Mariano Artigas
En 1988, Stephen Hawking publicó su libro Historia del tiempo, un best seller que combina la divulgación científica con una filosofía no muy rigurosa. En la conclusión del libro, Hawking se pregunta si podremos encontrar una teoría que explique completamente el universo, y concluye con estas palabras: «si descubrimos una teoría completa, con el tiempo habrá de ser, en sus líneas maestras, comprensible para todos y no únicamente para unos pocos científicos. Entonces todos, filósofos, científicos y la gente corriente, seremos capaces de tomar parte en la discusión de por qué existe el universo y por qué existimos nosotros. Si encontrásemos una respuesta a esto, sería el triunfo definitivo de la razón humana, porque entonces conoceríamos el pensamiento de Dios» (en inglés, the Mind of God significa no sólo el pensamiento, sino el plan de Dios).
The Mind of God es, precisamente, el título de un nuevo libro de Paul Davies, publicado en Londres en 1992. No se trata de una casualidad. El libro comienza recogiendo el párrafo de Hawking, e intenta responder a las preguntas que plantea: ¿podemos comprender por qué existe el universo y por qué existimos nosotros?, ¿proporciona la ciencia una respuesta a estas preguntas últimas acerca de la existencia?
Davies es profesor universitario de física. Recientemente se ha trasladado desde Gran Bretaña a Australia, y enseña ahora en la Universidad de Adelaida. Es un autor prolífico, ya que esta obra hace el número veinte entre sus libros publicados. Tiene oficio como divulgador. Su lenguaje es sencillo y directo, en la medida en que lo permiten los temas que trata. No esquiva los temas difíciles; más bien los busca y se recrea en ellos. Pasa revista a las cuestiones científicas actuales, analizando sus connotaciones filosóficas y sus relaciones con los problemas teológicos.
La pregunta central que Davies se hace es si nuestra existencia es un simple accidente, un resultado casual de los procesos cósmicos, o si más bien hemos de pensar que responde a algún propósito. Su respuesta es que la auto-conciencia no puede ser un detalle trivial, un subproducto menor de fuerzas carentes de propósito: nuestra existencia responde a algún tipo de plan.
Los límites de la ciencia
Para valorar la respuesta de Davies conviene tener presente su trayectoria intelectual. En 1983 publicó un libro titulado Dios y la nueva física, donde sostenía que la ciencia proporciona en la actualidad un camino más seguro que las religiones tradicionales para llegar a Dios. Claro está que el «dios» al que llegaba poco tenía en común con el Dios personal creador del cristianismo; se trataba más bien de una idea que presentaba coincidencias con el panteísmo. Davies aludía al panteísmo como si fuera una idea generalizada entre los científicos; sería «la creencia vaga de muchos científicos de que Dios es la naturaleza o Dios es el universo». Y sugería que, si el universo fuese el resultado de unas leyes necesarias, podríamos prescindir de la idea de un Dios creador, pero no de la idea de «una mente universal que exista como parte de ese único universo físico: un Dios natural, en oposición al sobrenatural».
En aquel libro, Davies se mostraba dispuesto a responder, ciencia en mano, a los grandes interrogantes de la existencia humana. Algo parece haber cambiado en los diez años que han transcurrido desde entonces. Ahora, aunque Davies afirma que no pertenece a ninguna religión institucional y que nunca ha tenido una experienciamística, también afirma que la ciencia no puede responder a los interrogantes últimos; añade que ese tipo de respuestas sólo pueden provenir de experiencias místicas que trascienden el ámbito de la especulación científica, y defiende la existencia de algún plan superior capaz de explicar la vida humana.
Todo esto quizá pueda parecer trivial, sobre todo a un creyente, pero no lo es cuando se presenta como el resultado de un extenso análisis llevado a cabo por una persona que, como Davies, no encuentra fácil afirmar la existencia de un Dios personal creador. Una cosa es afirmar en general que ciencia y religión constituyen dos ámbitos diferentes, sea cual sea la posición que se adopte ante la religión, y otra cosa muy diferente es encontrar un científico que intenta llevar la ciencia hasta sus límites, analizando en concreto las variadísimas respuestas que se proponen en la actualidad acerca de las cuestiones últimas, y tomando parte en un verdadero combate intelectual en el que se discuten detalladamente los argumentos en favor y en contra de las distintas soluciones.
Al igual que en otros libros anteriores, los razonamientos de Davies pueden llevar al psiquiatra a quien no posea una estructura mental sólida, ya que se extienden a las interpretaciones más insólitas. Se trata de reflexiones en voz alta en las que Davies manifiesta sus perplejidades, que no son pocas ni pequeñas. Su interés radica precisamente en que muestran que un científico como Davies, nada comprometido con posiciones religiosas convencionales y dispuesto a admitir la parte de verdad que se encuentra en cualquier propuesta por extraña que parezca, afirma ahora con pleno convencimiento que no resulta viable atribuir la existencia humana al simple juego accidental de fuerzas naturales.
