Max Weber
La conferencia que, accediendo a sus deseos, he de pronunciar hoy les defraudará por diversas razones. De una exposición sobre la política como vocación esperarán ustedes, incluso involuntariamente, una toma de posición frente a los problemas del momento presente. Esto, sin embargo, es cosa que haré sólo al final, de un modo puramente formal y en conexión con determinadas cuestiones relativas a la importancia de la actividad política dentro del marco general de la conducta humana. De la conferencia de hoy quedarán excluidas, por el contrario, todas las cuestiones concernientes a la política que debemos hacer, es decir, al contenido que debemos dar a nuestro quehacer político. Estas cuestiones nada tienen que ver con el problema general de qué es y qué significa la política como vocación. Pasemos, pues, a nuestro tema.
¿Qué entendemos por política? El concepto es extraordinariamente amplio y abarca cualquier género de actividad directiva autónoma. Se habla de la política de divisas de los bancos, de la política de descuento del Reichsbank, de la política de un sindicato en una huelga, y se puede hablar igualmente de la política escolar de una ciudad o de una aldea, de la política que la presidencia de una asociación lleva en la dirección de ésta e incluso de la política de una esposa astuta que trata de gobernar a su marido. Naturalmente, no es este amplísimo concepto el que servirá de base a nuestras consideraciones en la tarde de hoy. Por política entenderemos solamente la dirección o la influencia sobre la dirección de una asociación política, es decir, en nuestro tiempo, de un Estado.
¿Pero, qué es, desde el punto de vista de la consideración sociológica, una asociación política? Tampoco es éste un concepto que pueda ser sociológicamente definido a partir del contenido de su actividad. Apenas existe una tarea que aquí o allá no haya sido acometida por una asociación política y, de otra parte, tampoco hay ninguna tarea de la que puede decirse que haya sido siempre competencia exclusiva de esas asociaciones políticas que hoy llamamos Estados o de las que fueron históricamente antecedentes del Estado moderno. Dicho Estado sólo es definible sociológicamente por referencia a un medio específico que él, como toda asociación política, posee: la violencia física. “Todo Estado está fundado en la violencia”, dijo Trotsky en Brest-Litowsk. Objetivamente esto es cierto. Si solamente existieran configuraciones sociales que ignorasen el medio de la violencia habría desaparecido el concepto de “Estado” y se habría instaurado lo que, en este sentido específico, llamaríamos “anarquía”. La violencia no es, naturalmente, ni el medio normal ni el único medio de que el Estado se vale, pero sí es su medio específico. Hoy, precisamente, es especialmente íntima la relación del Estado con la violencia. En el pasado las más diversas asociaciones, comenzando por la asociación familiar, han utilizado la violencia como un medio enteramente normal. Hoy, por el contrario, tendremos que decir que Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el territorio es el elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima. Lo específico de nuestro tiempo es que a todas las demás asociaciones e individuos sólo se les concede el derecho a la violencia física en la medida que el Estado lo permite. El Estado es la única fuente del “derecho” a la violencia. Política significará, pues, para nosotros, la aspiración a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados o, dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen.
Esto se corresponde esencialmente con la acepción habitual del término. Cuando se dice que una cuestión es política, o que son “políticos” un ministro o un funcionario, o que una decisión está políticamente condicionada, lo que quiere significarse siempre es que la respuesta a esa cuestión, o la determinación de la esfera de actividad de aquel funcionario, o las condiciones de esta decisión, dependen directamente de los intereses en torno a la distribución, la conservación o la transferencia del poder. Quien hace política aspira al poder; al poder como medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al poder “por el poder”, para gozar del sentimiento de prestigio que él confiere.
El Estado, como todas las asociaciones políticas que históricamente lo han precedido, es una relación de dominación de hombres sobre hombres, que se sostiene por medio de la violencia legítima (es decir, de la que es vista como tal). Para subsistir necesita, por tanto, que los dominados acaten la autoridad que pretenden tener quienes en ese momento dominan. ¿Cuándo y por qué hacen esto? ¿Sobre qué motivos internos de justificación y sobre qué medios externos se apoya esta dominación?
En principio (para comenzar por ellos) existen tres tipos de justificaciones internas, de fundamentos de legitimidad de una dominación. En primer lugar, la legitimidad del “eterno ayer”, de la costumbre consagrada por su inmemorial validez y por la consuetudinaria orientación de los hombres hacia su respeto. Es la legitimidad “tradicional”, como la que ejercían los patriarcas y los príncipes patrimoniales de viejo cuño. En segundo término, la autoridad de la gracia (carisma) personal y extraordinaria, la entrega puramente personal y la confianza, igualmente personal, en la capacidad para las revelaciones, el heroísmo u otras cualidades de caudillo que un individuo posee. Es esta autoridad carismática la que detentaron los profetas o, en el terreno político, los jefes guerreros elegidos, los gobernantes plebiscitarios, los grandes demagogos o los jefes de los partidos políticos. Tenemos, por último, una legitimidad basada en la legalidad, en la creencia en la validez de preceptos legales y en la competencia objetiva fundada sobre normas racionalmente creadas, es decir, en la orientación hacia la obediencia a las obligaciones legalmente establecidas; una dominación como la que ejercen el moderno “servidor del Estado” y todos aquellos titulares del poder que se asemejan a él.
Es evidente que, en la realidad, la obediencia de los súbditos está condicionada por muy poderosos motivos de temor y esperanza (temor a la venganza del poderoso o de los poderes mágicos, esperanza de una recompensa terrena o ultraterrena) y, junto con ellos, también por los más diversos intereses. De esto hablaremos inmediatamente. Pero cuando se cuestionan los motivos de legitimidad de la obediencia nos encontramos siempre con uno de estos tres tipos puros. Estas ideas de la legitimidad y su fundamentación interna son de suma importancia para la estructura de dominación. Los tipos puros se encuentran, desde luego, muy raramente en la realidad, pero hoy no podemos ocuparnos aquí de las intrincadas modificaciones, interferencias y combinaciones de estos tipos puros. Esto es cosa que corresponde a la problemática de la “teoría general del Estado”. Lo que hoy nos interesa sobre todo aquí es el segundo de estos tipos: la dominación producida por la entrega de los sometidos al “carisma” puramente personal del “caudillo”. En ella arraiga, en su expresión más alta, la idea de vocación. La entrega al carisma del profeta, del caudillo en la guerra, o del gran demagogo en la Ecclesia o el Parlamento, significa, en efecto, que esta figura es vista como la de alguien que está internamente llamado a ser conductor de hombres, los cuales no le prestan obediencia porque lo mande la costumbre o una norma legal, sino porque creen en él. Y él mismo, si no es un mezquino advenedizo efímero y presuntuoso, “vive para su obra”. Pero es a su persona y a sus cualidades a las que se entrega el discipulado, el séquito, el partido. El caudillaje ha surgido en todos los lugares y épocas bajo uno de estos dos aspectos, los más importantes en el pasado: el de mago o profeta, de una parte, y el de príncipe guerrero, jefe de banda o condottiero, de la otra. Lo propio del Occidente es, sin embargo, y esto es lo que aquí más nos importa, el caudillaje político. Surge primero en la figura del “demagogo” libre, aparecida en el terreno del Estado-ciudad, que es también la creación propia de Occidente y, sobre todo, de la cultura mediterránea, y más tarde en la de “jefe de partido” en un régimen parlamentario, dentro del marco del Estado constitucional, que es igualmente un producto específico del suelo occidental.
Claro está, sin embargo, que estos políticos por “vocación” no son nunca las únicas figuras determinantes en la empresa política de luchar por el poder. Lo decisivo en esta empresa es, más bien, el género de medios auxiliares que los políticos tienen a su disposición. ¿Cómo comienzan a afirmar su dominación los poderes políticamente dominantes? Esta cuestión abarca cualquier forma de dominación y, por tanto, también la dominación política en todas sus formas, tradicional, legal o carismática.
Toda empresa de dominación que requiera una administración continuada necesita, de una parte, la orientación de la actividad humana hacia la obediencia a aquellos señores que se pretenden portadores del poder legítimo y, de la otra, el poder de disposición, gracias a dicha obediencia, sobre aquellos bienes que, eventualmente, sean necesarios para el empleo del poder físico: el equipo de personal administrativo y los medios materiales de la administración.
Naturalmente, el cuadro administrativo que representa hacia el exterior a la empresa de dominación política, como a cualquier otra empresa, no está vinculado con el detentador del poder por esas ideas de legitimidad de las que antes hablábamos, sino por dos medios que afectan directamente al interés personal: la retribución material y el honor social. El feudo de los vasallos, las prebendas de los funcionarios patrimoniales y el sueldo de los actuales servidores del Estado, de una parte; de la otra el honor del caballero, los privilegios estamentales y el honor del funcionario constituyen el premio del cuadro administrativo y el fundamento último y decisivo de su solidaridad con el titular del poder. También para el caudillaje carismático tiene validez esta afirmación; el séquito del guerrero recibe el honor y el botín, el del demagogo los spoils, la explotación de los dominados mediante el monopolio de los cargos, los beneficios políticamente condicionados y las satisfacciones de vanidad.
Para el mantenimiento de toda dominación por la fuerza se requieren ciertos bienes materiales externos, lo mismo que sucede con una empresa económica. Todas las organizaciones estatales pueden ser clasificadas en dos grandes categorías según el principio a que obedezcan. En unas, el equipo humano (funcionario o lo que fueren) con cuya obediencia ha de contar el titular del poder posee en propiedad los medios de administración, consistan éstos en dinero, edificios, material bélico, parque de transporte, caballos o cualquier otra cosa; en otras, el cuadro administrativo está “separado” de los medios de administración, en el mismo sentido en que hoy en día el proletariado o el empleado “están” separados de los medios materiales de producción dentro de la empresa capitalista. En estas últimas el titular del poder tiene los bienes requeridos para la administración como una empresa propia, organizada por él, de cuya administración encarga a servidores personales, empleados, favoritos u hombres de confianza, que no son propietarios, que no poseen por derecho propio los medios materiales de la empresa; en las primeras sucede justamente lo contrario. Esta diferencia se mantiene a través de todas las organizaciones administrativas del pasado.
A la asociación política en la que los medios de la administración son, en todo o en parte, propiedad del cuadro administrativo dependiente la llamaremos asociación “estamentalmente” estructurada. En la asociación feudal, por ejemplo, el vasallo paga de su propio bolsillo los gastos de administración y de justicia dentro de su propio feudo, y se equipa y aprovisiona para la guerra; sus subvasallos, a su vez, hacen lo mismo. Esta situación originaba consecuencias evidentes para el poder del señor, que descansaba solamente en le vínculo de la lealtad personal y en el hecho de que la posesión sobre el feudo y el honor social del vasallo derivaban su “legitimidad” del señor.
En todas partes, incluso en las configuraciones políticas más antiguas, encontramos también la organización de los medios materiales de la administración como empresa propia del señor. Éste trata de mantenerlos en sus propias manos, administrándolos mediante gentes dependientes de él, esclavos, criados, servidores, “favoritos” personales o prebendados, retribuidos en especie o en dinero con sus propias reservas. Intenta, igualmente, atender a los gastos de su propio bolsillo, con los productos de su patrimonio, y crear un ejército que dependa exclusivamente de su persona porque se aprovisiona y se equipa en sus graneros, sus almacenes y sus arsenales. En tanto que en la asociación “estamental” el señor gobierna con el concurso de una “aristocracia” independiente, con la que se ve obligado a compartir el poder, en este otro tipo de asociación se apoya en domésticos o plebeyos, en grupos sociales desposeídos de bienes y desprovistos de un honor social propio, enteramente ligados a él en lo material y que no disponen de base alguna para crear un poder concurrente. Todas las formas de dominación patriarcal y patrimonial, el despotismo de los sultanes y el Estado burocrático pertenecen a este tipo. Especialmente el Estado burocrático, cuya forma más racional es, precisamente, el Estado moderno.
En todas partes el desarrollo del Estado moderno comienza cuando el príncipe inicia la expropiación de los titulares “privados” de poder administrativo que junto a él existen: los propietarios en nombre propio de medios de administración y de guerra, de recursos financieros y de bienes de cualquier género políticamente utilizables. Este proceso ofrece una analogía total con el desarrollo de la empresa capitalista mediante la paulatina expropiación de todos los productores independientes. Al término del proceso vemos cómo en el Estado moderno el poder de disposición sobre todos los medios de la empresa política se amontona en la cúspide, y no hay ya ni un solo funcionario que sea propietario del dinero que gasta o de los edificios, recursos, instrumentos o maquinas de guerra que utiliza. En el Estado moderno se realiza, pues, al máximo (y esto es lo esencial a su concepto mismo), la “separación” entre el cuadro administrativo (empleados u obreros administrativos) y los medios materiales de la administración. De este punto arranca la más reciente evolución que, ante nuestros ojos, intenta expropiar a este expropiador de los medios políticos y, por tanto, también del poder político. Esto es lo que ha hecho la revolución [Se refiere Weber a la revolución espartaquista de Alemania], al menos en la medida en que el puesto de las autoridades estatuidas ha sido ocupado por dirigentes que, por usurpación o por elección, se han apoderado del poder de disposición sobre el cuadro administrativo y los medios materiales de la administración y, con derecho o sin él, derivan su legitimidad de la voluntad de los dominados. Cuestión distinta es la de si sobre la base de su éxito, al menos aparente, esta revolución permite abrigar la esperanza de realizar también la expropiación dentro de la empresa capitalista, cuya dirección, pese a las grandes analogías existentes, se rige en último término por leyes muy distintas a las de la administración política. Sobre esta cuestión no vamos a pronunciarnos hoy. Para nuestro estudio retengo sólo lo puramente conceptual: que el Estado moderno es una asociación de dominación con carácter institucional que ha tratado, con éxito, de monopolizar dentro de un territorio la violencia física legítima como medio de dominación y que, a este fin, ha reunido todos los medios materiales en manos de su dirigente y ha expropiado a todos los funcionarios estamentales que antes disponían de ellos por derecho propio, sustituyéndolos con sus propias jerarquías supremas.
Ahora bien, en el curso de este proceso político de expropiación que, con éxito mudable, se desarrolló en todos los países del globo, han aparecido, inicialmente como servidores del príncipe, las primeras categorías de “políticos profesionales” en un segundo sentido, de gentes que no querían gobernar por sí mismas, como los caudillos carismáticos, sino que actuaban al servicio de jefes políticos. En las luchas del príncipe contra los estamentos se colocaron del lado de aquel e hicieron del servicio a esta política un medio para ganarse la vida, de una parte, y un ideal de vida, de la otra. De nuevo, es sólo en Occidente en donde encontramos este tipo de políticos profesionales. Aunque sirvieron también a otros poderes, y no sólo a los príncipes, fueron en el pasado el instrumento más importante del que éstos dispusieron para asentar su poder y llevar a cabo el proceso de expropiación a que antes aludíamos.
Aclaremos bien, antes de seguir adelante, lo que la existencia de estos “políticos profesionales” representa desde todos los puntos de vista. Se puede hacer “política” (es decir, tratar de influir sobre la distribución del poder entre las distintas configuraciones políticas y dentro de cada una de ellas) como político “ocasional”, como profesión secundaria o como profesión principal, exactamente lo mismo que sucede en la actividad económica. Políticos “ocasionales” lo somos todos nosotros cuando depositamos nuestro voto, aplaudimos o protestamos en una reunión “política”, hacemos un discurso “político” o realizamos cualquier otra manifestación de voluntad de género análogo, y para muchos hombres la relación con la política se reduce a esto. Políticos “semiprofesionales” son hoy, por ejemplo, todos esos delegados y directivos de asociaciones políticas que, por lo general, sólo desempeñan estas actividades en caso de necesidad, sin “vivir” principalmente de ellas y para ellas, ni en lo material ni en lo espiritual. En la misma situación se encuentran también los miembros de los Consejos de Estado y otros cuerpos consultivos que sólo funcionan cuando son requeridos para ello. Pero no sólo éstos; también son semiprofesionales ciertos grupos bastante numerosos de parlamentarios que solamente hacen política mientras está reunido en el Parlamento. En el pasado encontramos grupos de este tipo en los estamentos. Por “estamentos” entendemos el conjunto de poseedores por derecho propio de medios materiales para la guerra o para la administración, o de poderes señoriales a titulo personal. Una gran parte de estas personas estaba muy lejos de poner su vida al servicio de la política, ni por entero, ni principalmente, ni de cualquier forma que no fuese puramente circunstancial. Aprovechaban más bien su poder señorial para recibir rentas o beneficios, y sólo desarrollaban una actividad política, una actividad al servicio de la asociación política, cuando se lo exigían expresamente el señor o sus iguales. Tampoco es otra la situación de una parte de esas fuerzas auxiliares que el príncipe suscitó en su lucha por crear una empresa política propia, de la que sólo él pueda disponer. Así sucedía con los “consejeros áulicos” y, yendo aún más lejos, con una parte de los consejeros que integraban la “Curia” y otras corporaciones consultivas de los príncipes. Pero a los príncipes no les bastaba, naturalmente, con estos auxiliares ocasionales o semiprofesionales. Tenían que intentar la creación de un equipo dedicado plena y exclusivamente a su servicio, es decir, un cuadro de auxiliares profesionales. La procedencia de estos auxiliares, la capa social en donde fueron reclutados, habría de determinar muy esencialmente la estructura de las nacientes políticas dinásticas; y no sólo de ellas, sino también de toda la cultura a que en ellas se desarrolló. En la misma necesidad se vieron, y aún con mayor razón, aquellas asociaciones políticas que, habiendo eliminado por entero o limitado muy ampliamente el poder de los príncipes, se constituyeron políticamente en lo que se llaman comunidades “libres”; “libres” no en el sentido de estar libres de toda dominación violenta, sino en el de que en ellas no existía como fuente única de autoridad el poder del príncipe, legitimado por la tradición y, en la mayor parte de los casos, consagrado por la religión. Estas comunidades sólo nacen también en el Occidente y su germen es la ciudad como asociación política, la cual aparece por vez primera en el círculo cultural mediterráneo. ¿Cómo se presentan en todos estos casos los políticos “profesionales”?
Hay dos formas de hacer de la política una profesión. O se vive “para” la política o se vive “de” la política. La oposición no es en absoluto excluyente. Por el contrario, generalmente se hacen las dos cosas, al menos idealmente; y, en la mayoría de los casos, también materialmente. Quien vive “para” la política hace “de ello su vida” en un sentido íntimo; o goza simplemente con el ejercicio del poder que posee, o alimenta su equilibrio y su tranquilidad con la conciencia de haberle dado un sentido a su vida, poniéndola al servicio de “algo”. En este sentido profundo, todo hombre serio que vive para algo vive también de ese algo. La diferencia entre vivir para y el vivir de se sitúa, pues, en un nivel mucho más grosero, en el nivel económico. Vive “de” la política como profesión quien trata de hacer de ella una fuente duradera de ingresos; vive “para” la política quien no se halla en este caso. Para que alguien pueda vivir “para” la política en este sentido económico, y siempre que se trate de un régimen basado en la propiedad privada, tienen que darse ciertos supuestos, muy triviales, si ustedes quieren: en condiciones normales, quien así viva ha de ser económicamente independiente de los ingresos que la política pueda proporcionarle. Dicho de la manera más simple: tiene que tener un patrimonio o una situación privada que le proporcione entradas suficientes. Esto es al menos lo que sucede en circunstancias normales. Ni el séquito de los príncipes guerreros ni el de los héroes revolucionarios se preocupan para nada de las condiciones de una economía normal. Unos y otros viven del botín, el robo, las confiscaciones, las contribuciones o imponiendo el uso forzoso de medios de pago carentes de valor, procedimientos todos esencialmente idénticos. Sin embargo, éstos son, necesariamente, fenómenos excepcionales; en la economía cotidiana sólo el patrimonio posibilita la independencia. Pero con esto aún no basta. Quien vive para la política tiene que ser además económicamente “libre”, esto es, sus ingresos no han de depender del hecho de que él consagre a obtenerlos todo o una parte importante de su trabajo personal y sus pensamientos. Plenamente libre en este sentido es solamente el rentista, es decir, aquel que percibe una renta sin trabajar, sea que esa renta tenga su origen en la tierra, como es el caso de los señores del pasado o los terratenientes y los nobles de la actualidad (en la Antigüedad y en la Edad Media había también rentas procedentes de los esclavos y los siervos), sea que proceda de valores bursátiles u otras fuentes modernas. Ni el obrero ni el empresario (y esto hay que tenerlo muy en cuenta), especialmente el gran empresario moderno, son libres en este sentido. Pues también el empresario, y precisamente él, está ligado a su negocio y no es libre, y mucho menos el empresario industrial que el agrícola, dado el carácter estacional de la agricultura. Para él es muy difícil en la mayor parte de los casos hacerse representar por otro, aunque sea transitoriamente. Tampoco es libre, por ejemplo, el médico, y tanto menos cuanto más notable sea y más ocupado esté. Por motivos puramente técnicos se libera, en cambio, con mucha mayor facilidad el abogado, que por eso ha jugado como político profesional un papel mucho más importante que el médico y, con frecuencia, un papel resueltamente dominante. Pero no vamos a continuar con esta casuística. Lo que nos importa es poner en evidencia algunas consecuencias de esta situación.
La dirección de un Estado o de un partido por gentes que, en el sentido económico, viven para la política y no de la política, significa necesariamente un reclutamiento “plutocrático” de las capas políticamente dirigentes. Esta afirmación no implica, naturalmente, su inversa. El que tal dirección plutocrática exista no significa que el grupo políticamente dominante no trate también de vivir “de” la política y no acostumbre a utilizar también su dominación política para sus intereses económicos privados. Evidentemente, no se trata de eso. No ha existido jamás ningún grupo que, de una u otra forma, no lo haya hecho. Nuestra afirmación significa simplemente que los políticos profesionales de esta clase no están obligados a buscar una remuneración por sus trabajos políticos, cosa que, en cambio, deben hacer quienes carecen de medios. De otra parte, tampoco se quiere decir que los políticos carentes de fortuna se propongan solamente, y ni siquiera principalmente, atender a sus propias necesidades por medio de la política y no piensen principalmente “en la causa”. Nada sería más injusto. La experiencia enseña que para el hombre adinerado la preocupación por la seguridad de su existencia es, consciente o inconscientemente, un punto cardinal de toda su orientación vital. Como puede verse sobre todo en épocas extraordinarias, es decir, revolucionarias, el idealismo político totalmente desinteresado y exento de miras materiales es propio principalmente, si no exclusivamente, de aquellos sectores que, a consecuencia de su falta de bienes, no tienen interés alguno en el mantenimiento del orden económico de una determinada sociedad. Queremos decir únicamente que el reclutamiento no plutocrático del personal político, tanto de los jefes como de los seguidores, se apoya sobre el supuesto evidente de que la empresa política proporcionará a este personal ingresos regulares y seguros. La política puede ser “honoraria”, y entonces estará regida por personas que llamaríamos “independientes”, es decir, ricas, y sobre todo por rentistas; pero si la dirección política es accesible a personas carentes de patrimonio, éstas han de ser remuneradas. El político profesional que vive de la política puede ser un puro “prebendado” o un “funcionario” a sueldo. O recibe ingresos provenientes de tasas y derechos por servicios determinados (las propinas y cohechos no son más que una variante irregular y formalmente ilegal de este tipo de ingresos), o percibe un emolumento fijo en especie o en dinero, o en ambas cosas a la vez. Puede asumir el carácter de un “empresario”, como sucedía con el condottiero o el arrendatario o comprador de un cargo en el pasado y sucede hoy con el boss americano, que considera sus gastos como una inversión de capital a la que hará producir beneficios utilizando sus influencias. O recibe un sueldo fijo, como es el caso del redactor de un periódico político, o de un secretario de partido o de un ministro o funcionario político moderno. En el pasado, las remuneraciones típicas con que los príncipes, conquistadores o jefes de partidos triunfantes premiaron a sus seguidores fueron los feudos, las donaciones de tierras, las prebendas de todo género y, más tarde, con el desarrollo de la economía monetaria, las gratificaciones especiales. Lo que los jefes de partido dan hoy como pago de servicios leales son cargos de todo género en partidos, periódicos, hermandades, cajas del Seguro Social y organismos municipales o estatales. Toda lucha entre partidos persigue no sólo un fin objetivo sino también, y ante todo, el control en la distribución de los cargos. Todos los choques entre tendencias centralistas y particularistas en Alemania giran en torno al problema de quién ha de tener en sus manos la distribución de los cargos, los poderes de Berlín o los de Munich, Karlsruhe o Dresde. Los partidos políticos sienten más una reducción de su participación en los cargos que una acción dirigida contra sus propios fines objetivos. En Francia, un cambio político de prefectos es considerado siempre como una revolución mayor y arma mucho más ruido que una modificación del programa gubernamental, que tiene un significado casi exclusivamente fraseológico. Ciertos partido, como, por ejemplo, los americanos, se han convertido, desde que desaparecieron las viejas controversias sobre la interpretación de la Constitución, en partidos cazadores de cargos, que cambian su programa objetivo de acuerdo con las posibilidades de captar votos. Hasta hace pocos años, en España se alternaban los dos grandes partidos, mediante “elecciones” fabricadas por el poder y siguiendo un turno fijo convencionalmente establecido para proveer con cargos a sus respectivos seguidores. En las antiguas colonias españolas, tanto con las “elecciones” como con las llamadas “revoluciones”, de lo que se trata siempre es de los pesebres estatales, en los que los vencedores desean saciarse. En Suiza los partidos se reparten pacíficamente los cargos en proporción a sus respectivos votos, y algunos de nuestros proyectos constitucionales “revolucionarios”, por ejemplo, el primero que se confeccionó para Baden, quisieron extender este sistema a los cargos ministeriales, tratando al Estado y los cargos estatales como si fueran simplemente instituciones para la distribución de prebendas. Sobre todo el Partido del Centro se entusiasmó tanto con el sistema que, en Baden, convirtió en principio programático la distribución proporcional de los cargos entre las distintas confesiones, es decir, sin tomar en consideración ni siquiera el éxito de cada partido. Con el incremento en el número de cargos a consecuencia de la burocratización general y la creciente apetencia de ellos como un modo específico de asegurarse el porvenir, esta tendencia aumenta en todos los partidos, que, cada vez más, son vistos por sus seguidores como un medio para lograr el fin de procurarse un cargo.
A esta tendencia se opone, sin embargo, la evolución del funcionariado moderno, que se va convirtiendo en un conjunto de trabajadores intelectuales altamente especializados mediante una larga preparación y con un honor estamental muy desarrollado, cuyo valor supremo es la integridad. Sin este funcionariado se cernería sobre nosotros el riesgo de una terrible corrupción y una incompetencia generalizada, e incluso se verían amenazadas las realizaciones técnicas del aparato estatal, cuya importancia para la economía aumenta continuamente y aumentará aún más gracias a la creciente socialización. La administración de aficionados basada en el spoils system que, en los Estados Unidos, permitía cambiar cientos de miles de funcionarios, incluidos los repartidores de Correos, según el resultado de la elección presidencial, y no conocía el funcionario profesional vitalicio, está ya, desde hace mucho tiempo, muy disminuida por la Civil Service Reform. Necesidades puramente técnicas e ineludibles de la administración impulsan esta evolución. A lo largo de un desarrollo que dura ya quinientos años, el funcionariado especializado según la división del trabajo ha ido creciendo paulatinamente en Europa. La evolución se inicia en las ciudades y señorías italianas y, entre las monarquías, en los Estados creados por los conquistadores normandos. El paso decisivo se dio en la administración financiera de los príncipes. En las reformas administrativas del emperador Max podemos ver cuán difícil les resultaba a los funcionarios, incluso en momentos de apuro exterior y dominación turca, desposeer al príncipe de sus poderes en este terreno de las finanzas, que es el que peor soporta el diletantismo de un gobernante que, además, en esa época era sobre todo un caballero. El desarrollo de la técnica bélica hizo necesario el oficial profesional, y el refinamiento del procedimiento jurídico hizo necesario el jurista competente. En estos tres campos el funcionamiento profesional ganó ya la batalla dentro de los Estados más desarrollados, en el siglo XVI. De este modo se inician simultáneamente el predominio del absolutismo del príncipe sobre los estamentos y la paulatina abdicación que aquél hace de su autocracia a favor de los funcionarios profesionales, cuyo auxilio le era indispensable para vencer al poder estamental.
Simultáneamente con el ascenso del funcionariado profesional se opera también, aunque de modo mucho más difícilmente perceptible, la evolución de los “políticos dirigentes”. Claro está que desde siempre y en todo el mundo habían existido esos consejeros objetivamente cualificados de los príncipes. La necesidad de descargar en lo posible al sultán de la responsabilidad personal por el éxito de la gestión gubernamental había originado en el Oriente la típica figura del “gran visir”. En Occidente, en la época de Carlos V, que es también la época de Maquiavelo, y por influjo sobre todo de los informes de los embajadores venecianos, apasionadamente leídos en los círculos diplomáticos, la diplomacia fue la primera en un arte conscientemente cultivado. Sus adeptos, en su mayoría humanistas, se trataban entre sí como profesionales iniciados, del mismo modo que sucedía entre los estadistas humanistas chinos en el último periodo de la división del Imperio en Estados. La necesidad de confiar la dirección formalmente unificada de toda la política, incluida la interna, a un solo estadista dirigente sólo apareció, sin embargo, de manera definitiva e imperiosa, con la evolución constitucional. Hasta entonces habían existido siempre, naturalmente, personalidades aisladas que actuaban como consejeros o, más exactamente, que actuaban de hecho como guías de los príncipes. Pero, incluso en los Estados más adelantados, la organización de los poderes inicialmente otros caminos. Habían aparecido autoridades administrativas supremas de tipo colegiado. En teoría y, de modo paulatinamente decreciente, también en la práctica, estas magistraturas colegiadas sesionaban bajo la presencia personal del príncipe, que era quien tomaba la decisión. Con este sistema colegiado, que conducía necesariamente a dictámenes, contradictámenes y votos motivados de la mayoría y la minoría, y, más tarde, con la creación de un consejo integrado por hombres de su confianza (el “gabinete”), que actuaban paralelamente a las autoridades oficiales y canalizaba sus decisiones sobre las propuestas del Consejo de Estado (o como en cada caso se llamase la suprema magistratura del Estado), trató de escapar el príncipe, cada vez más en situación de diletante, a la creciente e inevitable presión de los funcionarios profesionales, manteniendo en sus propias manos la dirección suprema. En todas partes se produjo esta lucha latente entre la autocracia y el funcionariado profesional. Sólo al enfrentarse con el Parlamento y las aspiraciones de los jefes de partido al poder se modificó la situación. Condiciones muy distintas condujeron, sin embargo, a un resultado exteriormente idéntico, aunque, por supuesto, con ciertas diferencias. Allí en donde, como sucedió en Alemania, la dinastía conservó en sus manos un poder real, los intereses del príncipe quedaron solidariamente vinculados con los del funcionariado frente al Parlamento y sus deseos de poder. Los funcionarios estaban interesados en que incluso los puestos directivos, es decir, los ministerios, se cubrieran con hombres procedentes de sus filas, fueran cargos a cubrir por el ascenso de los funcionarios. El monarca, por su parte, estaba también interesado en poder nombrar los ministros a su gusto y de entre los funcionarios que le tenían devoción. Al mismo tiempo, ambas partes tenían interés en que, frente al Parlamento, la dirección política apareciese unificada y cerrada; o lo que es lo mismo, tenían interés en sustituir el sistema colegiado por un único jefe de gabinete. Para mantener formalmente a salvo de luchas entre los partidos y de los ataques partidistas, el monarca necesitaba además de una persona que asumiera la responsabilidad, cubriéndole a él, es decir, una persona que tomase la palabra en el Parlamento, se le enfrentara y tratara con los partidos. Todos estos intereses se conjugaron aquí para actuar en la misma dirección y producir un ministro –funcionario individualizado y con funciones de dirigente supremo-. Con mayor fuerza aún llevó hacia la unificación del desarrollo del poder parlamentario allí en donde, como ocurrió en Inglaterra, logró el Parlamento imponerse al monarca. Aquí el gabinete, teniendo a su frente al dirigente parlamentario, al leader, se desarrolló como una comisión del partido mayoritario, poder ignorado por las leyes oficiales pero que era el único poder políticamente decisivo. Los cuerpos colegiados oficiales no eran, en cuanto tales, órganos de poder realmente dominante de los partidos, y no podían ser, por tanto, titulares del verdadero gobierno. Para afirmar su poder en lo interno y poder llevar a cabo una política de altos vuelos en lo externo, un partido dominante necesitaba, por el contrario, un órgano enérgico, digno de su confianza e integrado solamente por sus verdaderos dirigentes; este órgano era precisamente el gabinete. Al mismo tiempo, frente al público, y sobre todo frente al público parlamentario, necesitaba un jefe responsable de todas las decisiones: el jefe de gabinete. Este sistema inglés de los ministerios parlamentarios fue así trasladado al continente. Sólo en América y en las democracias que recibieron su influencia se constituyó, frente a este sistema, otro distinto en el cual el jefe del partido victorioso es situado, mediante elección popular directa, a la cabeza de un equipo de funcionarios nombrados por él mismo y queda desligado de la aprobación parlamentaria salvo por lo que toca al presupuesto y a la legislación.
