Razón, ciencia, capitalismo y secularización son conceptos habitualmente vinculados a la modernidad. Largos ríos de tinta han corrido articulando estos términos de las maneras más disímiles. Muchos, concluyen que capitalismo y secularización son indisociables. Sostienen que la economía mercantil moderna se ha desarrollado a expensas de los sentimientos religiosos de los pueblos europeos.
Por lo tanto, no sorprende que este enfoque haya originado violentas diatribas y desesperados alegatos contra el "malvado capital", destructor de la tradición, las costumbres ancestrales y el orden social. Es decir, esta perspectiva asocia el capitalismo con la anti-religión y la desacralización del mundo. Sin embargo, una teoría contrapuesta se expone en "La ética protestante y el espíritu del capitalismo" de Max Weber. Como señala el filósofo, sociólogo y economista alemán, es posible establecer una relación diferente entre capitalismo y religión. La tesis parte de una sencilla observación: los países más avanzados de fines del siglo XIX profesaban un credo protestante. Gran Bretaña, Alemania y los Estados Unidos eran las naciones más poderosas de aquellos tiempos tras haber destronado a los pueblos más prósperos del comienzo de la modernidad: las siempre católicas España, Francia y las ciudades italianas.
En este sentido, puede afirmarse que la modernidad se caracteriza por el triunfo del protestantismo vinculado al progresivo enriquecimiento de las naciones donde era el culto mayoritario. Por lo tanto, este enfoque sugiere que la relación entre capitalismo y religión es más estrecha de lo que supone la visión tradicional.
Según Hegel, "[con la modernidad] entramos en el tiempo del espíritu que se concibe a sí mismo como elemento libre". En la modernidad nace el concepto de "libertad". Esto sin dudas constituye un fenomenal vuelco respecto de la mentalidad medieval y presenta una serie de nuevos desafíos para la ética, una disciplina que durante todo el medioevo se había limitado a un papel subsidiario de la religión. En efecto, la imponente presencia de la Iglesia como reguladora de todas las esferas de la vida humana tornaba imposible el desarrollo de la libertad humana.
Sin embargo, como señala Erich Fromm en El miedo a la libertad, al mismo tiempo que el hombre conoce una libertad inédita en la historia, decide rechazarla, rehuir la responsabilidad de esta libertad buscando nuevas formas de sumisión. Y el nuevo sometimiento desembocará en la Reforma protestante que, a su vez, acabará favoreciendo el desarrollo capitalista por ciertos mecanismos que más adelante estudiaremos.
A continuación pretendo articular las investigaciones de Fromm y Weber para delinear el recorrido que realiza la mentalidad moderna a partir del Renacimiento, siempre siguiendo el eje de la libertad. Mi objetivo será demostrar que el desarrollo de la mentalidad capitalista moderna no se debe (como habitualmente se cree) a un proceso secularizador sino que responde a una reacción psicológica de rechazo hacia la libertad recientemente adquirida.
De este modo, pretendo demostrar que el veloz crecimiento mercantil de las naciones más exitosas de la modernidad (es decir, las protestantes) se debe indirectamente un profundo rechazo a la modernidad que opera a través de un rechazo a la libertad. Son pueblos que se enfrentan al comienzo de un proceso secularizador pero le escapan y prefieren inclinarse por una nueva religión donde ahogar sus temores, dudas y angustias.
I. Del paradigma medieval a la mentalidad moderna.
A) El paradigma medieval.
El punto de partida de la exposición se remonta inevitablemente a los albores del mundo moderno: el Renacimiento del siglo XV que marca el quiebre con el paradigma medieval y permite el nacimiento de la mentalidad moderna.
En El miedo a la libertad, Fromm realiza un minucioso análisis del paradigma medieval, entendido como el conjunto de creencias, valores, normas y supuestos éticos que guiaban la conducta y concepción del mundo del hombre feudal. La principal característica ética de la sociedad medieval era la ausencia de toda libertad individual. Los hombres, encadenados a una determinada función dentro del cuerpo social, no tenían ni la menor posibilidad de trasladarse de un estamento a otro. "Si has nacido campesino, morirás campesino" era la consigna de una época en que la costumbre regulaba las relaciones sociales y moldeaba las conciencias. En el centro del sistema, la Santa Iglesia Católica velaba (como el Big Brother orwelliano) por el respeto hacia las antiguas tradiciones dispuestas por Dios para ordenar el universo. Toda doctrina que atacara el orden establecido era inmediatamente condenada por herética. De este modo, la Iglesia, única intérprete legítima de los textos bíblicos, gozaba del monopolio del juicio moral. Era la Iglesia la que determinaba qué conductas eran aceptables y cuáles pecaminosas.