La racionalidad del mundo
Todavía se encuentra difundido elcliché según el cual la ciencia elimina todo misterio en la vida humana, proporcionando respuestas que harían inútil cualquier pregunta que se sitúe más allá de los confines científicos. La realidad es otra. En efecto, el progreso científico abre panoramas cada vez más asombrosos, comenzando por la existencia misma de la ciencia. Davies escribe: «El éxito del método científico para desvelar los secretos de la naturaleza es tan deslumbrante que puede impedirnos ver el milagro científico mayor de todos: que la ciencia funciona ». Es cierto. El progreso de la ciencia supone que la naturaleza posee una racionalidad inscrita en sus estructuras y procesos, y que somos capaces de conocerla, aunque sea de modo limitado. Y esto no es nada trivial, sobre todo si tenemos en cuenta que la organización del mundo en el que vivimos es enormemente sofisticada y singular.
Los avances de la ciencia proporcionan una imagen del mundo que resulta casi fantástica, si no fuera real. Según la antigua imagen mecanicista, que todavía sigue gozando de cierta popularidad, la materia se compondría de partículas cuya única propiedad sería el desplazamiento y el choque. La ciencia actual, por el contrario, descubre un mundo microfísico en el cual las partículas se agrupan espontáneamente formando pautas organizadas que hacen posible, a su vez, la formación de otras pautas de mayor complejidad, hasta llegar al alto nivel de organización propia de los vivientes. En 1989, Davies escribió: «Es uno de los milagros universales de la naturaleza que enormes reuniones de partículas, que sólo están sometidas a las fuerzas ciegas de la naturaleza, sin embargo son capaces de organizarse a sí mismas en pautas de actividad cooperativa». Efectivamente, es tan asombroso que resulta lógico preguntarse si, en realidad, ese comportamiento responde solamente a fuerzas ciegas.
Esta es la pregunta que una vez y otra aparece a lo largo de los análisis de Davies. En efecto, la asombrosa racionalidad de la naturaleza exige una explicación nada trivial, sobre todo si se tiene en cuenta nuestra capacidad de conocerla, o sea, la existencia de mentes auto-conscientes como las nuestras que son capaces de plantear, con éxito rotundo, un diálogo con la naturaleza que conduce a conocimientos cada vez más profundos y coherentes. Afirmar que todo ello es un puro hecho accidental, fruto de simples casualidades y de leyes ciegas, no resulta nada satisfactorio.
La explicación del orden
Quienes reducen nuestra comprensión de la realidad a las explicaciones que proporcionan las ciencias, se ven obligados a explicar cómo surge la prodigiosa organización de la naturaleza, de acuerdo con las leyes científicas, a partir de estados más primitivos. En definitiva, deben explicar el todo mediante la suma de las partes.
Sin duda, pueden encontrarse muchas explicaciones de ese tipo, sobre todo si las partes no son elementos meramente pasivos. Cuando se combinan, en las condiciones adecuadas, átomos de hidrógeno y oxígeno, lo que resulta no es una simple yuxtaposición de átomos: los átomos interactúan y producen un compuesto que posee propiedades verdadaeramente nuevas o emergentes. Si tenemos en cuenta que, en contra de lo que afirmaba el mecanicismo, no existen elementos puramente pasivos, parecería posible explicar la organización de la naturaleza mediante sucesivas combinaciones, en niveles de creciente complejidad, de componentes y procesos.
De hecho, esta idea se encuentra ampliamente difundida en la actualidad: la naturaleza sería el simple resultado de combinaciones que producirían resultados de todo tipo, entre los cuales sólo sobrevivirían aquéllos que fuesen capaces de adaptarse funcionalmente a las circunstancias. Se trata del esquema básico propuesto por Darwin para explicar la evolución biológica, que sería capaz de explicar asimismo la evolución cósmica y, en general, todos los procesos naturales. ¿Qué lugar queda aquí para ulteriores preguntas de tipo metafísico?
Davies afirma repetidamente que, al menos, existe un tipo de preguntas que no encuentran respuesta adecuada en ese esquema. Se trata de las preguntas acerca de las leyes que se encuentran en la base de todos esos procesos y los hacen posibles. ¿Por qué existen precisamente esas leyes y no otras? De hecho, hoy día sabemos que nuestra existencia es posible porque las leyes y las magnitudes básicas de la física poseen unos valores extremadamente ajustados.
Podría replicarse que, al fin y al cabo, esa situación no tiene nada de particular porque, en otro caso, nosotros no existiríamos; dicho de otro modo, resulta lógico que las leyes básicas sean tales que permitan nuestra existencia, puesto que, en otro caso, no estaríamos aquí. Sin embargo, esta respuesta no convence a Davies, y es lógico que así sea, porque no proporciona ninguna explicación: simplemente acepta el mero hecho de nuestra existencia y de las condiciones que la hacen posible.
Las ciencias explican, en cierta medida, como surge el orden de la naturaleza a partir de ciertas condiciones antecedentes. Pero siempre encontramos, en último término, situaciones iniciales y leyes básicas que exigen una explicación, a menos que estemos dispuestos a afirmar un proceso infinito que no explica nada. Además, lo que debemos explicar no es sin más un cierto orden, sino un grado verdaderamente fabuloso de organización en diferentes niveles que se entrecruzan y se complementan.
