sorprendente o inesperado; podrá resultarlo para los demás, pero él encuentra algo que ya de algún modo conocía o, al menos, intuía.
Esas razones del corazón en último extremo son manifestación de la disposición natural que hay en el hombre hacia la verdad, de esa inquietud que no se apacigua sino en el encuentro con la verdad, una especie de sexto sentido añadido a la razón discursiva para detectar lo verdadero. El corazón es la persona entera. Por eso sus razones no se oponen a las del discurso intelectual, sino que las complementan con aportaciones peculiares que sólo por otras vías se pueden encontrar, nuevos elementos para una labor de síntesis con vistas a elaborar un juicio de totalidad sobre la verdad que atienda a todos los indicios. La verdad se encuentra en el foco de convergencia de esas distintas vías de acceso (Newman).
4. Contextos de conocimiento
Una segunda dificultad para el conocimiento de Dios proviene de raíz distinta. Para entenderla conviene avanzar que todo conocimiento tiene lugar dentro de un contexto: el contexto en el que se mueve -y sobre todo el contexto que es- el sujeto que conoce. La noción de contexto de conocimiento es importante y decisiva puesto que ordinariamente es él quien marca el límite entre lo aceptable y lo inaceptable, entre lo que tiene significado y lo que no lo tiene o lo tiene confuso, entre lo que tiene sentido y lo que no. El contexto viene definido por el conjunto de claves interpretativas del sujeto para entender la realidad.
Salvo en el caso de la evidencia, todo conocimiento es interpretación, resultado de un análisis interpretativo de la realidad; o mejor, de los fenómenos manifestativos de la realidad. El sentido verdadero de un texto sólo se aclara si el intérprete está en el contexto adecuado. Hay muy poco signos que tengan idéntico significado en todos los contextos, y todos ellos se refieren a necesidades básicas del sujeto: comer, dormir, etc. Es muy fácil hacer entender a una persona que no conoce nuestro idioma que ha llegado la hora de comer; pero poco más podemos hacer sin conocer ese código de comunicación que es el lenguaje. Pero incluso en el lenguaje ocurre que lo habitual es la polivalencia de los signos, la polisemia que genera ambigüedad en la interpretación: un extranjero que conoce la lengua española “de academia”, al escuchar a su amigo indígena diciendo “tengo un hambre del patín” se sorprenderá de que en este país los patines sean considerados un manjar suculento.
Se puede dar el caso de que aun conociendo perfectamente el significado preciso con que es utilizado cada término en una expresión, la traducción sea completamente errónea (el médico que confunda los síntomas de una angina de pecho con los de una contractura del pectoral izquierdo; un caso real) o no se encuentre sentido a la expresión (un chino que conociendo el idioma, pero sin la menor formación sobre la fe católica, asistiendo por curiosidad a Misa se encontrara con la expresión del Señor en la Última Cena repetida por el sacerdote: “tomad y comed todos de él porque esto es mi Cuerpo”). Son situaciones que con cierta frecuencia se dan. Pero son errores de conocimiento: hay una interpretación correcta de una realidad que en estos casos no se ha conseguido. No cualquier interpretación es correcta; no es lo mismo diagnosticar una contractura del pectoral izquierdo que una angina de pecho cuando lo que se padece en realidad es esto último. Lo importante de las interpretaciones es que sean respetuosas con la realidad, es decir, verdaderas. Unas pueden serlo más, y otras menos; y no todas tienen necesariamente el mismo valor. Si un diagnóstico médico no es certero, resulta de escaso valor y menor consuelo el hecho de que haya resultado divertido de escuchar o se haya expuesto con brillante elocuencia.
Apliquemos esto al conocimiento de la realidad, y en concreto a la posibilidad de conocer a Dios. A efectos prácticos podemos distinguir entre un contexto personal y un contexto cultural. En el contexto cultural de un pigmeo, un frigorífico o un libro carecen de significado específico; análogamente, en un contexto cultural en el que la noción de Dios (o al menos cierta noción de Dios; por ejemplo, el Dios revelado en Jesucristo) haya sido descartada o abandonada en la práctica o sea sistemáticamente ridiculizada como una cuestión obsoleta y perteneciente al pasado, es muy difícil que la gente se plantee seriamente la existencia de Dios y crea en Él. Sencillamente ya no se sabe qué se está diciendo cuando se dice Dios: se ha evaporado su significado real.
El contexto interpretativo personal es siempre dependiente del contexto cultural, aunque esa dependencia, con ser significativa, admite grados. El contexto personal es importante porque quien entiende es la persona; pero la persona en su integridad, no la sola inteligencia. La persona -con su biografía concreta, sus experiencias decisivas, sus intereses personales, etc.- es el contexto inmediato del conocimiento, que amplía o disminuye su apertura para la captación de la verdad. La dirección en que se enfoca el objetivo de una cámara fotográfica determina lo único que para ella será objetivo, y de lo que la placa tendrá constancia. No sólo inteligencia, sino la voluntad y la entera inclinación (moral o espiritual) de la persona juegan un papel determinante en el conocimiento, en el sentido de que puede terminar impidiendo que el objetivo de la inteligencia se enfoque en determinadas direcciones que subjetivamente parecen poco interesantes o escasamente significativas. Dicho de otra manera: la interpretación (lo entendido) no es independiente de la persona del intérprete (del que entiende) ni del contexto cultural en que se encuentra.
Esto no significa que no exista la verdad objetiva como tal, sino que en las diversas opiniones sobre una misma cuestión puede haber grados diversos de aproximación a la verdad, grados que en parte están motivados por las distintas condiciones subjetivas de los diferentes sujetos cognoscentes*. Quien habla de lo que conoce, está también inevitablemente hablando de sí mismo (Ratzinger).Ya Tomás de Aquino sentenciosamente escribió: “Intelligo quia volo”, que justamente se puede traducir como “entiendo porque me da la gana”, porque deseo entender, porque estoy abierto, porque no hay en mí una predisposición contraria. Si alguien en su infancia o en su adolescencia se habitúa a recibir una imagen falsa de Dios que le produce rechazo -la imagen de un Dios tiránico, negativo, represivo, limitador de las posibilidades del hombre, de una exigencia indomable, etc.-, tendrá serias dificultades para conocer el verdadero rostro de Dios, y le resultará difícil sustituir esa imagen falsa por la verdadera. Puede terminar por rechazar a Dios, al que confunde con la imagen falsa que le fue inculcada y contra la que justamente se rebela.