Recordemos aquí las tres preguntas a la que debe responder la filosofía según Kant: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me está permitido esperar? En el paradigma medieval, todas hallaban su respuesta en la tradición. A grandes rasgos, el hombre podía saber lo que la Biblia decía que podía saber. Debía hacer lo que la Iglesia mandaba y podía esperar una absolución en base a sus buenas obras. Así de sencilla era la vida medieval. Por lo tanto, si bien la libertad era prácticamente nula, el hombre de aquellos tiempos veía compensada esta deficiencia gracias a la seguridad psicológica que le brindaba el saberse parte de un cosmos conocido y ordenado.
B) Nacimiento de la mentalidad moderna.
A partir del siglo XV, la autoridad de la Iglesia como reguladora del sistema feudal comienza a declinar. La centralizada unidad de la sociedad medieval se disgrega a medida que crece la importancia del capital, la burguesía y el comercio.
El término clave es "individualismo" pues éste marca la transición hacia la modernidad. Como señala Hegel: el poder de la Iglesia se debilita "a medida que el ser humano se concibe en una fuerza subjetiva y cuando tiene noción de su libertad, al punto que adquiere para sí un absoluto derecho". En otras palabras, la modernidad nace cuando el hombre por fin se concibe como individuo, cuando desarrolla la autoconciencia y deja de considerarse una mera pieza de un todo ordenado.
El surgimiento de la libertad también define a la ética como una disciplina autónoma de la religión. Kant dice: "por voluntad se entiende una especie de causalidad de los seres vivos en cuanto que son racionales y libertad sería la propiedad de esta causalidad por la cual puede ser eficiente independientemente de causas ajenas que la determinen".
En el paradigma medieval, la voluntad no se concebía como libre sino que se encontraba determinada por ciertas creencias que la constreñían causalmente a respetar las tradiciones ancestrales. Entonces, no existía una moralidad en sentido moderno. Sólo con la modernidad, la voluntad empieza a concebirse como libre y autónoma y se convierte en "una ley para sí misma". Se produce un "giro copernicano" del fundamento de la moral desde la Iglesia hacia el sujeto.
De este modo, surge el concepto de "autonomía de la voluntad" entendida como el "estado por la cual [la voluntad] es una ley para sí misma, independientemente de cómo están constituidos los objetos del querer". Retomaremos este punto más adelante en la exposición. La autonomía kantiana y la formulación del "imperativo categórico" constituyen un elemento importante en la conformación de la mentalidad capitalista.
Por el momento, nos encontramos en pleno Renacimiento, cuando la declinación del paradigma medieval brinda al hombre la posibilidad de soltarse de las cadenas tradicionales que lo amarran a la oscuridad, la ignorancia y la superstición. ¡Qué mejor oportunidad para iniciar un proceso secularizador que le permita desplegar todo su potencial! Sin embargo, pronto resulta claro que las cadenas, si bien lo ligaban a un pasado oscurantista, también lo sujetaban a la seguridad de un mundo conocido. Ahora, las tres preguntas kantianas han perdido sus respuestas seguras. Ahora, el individuo tiene por delante un abismo. Demasiado tarde ya para retroceder. Pero aun así, tampoco se atreve a saltar.
II. La Reforma protestante como respuesta a la nueva libertad
Difícil decisión enfrentaba el hombre de los albores de la modernidad. Delante de él, un nuevo mundo, demasiado nuevo para las convicciones católicas tradicionales. Pero hacia atrás, una Iglesia desprestigiada y en decadencia. Ese era el tumultuoso mundo renacentista, un profundo conflicto entre un individuo libre y un temor a la libertad. El aumento del poder de los monopolios, la incertidumbre económica y un germen de duda religiosa resquebrajaban la antigua seguridad. Todos estos factores presagiaban sucesos importantes, sucesos que pronto conmoverían a Europa.
