"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

Martin Buber - Yo y tú



Para el hombre el mundo tiene dos aspectos, en conformidad con su propia doble actitud ante él.

La actitud del hombre es doble en conformidad con la dualidad de las palabras fundamentales que pronuncia.

Las palabras fundamentales del lenguaje no son vocablos aislados, sino pares de vocablos.

Una de estas palabras primordiales es el par de vocablos Yo-Tú.

La otra palabra primordial es el par Yo-Ello, en el que Él o Ella pueden reemplazar a Ello.

De ahí que también el Yo del hombre sea doble.

Pues el Yo de la palabra primordial Yo-Tú es distinto del Yo de la palabra primordial Yo-Ello.

Las palabras primordiales no significan cosas, sino que indican relaciones.

Las palabras primordiales no expresan algo que pudiera existir independientemente de ellas, sino que, una vez dichas, dan lugar a la existencia.

Esas palabras primordiales son pronunciadas desde el Ser.

Cuando se dice Tú, se dice al mismo tiempo el Yo del par verbal Yo-Tú.

Cuando se dice Ello, se dice al mismo tiempo el Yo del par verbal Yo-Ello.

La palabra primordial Yo-Tú sólo puede ser pronunciada por el Ser entero.

La palabra primordial Yo-Ello jamás puede ser pronunciada por el Ser entero.

No hay Yo en sí, sino solamente el Yo de la palabra primordial Yo-Tú y el Yo de la palabra primordial Yo-Ello.

Cuando el hombre dice Yo, quiere decir uno de los dos.

El Yo al que se refiere está presente cuando dice Yo. También cuando dice Tú o Ello, está presente el Yo de una u otra de las palabras primordiales.

Ser Yo y decir Yo son una sola y misma cosa. Decir Yo y decir una de las palabras primordiales son lo mismo.

Quien pronuncia una de las palabras primordiales penetra en esta palabra y se instala en ella.

La vida de los seres humanos no se reduce sólo al círculo de los verbos transitivos. No existe solamente en virtud de actividades que tienen por objeto alguna cosa. Percibo algo. Tengo la experiencia de algo. Imagino algo. Quiero algo. Siento algo. La vida del ser humano no consiste solamente en todas estas cosas y en otras semejantes a ellas.

Todas estas cosas y otras similares a ellas dan fundamento al reino del Ello.

Pero el reino del Tú tiene una base diferente.

Cuando se dice Tú, quien lo dice no tiene ninguna cosa como su objeto. Pues donde hay una cosa, hay otra cosa.

Cada Ello confina con otros; Ello no existe sino porque está limitado por otros Ello. Pero cuando uno dice Tú, no tiene en vista cosa alguna. Tú no tiene confines.

Cuando se dice Tú, para quien lo dice no hay ninguna cosa, nada tiene. Pero sí está en una relación.

Se dice que el hombre posee una experiencia del mundo al que pertenece. ¿Qué significa esto?

El hombre explora la superficie de las cosas y las experimenta. Extrae de ellas un saber relativo a su constitución; adquiere de ellas experiencia. Experimenta lo que pertenece a las cosas.

Pero las experiencias solas no acercan el mundo al hombre. Pues el mundo que ellas le ofrecen sólo está compuesto de esto y de aquello, de Él y de Ella, y de Ella y Ello.

Tengo la experiencia de algo.

Nada cambiará con agregar a las experiencias “externas” las experiencias internas, según una distinción en ningún modo eterna, que nace de la necesidad que la especie humana tiene de hacer menos agudo el misterio de la muerte. ¡Cosas externas o cosas internas, no son sino cosas y cosas!

Tengo la experiencia de algo.

Nada cambiará la situación si añadimos “secretos” a las experiencias “visibles”, según esa presuntuosa sabiduría que conoce en la cosa un compartimiento cerrado y reservado solamente a los iniciados y del cual se tiene la llave. ¡Oh secreto sin misterio! ¡Oh amontonamiento de información! ¡Ello, siempre Ello!