“No se accede a la verdad sino a través del amor”, reconocía S. Agustín (non intratur in veritatem nisi per caritatem). Sólo se conoce en profundidad aquello que se ama, lo que viene envuelto en las formas delicadas del amor. Quien ama más, conoce mejor. Por el contrario, si algo (o alguien) se nos ha hecho odioso o molesto por las razones que sean, difícilmente seremos objetivos en su tratamiento. Difícilmente llegaremos a comprender bien algo contra lo que de algún modo estamos predispuestos: “los hombres fácilmente se persuaden en estas cosas de ser falso, o al menos dudoso, aquello que no desearían que fuese verdadero” (Pío XII, Enc. Humani Generis). Nada nos impide tanto ver a Dios como nuestra propia ceguera, ni oír su voz como nuestra propia sordera, ni sentir su presencia como nuestra insensibilidad para todo aquello que no seamos nosotros mismos.
5. El compromiso de creer
Una tercera razón de la increencia proviene de la conexión entre la idea genérica de Dios y el Dios de la Revelación cristiana, el Dios que se ha revelado históricamente de modo pleno en un hombre real y concreto: Jesucristo. Creer en el Dios revelado no es lo mismo que creer en la idea de Dios. Dios no es la idea de Dios (como tampoco un hombre es la “idea de hombre”). Nadie se enfrenta, se enfada o se enamora de la “idea de hombre” o la “idea de mujer”, sino de una mujer o un hombre concretos. Conocer a Dios no es aceptar la idea de Dios, sino aceptar al Dios vivo y verdadero tal como es, o mejor dicho, tal como Él mismo se ha manifestado a través de su Revelación.
Y lo que ocurre con el Dios revelado es que Dios se revela como una Presencia comprometedora para el hombre (Abraham, Noé, Moisés, los Profetas...) en el sentido de que creer en Dios no tiene las mismas implicaciones que creer en la existencia de cualquier otro de los seres que uno nunca ha visto (sea el mismísimo Napoleón o la especie de ranas coloradas de la selva del Amazonas). Si Dios me ha dicho quién es, no es razonable vivir como si no hubiera pasado nada, las cosas no pueden seguir igual que antes. Cuando uno se encuentra con Dios no encuentra un Algo que pueda ser impersonalmente contemplado, sino a Alguien frente al que el hombre necesariamente ha de decidirse en el sentido de asumir o rechazar la Palabra que Dios le dirige, que no es otra que la persona de Jesús de Nazaret. Porque una vez que al hombre le es dirigida la Palabra de Dios, se encuentra en un aprieto: debe responder. Es un invitación y un desafío. Aceptar a Dios significa aceptar a Jesús, compartir su vida y seguirlo hasta la Cruz: amarlo hasta la muerte. Aceptar a Dios significa aceptar que yo no soy el centro del universo, supone admitir el ingreso en un orden previo que yo no he inventado y del que no puedo disponer arbitrariamente a mi antojo: no es el hombre quien dispone por completo acerca del bien y del mal. Esto para la cultura moderna, centrada en la idea tan ampliamente difundida por los medios de la completa autonomía del hombre, es un obstáculo verdaderamente serio.
Por otro lado está el hecho de que Dios -por razones misteriosas- no se impone sino que se propone al hombre como un reclamo para su libertad; cabe por tanto la posibilidad del rechazo de esa oferta por parte de la libertad humana. Pero entonces la única manera de justificar ese rechazo sin perder por completo al menos la apariencia de honestidad personal, es ir más allá y negar radicalmente no sólo al Dios de Jesucristo sino hasta la posibilidad misma de que Dios exista. Se trata de una decisión expresa de no creer en Dios. En la tradición occidental esta razón ha sido de mucho peso. No se cree en Dios porque no se desea creer en el Dios revelado en Jesucristo; y no se desea creer en el Dios revelado en Jesucristo porque no se quiere comprometer con Él la propia vida.
En la cuestión de Dios el hombre no se encuentra ante un problema meramente objetivo, es decir, indiferente respecto al sentido que está llamado a dar a su vida: se encuentra más bien ante la cuestión crucial en la que se juega el todo por el todo, su propia vida, sí mismo. No se puede conocer a Dios sino reconocién¬dolo, aceptándolo como Aquel de quien el hombre no puede disponer de ningún modo (ni siquiera con la evidencia de un discurso racional). Dios, el Misterio absoluto, no se demuestra: El se muestra, llama. El hombre no podrá encontrar a Dios si no está dispuesto a invocarlo, adorarlo, esperar en Él (Kasper). Cuando el hombre se encierra en sí mismo y se niega o renuncia previamente a reconocer a nadie más grande que él ante el que se sienta en relación de dependencia, se está cerrando a la posibilidad misma de encontrar a Dios. No habrá argumento que le convenza. Es imposible encontrar algo cuando se ha decidido que no hay nada que encontrar, que no hay nadie más allá de mí mismo, ni más arriba.
Naturalmente, un papel importante en este rechazo moderno de Dios -porque el ateísmo es un fenómeno relativamente reciente- lo tiene la insistencia de la filosofía moderna en un concepto excesivamente parcial de la libertad, como ya quedó dicho con anterioridad (cfr. Capítulo IV). El razonamiento sería más o menos éste: “La riqueza del hombre consiste en su libertad. Por tanto, cuanto más libertad tenga, más rico será. Pero si la libertad consiste exclusivamente en la capacidad de elegir, quien más tiene es aquél que menos elige, que menos se compromete. Desde este punto de vista, toda dependencia es sumisión, pérdida de autonomía, envilecimiento. La religión es entonces una cadena y Dios el carcelero, el enemigo de la libertad del hombre”. Pero como ya se dijo también allí, la libertad -que ciertamente es el tesoro del hombre- no consiste solamente en la capacidad de elegir, ni es tampoco algo que se tiene sino algo que se es. Pero puestos a pensar en ella en términos de algo que se posee, más adecuado sería considerarla una realidad para ser invertida o donada; o mejor, para ser entregada en el amor, para hacer que éste sea posible.