La transformación de la política en una “empresa”, que hizo necesaria una preparación metódica de los individuos para la lucha por el poder y sus métodos como la que llevaron a cabo los partidos modernos, determinó la división de los funcionarios públicos en dos categorías bien distintas aunque no tajantes: funcionarios profesionales, de una parte, y “funcionarios políticos” de la otra. A los funcionarios “políticos” en el verdadero sentido de la palabra cabe identificarlos exteriormente por el hecho de que pueden ser trasladados o destituidos a placer, o “colocados en situación de disponibilidad”, como sucede con los prefectos franceses y los funcionarios semejantes de otros países, en diametral oposición con la “independencia” de los funcionarios judiciales. En Inglaterra son funcionarios políticos todos aquellos que, según una convención firmemente establecida, cesan en sus cargos cuando cambia la mayoría parlamentaria y, por tanto, el gabinete. Entre los funcionarios políticos suelen contarse especialmente aquellos a quienes está atribuido el cuidado de la “administración interna” en general; parte integrante principal de esta competencia es la tarea “política” de mantener el “orden”, es decir, las relaciones de dominación existentes. Tras el decreto de Puttkamer, estos funcionarios tenían en Prusia la obligación disciplinaria de “representar la política del Gobierno”, y eran utilizados como aparato oficial para influir en las elecciones, lo mismo que sucedía con los prefectos franceses. En el sistema alemán, a diferencia de lo que ocurre en los demás países, la mayoría de los funcionarios “políticos” estaban sujetos a las mismas normas que los demás funcionarios en lo que respecta a la adquisición de sus cargos, para la cual se requería, como norma general, un título académico, pruebas de capacitación y un determinado tiempo de servicio previo. Los únicos que, entre nosotros, carecen de esta característica distintiva del moderno funcionariado profesional son los jefes del aparato político, los ministros. Bajo el antiguo régimen se podía ser ministro de Educación de Prusia sin haber pisado jamás un centro de enseñanza superior, mientras que, en principio, para ser consejero era requisito ineludible el haber aprobado las pruebas prescritas. Es evidente que, por ejemplo, cuando Althoff era ministro de Instrucción de Prusia, los funcionarios profesionales, como el consejero o el jefe de sección, estaban infinitamente mejor informados que su jefe sobre los verdaderos problemas técnicos del ramo. Lo mismo sucedía en Inglaterra. En consecuencia eran estos funcionarios también los que tenían un poder real frente a las necesidades cotidianas, cosa que no es en sí misma ninguna insensatez. El ministro era simplemente el representante de la constelación de poderes políticos existentes, y su función era la de defender las medidas políticas que estos poderes determinasen, resolver conforme a estas las propuestas de los especialistas que le estaban subordinados e impartir a éstos las correspondientes directrices de orden político.
Exactamente lo mismo ocurre en una empresa económica privada. El verdadero “soberano”, la asamblea de accionistas, está privada de influencia sobre la dirección de la empresa como un “pueblo” regido por funcionarios profesionales. A su vez, las personas que determinan la política de la empresa, los integrantes del “Consejo de Administración”, dominado por los bancos, se limitan a dar las directrices económicas y a designar a las personas que han de administrarlas, sin ser capaces, sin embargo, de dirigirla técnicamente por sí mismos. Hasta ahora tampoco ha innovado nada fundamental a este respecto la estructura actual del Estado revolucionario, que ha entregado el poder sobre la administración a unos diletantes puros que disponían de las ametralladoras y querrían utilizar a los funcionarios profesionales sólo como mente y brazo ejecutor. La dificultades de este nuevo tipo de Estado son otras, y no hemos de ocuparnos aquí de ellas.
La cuestión que ahora nos interesa es la de cuál sea la figura típica del político profesional, tanto la del “caudillo” como la de sus seguidores. Esta figura ha cambiado con el tiempo y se nos presenta hoy además bajo muy distintos aspectos.
En el pasado, como antes veíamos, han surgido “políticos profesionales” al servicio del príncipe en su lucha frente a los estamentos. Veamos brevemente cuáles fueron los tipos principales de esta especie.
Frente a los estamentos, el príncipe se apoyó sobre capas sociales disponibles de carácter no estamental. A estas capas pertenecían en primer lugar los clérigos, y eso tanto en las Indias Occidentales y Orientales como en la Mongolia de los lamas, las tierras budistas de China y el Japón y los reinos cristianos de la Edad Media. La razón de la importancia que como consejeros del príncipe alcanzaron los brahmanes, los sacerdotes budista, los lamas y los obispos y sacerdotes cristianos radica en el hecho de que podía estructurarse con ellos un cuadro administrativo capaz de leer y escribir, susceptible de ser empleado en la lucha del emperador, o del príncipe o del khan, contra la aristocracia. A diferencia de lo que sucedía con el feudatario, el clérigo, y sobre todo el clérigo célibe, está apartado del juego de los interese políticos y económicos normales y no siente la tentación de crear para sus descendientes un poder político propio frente al señor. Sus propias cualidades estamentales lo “separan” de los medios materiales de la administración del príncipe.
Una segunda capa del mismo género era la de los literatos con formación humanística. Hubo un tiempo en que se aprendía a componer discursos latinos y versos griegos para llegar a ser consejero político y, sobre todo, historiógrafo político de un príncipe. Éste fue el tiempo en que florecieron las primeras escuelas de humanistas y los príncipes fundaron las primeras cátedras de “poética”. Entre nosotros esta época pasó muy rápidamente, y aunque modeló de forma duradera nuestro sistema de enseñanza, no ha tenido consecuencias políticas profundas. Muy distinto fue lo que sucedió en el Extremo Oriente. El mandarín chino es (o mejor, fue originariamente) lo que fue el humanista de nuestro Renacimiento: un literato humanísticamente formado como conocedor de los monumentos literarios del pasado remoto. Leyendo el diario de Li Hung Tchang nos encontramos con que lo que más le enorgullecía era el escribir poemas y ser buen calígrafo. Este grupo social, con sus convencionalismos construidos sobre el modelo de la China antigua, ha determinado todo el destino de ese país, y tal hubiera sido también quizás nuestro destino si los humanistas hubieran tenido en su época la más mínima de lograr el mismo éxito que aquéllos alcanzaron.
La tercera capa fue la nobleza cortesana. Una vez que consiguieron desposeer a la nobleza de su poder político estamental, los príncipes la atrajeron a la corte y la emplearon en el servicio político y diplomático. El cambio de orientación de nuestro sistema de enseñanza en el siglo XVII estuvo determinado por el hecho de que, en lugar de los literatos humanistas, entraron al servicio del príncipe políticos profesionales procedentes de la nobleza cortesana.
La cuarta categoría está constituida por una figura específicamente inglesa: un patriciado que agrupa tanto a la pequeña nobleza como a los rentistas de las ciudades y que es conocida técnicamente por el nombre de gentry. Originariamente el príncipe se atrajo a este grupo social para oponerlo a los barones, y entregó a sus miembros los cargos del selfgovernment para irse haciendo cada vez más dependiente de ellos con posterioridad. La gentry retuvo todos los cargos de la administración local, desempeñándolos gratuitamente en interés de su propio poder social. Así ha preservado a Inglaterra de la burocratización que ha sido el destino de todos los Estados continentales.
Una quinta capa, propia sobre todo del continente europeo y de decisiva importancia para su estructura política, fue la de los jurista universitarios. En nada se manifiesta con mayor claridad la poderosa influencia del Derecho romano, tal como lo configuró el burocratizado Imperio tardío, que el hecho de que sean los juristas universitarios los que lleven a cabo la transformación de la empresa política para convertirla en Estado racionalizado. También en Inglaterra ocurrió así, aunque allí las grandes corporaciones nacionales de juristas estorbaron la recepción del Derecho romano. En ningún otro lugar del planeta se encuentra un fenómeno análogo. Ni los elementos de un pensamiento jurídico racional en la escuela Mimamsa de la India ni el culto al pensamiento jurídico antiguo en el Islam pudieron impedir la sofocación del pensamiento jurídico racional por el pensamiento teológico. Sobre todo no lograron racionalizar por entero el procedimiento. Esto sólo se ha conseguido merced a la recepción por los juristas italianos de la antigua jurisprudencia romana, producto de una forma política totalmente única que nace como ciudad-Estado para convertirse en Imperio mundial. Junto con esta recepción han coadyuvado también a ese fin, por supuesto, el usus modernus de los canonistas y pandectistas de la Baja Edad Media y la teorías jusnaturalistas, nacidas del pensamiento cristiano y secularizadas después. Los grandes representantes de este racionalismo jurídico han sido el podestà italiano, los juristas del rey, en Francia, que crearon los medios formales de que el poder real se valió para acabar con la dominación de los señores, los canonistas y teólogos jusnaturalistas del conciliarismo, los juristas cortesanos y los ilustrados jueces de los príncipes continentales, los monarcómacos y los teóricos del Derecho natural en Holanda, los juristas de la Corona y del Parlamento en Inglaterra, la noblesse de robe de los Parlamentos franceses y, por último, los abogados de la época de la Revolución. Sin este racionalismo no son imaginables ni el Estado absoluto ni la Revolución. Tanto las representaciones de los Parlamentos franceses como los Cahiers de los Estados Generales de Francia, desde el siglo XVI hasta 1789, están repletos del espíritu de los juristas. Al examinar la profesión de los miembros de la Convención francesa, elegidos todos ellos de acuerdo a las mismas normas, nos encontramos con un solo proletario, muy escasos empresarios burgueses y una gran masa de juristas de todas clases, sin los cuales sería impensable el espíritu específico que animó a estos intelectuales radicales y sus proyectos. A partir de entonces la figura del abogado moderno va estrechamente unida con la moderna democracia. Y de nuevo nos encontramos con que abogados en este sentido, como estamento independiente, existe sólo en Occidente y sólo desde la Edad Media, cuando, bajo la influencia de la racionalización del procedimiento, empezaron a convertirse en tales los “interceptores” del formalista procedimiento germánico.
La importancia de los abogados en la política occidental desde que se constituyeron los partidos no es, en modo alguno, casual. Una empresa política llevada a cabo a través de los partidos quiere decir, justamente, empresa de interesados, y pronto veremos lo que esto significa. La función del abogado es la de dirigir con eficacia un asunto que los interesados le confían, y en esto, como la superioridad de la propaganda enemiga nos ha enseñado, el abogado es superior a cualquier “funcionario”. Puede hacer triunfar un asunto apoyado en argumentos lógicos débiles y en este sentido “malo”, convirtiéndolo así en asunto técnicamente “bueno”. Más de una vez, en cambio, hemos tenido que presenciar cómo el funcionario metido a político convierte en “malo” con su gestión técnicamente “mala” un asunto que en ese sentido era “bueno”. La política actual se hace, cada vez más, de cara al público y, en consecuencia, utiliza como medio la palabra hablada y escrita. Pesar las palabras es tarea central y peculiarísima del abogado, pero no del funcionario que ni es un demagogo ni, de acuerdo con su naturaleza, debe serlo y que, además, suele ser un pésimo demagogo cuando, pese a todo, intenta serlo.
Si ha de ser fiel a su verdadera vocación (y esto es decisivo para juzgar a nuestro anterior régimen), el auténtico funcionario no debe hacer política, sino limitarse a “administrar”, sobre todo imparcialmente. Esta afirmación es también válida, oficialmente al menos, para el funcionario político mientras no esté en juego la “razón de Estado”, es decir, los intereses vitales del orden predominante. El funcionariado ha de desempeñar su cargo sine ira et studio, sin ira y sin prevención. Lo que le está vedado es, pues, precisamente aquello que siempre y necesariamente tienen que hacer los políticos, tanto los jefes como sus seguidores. Parcialidad, lucha y pasión (ira et studio) constituyen el elemento político y sobre todo del caudillo político. Toda la actividad de éste está colocada bajo un principio de responsabilidad distinto y aun opuesto al que orienta la actividad delk funcionario. El funcionario se honra con su capacidad de ejecutar precisa y concienzudamente, como si respondiera a sus propias convicciones, una orden de la autoridad superior que a él le parece falsa, pero en la cual, pese a sus observaciones, insiste la autoridad, sobre la que el funcionario descarga, naturalemente, toda la responsabilidad. Sin esta negación de sí mismo y esta disciplina ética, en el más alto sentido de la palabra, se hundiría toda la maquinaria de la Administración. El honor del caudillo político, es decir, del estadista dirigente, está, por el contrario, en asumir personalmente la responsabilidad de todo lo que hace, responsabilidad que no puede rechazar o arrojar a otro. Los funcionarios con un alto sentido ético, tales como los que desgraciadamente han ocupado entre nosotros una y otra vez cargos directivos, son precisamente malos políticos, irresponsables en sentido político y por tanto, desde este punto de vista, éticamente detestables. Es esto lo que llamamos “gobierno de funcionarios”, y no es arrojar ninguna mancha sobre el honor de nuestro funcionariado el decir que, considerado desde el punto de vista del éxito conseguido, este sistema es políticamente falso. Pero volvamos de nuevo a los diferentes tipos de políticos.
Desde la aparición del Estado constitucional y más completamente desde la instauración de la democracia, el “demagogo” es la figura típica del jefe político en Occidente. Las resonancias desagradables de esta palabra no deben hacer olvidar que no fue Cleón, sino Pericles, el primero en llevar este nombre. Sin cargo alguno u ocupando el único cargo electivo existente (en las democracias antiguas todos los demás cargos se cubrían por sorteo), el de estratega supremo. Pericles dirigió la soberana ecclesia del demos ateniense. La demagogia moderna se sirve también del discurso, pero aunque utiliza el discurso en cantidades aterradoras (basta pensar en la cantidad de discursos electorales que ha de pronunciar cualquier candidato moderno), su instrumento permanente es la palabra impresa. El publicista político, y sobre todo el periodista, son los representantes más notables de la figura del demagogo en la actualidad.
Sería imposible intentar en esta conferencia ni siquiera un esbozo de la sociología del periodismo moderno, tema que constituye, desde cualquier punto de vista que consideremos, un capítulo aparte. Sí nos son necesarias, sin embargo, unas pocas observaciones al asunto. El periodista comparte con todos los demás demagogos, así como también (al menos en el continente, a diferencia de lo que ocurre en Inglaterra y ocurría antes en Prusia) con el abogado y el artista, el destino de escapar a toda clasificación precisa. Pertenece a una especie de casta paria que la “sociedad” juzga siempre de acuerdo con el comportamiento de sus miembros moralmente peores. Así logran curso las más extrañas ideas acerca de los periodistas y de su trabajo. No todo el mundo se da cuenta de que, aunque producida en circunstancias muy distintas, una obra periodística realmente “buena” exige al menos tanto espíritu como cualquier otra obra intelectual, sobre todo si se piensa que hay que realizarla aprisa, por encargo y para que surta efectos inmediatos.. Como lo que se recuerda es, naturalmente, la obra periodística irresponsable, a causa de sus funestas consecuencias, pocas gentes saben apreciar que la responsabilidad del periodista es mucho mayor que la del sabio y que, por término medio, el sentido de la responsabilidad del periodista honrado en nada le cede al de cualquier otro intelectual. Nadie quiere creer que, por lo general, la discreción del buen periodista es mucho mayor que la de las demás personas, y sin embargo así es. Las tentaciones incomparablemente más fuertes que rodean esta profesión, junto con todas las demás condiciones en que desarrolla la actividad del periodismo moderno, originaron consecuencias que han acostumbrado al público a considerar la prensa con una mezcla de desprecio y de lamentable cobardía. No podemos ocuparnos hoy de lo que habría que hacer al respecto. Lo que aquí nos interesa es la cuestión del destino político de los periodistas, de sus posibilidades de llegar a puestos directivos. Hasta ahora esto sólo ha sido posible dentro del partido socialdemócrata, y aun dentro de él los puestos de redactores eran más bien puestos de funcionarios y no escalones para conquistar una jefatura.
En los partidos burgueses, las posibilidades de llegar hasta el poder por este camino son ahora menores, en general, de lo que eran en la pasada generación. Naturalmente, todo político de importancia tenía necesidad de influencia sobre la prensa y de conexiones con ella, pero no cabía esperar que, salvo excepciones, salieran de entre sus filas los jefes de partido. La razón de esto hay que buscarla en la creciente falta de libertad del periodista, especialmente del periodista falto de recursos y en consecuencia ligado a su profesión, determinada por el inaudito incremento en actualidad e intensidad de la empresa periodística. La necesidad de ganarse el pan con artículos diarios o semanales es para el político un grillo que estorba el movimiento, y conozco ejemplos de hombres nacidos para mandar a quienes esa necesidad ha frenado en el camino hacia el poder, creándoles inconvenientes externos y, sobre todo, obstáculos de orden interno. Cierto es que, bajo el antiguo régimen, las relaciones de la prensa con los poderes del Estado y los partidos eran sumamente nocivas para el periodismo, y este tema requería un capítulo aparte. Cierto también que en los países enemigos estas relaciones eran muy otras. Pero también para ellos, como para todos los Estados modernos, parece válida la afirmación de que el trabajador del periodismo tiene cada vez menos influencia política, en tanto que el magnate capitalista de la prensa (del tipo, por ejemplo, de un lord Northcliffe) tiene cada vez más.
Entre nosotros, los grandes consorcios capitalistas de la prensa, que se habían apoderado sobre todo de los periódicos con “anuncios por palabras”, cultivaban con sumo cuidado la indiferencia política. Con una política independiente no tenían nada que ganar y corrían, en cambio, el riesgo de perder la benevolencia económicamente rentable de los poderes políticos establecidos. El negocio de los anuncios pagados ha sido así el camino por el que, durante la guerra, se intentó, y aparentemente continúa intentándose hoy aún, ejercer sobre la prensa una influencia política de gran estilo. Aunque hay que esperar que la gran prensa logrará sustraerse a esa influencia, la situación es mucho más difícil para los pequeños periódicos. En todo caso, y sea cual fuere su atractivo y capacidad para dar a quien la sigue influencia, posibilidades de acción y, sobre todo, responsabilidad política, la carrera periodística no es actualmente (quizás debiera decirse que no es ya, o que no es todavía) en nuestro país una vía normal para ascender a la jefatura política. Resulta difícil decir si esta situación cambiaría o no con el abandono del principio del anonimato, que muchos periodistas, aunque no todos ellos, consideran necesario. La experiencia que la prensa alemana nos ha ofrecido durante la guerra, confiando la “dirección” de ciertos periódicos a escritores cualificados que firmaban siempre con su propio nombre, ha evidenciado con algunos casos bien conocidos que desgraciadamente no es tan seguro como podría pensarse que por este camino se consiga un más elevado sentido de la responsabilidad. Sin que quepa hacer diferencia entre los partidos, fueron en gran parte los periódicos de peor fama los que intentaron y consiguieron una mayor tirada siguiendo este camino. Las personas que así actuaron, editores y reporteros sensacionalistas, tal vez hayan conseguido de este modo dinero, pero seguramente no han conseguido honra. No cabe, sin embargo, apoyarse en esta experiencia para oponerse al principio; la cuestión es muy complicada y ese fenómeno no tiene validez general. Hasta ahora, no obstante, no ha sido éste el camino hacia la autentica jefatura o la empresa política responsable, y no puede predecirse cómo se configurarán las cosas en el futuro. Lo cierto es que la carrera periodística continúa siendo una de las más importantes vías para la profesionalidad política. Vía que no para todo el mundo es factible y menos que para nadie para los caracteres débiles, especialmente para aquellos que sólo logran su equilibrio interno cuando ocupan una situación estamental bien asegurada. Aunque también la vida del hombre de ciencia es en sus comienzos azarosa, éste encuentra en su torno al menos una serie de convencionalismos estamentales definidos que le ayudan a no descarriarse. La vida del periodista, por el contrario, es azarosa desde todos los puntos de vista y está rodeada de una condiciones que ponen a prueba la seguridad interna como quizás no lo hace ninguna otra situación. Y tal vez no sean lo peor de ella las experiencias frecuentemente amargas de la vida profesional. Son precisamente los periodistas triunfantes los que se ven situados ante retos especialmente difíciles. No es ninguna bagatela eso de moverse en los salones de los grandes de este mundo, en pie de igualdad con ellos y, frecuentemente incluso, rodeado de halagos, originados en el temor, sabiendo al mismo tiempo que apenas haya uno salido, tal vez el anfitrión tenga que excusarse ante sus demás invitados por tratar a los “pillos de la prensa”. Como tampoco es ciertamente ninguna bagatela la obligación de tenerse que pronunciar rápida y convincentemente sobre todos y cada uno de los asuntos que el “mercado” reclama, sobre todos los problemas imaginables, eludiendo caer no sólo en la superficialidad absoluta, sino también en la indignidad del exhibicionismo con todas sus amargas consecuencias. Lo asombroso no es que haya muchos periodistas humanamente descarriados o despreciables, sino que, pese a todo, se encuentre entre ellos un número mucho mayor de lo que la gente cree de hombres valiosos y realmente auténticos.
Mientras que el periodista como tipo de político profesional tiene ya un pasado apreciable, la figura del funcionario de partido se ha desarrollado solamente en los últimos decenios y, en parte, sólo en los últimos años. Tenemos que dirigir ahora nuestra atención a los partidos y a su organización para comprender esta figura en su evolución histórica.
En todas las asociaciones políticas medianamente extensas, es decir, con territorio y tareas superiores a los de los pequeños cantones rurales, en las que se celebren elecciones periódicas para designar a los titulares del poder, la empresa política es necesariamente una empresa de interesados. Queremos decir con esto que los primariamente interesados en la vida política, en el poder político, reclutan libremente a grupos de seguidores, se presentan ellos mismos o presentan a sus protegidos como candidatos a las elecciones, reúnen los medios económicos necesarios y tratan de ganarse los votos. No es imaginable que en las grandes asociaciones puedan realizarse elecciones prescindiendo de esta empresas, en general adecuadas a su fin. Prácticamente esto significa la división de los ciudadanos con derecho a voto en elementos políticamente activos y políticamente pasivos, pero como esa diferenciación arranca de la voluntad de cada cual es imposible eliminarla por medios tales como los del voto obligatorio o la representación “corporativa”, o cualquier otro que explícita o implícitamente se proponga ir contra esta realidad, es decir, contra la dominación de los políticos profesionales. Jefatura y militancia como elementos activos para el reclutamiento libre de nuevos miembros y, a través de éstos, del electorado pasivo, a fin de conseguir la elección del jefe, son elementos vitales necesarios de todo partido. Éstos difieren, sin embargo, unos de otros en cuanto a estructura. Así, por ejemplo, los “partidos” de las ciudades medievales, como los güelfos y gibelinos, eran séquitos puramente personales. Al estudiar cada Statuto della parte Guelfa, la confiscación de los bienes de los nobili (originariamente se consideraban nobili todas aquellas familias que vivían al modo caballeresco y podían, por tanto, recibir un feudo), que estaban también excluidos de los cargos y del derecho a voto, los comités interlocales del partido, sus rígidas organizaciones militares y los premios para los denunciantes, se siente uno tentado de pensar en el bolchevismo con sus soviets, sus organizaciones cuidadosamente seleccionadas de milicia y (sobre todo en Rusia) de espionaje, sus confiscaciones, el desarme y la privación de derechos políticos a los “burgueses”, es decir, a los empresarios, comerciantes, rentistas, clérigos, miembros de la dinastía depuesta y agentes de policía. Más impresionante resulta aun la analogía si se tiene en cuenta que, de una parte, la organización militar de aquel partido güelfo era una pura milicia de caballeros en la que sólo entraban quienes lo eran y que casi todos los cargos dirigentes fueron ocupados por nobles y que, de la otra, los soviets han mantenido al empresario bien retribuido, el salario a destajo, el trabajo en cadena y la disciplina militar y laboral o, más exactamente, han introducido de nuevo todas estas instituciones y se han puesto a buscar capital extranjero; que, en una palabra, para mantener al funcionamiento del Estado y de la economía han tenido que aceptar de nuevo todas aquellas instituciones que ellos combatieron como burguesas e incluso han recurrido de nuevo a los agentes de la antigua Okrana como instrumento principal de su poder. Pero de lo que aquí tenemos que ocuparnos no es de estos aparatos de fuerza, sino de los políticos profesionales que intentan conquistar el poder a través del prosaico y “pacífico” reclutamiento del partido en el mercado electoral.
También estos partidos, en el sentido que hoy damos a la palabra, fueron originariamente (así, por ejemplo, en Inglaterra) simples séquitos de la aristocracia. Cada vez que un par cambiaba de partido, pasaba también al nuevo partido todos los que de él dependían. Hasta la promulgación del Reformbill, las grandes familias de la nobleza, incluida la familia real, tenían el patronato de un inmenso número de distritos electorales. Próximos a estos partidos de la aristocracia estaban los partidos de notables que en todas partes surgieron con la toma del poder por la burguesía. Bajo la dirección espiritual de los grupos intelectuales típicos del Occidente, los grupos sociales con “educación y bienes” se dividieron en partidos, determinados en parte por diferencias de clase, en parte por tradiciones de familia y en parte por razones puramente ideológicas. Clérigos, maestros, profesores, abogados, médicos, farmacéuticos, agricultores ricos, fabricantes y, en Inglaterra, todo ese grupo social que se incluye entre los gentlemen constituyeron en un primer momento asociaciones ocasionales o, en todo caso, clubs políticos locales; en momentos de crisis se les sumó la pequeña burguesía y, ocasionalmente, incluso el proletariado, cuando contó con caudillos que, por regla general, no procedían de sus filas. En este estadio de desarrollo todavía no existen en el país los partidos como asociaciones permanentes con organización interlocal. La unión entre los distintos grupos locales está asegurada solamente por los parlamentarios, y los notables de cada localidad tienen una influencia decisiva en la proclamación de candidatos. Los programas nacen, en parte, de las declaraciones propagandísticas de los candidatos, y en parte, de la adhesión a los congresos de notables y a las resoluciones de los grupos parlamentarios. La dirección del club o donde, como en la mayoría de los casos, éste no existe, la gestión no organizada de la empresa política queda en manos de las pocas personas que, en tiempos normales, se interesan permanentemente en ella, para las cuales se trata de un trabajo ocasional que desempeñan como profesión secundaria o simplemente a título honorífico. Sólo el periodista es político profesional y sólo la empresa periodística es, en general, una empresa política permanente. Junto a ella no existe más que la sesión parlamentaria. Por supuesto, los parlamentarios y sus dirigentes sabían bien a qué notable local habían de dirigirse cuando parece deseable una determinada acción política. Sólo en las grandes ciudades existen, sin embargo, círculos partidistas que reciben aportaciones moderadas de sus miembros y celebran reuniones periódicas y asambleas públicas para escuchar los informes de los diputados. La vida activa se reduce a la época de las elecciones.
La fuerza que impulsa el establecimiento de vínculos más firmes entre los distintos núcleos que configuran el partido es el interés de los parlamentarios por hacer posibles compromisos electorales interlocales y por disponer de la fuerza que suponen una agitación unificada y un programa también unificado y conocido en amplios sectores de todo el país. El partido continúa, sin embargo, teniendo el carácter de simple asociación de notables, aun cuando exista ya una red de círculos partidistas, incluso en las ciudades medianas, y un conjunto de “hombres de confianza” que abarcan todo el país y con los cuales puede mantener correspondencia permanente un miembro del Parlamento como dirigente de la oficina central del partido. Fuera de esta oficina central no existen aún funcionarios pagados. Los círculos locales están dirigidos por personas “bien vistas” que ocupan este puesto a causa de la estimación de que, por distintas razones, son objeto. Son éstos los notables extraparlamentarios, que disponen de una influencia paralela a la del grupo de notables políticos que ocupan un puesto como diputados en el Parlamento. El alimento espiritual para la prensa y las asambleas locales lo proporciona cada vez en mayor medida la correspondencia editada por el partido. Las contribuciones regulares de los miembros se hacen indispensables y con una parte de ellas se atiende a los gastos del organismo central. En este estadio se encontraban no hace aún mucho la mayor parte de los partidos alemanes. En Francia se estaba parcialmente todavía en el primer estadio, el de una lábil vinculación entre los parlamentarios, un pequeño número de notables locales a todo lo ancho del país y programas elaborados por los candidatos o por sus patronos en cada distrito y para cada elección, aunque existe también una mayor o menor adhesión local a las resoluciones y programas de los parlamentarios. Sólo en parte se ha quebrantado hoy este sistema. El número de quienes hacían de la política su profesión principal era, así, pequeño, y se limitaba en lo esencial a los diputados electos, los escasos funcionarios de los organismos centrales, los periodistas y, en Francia, además, aquellos “cazadores de cargos” que ocupaban un “puesto político” o andaban buscándolo. Formalmente la política era predominantemente una profesión secundaria. El número de diputados “ministrables” estaba estrechamente limitado, así como también, dada la naturaleza del sistema de notable, el de candidatos. No obstante, eran muchos los interesados indirectamente en la política, sobre todo desde el punto de vista material. Para todas las medidas que un miembro adoptase y para la solución de todos los problemas personales se tomaba en cuenta su eventual repercusión sobre las posibilidades electorales y, de otra parte, para lograr cualquier deseo, se buscaba la mediación del diputado del distrito, a quien el ministro, si era de su mayoría (y por esto todo el mundo trataba de que lo fuese), estaba obligado a escuchar de peor o mejor gana. Cada diputado tenía el patronazgo de los cargos y, en general, de todos los asuntos dentro de su propio distrito y, a su vez, se mantenía vinculado con los notables locales a fin de ser reelegido.
Frente a esta idílica situación de la dominación de los notables y, sobre todo, de los parlamentarios, se alzan hoy abruptamente las más modernas formas de organización de los partidos. Son hijas de la democracia, del derecho de las masas al sufragio, de la necesidad de hacer propaganda y organizaciones de masas y de la evolución hacia una dirección más unificada y una disciplina más rígida. La dominación de los notables y el gobierno de los parlamentarios han concluido. La empresa política queda en manos de “profesionales” a tiempo completo que se mantienen fuera del Parlamento. En unos casos son “empresarios” (así el boss americano y el election inglés); en otros, funcionarios con suldo fijo. Formalmente se produce una acentuada democratización. Ya no es la fracción parlamentaria la que elabora los programas adecuados, ni son los notables locales quienes disponen la proclamación de candidatos. Estas tareas quedan reservadas a las asambleas de miembros del partido, que designan candidatos y delegan a quienes han de asistir a las asambleas superiores, de las cuales, a ser posible, habrá varias hasta llegar a la asamblea general del partido. Naturalmente, y de acuerdo con su propia naturaleza, el poder está, sin embargo, en manos de quienes realizan el trabajo continuo dentro de la empresa o de aquellos de quienes ésta depende personal o pecuniariamente, como son por ejemplo, los mecenas o los dirigentes de los poderosos clubs políticos del tipo Tammany-Hall. Lo decisivo es que todo este aparato humano (la “máquina”, como expresivamente se dice en los países anglosajones) o más bien aquellos que lo dirigen están en situación de neutralizar a los parlamentarios y de imponerles en gran parte su propia voluntad. Este hecho es de especial importancia para la selección de la dirección del partido. Ahora se convierte en jefe a quien sigue la maquinaria del partido, incluso pasando por encima del Parlamento. La creación de tales maquinarias significa, dicho con otras palabras, la instauración de la democracia plebiscitaria.
