"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

Hegel



Xavier Zubiri: Hegel y el problema metafísico

La Filosofía no es una ocupación más, ni tan siquiera la más excelsa del hombre, sino que es un modo fundamental de su existencia intelectual. Por eso no nace de un arbitrario juego de pensamientos, sino de la azarosa, problemática, situación en que el tiempo, su tiempo, le tiene colocado.

Nuestra situación, sentida hoy como problema, es la situación en que ha vivido y se ha desenvuelto Europa durante unas cuantas centurias. Mientras Europa ha ido haciéndose, ha podido el hombre sentirse cómodamente alojado en ella; al llegar a su madurez, siente, empero, como diría Hegel, refutada en ésta su propia existencia.

La madurez intelectual de Europa es Hegel. Y esto, no sólo por su Filosofía, sino por su Historia y por su Derecho. En cierto sentido, Europa es el Estado, y tal vez sólo en Hegel se ha producido una ontología del Estado. La verdad de Europa está en Hegel. Bien sé que suena esta afirmación algo exagerada. Poco importa. En cierta ocasión me decía Ortega y Gasset que la Historia se deshace a fuerza de justicia. Lo importante, al exagerar, es saber que se exagera. Pues bien: lo que confiere a Hegel su rango y magnitud histórica en la Filosofía es justamente ese carácter de madurez y plenitud intelectual que en él alcanza la evolución entera de la Metafísica, desde Parménides a Schelling. Por eso, toda auténtica Filosofía comienza hoy por ser una conversación con Hegel: una conversación, en primer lugar, de nosotros, desde nuestra situación; una conversación, además, con Hegel, no sobre Hegel, esto es, haciéndonos problema, y no solamente tema de conversación, de lo que también para él fue problema. La Filosofía es eterna repetición.

En los días movidos que vivimos se experimenta un placer especial al intentar repetir serenamente el problema hegeliano en algunas de sus más esenciales dimensiones. “Tan extraño—dice Hegel al comienzo de su Lógica— como un pueblo para quien se hubieran hecho insensibles su Derecho político, sus inclinaciones y sus hábitos, es el espectáculo de un pueblo que ha perdido su Metafísica, un pueblo en el cual el espíritu ocupado de su propia esencia no tiene en él existencia actual ninguna.”

Para volver a encontrarla es preciso retirarnos, como dirá él, más tarde, “a las tranquilas moradas del pensar que ha entrado en sí mismo y en sí mismo permanece, donde callan los intereses que mueven la vida de tos pueblos y de los individuos.”

¿Cuál es el problema de Hegel? ¿Cuál es el camino que ante él emprende? ¿Cuál es nuestra situación?
La situación en que se encuentra Hegel en la Historia de la Filosofía es, decía, la situación determinada por el hecho de que la idea misma de la Filosofía alcanza en él su plena madurez.

¿Qué es, en efecto, lo que acerca del universo ha dicho la Filosofía griega? Cuando el hombre griego se enfrenta con el universo, preguntando: ¿Qué es la Naturaleza?, entiende por Naturaleza el conjunto de todo cuanto existe: conjunto, no solamente en el sentido de que sea ella suma de las infinitas cosas que en el universo hay, sino, sobre todo, en el sentido de que, naturalmente, brotan de la Naturaleza todas esas infinitas cosas, y dentro de ellas el hombre, con su propio. personal e individual destino. Por eso es este conjunto natura, physis, Naturaleza. A esta physis, como totalidad del universo, es donde el hombre griego se dirige al formular concretamente la pregunta: ¿Qué es “lo que es”?

Ahora bien: esta pregunta se halla motivada por algo. No es una pregunta que, azarosa y arbitrariamente, el hombre griego formula sobre el universo. El universo, la Naturaleza, eso que ahí está, está sometido a perpetuo cambio. Por eso pregunta el hombre, ante ese cambio: ¿Qué es, en definitiva, en su última, interna y verdadera raíz, la Naturaleza, lo que siempre permanece? La Naturaleza es el arkhé, el principio de sus propias modificaciones, y el télos, el término donde todas ellas desembocan. El cambio se ofrece, pues, de este modo, al hombre griego como algo esencialmente necesitado de principio y de terminación, de arkhe y de télos. Por eso, el concepto griego de naturaleza lleva allí donde la movilidad de esa misma naturaleza se repliega sobre sí misma, por así decirlo, y adquiere un punto final de apoyo, en el Theós, en Dios. Dios, la divinidad, no es, para Aristóteles, sino el momento absoluto que exige la propia variación del universo. Como causa del ser, el Dios aristotélico no produce las cosas: hace que la Naturaleza las produzca, poniéndola en movimiento.