El hombre que tiene experiencia de las cosas no participa en absoluto en el mundo. Pues es “en él” donde la experiencia surge, y no entre él y el mundo.

El mundo no tiene parte en la experiencia. Se deja experimentar, pero no compromete su interés. Pues esta experiencia nada le agrega y nada agrega a la experiencia.

En cuanto experiencia, el mundo pertenece a la palabra primordial Yo--Ello.

La palabra primordial Yo-Tú establece el mundo de la relación.

Tres son las esferas en que surge el mundo de la relación.

La primera es la de nuestra vida con la naturaleza. La relación es allí oscuramente recíproca y está por debajo del nivel de la palabra. Las criaturas se mueven en nuestra presencia, pero no pueden llegar a nosotros, y el Tú que les dirigimos llega hasta el umbral del lenguaje.

La segunda esfera es la vida con los hombres. La relación es allí manifiesta y adopta la forma del lenguaje. Allí podemos dar y aceptar el Tú.

La tercera esfera es la comunicación con las formas inteligibles. La relación está allí envuelta en nubes, pero se devela poco a poco; es muda, pero suscita una voz. No distinguimos ningún Tú, pero nos sentimos llamados y respondemos, creando formas, pensando, actuando. Todo nuestro ser dice entonces la palabra primordial, aunque no podamos pronunciar Tú con nuestros labios.

¿Pero qué derecho tenemos de integrar lo inefable en el mundo de la palabra fundamental?

En las tres esferas, gracias a todo lo que se nos torna presente, rozamos el ribete del Tú eterno, sentimos emanar un soplo que llega de Él; cada Tú invoca el Tú eterno, según el modo propio de cada una de las esferas.

Considero un árbol.

Puedo encararlo como a un cuadro; pilar rígido bajo el asalto de la luz, o verdor resplandeciente, suavemente inundado por el azul argentado que le sirve de fondo.

Puedo percibirlo como movimiento: red hinchada de vasos ligados a un centro fijo y palpitante, succión de as raíces, respiración de las hojas, incesante intercambio con la tierra y el aire... y ese oscuro crecimiento mismo.

Puedo clasificarlo en una especie y estudiarlo como un ejemplar típico de su estructura y de su modo de vida.

Puedo deshacer su presencia y su forma al extremo de no ver en él más que la expresión de una ley; de una de las leyes en virtud de las cuales siempre concluye por resolverse un conflicto permanente de fuerzas, o de leyes de acuerdo con las cuales se produce la mezcla y la disociación de las materias vivientes.

Puedo volatilizarlo y conservarlo sólo como u n número o una pura relación numérica.

A pesar de ello, el árbol sigue siendo mi objeto, ocupa un lugar en el espacio y en el tiempo y conserva su naturaleza y constitución.

Pero también puede ocurrir que por un acto de voluntad o por inspiración de la gracia, al considerar este árbol yo sea conducido a entrar en relación con él. Entonces el árbol deja de ser un Ello. Me ha captado la potencia de su exclusividad.

Para esto no es necesario que yo renuncie a alguno de los modos de mi contemplación. Nada hay de lo cual deba hacer abstracción para verlo, nada debo olvidar de lo que sepa. La imagen y el movimiento, la especie, el ejemplar, la ley y el número se hallan indisolublemente unidos en esta relación.

Todo lo que pertenece al árbol está ahí. Su forma y su estructura, sus colores y su composición química, su intercambio con los elementos del mundo y con las estrellas, todo está presente en una totalidad única.

El árbol no es sólo una impresión, ni un juego de mi imaginación, ni un valor dependiente de mi estado de ánimo. Erige frente a mí su realidad corporal, tiene que ver conmigo como yo con él, pero de una manera distinta.

No procuréis debilitar el sentido de esta relación; toda relación es recíproca.

¿Tendrá este árbol una conciencia, y una conciencia similar a la nuestra? De tal cosa no tengo experiencia. Pero, porque aparentemente tenéis éxito al hacerlo con vosotros mismos, ¿volveréis a intentar la descomposición de lo indescomponible? Quien se hace presente a mí no es el alma ni la dríada del árbol, sino el árbol mismo.