Esa concepción errónea de Dios como el enemigo de la grandeza del hombre va a terminar por expulsarlo de la filosofía y de la cultura oficial. Comte es el primero que, en su craso positivismo, elimina decididamente a Dios de la filosofía: Dios no existe, sólo el hombre. Feuerbach afirma después que quien no existe es el hombre, sino dios: el hombre sin Dios es dios. Por fin viene Nietzsche pretendiendo matar a Dios. Pero al hacerlo, mata al único dios que quedaba: esa extraña criatura que era el hombre divinizado por Feuerbach. Así que ahora, después de tanta eliminación, sólo quedan fantasmas, criaturas evanescentes de dudosa y cambiante identidad. La historia reciente atestigua suficientemente que semejante decreto acerca de la muerte filosófica de Dios no ha hecho mejorar las cosas, sino al contrario. Y el hombre comienza a sospechar de los maestros de la sospecha, como Ricoeur llamó a esos pensadores, y a considerar seriamente si al desconfiar de Dios no está desconfiando del único que merece toda su confianza. Porque la pregunta correcta no es “¿cómo creer en Dios después de Austchwitz?” -Dios ya no existía por entonces-, sino “¿cómo seguir creyendo en ese extraño fantasma que es el-hombre-que-se-cree-dios, verdadera fábrica de horrores y amenazas para la especie humana?”. Dios no es el enemigo del hombre y de su libertad, sino precisamente aquel que la potencia hasta el infinito, el que libera al hombre de los delirios y paranoias con los que se engaña y se castiga, el que lo rescata de la angustia y el desencanto, del peligro de ahogarse en la nada.
De todas formas conviene decir, para terminar, que los contextos de conocimiento pueden dificultar en el hombre, pero difícilmente anular por completo, su capacidad de Dios, ese anhelo que lo constituye, lo atraviesa y lo devora, esa sed que de algún modo es ya presencia de Dios que no abandona jamás a los hombres. Desgraciadamente el hombre sí puede conseguir desplazarlo de su horizonte y “perseguir la plenitud buscando únicamente en lo finito. Queriendo tener el cielo ya en la tierra, esperamos y exigimos todo de ella. Pero ella no da más que lo que tiene. Por eso, en ese vano intento de extraer lo infinito de lo finito, el hombre pisotea la tierra y frecuentemente también a los demás” (Ratzinger).
6. Dios, revelado en Jesucristo
Hemos hablado con anterioridad del modo como al hombre se le plantea el problema de la existencia y del conocimiento de Dios y cómo en el uso de su razón natural puede llegar por determinados caminos a la afirmación de su existencia y a un cierto conocimiento de su esencia. Hemos hablado también de los límites de ese conocimiento, límites debidos a la desproporción tan enorme entre el hombre y Dios, a la cualidades extraordinarias del objeto de ese conocimiento: la infinitud y la trascendencia divinas. Podemos tener de Dios un conocimiento verdadero y abundante, pero siempre será insuficiente y parcial comparado con la extraordinaria riqueza del ser de Dios.
Todo se complica si además consideramos que Dios es un ser personal. No conocemos a las personas como conocemos las cosas. A las personas sólo las conocemos en la medida en que entramos en contacto con ellas, en diálogo, en cierta comunión de vida. Pero el hombre no puede entrar en contacto con Dios -¿cómo podría hacerlo?- si Él no toma la iniciativa. Es muy ilustrativa en este sentido la lectura del Libro de Job. Job es un hombre justo, profunda y sinceramente religioso, que ha vivido rectamente en la presencia de Dios. En determinado momento, sin embargo, sobre él se abate con fuerza la desgracia: pierde a todos sus hijos, pierde su fortuna, y en medio de la estrechez se ve asaltado además por la enfermedad. Sus amigos y allegados juzgan que todo eso ha ocurrido en razón de los pecados. El sin embargo sabe que su vida ha estado limpia de pecado, y en su angustia pide explicaciones a Dios; hasta que en un momento determinado, Job percibe de manera directa la majestad de Dios, la grandeza de Aquel que se esconde detrás de esa palabra: “He hablado -reconoce- sin cordura de maravillas que no alcanzo ni comprendo... Sólo te conocía de oídas, pero ahora en cambio mis ojos te han visto. Por eso retiro mis palabras, y en polvo y ceniza hago penitencia” (Job 42, 4-6). Job percibe la infinita distancia existencial entre Dios y sus criaturas, el abismo incolmable de ser que las separa. Percibe también lo ridículo de su postura al pedirle explicaciones, y el profundo error que escondía esa actitud. Un Dios pensado con categorías humanas, por altas que sean, no es Dios; y pensar lo contrario -ahora Job lo ve con claridad- fue su pecado (Mateo-Seco).
Dios ha tomado esa iniciativa de entrar en contacto estrecho con los hombres; eso es lo que significa precisamente la Revelación. En primer lugar lo hizo a través de los hombres elegidos del pueblo de Israel. Después, esa revelación ha llegado a su culminación en Jesucristo. En él, que es su Palabra (Verbum, Lógos), Dios se ha comunicado con los hombres de una manera impensada pero completamente apropiada: Dios ha reanudado el diálogo abierto con el hombre en la Creación. Cuando una persona nos habla nuestro conocimiento de ella deja de ser puramente exterior, conseguido desde fuera. El diálogo es comunicación, cierta forma de acceso al interior del que habla, como si las palabras nos franquearan la puerta hasta entonces inaccesible de la intimidad personal. Que Dios nos haya dado su Verbo en Jesucristo significa precisamente eso: Dios, por voluntad propia, ha dejado de ser inaccesible para el hombre, Él mismo en persona ha franqueado en Jesucristo esa distancia infinita.
El Dios invisible, confusamente entrevisto en la experiencia religiosa de la humanidad, el Dios igualmente invisible pero ya más cercano de la Alianza con Israel, se ha hecho visible, familiar y próximo en Jesucristo; el Dios que habló por medio de los Profetas se ha explicado directamente a los hombres en Jesucristo. Jesús de Nazaret es esa explicación de Dios, su discurso más elocuente, la disertación más convincente de Dios acerca de Él mismo. Todo en la vida humana de Jesús es Revelación del Padre. No sólo sus palabras, sus enseñanzas, sino Él mismo, su persona, su vida entera: también lo que hizo y el modo como lo hizo, y hasta podíamos incluso decir que también lo que, estando a su alcance hacerlo, omitió deliberadamente. Dios nos habla y nos enseña en Jesucristo. Que la Revelación sea comunicación nos ilustra sobre el hecho de que, a partir de ese momento, nuestro conocimiento de Dios no sólo crece en extensión y en intensidad, sino que también varía sustancialmente el tipo de conocimiento. Dios nos ha abierto en Jesucristo su intimidad, de modo que nuestro conocimiento de Él es de algún modo, desde ese momento, un conocimiento totalmente distinto, un conocimiento que puede llegar a ser personal, íntimo, un conocimiento "desde dentro".