Solamente en tanto que emergiendo de esa physis, solamente en tanto que brotando y formando parte de la Naturaleza es como las cosas, propiamente para un hombre griego, son. Son, esto es, dirá. Aristóteles, poseen en sí ousía, un haber, por así decirlo, que constituye el fondo permanente de donde emergen todas las manifestaciones y todas las posibilidades que integran lo que constituye eso que llamamos vulgarmente cosa. Por eso decía Aristóteles que el problema de qué sea lo que es, se reduce, en definitiva, al problema de qué sea eso que constituye el fondo permanente de lo que una cosa es, a saber, lo que Aristóteles llamaba sustancia, ousía. Esto es, las cosas son lo que son, por ser ellas soporte de donde emergen todas las propiedades que me ofrecen. Si digo de esta habitación que tiene determinadas dimensiones, es la habitación, en cierto sentido, aquello que soporta el calificativo o el predicado de sus dimensiones. Las propiedades de una cosa son así manifestaciones de su sustancia. Ahora bien: por ser la sustancia, primariamente, el soporte o raíz de donde nacen las propiedades de la cosa, ésta no es plenariamente lo que es más que allí y donde actual y formalmente está actuando su sustancia. Esto es lo que Aristóteles entendía cuando decía que la forma suprema del ser es enérgeia, actualidad. En la actualidad de una cosa (con el doble sentido que, aun en castellano, esta palabra encierra: de un lado, lo que está actuando; de otro, lo que tiene actualidad ahora, en un presente), en la actualidad de un ser es donde se encuentra, en definitiva, su última, su radical verdad. La verdad es la manifestación de la cosa. Por esto dice Aristóteles que el “ser verdad” es la más digna forma de realidad. A la visión de la actualidad manifiesta de la cosa, que nos permite discernir su naturaleza de la naturaleza de las demás, llamó el griego noeîn,, visión del ser verdadero y radical de las cosas. El ser, la verdad y la visión aparecen en esencial unidad. De la frase de Parménides: “es lo mismo el ser y la visión de lo que es”, arranca todo el pensamiento griego. Por eso, el momento absoluto del universo, el Dios que Aristóteles pedía para dar a aquél un carácter definitivo y sustante. envuelve en sí al noeîn en forma de pura actualidad; es un pensamiento que se piensa a sí mismo. Este absoluto del universo mueve sin ser movido, del mismo modo que el objeto del amor y del deseo, sin sufrir él variación alguna.

Este es el momento en que se va a decidir la suerte de la metafísica occidental entera, el momento en que Grecia va a determinar de una vez para todas, el sentido último de la palabra verdad. Gracias a que la cosa se nos ofrece actualmente como sujeto y soporte de sus manifestaciones, cabe que el hombre se dirija a ella y la haga explícita, esto es, sujeto de elocución. Entonces no solamente veo lo que en verdad es una cosa, sino que, además, sé lo que ella es. Yo digo de las cosas que son tal o cual otra. Digo de esta habitación que es grande; de esta mesa que es oscura, etc. A este fenómeno del decir es a lo que Grecia ha llamado logos. Por esto, toda la filosofía griega es ciertamente una pregunta acerca del ser; pero una pregunta acerca del ser, en cuanto su verdad queda descubierta y explicada en un decir, en un saber lo que la cosa es. Por el logos nos sumimos explícitamente en la visión de lo que el universo verdaderamente es. Vivir en el seno de esta visión, participar de ella, es, decía Aristóteles, la forma suprema de la existencia humana.

Teoría, explicación, no es, para Aristóteles, otra cosa sino sumirse en la razón universal del universo.

Dentro de esta ingente construcción metafísica, vista a través de la evolución ulterior del pensamiento humano, tal vez haya solamente una realidad y un concepto que ha escapado de la mente griega. Y es el concepto y la realidad con que comienza el Occidente de Europa su especulación metafísica: el concepto del espíritu.