A) Decadencia eclesiástica
La decadencia del paradigma medieval corre paralelamente al declive de la Iglesia, institución en torno a la que giraban todos los aspectos del mundo tradicional, institución moral por excelencia pues determinaba el bien y el mal, el vicio y el pecado, la absolución y la condena. Y quien osara poner en duda el infalible juicio del Sumo Pontífice se ganaba una inmediata excomunión y una condena al infierno (posiblemente haciendo escala en las hogueras de la Inquisición).
La Reforma protestante comenzó como una reacción religiosa contra una Iglesia corrupta y desprestigiada. Hegel señala que las contradicciones en el reino eclesiástico se manifestaban en la venta de indulgencias: "El perdón de los pecados, suprema satisfacción que busca el alma, deseosa de la certeza de estar en armonía con Dios, es ofrecido al hombre con técnicas simplistas y de un modo irresponsable, ya que basta con comprárselo por una determinada suma de dinero". Por otro lado, el dinero recaudado a través de las indulgencias se destinaba a "sensualidades externas" como la construcción de la imponente Basílica de San Pedro.
B) El paradigma moderno como condición de posibilidad de la Reforma
En medio de este desolador panorama, en Alemania primero y luego en Suiza, dos predicadores comienzan a pregonar reformas al catolicismo. En rigor, esto no constituye una novedad en la historia de la Santa Iglesia. Las doctrinas heréticas no son un invento moderno. Durante la Edad Media, otros gurúes religiosos se rebelaron contra la Iglesia Católica. Pero el resto de las herejías occidentales encabezadas por líderes carismáticos como Lutero y Calvino acabaron inexorablemente en el fracaso.
Durante el medioevo, la plena vigencia del paradigma feudal otorgaba al hombre toda la seguridad que necesitaba. Entonces, cuando el hereje medieval recorría campos y ciudades predicando su nueva doctrina, sólo encontraba miradas de desconfianza. Prácticamente nadie se planteaba que el catolicismo tal vez no fuera la verdadera religión y pocos estaban dispuestos a arriesgar su salvación por abrazar una doctrina herética. Aquí se observa al paradigma medieval en acción. Lo tradicional siempre triunfaba sobre lo novedoso. En una sociedad cerrada, estratificada y absolutamente ordenada, no había sitio para una revolución religiosa. Adherir a un nuevo credo era sencillamente inconcebible para la enorme mayoría.
Sin embargo, esto ya no es válido en el Renacimiento, cuando aparece un elemento novedoso que permite que los autoproclamados nuevos pastores gocen de apoyo popular. Y este nuevo elemento es la libertad. "¿Y si fuera cierto lo que afirma este hombre?", se dice el citadino renacentista ante las "95 tesis" de Lutero fijadas en la puerta de la catedral de Wittenberg, "¿Y si el catolicismo no fuera la verdadera religión?". Éste es el cambio de paradigma. La duda es una característica de la modernidad (y será sistematizada en el siglo XVII por Réné Descartes).
El hecho de que millones en Europa hayan escogido una nueva religión indica que, al menos por un momento, han sido realmente libres. Si no hubiera existido un atisbo de duda de que la Iglesia Católica no era la verdadera fe, pocos habrían adherido a la Reforma, pocos habrían decidido arriesgar su salvación eterna por abrazar una doctrina herética. Por lo tanto, sostengo que es el sentimiento de duda surgido en el Renacimiento una condición necesaria para el éxito de la religión reformada.
Como señala Fromm, la progresiva disolución del paradigma medieval deja a un individuo aislado y desprotegido, en un estado de inseguridad permanente, aterrado por el nuevo orden de cosas. La clase media urbana, los pobres de las ciudades y los campesinos son los perdedores del nuevo sistema, son quienes pierden la antigua confianza sin beneficiarse materialmente del capitalismo naciente. Y son precisamente ellos quienes apoyan la Reforma, son ellos quienes más temen a la libertad. Los poderosos comerciantes, amparados en sus nuevas riquezas, jamás adhieren al protestantismo.
III. Una nueva religión para un nuevo individuo.
Hasta este punto, hemos examinado las características psicológicas y sociales reinantes en el tiempo de la Reforma. Hemos postulado que el éxito de las nuevas iglesias se explica por la disolución del paradigma católico-medieval y el sentimiento de inseguridad que genera entre las masas europeas.