Una manera de evitar el misterio es afirmar que nuestro mundo es sólo una parte de un universo mucho más amplio en el que se producen todo tipo de situaciones posibles. Bajo esta perspectiva, nuestra situación, por muy privilegiada y singular que nos parezca, sería sólo una entre otras muchas que se dan o pueden darse en otras partes del universo o, como dicen otras teorías, en universos paralelos al nuestro. De hecho, algunos fisicos sostienen la teoría de muchos mundos (many-worlds) según la cual, en virtud de las peculiaridades de la física cuántica, existe toda una serie de universos paralelos al nuestro. Otros afirman que nuestro mundo podría ser el único lógicamente posible y, por tanto, tampoco habría que admirarse de su singularidad.
Davies no piensa que estas teorías resuelvan el problema. Por una parte, porque no son científicamente contrastables: si se postula la existencia de otros universos inobservables, no se adelanta nada; más bien sucede lo contrario, ya que se introducen complicaciones innecesarias que caen fuera de toda posible comprobación. Tampoco parece posible demostrar que nuestro universo sea el único lógicamente posible, y todos los indicios apuntan, por el contrario, hacia la existencia de un orden contingente.
Esta noción es crucial. Davies escribe: «Parece, pues, que el universo físico no tiene que ser como es: podía haber sido de otro modo. En último término, el supuesto de que el universo es a la vez contingente e inteligible es lo que proporciona el motivo de la ciencia empírica. Ya que, sin la contingencia, seríamos capaces, en principio, de explicar el universo usando solamente deducciones lógicas, sin recurrir a la observación. Y sin la inteligibilidad, no podría existir la ciencia». Cierto. Entonces, deberemos preguntarnos por la explicación última de ese orden contingente.
Davies analiza las diferentes posibilidades. Podría suceder que no existiese una explicación; pero esto significaría el colapso de la racionalidad, que viene avalada, entre otros motivos, por la existencia y el progreso de la ciencia. Por otra parte, encontramos la explicación clásica propuesta por el teísmo, según la cual existe un Dios personal creador que proporciona el fundamento último de la racionalidad.
¿Existe un plan superior?
Los razonamientos de Davies parecen acordes con la afirmación característica delteísmo. Sin embargo, opina que esta posición se enfrenta a una objeción demasiado seria: si Dios existe, debe ser único, infinito, perfecto, y necesario: poseyendo en sí mismo su razón de ser, debe ser imposible su no-existencia; pero, en ese caso, ¿cómo se compagina la necesidad divina con la contingencia del mundo?, ¿no debería admitirse que, si Dios es necesario, también lo debería ser el universo, como resultado de la acción divina? Y en ese caso, ¿cómo se compaginaría la necesidad del mundo con la contingencia que observamos, y ante todo, con la creatividad de la naturaleza y con la libertad humana?
Sin duda, el problema es serio y ha ocupado a mentes ilustres a lo largo de la historia. Davies no le ve solución. Por ese motivo, piensa que la única posición teísta que evitaría las dificultades mencionadas sería lo que suele denominarse telogía del proceso. Se trata de una doctrina que remite a Alfred North Whitehead, cuyo impacto es especialmente notable en el mundo anglosajón. En pocas palabras, afirma una especie de dios dipolar que en parte es necesario e independiente del mundo, pero en parte se ve envuelto en las visicitudes contingentes del mundo. Davies confiesa que la idea le resultaba difícil de asimilar, pero añade que le llegó a resultar aceptable cuando consideró su paralelismo con algunas situaciones que estudia la física cuántica.
La alusión a la física cuántica remite a discusiones nada fáciles acerca de la interpretación de esta teoría; ni siquiera existe unanimidad al respecto entre los científicos. Además, no es difícil advertir que la idea de un dios dipolar resulta más bien contradictoria.
Las dificultades que Davies advierte en el teísmo pueden solucionarse por otro camino, utilizando una distinción que es empleada frecuentemente por los científicos, por ejemplo, cuando discuten las teorías de la evolución. Suelen decir que deben distinguirse el hecho y su explicación: el proceso evolutivo sería un hecho bien establecido mediante pruebas paleontológicas, de anatomía comparada, de genética y de bioquímica, y la explicación del proceso, sin embargo, incluiría muchos problemas controvertidos. La distinción entre los dos aspectos permitiría sostener que las incertidumbres acerca de la explicación no afectan a la afirmación del hecho central. En nuestro caso, la situación sería análoga: existen suficientes argumentos para afirmar la existencia de un Dios personal creador, cuya naturaleza y relaciones con el mundo, sin embargo, resultan un tanto misteriosas para nosotros.
En realidad, este modo de razonar no es novedoso. Durante siglos, los filósofos han distinguido dos tipos de preguntas: la que se refiere a la existencia de algo (la cuestión an sit, o sea, si algo existe), y la que se refiere a su naturaleza (la cuestión quid sit, o sea, qué es, cuál es su modo de ser). Son dos preguntas que, si bien se encuentran relacionadas, pueden distinguirse. En las ciencias, esto ocurre continuamente. Nadie duda de la realidad de las partículas subatómicas, a pesar de que encontramos dificultades, que por el momento son insalvables, cuando intentamos determinar su naturaleza; esas dificultades no impiden que poseamos muchos conocimientos bien comprobados acerca de las partículas, y que podamos utilizarlos como base de una tecnología muy sofisticada.