Cuando colocado en presencia de un hombre que es mi Tú, le digo la palabra fundamental Yo-Tú, él no es ya una cosa entre las cosas, ni se compone de cosas.

Este ser humano es Él o Ella, limitado por otros Él o Ella, un punto destacado del espacio y del tiempo y fijo en la red del universo. No es un modo del ser perceptible, descriptible, un haz flojo de cualidades definidas, sino que, sin vecinos y fuera de toda conexión, él es el Tú y llena el horizonte. No es que nada existe fuera de él; pero todas las cosas viven a su luz.

La melodía no se compone de sonidos ni el verso de palabras ni la estatua de líneas, sino que sólo mediante desgarraduras se llega hacer de su unidad una multiplicidad; lo mismo acontece con el hombre a quien digo Tú. Puedes abstraer de él el color de su cabello, o el color de sus frases, o el matiz de su bondad. Estoy sin cesar obligado a hacerlo. Pero cada vez que lo hago deja de ser Tú.

Y así como la plegaria no tiene existencia en el tiempo, sino el tiempo en la plegaria; así como el sacrificio no tiene existencia en el espacio, sino el espacio en el sacrificio, y que invirtiendo esta relación se llega a abolir la realidad, así también no descubro al hombre que llamo Tú en ningún tiempo y en ningún lugar determinado. Puedo situarlo en ellos, estoy sin cesar obligado a hacerlo, pero desde entonces es un Él o Ella, esto es, un Ello, y no más mi Tú.

Mientras se despliega sobre mi cabeza el cielo del Tú, los vientos de la causalidad se aplastan bajo mis talones, y el torbellino de la fatalidad se detiene.

Del hombre a quien llamo Tú no tengo un conocimiento empírico. Pero estoy en relación con él en el santuario de la palabra primordial. Solamente cuando salgo de este santuario lo conozco de nuevo por la experiencia. La experiencia es el alejamiento del Tú.

La relación puede existir aunque el hombre a quien digo Tú no lo sepa en su experiencia. Pues el Tú es más que lo que el Ello conoce. El Tú es más activo y experimenta más de lo que el Ello tiene consciencia. Ninguna decepción tiene acceso aquí; aquí está la cuna de la Vida Verdadera.

He aquí la fuente eterna del arte; a un hombre se le presenta una forma que desea ser fiada. Esta forma no es producto de su alma, es una aparición de fuera que se le presenta y le reclama su fuerza eficiente. Se trata de un acto esencial del hombre; si lo realiza, si con todo su Ser dice la palabra primordial a la forma que se le aparece, entonces brota la fuerza eficiente, la obra nace.

El acto envuelve un sacrificio y un riesgo. El sacrificio: la infinita posibilidad inmolada en el altar de la forma. Será menester arrasar todo lo que hasta ese momento aparecía en la perspectiva. Nada de ello penetrará en la obra. Así ha de ser por una exigencia de exclusividad. El riesgo: la palabra primordial sólo puede ser dicha por el Ser entero; quien se decida a decirla nada puede reservar de sí. La obra no tolera, como lo hacen el árbol y el hombre, que yo me aparte y descanse en el mundo del Ello; pues es la obra la que manda. Si no la sirvo bien , ella se quiebra o me quiebra a mí.

No puedo ni conocer por la experiencia ni describir esa forma que se me aparece; sólo puedo realizarla. Y sin embargo, la contemplo espléndida en el radiante brillo de lo que me confronta, más clara que toda la claridad del mundo empírico. No la contemplo como una cosa entre las cosas “interiores”, ni como una construcción de mi “fantasía”, sino como la presencia. Si se le aplica el criterio de la objetividad, esta forma no tiene existencia. Mas ¿qué hay que sea tan presente como ella? Y la relación en que me encuentro actúa sobre mí como yo actúo sobre ella.