Es evidente que la militancia del partido, sobre todo los funcionarios y empresarios del mismo, esperan el triunfo de su jefe una retribución personal en cargos o en privilegios de otro género. Y lo decisivo es que lo esperan de él y no de los parlamentarios o no sólo de ellos. Lo que esperan es, sobre todo, que el efecto demagógico de la personalidad del jefe gane votos y mandatos para el partido en la contienda electoral, dándole así poder y aumentando, en consecuencia, hasta el máximo las posibilidades de sus partidarios para conseguir la ansiada retribución. También en lo ideal uno de los móviles más poderosos de la acción reside en la satisfacción que el hombre experimenta al trabajar, no para el programa abstracto de un partido integrado por mediocridades, sino para la persona de un jefe al que él se entrega confiadamente. Éste es el elementos “carismático” de todo caudillaje.
Esta forma se ha impuesto en medida muy diversa en los distintos partidos y países, y siempre en lucha constante con los notables y parlamentarios que defienden su propia influencia. Primero se impuso en los partidos burgueses de los Estados Unidos, más tarde en los partidos socialdemócratas, sobre todo el alemán. La evolución que lleva hacia ella experimenta continuamente retrocesos cada vez que no existe un caudillo generalmente reconocido, e incluso cuando tal caudillo existe hay que hacer concesiones a la vanidad y a los intereses de los notables del partido. El riesgo principal, sin embargo, lo constituye la posibilidad de que la maquinaria caiga bajo el dominio de los funcionarios del partido en cuyas manos está el trabajo regular. En opinión de algunos círculos socialdemócratas, su partido ha sido víctima de esta “burocratización”. Los “funcionarios”, no obstante, se inclinan con bastante facilidad ante una personalidad de jefe que actúe demagógicamente, pues sus intereses, tanto materiales como espirituales, están vinculados a la ansiada toma del poder por el partido, y, además, el trabajar para un jefe es algo íntimamente satisfactorio en sí mismo. Mucho más difícil es el ascenso de un jefe allí en donde, como sucede en la mayoría de los partidos burgueses, existen además de los funcionarios unos “notables” con influencia sobre el partido. Estos notables, en efecto, “tienen puesta su vida” idealmente en los pequeños puestos que, como miembros de la presidencia o de distintos comités, ellos ocupan. Su actitud está determinada por el resentimiento contra el demagogo como homo novus, la convicción en la superioridad de la “experiencia” partidista (que objetivamente es considerablemente importante en más de una ocasión) y la preocupación ideológica por el quebrantamiento de las viejas tradiciones del partido. Todos los elementos tradicionalistas del partido están a su favor. El elector pequeñonurgués y, sobre todo, el elector rural van detrás del nombre de los notables que les es conocido desde hace mucho tiempo y en el que confían; desconfían, en cambio, frente al desconocido, aunque, por lo demás, si éste alcanza el éxito se entregará a él inquebrantablemente para el futuro. Veamos ahora algunos ejemplos importantes de la contienda entre estas dos formas estructurales y del surgimiento de la forma plebiscitaria, estudiada especialmente por Ostrogorski.
Comencemos por Inglaterra. Hasta 1868, la organización de los partidos era allí una organización de notables casi pura. En el campo, los tories se apoyaban en los párrocos anglicanos, en la mayor parte de los maestros de escuela y, sobre todo, en los mayores terratenientes de cada county, mientras que los whigs, por su parte, tenían el sostén de personas tales como el predicador no conformista (en donde lo había), el administrador de correos, el herrero, el sastre, el cordelero, es decir, todos aquellos artesanos que ejercen una influencia política porque hablan con mucha gente. En las ciudades la división entre los partidos se hacía sobre la base de las distintas opiniones económicas y religiosas o, simplemente, de acuerdo con la tradición familiar de cada cual. En todo caso, los titulares de la empresa política eran siempre notables. Por encima de todo esto se situaban el Parlamento, el gabinete y los partidos con su respectivo leader, que era presidente del Consejo de Ministros o de la oposición. Cada leader tenía junto a sí a un político profesional que desempeñaba el papel más importante de la organización del partido: el “fustigador” (whip). Era éste quien tenía en sus manos el patronato de los cargos y a él era por lo tanto a quien tenían que dirigirse los cazadores de cargos y quien se entendía sobre estas cuestiones con los diputados de cada distrito. En estos últimos comenzó lentamente a desarrollarse un nuevo tipo de político profesional a medida que en ellos se iba recurriendo a agentes locales a los que, en un primer momento, no se les pagaba y que asumieron una posición más o menos parecida a la de nuestros “hombres de confianza”. Junto a ellos apareció, sin embargo, en los mismos distritos, una figura de empresario capitalista, el election agent, cuya existencia se hacía inevitable una vez promulgada la nueva legislación dirigida a asegurar la pureza de las elecciones. Esta legislación intentaba, en efecto, controlar los costos electorales y oponerse al poder del dinero, para lo cual obligaba a los candidatos a confesar lo que les había costado la elección, pues éstos para conseguir el triunfo estaban obligados no sólo a enroquecer a fuerza de discursos, sino también a aflojar la bolsa más aun de lo que antes sucedía entre nosotros. Con la nueva legislación, el election agent se hacía pagar por el candidato una cantidad global, haciendo así un buen negocio. En la distribución del poder entre leader y notables del partido, tanto en el Parlamento como en el país, aquél había tenido desde siempre en Inglaterra la mejor parte, como medio imprescindible para permitirle hacer una política permanente y de gran estilo. Pese a ello, sin embargo, la influencia de los parlamentarios y de los notables continuaba siendo considerable.
Éste era el aspecto que ofrecía la vieja organización de los partidos, en parte economía de notables y en parte ya también empresa con empleados y empresarios. AS partir de 1868, sin embargo, se desarrolló, primero para las elecciones locales de Birmingham y después para todo el país, el llamado Caucus-System. Un sacerdote no conformista y, junto a él, José Chamberlain, fueron los que diron vida a este sistema, que nació con ocasión de la democratización del voto. Para ganarse a las masas se hizo necesario crear un enorme aparato de asociaciones aparentemente democráticas, establecer una asociación electoral en cada barrio, mantener toda esta empresa en permanente movimiento y burocratizarlo todo profundamente. Aparece así un número cada vez mayor de empleados pagados por los comités electorales locales, en los que pronto quedó encuadrado quizás un 10 por 100 del electorado y una serie de intermediarios principales, elegidos, pero con derecho de cooptación, que actúan formalmente como promotores de la política del partido. La fuerza impulsora de toda esta evolución fueron los círculos locales, interesados sobre todo en la política municipal (que es en todas partes la fuente de las más enjundiosas posibilidades materiales), que eran también quienes hacían la principal aportación financiera. Esta naciente maquinaria, que no estaba dirigida ya desde el Parlamento, tuvo que lllibrar pronto combate con quienes hasta entonces habían tenido en sus manos el poder, especialmente con el whip. Apoyada en los interesados locales, logró, sin embargo, triunfar hasta tal punto que el whip tuvo que sometérsele y pactar con ella. El resultado fue una centralización del poder en manos de unos pocos y finalmente de uno solo, situado en la cúspide del partido. En el partido liberal, en efecto, el sistema se establece en conexión con el ascenso de Gladstone al poder. Lo que con tanta rapidez dio a esta maquinaria el triunfo sobre los notables fue la fascinación de la “gran” demagogia gladstoniana, la ciega fe de las masas en el contenido ético de su política y, sobre todo, en el carácter ético de su personalidad. Aparece así en la política un elemento de cesarismo plebiscitario, el dictador del campo de batalla electoral. Muy pronto había de ponerse de manifiesto la nueva situación. En 1877, cuando por primera vez se emplea en las elecciones nacionales, el caucus consigue ya un triunfo resonante, cuyo resultado fue la caida de Disraeli en el momento preciso de sus grandes éxitos. En 1886 la maquinaria estaba ya hasta tal punto orientada carismáticamente hacia la persona del jefe que cuando se planteó la cuestión del Home-rule, el aparato entero, de arriba abajo, no se preguntó si compartía objetivamente la opinión de Gladstone, sino que simplemente se dijo “le seguiremos haga lo que haga” y cambió de actitud para obedecer sus órdenes, dejando así en la estacada a Chamberlain, su propio creador.
Esta maquinaria requiere un considerable aparato de personal. Actualmente pasa de 2.000 el número de personas que viven en Inglaterra directamente de la política de los partidos. Numerosísimos son también quienes colaboran como interesados o como cazadores de cargos en la política, especialmente en la política municipal. Además de posibilidades económicas, al político del caucus se le ofrecen también posibilidades de satisfacer la vanidad. Llegar a ser “J.P.” o incluso “M.P.” es aspirración natural de las máximas ambiciones (normales) y es gracia que se concede a las personas que pueden exhibir una buena educación, a los gentlemen. Como honor supremo resplandece la dignidad de par, especialmente para los grandes mecenas, y no hay que olvidar que las finanzas de los partidos dependen, quizás en un 50 por 100, de los donativos anónimos.
¿Cuál ha sido el efecto de este sistema? El de que hoy en día, con excepción de algún que otro miembro del gabinete (y algunos originales), los miembros del Parlamento son, por lo general, unos borregos votantes perfectamente disciplinados. En nuestro Reichstag los diputados acostumbraban, al menos, a simular que estaban trabajando por el bien del país cuando aprovechaban sus respectivos pupitres para despachar durante la sesión su propia correspondencia privada. En Inglaterra no son necesarios gestos de este tipo. Lo único que el miembro del Parlamento tiene que hacer es votar y no traicionar al partido; tiene que comparecer cuando el whip lo convoca para hacer lo que, según el caso, han dispuesto el gabinete o el leader de la oposición. Cuando existe un jefe fuerte, la maquinaria del caucus se mantiene en el país poco menos que sin conciencia propia y entrega por completo a la voluntad del jefe. Por encima del Parlamento está así el dictador plebiscitario que, por medio de la maquinaria, arrastra a la masa tras sí y para quien los parlamentarios no son otra cosa que simples prebendados políticos que forman su séquito.
¿Cómo se produce la selección del caudillo? Y en primer lugar ¿qué facultades son las que cuentan? Aparte las cualidades de la voluntad, decisivas para todo en este mundo, lo que aquí cuenta es, sobre todo, el poder del discurso demagógico. Su estilo ha cambiado mucho desde los tiempos de Cobden, en que se dirigía a la inteligencia, pasando por los de Gladstone, que era especialista en la aparente sobriedad de “dejar que los hechos hablen por si solos”, hasta la actualidad, cuando para mover a las masas se utilizan frecuentemente medios puramente emocionales de la misma clase que los que emplea el Ejército de Salvación. Resulta lícito calificar la situación presente como “dictadura basada en la utilización de la emotividad de las masas”. Pero al mismo tiempo, el complicadísimo sistema de trabajo en comisión del Parlamento inglés hace posible que colabore todo político que quiera participar en la dirección de la política, e incluso le obliga a ello. Todos los ministros de algún relieve que han ocupado el cargo en los últimos decenios tienen detrás de ellos este muy real y eficaz trabajo formativo. La práctica de los informes y la crítica pública que en las sesiones de estas comisiones se hace convierte esta escuela en una verdadera selección que excluye a los simples demagogos.
Así han ido las cosas en Inglaterra. El Caucus-System, sin embargo, no es más que una forma debilitada de la estructura moderna si se la compara con la organización de los partidos americanos, que acuñó de forma especialmente temprana y pura el principio plebiscitario. En el pensamiento de Washington, América debería haber sido una comunidad administrada por gentlemen. En aquel tiempo un gentlemen era también en América un terrateniente o un hombre educado en un colegio. En los primeros tiempos de su independencia América fue efectivamente así. Al constituirse los partidos, los miembros de la Cámara de Representantes comenzaron a tener la pretensión de convertirse en dirigentes políticos, como había sucedido en Inglaterra en la época de la dominación de los notables. La organización de los partidos era muy laxa. Esta situación se mantuvo hasta 1824. Ya antes de la década de 1820 había comenzado a formarse la maquinaria partidista en algunos municipios, que también aquí fueron los semilleros de la nueva evolución. Pero es sólo la elección como presidente de Andrew Jackson, el candidato de los campesinos del Oeste, la que arroja por la borda las viejas tradiciones. Formalmente la dirección de los partidos por los principales parlamentarios termina poco después de 1840, cuando los grandes parlamentarios como Calhoun y Webster se retiran de la vida política porque, frente a la máquina partidista, el Parlamento ha perdido ya casi todo el poder en el país. La razón de que la “máquina” plebiscitaria se haya desarrollado tan pronto en América reside en el hecho de que allí y sólo allí el jefe del poder ejecutivo y (estos es, sobre todo, lo que importa) el patrono que dispone de todos los cargos es un presidente plebiscitariamente elegido que, a consecuencia de la “división de poderes”, actúan con casi total independencia frente al Parlamento. Es así la misma elección presidencial la que ofrece como premio por la victoria un rico botín de prebendas y cargos. El spoils system, elevado por Andrew Jackson a la categoría de principio sistemático, no hace más que sacar las consecuencias de esta situación.
¿Qué significa actualmente para la formación de los partidos este spoils system, esta atribución de todos los cargos federales al séquito del candidato victorioso? Pues simplemente que se enfrentan entre sí partidos totalmente desprovistos de convicciones, puras organizaciones de cazadores de cargos, cuyos mutables programas son redactados para cada elección sin tener en cuenta otra cosa que la posibilidad de conquistar votos. Estos programas cambian de una elección a otra elección en una medida para la que no pueden encontrarse analogías en ninguna otra parte. Los partidos están cortados por el patrón que mejor se ajusta a las elecciones realmente importantes para la distribución de los cargos: la elección presidencial y la de los gobernadores de Estado. Los programas los establecen y los candidatos los designan las “convecciones nacionales” de los partidos, sin intervención alguna de los parlamentarios. Es decir, congresos de los partidos que, formalmente, están integrados, de manera muy democrática, por asambleas de delegados que, a su vez, han recibido mandato de las primaries, las asambleas de los electores del partido. Ya en estas primaries los delegados son elegidos por referencia al nombre de los candidatos a la jefatura del Estado. Dentro de cada partido se desarrolla la más enconada lucha por la nomination. En manos del presidente quedan siempre de 300.000 a 400.000 nombramientos de funcionarios que él ha de hacer previa consulta con los senadores de cada Estado. Los senadores son también, en razón de esta consulta, políticos poderosos. No así, en cambio, la Cámara de Representantes, privada del patronatro de los cargos, ni los ministros, que, a consecuencia de la “división de poderes”, son puros auxiliares del presidente, legitimado por la elección popular frente a todo el mundo, incluido el Parlamento, y que, por tanto, puede desempeñar sus cargos con absoluta independencia de la confianza o desconfianza de éste.
El spoil system así sostenido era técnicamente posible en América porque la juventud de la cultura americana permitía soportar una pura economía de diletantes. Evidentemente, una situación en la que la administración estaba en manos de 300.000 o 400.000 hombres de partido, sin más cualificación para ello que el hecho de haber sido útiles a su propio partido, tenía que estar necesariamente plagada de grandes lacras y, en efecto, la administración americana se caracterizaba por una corrupción y un despilfarro inigualables, que sólo un posibilidades económicas todavía ilimitadas podía soportar.
La figura que con este sistema de la máquina plebiscitaria aparece en primer plano es la del boss. ¿Qué es el boss? Un empresario capitalista que reúne votos por su cuenta y riesgo. Sus primeras conexiones puede haberlas conseguido como abogado, tabernero o dueño de cualquier otro negocio semejante, o tal vez como prestamista. A partir de esos comienzos, va extendiendo sus redes hasta que logra “controlar” un determinado número de votos. Llegado aquí, entra en relación con los bosses vecinos, logra atraer con su celo, su habilidad y, sobre todo, su discreción la atención de quienes le han precedido en el camino y comienza a ascender. El boss es indispensable para la organización del partido, que él centraliza en sus manos y constituye la principal fuente de recursos financieros. ¿Cómo los consigue él? En parte mediante las contribuciones de los miembros pero, sobre todo, recaudando un porcentaje de los sueldos de aquellos funcionarios que le deben el cargo a él y a su partido. Percibe además el producto del cohecho y de las propinas. Quien quiere infringir impunemente alguna de las numerosas leyes necesita la connivencia del boss y tiene que pagar por ella, sin lo cual le aguardan cosas muy desagradables. Pero todos estos medios no bastan, sin embargo, para reunir el capital que requiere la empresa. El boss es también indispensable como perceptor inmediato del dinero que entregan los grandes magnates financieros. Éstos no confiarían en modo alguno el dinero que dan con fines electorales a un funcionario a sueldo o a una persona que tenga que rendir cuentas públicamente. El boss, con su prudente discreción en cuestiones de dinero, es por antonomasia el hombre de los círculos capitalistas que financian las elecciones. El boss típico es un hombre absolutamente gris. No busca prestigio social; por el contrario, el “profesional” es despreciado en la “buena sociedad”. Busca exclusivamente poder, como medio de conseguir dinero, ciertamente, pero también por el poder mismo. A diferencia del leader inglés, el boss americano trabaja en la sombre. Raramente se le oye hablar. Sugerirá al orador lo que tiene que decir, pero él mismo calla. Por regla general no ocupa cargo alguno, si no el de senador en el Senado federal, pues, como constitucionalmente los senadores participan en el patronato de los cargos, es frecuente que el boss mismo acuda personalmente a esta corporación. La atribución de los cargos se hace, en primer lugar, de acuerdo con los servicios prestados al partido. También se entregan, sin embargo, en muchos casos a cambio de dinero, e incluso hay ya cantidades fijas como precio de determinados cargos. Se trata, en definitiva, de un sistema de venta de los cargos semejante al que durante los siglos XVII y XVIII conocieron las monarquías europeas, incluidos los Estados de la Iglesia.
El boss no tiene principios políticos firmes, carece totalmente de convicciones y sólo pregunta cómo pueden conseguirse los votos. No es raro que sea un hombre bastante inculto, pero generalmente su vida privada es correcta e irreprochable. Sólo en su ética política se acomoda a la moral media de la actividad política que en cada momento impera, lo mismo que muchos de los nuestros hicieron, en lo que respecta a la moral económica, en la época del acaparamiento. No le importa ser socialmente despreciado como “profesional”, como político de profesión. El hecho mismo de que no ocupe ni quiera ocupar los grandes cargos de la Unión tiene la ventaja de hacer posible, en no pocas ocasiones, la candidatura de hombres inteligentes ajenos a los partidos, de notabilidades (y no sólo, como entre nosotros, de notables de los partidos), si el boss piensa que pueden atraer votos. Precisamente la estructura de estos partidos sin convicciones, cuyos jefes son socialmente despreciados, ha permitido de este modo que lleguen a la presidencia hombres capaces que entre nosotros no la hubieran alcanzado jamás. Naturalmente los bosses se oponen con uñas y dientes a cualquier outsider que pueda representar un peligro para sus fuentes de poder y dinero, pero no es raro que, en su competencia por el favor de los electores, se vean obligados a defender candidatos que se presentan como adversarios de la corrupción.
He aquí, pues, una empresa partidista, fuertemente capitalista, rígidamente organizada de arriba abajo y apoyada también en clubs firme y jerárquicamente organizados, del tipo Tammany-Hall, cuya finalidad es la de obtener beneficios económicos mediante el dominio político de la Administración y, sobre todo, de la administración municipal, que también en América constituye el más rico botín. Lo que hizo posible esta estructura vital de los partidos fue la acentuada democracia imperante en los Estados Unidos como “país nuevo”, y es esta conexión entre ambos términos la que hace que hoy estemos presenciando la lenta expiración de ese sistema. América no puede ser ya gobernada únicamente por diletantes. A la pregunta de por qué se dejan gobernar por políticos a los que decían despreciar, los obreros americanos respondieron hace quince años diciendo: “Preferimos tener como funcionarios a gentes a las que escupimos, que crear una casta de funcionarios que escupa sobre nosotros”. Éste era el viejo punto de vista de la “democracia” americana, y ya en aquel tiempo los socialistas pensaban de modo completamente distinto. La situación se hace ya insoportable. La administración de diletantes no basta ya y la Civil Service Reform está creando continuamente nuevos puestos vitalicios y dotados de jubilación, con el resultado de que están ocupando los cargos funcionarios con formación universitaria, tan capaces e insobornables como los nuestros. Existen ya casi 100.000 cargos que no son objeto del botín electoral, sino que están dotados de un derecho a la jubilación y que se cubren mediante pruebas de capacitación. Esto hará retroceder lentamente el spoils system y obligará a modificar igualmente la estructura de la dirección del partido en un sentido que no podemos predecir.
Hasta ahora, las condiciones esenciales de la empresa política en Alemania habían sido las siguientes. En primer lugar, impotencia del Parlamento y, como consecuencia de ella, el que ningún hombre con cualidades de jefe se quedase en el Parlamento durante mucho tiempo. ¿Qué era lo que un hombre de esas condiciones podía hacer allí? Cuando se producía una vacante en una oficina de la administración podía decirle al funcionario del que dependiera el asunto: “En mi distrito tengo a una persona muy inteligente que desempeñaría muy bien ese puesto, déselo”. Y con gusto se lo daban. Pero esto era aproximadamente todo lo que un parlamentario alemán podía hacer para satisfacer su instinto de poder, en el caso que lo tuviera. En segundo lugar, y esta característica condiciona también la anterior, la inmensa importancia que en Alemania tenía el funcionariado especializado. En esta materia ocupábamos el primer lugar en el mundo. Corolario forzoso de esa importancia era la aspiración de dicho funcionario a ocupar no sólo los cargos de funcionarios, sino también los puestos de ministro. Ha sido precisamente en el Landtag bávaro en donde se ha dicho hace unos años, al discutir sobre la introducción del régimen parlamentario, que si los ministerios habían de ser ocupados por parlamentarios no habría ya personas capaces que quisieran hacerse funcionarios. Esta administración de funcionarios se sustraía además sistemáticamente a un control como el que ejercen en Inglaterra las comisiones parlamentarias, haciendo así imposible que, aparte de una pocas excepciones, se formasen en el seno del Parlamento jefes administrativos realmente útiles.
La tercera característica era la de que en Alemania, a diferencia de lo que en América sucede, teníamos partidos políticos con convicciones, que, al menos con bona fides subjetiva, afirmaban que sus miembros representaban una “concepción del mundo”. Los dos más importantes de estos partidos, el Partido del Centro y la Social Democracia, habían surgido, sin embargo, con el deliberado propósito de ser partidos minoritarios. Los dirigentes del Centro en el Imperio no ocultaron nunca que se oponían al parlamentarismo porque temían verse colocados en minoría y hallar entonces mayores dificultades para acomodar a sus cazadores de cargos mediante presiones sobre el Gobierno, como hasta entonces venían haciendo. La socialdemocracia era, por principio, partido de minorías y obstáculo al parlamentarismo porque no querían mancharse pactando con el orden político burgués. El hecho de que ambos partidos se excluyesen a sí mismos del sistema parlamentario hizo imposible la introducción de éste.
¿Cuál era, entre tanto, la suerte de los políticos profesionales en Alemania? No tenían ni poder ni responsabilidad, sólo podían jugar un papel bastante subalterno de notables y, como consecuencia de ello, estaban animados en los últimos tiempos del espíritu de gremio típico de todas las profesiones. Para un hombre que no fuera como ellos era imposible ascender mucho en el círculo de estos notables, que ponían sus vidas en sus pequeños puestos. En todos los partidos, sin excluir naturalmente al socialdemócrata, yo podría citar muchos nombres que podrían servir de ejemplo en esta tragedia de la carrera política porque sus portadores tenían cualidades de jefe y, justamente por eso, encontraron el paso cerrado por los notables. Todos nuestros partidos han seguido este camino que los llevó a convertirse en gremios de notables. Bebel, por ejemplo, por modesta que fuera su inteligencia, era todavía un verdadero caudillo en razón de su temperamento y su limpieza de carácter. El hecho de que fuese un martir y de que, al menos en opinión de ellas, no hubiese defraudado nunca la confianza de las masas, hizo que éstas estuviesen siempre tras de él y que no hubiera dentro del partido ningún poder que pudiera oponérsele seriamente. Con su muerte terminó todo esto y comenzó la dominación de los funcionarios. Funcionarios sindicales, secretarios de partido y periodistas ocuparon los puestos clave y el partido quedó dominado por los instintos de funcionario. Era realmente un funcionariado muy honesto, excepcionalmente honesto incluso, si se piensan en cómo van las cosas en otros países y, especialmente, en la frecuencia con que se dejan sobornar los funcionarios de los sindicatos americanos, pero con él aparecieron también en el partido las consecuencias de la dominación de los funcionarios que antes explicábamos.
Los partidos burgueses eran ya puros gremios de notables desde 1880. Es cierto que de vez en cuando los partidos, con fines propagandísticos, tenían que atraerse personas inteligentes sin filiación partidista para poder decir “nosotros tenemos tales y tales nombres”. Si era posible se les impedía a estas personas presentarse a las elecciones y sólo se lanzaban sus candidaturas cuando esto era inevitable porque el interesado no se dejaba pescar de otra manera.
Idéntico espíritu reinaba en el Parlamento. Nuestros partidos parlamentarios eran y siguen siendo gremios. Cada discurso que se pronuncia en el pleno del Reichstag ha sido censurado antes en el partido, cosa que se deja ver fácilmente por su inaudito aburrimiento. Sólo quien está inscrito como orador puede tomar la palabra. No cabe imaginar nada más opuesto a la costumbre inglesa y también (aunque por razones radicalmente opuestas) a la costumbre francesa.
Quizás ahora, como consecuencia de este tremendo colapso que se ha dado en llamar revolución, esté todo esto en vías de cambiar. Tal vez sea así, pero no es seguro. En un primer momento aparecieron intentos de crear otros tipos de aparato partidista. En primer lugar, aparatos de aficionados. Frecuentemente este intento parte especialmente de estudiantes de las distintas escuelas superiores que se dirigen a algún individuo a quien atribuyen cualidades de jefe para decirle: “Nosotros haremos por usted el trabajo necesario; diríjanos”. En segundo lugar, aparatos de hombres de negocios. Ha sucedido a veces que un grupo de personas ha acudido a alguien en quien suponen cualidades de jefe para pedirle que, a cambio de una cantidad fija para cada elección, asuma la tarea de ganar los votos. Si ustedes me preguntasen honradamente cuál de estos dos tipos de aparato me parece más digno de confianza desde el punto de vista técnico-político, les contestaría, creo, que prefiero el segundo. Ambos fueron, en todo caso, burbujas que se hincharon rápidamente para rápidamente estallar. Los aparatos existentes se recompusieron un poco y continuaron trabajando. Aquellos fenómenos fueron sólo un síntoma de que tal vez se establecerían nuevos aparatos cuando hubiese un caudillo capaz de hacerlo. Pero ya las peculiaridades técnicas de la representación proporcional impedían su crecimiento. Sólo surgieron un par de dictadores callejeros que volvieron a desaparecer. Y sólo el séquito de estas dictaduras callejeras fue organizado con una firme disciplina; de aquí el poder de estas minorías, hoy en trance de desaparición.
Supongamos que esta situación cambiara. Hay que tener entonces bien presente que, de acuerdo con lo ya dicho, la dirección de los partidos por jefes plebiscitarios determina la “desespiritualización” de sus seguidores, su proletarización espiritual, valdría decir. Para ser apararato utilizable por el caudillo han de obedecer ciegamente, convertirse en una máquina, en el sentido americano, no sentirse perturbados por vanidades de notables y pretensiones de tener opinión propia. La elección de Lincoln sólo fue posible gracias a que la organización del partido tenía ese carácter y, como ya se ha dicho, lo mismo sucedió con el caucus de la elección de Gladstone. Es éste justamente el precio que hay que pagar por la dirección del caudillo. Sólo nos queda elegir entre democracia caudillista con “máquina” o la democracia sin caudillos, es decir, la dominación de “políticos profesionales” sin vocación, sin esas cualidades íntimas y carismáticas que hacen al caudillo. Esto significa también lo que en las actuales contiendas dentro de un partido se conoce con el nombre de las “camarillas”. Actualmente es esto lo único que tenemos en Alemania, y su mantenimiento se verá facilitado en el futuro, al menos para el Reich, porque se reconstituirá el Bundesrat que necesariamente limitará el poder del Reichstag y disminuirá así su importancia como lugar adecuado para la selección de caudillos. La perduración del sistema está asegurada además por la representación proporcional, tal como ahora está configurada. Es ésta una institución típica de la democracia sin caudillos, no sólo porque facilita el chalaneo de los notables para colocarse, sino también porque, para el futuro, da a las asociaciones de interesados la posibilidad de obligar a incluir en las listas a sus funcionarios, creando así un Parlamento apolítico en el no haya lugar para un auténtico caudillaje. La única válvula de escape posible para la necesidad de contar con una verdadera jefatura podría ser el presidente del Reich, si es elegido plebiscitariamente y no por el Parlamento. Podría también nacer y seleccionarse una jefatura sobre la base del trabajo realizado si apareciese en las grandes ciudades, como apareció en Estados Unidos, sobre todo allí en donde se quiso luchar seriamente contra la corrupción, un dictador municipal, elegido plebiscitariamente y provisto del derecho a organizar su equipo con absoluta independencia. Esto exigiría una organización de los partidos adecuada a este tipo de elecciones. Pero la hostilidad pequeño burguesa que todos los partidos, y especialmente la socialdemocracia, sienten hacia el caudillaje hace aparecer muy oscura la futura configuración de los partidos y, con ella, la realización de estas posibilidades.
Por esto hoy no puede todavía decirse cómo se configurará en el futuro la empresa política como “profesión” y menos aun por qué camino se abren a los políticamente dotados las posibilidades de enfrentarse con una tarea políticamente satisfactoria. Para quien, por su situación patrimonial, está obligado a vivir “de” la política se presenta la alternativa de hacerse periodista o funcionario de un partido, que son los caminos directos típicos, o buscar un puesto apropiado en la administración municipal o en las organizaciones que representen intereses, como son los sindicatos, las cámaras de comercio, las cámaras de agricultores o artesanos, las cámaras de trabajo, las asociaciones de patronos, etc. Sobre el aspecto externo no cabe decir más, salvo advertir que los funcionarios de los partidos comparten con los periodistas el odium que los “desclasados” despiertan. Desgraciadamente siempre se llamará “escritor a sueldo” a éste y “orador a sueldo” a aquel; para quienes se encuentren interiormente indefensos frente a esa situación y no sean capaces de darse a sí mismos la respuesta adecuada a esas acusaciones, está cerrado ese camino que, en todo caso, comporta grandes tentaciones y desilusiones terribles. ¿Qué satisfacciones íntimas ofrece a cambio y qué condiciones ha de tener quien lo emprende?