Ahora bien, un breve estudio de las doctrinas protestantes nos confirma que el miedo a la libertad juega un papel central en el resultado de la elección. A continuación, focalizaremos el análisis en el calvinismo que es donde, desde mi punto de vista, mejor se refleja el miedo a la libertad del hombre moderno. Desde luego que no es el propósito del presente estudio realizar un análisis pormenorizado de las distintas corrientes calvinistas. Bastarán para nuestros fines las interpretaciones de Aranguren, Fromm y Weber.
Son sólo dos los elementos calvinistas que me interesa destacar aquí. En primer lugar, la particular concepción de Dios que presenta esta religión. El calvinismo resalta la insignificancia de un individuo aislado ante un Dios que es la otredad absoluta. Se pierde la concepción del Dios medieval, un Ser benevolente (casi antropomórfico) en quien los hombres podían confiar como en un padre. Tras la Reforma, Dios se convierte en un concepto alejado, infinitamente perfecto frente a un hombre humillado y corrompido por el pecado original.
En segundo lugar, debe destacarse la doctrina de la predestinación. Según Calvino, el destino ultraterreno del hombre se encuentra determinado desde antes de su nacimiento. En pocas palabras, las buenas obras no conducen a la salvación.
Es de notar aquí la fuerte diferencia con el paradigma católico en que el creyente tenía la certeza de que obedeciendo a los preceptos eclesiásticos quedaría absuelto de sus pecados. Frente a esto, se opone la estricta doctrina calvinista que supone que nada de lo que haga podrá torcer su destino. La salvación no llega por los méritos del individuo sino por una manifestación gratuita de la gracia Divina.
Como afirma Fromm, la religión reformada traduce el terror del hombre renacentista. Es consciente de su libertad pero se siente insignificante ante el nuevo orden social. Tan indefenso ante los monopolistas y los usureros como lo está ante Dios. Por lo tanto, se llega a la paradójica situación en que el individuo responde a la libertad recientemente adquirida adhiriendo a una religión que aniquila a la única libertad que tenía el hombre durante la Edad Media: la de alcanzar su propia salvación por medio de sus obras. Ahora, la doctrina de la predestinación le niega también esta libertad. Su suerte ha sido sellada a sus espaldas por un Dios ajeno.
Es decir, tras la disolución del paradigma feudal, el hombre goza de una libertad que no había conocido nunca. Se ha desligado de las ataduras al cosmos eclesiástico. Esto le genera una incertidumbre atroz, insoportable. Y él responde aniquilando la única libertad que había conocido en la Edad Media. El miedo vence a la libertad.
IV. La misteriosa transubstanciación de Dios en el mercado.
Llegamos así a un punto crucial de la exposición, donde me atrevo a sugerir que, en la moral calvinista, se produce una misteriosa transubstanciación que convierte a Dios en el mercado. Antes que nada, deseo aclarar que debe tomarse dicha afirmación como una metáfora pues resultaría absurdo sostener ontológicamente que Dios es el mercado. No obstante, en la ética calvinista, se produce una simbiosis entre estos dos elementos hasta el punto que ambos quedan asociados indisolublemente.
A) "Dios" y "mercado" como conceptos abstractos.
En primer lugar, la simbiosis entre Dios y el mercado se produce en un nivel que denominaré "conceptual". Más arriba, hemos mencionado que el calvinismo postula la existencia de un Dios que es la otredad absoluta. Es decir, es con la Reforma que Dios se convierte en un frío concepto filosófico. Paralelamente, el "mercado", como concepto plenamente articulado recién surge después de la Reforma, en los economistas mercantilistas de los siglos XVI y XVII. Durante el medioevo, sólo existían algunas nociones vagas y difusas que no lograban articularse en un concepto acabado.
Entonces, es notable la estrecha relación que se establece entre Dios y el mercado. Ambos son conceptos abstractos. Ambos funcionan con ciertas leyes intrínsecas que los hombres no alcanzan a develar (incluso hasta nuestros días). Ambos son impiadosos: el mercado castiga con la bancarrota a quien no se adapte mientras que Dios condena al Infierno a quienes niega su gracia arbitraria.
Sin embargo, para no quedar completamente en el mundo de la intelección, debe establecerse un vínculo entre estos conceptos y los hombres. Debe haber alguna forma en que estos se manifiesten.
B) Forma de expresión de Dios y el mercado.