Actuar es crear; inventar es encontrar; dar una forma es descubrir. Al crear descubro. Introduzco a forma en el mundo del Ello. La obra producida es una cosa entre cosas, una suma de cualidades; es, entonces, experimentable y descriptible. Pero a quien la contempla y la crea, ella puede algunas veces reaparecérsele en la plenitud de su forma corporizada.

-¿Cuál es, entonces, la experiencia que uno puede tener del Tú?

-Ninguna. Pues no se puede experimentarlo.

-Entonces ¿qué se sabe del Tú?

-Todo o nada. Pues no se sabe nada parcial a su respecto.

El Tú viene a mí a través de la gracia; no es buscándolo como lo encuentro. Pero el dirigirle la palabra primordial es un acto de mi ser; es, en verdad, el acto de mi ser.

El Tú llega a mi encuentro. Pero soy yo quien entro en relación directa, inmediata, con él. Así la relación significa elegir y ser elegido; es un encuentro a la vez activo y pasivo. La acción del ser total suprime las acciones parciales y, por lo tanto, las sensaciones de acción, todas ellas fundadas en el sentimiento de un límite; esta acción se asemeja entonces a la pasividad.

La palabra primordial Yo-Tú sólo puede ser dicha con la totalidad del ser. La concentración y la fusión en todo el ser nunca pueden operarse por obra mía, pero esta concentración no puede hacerse sin mí. Me realizo al contacto del Tú; al volverme Yo, digo Tú.

Toda vida verdadera es encuentro.

La relación con el Tú es directa. Entre el Yo y el Tú no se interpone ningún sistema de ideas, ningún esquema y ninguna imagen previa. La memoria misma se transforma en cuanto emerge de su fraccionamiento para sumergirse en la unidad de la totalidad. Entre el Yo y el Tú no se interponen ni fines, ni placer, ni anticipación. El deseo mismo cambia cuando pasa de la imagen soñada a la imagen aparecida. Todo medio es un obstáculo. Sólo cuando todos los medios están abolidos, se produce el encuentro.

El presente, y esto no significa el instante puntual que meramente designa en nuestro pensamiento el término del tiempo “transcurrido”, la sola apariencia de una detención en este fluir, sino el instante realmente presente y pleno, sólo existe si hay presencia, encuentro y relación. La presencia nace cuando el Tú se torna presente.

El Yo de la palabra primordial Yo-Ello, el Yo no confrontado por un Tú concreto, sino rodeado por una multitud de “contenidos”, no tiene presente, sino solamente pasado. Dicho de otra manera, en la medida en que el hombre se satisface con las cosas que experimenta y utiliza, vive en el pasado, y su instante está desnudo de presencia. Sólo tiene objetos, y los objetos subsisten en el tiempo que ha sido.

El presente no es algo fugitivo, pasajero, sino algo continuamente persistente y duradero. El objeto no es duración, sino cesación, detención, interrupción, corte, tiesura, ausencia de relación y de presencia.

Los seres verdaderos son vividos en el presente, la vida de los objetos está en el pasado.

Esta dualidad esencial no se supera invocando un “mundo de ideas”, que sería una tercera realidad, colocada por encima de las contradicciones. Pues no hablo sino del hombre real, de ti y de mí, de nuestra vida y de nuestro mundo, no hablo de un Yo en sí ni de un ser en sí mismo. Para el hombre real, la línea divisoria atraviesa también el mundo de las ideas.

Sin duda, más de un hombre que en el mundo de las cosas se satisface con el conocimiento empírico y el uso que hace de ellas, se ha construido por sobre él mismo un sistema y una estructura de ideas donde encuentra refugio y paz de la agresión de la nada. Deposita en el umbral la vestidura de su mediocre vida cotidiana. Se envuelve en lino inmaculado y se regala con el espectáculo del ser primordial o del ser necesario; pero su vida no participa de eso y hasta puede encontrar agrado en proclamarlo.