Un punto crucial, en nuestro caso, consiste en saber si la existencia de un Dios necesario, que parece requerida para comprender cómo es posible el universo, escompatible con la contingencia de ese universo. Si no lo fuese, entonces la existencia de Dios conduciría o bien a afirmar que el universo es también necesario, o bien a una contradicción. Pero, ¿por qué se debería afirmar que un Dios necesario tendría que producir un universo igualmente necesario, no contingente?
En realidad, no existe motivo para afirmarlo, y más bien existen motivos para sostener lo contrario. En efecto, no puede existir algo que sea absolutamente necesario y que no sea Dios mismo. Cualquier cosa que Dios produzca, contendrá elementos contingentes porque, en caso contrario, se identificaría con Dios.
Es posible argumentar racionalmente que Dios existe; que no sólo es libre, sino soberanamente libre, ya que no está determinado por nada fuera de sí mismo; que no actúa de modo arbitrario; que es infinitamente perfecto. Si intentamos comprender completamente el ser divino, encontramos límites que resultan lógicos: un dios que cupiese perfectamente en nuestra mente no podría ser el Dios verdadero. Sin embargo, podemos comprender que la necesidad divina no implica que Dios cree necesariamente, ni que sólo pueda crear un único universo.
El misterio y la mística
Davies tiene razón al afirmar que el Dios personal creador contiene aspectos misteriosos: no podría ser de otro modo. Sin embargo, no se trata de misterios arbitrarios, sino, si puede hablarse así, de misterios razonables.
Por la vía de la razón, podemos llegar hasta la afirmación de Dios y de sus principales atributos. No es poco. Es suficiente para orientar la vida entera en sus aspectos básicos. Pero no llegamos, y resulta lógico que así sea, a comprender perfectamente el ser divino, que nos aparece envuelto en el misterio.
Para explicar esta situación, Chesterton propuso una comparación sugerente. El Sol es tan potente que no podemos mirarlo directamente; sin embargo, posee luz propia y la irradia, de modo que vemos todo lo demás gracias a esa luz. De modo semejante, Dios nos resulta misterioso, pero todo resulta inteligible a su luz.
Davies es consciente de los problemas y tiene la valentía de afrontarlos. En su última obra, reconoce abiertamente los límites de la ciencia para resolver las cuestiones últimas acerca de la vida humana. Afirma, y tiene razón, que la ciencia empírica siempre trabaja sobre unos supuestos que ella misma no puede probar. Uno de esos supuestos es la racionalidad del mundo y del hombre. Davies advierte, con razón, que la fundamentación de esa racionalidad nos lleva a un ámbito que se encuentra más allá de las posibilidades de la ciencia. Más aún: el progreso científico muestra, con un detalle casi increíble, que esa racionalidad es mucho mayor de lo que podría parecer a primera vista. Todo ello conduce a Davies al asombro, que siempre ha sido la puerta de la genuina filosofía.
Pero Davies se queda, por el momento, en la puerta. Los caminos que se abren a partir de esa puerta le parecen metafísicos, y no ve cómo se podría proseguir la argumentación racional cuando uno se instala en ellos. Sólo ve una salida: lo que denomina la experiencia mística, que se encontraría en las antípodas del pensamiento racional. Según Davies, los caminos del misticismo no conducen a conclusiones inequívocas, sino que llevan a conclusiones diferentes, de acuerdo con la personalidad de cada uno: hay quien llega a afirmar un Dios personal, y hay quien no llega.
Davies se sitúa en el segundo grupo, y explica por qué. «Yo siempre he deseado creer que la ciencia puede explicar todo, al menos en principio», escribe. Y añade: «Personalmente, preferiría no creer en sucesos sobrenaturales. Aunque es obvio que no puedo probar que nunca sucedan, no encuentro una razón para suponer que suceden. Mi inclinación es suponer que las leyes de la naturaleza son obedecidas siempre». Sin embargo, el ateísmo pragmatista no le convence, ya que implica admitir que el universo es algo dado, un hecho que no admite explicación última, y esto parece poco razonable, e incluso absurdo.
Davies afirma que, cuando buscamos explicaciones últimas, tropezamos con los límites de la misma racionalidad que nos impulsa a buscarlas: una teoría completamente racional es imposible, porque siempre habremos de admitir algunos supuestos. «Si deseamos ir más allá -añade-, hemos de adoptar un tipo de explicación diferente de la explicación racional. Es posible que el camino místico conduzca hacia ese tipo de comprensión. Personalmente, nunca he tenido una experiencia mística, pero tengo la mente abierta acerca del valor de tales experiencias. Quizá ellas proporcionan la única ruta que va más allá de los límites de la ciencia y la filosofía, el único camino posible hacia lo Ultimo».
Con respecto a sus anteriores obras, Davies ha recorrido un largo camino, lleno de incertidumbres que subsisten hasta la actualidad. Es imposible prever cuáles serán sus pasos a partir de aquí. Entre otros motivos, porque somos libres. La acción de Dios, omnisciente y todopoderoso, no sólo respeta la actividad libre de la persona humana, sino que la hace posible. Dios nos ha creado para que podamos participar de su perfección y bondad, pero sólo podemos alcanzar la felicidad a través de nuestra actividad libre. Por eso se ha dicho que Dios habla suficientemente bajo para que quien no quiera oírle no le oiga, y suficientemente alto para que quien quiera oírle pueda hacerlo. La racionalidad del mundo es uno de los caminos que Dios utiliza para manifestarse a nosotros; la ciencia no llega por sí sola a la afirmación de Dios, pero su progreso amplía considerablemente nuestro conocimiento de la racionalidad del mundo y, por este motivo, constituye una base idónea para llegar al conocimiento de su Creador.