Aquí llegamos a un nivel más profundo de la transubstanciación. Es en la problemática de la manifestación empírica que ambos conceptos se identifican plenamente. Justamente, para el calvinista, Dios y el mercado se expresan por el mismo medio y hablan por la misma boca.
Recordemos que en el calvinismo, el individuo jamás sabe si pertenece al grupo de los elegidos o los condenados. Esto lo llena de una angustia insoportable donde nadie puede ayudarlo. Durante el medioevo, el hombre contaba con la Iglesia como guía. Podía acudir a la parroquia y oír al cura: "Eres un hombre justo y piadoso. Confiesas tus pecados y te arrepientes sinceramente. Si sigues por esta senda, tendrás un sitio asegurado en el Reino de los Cielos".
Diezmos y confesiones periódicas bastaban para obtener al menos un cierto grado de certeza respecto del destino ultraterreno del alma. Debe destacarse el papel central que la confesión cumple dentro de la moral católica. La vida del católico se caracterizaba por un comportamiento cíclico. El pecador acudía al cura arrepentido por sus malas obras y temiendo por su salvación. El sacerdote lo recibía en el confesionario, le administraba las penitencias del caso y le aconsejaba realizar un número de buenas obras para borrar sus culpas.
De este modo, el feligrés obtenía la certeza de marchar por la buena senda. Pero más pronto que tarde, volvía a pecar para regresar atormentado al confesionario y recibir nuevas penitencias para limpiar su alma. Por lo tanto, en el culto católico, Dios se expresaba a los hombres a través de la Iglesia. El pasaje bíblico en que Jesús dice a Pedro "Lo que desates en la Tierra yo desataré en los Cielos" era el fundamento de la relación entre el hombre y Dios. El Papa, como Vicario de Cristo establecía la mediación entre el universo terrenal y el celestial. Entonces, si la Iglesia emitía una bula diciendo que "X es bueno", el feligrés podía tener toda la certeza de que si hacía X, estaría agradando a Dios y ganándose un sitio en el paraíso.
Sin embargo, dicho mecanismo carecía de validez en la moral calvinista donde no existía un sacerdote que pudiera aconsejar al hombre cómo remediar sus pecados. Nadie sabía quién pertenecía al grupo de los elegidos pero todos sabían que no había ninguna acción que pudiera trasladar al hombre de un grupo a otro. De este modo, la duda se imponía como un sentimiento constante e ineludible. El perturbado calvinista podía orar a Dios para que le revelara su destino. Pero aquel Dios absolutamente trascendente no se dignaba a responder a las súplicas del sufriente.
Es en este punto donde se establece la famosa relación entre la ética protestante y el espíritu del capitalismo. El calvinista atormentado necesitaba una manifestación divina que lo librara de su duda. "¿Cuál es mi destino?", clamaba, "¡Dios! ¡Dame una señal! ¡Sólo una señal!" ¿Pero cuál podía ser esa señal?
Max Weber señala que para el calvinismo, el mundo fue creado para honrar a Dios. Y Dios quiere que los hombres organicen la comunidad de acuerdo a sus leyes. Sin embargo, esto no constituye una diferencia específica respecto del catolicismo medieval. El católico también estaba sujeto a las leyes divinas. La diferencia consiste en las diferencias estipuladas entre las leyes divinas católicas y calvinistas. Para la Santa Iglesia, el mejor modo de honrar a Dios consistía en entregarse a la vida contemplativa monástica. Sin embargo, para el calvinismo, la vida contemplativa se asociaba con el egoísmo, con el desinterés con el mundo. A grandes rasgos, la buena vida calvinista consistía en actuar en el mundo dedicándose a una profesión.
Sin embargo, ¿puede ésta ser la relación específica entre calvinismo y capitalismo? ¿Acaso el católico medieval no trabajaba? ¿Quién sembraba y cosechaba en los campos? ¿Quién construyó las magníficas catedrales góticas? Desde luego que el católico trabajaba. Pero, como señala Weber, su actitud hacia el trabajo era por completo diferente. En el medioevo, el trabajo no tenía un componente moral más allá de "te ganarás el pan con el sudor de tu frente". Puesto que Dios no había creado una tierra de abundancia, el trabajo se imponía como una realidad inevitable. Sin embargo, sólo aparecía como una necesidad externa, no como una coacción interna. El objetivo era trabajar el tiempo necesario para llevar un nivel de vida tradicional pero ni un minuto más.