Pero la humanidad del mero Ello, tal como un hombre así puede imaginarla, postularla y enseñarla, nada tiene en común con una humanidad viviente en la que el hombre dice Tú con todo su ser. La ficción, por noble que sea, sólo es un fetiche; la creencia más sublime, si es ficticia, resulta depravada. Las ideas no están entronizadas por encima de nuestra cabeza más de lo que habitan en ellas; vagan entre nosotros y se dirigen a nosotros. ¡Desdichado aquél que descuida decirles la palabra primordial, y pobre de aquel que para hablarles emplea un concepto o una fórmula como si fuese su nombre!

En uno de los ejemplos es obvio que la relación directa implica una acción sobre lo que me confronta. En el arte el acto del ser determina la situación en la cual la forma se convierte en una obra. La simple coexistencia adquiere todo su sentido en el encuentro; entra en el mundo de las cosas para prolongar allí su acción al infinito, para tornarse infinitamente en Ello, pero también infinitamente Tú, para comunicar la inspiración y la dicha. Ella “adquiere cuerpo”; su cuerpo emerge del flujo inespacial e intemporal, a la orilla de la existencia.

El sentido de este efecto es menos evidente en la relación con un Tú humano. El acto esencial que crea aquí la inmediatez es lo frecuentemente interpretado erróneamente en términos de sentimiento. Los sentimientos acompañan al hecho metafísico y metapsíquico del amor, pero no lo constituyen. Los sentimientos concomitantes pueden ser de especies muy diversas. El sentimiento de Jesús para con el poseso es otro que su sentimiento para el discípulo bienamado; pero el amor es uno. No hay en esto metáfora: es la realidad. El amor no es un sentimiento que se adhiere al Yo de manera que el Tú sea su “contenido” u objeto; el amor está entre el Yo y el Tú. Quien no sepa esto, y no lo sepa con todo su ser, no conoce el amor, aunque atribuya al amor los sentimientos que experimenta, que siente, que goza y que expresa. El amor es una acción cósmica. Para quien habita en el amor y contempla en el amor, los hombres se liberan de todo lo que los mezcla a la confusión universal; buenos y malvados, sabios y necios, bellos y feos, todos, uno después de otro, se tornan reales a sus ojos, se tornan otros tantos Tú, esto es, seres liberados, determinados, únicos; los ve a cada uno cara a cara. De una manera maravillosa surge de vez en cuando una presencia exclusiva. Entonces puedo ayudar, curar, educar, elevar, liberar. El amor es la responsabilidad de un Yo por un Tú. En esto reside la igualdad entre aquellos que se aman, igualdad que no podría residir en un sentimiento, cualquiera que fuese, igualdad que va del más pequeño al más grande, del más dichoso, del más protegido, de aquel cuya vida entera se halla incluid en la de un ser amado, hasta aquel que toda su vida está clavado sobre la cruz de este mundo porque pide y exige esta cosa tremenda: amar a todos los hombres.

Quede en el misterio el significado de la acción recíproca en el tercer caso; el de la criatura y nuestra contemplación de ella. Si crees en la simple magia de la vida, si crees que se puede vivir al servicio del todo, presentirás lo que significa esta espera, este quién vive, ese “cuello tendido” de la criatura. Toda palabra falsearía los hechos; ¡pero observa!: en torno de ti viven su vida seres y en cualquier punto adonde te diriges siempre llegas al ser.

La relación es mutua. Mi Tú me afecta como Yo lo afecto a él. Nuestros discípulos nos forman, nuestras obras nos edifican. El “malvado” se torna revelador cuando la sagrada palabra primordial ha tocado su ser. ¡Cuántas cosas aprendemos de los niños y de los animales! Vivimos nuestras vidas inescrutablemente incluidos en la fluyente vida mutua del universo.

-Te refieres al amor como si fuera la sola relación entre los hombres. Mas, hablando con propiedad, ¿puedes elegirlo como ejemplo único, si también existe el odio?