Sería muy largo entrar a hacer una historia detallada de los momentos que lo integran. Motivado por razones de orden religioso, adquiere, por vez primera, madurez conceptual en Orígenes y San Agustín. Spiritus sive animus es aquel ente que puede entrar en sí mismo, y que, al entrar en sí mismo, existe segregado del resto del universo. Este momento va a ser decisivo para la estructura entera de la Filosofía. Porque, en efecto, al sentirse desvinculado del universo entero, no queda el espíritu humano simplemente en sí mismo: entra en sí mismo para descubrir en sí la manifestación del espíritu infinito de la divinidad. La Filosofía, después de Grecia, comienza así por ser esencialmente teológica. Esto es, ha segregado el espíritu humano del universo para proyectarlo excéntricamente sobre la divinidad, sobre esa divinidad de quien nos decía el cuarto evangelio que es esencialmente lógos, verbo, palabra. Por eso cuando el intelectual, a comienzos de nuestra Era, ha querido darse cuenta y pensar intelectualmente la realidad de su creencia, ha volcado sobre el lógos del cuarto evangelio todo el conjunto de la especulación helénica y ha interpretado la palabra de Dios como razón del universo. Creado, por tanto, el hombre a imagen y semejanza de Dios, posee ciertamente la razón el lógos que Grecia le atribuía, pero la posee como participación de la razón universal, que, a diferencia de lo que pensaba el griego, se halla ahora en el espíritu divino.

A partir de este momento, la especulación metafísica se lanza, por así decirlo, en una vertiginosa carrera, en la cual el lógos, que comenzó por ser esencia de Dios, va a terminar por ser simplemente esencia del hombre. Es el momento, en el siglo xiv, en que Ockam dice que la esencia de la divinidad es libre albedrío, omnipotencia, y que, por tanto, la necesidad racional es una propiedad exclusiva de los conceptos humanos. En este momento es cuando aparece Descartes en el área intelectual.

Descartes se halla, por vez primera en la historia del pensamiento humano, en la trágica y paradójica situación no solamente de encontrarse segregado del universo—eso lo realiza ya el Cristianismo al comienzo de nuestra Era—, sino segregado también de Dios. En el momento en que el nominalismo ha reducido la razón a ser una cosa de puertas adentro del hombre, una determinación suya, puramente humana, y no esencia de la divinidad, en este momento queda el espíritu humano segregado también de ésta. Sólo, pues, sin mundo y sin Dios, el espíritu humano comienza a sentirse inseguro en el universo. Y lo que Descartes pide a la Filosofía, al principio de filosofar, es justamente eso: volver a encontrar un punto de apoyo, una seguridad. Cuando Descartes dice que todas las cosas son dudosas, no quiere decir, en última instancia, sino que ninguna de ellas ofrece, tal como hasta ahora se ha presentado, garantía suficiente de solidez donde apoyar el espíritu humano. El último reducto seguro es aquel en que aún subsiste la necesidad racional. De esta manera llega el yo, el sujeto humano, a ser centro de la Filosofía, pero a ser centro de la Filosofía de una manera peculiar. En última instancia, el yo, el ego de Descartes, funciona en Filosofía, porque lo que pide a la Filosofía es una verdad segura; por tanto, su certeza y no su realidad, es lo que decide el carácter central del yo en el pensar filosófico.

En segundo lugar, el sujeto cartesiano no se halla simplemente colocado de cualquier manera en el centro del universo, sino en cuanto el resto del universo está sabido por él: todo lo que del universo ha dicho Grecia, el ser absoluto de la naturaleza queda, en cierto modo, envuelto por el sujeto; pero envuelto por el sujeto en una forma también peculiar: en tanto que es sabido seguramente por él. En la seguridad del saber, del yo, encuentra el hombre lo consistente de la naturaleza misma.

De esta manera se produce de Descartes a Kant, y muy especialmente de Kant a Schelling, la contraposición, frente a la naturaleza de que nos habla Grecia, de ese otro orden, de ese otro mundo: el mundo del espíritu.

Si queremos caracterizar de una manera formularía en qué consiste lo que distingue la Naturaleza del Espíritu, hallaríamos, con Hegel, una fórmula bien sencilla. La naturaleza es eso que está ahí. Y el Espíritu es esto que soy yo mismo. Naturaleza es, por tanto, estar ahí. Como diría Hegel, ser en sí; Espíritu, ser para mí, ser para sí, mismidad. Este es el momento en que va a brotar el pensamiento de Hegel.