Proporciona, por lo pronto, un sentimiento de poder. La conciencia de tener una influencia sobre los hombres, de participar en el poder sobre ellos y, sobre todo, el sentimiento de manejar los hilos de acontecimientos históricos importantes elevan al político profesional, incluso al que ocupa posiciones formalmente modestas, por encima de lo cotidiano. La cuestión que entonces se le plantea es la de cuáles son las cualidades que le permitirán estar a la altura de ese poder (por limitado que sea en su caso concreto) y de la responsabilidad que sobre él arroja. Con esto entramos ya en el terreno de la ética, pues es a ésta a la que corresponde determinar qué clase de hombre hay que ser para tener derecho a poner la mano en la rueda de la Historia.
Puede decirse que son tres las cualidades decisivamente importantes para el político: pasión, sentido de la responsabilidad y mesura. Pasión en el sentido de “positividad”, de entrega apasionada a una “causa”, al dios o al demonio que la gobierna. No en el sentido de esa actitud interior que mi malogrado amigo Jorge Simmel solía llamar “excitación estéril”, propia de un determinado tipo de intelectuales, sobre todo rusos (no, por supuesto, de todos ellos) y que ahora juega también un gran papel entre nuestros intelectuales, en este carnaval al que se da, para embellecerlo, el orgulloso nombre de “revolución”. Es ése un “romanticismo de lo intelectualmente interesante” que gira en el vacío y está desprovisto de todo sentido de la responsabilidad objetiva. No todo queda arreglado, en efecto, con la pura pasión, por muy sinceramente que se la sienta. La pasión no convierte a un hombre en político si no está al servicio de una “causa” y no hace de la responsabilidad para con esa causa la estrella que oriente la acción. Para eso se necesita (y ésta es la cualidad psicológica decisiva para el político) mesura, capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar la distancia con los hombres y las cosas. El “no saber guardar distancias” es uno de los pecados mortales de todo político y una de esas cualidades cuyo olvido condenará a la impotencia política a nuestra actual generación de intelectuales. El problema es, precisamente, el cómo puede conseguirse que vayan juntas en las mismas almas la pasión ardiente y la mesura frialdad. La política se hace con la cabeza y no con otras partes del cuerpo o del alma. Y, sin embargo, la entrega a una causa sólo puede nacer y alimentarse de la pasión, si ha de ser una actitud auténticamente humana y no un frívolo juego intelectual. Sólo el hábito de la distancia (en todos los sentidos de la palabra) hace posible la enérgica doma del alma que caracteriza al político apasionado y lo distingue del simple diletante político “esterilmente agitado”. La “fuerza” de una “personalidad” política reside, en primer lugar, en la posesión de estas cualidades.
Por esto el político tiene que vencer cada día y cada hora a un enemigo muy trivial y demasiado humano, la muy común vanidad, enemiga mortal de toda entrega a una causa y de toda mesura, en este caso de la mesura frente a sí mismo.
La vanidad es una cualidad muy extendida y tal vez nadie se vea libre de ella. En los círculos académicos y científicos es una especie de enfermedad profesional. Pero precisamente el hombre de ciencia, por antipática que sea su manifestación, la vanidad es relativamente inocua en el sentido de que, por lo general, no estorba al trabajo científico. Muy diferentes son sus resultados en el político, quien utiliza como instrumento el ansia de poder. El “instinto de poder”, como suele llamarse, está así, de hecho, entre sus cualidades normales. El pecado contra el Espíritu Santo de su profesión comienza en el momento en que esta ansia de poder deja de ser positiva, deja de estar exclusivamente al servicio de la “causa” para convertirse en una pura embriaguez personal. En último término, no hay más que dos pecados mortales en el terreno de la política: la ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad, que frecuentemente, aunque no siempre, coincide con aquella. La vanidad, la necesidad de aparecer siempre que sea posible en primer plano, es lo que más lleva al político a cometer uno de estos pecados o los dos a la vez. Tanto más cuanto que el demagogo está obligado a tener en cuenta el “efecto”; por esto está siempre en peligro, tanto de convertirse en un comediante como de tomar a la ligera la responsabilidad que por las consecuencias de sus actos le incumbe y preocuparse sólo por la “impresión” que hace. Su ausencia de finalidad objetiva le hace proclive a buscar la apariencia brillante del poder en lugar del poder real; su falta de responsabilidad lo lleva a gozar del poder por el poder, sin tomar en cuenta su finalidad. Aunque el poder es el medio ineludible de la política o, más exactamente, precisamente porque lo es, y el ansia de poder es una de las fuerzas que lo impulsan, no hay deformación más perniciosa de la fuerza política que el baladronear de poder como un advenedizo o complacerse vanidosamente en el sentimiento de poder, es decir, en general, toda adoración del poder en cuanto tal. El simple “político de poder”, que está también entre nosotros es objeto de un fervoroso culto, puede quizás actuar enérgicamente, pero de hecho actúa en el vacío y sin sentido alguno. En esto los críticos de la “política de poder” tienen toda la razón. En el súbito derrumbamiento interno de algunos representantes típicos de esta actitud hemos podido comprobar cuánta debilidad interior y cuánta impotencia se esconde tras estos gestos, ostentosos pero totalmente vacíos. Dicha actitud es producto de una mezquina y superficial indiferencia frente al sentido de la acción humana, que no tiene ningún parentesco con la conciencia de la urdimbre trágica en que se asienta la trama de todo quehacer humano y especialmente del quehacer político.
Es una tremenda verdad y un hecho básico de la Historia (de cuya fundamentación no tenemos que ocuparnos en detalle aquí) el que frecuentemente o, mejor generalmente, el resultado final de la acción política guarda una relación absolutamente inadecuada, y frecuentemente incluso paradójica, con su sentido originario. Esto no permite, sin embargo, prescindir de ese sentido, del servicio a una “causa”, si se quiere que la acción tenga consistencia interna. Cuál haya de ser la causa para cuyo servicio busca y utiliza el político poder es ya cuestión de fe. Puede servir finalidades nacionales o humanitarias, sociales y éticas o culturales, seculares o religiosas; puede sentirse arrebatado por una firme fe en el “progreso” (en cualquier sentido que éste sea) o rechazar fríamente esa clase de fe; puede pretender encontrarse al servicio de una “idea” o rechazar por principio ese tipo de pretensiones y querer servir sólo fines materiales de la vida cotidiana. Lo que importa es que siempre ha de existir alguna fe. Cuando esta falta, incluso los éxitos políticos aparentemente más sólidos, y esto es perfectamente justo, llevan sobre sí la maldición de la inanidad.
Con lo que acabamos de decir nos encontramos ya ante el último de los problemas de que hemos de ocuparnos hoy, el del ethos de la política como “causa”. ¿Cuál es el papel que, independientemente de sus fines, ha de llenar la política en la economía ética de nuestra manera de vivir? ¿Cuál es, por así decir, el lugar ético que ella ocupa? En este punto chocan entre sí concepciones básicas del mundo entre las cuales, en último término, hay que escoger. Vayamos de frente a este problema que últimamente se ha puesto de nuevo en discusión y en una forma que es, a mi entender, totalmente equivocada.
Liberémonos antes, sin embargo, de una falsificación perfectamente trivial. Quiero decir con ello que la ética puede surgir a veces con un papel extremadamente fatal. Veamos algunos ejemplos. Raramente encontrarán ustedes a un hombre que haya dejado de amar a una mujer para amar a otra y no se sienta obligado a justificarse ante sí mismo diciendo que la primera no era digna de su amor, o que lo ha decepcionado, o dándose cualquier otra “razón” por el estilo. Esto es falta de caballerosidad. En lugar de afrontar simplemente el destino de que ya no quiere a su mujer y de que ésta tiene que soportarlo, procediendo de modo muy poco caballeroso trata de crearse una “legitimidad” en virtud de la cual pretende tener razón y cargar sobre ella las culpas, además de la infelicidad. Del mismo modo procede el competidor que triunfa en una lid erótica: el rival debe valer menos cuando ha resultado vencido. Pero también es ésta la situación en que se encuentra el vencedor de una guerra cuando, cediendo al mezquino vicio de querer tener siempre razón, pretende que ha vencido porque tenía la razón de su parte. O la misma también de quien se quiebra moralmente bajo los terrores de la guerra y entonces, en lugar de decir simplemente que no podía aguantar más, siente la necesidad de justificarse consigo mismo y afirma que no podía soportarlo más porque tenía que luchar por una causa moralmente mala. O también la de quienes son vencidos en la guerra. Ponerse a buscar después de perdida una guerra quienes son los “culpables” es cosa propia de viejas; es siempre la estructura de la sociedad la que origina la guerra. La actitud sobria y viril es la de decir al enemigo: “Hemos perdido la guerra, la habéis ganado vosotros. Esto es ya cosa resuelta. Hablemos ahora de las consecuencias que hay que sacar de este hecho respecto de los intereses materiales que estaban en juego y respecto de la responsabilidad hacia el futuro, que es lo principal y que incumbre sobre todo al vencedor”. Todo lo que no sea esto es indigno y se paga antes o después. Una nación perdona el daño que se hace a sus intereses, pero no el que se hace a su honor y menos que ninguno el que se le infiere con ese clerical vicio de querer tener siempre razón. Todo nuevo documento que tras decenios aparezca hará levantarse de nuevo el indigno clamoreo, el odio y la ira, en lugar de permitir que, al menos moralmente, la guerra hubiera quedado enterrada al terminar. Esto sólo puede conseguirse mediante la objetividad y la caballerosidad, y sobre todo sólo mediante la dignidad. Nunca mediante la “ética” que, en verdad, lo que significa es una indignidad de las dos partes. Una ética que, en lugar de preocuparse de lo que realmente corresponde al político, el futuro y la responsabilidad frente a él, se pierde en cuestiones, por insolubles políticamente estériles, sobre cuáles han sido las culpas en el pasado. Hacer esto es incurrir en culpa política, si es que la hay. Y con esta actitud se pasa además por alto la inevitable falsificación de todo el problema por muy materiales intereses: intereses del vencedor en conseguir las mayores ganancias posibles, tanto morales como materiales, esperanzas del vencido de conseguir ventajas a cambio de su confesión de culpa. Si hay algo “abyecto” en el mundo es esto, y éste es el resultado de esa utilización de la “ética” como medio para tener razón.
¿Cuál es, pues, la verdadera relación entre ética y política? ¿No tienen nada que ver la una con la otra, como a veces se dice? ¿O es cierto, por el contrario, que hay “una sola” ética, válida para la actividad política como para cualquier otra actividad? Se ha creído a veces que estas dos últimas afirmaciones son mutuamente excluyentes; que sólo puede ser cierta la una o la otra, pero no las dos. ¿Pero es cierto acaso que haya alguna ética en el mundo que pueda imponer normas de contenido idéntico a las relaciones eróticas, comerciales, familiares y profesionales, a la relación con la esposa, con la verdulera, el hijo, el competidor, el amigo o el acusado? ¿Será verdad que es perfectamente indiferente para las exigencias éticas que a la política se dirigen el que ésta tenga como medio específico de acción el poder, tras el que está la violencia? ¿No estamos viendo que los ideólogos bolcheviques y espartaquistas obtienen resultados idénticos a los de cualquier dictador militar precisamente porque se sirven de este instrumento de la política? ¿En qué se distingue de la de otros demagogos la polémica que hay mantiene la mayor parte de los representantes de la ética presuntamente nueva contra sus adversarios? Se dirá que por la noble intención. Pero de lo que estamos hablando aquí es de los medios. También los combatidos adversarios creen, con una conciencia absolutamente buena, en la nobleza de sus propias intenciones. “Quien a hierro mata a hierro muere” y la lucha siempre es lucha. ¿Qué decir, entonces, sobre la ética del Sermón de la Montaña? El Sermón de la Montaña, esto es, la ética absoluta del Evangelio, es algo mucho más serio de lo que se piensan quienes citan sus mandamientos. No es para tomarlo a broma. De esa ética puede decirse lo mismo que se ha dicho de la causalidad en la ciencia, que no es un carruaje que se pueda hacer para tomarlo o dejarlo a capricho. Se le acepta o se la rechaza por entero; éste es precisamente su sentido; proceder de otro modo es trivializarla. Pensemos, por ejemplo, en la parábola del joven rico, de quien se nos dice “pero se alejó de allí tristemente porque poseía muchos bienes”, El mandamiento evangélico es incondicionado y unívoco: da a los pobres cuanto tienes, todo. El político dirá que éste es un consejo que socialmente carece de sentido mientras no se le imponga a todos. En consecuencia recurrirá a los impuestos confiscatorios, a la pura y simple confiscación, en una palabra, a la coacción y la reglamentación contra todos. No es esto, sin embargo, en modo alguno lo que el mandato ético postula, y ésa es su verdadera esencia. Ese mandato nos ordena también “poner la otra mejilla”, incondicionalmente, sin preguntarnos si el otro tiene derecho a pegar. Esta ética es, así, una ética de la indignidad, salvo para los santos. Quiero decir con esto que si se es en todo un santo, al menos intencionalmente, sis e vive como vivieron Jesús, los apóstoles, San Francisco de Asís y otros como ellos, entonces esta ética sí está llena de sentido y sí es expresión de una alta dignidad, pero no si así no es. La ética acósmica nos ordena “no resistir al mal con la fuerza”, pero para el político lo que tiene validez es el mandato opuesto: has de resistir al mal con la fuerza, pues de lo contrario te haces responsable de su triunfo. Quien quiere obrar conforme a la moral del Evangelio debe abstenerse de participar en una huelga, que es una forma de coacción, e ingresar en un sindicato amarillo. Y, sobre todo, debe abstenerse de hablar de “revolución”. Pues esa ética no enseña, ni mucho menos, que la única guerra legítima sea precisamente la guerra civil. El pacifista que obra según el Evangelio se sentirá en la obligación moral de negarse a tomar las armas o de arrojarlas, como se recomendó en Alemania, para poner término a la guerra y, con ella, a toda guerra. El político, por su parte, dirá que el único medio de desacreditar la guerra para todo el futuro previsible hubiese sido una paz de compromiso que mantuviese el statu quo. Entonces se hubieran preguntado los pueblos que para qué había servido la guerra. Se la habría reducido al absurdo, cosa que ahora no es posible, pues para los vencedores, al menos una parte de ellos, habrá sido rentable políticamente. Y responsable de esto es esa actitud que nos incapacita para toda resistencia. Ahora, y una vez que pase el cansancio, quedará desacreditada la paz, no la guerra. Una consecuencia de la ética absoluta.
Finalmente, la obligación de decir la verdad, que la ética absoluta nos impone sin condiciones. De aquí se ha sacado la conclusión de que hay que publicar todos los documentos, sobre todo aquellos que culpan al propio país, y, sobre la base de esta publicación unilateral, hacer una confesión de las propias culpas igualmente unilateral, incondicional, sin pensar en las consecuencias. El político se dará cuenta de que obrando así no se ayuda a la verdad, sino que, por el contrario, se la oscurece con el abuso y el desencadenamiento de las pasiones. Verá que sólo una investigación bien planeada y total, llevada a cabo por personas imparciales, puede rendir frutos, y que cualquier otro proceder puede tener, para la nación que lo siga, consecuencias que no podrán ser eliminadas en decenios. La ética absoluta, sin embargo, ni siquiera se pregunta por las consecuencias.
Con esto llegamos al punto decisivo. Tenemos que ver con claridad que toda acción éticamente orientada puede ajustarse a dos máximas fundamentalmente distintas entre sí e irremediablemente opuestas: puede orientarse mediante la “ética de la convicción” o conforme a la “ética de la responsabilidad”. No es que la ética de la convicción sea idéntica a la falta de responsabilidad, a la falta de convicción. No se trata en absoluto de esto. Pero hay una diferencia abismal entre obrar según la máxima de una ética de la convicción, tal como la que ordena (religiosamente hablando) “el cristiano obra bien y deja el resultado en manos de Dios”, o según una máxima de la ética de la responsabilidad, como la que ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción. Ustedes pueden explicar elocuentemente a un sindicalista que las consecuencias de sus acciones serán las de aumentar las posibilidades de la reacción, incrementar la opresión de su clase y dificultar su ascenso; si ese sindicalista está firme en su ética de la convicción, ustedes no lograrán hacer mella. Cuando las consecuencias de una acción realizada conforme a una ética de la convicción son malas, quien la ejecutó no se siente responsable de ellas, sino que responsabiliza al mundo, a la estupidez de los hombres o a la voluntad de Dios que los hizo así. Quien actúa conforme a una ética de la responsabilidad, por el contrario, toma en cuenta todos los defectos del hombre medio. Como dice Fichte, no tiene ningún derecho a suponer que el hombre es bueno y perfecto y no se siente en situación de poder descargar sobre otros aquellas consecuencias de su acción que él pudo prever. Se dirá siempre que esas consecuencias son imputables a su acción. Quien actúa según la ética de la convicción, por el contrario, sólo se siente responsable de que no flamee la llama de la pura convicción, la llama, por ejemplo, de la protesta contra las injusticias del orden social. Prenderla una y otra vez es la finalidad de sus acciones que, desde el punto de vista del posible éxito, son plenamente irracionales y sólo pueden y deben tener un valor ejemplar.
Pero tampoco con esto llegamos al término del problema. Ninguna ética del mundo puede eludir el hecho de que para conseguir fines “buenos” hay que contar en muchos casos con medios moralmente dudosos, o al menos peligrosos, y con la posibilidad e incluso la probabilidad de consecuencias laterales moralmente malas. Ninguna ética del mundo puede resolver tampoco cuándo y en qué medida quedan “santificados” por el fin moralmente bueno los medios y las consecuencias laterales moralmente peligrosos.
El medio decisivo de la política es la violencia, y pueden ustedes medir la intensidad de la tensión que desde el punto de vista ético existe entre medios y fines recordando, por ejemplo, el caso de los socialistas revolucionarios (tendencias Zimmerwald), los cuales durante la guerra se gobernaban de acuerdo con un principio que podríamos formular descarnadamente en los siguientes términos: “Si tenemos que elegir entre algunos años más de guerra que traigan entonces la revolución o una paz inmediata que la impida, preferimos esos años más de guerra”. A la pregunta de qué es lo que podía traer consigo esa revolución, todo socialista científicamente educado habría contestado que no cabía pensar en modo alguno en el paso a una economía socialista, en el sentido que él da a la palabra, sino en la reconstitución de una economía burguesa que habría eliminado únicamente los elementos feudales y los restos dinásticos. Y para conseguir este modesto resultado se prefieren “unos años más de guerra”. Podría muy bien decirse que, incluso teniendo convicciones socialistas muy firmes, se puede rechazar un fin que exige tales medios. Ésta es, sin embargo, la situación del bolchevismo, del espartaquismo y, en general, de todo socialismo revolucionario, y resulta en consecuencia sumamente ridículo que estos sectores condenen moralmente a los “políticos de poder” del antiguo régimen por emplear esos mismos medios, aunque esté plenamente justificada la condena de sus fines.
Aquí, en este problema de la santificación de los medios por el fin, parece forzosa la quiebra de cualquier moral de convicción. De hecho, no le queda lógicamente otra posibilidad que la de condenar toda acción que utilice medios moralmente peligrosos. Lógicamente. En el terreno de las realidades vemos una y otra vez que quienes actúan según una ética de la convicción se transforman súbitamente en profetas quiliásticos; que, por ejemplo, quienes repetidamente han predicado “el amor frente a la fuerza” invocan acto seguido la fuerza, la fuerza definitiva que ha de traer consigo la aniquilación de toda violencia del mismo modo que, en cada ofensiva, nuestros oficiales decían a los soldados que era la última, la que había de darnos el triunfo y con él la paz. Quien opera conforme a una ética de la convicción no soporta la irracionalidad ética del mundo. Es un “racionalista” cósmico-ético. Aquellos de entre ustedes que conozcan la obra de Dostoievski recordarán a este propósito la escena del Gran Inquisidor, en donde este problema se plantea en términos muy hondos. No es posible meter en el mismo saco la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad, del mismo modo que no es posible decretar éticamente qué fines pueden santificar tales o cuales medios, cuando se quiere hacer alguna concesión a este principio.
Mi colega F. W. Forster, a quien personalmente tengo en gran estima por la indudable sinceridad de sus convicciones, pero a quien rechazo enteramente como político, cree poder salvar esta dificultad en su conocido libro recurriendo a la simple tesis de que de lo bueno sólo puede resultar el bien y de lo malo, sólo el mal. Si esto fuera así, naturalmente, no se presentaría el problema, pero es asombroso que tal tesis pueda aún ver la luz en el día de hoy, dos mil quinientos años después de los Upanishadas. No solamente el curso todo de la historia universal, sino también el examen imparcial de la experiencia cotidiana, nos está mostrando lo contrario. El desarrollo de todas las religiones del mundo se apoya sobre la base de que la verdad es lo contrario de lo que dicha tesis sostiene. El problema original de la teodicea es el de cómo es posible que un poder que se supone, a la vez, infinito y bondadoso haya podido crear este mundo irracional del sufrimiento inmerecido, la injusticia impune y la estupidez irremediable. O ese Creador no es todopoderoso, o no es bondadoso, o bien la vida está regida por unos principios de equilibrio y de sanción que sólo pueden ser interpretados metafísicamente o que están sustraídos para siempre a nuestra interpretación. Este problema de la irracionalidad del mundo ha sido la fuerza que ha impulsado todo desarrollo religioso. La doctrina hindú del Karma, el dualismo persa, el pecado original, la predestinación y el Deus absconditus han brotado todos de esta experiencia. También los cristianos primitivos sabían muy exactamente que el mundo está regido por los demonios y que quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando.
Las distintas éticas religiosas se han acomodado de diferente modo al hecho de que vivimos insertos en ordenaciones vitales distintas, gobernadas por leyes distintas entre si. El politeísmo helénico sacrificaba tanto a Afrodita como a Hera, a Apolo como a Dionisio, y sabía bien que no era raro el conflicto entre estos dioses. La ordenación vital hindú hacía a cada profesión objeto de una ley ética especial, de un dharma, y las separaba para siempre unas de otras en castas distintas. Las colocaba en una jerarquía fija de la que los nacidos no podían escapar sino por el renacimiento en la próxima vida, colocándolas así a distancias diferentes de los bienes supremos de la salvación religiosa. Le era posible, de este modo, construir el dharma de cada casta, desde los ascetas y brahmanes hasta los rateros y las prostitutas, deacuerdo con la legalidad inmanente propia de cada profesión. En el Bhagavata, en la conversación entre Krischna y Arduna, encontrarán ustedes la ubicación de la guerra dentro del conjunto total de las ordenaciones vitales. “Haz la obra necesaria”, esto es, la obra obligatoria según el dharma de la casta de los guerreros, lo objetivamente necesario de acuerdo con la finalidad de la guerra. Para el hinduismo esto no estorba la salvación religiosa, sino que, por el contrario, la ayuda. Para el guerrero hindú que moría heroicamente, el cielo de Indra estaba tan eternamente seguro como el Walhalla para los germanos. Hubiera, en cambio, despreciado el nirvana como los germanos despreciaban el cielo cristiano y sus coros de ángeles. Esta especialización permitió a la ética hindú un tratamiento del arte real de la política en el que no hay quiebras porque se limita a seguir las leyes propias de la misma e incluso las refuerza. El “maquiavelismo” verdaderamente radical, en el sentido habitual del término, está clásicamente representado en la literatura hindú por el Arthasastra de Kautilya, que es muy anterior a nuestra era y data probablemente del tiempo de Chandragupta. A su lado el “Príncipe” de Maquiavelo nos resulta perfectamente inocente. Como es sabido, para la ética católica, de la que tan próximo está el profesor Forster, los consilia evangelica constituyen una ética especial para quienes están dotados con el carisma de la vida santa. Entre ellos están, además del monje, que no debe derramar sangre ni buscar ganancia, el caballero cristiano y el ciudadano piadoso que, respectivamente, pueden hacer una y otra cosa. El escalonamiento de la ética y su integración en una doctrina de la salvación son menos consecuentes aquí que en la India, pero ello debería y tenía que ser así, de acuerdo con los supuestos de la fe cristiana. La corrupción del mundo por el pecado original permitía con relativa facilidad introducir en la ética la violencia como medio para combatir el pecado y las herejías que ponen el alma en peligro. Las exigencias acósmicas del Sermón de la Montaña, que pertenecen a una pura ética de la convicción, y el Derecho natural que en ellas se apoya y que contiene también exigencias absolutas, conservaron, sin embargo, su fuerza revolucionaria y salieron furiosamente a la superficie en casi todas las épocas de conmoción social. Dieron origen, en especial, a las sectas pacifistas radicales, una de las cuales hizo en Pennsylvania el experimento de un Estado que renunciaba a la fuerza frente al exterior. Este experimiento siguió un curso trágico cuando, al estallar la guerra de la independencia, los cuáqueros se vieron imposibilitados de tomar las armas en un conflicto en el que se luchaba por sus ideales. El protestantismo normal, por el contrario, legitimó el Estado, es decir, el recurso a la violencia, como una institución divina, especialmente el Estado autoritario legítimo. Lutero quitó de los hombros del individuo particular la responsabilidad ética de la guerra para arrojarla sobre la autoridad, a la que se puede obedecer, sin ser culpable, en todo salvo en las cuestiones de fe. El calvinismo volvió a aceptar como principio báscio la legitimidad de la fuerza como medio para la defensa de la fe, es decir, la guerra de religión, que es un elemento vital en el Islam desde sus comienzos. Como puede verse, no es la moderna falta de fe, nacida del culto renacentista por el héroe, la que ha suscitado el problema de la ética política. Todas las religiones, con éxito muy distinto, han lidiado con Él como, de acuerdo con lo que acabamos de decir, no podía por menos de suceder. La singularidad de todos los problemas éticos de la política está determinada sola y exclusivamente por su medio específico, la violencia legítima en manos de asociaciones humanas.
Quien de cualquier modo pacte con este medio y para cualquier fin que lo haga, y esto es lo que todo político hace, está condenado a sufrir sus consecuencias específicas. Esta condena recae muy especialmente sobre quien lucha por su fe, sea ésta religiosa o revolucionaria. Tomemos la actualidad como ejemplo. Quien quiera imponer sobre la tierra la justicia absoluta valiéndose del poder necesita para ello seguidores, un “aparato” humano. Para que éste funcione tiene que ponerle ante los ojos los necesarios premios internos y externos. En las condiciones de la moderna lucha de clases, tiene que ofrecer como premio interno la satisfacción del odio y el deseo de revancha y, sobre todo, la satisfacción del resentimiento y de la pasión pseudoética de tener razón; es decir, tiene que satisfacer la necesidad de difamar al adversario y de acusarle de herejía. Como medios externos tiene que ofrecer la aventura, el triunfo, el botín, el poder y las prebendas. El jefe depende por entero para su triunfo del funcionamiento de este aparato y por esto depende de los motivos del aparato y no de los suyos propios. Tiene, pues, que asegurar permanentemente esos premios para los seguidores que necesita, es decir, para los guardias rojos, los pícaros y los agitadores. En tales condiciones, el resultado objetivo de su acción no está en su mano, sino que le viene impuesto por esos motivos éticos, predominantemente abyectos, de sus seguidores, que sólo pueden ser refrendados en la medida en que al menos una parte de éstos, que en este mundo nunca será la mayoría, esté animada por una noble fe en su persona y en su causa. Pero, incluso cuando es subjetivamente sincera, no sólo esta fe no pasa de ser la mayor parte de los casos más que una “legitimación” del ansia de venganza, de poder, de botín y de prebendas (no nos engañemos, la interpretación materialista de la historia no es tampoco un carruaje que se toma y se deja a capricho, y no se detiene ante los autores de la revolución), sino que, sobre todo, tras la revolución emocional, se impone nuevamente la cotidianidad tradicional: los héroes de la fe y la fe misma desaparecen o, lo que es más eficaz aun, se trasforman en parte constitutiva de la fraseología de los pícaros y de los técnicos de la política. Esta evolución se produce de forma especialmente rápida en las contiendas ideológicas porque suelen estar dirigidas o inspiradas por auténticos caudillos, profetas de la revolución. Aquí, como en todo aparato sometido a una jefatura, una de las condiciones del éxito es el empobrecimiento espiritual en pro de la “disciplina”. El séquito triunfante de un caudillo ideológico suele así transformarse con especial facilidad en un grupo completamente ordinario de prebendados.
Quien quiera en general hacer política y, sobre todo, quien quiera hacer política como profesión ha de tener conciencia de estas paradojas éticas y de su responsabilidad por lo que él mismo, bajo su presión, puede llegar a ser. Repito que quien hace política pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno de todo poder. Los grandes virtuosos del amor al prójimo y del bien acósmico de Nazaret, de Asís o de los palacios reales de la India no operaron con medios políticos, con el poder. Su reino “no era de este mundo”, pese a que hayan tenido y tengan eficacia en él. Platón, Karatajev y los santos dostoievskianos siguen siendo sus más fieles reproducciones. Quien busca la salvación de su alma y la de los demás que no la busque por el camino de la política, cuyas tareas, que son muy otras, sólo pueden ser cumplidas mediante la fuerza. El genio o demonio de la política vive en tensión interna con el dios del amor, incluido el dios cristiano en su configuración eclesiástica, y esta tensión puede convertirse en todo momento en un conflicto sin solución. Esto lo sabían ya los hombres en la época de la dominación de la Iglesia. Una y otra vez caía el interdicto papal sobre Florencia (y en esta época esto significaba para los hombres y la salud de sus almas un poder más fuerte que lo que Fichte llama la “aprobación fría” del juicio moral kantiano), cuyos ciudadanos, sin embargo, continuaban combatiendo contra los Estados de la Iglesia. Con referencia a tales situaciones, y en un bello pasaje que, si la memoria no me engaña, pertenece a las “Historias florentinas”, Maquiavelo pone en boca de uno de sus héroes la alabanza de aquellos que colocan la grandeza de la patria por encima de la salvación de sus almas.
Si en lugar de ciudad natal o de “patria”, que quizás no tienen hoy para todos un significado unívoco, dicen ustedes “el futuro del socialismo” o la “paz internacional”, tendrá planteado el problema en su forma actual. Todo aquello que se persigue a través de la acción política, que se sirve de medios violentos y opera con arreglo a la ética de la responsabilidad, pone en peligro la “salvación del alma”. Cuando se trata de conseguir una finalidad de ese género en un combate ideológico y con una pura ética de la convicción, esa finalidad puede resultar perjudicada y desacreditada para muchas generaciones porque en su persecución no se tuvo presente la responsabilidad por las consecuencias.
Quien así obra no tiene conciencia de las potencias diabólicas que están en juego. Estas potencias son inexorables y originarán consecuencias que afectan tanto a su actividad como a su propia alma, frente a las que se encuentra indefenso si no las ve. “El demonio es viejo; hazte viejo para poder entenderlo.” No se trata en esta frase de años, de edad. Yo nunca me he dejado abrumar en una discusión por el dato de la fecha de nacimiento. Pero el simple hecho de que alguien tenga veinte años y yo más de cincuenta tampoco puede inducirme, en definitiva, a pensar que eso constituye un éxito ante el que tengo que temblar de pavor. Lo decisivo no es la edad, sino la educada capacidad para mirar de frente las realidades de la vida, soportarlas y estar a la altura.
Es cierto que la política se hace con la cabeza, pero en modo alguno solamente con la cabeza. En esto tiene toda la razón quienes defienden la ética de la convicción. Nadie puede, sin embargo, prescribir si hay que obrar conforme a la ética de la responsabilidad o conforme a la ética de la convicción, o cuándo conforme a una y cuándo conforme a otra. Lo único que puedo decirles es que cuando en estos tiempos de excitación que ustedes no creen “estéril” (la excitación no es ni esencialmente ni siempre una pasión auténtica) veo aparecer súbitamente a los políticos de convicción en medio del desorden gritando: “El mundo es estúpido y abyecto, pero yo no; la responsabilidad por las consecuencias no me corresponden a mí, sino a los otros para quienes yo trabajo y cuya estupidez o cuya abyección yo extirparé”, lo primero que hago es cuestionar la solidez interior que existe tras esta ética de la convicción. Tengo la impresión de que en nueve casos de cada diez me enfrento con odres llenos de viento que no sienten realmente lo que están haciendo, sino que se inflaman con sensaciones románticas. Esto no me interesa mucho humanamente y no me conmueve en absoluto. Es, por el contrario, infinitamente conmovedora la actitud de un hombre maduro (de pocos o muchos años, que eso no importante), que siente realmente y con toda su alma esta responsabilidad por las consecuencias y actúa conforme a una ética de responsabilidad, y que al llegar a cierto momento dice: “No puedo hacer otra cosa, aquí me detengo”. Esto sí es algo auténticamente humano y esto sí cala hondo. Esta situación puede, en efecto, presentársenos en cualquier momento a cualquiera de nosotros que no esté muerto interiormente. Desde este punto de vista la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son términos absolutamente opuestos, sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre que puede tener “vocación política”.