En el calvinismo, el trabajo se convierte en una cuestión moral, un modo de vencer la duda y la angustia religiosa. Así, el éxito mercantil se convierte en señal de la salvación del alma. Si bien tal vez no fuera ésta la convicción original de Calvino, en la tradición calvinista fue asociándose éxito comercial con salvación. Ahora sí que el pastor calvinista puede consolar a su atormentado feligrés: "¿Dudas de tu salvación? Ve a trabajar. La decisión de Dios se manifiesta a través de tu éxito como empresario".
Aquí es donde se produce la simbiosis entre Dios y mercado. La decisión Divina sobre la gracia se manifiesta en el éxito mercantil. Es decir, agradar a Dios implica agradar al mercado. ¿Y de qué depende el éxito empresarial? Sin dudas, de un ethos determinado donde no hay cabida para el ciclo "pecado-penitencia-regreso al pecado" católico-medieval. El éxito en los negocios requiere un plan de vida racional y coherente.
Un empresario triunfador es aquél que produce los bienes demandados por el mercado. Es decir, quien convierte al cumplimiento de las reglas del mercado en su "imperativo categórico". Y por este riguroso cumplimiento (gracias a una completa dedicación al trabajo profesional), el mercado lo recompensa con altos beneficios económicos.
Así, el empresario obtiene su redención comercial. Paralelamente, un empresario que no cumple con los requerimientos del mercado es devorado por la competencia y con mucha razón puede considerarse parte integrante de los condenados por el capitalismo. Por lo tanto, observamos que el juicio de Dios coincide con el juicio del mercado. Por eso sostengo que ambos hablan por una misma boca.
Ahora bien, en el paradigma católico, el éxito comercial no se consideraba un factor determinante del destino ultraterreno del alma. Lo que en realidad importaba para la salvación era el cumplimiento de ciertas leyes divinas y un sincero arrepentimiento por los pecados. Sin embargo, esto tendía a fomentar un estilo de vida incompatible con el capitalismo. El burgués triunfador no puede permitirse el ciclo católico que hemos descripto más arriba. Nadie que pretenda forjar una empresa exitosa puede permitirse ausentarse del trabajo ni trabajar con desgano.
Por lo tanto, en el culto católico se observa una disociación entre el ethos comercial y el ethos religioso. Lo que no es necesariamente reprobable desde el punto de vista doctrinario puede ser catastrófico en el mercado. Hasta en algunos casos, podría decirse que el catolicismo era abiertamente opuesto a la ética capitalista. Basta con citar algunos pasajes bíblicos famosos: "Bienaventurados los pobres, pues de ellos es el Reino de los Cielos" o "Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre al reino de los cielos". El cristianismo medieval valoraba la pobreza como bien lo demuestra el surgimiento de las órdenes mendicantes franciscanas y dominicanas. Como señala Aranguren, "la moral cristiano-medieval era ascética, con un ascetismo de renuncia al mundo" que se convierte en el primer obstáculo al desarrollo capitalista.
Por el contrario, en el calvinismo, ethos comercial y religioso coinciden exactamente. El calvinista está religiosamente orientado a un estilo de vida ascético mundano, una condición indispensable para el éxito capitalista. Es decir, cumplir con los deberes religiosos y comerciales es, generalizando, una misma cosa. Llevar una vida ascética le permite al puritano tener éxito comercial. Y tener éxito comercial le brinda un indicio de que pertenece al grupo de los elegidos. Por lo tanto, lo que es correcto desde la perspectiva de las leyes del mercado es también lo correcto según las leyes de Dios. Y aquí es donde ocurre la transubstanciación por la que el mercado se convierte en Dios. En el paradigma católico-medieval, la Iglesia es la única que puede manifestarle al hombre si pertenece al grupo de los salvados o los elegidos. Pero tras la Reforma calvinista, es el mercado quien obtiene esta prerrogativa.
V. Las raíces religiosas de la secularización capitalista.
Tal vez pocas instituciones modernas se encuentren tan asociadas con la secularización como el capitalismo. El mercado capitalista ha sido denostado frecuentemente por individuos de todas las clases y credos. Ha sido acusado de disolver la moral tradicional, de disgregar a la familia, de corromper al pueblo y de causar toda clase de perversiones en la humanidad. Es decir, se lo acusa de subvertir todos los valores habitualmente asociados con la vida espiritual.