Es cierto que la Filosofía ha vivido durante varias centurias, y especialmente de Descartes a Kant, moviéndose en ese elemento, como diría Hegel, de la espiritualidad del espíritu. Es cierto asimismo que en Kant, y más concretamente en Fichte, el espíritu no es solamente un segundo mundo colocado junto al primero la naturaleza, sino que aquí el espíritu pretende tener un cierto rango superior a la naturaleza en tanto que toda ella está sabida por él. Pero hasta ahora, dice Hegel, no se ha entendido en qué sentido radical se puede hablar de naturaleza y espíritu.

Dando a la palabra universo un sentido más amplio que el de Grecia, podemos decir que, a diferencia del griego, nuestro universo se halla compuesto de naturaleza y espíritu. La unidad del Universo depende, pues, del sentido que tenga esta y. ¿En qué consiste esta y?

Schelling repetía sin cesar que esa y consiste no en otra cosa sino en una especie de identidad fundamental, en la cual la Naturaleza deja de ser naturaleza y el Espíritu deja de ser espíritu: una identidad y, por tanto, simple indiferencia, y que, por ser simple indiferencia, es—dice Hegel—algo así como la oscuridad, donde todos los gatos son pardos. No se trata de que ese punto de contacto no sea ni naturaleza ni espíritu, y, por tanto, simple indiferencia, sino de que sea ahora naturaleza y también espíritu. Aquella “y” es positivamente cuanto hay en la naturaleza y en el espíritu. No se trata tampoco de que, de un lado, esté la naturaleza ya hecha, y, de otro, el espíritu ya hecho también, y que luego vayan a unirse por adición. Su nexo es algo más que una simple copulación.

Lo importante de esa y no es que sea el nexo que vincula la naturaleza al espíritu, sino que exprese el fundamento común que en él tienen la naturaleza y el espíritu. La identidad de la naturaleza y el espíritu no es, para Hegel, una simple identidad formal, una vaciedad, como lo era para Schelling, sino que significa, para Hegel, concretamente esto: que por pertenecerse esencialmente la naturaleza y el espíritu, hay algo que es positivamente fundamento común de esa pertenencia. Entender a la naturaleza y al espíritu es ver cómo ese fundamento fundamenta a ambos; cómo inexorablemente ese fundamento se hace Naturaleza y Espíritu.

Ahora bien: ¿cómo vamos a calificar a ese fundamento común? En él se mueven o se apoyan la Naturaleza y el Espíritu, es decir, todo cuanto hay. En tanto, pues, que ese fundamento encierra en sí todo cuanto hay—de un lado la naturaleza, que está ahí, de Grecia; de otro lado, el espíritu, que se sabe seguramente a sí mismo, con Descartes y la Filosofía moderna—, ese fundamento, de donde todo emerge, es, de un modo eminente y fundamental, el auténtico y verdadero Todo. Es el fundamento de todo lo demás; como diría Hegel, es el absoluto en sí y para sí.

A este absoluto llama Hegel, con impropiedad, espíritu. Le llama espíritu, porque en él se encuentra justamente lo decisivo de aquel espíritu de que nos hablaban Descartes y Schelling, a saber: la presencia inmediata a sí mismo. Pero resulta que este espíritu es impropiamente espíritu, porque no se trata de una realidad espiritual en el sentido corriente de la palabra, sino solamente del hecho concreto de que ese absoluto es el fundamento, la raíz del espíritu, y, por tanto, raíz y fundamento de los entes que son presentes a sí mismos, de los espíritus. Y recordando que la tradición helénica y medieval ha caracterizado el espíritu por esa inmediata entrada en sí mismo, Hegel continúa llamando a ese absoluto espíritu, espíritu absoluto.

Pero con esto no solamente Hegel no ha hecho su filosofía, sino que ni tan siquiera ha comenzado a entrar en ella. La grandiosidad del pensamiento de Hegel estriba, en buena parte, en no haberse limitado a lanzar programas de filosofía sino después de haberlos realizado va en sí mismo.