Y ahora, estimados oyentes, los emplazo para que hablemos nuevamente de este asunto dentro de diez años. Si entonces, como desgraciadamente tengo muchos motivos para temer, llevamos ya mucho tiempo dominados por la reacción y se ha realizado muy poco o quizás absolutamente nada de lo que, seguramente muchos de ustedes, y yo mismo, como he confesado frecuentemente, hemos deseado y esperado (muy probablemente eso no me aniquilará, pero supone, desde luego, una grave carga saber que así será), me gustará mucho saber qué “ha sido” interiormente de aquellos que entre ustedes que ahora se sienten auténticos “políticos de convicción” y participan en la embriaguez de esta revolución actual. Sería muy bello que las cosas fueran de tal modo que les pudiera aplicar lo de Shakespeare dice en el soneto 102:
Entonces era primavera y tierno nuestro amor
Entonces la saludaba cada día con mi canto
Como canta el ruiseñor en la alborada del estío
Y apaga sus trinos cuando va entrando el día.
Pero las cosas no son así. Lo que tenemos ante nosotros no es la alborada del estío, sino una noche polar de una dureza y una oscuridad heladas, cualesquiera que sean los grupos que ahora triunfen. Allí en donde nada hay, en efecto, no es sólo el emperador quien pierde sus derechos sino también el proletariado. Cuando esta noche se disipe poco a poco, ¿quién de aquellos vivirá cuya primavera florece hoy aparentemente con tanta opulencia? ¿Y qué habrá sido entonces internamente de todos ellos? Habrán caído en la amargura o en la grandilocuencia vacía, o habrán aceptado simplemente el mundo y su profesión, o habrán seguido un tercer camino, que no es el más infrecuente, el de la huida mística del mundo para aquellos que tienen dotes para ello o que (y esto es lo más común y peor) adoptan este camino para seguir la moda. En cualquiera de estos casos sacaré la consecuencia de que no han estado a la altura de sus propios actos, de que no han estado a la altura del mundo como realmente es, y a la altura de su cotidianidad. Objetiva y verdaderamente, no han tenido, en sentido profundo, la vocación política que creían tener. Habría hecho mejor ocupándose lisa y llanamente de la fraternidad de hombre a hombre y dedicándose simplemente a su trabajo cotidiano.
La política consiste en una dura y prolongada penetración a través de tenaces resistencias, para la que se requiere, al mismo tiempo, pasión y mesura. Es completamente cierto, y así lo prueba la Historia, que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez. Pero para ser capaz de hacer esto no sólo hay que se un caudillo, sino también un héroe en el sentido más sencillo de la palabra. Incluso aquellos que no son ni lo uno ni lo otro han de armarse desde ahora de esa fortaleza de ánimo que permite soportar la destrucción de todas las esperanzas, si no quieren resultar incapaces de realizar incluso lo que hoy es posible. Sólo quien está seguro de no quebrarse cuando, desde su punto de vista, el mundo se muestra demasiado estúpido o demasiado abyecto para lo que él le ofrece; sólo quien frente a todo esto es capaz de responder con un “sin embargo”; sólo un hombre de esta forma construido tiene “vocación” para la política.
¿Qué entendemos por política? El concepto es extraordinariamente amplio y abarca cualquier género de actividad directiva autónoma. Se habla de la política de divisas de los bancos, de la política de descuento del Reichsbank, de la política de un sindicato en una huelga, y se puede hablar igualmente de la política escolar de una ciudad o de una aldea, de la política que la presidencia de una asociación lleva en la dirección de ésta e incluso de la política de una esposa astuta que trata de gobernar a su marido. Naturalmente, no es este amplísimo concepto el que servirá de base a nuestras consideraciones en la tarde de hoy. Por política entenderemos solamente la dirección o la influencia sobre la dirección de una asociación política, es decir, en nuestro tiempo, de un Estado.
¿Pero, qué es, desde el punto de vista de la consideración sociológica, una asociación política? Tampoco es éste un concepto que pueda ser sociológicamente definido a partir del contenido de su actividad. Apenas existe una tarea que aquí o allá no haya sido acometida por una asociación política y, de otra parte, tampoco hay ninguna tarea de la que puede decirse que haya sido siempre competencia exclusiva de esas asociaciones políticas que hoy llamamos Estados o de las que fueron históricamente antecedentes del Estado moderno. Dicho Estado sólo es definible sociológicamente por referencia a un medio específico que él, como toda asociación política, posee: la violencia física. “Todo Estado está fundado en la violencia”, dijo Trotsky en Brest-Litowsk. Objetivamente esto es cierto. Si solamente existieran configuraciones sociales que ignorasen el medio de la violencia habría desaparecido el concepto de “Estado” y se habría instaurado lo que, en este sentido específico, llamaríamos “anarquía”. La violencia no es, naturalmente, ni el medio normal ni el único medio de que el Estado se vale, pero sí es su medio específico. Hoy, precisamente, es especialmente íntima la relación del Estado con la violencia. En el pasado las más diversas asociaciones, comenzando por la asociación familiar, han utilizado la violencia como un medio enteramente normal. Hoy, por el contrario, tendremos que decir que Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el territorio es el elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima. Lo específico de nuestro tiempo es que a todas las demás asociaciones e individuos sólo se les concede el derecho a la violencia física en la medida que el Estado lo permite. El Estado es la única fuente del “derecho” a la violencia. Política significará, pues, para nosotros, la aspiración a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados o, dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen.
Esto se corresponde esencialmente con la acepción habitual del término. Cuando se dice que una cuestión es política, o que son “políticos” un ministro o un funcionario, o que una decisión está políticamente condicionada, lo que quiere significarse siempre es que la respuesta a esa cuestión, o la determinación de la esfera de actividad de aquel funcionario, o las condiciones de esta decisión, dependen directamente de los intereses en torno a la distribución, la conservación o la transferencia del poder. Quien hace política aspira al poder; al poder como medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al poder “por el poder”, para gozar del sentimiento de prestigio que él confiere.
El Estado, como todas las asociaciones políticas que históricamente lo han precedido, es una relación de dominación de hombres sobre hombres, que se sostiene por medio de la violencia legítima (es decir, de la que es vista como tal). Para subsistir necesita, por tanto, que los dominados acaten la autoridad que pretenden tener quienes en ese momento dominan. ¿Cuándo y por qué hacen esto? ¿Sobre qué motivos internos de justificación y sobre qué medios externos se apoya esta dominación?
En principio (para comenzar por ellos) existen tres tipos de justificaciones internas, de fundamentos de legitimidad de una dominación. En primer lugar, la legitimidad del “eterno ayer”, de la costumbre consagrada por su inmemorial validez y por la consuetudinaria orientación de los hombres hacia su respeto. Es la legitimidad “tradicional”, como la que ejercían los patriarcas y los príncipes patrimoniales de viejo cuño. En segundo término, la autoridad de la gracia (carisma) personal y extraordinaria, la entrega puramente personal y la confianza, igualmente personal, en la capacidad para las revelaciones, el heroísmo u otras cualidades de caudillo que un individuo posee. Es esta autoridad carismática la que detentaron los profetas o, en el terreno político, los jefes guerreros elegidos, los gobernantes plebiscitarios, los grandes demagogos o los jefes de los partidos políticos. Tenemos, por último, una legitimidad basada en la legalidad, en la creencia en la validez de preceptos legales y en la competencia objetiva fundada sobre normas racionalmente creadas, es decir, en la orientación hacia la obediencia a las obligaciones legalmente establecidas; una dominación como la que ejercen el moderno “servidor del Estado” y todos aquellos titulares del poder que se asemejan a él.
Es evidente que, en la realidad, la obediencia de los súbditos está condicionada por muy poderosos motivos de temor y esperanza (temor a la venganza del poderoso o de los poderes mágicos, esperanza de una recompensa terrena o ultraterrena) y, junto con ellos, también por los más diversos intereses. De esto hablaremos inmediatamente. Pero cuando se cuestionan los motivos de legitimidad de la obediencia nos encontramos siempre con uno de estos tres tipos puros. Estas ideas de la legitimidad y su fundamentación interna son de suma importancia para la estructura de dominación. Los tipos puros se encuentran, desde luego, muy raramente en la realidad, pero hoy no podemos ocuparnos aquí de las intrincadas modificaciones, interferencias y combinaciones de estos tipos puros. Esto es cosa que corresponde a la problemática de la “teoría general del Estado”. Lo que hoy nos interesa sobre todo aquí es el segundo de estos tipos: la dominación producida por la entrega de los sometidos al “carisma” puramente personal del “caudillo”. En ella arraiga, en su expresión más alta, la idea de vocación. La entrega al carisma del profeta, del caudillo en la guerra, o del gran demagogo en la Ecclesia o el Parlamento, significa, en efecto, que esta figura es vista como la de alguien que está internamente llamado a ser conductor de hombres, los cuales no le prestan obediencia porque lo mande la costumbre o una norma legal, sino porque creen en él. Y él mismo, si no es un mezquino advenedizo efímero y presuntuoso, “vive para su obra”. Pero es a su persona y a sus cualidades a las que se entrega el discipulado, el séquito, el partido. El caudillaje ha surgido en todos los lugares y épocas bajo uno de estos dos aspectos, los más importantes en el pasado: el de mago o profeta, de una parte, y el de príncipe guerrero, jefe de banda o condottiero, de la otra. Lo propio del Occidente es, sin embargo, y esto es lo que aquí más nos importa, el caudillaje político. Surge primero en la figura del “demagogo” libre, aparecida en el terreno del Estado-ciudad, que es también la creación propia de Occidente y, sobre todo, de la cultura mediterránea, y más tarde en la de “jefe de partido” en un régimen parlamentario, dentro del marco del Estado constitucional, que es igualmente un producto específico del suelo occidental.
Claro está, sin embargo, que estos políticos por “vocación” no son nunca las únicas figuras determinantes en la empresa política de luchar por el poder. Lo decisivo en esta empresa es, más bien, el género de medios auxiliares que los políticos tienen a su disposición. ¿Cómo comienzan a afirmar su dominación los poderes políticamente dominantes? Esta cuestión abarca cualquier forma de dominación y, por tanto, también la dominación política en todas sus formas, tradicional, legal o carismática.
Toda empresa de dominación que requiera una administración continuada necesita, de una parte, la orientación de la actividad humana hacia la obediencia a aquellos señores que se pretenden portadores del poder legítimo y, de la otra, el poder de disposición, gracias a dicha obediencia, sobre aquellos bienes que, eventualmente, sean necesarios para el empleo del poder físico: el equipo de personal administrativo y los medios materiales de la administración.
Naturalmente, el cuadro administrativo que representa hacia el exterior a la empresa de dominación política, como a cualquier otra empresa, no está vinculado con el detentador del poder por esas ideas de legitimidad de las que antes hablábamos, sino por dos medios que afectan directamente al interés personal: la retribución material y el honor social. El feudo de los vasallos, las prebendas de los funcionarios patrimoniales y el sueldo de los actuales servidores del Estado, de una parte; de la otra el honor del caballero, los privilegios estamentales y el honor del funcionario constituyen el premio del cuadro administrativo y el fundamento último y decisivo de su solidaridad con el titular del poder. También para el caudillaje carismático tiene validez esta afirmación; el séquito del guerrero recibe el honor y el botín, el del demagogo los spoils, la explotación de los dominados mediante el monopolio de los cargos, los beneficios políticamente condicionados y las satisfacciones de vanidad.
Para el mantenimiento de toda dominación por la fuerza se requieren ciertos bienes materiales externos, lo mismo que sucede con una empresa económica. Todas las organizaciones estatales pueden ser clasificadas en dos grandes categorías según el principio a que obedezcan. En unas, el equipo humano (funcionario o lo que fueren) con cuya obediencia ha de contar el titular del poder posee en propiedad los medios de administración, consistan éstos en dinero, edificios, material bélico, parque de transporte, caballos o cualquier otra cosa; en otras, el cuadro administrativo está “separado” de los medios de administración, en el mismo sentido en que hoy en día el proletariado o el empleado “están” separados de los medios materiales de producción dentro de la empresa capitalista. En estas últimas el titular del poder tiene los bienes requeridos para la administración como una empresa propia, organizada por él, de cuya administración encarga a servidores personales, empleados, favoritos u hombres de confianza, que no son propietarios, que no poseen por derecho propio los medios materiales de la empresa; en las primeras sucede justamente lo contrario. Esta diferencia se mantiene a través de todas las organizaciones administrativas del pasado.
A la asociación política en la que los medios de la administración son, en todo o en parte, propiedad del cuadro administrativo dependiente la llamaremos asociación “estamentalmente” estructurada. En la asociación feudal, por ejemplo, el vasallo paga de su propio bolsillo los gastos de administración y de justicia dentro de su propio feudo, y se equipa y aprovisiona para la guerra; sus subvasallos, a su vez, hacen lo mismo. Esta situación originaba consecuencias evidentes para el poder del señor, que descansaba solamente en le vínculo de la lealtad personal y en el hecho de que la posesión sobre el feudo y el honor social del vasallo derivaban su “legitimidad” del señor.
En todas partes, incluso en las configuraciones políticas más antiguas, encontramos también la organización de los medios materiales de la administración como empresa propia del señor. Éste trata de mantenerlos en sus propias manos, administrándolos mediante gentes dependientes de él, esclavos, criados, servidores, “favoritos” personales o prebendados, retribuidos en especie o en dinero con sus propias reservas. Intenta, igualmente, atender a los gastos de su propio bolsillo, con los productos de su patrimonio, y crear un ejército que dependa exclusivamente de su persona porque se aprovisiona y se equipa en sus graneros, sus almacenes y sus arsenales. En tanto que en la asociación “estamental” el señor gobierna con el concurso de una “aristocracia” independiente, con la que se ve obligado a compartir el poder, en este otro tipo de asociación se apoya en domésticos o plebeyos, en grupos sociales desposeídos de bienes y desprovistos de un honor social propio, enteramente ligados a él en lo material y que no disponen de base alguna para crear un poder concurrente. Todas las formas de dominación patriarcal y patrimonial, el despotismo de los sultanes y el Estado burocrático pertenecen a este tipo. Especialmente el Estado burocrático, cuya forma más racional es, precisamente, el Estado moderno.
En todas partes el desarrollo del Estado moderno comienza cuando el príncipe inicia la expropiación de los titulares “privados” de poder administrativo que junto a él existen: los propietarios en nombre propio de medios de administración y de guerra, de recursos financieros y de bienes de cualquier género políticamente utilizables. Este proceso ofrece una analogía total con el desarrollo de la empresa capitalista mediante la paulatina expropiación de todos los productores independientes. Al término del proceso vemos cómo en el Estado moderno el poder de disposición sobre todos los medios de la empresa política se amontona en la cúspide, y no hay ya ni un solo funcionario que sea propietario del dinero que gasta o de los edificios, recursos, instrumentos o maquinas de guerra que utiliza. En el Estado moderno se realiza, pues, al máximo (y esto es lo esencial a su concepto mismo), la “separación” entre el cuadro administrativo (empleados u obreros administrativos) y los medios materiales de la administración. De este punto arranca la más reciente evolución que, ante nuestros ojos, intenta expropiar a este expropiador de los medios políticos y, por tanto, también del poder político. Esto es lo que ha hecho la revolución [Se refiere Weber a la revolución espartaquista de Alemania], al menos en la medida en que el puesto de las autoridades estatuidas ha sido ocupado por dirigentes que, por usurpación o por elección, se han apoderado del poder de disposición sobre el cuadro administrativo y los medios materiales de la administración y, con derecho o sin él, derivan su legitimidad de la voluntad de los dominados. Cuestión distinta es la de si sobre la base de su éxito, al menos aparente, esta revolución permite abrigar la esperanza de realizar también la expropiación dentro de la empresa capitalista, cuya dirección, pese a las grandes analogías existentes, se rige en último término por leyes muy distintas a las de la administración política. Sobre esta cuestión no vamos a pronunciarnos hoy. Para nuestro estudio retengo sólo lo puramente conceptual: que el Estado moderno es una asociación de dominación con carácter institucional que ha tratado, con éxito, de monopolizar dentro de un territorio la violencia física legítima como medio de dominación y que, a este fin, ha reunido todos los medios materiales en manos de su dirigente y ha expropiado a todos los funcionarios estamentales que antes disponían de ellos por derecho propio, sustituyéndolos con sus propias jerarquías supremas.
Ahora bien, en el curso de este proceso político de expropiación que, con éxito mudable, se desarrolló en todos los países del globo, han aparecido, inicialmente como servidores del príncipe, las primeras categorías de “políticos profesionales” en un segundo sentido, de gentes que no querían gobernar por sí mismas, como los caudillos carismáticos, sino que actuaban al servicio de jefes políticos. En las luchas del príncipe contra los estamentos se colocaron del lado de aquel e hicieron del servicio a esta política un medio para ganarse la vida, de una parte, y un ideal de vida, de la otra. De nuevo, es sólo en Occidente en donde encontramos este tipo de políticos profesionales. Aunque sirvieron también a otros poderes, y no sólo a los príncipes, fueron en el pasado el instrumento más importante del que éstos dispusieron para asentar su poder y llevar a cabo el proceso de expropiación a que antes aludíamos.
Aclaremos bien, antes de seguir adelante, lo que la existencia de estos “políticos profesionales” representa desde todos los puntos de vista. Se puede hacer “política” (es decir, tratar de influir sobre la distribución del poder entre las distintas configuraciones políticas y dentro de cada una de ellas) como político “ocasional”, como profesión secundaria o como profesión principal, exactamente lo mismo que sucede en la actividad económica. Políticos “ocasionales” lo somos todos nosotros cuando depositamos nuestro voto, aplaudimos o protestamos en una reunión “política”, hacemos un discurso “político” o realizamos cualquier otra manifestación de voluntad de género análogo, y para muchos hombres la relación con la política se reduce a esto. Políticos “semiprofesionales” son hoy, por ejemplo, todos esos delegados y directivos de asociaciones políticas que, por lo general, sólo desempeñan estas actividades en caso de necesidad, sin “vivir” principalmente de ellas y para ellas, ni en lo material ni en lo espiritual. En la misma situación se encuentran también los miembros de los Consejos de Estado y otros cuerpos consultivos que sólo funcionan cuando son requeridos para ello. Pero no sólo éstos; también son semiprofesionales ciertos grupos bastante numerosos de parlamentarios que solamente hacen política mientras está reunido en el Parlamento. En el pasado encontramos grupos de este tipo en los estamentos. Por “estamentos” entendemos el conjunto de poseedores por derecho propio de medios materiales para la guerra o para la administración, o de poderes señoriales a titulo personal. Una gran parte de estas personas estaba muy lejos de poner su vida al servicio de la política, ni por entero, ni principalmente, ni de cualquier forma que no fuese puramente circunstancial. Aprovechaban más bien su poder señorial para recibir rentas o beneficios, y sólo desarrollaban una actividad política, una actividad al servicio de la asociación política, cuando se lo exigían expresamente el señor o sus iguales. Tampoco es otra la situación de una parte de esas fuerzas auxiliares que el príncipe suscitó en su lucha por crear una empresa política propia, de la que sólo él pueda disponer. Así sucedía con los “consejeros áulicos” y, yendo aún más lejos, con una parte de los consejeros que integraban la “Curia” y otras corporaciones consultivas de los príncipes. Pero a los príncipes no les bastaba, naturalmente, con estos auxiliares ocasionales o semiprofesionales. Tenían que intentar la creación de un equipo dedicado plena y exclusivamente a su servicio, es decir, un cuadro de auxiliares profesionales. La procedencia de estos auxiliares, la capa social en donde fueron reclutados, habría de determinar muy esencialmente la estructura de las nacientes políticas dinásticas; y no sólo de ellas, sino también de toda la cultura a que en ellas se desarrolló. En la misma necesidad se vieron, y aún con mayor razón, aquellas asociaciones políticas que, habiendo eliminado por entero o limitado muy ampliamente el poder de los príncipes, se constituyeron políticamente en lo que se llaman comunidades “libres”; “libres” no en el sentido de estar libres de toda dominación violenta, sino en el de que en ellas no existía como fuente única de autoridad el poder del príncipe, legitimado por la tradición y, en la mayor parte de los casos, consagrado por la religión. Estas comunidades sólo nacen también en el Occidente y su germen es la ciudad como asociación política, la cual aparece por vez primera en el círculo cultural mediterráneo. ¿Cómo se presentan en todos estos casos los políticos “profesionales”?
Hay dos formas de hacer de la política una profesión. O se vive “para” la política o se vive “de” la política. La oposición no es en absoluto excluyente. Por el contrario, generalmente se hacen las dos cosas, al menos idealmente; y, en la mayoría de los casos, también materialmente. Quien vive “para” la política hace “de ello su vida” en un sentido íntimo; o goza simplemente con el ejercicio del poder que posee, o alimenta su equilibrio y su tranquilidad con la conciencia de haberle dado un sentido a su vida, poniéndola al servicio de “algo”. En este sentido profundo, todo hombre serio que vive para algo vive también de ese algo. La diferencia entre vivir para y el vivir de se sitúa, pues, en un nivel mucho más grosero, en el nivel económico. Vive “de” la política como profesión quien trata de hacer de ella una fuente duradera de ingresos; vive “para” la política quien no se halla en este caso. Para que alguien pueda vivir “para” la política en este sentido económico, y siempre que se trate de un régimen basado en la propiedad privada, tienen que darse ciertos supuestos, muy triviales, si ustedes quieren: en condiciones normales, quien así viva ha de ser económicamente independiente de los ingresos que la política pueda proporcionarle. Dicho de la manera más simple: tiene que tener un patrimonio o una situación privada que le proporcione entradas suficientes. Esto es al menos lo que sucede en circunstancias normales. Ni el séquito de los príncipes guerreros ni el de los héroes revolucionarios se preocupan para nada de las condiciones de una economía normal. Unos y otros viven del botín, el robo, las confiscaciones, las contribuciones o imponiendo el uso forzoso de medios de pago carentes de valor, procedimientos todos esencialmente idénticos. Sin embargo, éstos son, necesariamente, fenómenos excepcionales; en la economía cotidiana sólo el patrimonio posibilita la independencia. Pero con esto aún no basta. Quien vive para la política tiene que ser además económicamente “libre”, esto es, sus ingresos no han de depender del hecho de que él consagre a obtenerlos todo o una parte importante de su trabajo personal y sus pensamientos. Plenamente libre en este sentido es solamente el rentista, es decir, aquel que percibe una renta sin trabajar, sea que esa renta tenga su origen en la tierra, como es el caso de los señores del pasado o los terratenientes y los nobles de la actualidad (en la Antigüedad y en la Edad Media había también rentas procedentes de los esclavos y los siervos), sea que proceda de valores bursátiles u otras fuentes modernas. Ni el obrero ni el empresario (y esto hay que tenerlo muy en cuenta), especialmente el gran empresario moderno, son libres en este sentido. Pues también el empresario, y precisamente él, está ligado a su negocio y no es libre, y mucho menos el empresario industrial que el agrícola, dado el carácter estacional de la agricultura. Para él es muy difícil en la mayor parte de los casos hacerse representar por otro, aunque sea transitoriamente. Tampoco es libre, por ejemplo, el médico, y tanto menos cuanto más notable sea y más ocupado esté. Por motivos puramente técnicos se libera, en cambio, con mucha mayor facilidad el abogado, que por eso ha jugado como político profesional un papel mucho más importante que el médico y, con frecuencia, un papel resueltamente dominante. Pero no vamos a continuar con esta casuística. Lo que nos importa es poner en evidencia algunas consecuencias de esta situación.
La dirección de un Estado o de un partido por gentes que, en el sentido económico, viven para la política y no de la política, significa necesariamente un reclutamiento “plutocrático” de las capas políticamente dirigentes. Esta afirmación no implica, naturalmente, su inversa. El que tal dirección plutocrática exista no significa que el grupo políticamente dominante no trate también de vivir “de” la política y no acostumbre a utilizar también su dominación política para sus intereses económicos privados. Evidentemente, no se trata de eso. No ha existido jamás ningún grupo que, de una u otra forma, no lo haya hecho. Nuestra afirmación significa simplemente que los políticos profesionales de esta clase no están obligados a buscar una remuneración por sus trabajos políticos, cosa que, en cambio, deben hacer quienes carecen de medios. De otra parte, tampoco se quiere decir que los políticos carentes de fortuna se propongan solamente, y ni siquiera principalmente, atender a sus propias necesidades por medio de la política y no piensen principalmente “en la causa”. Nada sería más injusto. La experiencia enseña que para el hombre adinerado la preocupación por la seguridad de su existencia es, consciente o inconscientemente, un punto cardinal de toda su orientación vital. Como puede verse sobre todo en épocas extraordinarias, es decir, revolucionarias, el idealismo político totalmente desinteresado y exento de miras materiales es propio principalmente, si no exclusivamente, de aquellos sectores que, a consecuencia de su falta de bienes, no tienen interés alguno en el mantenimiento del orden económico de una determinada sociedad. Queremos decir únicamente que el reclutamiento no plutocrático del personal político, tanto de los jefes como de los seguidores, se apoya sobre el supuesto evidente de que la empresa política proporcionará a este personal ingresos regulares y seguros. La política puede ser “honoraria”, y entonces estará regida por personas que llamaríamos “independientes”, es decir, ricas, y sobre todo por rentistas; pero si la dirección política es accesible a personas carentes de patrimonio, éstas han de ser remuneradas. El político profesional que vive de la política puede ser un puro “prebendado” o un “funcionario” a sueldo. O recibe ingresos provenientes de tasas y derechos por servicios determinados (las propinas y cohechos no son más que una variante irregular y formalmente ilegal de este tipo de ingresos), o percibe un emolumento fijo en especie o en dinero, o en ambas cosas a la vez. Puede asumir el carácter de un “empresario”, como sucedía con el condottiero o el arrendatario o comprador de un cargo en el pasado y sucede hoy con el boss americano, que considera sus gastos como una inversión de capital a la que hará producir beneficios utilizando sus influencias. O recibe un sueldo fijo, como es el caso del redactor de un periódico político, o de un secretario de partido o de un ministro o funcionario político moderno. En el pasado, las remuneraciones típicas con que los príncipes, conquistadores o jefes de partidos triunfantes premiaron a sus seguidores fueron los feudos, las donaciones de tierras, las prebendas de todo género y, más tarde, con el desarrollo de la economía monetaria, las gratificaciones especiales. Lo que los jefes de partido dan hoy como pago de servicios leales son cargos de todo género en partidos, periódicos, hermandades, cajas del Seguro Social y organismos municipales o estatales. Toda lucha entre partidos persigue no sólo un fin objetivo sino también, y ante todo, el control en la distribución de los cargos. Todos los choques entre tendencias centralistas y particularistas en Alemania giran en torno al problema de quién ha de tener en sus manos la distribución de los cargos, los poderes de Berlín o los de Munich, Karlsruhe o Dresde. Los partidos políticos sienten más una reducción de su participación en los cargos que una acción dirigida contra sus propios fines objetivos. En Francia, un cambio político de prefectos es considerado siempre como una revolución mayor y arma mucho más ruido que una modificación del programa gubernamental, que tiene un significado casi exclusivamente fraseológico. Ciertos partido, como, por ejemplo, los americanos, se han convertido, desde que desaparecieron las viejas controversias sobre la interpretación de la Constitución, en partidos cazadores de cargos, que cambian su programa objetivo de acuerdo con las posibilidades de captar votos. Hasta hace pocos años, en España se alternaban los dos grandes partidos, mediante “elecciones” fabricadas por el poder y siguiendo un turno fijo convencionalmente establecido para proveer con cargos a sus respectivos seguidores. En las antiguas colonias españolas, tanto con las “elecciones” como con las llamadas “revoluciones”, de lo que se trata siempre es de los pesebres estatales, en los que los vencedores desean saciarse. En Suiza los partidos se reparten pacíficamente los cargos en proporción a sus respectivos votos, y algunos de nuestros proyectos constitucionales “revolucionarios”, por ejemplo, el primero que se confeccionó para Baden, quisieron extender este sistema a los cargos ministeriales, tratando al Estado y los cargos estatales como si fueran simplemente instituciones para la distribución de prebendas. Sobre todo el Partido del Centro se entusiasmó tanto con el sistema que, en Baden, convirtió en principio programático la distribución proporcional de los cargos entre las distintas confesiones, es decir, sin tomar en consideración ni siquiera el éxito de cada partido. Con el incremento en el número de cargos a consecuencia de la burocratización general y la creciente apetencia de ellos como un modo específico de asegurarse el porvenir, esta tendencia aumenta en todos los partidos, que, cada vez más, son vistos por sus seguidores como un medio para lograr el fin de procurarse un cargo.
A esta tendencia se opone, sin embargo, la evolución del funcionariado moderno, que se va convirtiendo en un conjunto de trabajadores intelectuales altamente especializados mediante una larga preparación y con un honor estamental muy desarrollado, cuyo valor supremo es la integridad. Sin este funcionariado se cernería sobre nosotros el riesgo de una terrible corrupción y una incompetencia generalizada, e incluso se verían amenazadas las realizaciones técnicas del aparato estatal, cuya importancia para la economía aumenta continuamente y aumentará aún más gracias a la creciente socialización. La administración de aficionados basada en el spoils system que, en los Estados Unidos, permitía cambiar cientos de miles de funcionarios, incluidos los repartidores de Correos, según el resultado de la elección presidencial, y no conocía el funcionario profesional vitalicio, está ya, desde hace mucho tiempo, muy disminuida por la Civil Service Reform. Necesidades puramente técnicas e ineludibles de la administración impulsan esta evolución. A lo largo de un desarrollo que dura ya quinientos años, el funcionariado especializado según la división del trabajo ha ido creciendo paulatinamente en Europa. La evolución se inicia en las ciudades y señorías italianas y, entre las monarquías, en los Estados creados por los conquistadores normandos. El paso decisivo se dio en la administración financiera de los príncipes. En las reformas administrativas del emperador Max podemos ver cuán difícil les resultaba a los funcionarios, incluso en momentos de apuro exterior y dominación turca, desposeer al príncipe de sus poderes en este terreno de las finanzas, que es el que peor soporta el diletantismo de un gobernante que, además, en esa época era sobre todo un caballero. El desarrollo de la técnica bélica hizo necesario el oficial profesional, y el refinamiento del procedimiento jurídico hizo necesario el jurista competente. En estos tres campos el funcionamiento profesional ganó ya la batalla dentro de los Estados más desarrollados, en el siglo XVI. De este modo se inician simultáneamente el predominio del absolutismo del príncipe sobre los estamentos y la paulatina abdicación que aquél hace de su autocracia a favor de los funcionarios profesionales, cuyo auxilio le era indispensable para vencer al poder estamental.