El capitalismo moderno es un proceso de acumulación que comienza alrededor del siglo XV bajo la forma de "capitalismo mercantil". Más adelante, irá mutando a lo largo de distintas etapas denominadas "capitalismo industrial" (siglos XVIII y XIX) y "capitalismo monopolista" (siglo XX). Si bien el tipo de organización económica ha ido variando en los diferentes períodos, todos tienen en común una misma mentalidad calculativa y racional, la misma que se forja durante los primeros tiempos del capitalismo, en la época de la Reforma protestante. Es en ese tiempo que se moldea el homo economicus. En este sentido, puede afirmarse que el empresario del siglo XVI tenía una mentalidad similar a la del empresario del siglo XXI: ambos tenían a la obtención de beneficios como la máxima prioridad y ambos buscan asignar sus recursos del modo más eficiente posible para alcanzar su objetivo.
A lo largo de la exposición, hemos venido sosteniendo que la mentalidad capitalista moderna (y su fanática adicción por el trabajo) es resultado de un proceso que comienza con la Reforma protestante que, a su vez, surge del miedo a la libertad del hombre renacentista. Sin embargo, no debemos suponer que el calvinismo es un credo que explícitamente se propuso como objetivos el crecimiento económico y la asignación más eficiente de los recursos. Y mucho menos se proponía iniciar un movimiento secularizador (al que sin dudas el capitalismo aportó buena parte de sus componentes). Desde los tiempos de la Reforma, occidente conoce un lento pero firme proceso secularizador, tal vez coronado en el ateísmo marxista y su célebre máxima: "la religión es el opio de los pueblos".
Lutero y Calvino, quienes tanto han hecho (inconscientemente) por el desarrollo de la mentalidad capitalista habrían sido los primeros en oponerse.
Por lo tanto, el componente capitalista de la secularización se produce a través de la "astucia de la Razón" hegeliana. La Reforma sólo tenía por objetivo un retorno a la ética del cristianismo primitivo. Si ese ethos concordaba con la mentalidad necesaria para el desarrollo del mercado, es algo que no entraba en sus intenciones originales. Sin embargo, sea como fuere, la cuestión es que su fomento de la laboriosidad resultó totalmente funcional para las tendencias económicas de la época.
Entonces, el desarrollo mercantil tuvo por factor esencial un motivo religioso. Se sigue que la institución secular por excelencia encuentra sus raíces en la religión reformada. En otras palabras, el capitalismo no es hijo de un proceso secularizador. Aún más, como señala Aranguren, para el calvinismo "no hay ni puede haber actos indiferentes, sino que todos han de ir cargados de religiosa moralidad"
Por lo tanto, entre el paradigma católico-medieval y el reformista no debemos distinguir entre religión y secularización. Ambas doctrinas son profundamente religiosas. No es que el calvinista se dedicara a la vida mundana por una consciencia de que nada hay en el Más Allá. Su entrega al mundo es precisamente una desesperada búsqueda de la certeza de su salvación. Ambas doctrinas se orientan, en última instancia, a lo ultraterreno. Sólo que los medios para alcanzarlo difieren: en el catolicismo es un ascetismo contemplativo mientras que en el calvinismo es un ascetismo mundano.
Uno de los grandes logros de la Reforma consistió en la creación de un espíritu capitalista donde el elemento central es la traslación del deber de trabajar desde el exterior al interior del sujeto. En el credo calvinista, el trabajo se considera una coacción interna. Y aquí se establece una fuerte relación con Kant.
En los primeros tiempos de la Reforma, la orientación al trabajo surgía de una voluntad "heterónoma" de los pueblos protestantes (si se me permite utilizar esta expresión) pues la actividad laboral servía al individuo para calmar su angustia religiosa. El trabajo se concebía como una obligación emanada de un "imperativo hipotético", que señala solamente que cierta "acción es buena para algún propósito posible". Es decir, el individuo se entrega al trabajo con la esperanza de encontrar un alivio contra su angustia.