Decir que el todo es espíritu absoluto, es el absoluto, quiere decir que nada tiene ser, ni es, por tanto, verdaderamente conocido (puesto que conocer es saber lo que una cosa es), si no es entendido en su última raíz en ese espíritu absoluto; por tanto, si no es entendido como un momento de él. Por eso dice Hegel que la verdad nunca se encuentra en la cosa, nunca se encuentra en el resultado. El resultado es el cadáver que ha dejado en pos de sí la tendencia que lo engendró. Lo verdadero no es el resultado—dice Hegel—, sino el todo; aquello que vincula el resultado a su principio. La verdad definitiva es una cosa, la verdad última de su ser, se halla, por tanto, para Hegel, en esa articulación que cada cosa concreta tiene con el espíritu absoluto, con la realidad fundamental del universo. A esa articulación interna es a lo que Hegel llama sistema. Por eso dice Hegel que la verdadera figura bajo la cual aparece la verdad filosófica es el sistema. Sistema no significa un conjunto de proposiciones ordenadas, sino esa interna articulación que cada cosa, ella en su ser, tiene con el ser absoluto del universo. Decir que una cosa se apoya en el espíritu absoluto equivale a decir que permanece en él como momento suyo. Por esto dice Hegel que la verdadera sustancia es el sujeto. Este es el punto de partida de la filosofía de Hegel: el absoluto como sujeto. Pero, bien entendido, insisto en que no se trata de un absoluto como cosa absoluta, sino del absoluto como fundamento absoluto de todas las cosas; principio, por tanto, inclusive, de las que ulteriormente se llamarán pensamientos. De ahí que resulte un completo error histórico y metafísico decir que Hegel comienza con el pensar. Propiamente hablando, la filosofía hegeliana no comienza con el pensar. No se trata de que la naturaleza esté en el pensar, ni de que ese poseerse del absoluto transcurra en un pensar, sino justamente al revés: el hecho de que el absoluto sea transparente a sí mismo es lo que constituye el pensamiento. No es el pensamiento razón de la inmediatez, sino la inmediatez razón del pensamiento.

El problema de Hegel nace justamente en este momento, cuando se trata de hacer ver, de una manera eficaz y actual, cómo el absoluto es, en efecto, el fundamento absoluto de todo cuanto hay, esto es, cómo el absoluto tiene que brotar de sí mismo para engendrar la totalidad de las infinitas cosas que luego llamaremos naturaleza y espíritu. Hegel no comienza, pues, ni con la naturaleza ni con el espíritu, sino con el absoluto, nada más que con el absoluto. Por esto es su comienzo absoluto también. ¿Qué quiere decir esto?
Desde luego, hay que huir de la tentación natural que nos impulsa a pensar demasiado en el absoluto. Lo difícil, para captar el absoluto de Hegel, no es pensar mucho, sino justamente el no pensar nada.

Si digo del absoluto que es, por ejemplo, espíritu humano, o que es sustancia, en el sentido de Grecia, digo del absoluto algo, pero algo distinto de él, porque, si no lo fuera, no podría decir de él que es esa otra cosa. De donde resulta que todo intento de pretender decir algo concreto del absoluto es sencillamente salirse de él. De ahí que el comienzo radical de la filosofía ante el absoluto no pueda ser, para Hegel, otra cosa sino ese instalarse en él, encontrarse inmediatamente en él. A ese encontrarse inmediatamente en él es a lo que Hegel llama el ser puro. El ser puro es, pues, inmediata, absoluta vaciedad. Porque en el momento en que yo quiero pensar, hasta sus últimas consecuencias, qué es ese ser puro, me encuentro que el ser puro es todo, justamente, a fuerza de no ser nada, de no ser ninguna de las cosas. Si quiero, pues, aprehender hasta sus últimos extremos, lo que pienso al pensar el ser, me encuentro con que lo he convertido en una vaciedad, con que estoy pensando en la nada. Esta es una situación insostenible: necesito, pues, replegarme en el punto de partida, en el ser, para evitar que ese ser no sea nada. Este intento de evitación de la nada, que el absoluto tiene que realizar para mantenerse siendo, es justamente el devenir. De esta manera resulta que el espíritu absoluto sale de sí mismo, por encontrarse absolutamente contradictorio consigo mismo. Y, al intentar evitar esta contradicción, inmediatamente vuelve sobre sí. El absoluto sólo puede existir deviniendo.