-En cuanto el amor es “ciego”, esto es, en cuanto no ve la totalidad de un ser, todavía no está sometido a la noción primordial de la relación. El odio es, por su naturaleza, ciego. Sólo puede ser odiada una parte de un ser. Quien percibe un ser en su totalidad y está constreñido a repudiarlo, no se halla más en el reino del odio; se encuentra en el reino de la limitación humana de la capacidad de decir Tú. Es incapaz de decir la palabra primordial al otro ser humano que lo confronta. Esta palabra envuelve coherentemente una afirmación del ser a quien se dirige. Por eso está obligado a renunciar a sí mismo o al otro. El poder de entrar en relación reconoce su propia relatividad en esta barrera, barrera que solamente puede ser abolida con esa misma relatividad. Sin embargo, el hombre que experimenta inmediatamente el odio está más cerca de la relación que cuando no siente ni amor ni odio.

La exaltada melancolía de nuestro destino reside en el hecho de que en el mundo en que vivimos todo Tú se torna invariablemente en Ello. Es indiferente el grado de exclusividad en que el Tú se hallaba presente. Desde que se ha agotado la obra de la relación, o desde que ella ha sido contaminada de mediatez, el Tú se vuelve un objeto entre objetos, quizás el objeto principal, pero un objeto en todo caso, fijado en su tamaño y en sus límites. En la obra de arte, la realización de cierto sentido significa pérdida de realización en otro. La intuición verdadera pasa en tiempo breve; luego la vida natural que se me había revelado en el misterio de la acción recíproca se ha vuelto descriptible, descomponible, clasificable. Ya es sólo el punto de intersección de innumerables sistemas de leyes. Y el amor mismo no puede mantenerse en la inmediatez de la relación; dura, pero con una alternancia de actualidad y de latencia. El ser humano que había sido único e incondicionado, no algo al alcance de la mano, sino presente, no es susceptible de ser experimentado, sino realidad plena, se ha vuelto un Él o un Ella, una suma de cualidades, una cierta cantidad con cierta forma. Ahora puedo de nuevo abstraer de él o ella el color de su cabello, el color de sus dichos y el matiz de su bondad. Pero tengo esta posibilidad en tanto que ya no es más mi Tú, y ya no puede volver a serlo.

Cada Tú en el mundo está, por su naturaleza, condenado a volverse una cosas, o por lo menos a recaer sin cesar en la condición de cosa. Se podría decir en lenguaje objetivo que toda cosa en este mundo puede, antes o después de que se ha hecho cosa, aparecer a un Yo como su Tú. Pero el lenguaje objetivo nunca capta más que un jirón de la vida real.

El Ello es la eterna crisálida, el Tú es la mariposa eterna. Mas no siempre los estados se distinguen netamente, sino que a menudo hay un proceso profundamente dual, confusamente intrincado.

La diferencia fundamental entre las dos palabras primordiales se pone de manifiesto en la historia del hombre primitivo. Ya en el fenómeno de relación elemental pronuncia la palabra Yo-Tú con una naturalidad que precede a lo que cabe llamar visualización de las formas, esto es, antes de conocerse a sí mismo como un Yo. En cambio, la palabra primordial Yo-Ello, sólo se torna posible una vez adquirido este conocimiento, una vez efectuado el aislamiento del Yo.

La primera palabra primordial ciertamente puede descomponerse en Yo y Tú, pero no ha nacido de la reunión de ambos; es por su índole anterior al Yo. La segunda palabra primordial Yo-Ello ha nacido de la unión del Yo y del Ello; por su índole es posterior al Yo.

Las experiencias de relación del hombre en el tiempo más lejano no eran blandas y placenteras. fueron, en verdad, violencia ejercida sobre un ser que se ofrece realmente a la experiencia y no una sombra de solicitud hacia números sin rostro. A partir de esa violencia hay un camino que conduce a Dios. A partir de esa solicitud hay una ruta hacia la nada.

La realidad de la palabra primordial Yo-Tú nace de una vinculación natural; la realidad de la palabra primordial Yo-Ello nace de una distinción natural.