Simultáneamente con el ascenso del funcionariado profesional se opera también, aunque de modo mucho más difícilmente perceptible, la evolución de los “políticos dirigentes”. Claro está que desde siempre y en todo el mundo habían existido esos consejeros objetivamente cualificados de los príncipes. La necesidad de descargar en lo posible al sultán de la responsabilidad personal por el éxito de la gestión gubernamental había originado en el Oriente la típica figura del “gran visir”. En Occidente, en la época de Carlos V, que es también la época de Maquiavelo, y por influjo sobre todo de los informes de los embajadores venecianos, apasionadamente leídos en los círculos diplomáticos, la diplomacia fue la primera en un arte conscientemente cultivado. Sus adeptos, en su mayoría humanistas, se trataban entre sí como profesionales iniciados, del mismo modo que sucedía entre los estadistas humanistas chinos en el último periodo de la división del Imperio en Estados. La necesidad de confiar la dirección formalmente unificada de toda la política, incluida la interna, a un solo estadista dirigente sólo apareció, sin embargo, de manera definitiva e imperiosa, con la evolución constitucional. Hasta entonces habían existido siempre, naturalmente, personalidades aisladas que actuaban como consejeros o, más exactamente, que actuaban de hecho como guías de los príncipes. Pero, incluso en los Estados más adelantados, la organización de los poderes inicialmente otros caminos. Habían aparecido autoridades administrativas supremas de tipo colegiado. En teoría y, de modo paulatinamente decreciente, también en la práctica, estas magistraturas colegiadas sesionaban bajo la presencia personal del príncipe, que era quien tomaba la decisión. Con este sistema colegiado, que conducía necesariamente a dictámenes, contradictámenes y votos motivados de la mayoría y la minoría, y, más tarde, con la creación de un consejo integrado por hombres de su confianza (el “gabinete”), que actuaban paralelamente a las autoridades oficiales y canalizaba sus decisiones sobre las propuestas del Consejo de Estado (o como en cada caso se llamase la suprema magistratura del Estado), trató de escapar el príncipe, cada vez más en situación de diletante, a la creciente e inevitable presión de los funcionarios profesionales, manteniendo en sus propias manos la dirección suprema. En todas partes se produjo esta lucha latente entre la autocracia y el funcionariado profesional. Sólo al enfrentarse con el Parlamento y las aspiraciones de los jefes de partido al poder se modificó la situación. Condiciones muy distintas condujeron, sin embargo, a un resultado exteriormente idéntico, aunque, por supuesto, con ciertas diferencias. Allí en donde, como sucedió en Alemania, la dinastía conservó en sus manos un poder real, los intereses del príncipe quedaron solidariamente vinculados con los del funcionariado frente al Parlamento y sus deseos de poder. Los funcionarios estaban interesados en que incluso los puestos directivos, es decir, los ministerios, se cubrieran con hombres procedentes de sus filas, fueran cargos a cubrir por el ascenso de los funcionarios. El monarca, por su parte, estaba también interesado en poder nombrar los ministros a su gusto y de entre los funcionarios que le tenían devoción. Al mismo tiempo, ambas partes tenían interés en que, frente al Parlamento, la dirección política apareciese unificada y cerrada; o lo que es lo mismo, tenían interés en sustituir el sistema colegiado por un único jefe de gabinete. Para mantener formalmente a salvo de luchas entre los partidos y de los ataques partidistas, el monarca necesitaba además de una persona que asumiera la responsabilidad, cubriéndole a él, es decir, una persona que tomase la palabra en el Parlamento, se le enfrentara y tratara con los partidos. Todos estos intereses se conjugaron aquí para actuar en la misma dirección y producir un ministro –funcionario individualizado y con funciones de dirigente supremo-. Con mayor fuerza aún llevó hacia la unificación del desarrollo del poder parlamentario allí en donde, como ocurrió en Inglaterra, logró el Parlamento imponerse al monarca. Aquí el gabinete, teniendo a su frente al dirigente parlamentario, al leader, se desarrolló como una comisión del partido mayoritario, poder ignorado por las leyes oficiales pero que era el único poder políticamente decisivo. Los cuerpos colegiados oficiales no eran, en cuanto tales, órganos de poder realmente dominante de los partidos, y no podían ser, por tanto, titulares del verdadero gobierno. Para afirmar su poder en lo interno y poder llevar a cabo una política de altos vuelos en lo externo, un partido dominante necesitaba, por el contrario, un órgano enérgico, digno de su confianza e integrado solamente por sus verdaderos dirigentes; este órgano era precisamente el gabinete. Al mismo tiempo, frente al público, y sobre todo frente al público parlamentario, necesitaba un jefe responsable de todas las decisiones: el jefe de gabinete. Este sistema inglés de los ministerios parlamentarios fue así trasladado al continente. Sólo en América y en las democracias que recibieron su influencia se constituyó, frente a este sistema, otro distinto en el cual el jefe del partido victorioso es situado, mediante elección popular directa, a la cabeza de un equipo de funcionarios nombrados por él mismo y queda desligado de la aprobación parlamentaria salvo por lo que toca al presupuesto y a la legislación.
La transformación de la política en una “empresa”, que hizo necesaria una preparación metódica de los individuos para la lucha por el poder y sus métodos como la que llevaron a cabo los partidos modernos, determinó la división de los funcionarios públicos en dos categorías bien distintas aunque no tajantes: funcionarios profesionales, de una parte, y “funcionarios políticos” de la otra. A los funcionarios “políticos” en el verdadero sentido de la palabra cabe identificarlos exteriormente por el hecho de que pueden ser trasladados o destituidos a placer, o “colocados en situación de disponibilidad”, como sucede con los prefectos franceses y los funcionarios semejantes de otros países, en diametral oposición con la “independencia” de los funcionarios judiciales. En Inglaterra son funcionarios políticos todos aquellos que, según una convención firmemente establecida, cesan en sus cargos cuando cambia la mayoría parlamentaria y, por tanto, el gabinete. Entre los funcionarios políticos suelen contarse especialmente aquellos a quienes está atribuido el cuidado de la “administración interna” en general; parte integrante principal de esta competencia es la tarea “política” de mantener el “orden”, es decir, las relaciones de dominación existentes. Tras el decreto de Puttkamer, estos funcionarios tenían en Prusia la obligación disciplinaria de “representar la política del Gobierno”, y eran utilizados como aparato oficial para influir en las elecciones, lo mismo que sucedía con los prefectos franceses. En el sistema alemán, a diferencia de lo que ocurre en los demás países, la mayoría de los funcionarios “políticos” estaban sujetos a las mismas normas que los demás funcionarios en lo que respecta a la adquisición de sus cargos, para la cual se requería, como norma general, un título académico, pruebas de capacitación y un determinado tiempo de servicio previo. Los únicos que, entre nosotros, carecen de esta característica distintiva del moderno funcionariado profesional son los jefes del aparato político, los ministros. Bajo el antiguo régimen se podía ser ministro de Educación de Prusia sin haber pisado jamás un centro de enseñanza superior, mientras que, en principio, para ser consejero era requisito ineludible el haber aprobado las pruebas prescritas. Es evidente que, por ejemplo, cuando Althoff era ministro de Instrucción de Prusia, los funcionarios profesionales, como el consejero o el jefe de sección, estaban infinitamente mejor informados que su jefe sobre los verdaderos problemas técnicos del ramo. Lo mismo sucedía en Inglaterra. En consecuencia eran estos funcionarios también los que tenían un poder real frente a las necesidades cotidianas, cosa que no es en sí misma ninguna insensatez. El ministro era simplemente el representante de la constelación de poderes políticos existentes, y su función era la de defender las medidas políticas que estos poderes determinasen, resolver conforme a estas las propuestas de los especialistas que le estaban subordinados e impartir a éstos las correspondientes directrices de orden político.
Exactamente lo mismo ocurre en una empresa económica privada. El verdadero “soberano”, la asamblea de accionistas, está privada de influencia sobre la dirección de la empresa como un “pueblo” regido por funcionarios profesionales. A su vez, las personas que determinan la política de la empresa, los integrantes del “Consejo de Administración”, dominado por los bancos, se limitan a dar las directrices económicas y a designar a las personas que han de administrarlas, sin ser capaces, sin embargo, de dirigirla técnicamente por sí mismos. Hasta ahora tampoco ha innovado nada fundamental a este respecto la estructura actual del Estado revolucionario, que ha entregado el poder sobre la administración a unos diletantes puros que disponían de las ametralladoras y querrían utilizar a los funcionarios profesionales sólo como mente y brazo ejecutor. La dificultades de este nuevo tipo de Estado son otras, y no hemos de ocuparnos aquí de ellas.
La cuestión que ahora nos interesa es la de cuál sea la figura típica del político profesional, tanto la del “caudillo” como la de sus seguidores. Esta figura ha cambiado con el tiempo y se nos presenta hoy además bajo muy distintos aspectos.
En el pasado, como antes veíamos, han surgido “políticos profesionales” al servicio del príncipe en su lucha frente a los estamentos. Veamos brevemente cuáles fueron los tipos principales de esta especie.
Frente a los estamentos, el príncipe se apoyó sobre capas sociales disponibles de carácter no estamental. A estas capas pertenecían en primer lugar los clérigos, y eso tanto en las Indias Occidentales y Orientales como en la Mongolia de los lamas, las tierras budistas de China y el Japón y los reinos cristianos de la Edad Media. La razón de la importancia que como consejeros del príncipe alcanzaron los brahmanes, los sacerdotes budista, los lamas y los obispos y sacerdotes cristianos radica en el hecho de que podía estructurarse con ellos un cuadro administrativo capaz de leer y escribir, susceptible de ser empleado en la lucha del emperador, o del príncipe o del khan, contra la aristocracia. A diferencia de lo que sucedía con el feudatario, el clérigo, y sobre todo el clérigo célibe, está apartado del juego de los interese políticos y económicos normales y no siente la tentación de crear para sus descendientes un poder político propio frente al señor. Sus propias cualidades estamentales lo “separan” de los medios materiales de la administración del príncipe.
Una segunda capa del mismo género era la de los literatos con formación humanística. Hubo un tiempo en que se aprendía a componer discursos latinos y versos griegos para llegar a ser consejero político y, sobre todo, historiógrafo político de un príncipe. Éste fue el tiempo en que florecieron las primeras escuelas de humanistas y los príncipes fundaron las primeras cátedras de “poética”. Entre nosotros esta época pasó muy rápidamente, y aunque modeló de forma duradera nuestro sistema de enseñanza, no ha tenido consecuencias políticas profundas. Muy distinto fue lo que sucedió en el Extremo Oriente. El mandarín chino es (o mejor, fue originariamente) lo que fue el humanista de nuestro Renacimiento: un literato humanísticamente formado como conocedor de los monumentos literarios del pasado remoto. Leyendo el diario de Li Hung Tchang nos encontramos con que lo que más le enorgullecía era el escribir poemas y ser buen calígrafo. Este grupo social, con sus convencionalismos construidos sobre el modelo de la China antigua, ha determinado todo el destino de ese país, y tal hubiera sido también quizás nuestro destino si los humanistas hubieran tenido en su época la más mínima de lograr el mismo éxito que aquéllos alcanzaron.
La tercera capa fue la nobleza cortesana. Una vez que consiguieron desposeer a la nobleza de su poder político estamental, los príncipes la atrajeron a la corte y la emplearon en el servicio político y diplomático. El cambio de orientación de nuestro sistema de enseñanza en el siglo XVII estuvo determinado por el hecho de que, en lugar de los literatos humanistas, entraron al servicio del príncipe políticos profesionales procedentes de la nobleza cortesana.
La cuarta categoría está constituida por una figura específicamente inglesa: un patriciado que agrupa tanto a la pequeña nobleza como a los rentistas de las ciudades y que es conocida técnicamente por el nombre de gentry. Originariamente el príncipe se atrajo a este grupo social para oponerlo a los barones, y entregó a sus miembros los cargos del selfgovernment para irse haciendo cada vez más dependiente de ellos con posterioridad. La gentry retuvo todos los cargos de la administración local, desempeñándolos gratuitamente en interés de su propio poder social. Así ha preservado a Inglaterra de la burocratización que ha sido el destino de todos los Estados continentales.
Una quinta capa, propia sobre todo del continente europeo y de decisiva importancia para su estructura política, fue la de los jurista universitarios. En nada se manifiesta con mayor claridad la poderosa influencia del Derecho romano, tal como lo configuró el burocratizado Imperio tardío, que el hecho de que sean los juristas universitarios los que lleven a cabo la transformación de la empresa política para convertirla en Estado racionalizado. También en Inglaterra ocurrió así, aunque allí las grandes corporaciones nacionales de juristas estorbaron la recepción del Derecho romano. En ningún otro lugar del planeta se encuentra un fenómeno análogo. Ni los elementos de un pensamiento jurídico racional en la escuela Mimamsa de la India ni el culto al pensamiento jurídico antiguo en el Islam pudieron impedir la sofocación del pensamiento jurídico racional por el pensamiento teológico. Sobre todo no lograron racionalizar por entero el procedimiento. Esto sólo se ha conseguido merced a la recepción por los juristas italianos de la antigua jurisprudencia romana, producto de una forma política totalmente única que nace como ciudad-Estado para convertirse en Imperio mundial. Junto con esta recepción han coadyuvado también a ese fin, por supuesto, el usus modernus de los canonistas y pandectistas de la Baja Edad Media y la teorías jusnaturalistas, nacidas del pensamiento cristiano y secularizadas después. Los grandes representantes de este racionalismo jurídico han sido el podestà italiano, los juristas del rey, en Francia, que crearon los medios formales de que el poder real se valió para acabar con la dominación de los señores, los canonistas y teólogos jusnaturalistas del conciliarismo, los juristas cortesanos y los ilustrados jueces de los príncipes continentales, los monarcómacos y los teóricos del Derecho natural en Holanda, los juristas de la Corona y del Parlamento en Inglaterra, la noblesse de robe de los Parlamentos franceses y, por último, los abogados de la época de la Revolución. Sin este racionalismo no son imaginables ni el Estado absoluto ni la Revolución. Tanto las representaciones de los Parlamentos franceses como los Cahiers de los Estados Generales de Francia, desde el siglo XVI hasta 1789, están repletos del espíritu de los juristas. Al examinar la profesión de los miembros de la Convención francesa, elegidos todos ellos de acuerdo a las mismas normas, nos encontramos con un solo proletario, muy escasos empresarios burgueses y una gran masa de juristas de todas clases, sin los cuales sería impensable el espíritu específico que animó a estos intelectuales radicales y sus proyectos. A partir de entonces la figura del abogado moderno va estrechamente unida con la moderna democracia. Y de nuevo nos encontramos con que abogados en este sentido, como estamento independiente, existe sólo en Occidente y sólo desde la Edad Media, cuando, bajo la influencia de la racionalización del procedimiento, empezaron a convertirse en tales los “interceptores” del formalista procedimiento germánico.
La importancia de los abogados en la política occidental desde que se constituyeron los partidos no es, en modo alguno, casual. Una empresa política llevada a cabo a través de los partidos quiere decir, justamente, empresa de interesados, y pronto veremos lo que esto significa. La función del abogado es la de dirigir con eficacia un asunto que los interesados le confían, y en esto, como la superioridad de la propaganda enemiga nos ha enseñado, el abogado es superior a cualquier “funcionario”. Puede hacer triunfar un asunto apoyado en argumentos lógicos débiles y en este sentido “malo”, convirtiéndolo así en asunto técnicamente “bueno”. Más de una vez, en cambio, hemos tenido que presenciar cómo el funcionario metido a político convierte en “malo” con su gestión técnicamente “mala” un asunto que en ese sentido era “bueno”. La política actual se hace, cada vez más, de cara al público y, en consecuencia, utiliza como medio la palabra hablada y escrita. Pesar las palabras es tarea central y peculiarísima del abogado, pero no del funcionario que ni es un demagogo ni, de acuerdo con su naturaleza, debe serlo y que, además, suele ser un pésimo demagogo cuando, pese a todo, intenta serlo.
Si ha de ser fiel a su verdadera vocación (y esto es decisivo para juzgar a nuestro anterior régimen), el auténtico funcionario no debe hacer política, sino limitarse a “administrar”, sobre todo imparcialmente. Esta afirmación es también válida, oficialmente al menos, para el funcionario político mientras no esté en juego la “razón de Estado”, es decir, los intereses vitales del orden predominante. El funcionariado ha de desempeñar su cargo sine ira et studio, sin ira y sin prevención. Lo que le está vedado es, pues, precisamente aquello que siempre y necesariamente tienen que hacer los políticos, tanto los jefes como sus seguidores. Parcialidad, lucha y pasión (ira et studio) constituyen el elemento político y sobre todo del caudillo político. Toda la actividad de éste está colocada bajo un principio de responsabilidad distinto y aun opuesto al que orienta la actividad delk funcionario. El funcionario se honra con su capacidad de ejecutar precisa y concienzudamente, como si respondiera a sus propias convicciones, una orden de la autoridad superior que a él le parece falsa, pero en la cual, pese a sus observaciones, insiste la autoridad, sobre la que el funcionario descarga, naturalemente, toda la responsabilidad. Sin esta negación de sí mismo y esta disciplina ética, en el más alto sentido de la palabra, se hundiría toda la maquinaria de la Administración. El honor del caudillo político, es decir, del estadista dirigente, está, por el contrario, en asumir personalmente la responsabilidad de todo lo que hace, responsabilidad que no puede rechazar o arrojar a otro. Los funcionarios con un alto sentido ético, tales como los que desgraciadamente han ocupado entre nosotros una y otra vez cargos directivos, son precisamente malos políticos, irresponsables en sentido político y por tanto, desde este punto de vista, éticamente detestables. Es esto lo que llamamos “gobierno de funcionarios”, y no es arrojar ninguna mancha sobre el honor de nuestro funcionariado el decir que, considerado desde el punto de vista del éxito conseguido, este sistema es políticamente falso. Pero volvamos de nuevo a los diferentes tipos de políticos.
Desde la aparición del Estado constitucional y más completamente desde la instauración de la democracia, el “demagogo” es la figura típica del jefe político en Occidente. Las resonancias desagradables de esta palabra no deben hacer olvidar que no fue Cleón, sino Pericles, el primero en llevar este nombre. Sin cargo alguno u ocupando el único cargo electivo existente (en las democracias antiguas todos los demás cargos se cubrían por sorteo), el de estratega supremo. Pericles dirigió la soberana ecclesia del demos ateniense. La demagogia moderna se sirve también del discurso, pero aunque utiliza el discurso en cantidades aterradoras (basta pensar en la cantidad de discursos electorales que ha de pronunciar cualquier candidato moderno), su instrumento permanente es la palabra impresa. El publicista político, y sobre todo el periodista, son los representantes más notables de la figura del demagogo en la actualidad.
Sería imposible intentar en esta conferencia ni siquiera un esbozo de la sociología del periodismo moderno, tema que constituye, desde cualquier punto de vista que consideremos, un capítulo aparte. Sí nos son necesarias, sin embargo, unas pocas observaciones al asunto. El periodista comparte con todos los demás demagogos, así como también (al menos en el continente, a diferencia de lo que ocurre en Inglaterra y ocurría antes en Prusia) con el abogado y el artista, el destino de escapar a toda clasificación precisa. Pertenece a una especie de casta paria que la “sociedad” juzga siempre de acuerdo con el comportamiento de sus miembros moralmente peores. Así logran curso las más extrañas ideas acerca de los periodistas y de su trabajo. No todo el mundo se da cuenta de que, aunque producida en circunstancias muy distintas, una obra periodística realmente “buena” exige al menos tanto espíritu como cualquier otra obra intelectual, sobre todo si se piensa que hay que realizarla aprisa, por encargo y para que surta efectos inmediatos.. Como lo que se recuerda es, naturalmente, la obra periodística irresponsable, a causa de sus funestas consecuencias, pocas gentes saben apreciar que la responsabilidad del periodista es mucho mayor que la del sabio y que, por término medio, el sentido de la responsabilidad del periodista honrado en nada le cede al de cualquier otro intelectual. Nadie quiere creer que, por lo general, la discreción del buen periodista es mucho mayor que la de las demás personas, y sin embargo así es. Las tentaciones incomparablemente más fuertes que rodean esta profesión, junto con todas las demás condiciones en que desarrolla la actividad del periodismo moderno, originaron consecuencias que han acostumbrado al público a considerar la prensa con una mezcla de desprecio y de lamentable cobardía. No podemos ocuparnos hoy de lo que habría que hacer al respecto. Lo que aquí nos interesa es la cuestión del destino político de los periodistas, de sus posibilidades de llegar a puestos directivos. Hasta ahora esto sólo ha sido posible dentro del partido socialdemócrata, y aun dentro de él los puestos de redactores eran más bien puestos de funcionarios y no escalones para conquistar una jefatura.
En los partidos burgueses, las posibilidades de llegar hasta el poder por este camino son ahora menores, en general, de lo que eran en la pasada generación. Naturalmente, todo político de importancia tenía necesidad de influencia sobre la prensa y de conexiones con ella, pero no cabía esperar que, salvo excepciones, salieran de entre sus filas los jefes de partido. La razón de esto hay que buscarla en la creciente falta de libertad del periodista, especialmente del periodista falto de recursos y en consecuencia ligado a su profesión, determinada por el inaudito incremento en actualidad e intensidad de la empresa periodística. La necesidad de ganarse el pan con artículos diarios o semanales es para el político un grillo que estorba el movimiento, y conozco ejemplos de hombres nacidos para mandar a quienes esa necesidad ha frenado en el camino hacia el poder, creándoles inconvenientes externos y, sobre todo, obstáculos de orden interno. Cierto es que, bajo el antiguo régimen, las relaciones de la prensa con los poderes del Estado y los partidos eran sumamente nocivas para el periodismo, y este tema requería un capítulo aparte. Cierto también que en los países enemigos estas relaciones eran muy otras. Pero también para ellos, como para todos los Estados modernos, parece válida la afirmación de que el trabajador del periodismo tiene cada vez menos influencia política, en tanto que el magnate capitalista de la prensa (del tipo, por ejemplo, de un lord Northcliffe) tiene cada vez más.
Entre nosotros, los grandes consorcios capitalistas de la prensa, que se habían apoderado sobre todo de los periódicos con “anuncios por palabras”, cultivaban con sumo cuidado la indiferencia política. Con una política independiente no tenían nada que ganar y corrían, en cambio, el riesgo de perder la benevolencia económicamente rentable de los poderes políticos establecidos. El negocio de los anuncios pagados ha sido así el camino por el que, durante la guerra, se intentó, y aparentemente continúa intentándose hoy aún, ejercer sobre la prensa una influencia política de gran estilo. Aunque hay que esperar que la gran prensa logrará sustraerse a esa influencia, la situación es mucho más difícil para los pequeños periódicos. En todo caso, y sea cual fuere su atractivo y capacidad para dar a quien la sigue influencia, posibilidades de acción y, sobre todo, responsabilidad política, la carrera periodística no es actualmente (quizás debiera decirse que no es ya, o que no es todavía) en nuestro país una vía normal para ascender a la jefatura política. Resulta difícil decir si esta situación cambiaría o no con el abandono del principio del anonimato, que muchos periodistas, aunque no todos ellos, consideran necesario. La experiencia que la prensa alemana nos ha ofrecido durante la guerra, confiando la “dirección” de ciertos periódicos a escritores cualificados que firmaban siempre con su propio nombre, ha evidenciado con algunos casos bien conocidos que desgraciadamente no es tan seguro como podría pensarse que por este camino se consiga un más elevado sentido de la responsabilidad. Sin que quepa hacer diferencia entre los partidos, fueron en gran parte los periódicos de peor fama los que intentaron y consiguieron una mayor tirada siguiendo este camino. Las personas que así actuaron, editores y reporteros sensacionalistas, tal vez hayan conseguido de este modo dinero, pero seguramente no han conseguido honra. No cabe, sin embargo, apoyarse en esta experiencia para oponerse al principio; la cuestión es muy complicada y ese fenómeno no tiene validez general. Hasta ahora, no obstante, no ha sido éste el camino hacia la autentica jefatura o la empresa política responsable, y no puede predecirse cómo se configurarán las cosas en el futuro. Lo cierto es que la carrera periodística continúa siendo una de las más importantes vías para la profesionalidad política. Vía que no para todo el mundo es factible y menos que para nadie para los caracteres débiles, especialmente para aquellos que sólo logran su equilibrio interno cuando ocupan una situación estamental bien asegurada. Aunque también la vida del hombre de ciencia es en sus comienzos azarosa, éste encuentra en su torno al menos una serie de convencionalismos estamentales definidos que le ayudan a no descarriarse. La vida del periodista, por el contrario, es azarosa desde todos los puntos de vista y está rodeada de una condiciones que ponen a prueba la seguridad interna como quizás no lo hace ninguna otra situación. Y tal vez no sean lo peor de ella las experiencias frecuentemente amargas de la vida profesional. Son precisamente los periodistas triunfantes los que se ven situados ante retos especialmente difíciles. No es ninguna bagatela eso de moverse en los salones de los grandes de este mundo, en pie de igualdad con ellos y, frecuentemente incluso, rodeado de halagos, originados en el temor, sabiendo al mismo tiempo que apenas haya uno salido, tal vez el anfitrión tenga que excusarse ante sus demás invitados por tratar a los “pillos de la prensa”. Como tampoco es ciertamente ninguna bagatela la obligación de tenerse que pronunciar rápida y convincentemente sobre todos y cada uno de los asuntos que el “mercado” reclama, sobre todos los problemas imaginables, eludiendo caer no sólo en la superficialidad absoluta, sino también en la indignidad del exhibicionismo con todas sus amargas consecuencias. Lo asombroso no es que haya muchos periodistas humanamente descarriados o despreciables, sino que, pese a todo, se encuentre entre ellos un número mucho mayor de lo que la gente cree de hombres valiosos y realmente auténticos.
Mientras que el periodista como tipo de político profesional tiene ya un pasado apreciable, la figura del funcionario de partido se ha desarrollado solamente en los últimos decenios y, en parte, sólo en los últimos años. Tenemos que dirigir ahora nuestra atención a los partidos y a su organización para comprender esta figura en su evolución histórica.
En todas las asociaciones políticas medianamente extensas, es decir, con territorio y tareas superiores a los de los pequeños cantones rurales, en las que se celebren elecciones periódicas para designar a los titulares del poder, la empresa política es necesariamente una empresa de interesados. Queremos decir con esto que los primariamente interesados en la vida política, en el poder político, reclutan libremente a grupos de seguidores, se presentan ellos mismos o presentan a sus protegidos como candidatos a las elecciones, reúnen los medios económicos necesarios y tratan de ganarse los votos. No es imaginable que en las grandes asociaciones puedan realizarse elecciones prescindiendo de esta empresas, en general adecuadas a su fin. Prácticamente esto significa la división de los ciudadanos con derecho a voto en elementos políticamente activos y políticamente pasivos, pero como esa diferenciación arranca de la voluntad de cada cual es imposible eliminarla por medios tales como los del voto obligatorio o la representación “corporativa”, o cualquier otro que explícita o implícitamente se proponga ir contra esta realidad, es decir, contra la dominación de los políticos profesionales. Jefatura y militancia como elementos activos para el reclutamiento libre de nuevos miembros y, a través de éstos, del electorado pasivo, a fin de conseguir la elección del jefe, son elementos vitales necesarios de todo partido. Éstos difieren, sin embargo, unos de otros en cuanto a estructura. Así, por ejemplo, los “partidos” de las ciudades medievales, como los güelfos y gibelinos, eran séquitos puramente personales. Al estudiar cada Statuto della parte Guelfa, la confiscación de los bienes de los nobili (originariamente se consideraban nobili todas aquellas familias que vivían al modo caballeresco y podían, por tanto, recibir un feudo), que estaban también excluidos de los cargos y del derecho a voto, los comités interlocales del partido, sus rígidas organizaciones militares y los premios para los denunciantes, se siente uno tentado de pensar en el bolchevismo con sus soviets, sus organizaciones cuidadosamente seleccionadas de milicia y (sobre todo en Rusia) de espionaje, sus confiscaciones, el desarme y la privación de derechos políticos a los “burgueses”, es decir, a los empresarios, comerciantes, rentistas, clérigos, miembros de la dinastía depuesta y agentes de policía. Más impresionante resulta aun la analogía si se tiene en cuenta que, de una parte, la organización militar de aquel partido güelfo era una pura milicia de caballeros en la que sólo entraban quienes lo eran y que casi todos los cargos dirigentes fueron ocupados por nobles y que, de la otra, los soviets han mantenido al empresario bien retribuido, el salario a destajo, el trabajo en cadena y la disciplina militar y laboral o, más exactamente, han introducido de nuevo todas estas instituciones y se han puesto a buscar capital extranjero; que, en una palabra, para mantener al funcionamiento del Estado y de la economía han tenido que aceptar de nuevo todas aquellas instituciones que ellos combatieron como burguesas e incluso han recurrido de nuevo a los agentes de la antigua Okrana como instrumento principal de su poder. Pero de lo que aquí tenemos que ocuparnos no es de estos aparatos de fuerza, sino de los políticos profesionales que intentan conquistar el poder a través del prosaico y “pacífico” reclutamiento del partido en el mercado electoral.
También estos partidos, en el sentido que hoy damos a la palabra, fueron originariamente (así, por ejemplo, en Inglaterra) simples séquitos de la aristocracia. Cada vez que un par cambiaba de partido, pasaba también al nuevo partido todos los que de él dependían. Hasta la promulgación del Reformbill, las grandes familias de la nobleza, incluida la familia real, tenían el patronato de un inmenso número de distritos electorales. Próximos a estos partidos de la aristocracia estaban los partidos de notables que en todas partes surgieron con la toma del poder por la burguesía. Bajo la dirección espiritual de los grupos intelectuales típicos del Occidente, los grupos sociales con “educación y bienes” se dividieron en partidos, determinados en parte por diferencias de clase, en parte por tradiciones de familia y en parte por razones puramente ideológicas. Clérigos, maestros, profesores, abogados, médicos, farmacéuticos, agricultores ricos, fabricantes y, en Inglaterra, todo ese grupo social que se incluye entre los gentlemen constituyeron en un primer momento asociaciones ocasionales o, en todo caso, clubs políticos locales; en momentos de crisis se les sumó la pequeña burguesía y, ocasionalmente, incluso el proletariado, cuando contó con caudillos que, por regla general, no procedían de sus filas. En este estadio de desarrollo todavía no existen en el país los partidos como asociaciones permanentes con organización interlocal. La unión entre los distintos grupos locales está asegurada solamente por los parlamentarios, y los notables de cada localidad tienen una influencia decisiva en la proclamación de candidatos. Los programas nacen, en parte, de las declaraciones propagandísticas de los candidatos, y en parte, de la adhesión a los congresos de notables y a las resoluciones de los grupos parlamentarios. La dirección del club o donde, como en la mayoría de los casos, éste no existe, la gestión no organizada de la empresa política queda en manos de las pocas personas que, en tiempos normales, se interesan permanentemente en ella, para las cuales se trata de un trabajo ocasional que desempeñan como profesión secundaria o simplemente a título honorífico. Sólo el periodista es político profesional y sólo la empresa periodística es, en general, una empresa política permanente. Junto a ella no existe más que la sesión parlamentaria. Por supuesto, los parlamentarios y sus dirigentes sabían bien a qué notable local habían de dirigirse cuando parece deseable una determinada acción política. Sólo en las grandes ciudades existen, sin embargo, círculos partidistas que reciben aportaciones moderadas de sus miembros y celebran reuniones periódicas y asambleas públicas para escuchar los informes de los diputados. La vida activa se reduce a la época de las elecciones.