De esta manera, al salir el espíritu absoluto de sí mismo, engendra su devenir, y en ese su devenir se hace algo. Muestra, pues, Hegel cómo el espíritu absoluto, por su propia interna constitución, es el fundamento de eso que Grecia ha llamado el ser en sí. Ahora bien: cuando tenemos algo, se presenta ese algo como siendo justamente algo y, por tanto, como bastándose a sí mismo. Y la verdad es que nada se basta a sí mismo, sino que ser algo es llegar a ser algo. Por tanto, el que haya algo se debe a que ha habido un principio de él. La verdad de algo es, pues, ser en sí lo que ya era en su principio absoluto. Y esto es a lo que tradicionalmente se ha llamado esencia. Así, pues, el absoluto no sólo engendra la cosa, sino que, referida ésta a aquél, nos muestra o manifiesta actualmente el principio absoluto de donde emerge. Al hacerlo, el absoluto no es tan sólo principio de la cosa, sino que su ser es estar principiando; es decir, al volver nuevamente al absoluto, lo entendemos no sólo en lo que produce, sino en el producir, en el principiar mismo. Entonces desaparece la distinción entre el principio y lo principiado. El absoluto se posee plenamente a sí mismo en su actividad fundante, y esta posesión es el concebir o concepto, o saber absoluto. Al concepto adecuado del absoluto llamó Hegel Idea. Por esto la idea es libertad.

De esta manera Hegel va lentamente describiendo la génesis del universo entero. Por tanto, en la filosofía hegeliana se concentran y llegan a plena madurez los motivos fundamentales de la historia entera del pensamiento filosófico. El ser—decía Grecia—se halla actualmente en la verdad; pero la verdad—dice Descartes—se halla actualmente tan sólo en una certeza verdadera; y una certeza verdadera—terminará por decir Hegel—es aquella certeza que recae sobre el ser verdadero del sujeto.

De esta manera, al volver el sujeto sobre sí mismo, se encuentra no con otra cosa, sino consigo mismo. Resulta, pues, que toda esa generación del universo, esa historia entera del universo, no es, en última y definitiva instancia, otra cosa sino la entrada del espíritu en sí mismo, la realización de la Idea. En cada uno de los pasos que el espíritu absoluto ha dado, no solamente no ha salido de sí mismo, sino que, en realidad, lo que ha hecho ha sido encontrarse consigo mismo. Este permanente encontrarse consigo mismo es lo que tradicionalmente se ha llamado eternidad. Por esto, la historia, en el sentido hegeliano de la palabra, no es, metafísicamente hablando, una sucesión de cosas que ocurren en el tiempo, sino la esencia de esta sucesión, la historicidad. La esencia de la historia, la historicidad, es eternidad. La historia es la realidad concretizada de la Idea.

Captar en su eternidad al espíritu absoluto, saber el absoluto, pero además de una manera absoluta, en eso, y no en otra cosa, consiste para Hegel la filosofía. La Filosofía es la conciencia absoluta del Sistema del absoluto. Por eso es la Filosofía, como decía Platón, dialéctica, articulación, sistema de la Idea. La Filosofía no es un pensar sobre lo absoluto, sino que es la forma explícita del absoluto mismo. De aquí que a la Filosofía pertenece esencialmente su propia historia.

Por lo mismo, sería pueril querer atacar, una a una, las tesis de la filosofía hegeliana. Justamente porque, en Hegel, la Filosofía llega a su plena madurez, es inútil tomar uno a uno los momentos de su genial pensamiento. La única manera de discutir con Hegel es tomarlo en su punto de partida, es decir, en su totalidad. ¿Cuál es el punto de partida de Hegel? ¿Por qué extraña manera resultan unificados el pensamiento o el espíritu y la naturaleza de las cosas?

En realidad, Hegel es un hombre que ha inventado muy pocos—tal vez ninguno—de los conceptos filosóficos; en cambio, ha tenido una absoluta pulcritud al recibirlos. Y el concepto que determina todo el desarrollo del pensamiento hegeliano es justamente el concepto del saber, de la certeza. ¿Por qué, cuando yo no puedo pensar el ser como algo concreto, dice Hegel que el ser se convierte en la nada?

Hacía observar que cuando Descartes coloca al hombre en el centro del universo y del saber filosófico, no le mueve a ello ningún interés concerniente a lo humano en especial: lo que decide a Descartes es exclusivamente la necesidad de encontrarse seguro, la necesidad de hallar una certeza absoluta. Cuando dice del yo que es ser pensante, que ego sum res cogitans, no le preocupa a Descartes qué es ese ego en sí mismo. No se pregunta, como un griego pudo preguntarse: ¿qué es lo que tiene que tener una res, una cosa, para ser un. ego? Lo que a Descartes le preocupa es exclusivamente qué hace ese yo; y lo que hace ese yo no es otra cosa sino saber. De ahí que, para Descartes—o, por lo menos, a partir de Descartes—, no constituya, el saber, una actividad entre n actividades que tiene el hombre, sino que constituye su propio ser. No es, pues, que el hombre sea y, además, sepa, sino que el ser del hombre es su saber. Y como el saber contiene lo que la cosa es, resulta que, en el momento en que yo sé del ser, soy el ser. De aquí arranca toda la filosofía hegeliana. Y esta es la cuestión: ¿hasta qué punto cabe afirmar que el saber sea, sin más, el ser del hombre y el ser de las cosas?