Por eso mismo Jesús de Nazaret nos revela también quién es en realidad el hombre, cuál es su destino y la dimensión precisa del horizonte de su existencia real: el hombre es una criatura hecha para existir en diálogo con Dios, en comunión con Él, una criatura destinada a participar de la propia intimidad divina; y eso la cualifica en toda su hondura: el hombre no es una más entre las especie creadas, ni se explica completamente desde él mismo. Con palabras tan repetidas como certeras del Concilio Vaticano II en la Constitución Dei Verbum n..22 acerca de la Revelación divina, “Cristo, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación... Él, que es imagen de Dios invisible, es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él la naturaleza humana ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual”. Con ello se quiere dar a entender que la Encarnación de Dios –un hecho real e histórico- no es un suceso que afecta únicamente a la persona de Cristo, sino que ha dejado su huella indeleble en la naturaleza humana y en cada hombre. Con toda claridad lo expresa el Concilio en ese mismo documento, un poco más adelante: “El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado” (Ibidem).
Que la Encarnación de Dios afecta a cada hombre significa que a partir de ese momento y por el hecho mismo de que Dios ha tomado la naturaleza humana haciéndose verdaderamente uno de nosotros, ser hombre o ser mujer, pertenecer a la especie humana, es algo completamente distinto de lo que a los hombres les había parecido hasta entonces. Que el Dios eterno se haga temporal, que la Eternidad se haga historia, significa también que el tiempo del hombre, la vida del hombre, es otra cosa completamente distinta de lo que se pensaba. Que Dios se haya hecho un ser que come, bebe, trabaja, se cansa, sufre, ríe, llora, se compadece, habla, calla... significa que todas esas actividades, todas esas categorías en que se expresa cotidianamente lo humano, cobran un valor extraordinario, completamente distinto al escaso que parecían tener; incluso la muerte -que también experimenta Jesús- queda completamente transformada por Cristo, que la vence con su Resurrección: deja de ser el enigma que perturba y atemoriza con su oscuridad la vida del hombre, pierde su carácter de final desastroso y se convierte en puerta por la que el hombre puede acceder a la eternidad entrañable de Dios.
Dios en Jesucristo ha transfigurado la creación caída en el pecado, la ha transformado, divinizado. Las acciones en apariencia más intrascendentes de la vida de los hombres han quedado embellecidas, enriquecidas por su contacto con la Humanidad de Cristo con una semilla de eternidad, un quid divinum (un algo divino) que se encierra en los detalles en apariencia más ordinarios (Beato Josemaría Escrivá). El horizonte de posibilidades de la vida del hombre ha sido graciosamente ampliado hasta el infinito: hasta la vida misma de Dios. A este paso renovador, transformador, de Cristo por la vida de los hombres se refiere San Juan de la Cruz, cuando escribe en el Cántico espiritual:
“mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura,
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de su hermosura”.
Conviene también entender que el contenido la Revelación de Dios a los hombres no se limita –como quizá inicialmente podría pensarse- a las verdades transmitidas en la predicación oral del Cristo, sino que coincide con la persona misma de Jesús. La Persona es el mensaje; eso es también lo que dan a entender esas palabras del Señor en el Evangelio de Juan: “Yo soy el camino”. De aquí se desprenden al menos dos conclusiones acerca del sentido de la vida del creyente. En primer lugar, una impresión en negativo: la auténtica fidelidad religiosa no consiste en el cumplimiento puramente material, casi ritual, de un estricto sistema de observancias. Por eso se ha dicho y repetido, con razón, que ser cristiano no es en primer lugar aceptar una doctrina, sino seguir a una persona, Cristo, y aceptar su estilo de vida, su proyecto. En segundo lugar, y puesto que la persona es inseparable de su biografía, el seguimiento de Cristo en que se resume el ser cristiano no puede consistir en un sentimiento difuso e inespecífico, sin repercusiones en la vida y en la experiencia concretas. Ya en su momento reparamos en la vinculación indesligable que existe entre identidad personal y decisiones libres (decisiones que se traducirán en acciones o en omisiones). La vida cristiana consiste en hacernos dignos de ese nombre, cristiano, en conseguir con la ayuda de Dios que a cada uno de nosotros se nos pueda aplicar sin sonrojo.
Lo sorprendente en la Revelación de Dios no es sólo el hecho de haber ocurrido, sino también el modo concreto como históricamente ha ocurrido. También estos modos son reveladores de Dios. Esos modos forman parte de los que el discurso teológico llama la condescendencia de Dios en su trato con los hombres, ese misterioso modo de proceder de Dios –manifestativo, sin duda, de su amor paternal-, que parece querer convencernos, querer vencer la terquedad de los hombres, no con manifestaciones clamorosas y deslumbrantes de su Omnipotencia sino -como solía decir el Fundador de esta Universidad- con la sencillez de su amor humilde.
En la Encarnación, Dios acepta ser hombre siguiendo el camino que seguimos todos, o sea, el que ninguno de nosotros hubiera elegido si hubiéramos estado en el lugar de Dios; nace en la noche de Belén, no sólo lejos de todo boato y propaganda, sino en condiciones de verdadera pobreza; acepta vivir su vida como un hombre real, de carne y hueso, sin desechar la fatiga del trabajo, el dolor, la contradicción... Por lo que se refiere a su mensaje revelador, éste queda expresado mediante palabras verdaderamente humanas, es decir, palabras pronunciadas en un determinado contexto cultural, muy alejado ya del nuestro en tantos aspectos; palabras transmitidas en unas narraciones desprovistas del menor adorno, sin ninguna pretensión literaria; palabras escritas en el ayer, es decir, alejadas de los labios que las pronunciaron, palabras por tanto frágiles, indefensas, que parecen -en frase de Moeller- “ofrecer pacientemente, ingenuamente su cuello al cuchillo de toda crítica”... Dios parece esconderse detrás de todo ese cúmulo de normalidades para que, como dice el texto de una de las Plegarias eucarísticas, le encuentre el que le busca, es decir, quien se toma la molestia de buscarlo.
Pero es que también en su modo de crecer, de expandir su Reino, Dios ha rechazado cualquier signo de triunfalismo aplastante. Dios ha aceptado que su Reino crezca como crecen las empresas en que se embarcan los hombres, cuyo desarrollo requiere los trabajos, la pericia, la constancia y el interés del dueño o del experto, y que a la vez se ven expuestas a todos los vaivenes de cada vicisitud histórica, a las oscilaciones de la moda y del mercado... Dios ha prometido a su Iglesia la indefectibilidad, pero no la facilidad. Dios ha querido que su crecimiento sea a la vez todo suyo y todo nuestro: obra por completo de la acción del Espíritu, pero también por completo confiado a la diligencia, al amor, al trabajo, al interés, a la lealtad, a la tenacidad, a la constancia de sus hijos, es decir, de cada uno de nosotros. Es por tanto razonable pensar que la pregunta adecuada acerca del futuro de nuestra fe no sea la de “¿qué va a pasar con todo esto, qué frutos va a producir?” sino “¿qué voy a hacer yo, cuál va ser mi aportación para que todo esto no se quede en nada?”