The Mind of God es, precisamente, el título de un nuevo libro de Paul Davies, publicado en Londres en 1992. No se trata de una casualidad. El libro comienza recogiendo el párrafo de Hawking, e intenta responder a las preguntas que plantea: ¿podemos comprender por qué existe el universo y por qué existimos nosotros?, ¿proporciona la ciencia una respuesta a estas preguntas últimas acerca de la existencia?
Davies es profesor universitario de física. Recientemente se ha trasladado desde Gran Bretaña a Australia, y enseña ahora en la Universidad de Adelaida. Es un autor prolífico, ya que esta obra hace el número veinte entre sus libros publicados. Tiene oficio como divulgador. Su lenguaje es sencillo y directo, en la medida en que lo permiten los temas que trata. No esquiva los temas difíciles; más bien los busca y se recrea en ellos. Pasa revista a las cuestiones científicas actuales, analizando sus connotaciones filosóficas y sus relaciones con los problemas teológicos.
La pregunta central que Davies se hace es si nuestra existencia es un simple accidente, un resultado casual de los procesos cósmicos, o si más bien hemos de pensar que responde a algún propósito. Su respuesta es que la auto-conciencia no puede ser un detalle trivial, un subproducto menor de fuerzas carentes de propósito: nuestra existencia responde a algún tipo de plan.
Los límites de la ciencia
Para valorar la respuesta de Davies conviene tener presente su trayectoria intelectual. En 1983 publicó un libro titulado Dios y la nueva física, donde sostenía que la ciencia proporciona en la actualidad un camino más seguro que las religiones tradicionales para llegar a Dios. Claro está que el «dios» al que llegaba poco tenía en común con el Dios personal creador del cristianismo; se trataba más bien de una idea que presentaba coincidencias con el panteísmo. Davies aludía al panteísmo como si fuera una idea generalizada entre los científicos; sería «la creencia vaga de muchos científicos de que Dios es la naturaleza o Dios es el universo». Y sugería que, si el universo fuese el resultado de unas leyes necesarias, podríamos prescindir de la idea de un Dios creador, pero no de la idea de «una mente universal que exista como parte de ese único universo físico: un Dios natural, en oposición al sobrenatural».
En aquel libro, Davies se mostraba dispuesto a responder, ciencia en mano, a los grandes interrogantes de la existencia humana. Algo parece haber cambiado en los diez años que han transcurrido desde entonces. Ahora, aunque Davies afirma que no pertenece a ninguna religión institucional y que nunca ha tenido una experienciamística, también afirma que la ciencia no puede responder a los interrogantes últimos; añade que ese tipo de respuestas sólo pueden provenir de experiencias místicas que trascienden el ámbito de la especulación científica, y defiende la existencia de algún plan superior capaz de explicar la vida humana.
Todo esto quizá pueda parecer trivial, sobre todo a un creyente, pero no lo es cuando se presenta como el resultado de un extenso análisis llevado a cabo por una persona que, como Davies, no encuentra fácil afirmar la existencia de un Dios personal creador. Una cosa es afirmar en general que ciencia y religión constituyen dos ámbitos diferentes, sea cual sea la posición que se adopte ante la religión, y otra cosa muy diferente es encontrar un científico que intenta llevar la ciencia hasta sus límites, analizando en concreto las variadísimas respuestas que se proponen en la actualidad acerca de las cuestiones últimas, y tomando parte en un verdadero combate intelectual en el que se discuten detalladamente los argumentos en favor y en contra de las distintas soluciones.
Al igual que en otros libros anteriores, los razonamientos de Davies pueden llevar al psiquiatra a quien no posea una estructura mental sólida, ya que se extienden a las interpretaciones más insólitas. Se trata de reflexiones en voz alta en las que Davies manifiesta sus perplejidades, que no son pocas ni pequeñas. Su interés radica precisamente en que muestran que un científico como Davies, nada comprometido con posiciones religiosas convencionales y dispuesto a admitir la parte de verdad que se encuentra en cualquier propuesta por extraña que parezca, afirma ahora con pleno convencimiento que no resulta viable atribuir la existencia humana al simple juego accidental de fuerzas naturales.
La racionalidad del mundo
Todavía se encuentra difundido elcliché según el cual la ciencia elimina todo misterio en la vida humana, proporcionando respuestas que harían inútil cualquier pregunta que se sitúe más allá de los confines científicos. La realidad es otra. En efecto, el progreso científico abre panoramas cada vez más asombrosos, comenzando por la existencia misma de la ciencia. Davies escribe: «El éxito del método científico para desvelar los secretos de la naturaleza es tan deslumbrante que puede impedirnos ver el milagro científico mayor de todos: que la ciencia funciona ». Es cierto. El progreso de la ciencia supone que la naturaleza posee una racionalidad inscrita en sus estructuras y procesos, y que somos capaces de conocerla, aunque sea de modo limitado. Y esto no es nada trivial, sobre todo si tenemos en cuenta que la organización del mundo en el que vivimos es enormemente sofisticada y singular.