No es, desde luego, arbitraria la posición de Hegel. Si, por un lado, recoge la tradición cartesiana, recoge también, por otro, toda la tradición helénica. La pregunta acerca del ser no nació en Grecia, por un azar, porque sí: nació por la manera concreta como, por vez primera en la historia, el hombre griego se sintió existiendo sobre el planeta, por la manera como el hombre griego tropezó con el universo. Y lo que constituya. la peculiaridad de la existencia griega es justamente esto: el hombre, en Grecia, comienza por vez primera a existir en el universo viéndolo y diciéndolo. Ver y decir han sido los dos grandes descubrimientos de Grecia. Por esto no es ningún azar el que los dos grandes productos de la cultura griega sean justamente plasticidad y retórica. Ver las cosas, verlas como son, en sí mismas, en su Idea—como diría Platón—, pero además decir algo de ellas. Y esto es lo grave.

Ver las cosas es ver lo que está ahí. Ahora bien: lo que caracteriza al hombre y le diferencia del animal no es simplemente encontrarse con las cosas que están ahí, sino que las cosas estén ante él. Dicho en otros términos: lo que distingue al hombre del animal no es que las cosas estén puestas con el hombre, sino que le estén propuestas. Por esto, porque las cosas me están propuestas, puedo yo proponerme decirme algo de ellas. A este decirme yo a mí mismo algo de ellas es a lo que, primariamente, el griego llamaba lógos, decir. Y solamente en tanto que yo me digo algo de las cosas, puedo decirlo a otros, hablar con ellos. El hablar se funda en el decir, en el sentido de decirme.

Pero el hablar podría, por sí solo, expresarse de infinitas maneras. Solamente cuando el hablar o el decir se apoya en el ver, en eso que está ahí, es cuando manifiesta lo que las cosas son. Gracias a que el hablar o el decir se refiere a un ver, se engendra, en el hablar, ese momento de presente que caracteriza al “logos” de la proposición indicativa. Si no hubiera existido más que la simple visión del mundo, fácilmente hubiera degenerado toda la filosofía en una orgía mística, en un frenesí mental. Con esa frase de Parménides de que la visión de lo que es y el ser son lo mismo, no hubiera pasado la Filosofía del nivel de una intuición intelectual, como la que se repite en Schelling. Esta fue una de las geniales aportaciones de Platón a la Filosofía.

El lenguaje impone a ese momento de visión un momento de racionalidad: el lógos, al ser lógos de una visión, exige el que esta visión adopte estructura lógica. Por esto ha sido la filosofía griega esencialmente racionalista.

Pero a ningún griego se le ocurrió decir que ser hombre signifique, sin más, ver y decir. Es cierto que Aristóteles definía al hombre diciendo: “Animal que tiene lógos, que tiene razón”. Pero tiene buen cuidado de decir que el hombre es ousía, cosa, y esto es lo que constituye el carácter decisivo del pensamiento griego. El lógos no es el ser del hombre, sino una propiedad esencial suya.

Ha bastado llevar la idea del lógos a la concepción cartesiana del espíritu pensante para obtener toda la metafísica de Hegel.

Pero precisamente, repito, este es el problema.

En un maravilloso ensayo decía mi maestro Ortega que la Filosofía había vivido de dos metáforas: la primera es justamente esta metáfora griega: el hombre es un trozo del universo, una cosa que está ahí. Y sobre ese su carácter de estar ahí se funda y se apoya ese otro carácter suyo del saber. Saber es que las cosas impriman su huella en la conciencia humana; saber es impresión. Ahora bien: Descartes corta el vínculo que une el saber a lo que el hombre es y convierte al saber en el ser mismo del hombre; mens sive animus, decía. El “animus” o “spiritus” se ha convertido en “mens”, en saber.

En este momento se produce la aparición de la segunda metáfora, en la cual el hombre no es un trozo del universo, sino que es algo en cuyo saber va contenido todo cuanto el universo es.