En su libro Cruzando el umbral de la esperanza, Juan Pablo II hace una afirmación de una audacia admirable, pero que en realidad es la única explicación de ese extraño modo de manifestarse Dios. “En cierto sentido -afirma- puede decirse que, frente a la libertad humana, Dios ha querido hacerse impotente”. Esto significa que Dios se toma al hombre absolutamente en serio, que Dios siente un respeto sagrado por la libertad de cada uno y se detiene ante el umbral mismo de la persona: no exige, no fuerza; pide que le demos libremente. Multiplica sus gestos de amor y extiende su mano, como un mendigo, como un necesitado, solicitando nuestra libre colaboración. “¿Por qué misterioso motivo -dice Thibon- Dios, que no necesita nada, pide al hombre que se lo entregue todo? Lo que sucede, cuando hablamos de las exigencias de Dios, es que estamos enfocando las cosas al revés. Dios no nos exige nuestras riquezas, que no son más que miseria y podredumbre disfrazadas; lo que nos pide es el renunciamiento a la pobreza con todas sus máscaras, y lo que aguarda es nuestra disposición par recibirlo todo”.
A veces, a la vista del uso práctico que los hombres hacemos de nuestra libertad, se tiene casi la impresión de que sólo Dios se toma en serio a los hombres; mucho más, por supuesto, de lo que la mayor parte de ellos se toman a sí mismos. Todo ocurre como si el hombre, en estos veinte siglos de idas y venidas, hubiera olvidado quién es él en realidad, hubiera olvidado su propia grandeza. Este cambio de siglo y de milenio que ocasionalmente nos toca vivir podría ser ocasión para que, a través del testimonio de vida de los creyentes, los hombres y las mujeres de los comienzos del nuevo milenio vuelvan a cobrar memoria de su olvidada dignidad real y puedan proyectarse de una manera nueva en el futuro. Se trataría de superar, por la vía del testimonio, el efecto ejercido por esas categorías negativas con las que la cultura de los dos últimos siglos se ha referido a Dios y reconocer, en definitiva, que Dios no es una amenaza para nuestra libertad, sino quien precisamente la fundamenta y la potencia; que Dios no es aquel que constriñe desde fuera nuestra vida, sino quien desde dentro distiende nuestro horizonte hasta hacernos capaces de alcanzar el infinito.
A la revelación de Dios respondemos con la obediencia de la fe. Ésta no se define por contraposición a las evidencias de la razón, sino por su pertenencia a otro orden de saber: el que se abre a quien otorga su confianza a Dios cuando Él mismo se acerca a nosotros en su Palabra. Es la fe teologal, indeducible de la razón, pero acorde con el elemental fenómeno antropológico de la creencia: el ser humano no es sólo “aquél que busca la verdad”, sino también “aquél que vive de creencias” (Juan Pablo II, Enc. Fe y razón), el que sabe también confiar, vivir en la confianza. De ahí que la fe en el Dios que se revela, aun no careciendo de cierta oscuridad, esté dotada de una insuperable certeza, pues la perfección del hombre no está en la mera adquisición del conocimiento abstracto de la verdad, sino que consiste también en una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad que sabe darse, el hombre encuentra plena certeza y seguridad” (CEE, Dios es amor)
Pero una exposición más pormenorizada de ello cae ya en el campo de la Teología, y rebasa por tanto los límites de este curso. Hasta aquí llega la Antropología: hace ver la profunda conexión entre el Dios de la Revelación y el Dios que de algún modo se hace presente al hombre a través de lo que de él puede conocer mediante el uso de sus facultades naturales contemplando el mundo y tratando de comprenderse a sí mismo. Muestra también que la imagen del hombre que nos presenta la Revelación no es extraña ni contrapuesta a cierta imagen que el hombre puede descubrir de sí mismo. En síntesis, señala la profunda coherencia que existe entre lo que nos dice la Fe y lo que nos da a conocer la Razón a propósito de Dios y a propósito del hombre mismo.
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Y lo que ocurre con el Dios revelado es que Dios se revela como una Presencia comprometedora para el hombre (Abraham, Noé, Moisés, los Profetas...) en el sentido de que creer en Dios no tiene las mismas implicaciones que creer en la existencia de cualquier otro de los seres que uno nunca ha visto (sea el mismísimo Napoleón o la especie de ranas coloradas de la selva del Amazonas). Si Dios me ha dicho quién es, no es razonable vivir como si no hubiera pasado nada, las cosas no pueden seguir igual que antes. Cuando uno se encuentra con Dios no encuentra un Algo que pueda ser impersonalmente contemplado, sino a Alguien frente al que el hombre necesariamente ha de decidirse en el sentido de asumir o rechazar la Palabra que Dios le dirige, que no es otra que la persona de Jesús de Nazaret. Porque una vez que al hombre le es dirigida la Palabra de Dios, se encuentra en un aprieto: debe responder. Es un invitación y un desafío. Aceptar a Dios significa aceptar a Jesús, compartir su vida y seguirlo hasta la Cruz: amarlo hasta la muerte. Aceptar a Dios significa aceptar que yo no soy el centro del universo, supone admitir el ingreso en un orden previo que yo no he inventado y del que no puedo disponer arbitrariamente a mi antojo: no es el hombre quien dispone por completo acerca del bien y del mal. Esto para la cultura moderna, centrada en la idea tan ampliamente difundida por los medios de la completa autonomía del hombre, es un obstáculo verdaderamente serio.
Por otro lado está el hecho de que Dios -por razones misteriosas- no se impone sino que se propone al hombre como un reclamo para su libertad; cabe por tanto la posibilidad del rechazo de esa oferta por parte de la libertad humana. Pero entonces la única manera de justificar ese rechazo sin perder por completo al menos la apariencia de honestidad personal, es ir más allá y negar radicalmente no sólo al Dios de Jesucristo sino hasta la posibilidad misma de que Dios exista. Se trata de una decisión expresa de no creer en Dios. En la tradición occidental esta razón ha sido de mucho peso. No se cree en Dios porque no se desea creer en el Dios revelado en Jesucristo; y no se desea creer en el Dios revelado en Jesucristo porque no se quiere comprometer con Él la propia vida.