El hombre que se ha hecho consciente del Yo, el hombre que dice Yo-Ello, se coloca ante las cosas como observador, en vez de colocarse frente a ellas para el viviente intercambio de la acción recíproca. Inclinado sobre las cosas, con la lupa objetivadora de su mirada de miope, y ordenándolas una a una en un panorama, gracias al telescopio objetivador de su mirada de présbite, las aísla para considerarlas sin ningún sentimiento de exclusividad, o las dispone en un esquema de observación sin ningún sentimiento de universalidad.

Sólo podrá encontrar el sentimiento de exclusividad en una relación; el sentimiento de universalidad, sólo a partir de una reacción. Ahora por primera vez, experimenta las cosas como sumas de cualidades.

Y también ahora por primera vez dispone las cosas en el espacio y el tiempo, en conexión causal, cada una con su lugar propio y su curso, su medida y su condición. El Tú, es verdad, aparece en el espacio, pero aparece en ese frente a frente exclusivo en el que todo el resto de los seres sólo puede servir como un fondo del cual él emerge, sin encontrar allí ni su límite ni su medida. El Tú también aparece en el tiempo, pero en el instante que posee por sí mismo la plenitud; no es vivido en una cadena fija y sólidamente articulada, sino que es vivido en una duración cuya dimensión puramente intensiva sólo se define en términos que le son propios. Finalmente, el Tú aparece simultáneamente actuando y sujeto a acción, pero no está comprometido en una cadena de causas. Pues la relación de reciprocidad en que está con el Yo es al tiempo el origen y el fin del fenómeno. Una de las verdades fundamentales del mundo es: sólo el Ello puede ser dispuesto dentro de un orden. Cuando dejan de ser nuestro Tú para tornarse en nuestro Ello, las cosas se convierten en coordinables. El Tú no conoce ningún sistema de coordinación.

Mas al haber llegado a este punto, es menester también expresar la otra parte de la verdad básica sin la cual esta parte quedaría como un fragmento inutilizable: un mundo ordenado no es el orden del mudo. Hay momentos de profundidad silenciosa en los que miráis el orden del mundo en su plena presencia. Entonces se oye como un destello el sonido del cual el mundo “ordenado” es la notación indescifrable. Esos momentos son inmortales y, los más, fugitivos. No se puede retener de ellos ningún contenido, pero su virtud se entrega en la creación y en el conocimiento del hombre; efluvios de esta virtud penetran en el mundo “ordenado” y lo descongelan, lo licúan una y otra vez. Esto acontece en la historia del individuo y en la historia de la especie.

Para el hombre el mundo es doble, en conformidad con su propia doble actitud. Percibe todo lo que le rodea, las simples cosas, los seres vivientes en cuanto cosas. Percibe lo que ocurre en torno de sí, los meros hechos y las acciones en cuanto hechos; las cosas compuestas de cualidades y los hechos compuestos de momentos; las cosas tomadas de la red del espacio, los sucesos tomados de la red del tiempo; las cosas y los hecho delimitados por otras cosas y otros hechos, mensurables entre ellos, comparables entre ellos, un mundo bien ordenado, un mundo aislado. Este mundo merece hasta cierto punto nuestra confianza. Tiene densidad y duración. Su ordenamiento puede ser abarcado con la mirada; se lo tiene bajo la mano, se lo puede representar con los ojos cerrados y examinarlo con los ojos abiertos. Está siempre allí, contiguo a tu piel, si lo consientes, acurrucado en tu alma, si lo prefieres, es tu objeto, permanece siéndolo mientras así lo deseas; te es familiar, ya sea en ti o fuera de ti. Lo percibes, haces de él tu “verdad”, se deja captar, pero no se te entrega. Es el solo objeto sobre el cual puedas “entenderte” con otro; aunque se presenta diferentemente a cada uno, está siempre pronto para servirte de objeto común. Pero no es el lugar donde puedas encontrarte con otro. No podrías vivir sin él, su sólida realidad te conserva; pero si mueres en él, tu sepulcro estará en la nada.