¿Es sostenible esta situación filosófica? ¿Hasta qué punto constituye el saber verdadero el ser auténtico del hombre? En otros términos: ¿en qué estriba la unidad entre el ser, el espíritu y la verdad? Esta es la cuestión central que habría que plantear a Hegel.

En realidad, Hegel olvida un momento elemental del pensamiento, y es que todo pensamiento piensa algo. A este momento, por el cual el pensamiento piensa algo de, es a lo que se ha bautizado, en época reciente, con el nombre de intencionalidad (Husserl) e Todo pensamiento es pensamiento de algo. Ahora bien: esto que momentáneamente ha podido parecer alguna vez como solución del problema, no solamente no es su solución, sino que es su desplazamiento.

No me basta, en efecto, con decir que todo pensamiento piensa algo de. Porque, justamente, necesito averiguar por qué todo pensamiento piensa algo de. El pensamiento, por lo pronto, es una actividad entre las varias que el hombre posee, y podría acontecer que no sea ese de, ese genitivo, un carácter primario del pensamiento, sino que el de se encontrara en el pensamiento, porque caracteriza previamente a la sustancia entera del hombre. Tal vez porque el hombre no puede ser centro del universo, no consiste aquél en otra cosa sino en proyectar a éste frente a sí, y no dentro de sí, como Hegel pretendía. A consecuencia de esto, el pensamiento es también pensamiento de algo. En este momento de constitutiva excentricidad del ser humano estaría concretamente fundado su carácter existencial. Ex-sistere quiere decir tener subsistencia fuera de las causas. No son las cosas las que existirían fuera del pensamiento, sino el pensamiento quien existiría fuera de las cosas (Heidegger).

De esta suerte, tal vez haya llegado la hora en que una tercera metáfora, también antigua, imponga, no sabemos por cuánto tiempo, su feliz tiranía. No se trata de considerar la existencia humana, ni como un trozo del universo, ni tan siquiera como una envolvente virtual de él, sino que la existencia humana no tiene más misión intelectual que la de alumbrar el ser del universo; no consistiría el hombre en ser un trozo del universo, ni en su envolvente, sino simplemente en ser la auténtica, la verdadera luz de las cosas. Por tanto, lo que ellas son, no lo son más que a la luz de esa existencia humana. Lo que (según esta tercera metáfora) se “constituye” en la luz no son las cosas, sino su ser; no lo que es, sino el que sea; pero, recíprocamente, esa luz ilumina, funda, el ser de ellas, de las cosas, no del yo, no las hace trozos míos. Hace tan sólo que “sean”; en photí, en la luz, decían Aristóteles y Platón, es donde adquieren actualmente su ser verdadero las cosas.

Pero lo grave del caso está en que toda luz necesita un foco luminoso, y el ser de la luz no consiste, en definitiva, sino en la presencia del foco luminoso en la cosa iluminada. ¿De dónde arranca, en qué consiste, en última instancia, la última razón de la existencia humana como luz de las cosas? No quisiera responder a esta pregunta, sino, simplemente, dejarla planteada; y dejarla planteada para, con ella, haber indicado que el primer problema de la Filosofía, el último, mejor dicho, de sus problemas no es la pregunta griega: ¿Qué es el ser?, sino algo, como Platón decía, que está más allá del ser.

En genial visión, decía oscuramente Aristóteles que la filosofía surge de la melancolía; pero de una melancolía por exuberancia de salud. katà physin, no de la melancolía enfermiza del bilioso, katà nóson. Nace la filosofía de la melancolía, esto es, en el momento en que, en un modo radicalmente distinto del cartesiano, se siente el hombre solo en el universo. Mientras esa soledad significa, para Descartes, replegarse en sí mismo, y consiste, para Hegel, en no poder salir de sí, es la melancolía aristotélica justamente lo contrario: quien se ha sentido radicalmente solo, es quien tiene la capacidad de estar radicalmente acompañado. Al sentirme solo, me aparece la totalidad de cuanto hay, en tanto que me falta. En la verdadera soledad están los otros más presentes que nunca.

La soledad de la existencia humana no significa romper amarras con el resto del universo y convertirse en un eremita intelectual o metafísico: la soledad de la existencia humana consiste en un sentirse solo, y por ello, enfrentarse y encontrarse con el resto del universo entero.
Esperamos que España, país de la luz y de la melancolía, se decida alguna vez a elevarse a conceptos metafísicos.