En la cuestión de Dios el hombre no se encuentra ante un problema meramente objetivo, es decir, indiferente respecto al sentido que está llamado a dar a su vida: se encuentra más bien ante la cuestión crucial en la que se juega el todo por el todo, su propia vida, sí mismo. No se puede conocer a Dios sino reconocién¬dolo, aceptándolo como Aquel de quien el hombre no puede disponer de ningún modo (ni siquiera con la evidencia de un discurso racional). Dios, el Misterio absoluto, no se demuestra: El se muestra, llama. El hombre no podrá encontrar a Dios si no está dispuesto a invocarlo, adorarlo, esperar en Él (Kasper). Cuando el hombre se encierra en sí mismo y se niega o renuncia previamente a reconocer a nadie más grande que él ante el que se sienta en relación de dependencia, se está cerrando a la posibilidad misma de encontrar a Dios. No habrá argumento que le convenza. Es imposible encontrar algo cuando se ha decidido que no hay nada que encontrar, que no hay nadie más allá de mí mismo, ni más arriba.
Naturalmente, un papel importante en este rechazo moderno de Dios -porque el ateísmo es un fenómeno relativamente reciente- lo tiene la insistencia de la filosofía moderna en un concepto excesivamente parcial de la libertad, como ya quedó dicho con anterioridad (cfr. Capítulo IV). El razonamiento sería más o menos éste: “La riqueza del hombre consiste en su libertad. Por tanto, cuanto más libertad tenga, más rico será. Pero si la libertad consiste exclusivamente en la capacidad de elegir, quien más tiene es aquél que menos elige, que menos se compromete. Desde este punto de vista, toda dependencia es sumisión, pérdida de autonomía, envilecimiento. La religión es entonces una cadena y Dios el carcelero, el enemigo de la libertad del hombre”. Pero como ya se dijo también allí, la libertad -que ciertamente es el tesoro del hombre- no consiste solamente en la capacidad de elegir, ni es tampoco algo que se tiene sino algo que se es. Pero puestos a pensar en ella en términos de algo que se posee, más adecuado sería considerarla una realidad para ser invertida o donada; o mejor, para ser entregada en el amor, para hacer que éste sea posible.
Esa concepción errónea de Dios como el enemigo de la grandeza del hombre va a terminar por expulsarlo de la filosofía y de la cultura oficial. Comte es el primero que, en su craso positivismo, elimina decididamente a Dios de la filosofía: Dios no existe, sólo el hombre. Feuerbach afirma después que quien no existe es el hombre, sino dios: el hombre sin Dios es dios. Por fin viene Nietzsche pretendiendo matar a Dios. Pero al hacerlo, mata al único dios que quedaba: esa extraña criatura que era el hombre divinizado por Feuerbach. Así que ahora, después de tanta eliminación, sólo quedan fantasmas, criaturas evanescentes de dudosa y cambiante identidad. La historia reciente atestigua suficientemente que semejante decreto acerca de la muerte filosófica de Dios no ha hecho mejorar las cosas, sino al contrario. Y el hombre comienza a sospechar de los maestros de la sospecha, como Ricoeur llamó a esos pensadores, y a considerar seriamente si al desconfiar de Dios no está desconfiando del único que merece toda su confianza. Porque la pregunta correcta no es “¿cómo creer en Dios después de Austchwitz?” -Dios ya no existía por entonces-, sino “¿cómo seguir creyendo en ese extraño fantasma que es el-hombre-que-se-cree-dios, verdadera fábrica de horrores y amenazas para la especie humana?”. Dios no es el enemigo del hombre y de su libertad, sino precisamente aquel que la potencia hasta el infinito, el que libera al hombre de los delirios y paranoias con los que se engaña y se castiga, el que lo rescata de la angustia y el desencanto, del peligro de ahogarse en la nada.
De todas formas conviene decir, para terminar, que los contextos de conocimiento pueden dificultar en el hombre, pero difícilmente anular por completo, su capacidad de Dios, ese anhelo que lo constituye, lo atraviesa y lo devora, esa sed que de algún modo es ya presencia de Dios que no abandona jamás a los hombres. Desgraciadamente el hombre sí puede conseguir desplazarlo de su horizonte y “perseguir la plenitud buscando únicamente en lo finito. Queriendo tener el cielo ya en la tierra, esperamos y exigimos todo de ella. Pero ella no da más que lo que tiene. Por eso, en ese vano intento de extraer lo infinito de lo finito, el hombre pisotea la tierra y frecuentemente también a los demás” (Ratzinger).
6. Dios, revelado en Jesucristo
Hemos hablado con anterioridad del modo como al hombre se le plantea el problema de la existencia y del conocimiento de Dios y cómo en el uso de su razón natural puede llegar por determinados caminos a la afirmación de su existencia y a un cierto conocimiento de su esencia. Hemos hablado también de los límites de ese conocimiento, límites debidos a la desproporción tan enorme entre el hombre y Dios, a la cualidades extraordinarias del objeto de ese conocimiento: la infinitud y la trascendencia divinas. Podemos tener de Dios un conocimiento verdadero y abundante, pero siempre será insuficiente y parcial comparado con la extraordinaria riqueza del ser de Dios.
Todo se complica si además consideramos que Dios es un ser personal. No conocemos a las personas como conocemos las cosas. A las personas sólo las conocemos en la medida en que entramos en contacto con ellas, en diálogo, en cierta comunión de vida. Pero el hombre no puede entrar en contacto con Dios -¿cómo podría hacerlo?- si Él no toma la iniciativa. Es muy ilustrativa en este sentido la lectura del Libro de Job. Job es un hombre justo, profunda y sinceramente religioso, que ha vivido rectamente en la presencia de Dios. En determinado momento, sin embargo, sobre él se abate con fuerza la desgracia: pierde a todos sus hijos, pierde su fortuna, y en medio de la estrechez se ve asaltado además por la enfermedad. Sus amigos y allegados juzgan que todo eso ha ocurrido en razón de los pecados. El sin embargo sabe que su vida ha estado limpia de pecado, y en su angustia pide explicaciones a Dios; hasta que en un momento determinado, Job percibe de manera directa la majestad de Dios, la grandeza de Aquel que se esconde detrás de esa palabra: “He hablado -reconoce- sin cordura de maravillas que no alcanzo ni comprendo... Sólo te conocía de oídas, pero ahora en cambio mis ojos te han visto. Por eso retiro mis palabras, y en polvo y ceniza hago penitencia” (Job 42, 4-6). Job percibe la infinita distancia existencial entre Dios y sus criaturas, el abismo incolmable de ser que las separa. Percibe también lo ridículo de su postura al pedirle explicaciones, y el profundo error que escondía esa actitud. Un Dios pensado con categorías humanas, por altas que sean, no es Dios; y pensar lo contrario -ahora Job lo ve con claridad- fue su pecado (Mateo-Seco).