Sin embargo, a medida que avanza la modernidad y el proceso secularizador, el trabajo comienza a concebirse como un fin en sí mismo, un acto cargado de moralidad aunque desligado de consideraciones religiosas. En otras palabras, el trabajo se convierte en un imperativo categórico, "que representa una acción por sí misma como objetivamente necesaria, sin referencia a ningún otro fin". Este es el resultado último de la Reforma en su relación con el espíritu capitalista. La secularización lleva los postulados protestantes hasta sus últimas consecuencias y acaba por quitarle su fundamento religioso a la obsesión por el trabajo.
Conclusión
Aranguren sintetiza claramente la mentalidad calvinista que hemos venido desarrollando: "Si por Modernidad se entiende, como suele, humanismo, antropocentrismo y exaltación de la libertad humana, el calvinismo supuso, en principio, todo lo contrario de aquello: Majestad todopoderosa, Trascendencia absoluta, y determinismo del ser humano, mero instrumento a través del cual quien obra es un Dios absolutamente trascendente".
Difícilmente pueda hallarse una mejor síntesis de esta exposición. Este pasaje nos señala cómo la doctrina calvinista surge como una reacción ante los postulados de la naciente modernidad de los siglos XV y XVI. Al humanismo antropocéntrico le opone un Dios todopoderoso y trascendente. A la nueva libertad, la confronta con un férreo determinismo que convierte al hombre en un mero instrumento. De este modo, refleja a la perfección el miedo a la libertad que surge tras el declive del paradigma medieval, un miedo que debe canalizarse de alguna manera para no sumergir al individuo en una crisis psicológica. Y, como señala Fromm, la sublimación se realiza a través del trabajo. Desde la Reforma, por primera vez el hombre se ve impulsado a trabajar aunque no exista coacción externa. La coacción interna surgida con el calvinismo es mucho más efectiva porque convierte al hombre en esclavo de sí mismo. De este modo, se observa que se realiza un traslado del eje de la sumisión: de las antiguas tradiciones en el paradigma medieval al individuo en el paradigma moderno-protestante.
Así se fundan las bases de la moderna civilización capitalista. Es el miedo a la libertad lo que se encuentra en los fundamentos de este modo de producción. Y esto puede ofrecer un esbozo de explicación para la observación realizada en la introducción. En los primeros días de la modernidad, las naciones más poderosas de occidente eran España, Francia y las ciudades italianas, Estados que mantuvieron su fidelidad a la Iglesia de Roma hasta nuestros días. Sin embargo, hacia comienzos del siglo XX, hacia fines del período moderno, las potencias dominantes eran Gran Bretaña, Alemania y los Estados Unidos, tres países protestantes.
Desde luego que la breve explicación esbozada en este ensayo no puede considerarse concluyente ni, mucho menos, definitiva. Entre el siglo XV y el XX sin dudas se han producido acontecimientos históricos políticos, económicos y culturales que han afectado el desarrollo de cada una de estas naciones. No obstante, el traslado del poder dominante desde países católicos hacia protestantes no deja de ser sugerente. A lo largo de los avatares políticos de cinco siglos, tal vez existiera en las naciones triunfadoras un pueblo con una mentalidad protestante-capitalista que trabajaba en silencio, ahorraba, acumulaba, acumulaba y acumulaba.
Sin embargo, al centrarse en los componentes morales protestantes de principios de la modernidad, el presente estudio deja sin analizar la evolución moral occidental de los países católicos a lo largo del mundo moderno. El caso de Francia presenta un contraejemplo para mi hipótesis. A fines del siglo XIX, era una nación capitalista avanzada y aún así mantenía su fidelidad al catolicismo. Por lo tanto, no debe considerarse apresuradamente al protestantismo como condición sine qua non para el desarrollo del capitalismo.
Y esto me lleva a la segunda observación que puede hacerse a mi estudio. Aquí, me he limitado a tratar la mentalidad capitalista como surgida de un fenómeno religioso. Sin embargo, no puede negarse que la secularización que se produce a medida que va avanzando la modernidad tiene un impacto en la mentalidad capitalista. En otras palabras, es razonable suponer que a medida que va avanzando el proceso secularizador, el impacto de la religión en la ética profesional disminuye considerablemente y la mentalidad capitalista empieza a fundamentarse sobre bases laicas.
Posiblemente, el miedo a la libertad siga desempeñando un papel en la mentalidad capitalista aunque ya no resulta tan claro que sea una respuesta a la angustia religiosa. En todo caso, este fenómeno brinda campo para nuevas investigaciones.
Federico Ast