Los avances de la ciencia proporcionan una imagen del mundo que resulta casi fantástica, si no fuera real. Según la antigua imagen mecanicista, que todavía sigue gozando de cierta popularidad, la materia se compondría de partículas cuya única propiedad sería el desplazamiento y el choque. La ciencia actual, por el contrario, descubre un mundo microfísico en el cual las partículas se agrupan espontáneamente formando pautas organizadas que hacen posible, a su vez, la formación de otras pautas de mayor complejidad, hasta llegar al alto nivel de organización propia de los vivientes. En 1989, Davies escribió: «Es uno de los milagros universales de la naturaleza que enormes reuniones de partículas, que sólo están sometidas a las fuerzas ciegas de la naturaleza, sin embargo son capaces de organizarse a sí mismas en pautas de actividad cooperativa». Efectivamente, es tan asombroso que resulta lógico preguntarse si, en realidad, ese comportamiento responde solamente a fuerzas ciegas.
Esta es la pregunta que una vez y otra aparece a lo largo de los análisis de Davies. En efecto, la asombrosa racionalidad de la naturaleza exige una explicación nada trivial, sobre todo si se tiene en cuenta nuestra capacidad de conocerla, o sea, la existencia de mentes auto-conscientes como las nuestras que son capaces de plantear, con éxito rotundo, un diálogo con la naturaleza que conduce a conocimientos cada vez más profundos y coherentes. Afirmar que todo ello es un puro hecho accidental, fruto de simples casualidades y de leyes ciegas, no resulta nada satisfactorio.
La explicación del orden
Quienes reducen nuestra comprensión de la realidad a las explicaciones que proporcionan las ciencias, se ven obligados a explicar cómo surge la prodigiosa organización de la naturaleza, de acuerdo con las leyes científicas, a partir de estados más primitivos. En definitiva, deben explicar el todo mediante la suma de las partes.
Sin duda, pueden encontrarse muchas explicaciones de ese tipo, sobre todo si las partes no son elementos meramente pasivos. Cuando se combinan, en las condiciones adecuadas, átomos de hidrógeno y oxígeno, lo que resulta no es una simple yuxtaposición de átomos: los átomos interactúan y producen un compuesto que posee propiedades verdadaeramente nuevas o emergentes. Si tenemos en cuenta que, en contra de lo que afirmaba el mecanicismo, no existen elementos puramente pasivos, parecería posible explicar la organización de la naturaleza mediante sucesivas combinaciones, en niveles de creciente complejidad, de componentes y procesos.
De hecho, esta idea se encuentra ampliamente difundida en la actualidad: la naturaleza sería el simple resultado de combinaciones que producirían resultados de todo tipo, entre los cuales sólo sobrevivirían aquéllos que fuesen capaces de adaptarse funcionalmente a las circunstancias. Se trata del esquema básico propuesto por Darwin para explicar la evolución biológica, que sería capaz de explicar asimismo la evolución cósmica y, en general, todos los procesos naturales. ¿Qué lugar queda aquí para ulteriores preguntas de tipo metafísico?
Davies afirma repetidamente que, al menos, existe un tipo de preguntas que no encuentran respuesta adecuada en ese esquema. Se trata de las preguntas acerca de las leyes que se encuentran en la base de todos esos procesos y los hacen posibles. ¿Por qué existen precisamente esas leyes y no otras? De hecho, hoy día sabemos que nuestra existencia es posible porque las leyes y las magnitudes básicas de la física poseen unos valores extremadamente ajustados.
Podría replicarse que, al fin y al cabo, esa situación no tiene nada de particular porque, en otro caso, nosotros no existiríamos; dicho de otro modo, resulta lógico que las leyes básicas sean tales que permitan nuestra existencia, puesto que, en otro caso, no estaríamos aquí. Sin embargo, esta respuesta no convence a Davies, y es lógico que así sea, porque no proporciona ninguna explicación: simplemente acepta el mero hecho de nuestra existencia y de las condiciones que la hacen posible.
Las ciencias explican, en cierta medida, como surge el orden de la naturaleza a partir de ciertas condiciones antecedentes. Pero siempre encontramos, en último término, situaciones iniciales y leyes básicas que exigen una explicación, a menos que estemos dispuestos a afirmar un proceso infinito que no explica nada. Además, lo que debemos explicar no es sin más un cierto orden, sino un grado verdaderamente fabuloso de organización en diferentes niveles que se entrecruzan y se complementan.
Una manera de evitar el misterio es afirmar que nuestro mundo es sólo una parte de un universo mucho más amplio en el que se producen todo tipo de situaciones posibles. Bajo esta perspectiva, nuestra situación, por muy privilegiada y singular que nos parezca, sería sólo una entre otras muchas que se dan o pueden darse en otras partes del universo o, como dicen otras teorías, en universos paralelos al nuestro. De hecho, algunos fisicos sostienen la teoría de muchos mundos (many-worlds) según la cual, en virtud de las peculiaridades de la física cuántica, existe toda una serie de universos paralelos al nuestro. Otros afirman que nuestro mundo podría ser el único lógicamente posible y, por tanto, tampoco habría que admirarse de su singularidad.