Dios ha tomado esa iniciativa de entrar en contacto estrecho con los hombres; eso es lo que significa precisamente la Revelación. En primer lugar lo hizo a través de los hombres elegidos del pueblo de Israel. Después, esa revelación ha llegado a su culminación en Jesucristo. En él, que es su Palabra (Verbum, Lógos), Dios se ha comunicado con los hombres de una manera impensada pero completamente apropiada: Dios ha reanudado el diálogo abierto con el hombre en la Creación. Cuando una persona nos habla nuestro conocimiento de ella deja de ser puramente exterior, conseguido desde fuera. El diálogo es comunicación, cierta forma de acceso al interior del que habla, como si las palabras nos franquearan la puerta hasta entonces inaccesible de la intimidad personal. Que Dios nos haya dado su Verbo en Jesucristo significa precisamente eso: Dios, por voluntad propia, ha dejado de ser inaccesible para el hombre, Él mismo en persona ha franqueado en Jesucristo esa distancia infinita.
El Dios invisible, confusamente entrevisto en la experiencia religiosa de la humanidad, el Dios igualmente invisible pero ya más cercano de la Alianza con Israel, se ha hecho visible, familiar y próximo en Jesucristo; el Dios que habló por medio de los Profetas se ha explicado directamente a los hombres en Jesucristo. Jesús de Nazaret es esa explicación de Dios, su discurso más elocuente, la disertación más convincente de Dios acerca de Él mismo. Todo en la vida humana de Jesús es Revelación del Padre. No sólo sus palabras, sus enseñanzas, sino Él mismo, su persona, su vida entera: también lo que hizo y el modo como lo hizo, y hasta podíamos incluso decir que también lo que, estando a su alcance hacerlo, omitió deliberadamente. Dios nos habla y nos enseña en Jesucristo. Que la Revelación sea comunicación nos ilustra sobre el hecho de que, a partir de ese momento, nuestro conocimiento de Dios no sólo crece en extensión y en intensidad, sino que también varía sustancialmente el tipo de conocimiento. Dios nos ha abierto en Jesucristo su intimidad, de modo que nuestro conocimiento de Él es de algún modo, desde ese momento, un conocimiento totalmente distinto, un conocimiento que puede llegar a ser personal, íntimo, un conocimiento "desde dentro".
Por eso mismo Jesús de Nazaret nos revela también quién es en realidad el hombre, cuál es su destino y la dimensión precisa del horizonte de su existencia real: el hombre es una criatura hecha para existir en diálogo con Dios, en comunión con Él, una criatura destinada a participar de la propia intimidad divina; y eso la cualifica en toda su hondura: el hombre no es una más entre las especie creadas, ni se explica completamente desde él mismo. Con palabras tan repetidas como certeras del Concilio Vaticano II en la Constitución Dei Verbum n..22 acerca de la Revelación divina, “Cristo, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación... Él, que es imagen de Dios invisible, es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él la naturaleza humana ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual”. Con ello se quiere dar a entender que la Encarnación de Dios –un hecho real e histórico- no es un suceso que afecta únicamente a la persona de Cristo, sino que ha dejado su huella indeleble en la naturaleza humana y en cada hombre. Con toda claridad lo expresa el Concilio en ese mismo documento, un poco más adelante: “El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado” (Ibidem).
Que la Encarnación de Dios afecta a cada hombre significa que a partir de ese momento y por el hecho mismo de que Dios ha tomado la naturaleza humana haciéndose verdaderamente uno de nosotros, ser hombre o ser mujer, pertenecer a la especie humana, es algo completamente distinto de lo que a los hombres les había parecido hasta entonces. Que el Dios eterno se haga temporal, que la Eternidad se haga historia, significa también que el tiempo del hombre, la vida del hombre, es otra cosa completamente distinta de lo que se pensaba. Que Dios se haya hecho un ser que come, bebe, trabaja, se cansa, sufre, ríe, llora, se compadece, habla, calla... significa que todas esas actividades, todas esas categorías en que se expresa cotidianamente lo humano, cobran un valor extraordinario, completamente distinto al escaso que parecían tener; incluso la muerte -que también experimenta Jesús- queda completamente transformada por Cristo, que la vence con su Resurrección: deja de ser el enigma que perturba y atemoriza con su oscuridad la vida del hombre, pierde su carácter de final desastroso y se convierte en puerta por la que el hombre puede acceder a la eternidad entrañable de Dios.
Dios en Jesucristo ha transfigurado la creación caída en el pecado, la ha transformado, divinizado. Las acciones en apariencia más intrascendentes de la vida de los hombres han quedado embellecidas, enriquecidas por su contacto con la Humanidad de Cristo con una semilla de eternidad, un quid divinum (un algo divino) que se encierra en los detalles en apariencia más ordinarios (Beato Josemaría Escrivá). El horizonte de posibilidades de la vida del hombre ha sido graciosamente ampliado hasta el infinito: hasta la vida misma de Dios. A este paso renovador, transformador, de Cristo por la vida de los hombres se refiere San Juan de la Cruz, cuando escribe en el Cántico espiritual:
“mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura,
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de su hermosura”.
Conviene también entender que el contenido la Revelación de Dios a los hombres no se limita –como quizá inicialmente podría pensarse- a las verdades transmitidas en la predicación oral del Cristo, sino que coincide con la persona misma de Jesús. La Persona es el mensaje; eso es también lo que dan a entender esas palabras del Señor en el Evangelio de Juan: “Yo soy el camino”. De aquí se desprenden al menos dos conclusiones acerca del sentido de la vida del creyente. En primer lugar, una impresión en negativo: la auténtica fidelidad religiosa no consiste en el cumplimiento puramente material, casi ritual, de un estricto sistema de observancias. Por eso se ha dicho y repetido, con razón, que ser cristiano no es en primer lugar aceptar una doctrina, sino seguir a una persona, Cristo, y aceptar su estilo de vida, su proyecto. En segundo lugar, y puesto que la persona es inseparable de su biografía, el seguimiento de Cristo en que se resume el ser cristiano no puede consistir en un sentimiento difuso e inespecífico, sin repercusiones en la vida y en la experiencia concretas. Ya en su momento reparamos en la vinculación indesligable que existe entre identidad personal y decisiones libres (decisiones que se traducirán en acciones o en omisiones). La vida cristiana consiste en hacernos dignos de ese nombre, cristiano, en conseguir con la ayuda de Dios que a cada uno de nosotros se nos pueda aplicar sin sonrojo.