Por otro lado, el hombre que encara lo que existe y lo que deviene como su interlocutor, siempre lo confronta simplemente como un ser singular; y a cada cosa la confronta simplemente como un ser. Lo que existe se le descubre en el acontecer, y lo que acontece se le presenta como lo que es. Sólo le está presente esa cosa única, pero ella implica el mundo en su totalidad. Medida y comparación se borran; de ti depende que una parte de lo inconmensurable se vuelva para ti realidad. Esos encuentros no se ordenan de manera de formar un mundo, sino que cada uno es una señal del orden del mundo. No están ligados entre si, sino que cada uno te garantiza tu solidaridad con el mundo. El mundo que se te aparece bajo esta forma apenas merece tu confianza, porque continuamente adquiere otro aspecto; no puedes tomarle la palabra. No tiene densidad, pues todo en él lo penetra todo ; no tiene duración, pues aparece sin que se le llame y se desvanece cuando se lo retiene. No puede ser examinado, y si quieres hacerlo susceptible de examen, lo pierdes. viene a ti, viene a revelarte; pero si no te alcanza y no te encuentra, se disipa; pero vuelve en otra forma. No está fuera de ti. Toca lo profundo de tu ser, y al llamarlo “alma de mi alma” nada de excesivo has dicho. Pero cuídate de querer transportarlo en su alma, pues lo aniquilarías. Es para ti la presencia; sólo por él tienes presencia. Puedes convertirlo en un objeto para ti, puedes experimentarlo, utilizarlo. Hasta estás constreñido a hacerlo una y otra vez. Pero en cuanto lo haces, ya no tienes más presencia. Entre él y tú hay reciprocidad de dones: le dices Tú y te das a él; él te dice Tú y se da a ti. No puedes con nadie entenderte a su respecto. En el encuentro con él, estás con él solo. Pero él te enseña a encontrarte con otros y a sobrellevar el encuentro. Por el favor de sus apariciones y por la solemne melancolía de sus partidas, te conduce hasta el Tú en el cual las líneas paralelas de las relaciones se encuentran. Nada hace para conservarte en vida; sólo te ayuda a atisbar la eternidad.

El mundo del Ello es coherente en el espacio y en el tiempo. El mundo del Tú no es coherente ni en el espacio ni en el tiempo. Cada Tú, una vez transcurrido el fenómeno de la relación, se vuelve forzosamente un Ello.

Cada Ello, si entra en la relación, puede volverse un Tú.

Tales son los dos privilegios básicos del mundo del Ello. Llevan al hombre a encarar el mundo del Ello como el mundo en el que ha de vivir y en el cual el vivir es cómodo, como el mundo que le ofrece toda suerte de atractivos y de estímulos, de actividades, de conocimientos. En esta crónica de beneficios sólidos, los momentos en que se realiza el Tú aparecen como extraños episodios líricos y dramáticos de un encanto seductor, ciertamente, pero que nos llevan a peligrosos extremos que diluyen la solidez del contexto bien trabado y dejan atrás de ellos más inquietud que satisfacción, quebrantando nuestra seguridad; se los encuentra inquietantes y se los juzga inútiles. Como es menester, después de tales momentos, volver a la realidad, ¿por qué no quedar en la realidad? ¿por qué no llamar al orden a la aparición que se nos presenta y enviarla de oficio hacia el mundo de los objetos? ¿Por qué, si uno no puede evitar decir Tú a un padre, a una mujer, a un compañero, no decir Tú pensando en Ello? Producir el sonido Tú con la ayuda de los órganos vocales no es, en verdad, pronunciar esa inquietante palabra fundamental. Más aún: murmurar desde el fondo del alma un Tú amoroso es algo sin peligro si no se tiene otra intención que la de experimentar y utilizar.

No se puede vivir en el solo presente. La vida sería devorada si no se hubieran tomado precauciones para superarlo rápidamente y totalmente. Pero es posible vivir en el pasado únicamente; más todavía; sólo en el pasado cabe organizar una vida. Para ello es suficiente dedicar todos los momentos a experimentar y a utilizar, y entonces no nos quemarán más.

Con toda la seriedad de lo verdadero has de escuchar esto: el hombre no puede vivir sin el Ello. Pero quien sólo vive con el Ello, no es un hombre.