Davies no piensa que estas teorías resuelvan el problema. Por una parte, porque no son científicamente contrastables: si se postula la existencia de otros universos inobservables, no se adelanta nada; más bien sucede lo contrario, ya que se introducen complicaciones innecesarias que caen fuera de toda posible comprobación. Tampoco parece posible demostrar que nuestro universo sea el único lógicamente posible, y todos los indicios apuntan, por el contrario, hacia la existencia de un orden contingente.
Esta noción es crucial. Davies escribe: «Parece, pues, que el universo físico no tiene que ser como es: podía haber sido de otro modo. En último término, el supuesto de que el universo es a la vez contingente e inteligible es lo que proporciona el motivo de la ciencia empírica. Ya que, sin la contingencia, seríamos capaces, en principio, de explicar el universo usando solamente deducciones lógicas, sin recurrir a la observación. Y sin la inteligibilidad, no podría existir la ciencia». Cierto. Entonces, deberemos preguntarnos por la explicación última de ese orden contingente.
Davies analiza las diferentes posibilidades. Podría suceder que no existiese una explicación; pero esto significaría el colapso de la racionalidad, que viene avalada, entre otros motivos, por la existencia y el progreso de la ciencia. Por otra parte, encontramos la explicación clásica propuesta por el teísmo, según la cual existe un Dios personal creador que proporciona el fundamento último de la racionalidad.
¿Existe un plan superior?
Los razonamientos de Davies parecen acordes con la afirmación característica delteísmo. Sin embargo, opina que esta posición se enfrenta a una objeción demasiado seria: si Dios existe, debe ser único, infinito, perfecto, y necesario: poseyendo en sí mismo su razón de ser, debe ser imposible su no-existencia; pero, en ese caso, ¿cómo se compagina la necesidad divina con la contingencia del mundo?, ¿no debería admitirse que, si Dios es necesario, también lo debería ser el universo, como resultado de la acción divina? Y en ese caso, ¿cómo se compaginaría la necesidad del mundo con la contingencia que observamos, y ante todo, con la creatividad de la naturaleza y con la libertad humana?
Sin duda, el problema es serio y ha ocupado a mentes ilustres a lo largo de la historia. Davies no le ve solución. Por ese motivo, piensa que la única posición teísta que evitaría las dificultades mencionadas sería lo que suele denominarse telogía del proceso. Se trata de una doctrina que remite a Alfred North Whitehead, cuyo impacto es especialmente notable en el mundo anglosajón. En pocas palabras, afirma una especie de dios dipolar que en parte es necesario e independiente del mundo, pero en parte se ve envuelto en las visicitudes contingentes del mundo. Davies confiesa que la idea le resultaba difícil de asimilar, pero añade que le llegó a resultar aceptable cuando consideró su paralelismo con algunas situaciones que estudia la física cuántica.
La alusión a la física cuántica remite a discusiones nada fáciles acerca de la interpretación de esta teoría; ni siquiera existe unanimidad al respecto entre los científicos. Además, no es difícil advertir que la idea de un dios dipolar resulta más bien contradictoria.
Las dificultades que Davies advierte en el teísmo pueden solucionarse por otro camino, utilizando una distinción que es empleada frecuentemente por los científicos, por ejemplo, cuando discuten las teorías de la evolución. Suelen decir que deben distinguirse el hecho y su explicación: el proceso evolutivo sería un hecho bien establecido mediante pruebas paleontológicas, de anatomía comparada, de genética y de bioquímica, y la explicación del proceso, sin embargo, incluiría muchos problemas controvertidos. La distinción entre los dos aspectos permitiría sostener que las incertidumbres acerca de la explicación no afectan a la afirmación del hecho central. En nuestro caso, la situación sería análoga: existen suficientes argumentos para afirmar la existencia de un Dios personal creador, cuya naturaleza y relaciones con el mundo, sin embargo, resultan un tanto misteriosas para nosotros.
En realidad, este modo de razonar no es novedoso. Durante siglos, los filósofos han distinguido dos tipos de preguntas: la que se refiere a la existencia de algo (la cuestión an sit, o sea, si algo existe), y la que se refiere a su naturaleza (la cuestión quid sit, o sea, qué es, cuál es su modo de ser). Son dos preguntas que, si bien se encuentran relacionadas, pueden distinguirse. En las ciencias, esto ocurre continuamente. Nadie duda de la realidad de las partículas subatómicas, a pesar de que encontramos dificultades, que por el momento son insalvables, cuando intentamos determinar su naturaleza; esas dificultades no impiden que poseamos muchos conocimientos bien comprobados acerca de las partículas, y que podamos utilizarlos como base de una tecnología muy sofisticada.
Un punto crucial, en nuestro caso, consiste en saber si la existencia de un Dios necesario, que parece requerida para comprender cómo es posible el universo, escompatible con la contingencia de ese universo. Si no lo fuese, entonces la existencia de Dios conduciría o bien a afirmar que el universo es también necesario, o bien a una contradicción. Pero, ¿por qué se debería afirmar que un Dios necesario tendría que producir un universo igualmente necesario, no contingente?