Lo sorprendente en la Revelación de Dios no es sólo el hecho de haber ocurrido, sino también el modo concreto como históricamente ha ocurrido. También estos modos son reveladores de Dios. Esos modos forman parte de los que el discurso teológico llama la condescendencia de Dios en su trato con los hombres, ese misterioso modo de proceder de Dios –manifestativo, sin duda, de su amor paternal-, que parece querer convencernos, querer vencer la terquedad de los hombres, no con manifestaciones clamorosas y deslumbrantes de su Omnipotencia sino -como solía decir el Fundador de esta Universidad- con la sencillez de su amor humilde.
En la Encarnación, Dios acepta ser hombre siguiendo el camino que seguimos todos, o sea, el que ninguno de nosotros hubiera elegido si hubiéramos estado en el lugar de Dios; nace en la noche de Belén, no sólo lejos de todo boato y propaganda, sino en condiciones de verdadera pobreza; acepta vivir su vida como un hombre real, de carne y hueso, sin desechar la fatiga del trabajo, el dolor, la contradicción... Por lo que se refiere a su mensaje revelador, éste queda expresado mediante palabras verdaderamente humanas, es decir, palabras pronunciadas en un determinado contexto cultural, muy alejado ya del nuestro en tantos aspectos; palabras transmitidas en unas narraciones desprovistas del menor adorno, sin ninguna pretensión literaria; palabras escritas en el ayer, es decir, alejadas de los labios que las pronunciaron, palabras por tanto frágiles, indefensas, que parecen -en frase de Moeller- “ofrecer pacientemente, ingenuamente su cuello al cuchillo de toda crítica”... Dios parece esconderse detrás de todo ese cúmulo de normalidades para que, como dice el texto de una de las Plegarias eucarísticas, le encuentre el que le busca, es decir, quien se toma la molestia de buscarlo.
Pero es que también en su modo de crecer, de expandir su Reino, Dios ha rechazado cualquier signo de triunfalismo aplastante. Dios ha aceptado que su Reino crezca como crecen las empresas en que se embarcan los hombres, cuyo desarrollo requiere los trabajos, la pericia, la constancia y el interés del dueño o del experto, y que a la vez se ven expuestas a todos los vaivenes de cada vicisitud histórica, a las oscilaciones de la moda y del mercado... Dios ha prometido a su Iglesia la indefectibilidad, pero no la facilidad. Dios ha querido que su crecimiento sea a la vez todo suyo y todo nuestro: obra por completo de la acción del Espíritu, pero también por completo confiado a la diligencia, al amor, al trabajo, al interés, a la lealtad, a la tenacidad, a la constancia de sus hijos, es decir, de cada uno de nosotros. Es por tanto razonable pensar que la pregunta adecuada acerca del futuro de nuestra fe no sea la de “¿qué va a pasar con todo esto, qué frutos va a producir?” sino “¿qué voy a hacer yo, cuál va ser mi aportación para que todo esto no se quede en nada?”
En su libro Cruzando el umbral de la esperanza, Juan Pablo II hace una afirmación de una audacia admirable, pero que en realidad es la única explicación de ese extraño modo de manifestarse Dios. “En cierto sentido -afirma- puede decirse que, frente a la libertad humana, Dios ha querido hacerse impotente”. Esto significa que Dios se toma al hombre absolutamente en serio, que Dios siente un respeto sagrado por la libertad de cada uno y se detiene ante el umbral mismo de la persona: no exige, no fuerza; pide que le demos libremente. Multiplica sus gestos de amor y extiende su mano, como un mendigo, como un necesitado, solicitando nuestra libre colaboración. “¿Por qué misterioso motivo -dice Thibon- Dios, que no necesita nada, pide al hombre que se lo entregue todo? Lo que sucede, cuando hablamos de las exigencias de Dios, es que estamos enfocando las cosas al revés. Dios no nos exige nuestras riquezas, que no son más que miseria y podredumbre disfrazadas; lo que nos pide es el renunciamiento a la pobreza con todas sus máscaras, y lo que aguarda es nuestra disposición par recibirlo todo”.
A veces, a la vista del uso práctico que los hombres hacemos de nuestra libertad, se tiene casi la impresión de que sólo Dios se toma en serio a los hombres; mucho más, por supuesto, de lo que la mayor parte de ellos se toman a sí mismos. Todo ocurre como si el hombre, en estos veinte siglos de idas y venidas, hubiera olvidado quién es él en realidad, hubiera olvidado su propia grandeza. Este cambio de siglo y de milenio que ocasionalmente nos toca vivir podría ser ocasión para que, a través del testimonio de vida de los creyentes, los hombres y las mujeres de los comienzos del nuevo milenio vuelvan a cobrar memoria de su olvidada dignidad real y puedan proyectarse de una manera nueva en el futuro. Se trataría de superar, por la vía del testimonio, el efecto ejercido por esas categorías negativas con las que la cultura de los dos últimos siglos se ha referido a Dios y reconocer, en definitiva, que Dios no es una amenaza para nuestra libertad, sino quien precisamente la fundamenta y la potencia; que Dios no es aquel que constriñe desde fuera nuestra vida, sino quien desde dentro distiende nuestro horizonte hasta hacernos capaces de alcanzar el infinito.
A la revelación de Dios respondemos con la obediencia de la fe. Ésta no se define por contraposición a las evidencias de la razón, sino por su pertenencia a otro orden de saber: el que se abre a quien otorga su confianza a Dios cuando Él mismo se acerca a nosotros en su Palabra. Es la fe teologal, indeducible de la razón, pero acorde con el elemental fenómeno antropológico de la creencia: el ser humano no es sólo “aquél que busca la verdad”, sino también “aquél que vive de creencias” (Juan Pablo II, Enc. Fe y razón), el que sabe también confiar, vivir en la confianza. De ahí que la fe en el Dios que se revela, aun no careciendo de cierta oscuridad, esté dotada de una insuperable certeza, pues la perfección del hombre no está en la mera adquisición del conocimiento abstracto de la verdad, sino que consiste también en una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad que sabe darse, el hombre encuentra plena certeza y seguridad” (CEE, Dios es amor)
Pero una exposición más pormenorizada de ello cae ya en el campo de la Teología, y rebasa por tanto los límites de este curso. Hasta aquí llega la Antropología: hace ver la profunda conexión entre el Dios de la Revelación y el Dios que de algún modo se hace presente al hombre a través de lo que de él puede conocer mediante el uso de sus facultades naturales contemplando el mundo y tratando de comprenderse a sí mismo. Muestra también que la imagen del hombre que nos presenta la Revelación no es extraña ni contrapuesta a cierta imagen que el hombre puede descubrir de sí mismo. En síntesis, señala la profunda coherencia que existe entre lo que nos dice la Fe y lo que nos da a conocer la Razón a propósito de Dios y a propósito del hombre mismo.
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