La fuerza que impulsa el establecimiento de vínculos más firmes entre los distintos núcleos que configuran el partido es el interés de los parlamentarios por hacer posibles compromisos electorales interlocales y por disponer de la fuerza que suponen una agitación unificada y un programa también unificado y conocido en amplios sectores de todo el país. El partido continúa, sin embargo, teniendo el carácter de simple asociación de notables, aun cuando exista ya una red de círculos partidistas, incluso en las ciudades medianas, y un conjunto de “hombres de confianza” que abarcan todo el país y con los cuales puede mantener correspondencia permanente un miembro del Parlamento como dirigente de la oficina central del partido. Fuera de esta oficina central no existen aún funcionarios pagados. Los círculos locales están dirigidos por personas “bien vistas” que ocupan este puesto a causa de la estimación de que, por distintas razones, son objeto. Son éstos los notables extraparlamentarios, que disponen de una influencia paralela a la del grupo de notables políticos que ocupan un puesto como diputados en el Parlamento. El alimento espiritual para la prensa y las asambleas locales lo proporciona cada vez en mayor medida la correspondencia editada por el partido. Las contribuciones regulares de los miembros se hacen indispensables y con una parte de ellas se atiende a los gastos del organismo central. En este estadio se encontraban no hace aún mucho la mayor parte de los partidos alemanes. En Francia se estaba parcialmente todavía en el primer estadio, el de una lábil vinculación entre los parlamentarios, un pequeño número de notables locales a todo lo ancho del país y programas elaborados por los candidatos o por sus patronos en cada distrito y para cada elección, aunque existe también una mayor o menor adhesión local a las resoluciones y programas de los parlamentarios. Sólo en parte se ha quebrantado hoy este sistema. El número de quienes hacían de la política su profesión principal era, así, pequeño, y se limitaba en lo esencial a los diputados electos, los escasos funcionarios de los organismos centrales, los periodistas y, en Francia, además, aquellos “cazadores de cargos” que ocupaban un “puesto político” o andaban buscándolo. Formalmente la política era predominantemente una profesión secundaria. El número de diputados “ministrables” estaba estrechamente limitado, así como también, dada la naturaleza del sistema de notable, el de candidatos. No obstante, eran muchos los interesados indirectamente en la política, sobre todo desde el punto de vista material. Para todas las medidas que un miembro adoptase y para la solución de todos los problemas personales se tomaba en cuenta su eventual repercusión sobre las posibilidades electorales y, de otra parte, para lograr cualquier deseo, se buscaba la mediación del diputado del distrito, a quien el ministro, si era de su mayoría (y por esto todo el mundo trataba de que lo fuese), estaba obligado a escuchar de peor o mejor gana. Cada diputado tenía el patronazgo de los cargos y, en general, de todos los asuntos dentro de su propio distrito y, a su vez, se mantenía vinculado con los notables locales a fin de ser reelegido.
Frente a esta idílica situación de la dominación de los notables y, sobre todo, de los parlamentarios, se alzan hoy abruptamente las más modernas formas de organización de los partidos. Son hijas de la democracia, del derecho de las masas al sufragio, de la necesidad de hacer propaganda y organizaciones de masas y de la evolución hacia una dirección más unificada y una disciplina más rígida. La dominación de los notables y el gobierno de los parlamentarios han concluido. La empresa política queda en manos de “profesionales” a tiempo completo que se mantienen fuera del Parlamento. En unos casos son “empresarios” (así el boss americano y el election inglés); en otros, funcionarios con suldo fijo. Formalmente se produce una acentuada democratización. Ya no es la fracción parlamentaria la que elabora los programas adecuados, ni son los notables locales quienes disponen la proclamación de candidatos. Estas tareas quedan reservadas a las asambleas de miembros del partido, que designan candidatos y delegan a quienes han de asistir a las asambleas superiores, de las cuales, a ser posible, habrá varias hasta llegar a la asamblea general del partido. Naturalmente, y de acuerdo con su propia naturaleza, el poder está, sin embargo, en manos de quienes realizan el trabajo continuo dentro de la empresa o de aquellos de quienes ésta depende personal o pecuniariamente, como son por ejemplo, los mecenas o los dirigentes de los poderosos clubs políticos del tipo Tammany-Hall. Lo decisivo es que todo este aparato humano (la “máquina”, como expresivamente se dice en los países anglosajones) o más bien aquellos que lo dirigen están en situación de neutralizar a los parlamentarios y de imponerles en gran parte su propia voluntad. Este hecho es de especial importancia para la selección de la dirección del partido. Ahora se convierte en jefe a quien sigue la maquinaria del partido, incluso pasando por encima del Parlamento. La creación de tales maquinarias significa, dicho con otras palabras, la instauración de la democracia plebiscitaria.
Es evidente que la militancia del partido, sobre todo los funcionarios y empresarios del mismo, esperan el triunfo de su jefe una retribución personal en cargos o en privilegios de otro género. Y lo decisivo es que lo esperan de él y no de los parlamentarios o no sólo de ellos. Lo que esperan es, sobre todo, que el efecto demagógico de la personalidad del jefe gane votos y mandatos para el partido en la contienda electoral, dándole así poder y aumentando, en consecuencia, hasta el máximo las posibilidades de sus partidarios para conseguir la ansiada retribución. También en lo ideal uno de los móviles más poderosos de la acción reside en la satisfacción que el hombre experimenta al trabajar, no para el programa abstracto de un partido integrado por mediocridades, sino para la persona de un jefe al que él se entrega confiadamente. Éste es el elementos “carismático” de todo caudillaje.
Esta forma se ha impuesto en medida muy diversa en los distintos partidos y países, y siempre en lucha constante con los notables y parlamentarios que defienden su propia influencia. Primero se impuso en los partidos burgueses de los Estados Unidos, más tarde en los partidos socialdemócratas, sobre todo el alemán. La evolución que lleva hacia ella experimenta continuamente retrocesos cada vez que no existe un caudillo generalmente reconocido, e incluso cuando tal caudillo existe hay que hacer concesiones a la vanidad y a los intereses de los notables del partido. El riesgo principal, sin embargo, lo constituye la posibilidad de que la maquinaria caiga bajo el dominio de los funcionarios del partido en cuyas manos está el trabajo regular. En opinión de algunos círculos socialdemócratas, su partido ha sido víctima de esta “burocratización”. Los “funcionarios”, no obstante, se inclinan con bastante facilidad ante una personalidad de jefe que actúe demagógicamente, pues sus intereses, tanto materiales como espirituales, están vinculados a la ansiada toma del poder por el partido, y, además, el trabajar para un jefe es algo íntimamente satisfactorio en sí mismo. Mucho más difícil es el ascenso de un jefe allí en donde, como sucede en la mayoría de los partidos burgueses, existen además de los funcionarios unos “notables” con influencia sobre el partido. Estos notables, en efecto, “tienen puesta su vida” idealmente en los pequeños puestos que, como miembros de la presidencia o de distintos comités, ellos ocupan. Su actitud está determinada por el resentimiento contra el demagogo como homo novus, la convicción en la superioridad de la “experiencia” partidista (que objetivamente es considerablemente importante en más de una ocasión) y la preocupación ideológica por el quebrantamiento de las viejas tradiciones del partido. Todos los elementos tradicionalistas del partido están a su favor. El elector pequeñonurgués y, sobre todo, el elector rural van detrás del nombre de los notables que les es conocido desde hace mucho tiempo y en el que confían; desconfían, en cambio, frente al desconocido, aunque, por lo demás, si éste alcanza el éxito se entregará a él inquebrantablemente para el futuro. Veamos ahora algunos ejemplos importantes de la contienda entre estas dos formas estructurales y del surgimiento de la forma plebiscitaria, estudiada especialmente por Ostrogorski.
Comencemos por Inglaterra. Hasta 1868, la organización de los partidos era allí una organización de notables casi pura. En el campo, los tories se apoyaban en los párrocos anglicanos, en la mayor parte de los maestros de escuela y, sobre todo, en los mayores terratenientes de cada county, mientras que los whigs, por su parte, tenían el sostén de personas tales como el predicador no conformista (en donde lo había), el administrador de correos, el herrero, el sastre, el cordelero, es decir, todos aquellos artesanos que ejercen una influencia política porque hablan con mucha gente. En las ciudades la división entre los partidos se hacía sobre la base de las distintas opiniones económicas y religiosas o, simplemente, de acuerdo con la tradición familiar de cada cual. En todo caso, los titulares de la empresa política eran siempre notables. Por encima de todo esto se situaban el Parlamento, el gabinete y los partidos con su respectivo leader, que era presidente del Consejo de Ministros o de la oposición. Cada leader tenía junto a sí a un político profesional que desempeñaba el papel más importante de la organización del partido: el “fustigador” (whip). Era éste quien tenía en sus manos el patronato de los cargos y a él era por lo tanto a quien tenían que dirigirse los cazadores de cargos y quien se entendía sobre estas cuestiones con los diputados de cada distrito. En estos últimos comenzó lentamente a desarrollarse un nuevo tipo de político profesional a medida que en ellos se iba recurriendo a agentes locales a los que, en un primer momento, no se les pagaba y que asumieron una posición más o menos parecida a la de nuestros “hombres de confianza”. Junto a ellos apareció, sin embargo, en los mismos distritos, una figura de empresario capitalista, el election agent, cuya existencia se hacía inevitable una vez promulgada la nueva legislación dirigida a asegurar la pureza de las elecciones. Esta legislación intentaba, en efecto, controlar los costos electorales y oponerse al poder del dinero, para lo cual obligaba a los candidatos a confesar lo que les había costado la elección, pues éstos para conseguir el triunfo estaban obligados no sólo a enroquecer a fuerza de discursos, sino también a aflojar la bolsa más aun de lo que antes sucedía entre nosotros. Con la nueva legislación, el election agent se hacía pagar por el candidato una cantidad global, haciendo así un buen negocio. En la distribución del poder entre leader y notables del partido, tanto en el Parlamento como en el país, aquél había tenido desde siempre en Inglaterra la mejor parte, como medio imprescindible para permitirle hacer una política permanente y de gran estilo. Pese a ello, sin embargo, la influencia de los parlamentarios y de los notables continuaba siendo considerable.
Éste era el aspecto que ofrecía la vieja organización de los partidos, en parte economía de notables y en parte ya también empresa con empleados y empresarios. AS partir de 1868, sin embargo, se desarrolló, primero para las elecciones locales de Birmingham y después para todo el país, el llamado Caucus-System. Un sacerdote no conformista y, junto a él, José Chamberlain, fueron los que diron vida a este sistema, que nació con ocasión de la democratización del voto. Para ganarse a las masas se hizo necesario crear un enorme aparato de asociaciones aparentemente democráticas, establecer una asociación electoral en cada barrio, mantener toda esta empresa en permanente movimiento y burocratizarlo todo profundamente. Aparece así un número cada vez mayor de empleados pagados por los comités electorales locales, en los que pronto quedó encuadrado quizás un 10 por 100 del electorado y una serie de intermediarios principales, elegidos, pero con derecho de cooptación, que actúan formalmente como promotores de la política del partido. La fuerza impulsora de toda esta evolución fueron los círculos locales, interesados sobre todo en la política municipal (que es en todas partes la fuente de las más enjundiosas posibilidades materiales), que eran también quienes hacían la principal aportación financiera. Esta naciente maquinaria, que no estaba dirigida ya desde el Parlamento, tuvo que lllibrar pronto combate con quienes hasta entonces habían tenido en sus manos el poder, especialmente con el whip. Apoyada en los interesados locales, logró, sin embargo, triunfar hasta tal punto que el whip tuvo que sometérsele y pactar con ella. El resultado fue una centralización del poder en manos de unos pocos y finalmente de uno solo, situado en la cúspide del partido. En el partido liberal, en efecto, el sistema se establece en conexión con el ascenso de Gladstone al poder. Lo que con tanta rapidez dio a esta maquinaria el triunfo sobre los notables fue la fascinación de la “gran” demagogia gladstoniana, la ciega fe de las masas en el contenido ético de su política y, sobre todo, en el carácter ético de su personalidad. Aparece así en la política un elemento de cesarismo plebiscitario, el dictador del campo de batalla electoral. Muy pronto había de ponerse de manifiesto la nueva situación. En 1877, cuando por primera vez se emplea en las elecciones nacionales, el caucus consigue ya un triunfo resonante, cuyo resultado fue la caida de Disraeli en el momento preciso de sus grandes éxitos. En 1886 la maquinaria estaba ya hasta tal punto orientada carismáticamente hacia la persona del jefe que cuando se planteó la cuestión del Home-rule, el aparato entero, de arriba abajo, no se preguntó si compartía objetivamente la opinión de Gladstone, sino que simplemente se dijo “le seguiremos haga lo que haga” y cambió de actitud para obedecer sus órdenes, dejando así en la estacada a Chamberlain, su propio creador.
Esta maquinaria requiere un considerable aparato de personal. Actualmente pasa de 2.000 el número de personas que viven en Inglaterra directamente de la política de los partidos. Numerosísimos son también quienes colaboran como interesados o como cazadores de cargos en la política, especialmente en la política municipal. Además de posibilidades económicas, al político del caucus se le ofrecen también posibilidades de satisfacer la vanidad. Llegar a ser “J.P.” o incluso “M.P.” es aspirración natural de las máximas ambiciones (normales) y es gracia que se concede a las personas que pueden exhibir una buena educación, a los gentlemen. Como honor supremo resplandece la dignidad de par, especialmente para los grandes mecenas, y no hay que olvidar que las finanzas de los partidos dependen, quizás en un 50 por 100, de los donativos anónimos.
¿Cuál ha sido el efecto de este sistema? El de que hoy en día, con excepción de algún que otro miembro del gabinete (y algunos originales), los miembros del Parlamento son, por lo general, unos borregos votantes perfectamente disciplinados. En nuestro Reichstag los diputados acostumbraban, al menos, a simular que estaban trabajando por el bien del país cuando aprovechaban sus respectivos pupitres para despachar durante la sesión su propia correspondencia privada. En Inglaterra no son necesarios gestos de este tipo. Lo único que el miembro del Parlamento tiene que hacer es votar y no traicionar al partido; tiene que comparecer cuando el whip lo convoca para hacer lo que, según el caso, han dispuesto el gabinete o el leader de la oposición. Cuando existe un jefe fuerte, la maquinaria del caucus se mantiene en el país poco menos que sin conciencia propia y entrega por completo a la voluntad del jefe. Por encima del Parlamento está así el dictador plebiscitario que, por medio de la maquinaria, arrastra a la masa tras sí y para quien los parlamentarios no son otra cosa que simples prebendados políticos que forman su séquito.
¿Cómo se produce la selección del caudillo? Y en primer lugar ¿qué facultades son las que cuentan? Aparte las cualidades de la voluntad, decisivas para todo en este mundo, lo que aquí cuenta es, sobre todo, el poder del discurso demagógico. Su estilo ha cambiado mucho desde los tiempos de Cobden, en que se dirigía a la inteligencia, pasando por los de Gladstone, que era especialista en la aparente sobriedad de “dejar que los hechos hablen por si solos”, hasta la actualidad, cuando para mover a las masas se utilizan frecuentemente medios puramente emocionales de la misma clase que los que emplea el Ejército de Salvación. Resulta lícito calificar la situación presente como “dictadura basada en la utilización de la emotividad de las masas”. Pero al mismo tiempo, el complicadísimo sistema de trabajo en comisión del Parlamento inglés hace posible que colabore todo político que quiera participar en la dirección de la política, e incluso le obliga a ello. Todos los ministros de algún relieve que han ocupado el cargo en los últimos decenios tienen detrás de ellos este muy real y eficaz trabajo formativo. La práctica de los informes y la crítica pública que en las sesiones de estas comisiones se hace convierte esta escuela en una verdadera selección que excluye a los simples demagogos.
Así han ido las cosas en Inglaterra. El Caucus-System, sin embargo, no es más que una forma debilitada de la estructura moderna si se la compara con la organización de los partidos americanos, que acuñó de forma especialmente temprana y pura el principio plebiscitario. En el pensamiento de Washington, América debería haber sido una comunidad administrada por gentlemen. En aquel tiempo un gentlemen era también en América un terrateniente o un hombre educado en un colegio. En los primeros tiempos de su independencia América fue efectivamente así. Al constituirse los partidos, los miembros de la Cámara de Representantes comenzaron a tener la pretensión de convertirse en dirigentes políticos, como había sucedido en Inglaterra en la época de la dominación de los notables. La organización de los partidos era muy laxa. Esta situación se mantuvo hasta 1824. Ya antes de la década de 1820 había comenzado a formarse la maquinaria partidista en algunos municipios, que también aquí fueron los semilleros de la nueva evolución. Pero es sólo la elección como presidente de Andrew Jackson, el candidato de los campesinos del Oeste, la que arroja por la borda las viejas tradiciones. Formalmente la dirección de los partidos por los principales parlamentarios termina poco después de 1840, cuando los grandes parlamentarios como Calhoun y Webster se retiran de la vida política porque, frente a la máquina partidista, el Parlamento ha perdido ya casi todo el poder en el país. La razón de que la “máquina” plebiscitaria se haya desarrollado tan pronto en América reside en el hecho de que allí y sólo allí el jefe del poder ejecutivo y (estos es, sobre todo, lo que importa) el patrono que dispone de todos los cargos es un presidente plebiscitariamente elegido que, a consecuencia de la “división de poderes”, actúan con casi total independencia frente al Parlamento. Es así la misma elección presidencial la que ofrece como premio por la victoria un rico botín de prebendas y cargos. El spoils system, elevado por Andrew Jackson a la categoría de principio sistemático, no hace más que sacar las consecuencias de esta situación.
¿Qué significa actualmente para la formación de los partidos este spoils system, esta atribución de todos los cargos federales al séquito del candidato victorioso? Pues simplemente que se enfrentan entre sí partidos totalmente desprovistos de convicciones, puras organizaciones de cazadores de cargos, cuyos mutables programas son redactados para cada elección sin tener en cuenta otra cosa que la posibilidad de conquistar votos. Estos programas cambian de una elección a otra elección en una medida para la que no pueden encontrarse analogías en ninguna otra parte. Los partidos están cortados por el patrón que mejor se ajusta a las elecciones realmente importantes para la distribución de los cargos: la elección presidencial y la de los gobernadores de Estado. Los programas los establecen y los candidatos los designan las “convecciones nacionales” de los partidos, sin intervención alguna de los parlamentarios. Es decir, congresos de los partidos que, formalmente, están integrados, de manera muy democrática, por asambleas de delegados que, a su vez, han recibido mandato de las primaries, las asambleas de los electores del partido. Ya en estas primaries los delegados son elegidos por referencia al nombre de los candidatos a la jefatura del Estado. Dentro de cada partido se desarrolla la más enconada lucha por la nomination. En manos del presidente quedan siempre de 300.000 a 400.000 nombramientos de funcionarios que él ha de hacer previa consulta con los senadores de cada Estado. Los senadores son también, en razón de esta consulta, políticos poderosos. No así, en cambio, la Cámara de Representantes, privada del patronatro de los cargos, ni los ministros, que, a consecuencia de la “división de poderes”, son puros auxiliares del presidente, legitimado por la elección popular frente a todo el mundo, incluido el Parlamento, y que, por tanto, puede desempeñar sus cargos con absoluta independencia de la confianza o desconfianza de éste.
El spoil system así sostenido era técnicamente posible en América porque la juventud de la cultura americana permitía soportar una pura economía de diletantes. Evidentemente, una situación en la que la administración estaba en manos de 300.000 o 400.000 hombres de partido, sin más cualificación para ello que el hecho de haber sido útiles a su propio partido, tenía que estar necesariamente plagada de grandes lacras y, en efecto, la administración americana se caracterizaba por una corrupción y un despilfarro inigualables, que sólo un posibilidades económicas todavía ilimitadas podía soportar.
La figura que con este sistema de la máquina plebiscitaria aparece en primer plano es la del boss. ¿Qué es el boss? Un empresario capitalista que reúne votos por su cuenta y riesgo. Sus primeras conexiones puede haberlas conseguido como abogado, tabernero o dueño de cualquier otro negocio semejante, o tal vez como prestamista. A partir de esos comienzos, va extendiendo sus redes hasta que logra “controlar” un determinado número de votos. Llegado aquí, entra en relación con los bosses vecinos, logra atraer con su celo, su habilidad y, sobre todo, su discreción la atención de quienes le han precedido en el camino y comienza a ascender. El boss es indispensable para la organización del partido, que él centraliza en sus manos y constituye la principal fuente de recursos financieros. ¿Cómo los consigue él? En parte mediante las contribuciones de los miembros pero, sobre todo, recaudando un porcentaje de los sueldos de aquellos funcionarios que le deben el cargo a él y a su partido. Percibe además el producto del cohecho y de las propinas. Quien quiere infringir impunemente alguna de las numerosas leyes necesita la connivencia del boss y tiene que pagar por ella, sin lo cual le aguardan cosas muy desagradables. Pero todos estos medios no bastan, sin embargo, para reunir el capital que requiere la empresa. El boss es también indispensable como perceptor inmediato del dinero que entregan los grandes magnates financieros. Éstos no confiarían en modo alguno el dinero que dan con fines electorales a un funcionario a sueldo o a una persona que tenga que rendir cuentas públicamente. El boss, con su prudente discreción en cuestiones de dinero, es por antonomasia el hombre de los círculos capitalistas que financian las elecciones. El boss típico es un hombre absolutamente gris. No busca prestigio social; por el contrario, el “profesional” es despreciado en la “buena sociedad”. Busca exclusivamente poder, como medio de conseguir dinero, ciertamente, pero también por el poder mismo. A diferencia del leader inglés, el boss americano trabaja en la sombre. Raramente se le oye hablar. Sugerirá al orador lo que tiene que decir, pero él mismo calla. Por regla general no ocupa cargo alguno, si no el de senador en el Senado federal, pues, como constitucionalmente los senadores participan en el patronato de los cargos, es frecuente que el boss mismo acuda personalmente a esta corporación. La atribución de los cargos se hace, en primer lugar, de acuerdo con los servicios prestados al partido. También se entregan, sin embargo, en muchos casos a cambio de dinero, e incluso hay ya cantidades fijas como precio de determinados cargos. Se trata, en definitiva, de un sistema de venta de los cargos semejante al que durante los siglos XVII y XVIII conocieron las monarquías europeas, incluidos los Estados de la Iglesia.
El boss no tiene principios políticos firmes, carece totalmente de convicciones y sólo pregunta cómo pueden conseguirse los votos. No es raro que sea un hombre bastante inculto, pero generalmente su vida privada es correcta e irreprochable. Sólo en su ética política se acomoda a la moral media de la actividad política que en cada momento impera, lo mismo que muchos de los nuestros hicieron, en lo que respecta a la moral económica, en la época del acaparamiento. No le importa ser socialmente despreciado como “profesional”, como político de profesión. El hecho mismo de que no ocupe ni quiera ocupar los grandes cargos de la Unión tiene la ventaja de hacer posible, en no pocas ocasiones, la candidatura de hombres inteligentes ajenos a los partidos, de notabilidades (y no sólo, como entre nosotros, de notables de los partidos), si el boss piensa que pueden atraer votos. Precisamente la estructura de estos partidos sin convicciones, cuyos jefes son socialmente despreciados, ha permitido de este modo que lleguen a la presidencia hombres capaces que entre nosotros no la hubieran alcanzado jamás. Naturalmente los bosses se oponen con uñas y dientes a cualquier outsider que pueda representar un peligro para sus fuentes de poder y dinero, pero no es raro que, en su competencia por el favor de los electores, se vean obligados a defender candidatos que se presentan como adversarios de la corrupción.
He aquí, pues, una empresa partidista, fuertemente capitalista, rígidamente organizada de arriba abajo y apoyada también en clubs firme y jerárquicamente organizados, del tipo Tammany-Hall, cuya finalidad es la de obtener beneficios económicos mediante el dominio político de la Administración y, sobre todo, de la administración municipal, que también en América constituye el más rico botín. Lo que hizo posible esta estructura vital de los partidos fue la acentuada democracia imperante en los Estados Unidos como “país nuevo”, y es esta conexión entre ambos términos la que hace que hoy estemos presenciando la lenta expiración de ese sistema. América no puede ser ya gobernada únicamente por diletantes. A la pregunta de por qué se dejan gobernar por políticos a los que decían despreciar, los obreros americanos respondieron hace quince años diciendo: “Preferimos tener como funcionarios a gentes a las que escupimos, que crear una casta de funcionarios que escupa sobre nosotros”. Éste era el viejo punto de vista de la “democracia” americana, y ya en aquel tiempo los socialistas pensaban de modo completamente distinto. La situación se hace ya insoportable. La administración de diletantes no basta ya y la Civil Service Reform está creando continuamente nuevos puestos vitalicios y dotados de jubilación, con el resultado de que están ocupando los cargos funcionarios con formación universitaria, tan capaces e insobornables como los nuestros. Existen ya casi 100.000 cargos que no son objeto del botín electoral, sino que están dotados de un derecho a la jubilación y que se cubren mediante pruebas de capacitación. Esto hará retroceder lentamente el spoils system y obligará a modificar igualmente la estructura de la dirección del partido en un sentido que no podemos predecir.
Hasta ahora, las condiciones esenciales de la empresa política en Alemania habían sido las siguientes. En primer lugar, impotencia del Parlamento y, como consecuencia de ella, el que ningún hombre con cualidades de jefe se quedase en el Parlamento durante mucho tiempo. ¿Qué era lo que un hombre de esas condiciones podía hacer allí? Cuando se producía una vacante en una oficina de la administración podía decirle al funcionario del que dependiera el asunto: “En mi distrito tengo a una persona muy inteligente que desempeñaría muy bien ese puesto, déselo”. Y con gusto se lo daban. Pero esto era aproximadamente todo lo que un parlamentario alemán podía hacer para satisfacer su instinto de poder, en el caso que lo tuviera. En segundo lugar, y esta característica condiciona también la anterior, la inmensa importancia que en Alemania tenía el funcionariado especializado. En esta materia ocupábamos el primer lugar en el mundo. Corolario forzoso de esa importancia era la aspiración de dicho funcionario a ocupar no sólo los cargos de funcionarios, sino también los puestos de ministro. Ha sido precisamente en el Landtag bávaro en donde se ha dicho hace unos años, al discutir sobre la introducción del régimen parlamentario, que si los ministerios habían de ser ocupados por parlamentarios no habría ya personas capaces que quisieran hacerse funcionarios. Esta administración de funcionarios se sustraía además sistemáticamente a un control como el que ejercen en Inglaterra las comisiones parlamentarias, haciendo así imposible que, aparte de una pocas excepciones, se formasen en el seno del Parlamento jefes administrativos realmente útiles.
La tercera característica era la de que en Alemania, a diferencia de lo que en América sucede, teníamos partidos políticos con convicciones, que, al menos con bona fides subjetiva, afirmaban que sus miembros representaban una “concepción del mundo”. Los dos más importantes de estos partidos, el Partido del Centro y la Social Democracia, habían surgido, sin embargo, con el deliberado propósito de ser partidos minoritarios. Los dirigentes del Centro en el Imperio no ocultaron nunca que se oponían al parlamentarismo porque temían verse colocados en minoría y hallar entonces mayores dificultades para acomodar a sus cazadores de cargos mediante presiones sobre el Gobierno, como hasta entonces venían haciendo. La socialdemocracia era, por principio, partido de minorías y obstáculo al parlamentarismo porque no querían mancharse pactando con el orden político burgués. El hecho de que ambos partidos se excluyesen a sí mismos del sistema parlamentario hizo imposible la introducción de éste.
¿Cuál era, entre tanto, la suerte de los políticos profesionales en Alemania? No tenían ni poder ni responsabilidad, sólo podían jugar un papel bastante subalterno de notables y, como consecuencia de ello, estaban animados en los últimos tiempos del espíritu de gremio típico de todas las profesiones. Para un hombre que no fuera como ellos era imposible ascender mucho en el círculo de estos notables, que ponían sus vidas en sus pequeños puestos. En todos los partidos, sin excluir naturalmente al socialdemócrata, yo podría citar muchos nombres que podrían servir de ejemplo en esta tragedia de la carrera política porque sus portadores tenían cualidades de jefe y, justamente por eso, encontraron el paso cerrado por los notables. Todos nuestros partidos han seguido este camino que los llevó a convertirse en gremios de notables. Bebel, por ejemplo, por modesta que fuera su inteligencia, era todavía un verdadero caudillo en razón de su temperamento y su limpieza de carácter. El hecho de que fuese un martir y de que, al menos en opinión de ellas, no hubiese defraudado nunca la confianza de las masas, hizo que éstas estuviesen siempre tras de él y que no hubiera dentro del partido ningún poder que pudiera oponérsele seriamente. Con su muerte terminó todo esto y comenzó la dominación de los funcionarios. Funcionarios sindicales, secretarios de partido y periodistas ocuparon los puestos clave y el partido quedó dominado por los instintos de funcionario. Era realmente un funcionariado muy honesto, excepcionalmente honesto incluso, si se piensan en cómo van las cosas en otros países y, especialmente, en la frecuencia con que se dejan sobornar los funcionarios de los sindicatos americanos, pero con él aparecieron también en el partido las consecuencias de la dominación de los funcionarios que antes explicábamos.
Los partidos burgueses eran ya puros gremios de notables desde 1880. Es cierto que de vez en cuando los partidos, con fines propagandísticos, tenían que atraerse personas inteligentes sin filiación partidista para poder decir “nosotros tenemos tales y tales nombres”. Si era posible se les impedía a estas personas presentarse a las elecciones y sólo se lanzaban sus candidaturas cuando esto era inevitable porque el interesado no se dejaba pescar de otra manera.
Idéntico espíritu reinaba en el Parlamento. Nuestros partidos parlamentarios eran y siguen siendo gremios. Cada discurso que se pronuncia en el pleno del Reichstag ha sido censurado antes en el partido, cosa que se deja ver fácilmente por su inaudito aburrimiento. Sólo quien está inscrito como orador puede tomar la palabra. No cabe imaginar nada más opuesto a la costumbre inglesa y también (aunque por razones radicalmente opuestas) a la costumbre francesa.
Quizás ahora, como consecuencia de este tremendo colapso que se ha dado en llamar revolución, esté todo esto en vías de cambiar. Tal vez sea así, pero no es seguro. En un primer momento aparecieron intentos de crear otros tipos de aparato partidista. En primer lugar, aparatos de aficionados. Frecuentemente este intento parte especialmente de estudiantes de las distintas escuelas superiores que se dirigen a algún individuo a quien atribuyen cualidades de jefe para decirle: “Nosotros haremos por usted el trabajo necesario; diríjanos”. En segundo lugar, aparatos de hombres de negocios. Ha sucedido a veces que un grupo de personas ha acudido a alguien en quien suponen cualidades de jefe para pedirle que, a cambio de una cantidad fija para cada elección, asuma la tarea de ganar los votos. Si ustedes me preguntasen honradamente cuál de estos dos tipos de aparato me parece más digno de confianza desde el punto de vista técnico-político, les contestaría, creo, que prefiero el segundo. Ambos fueron, en todo caso, burbujas que se hincharon rápidamente para rápidamente estallar. Los aparatos existentes se recompusieron un poco y continuaron trabajando. Aquellos fenómenos fueron sólo un síntoma de que tal vez se establecerían nuevos aparatos cuando hubiese un caudillo capaz de hacerlo. Pero ya las peculiaridades técnicas de la representación proporcional impedían su crecimiento. Sólo surgieron un par de dictadores callejeros que volvieron a desaparecer. Y sólo el séquito de estas dictaduras callejeras fue organizado con una firme disciplina; de aquí el poder de estas minorías, hoy en trance de desaparición.