En realidad, no existe motivo para afirmarlo, y más bien existen motivos para sostener lo contrario. En efecto, no puede existir algo que sea absolutamente necesario y que no sea Dios mismo. Cualquier cosa que Dios produzca, contendrá elementos contingentes porque, en caso contrario, se identificaría con Dios.
Es posible argumentar racionalmente que Dios existe; que no sólo es libre, sino soberanamente libre, ya que no está determinado por nada fuera de sí mismo; que no actúa de modo arbitrario; que es infinitamente perfecto. Si intentamos comprender completamente el ser divino, encontramos límites que resultan lógicos: un dios que cupiese perfectamente en nuestra mente no podría ser el Dios verdadero. Sin embargo, podemos comprender que la necesidad divina no implica que Dios cree necesariamente, ni que sólo pueda crear un único universo.
El misterio y la mística
Davies tiene razón al afirmar que el Dios personal creador contiene aspectos misteriosos: no podría ser de otro modo. Sin embargo, no se trata de misterios arbitrarios, sino, si puede hablarse así, de misterios razonables.
Por la vía de la razón, podemos llegar hasta la afirmación de Dios y de sus principales atributos. No es poco. Es suficiente para orientar la vida entera en sus aspectos básicos. Pero no llegamos, y resulta lógico que así sea, a comprender perfectamente el ser divino, que nos aparece envuelto en el misterio.
Para explicar esta situación, Chesterton propuso una comparación sugerente. El Sol es tan potente que no podemos mirarlo directamente; sin embargo, posee luz propia y la irradia, de modo que vemos todo lo demás gracias a esa luz. De modo semejante, Dios nos resulta misterioso, pero todo resulta inteligible a su luz.
Davies es consciente de los problemas y tiene la valentía de afrontarlos. En su última obra, reconoce abiertamente los límites de la ciencia para resolver las cuestiones últimas acerca de la vida humana. Afirma, y tiene razón, que la ciencia empírica siempre trabaja sobre unos supuestos que ella misma no puede probar. Uno de esos supuestos es la racionalidad del mundo y del hombre. Davies advierte, con razón, que la fundamentación de esa racionalidad nos lleva a un ámbito que se encuentra más allá de las posibilidades de la ciencia. Más aún: el progreso científico muestra, con un detalle casi increíble, que esa racionalidad es mucho mayor de lo que podría parecer a primera vista. Todo ello conduce a Davies al asombro, que siempre ha sido la puerta de la genuina filosofía.
Pero Davies se queda, por el momento, en la puerta. Los caminos que se abren a partir de esa puerta le parecen metafísicos, y no ve cómo se podría proseguir la argumentación racional cuando uno se instala en ellos. Sólo ve una salida: lo que denomina la experiencia mística, que se encontraría en las antípodas del pensamiento racional. Según Davies, los caminos del misticismo no conducen a conclusiones inequívocas, sino que llevan a conclusiones diferentes, de acuerdo con la personalidad de cada uno: hay quien llega a afirmar un Dios personal, y hay quien no llega.
Davies se sitúa en el segundo grupo, y explica por qué. «Yo siempre he deseado creer que la ciencia puede explicar todo, al menos en principio», escribe. Y añade: «Personalmente, preferiría no creer en sucesos sobrenaturales. Aunque es obvio que no puedo probar que nunca sucedan, no encuentro una razón para suponer que suceden. Mi inclinación es suponer que las leyes de la naturaleza son obedecidas siempre». Sin embargo, el ateísmo pragmatista no le convence, ya que implica admitir que el universo es algo dado, un hecho que no admite explicación última, y esto parece poco razonable, e incluso absurdo.
Davies afirma que, cuando buscamos explicaciones últimas, tropezamos con los límites de la misma racionalidad que nos impulsa a buscarlas: una teoría completamente racional es imposible, porque siempre habremos de admitir algunos supuestos. «Si deseamos ir más allá -añade-, hemos de adoptar un tipo de explicación diferente de la explicación racional. Es posible que el camino místico conduzca hacia ese tipo de comprensión. Personalmente, nunca he tenido una experiencia mística, pero tengo la mente abierta acerca del valor de tales experiencias. Quizá ellas proporcionan la única ruta que va más allá de los límites de la ciencia y la filosofía, el único camino posible hacia lo Ultimo».
Con respecto a sus anteriores obras, Davies ha recorrido un largo camino, lleno de incertidumbres que subsisten hasta la actualidad. Es imposible prever cuáles serán sus pasos a partir de aquí. Entre otros motivos, porque somos libres. La acción de Dios, omnisciente y todopoderoso, no sólo respeta la actividad libre de la persona humana, sino que la hace posible. Dios nos ha creado para que podamos participar de su perfección y bondad, pero sólo podemos alcanzar la felicidad a través de nuestra actividad libre. Por eso se ha dicho que Dios habla suficientemente bajo para que quien no quiera oírle no le oiga, y suficientemente alto para que quien quiera oírle pueda hacerlo. La racionalidad del mundo es uno de los caminos que Dios utiliza para manifestarse a nosotros; la ciencia no llega por sí sola a la afirmación de Dios, pero su progreso amplía considerablemente nuestro conocimiento de la racionalidad del mundo y, por este motivo, constituye una base idónea para llegar al conocimiento de su Creador.