Supongamos que esta situación cambiara. Hay que tener entonces bien presente que, de acuerdo con lo ya dicho, la dirección de los partidos por jefes plebiscitarios determina la “desespiritualización” de sus seguidores, su proletarización espiritual, valdría decir. Para ser apararato utilizable por el caudillo han de obedecer ciegamente, convertirse en una máquina, en el sentido americano, no sentirse perturbados por vanidades de notables y pretensiones de tener opinión propia. La elección de Lincoln sólo fue posible gracias a que la organización del partido tenía ese carácter y, como ya se ha dicho, lo mismo sucedió con el caucus de la elección de Gladstone. Es éste justamente el precio que hay que pagar por la dirección del caudillo. Sólo nos queda elegir entre democracia caudillista con “máquina” o la democracia sin caudillos, es decir, la dominación de “políticos profesionales” sin vocación, sin esas cualidades íntimas y carismáticas que hacen al caudillo. Esto significa también lo que en las actuales contiendas dentro de un partido se conoce con el nombre de las “camarillas”. Actualmente es esto lo único que tenemos en Alemania, y su mantenimiento se verá facilitado en el futuro, al menos para el Reich, porque se reconstituirá el Bundesrat que necesariamente limitará el poder del Reichstag y disminuirá así su importancia como lugar adecuado para la selección de caudillos. La perduración del sistema está asegurada además por la representación proporcional, tal como ahora está configurada. Es ésta una institución típica de la democracia sin caudillos, no sólo porque facilita el chalaneo de los notables para colocarse, sino también porque, para el futuro, da a las asociaciones de interesados la posibilidad de obligar a incluir en las listas a sus funcionarios, creando así un Parlamento apolítico en el no haya lugar para un auténtico caudillaje. La única válvula de escape posible para la necesidad de contar con una verdadera jefatura podría ser el presidente del Reich, si es elegido plebiscitariamente y no por el Parlamento. Podría también nacer y seleccionarse una jefatura sobre la base del trabajo realizado si apareciese en las grandes ciudades, como apareció en Estados Unidos, sobre todo allí en donde se quiso luchar seriamente contra la corrupción, un dictador municipal, elegido plebiscitariamente y provisto del derecho a organizar su equipo con absoluta independencia. Esto exigiría una organización de los partidos adecuada a este tipo de elecciones. Pero la hostilidad pequeño burguesa que todos los partidos, y especialmente la socialdemocracia, sienten hacia el caudillaje hace aparecer muy oscura la futura configuración de los partidos y, con ella, la realización de estas posibilidades.
Por esto hoy no puede todavía decirse cómo se configurará en el futuro la empresa política como “profesión” y menos aun por qué camino se abren a los políticamente dotados las posibilidades de enfrentarse con una tarea políticamente satisfactoria. Para quien, por su situación patrimonial, está obligado a vivir “de” la política se presenta la alternativa de hacerse periodista o funcionario de un partido, que son los caminos directos típicos, o buscar un puesto apropiado en la administración municipal o en las organizaciones que representen intereses, como son los sindicatos, las cámaras de comercio, las cámaras de agricultores o artesanos, las cámaras de trabajo, las asociaciones de patronos, etc. Sobre el aspecto externo no cabe decir más, salvo advertir que los funcionarios de los partidos comparten con los periodistas el odium que los “desclasados” despiertan. Desgraciadamente siempre se llamará “escritor a sueldo” a éste y “orador a sueldo” a aquel; para quienes se encuentren interiormente indefensos frente a esa situación y no sean capaces de darse a sí mismos la respuesta adecuada a esas acusaciones, está cerrado ese camino que, en todo caso, comporta grandes tentaciones y desilusiones terribles. ¿Qué satisfacciones íntimas ofrece a cambio y qué condiciones ha de tener quien lo emprende?
Proporciona, por lo pronto, un sentimiento de poder. La conciencia de tener una influencia sobre los hombres, de participar en el poder sobre ellos y, sobre todo, el sentimiento de manejar los hilos de acontecimientos históricos importantes elevan al político profesional, incluso al que ocupa posiciones formalmente modestas, por encima de lo cotidiano. La cuestión que entonces se le plantea es la de cuáles son las cualidades que le permitirán estar a la altura de ese poder (por limitado que sea en su caso concreto) y de la responsabilidad que sobre él arroja. Con esto entramos ya en el terreno de la ética, pues es a ésta a la que corresponde determinar qué clase de hombre hay que ser para tener derecho a poner la mano en la rueda de la Historia.
Puede decirse que son tres las cualidades decisivamente importantes para el político: pasión, sentido de la responsabilidad y mesura. Pasión en el sentido de “positividad”, de entrega apasionada a una “causa”, al dios o al demonio que la gobierna. No en el sentido de esa actitud interior que mi malogrado amigo Jorge Simmel solía llamar “excitación estéril”, propia de un determinado tipo de intelectuales, sobre todo rusos (no, por supuesto, de todos ellos) y que ahora juega también un gran papel entre nuestros intelectuales, en este carnaval al que se da, para embellecerlo, el orgulloso nombre de “revolución”. Es ése un “romanticismo de lo intelectualmente interesante” que gira en el vacío y está desprovisto de todo sentido de la responsabilidad objetiva. No todo queda arreglado, en efecto, con la pura pasión, por muy sinceramente que se la sienta. La pasión no convierte a un hombre en político si no está al servicio de una “causa” y no hace de la responsabilidad para con esa causa la estrella que oriente la acción. Para eso se necesita (y ésta es la cualidad psicológica decisiva para el político) mesura, capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar la distancia con los hombres y las cosas. El “no saber guardar distancias” es uno de los pecados mortales de todo político y una de esas cualidades cuyo olvido condenará a la impotencia política a nuestra actual generación de intelectuales. El problema es, precisamente, el cómo puede conseguirse que vayan juntas en las mismas almas la pasión ardiente y la mesura frialdad. La política se hace con la cabeza y no con otras partes del cuerpo o del alma. Y, sin embargo, la entrega a una causa sólo puede nacer y alimentarse de la pasión, si ha de ser una actitud auténticamente humana y no un frívolo juego intelectual. Sólo el hábito de la distancia (en todos los sentidos de la palabra) hace posible la enérgica doma del alma que caracteriza al político apasionado y lo distingue del simple diletante político “esterilmente agitado”. La “fuerza” de una “personalidad” política reside, en primer lugar, en la posesión de estas cualidades.
Por esto el político tiene que vencer cada día y cada hora a un enemigo muy trivial y demasiado humano, la muy común vanidad, enemiga mortal de toda entrega a una causa y de toda mesura, en este caso de la mesura frente a sí mismo.
La vanidad es una cualidad muy extendida y tal vez nadie se vea libre de ella. En los círculos académicos y científicos es una especie de enfermedad profesional. Pero precisamente el hombre de ciencia, por antipática que sea su manifestación, la vanidad es relativamente inocua en el sentido de que, por lo general, no estorba al trabajo científico. Muy diferentes son sus resultados en el político, quien utiliza como instrumento el ansia de poder. El “instinto de poder”, como suele llamarse, está así, de hecho, entre sus cualidades normales. El pecado contra el Espíritu Santo de su profesión comienza en el momento en que esta ansia de poder deja de ser positiva, deja de estar exclusivamente al servicio de la “causa” para convertirse en una pura embriaguez personal. En último término, no hay más que dos pecados mortales en el terreno de la política: la ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad, que frecuentemente, aunque no siempre, coincide con aquella. La vanidad, la necesidad de aparecer siempre que sea posible en primer plano, es lo que más lleva al político a cometer uno de estos pecados o los dos a la vez. Tanto más cuanto que el demagogo está obligado a tener en cuenta el “efecto”; por esto está siempre en peligro, tanto de convertirse en un comediante como de tomar a la ligera la responsabilidad que por las consecuencias de sus actos le incumbe y preocuparse sólo por la “impresión” que hace. Su ausencia de finalidad objetiva le hace proclive a buscar la apariencia brillante del poder en lugar del poder real; su falta de responsabilidad lo lleva a gozar del poder por el poder, sin tomar en cuenta su finalidad. Aunque el poder es el medio ineludible de la política o, más exactamente, precisamente porque lo es, y el ansia de poder es una de las fuerzas que lo impulsan, no hay deformación más perniciosa de la fuerza política que el baladronear de poder como un advenedizo o complacerse vanidosamente en el sentimiento de poder, es decir, en general, toda adoración del poder en cuanto tal. El simple “político de poder”, que está también entre nosotros es objeto de un fervoroso culto, puede quizás actuar enérgicamente, pero de hecho actúa en el vacío y sin sentido alguno. En esto los críticos de la “política de poder” tienen toda la razón. En el súbito derrumbamiento interno de algunos representantes típicos de esta actitud hemos podido comprobar cuánta debilidad interior y cuánta impotencia se esconde tras estos gestos, ostentosos pero totalmente vacíos. Dicha actitud es producto de una mezquina y superficial indiferencia frente al sentido de la acción humana, que no tiene ningún parentesco con la conciencia de la urdimbre trágica en que se asienta la trama de todo quehacer humano y especialmente del quehacer político.
Es una tremenda verdad y un hecho básico de la Historia (de cuya fundamentación no tenemos que ocuparnos en detalle aquí) el que frecuentemente o, mejor generalmente, el resultado final de la acción política guarda una relación absolutamente inadecuada, y frecuentemente incluso paradójica, con su sentido originario. Esto no permite, sin embargo, prescindir de ese sentido, del servicio a una “causa”, si se quiere que la acción tenga consistencia interna. Cuál haya de ser la causa para cuyo servicio busca y utiliza el político poder es ya cuestión de fe. Puede servir finalidades nacionales o humanitarias, sociales y éticas o culturales, seculares o religiosas; puede sentirse arrebatado por una firme fe en el “progreso” (en cualquier sentido que éste sea) o rechazar fríamente esa clase de fe; puede pretender encontrarse al servicio de una “idea” o rechazar por principio ese tipo de pretensiones y querer servir sólo fines materiales de la vida cotidiana. Lo que importa es que siempre ha de existir alguna fe. Cuando esta falta, incluso los éxitos políticos aparentemente más sólidos, y esto es perfectamente justo, llevan sobre sí la maldición de la inanidad.
Con lo que acabamos de decir nos encontramos ya ante el último de los problemas de que hemos de ocuparnos hoy, el del ethos de la política como “causa”. ¿Cuál es el papel que, independientemente de sus fines, ha de llenar la política en la economía ética de nuestra manera de vivir? ¿Cuál es, por así decir, el lugar ético que ella ocupa? En este punto chocan entre sí concepciones básicas del mundo entre las cuales, en último término, hay que escoger. Vayamos de frente a este problema que últimamente se ha puesto de nuevo en discusión y en una forma que es, a mi entender, totalmente equivocada.
Liberémonos antes, sin embargo, de una falsificación perfectamente trivial. Quiero decir con ello que la ética puede surgir a veces con un papel extremadamente fatal. Veamos algunos ejemplos. Raramente encontrarán ustedes a un hombre que haya dejado de amar a una mujer para amar a otra y no se sienta obligado a justificarse ante sí mismo diciendo que la primera no era digna de su amor, o que lo ha decepcionado, o dándose cualquier otra “razón” por el estilo. Esto es falta de caballerosidad. En lugar de afrontar simplemente el destino de que ya no quiere a su mujer y de que ésta tiene que soportarlo, procediendo de modo muy poco caballeroso trata de crearse una “legitimidad” en virtud de la cual pretende tener razón y cargar sobre ella las culpas, además de la infelicidad. Del mismo modo procede el competidor que triunfa en una lid erótica: el rival debe valer menos cuando ha resultado vencido. Pero también es ésta la situación en que se encuentra el vencedor de una guerra cuando, cediendo al mezquino vicio de querer tener siempre razón, pretende que ha vencido porque tenía la razón de su parte. O la misma también de quien se quiebra moralmente bajo los terrores de la guerra y entonces, en lugar de decir simplemente que no podía aguantar más, siente la necesidad de justificarse consigo mismo y afirma que no podía soportarlo más porque tenía que luchar por una causa moralmente mala. O también la de quienes son vencidos en la guerra. Ponerse a buscar después de perdida una guerra quienes son los “culpables” es cosa propia de viejas; es siempre la estructura de la sociedad la que origina la guerra. La actitud sobria y viril es la de decir al enemigo: “Hemos perdido la guerra, la habéis ganado vosotros. Esto es ya cosa resuelta. Hablemos ahora de las consecuencias que hay que sacar de este hecho respecto de los intereses materiales que estaban en juego y respecto de la responsabilidad hacia el futuro, que es lo principal y que incumbre sobre todo al vencedor”. Todo lo que no sea esto es indigno y se paga antes o después. Una nación perdona el daño que se hace a sus intereses, pero no el que se hace a su honor y menos que ninguno el que se le infiere con ese clerical vicio de querer tener siempre razón. Todo nuevo documento que tras decenios aparezca hará levantarse de nuevo el indigno clamoreo, el odio y la ira, en lugar de permitir que, al menos moralmente, la guerra hubiera quedado enterrada al terminar. Esto sólo puede conseguirse mediante la objetividad y la caballerosidad, y sobre todo sólo mediante la dignidad. Nunca mediante la “ética” que, en verdad, lo que significa es una indignidad de las dos partes. Una ética que, en lugar de preocuparse de lo que realmente corresponde al político, el futuro y la responsabilidad frente a él, se pierde en cuestiones, por insolubles políticamente estériles, sobre cuáles han sido las culpas en el pasado. Hacer esto es incurrir en culpa política, si es que la hay. Y con esta actitud se pasa además por alto la inevitable falsificación de todo el problema por muy materiales intereses: intereses del vencedor en conseguir las mayores ganancias posibles, tanto morales como materiales, esperanzas del vencido de conseguir ventajas a cambio de su confesión de culpa. Si hay algo “abyecto” en el mundo es esto, y éste es el resultado de esa utilización de la “ética” como medio para tener razón.
¿Cuál es, pues, la verdadera relación entre ética y política? ¿No tienen nada que ver la una con la otra, como a veces se dice? ¿O es cierto, por el contrario, que hay “una sola” ética, válida para la actividad política como para cualquier otra actividad? Se ha creído a veces que estas dos últimas afirmaciones son mutuamente excluyentes; que sólo puede ser cierta la una o la otra, pero no las dos. ¿Pero es cierto acaso que haya alguna ética en el mundo que pueda imponer normas de contenido idéntico a las relaciones eróticas, comerciales, familiares y profesionales, a la relación con la esposa, con la verdulera, el hijo, el competidor, el amigo o el acusado? ¿Será verdad que es perfectamente indiferente para las exigencias éticas que a la política se dirigen el que ésta tenga como medio específico de acción el poder, tras el que está la violencia? ¿No estamos viendo que los ideólogos bolcheviques y espartaquistas obtienen resultados idénticos a los de cualquier dictador militar precisamente porque se sirven de este instrumento de la política? ¿En qué se distingue de la de otros demagogos la polémica que hay mantiene la mayor parte de los representantes de la ética presuntamente nueva contra sus adversarios? Se dirá que por la noble intención. Pero de lo que estamos hablando aquí es de los medios. También los combatidos adversarios creen, con una conciencia absolutamente buena, en la nobleza de sus propias intenciones. “Quien a hierro mata a hierro muere” y la lucha siempre es lucha. ¿Qué decir, entonces, sobre la ética del Sermón de la Montaña? El Sermón de la Montaña, esto es, la ética absoluta del Evangelio, es algo mucho más serio de lo que se piensan quienes citan sus mandamientos. No es para tomarlo a broma. De esa ética puede decirse lo mismo que se ha dicho de la causalidad en la ciencia, que no es un carruaje que se pueda hacer para tomarlo o dejarlo a capricho. Se le acepta o se la rechaza por entero; éste es precisamente su sentido; proceder de otro modo es trivializarla. Pensemos, por ejemplo, en la parábola del joven rico, de quien se nos dice “pero se alejó de allí tristemente porque poseía muchos bienes”, El mandamiento evangélico es incondicionado y unívoco: da a los pobres cuanto tienes, todo. El político dirá que éste es un consejo que socialmente carece de sentido mientras no se le imponga a todos. En consecuencia recurrirá a los impuestos confiscatorios, a la pura y simple confiscación, en una palabra, a la coacción y la reglamentación contra todos. No es esto, sin embargo, en modo alguno lo que el mandato ético postula, y ésa es su verdadera esencia. Ese mandato nos ordena también “poner la otra mejilla”, incondicionalmente, sin preguntarnos si el otro tiene derecho a pegar. Esta ética es, así, una ética de la indignidad, salvo para los santos. Quiero decir con esto que si se es en todo un santo, al menos intencionalmente, sis e vive como vivieron Jesús, los apóstoles, San Francisco de Asís y otros como ellos, entonces esta ética sí está llena de sentido y sí es expresión de una alta dignidad, pero no si así no es. La ética acósmica nos ordena “no resistir al mal con la fuerza”, pero para el político lo que tiene validez es el mandato opuesto: has de resistir al mal con la fuerza, pues de lo contrario te haces responsable de su triunfo. Quien quiere obrar conforme a la moral del Evangelio debe abstenerse de participar en una huelga, que es una forma de coacción, e ingresar en un sindicato amarillo. Y, sobre todo, debe abstenerse de hablar de “revolución”. Pues esa ética no enseña, ni mucho menos, que la única guerra legítima sea precisamente la guerra civil. El pacifista que obra según el Evangelio se sentirá en la obligación moral de negarse a tomar las armas o de arrojarlas, como se recomendó en Alemania, para poner término a la guerra y, con ella, a toda guerra. El político, por su parte, dirá que el único medio de desacreditar la guerra para todo el futuro previsible hubiese sido una paz de compromiso que mantuviese el statu quo. Entonces se hubieran preguntado los pueblos que para qué había servido la guerra. Se la habría reducido al absurdo, cosa que ahora no es posible, pues para los vencedores, al menos una parte de ellos, habrá sido rentable políticamente. Y responsable de esto es esa actitud que nos incapacita para toda resistencia. Ahora, y una vez que pase el cansancio, quedará desacreditada la paz, no la guerra. Una consecuencia de la ética absoluta.
Finalmente, la obligación de decir la verdad, que la ética absoluta nos impone sin condiciones. De aquí se ha sacado la conclusión de que hay que publicar todos los documentos, sobre todo aquellos que culpan al propio país, y, sobre la base de esta publicación unilateral, hacer una confesión de las propias culpas igualmente unilateral, incondicional, sin pensar en las consecuencias. El político se dará cuenta de que obrando así no se ayuda a la verdad, sino que, por el contrario, se la oscurece con el abuso y el desencadenamiento de las pasiones. Verá que sólo una investigación bien planeada y total, llevada a cabo por personas imparciales, puede rendir frutos, y que cualquier otro proceder puede tener, para la nación que lo siga, consecuencias que no podrán ser eliminadas en decenios. La ética absoluta, sin embargo, ni siquiera se pregunta por las consecuencias.
Con esto llegamos al punto decisivo. Tenemos que ver con claridad que toda acción éticamente orientada puede ajustarse a dos máximas fundamentalmente distintas entre sí e irremediablemente opuestas: puede orientarse mediante la “ética de la convicción” o conforme a la “ética de la responsabilidad”. No es que la ética de la convicción sea idéntica a la falta de responsabilidad, a la falta de convicción. No se trata en absoluto de esto. Pero hay una diferencia abismal entre obrar según la máxima de una ética de la convicción, tal como la que ordena (religiosamente hablando) “el cristiano obra bien y deja el resultado en manos de Dios”, o según una máxima de la ética de la responsabilidad, como la que ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción. Ustedes pueden explicar elocuentemente a un sindicalista que las consecuencias de sus acciones serán las de aumentar las posibilidades de la reacción, incrementar la opresión de su clase y dificultar su ascenso; si ese sindicalista está firme en su ética de la convicción, ustedes no lograrán hacer mella. Cuando las consecuencias de una acción realizada conforme a una ética de la convicción son malas, quien la ejecutó no se siente responsable de ellas, sino que responsabiliza al mundo, a la estupidez de los hombres o a la voluntad de Dios que los hizo así. Quien actúa conforme a una ética de la responsabilidad, por el contrario, toma en cuenta todos los defectos del hombre medio. Como dice Fichte, no tiene ningún derecho a suponer que el hombre es bueno y perfecto y no se siente en situación de poder descargar sobre otros aquellas consecuencias de su acción que él pudo prever. Se dirá siempre que esas consecuencias son imputables a su acción. Quien actúa según la ética de la convicción, por el contrario, sólo se siente responsable de que no flamee la llama de la pura convicción, la llama, por ejemplo, de la protesta contra las injusticias del orden social. Prenderla una y otra vez es la finalidad de sus acciones que, desde el punto de vista del posible éxito, son plenamente irracionales y sólo pueden y deben tener un valor ejemplar.
Pero tampoco con esto llegamos al término del problema. Ninguna ética del mundo puede eludir el hecho de que para conseguir fines “buenos” hay que contar en muchos casos con medios moralmente dudosos, o al menos peligrosos, y con la posibilidad e incluso la probabilidad de consecuencias laterales moralmente malas. Ninguna ética del mundo puede resolver tampoco cuándo y en qué medida quedan “santificados” por el fin moralmente bueno los medios y las consecuencias laterales moralmente peligrosos.
El medio decisivo de la política es la violencia, y pueden ustedes medir la intensidad de la tensión que desde el punto de vista ético existe entre medios y fines recordando, por ejemplo, el caso de los socialistas revolucionarios (tendencias Zimmerwald), los cuales durante la guerra se gobernaban de acuerdo con un principio que podríamos formular descarnadamente en los siguientes términos: “Si tenemos que elegir entre algunos años más de guerra que traigan entonces la revolución o una paz inmediata que la impida, preferimos esos años más de guerra”. A la pregunta de qué es lo que podía traer consigo esa revolución, todo socialista científicamente educado habría contestado que no cabía pensar en modo alguno en el paso a una economía socialista, en el sentido que él da a la palabra, sino en la reconstitución de una economía burguesa que habría eliminado únicamente los elementos feudales y los restos dinásticos. Y para conseguir este modesto resultado se prefieren “unos años más de guerra”. Podría muy bien decirse que, incluso teniendo convicciones socialistas muy firmes, se puede rechazar un fin que exige tales medios. Ésta es, sin embargo, la situación del bolchevismo, del espartaquismo y, en general, de todo socialismo revolucionario, y resulta en consecuencia sumamente ridículo que estos sectores condenen moralmente a los “políticos de poder” del antiguo régimen por emplear esos mismos medios, aunque esté plenamente justificada la condena de sus fines.
Aquí, en este problema de la santificación de los medios por el fin, parece forzosa la quiebra de cualquier moral de convicción. De hecho, no le queda lógicamente otra posibilidad que la de condenar toda acción que utilice medios moralmente peligrosos. Lógicamente. En el terreno de las realidades vemos una y otra vez que quienes actúan según una ética de la convicción se transforman súbitamente en profetas quiliásticos; que, por ejemplo, quienes repetidamente han predicado “el amor frente a la fuerza” invocan acto seguido la fuerza, la fuerza definitiva que ha de traer consigo la aniquilación de toda violencia del mismo modo que, en cada ofensiva, nuestros oficiales decían a los soldados que era la última, la que había de darnos el triunfo y con él la paz. Quien opera conforme a una ética de la convicción no soporta la irracionalidad ética del mundo. Es un “racionalista” cósmico-ético. Aquellos de entre ustedes que conozcan la obra de Dostoievski recordarán a este propósito la escena del Gran Inquisidor, en donde este problema se plantea en términos muy hondos. No es posible meter en el mismo saco la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad, del mismo modo que no es posible decretar éticamente qué fines pueden santificar tales o cuales medios, cuando se quiere hacer alguna concesión a este principio.
Mi colega F. W. Forster, a quien personalmente tengo en gran estima por la indudable sinceridad de sus convicciones, pero a quien rechazo enteramente como político, cree poder salvar esta dificultad en su conocido libro recurriendo a la simple tesis de que de lo bueno sólo puede resultar el bien y de lo malo, sólo el mal. Si esto fuera así, naturalmente, no se presentaría el problema, pero es asombroso que tal tesis pueda aún ver la luz en el día de hoy, dos mil quinientos años después de los Upanishadas. No solamente el curso todo de la historia universal, sino también el examen imparcial de la experiencia cotidiana, nos está mostrando lo contrario. El desarrollo de todas las religiones del mundo se apoya sobre la base de que la verdad es lo contrario de lo que dicha tesis sostiene. El problema original de la teodicea es el de cómo es posible que un poder que se supone, a la vez, infinito y bondadoso haya podido crear este mundo irracional del sufrimiento inmerecido, la injusticia impune y la estupidez irremediable. O ese Creador no es todopoderoso, o no es bondadoso, o bien la vida está regida por unos principios de equilibrio y de sanción que sólo pueden ser interpretados metafísicamente o que están sustraídos para siempre a nuestra interpretación. Este problema de la irracionalidad del mundo ha sido la fuerza que ha impulsado todo desarrollo religioso. La doctrina hindú del Karma, el dualismo persa, el pecado original, la predestinación y el Deus absconditus han brotado todos de esta experiencia. También los cristianos primitivos sabían muy exactamente que el mundo está regido por los demonios y que quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando.
Las distintas éticas religiosas se han acomodado de diferente modo al hecho de que vivimos insertos en ordenaciones vitales distintas, gobernadas por leyes distintas entre si. El politeísmo helénico sacrificaba tanto a Afrodita como a Hera, a Apolo como a Dionisio, y sabía bien que no era raro el conflicto entre estos dioses. La ordenación vital hindú hacía a cada profesión objeto de una ley ética especial, de un dharma, y las separaba para siempre unas de otras en castas distintas. Las colocaba en una jerarquía fija de la que los nacidos no podían escapar sino por el renacimiento en la próxima vida, colocándolas así a distancias diferentes de los bienes supremos de la salvación religiosa. Le era posible, de este modo, construir el dharma de cada casta, desde los ascetas y brahmanes hasta los rateros y las prostitutas, deacuerdo con la legalidad inmanente propia de cada profesión. En el Bhagavata, en la conversación entre Krischna y Arduna, encontrarán ustedes la ubicación de la guerra dentro del conjunto total de las ordenaciones vitales. “Haz la obra necesaria”, esto es, la obra obligatoria según el dharma de la casta de los guerreros, lo objetivamente necesario de acuerdo con la finalidad de la guerra. Para el hinduismo esto no estorba la salvación religiosa, sino que, por el contrario, la ayuda. Para el guerrero hindú que moría heroicamente, el cielo de Indra estaba tan eternamente seguro como el Walhalla para los germanos. Hubiera, en cambio, despreciado el nirvana como los germanos despreciaban el cielo cristiano y sus coros de ángeles. Esta especialización permitió a la ética hindú un tratamiento del arte real de la política en el que no hay quiebras porque se limita a seguir las leyes propias de la misma e incluso las refuerza. El “maquiavelismo” verdaderamente radical, en el sentido habitual del término, está clásicamente representado en la literatura hindú por el Arthasastra de Kautilya, que es muy anterior a nuestra era y data probablemente del tiempo de Chandragupta. A su lado el “Príncipe” de Maquiavelo nos resulta perfectamente inocente. Como es sabido, para la ética católica, de la que tan próximo está el profesor Forster, los consilia evangelica constituyen una ética especial para quienes están dotados con el carisma de la vida santa. Entre ellos están, además del monje, que no debe derramar sangre ni buscar ganancia, el caballero cristiano y el ciudadano piadoso que, respectivamente, pueden hacer una y otra cosa. El escalonamiento de la ética y su integración en una doctrina de la salvación son menos consecuentes aquí que en la India, pero ello debería y tenía que ser así, de acuerdo con los supuestos de la fe cristiana. La corrupción del mundo por el pecado original permitía con relativa facilidad introducir en la ética la violencia como medio para combatir el pecado y las herejías que ponen el alma en peligro. Las exigencias acósmicas del Sermón de la Montaña, que pertenecen a una pura ética de la convicción, y el Derecho natural que en ellas se apoya y que contiene también exigencias absolutas, conservaron, sin embargo, su fuerza revolucionaria y salieron furiosamente a la superficie en casi todas las épocas de conmoción social. Dieron origen, en especial, a las sectas pacifistas radicales, una de las cuales hizo en Pennsylvania el experimento de un Estado que renunciaba a la fuerza frente al exterior. Este experimiento siguió un curso trágico cuando, al estallar la guerra de la independencia, los cuáqueros se vieron imposibilitados de tomar las armas en un conflicto en el que se luchaba por sus ideales. El protestantismo normal, por el contrario, legitimó el Estado, es decir, el recurso a la violencia, como una institución divina, especialmente el Estado autoritario legítimo. Lutero quitó de los hombros del individuo particular la responsabilidad ética de la guerra para arrojarla sobre la autoridad, a la que se puede obedecer, sin ser culpable, en todo salvo en las cuestiones de fe. El calvinismo volvió a aceptar como principio báscio la legitimidad de la fuerza como medio para la defensa de la fe, es decir, la guerra de religión, que es un elemento vital en el Islam desde sus comienzos. Como puede verse, no es la moderna falta de fe, nacida del culto renacentista por el héroe, la que ha suscitado el problema de la ética política. Todas las religiones, con éxito muy distinto, han lidiado con Él como, de acuerdo con lo que acabamos de decir, no podía por menos de suceder. La singularidad de todos los problemas éticos de la política está determinada sola y exclusivamente por su medio específico, la violencia legítima en manos de asociaciones humanas.
Quien de cualquier modo pacte con este medio y para cualquier fin que lo haga, y esto es lo que todo político hace, está condenado a sufrir sus consecuencias específicas. Esta condena recae muy especialmente sobre quien lucha por su fe, sea ésta religiosa o revolucionaria. Tomemos la actualidad como ejemplo. Quien quiera imponer sobre la tierra la justicia absoluta valiéndose del poder necesita para ello seguidores, un “aparato” humano. Para que éste funcione tiene que ponerle ante los ojos los necesarios premios internos y externos. En las condiciones de la moderna lucha de clases, tiene que ofrecer como premio interno la satisfacción del odio y el deseo de revancha y, sobre todo, la satisfacción del resentimiento y de la pasión pseudoética de tener razón; es decir, tiene que satisfacer la necesidad de difamar al adversario y de acusarle de herejía. Como medios externos tiene que ofrecer la aventura, el triunfo, el botín, el poder y las prebendas. El jefe depende por entero para su triunfo del funcionamiento de este aparato y por esto depende de los motivos del aparato y no de los suyos propios. Tiene, pues, que asegurar permanentemente esos premios para los seguidores que necesita, es decir, para los guardias rojos, los pícaros y los agitadores. En tales condiciones, el resultado objetivo de su acción no está en su mano, sino que le viene impuesto por esos motivos éticos, predominantemente abyectos, de sus seguidores, que sólo pueden ser refrendados en la medida en que al menos una parte de éstos, que en este mundo nunca será la mayoría, esté animada por una noble fe en su persona y en su causa. Pero, incluso cuando es subjetivamente sincera, no sólo esta fe no pasa de ser la mayor parte de los casos más que una “legitimación” del ansia de venganza, de poder, de botín y de prebendas (no nos engañemos, la interpretación materialista de la historia no es tampoco un carruaje que se toma y se deja a capricho, y no se detiene ante los autores de la revolución), sino que, sobre todo, tras la revolución emocional, se impone nuevamente la cotidianidad tradicional: los héroes de la fe y la fe misma desaparecen o, lo que es más eficaz aun, se trasforman en parte constitutiva de la fraseología de los pícaros y de los técnicos de la política. Esta evolución se produce de forma especialmente rápida en las contiendas ideológicas porque suelen estar dirigidas o inspiradas por auténticos caudillos, profetas de la revolución. Aquí, como en todo aparato sometido a una jefatura, una de las condiciones del éxito es el empobrecimiento espiritual en pro de la “disciplina”. El séquito triunfante de un caudillo ideológico suele así transformarse con especial facilidad en un grupo completamente ordinario de prebendados.
Quien quiera en general hacer política y, sobre todo, quien quiera hacer política como profesión ha de tener conciencia de estas paradojas éticas y de su responsabilidad por lo que él mismo, bajo su presión, puede llegar a ser. Repito que quien hace política pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno de todo poder. Los grandes virtuosos del amor al prójimo y del bien acósmico de Nazaret, de Asís o de los palacios reales de la India no operaron con medios políticos, con el poder. Su reino “no era de este mundo”, pese a que hayan tenido y tengan eficacia en él. Platón, Karatajev y los santos dostoievskianos siguen siendo sus más fieles reproducciones. Quien busca la salvación de su alma y la de los demás que no la busque por el camino de la política, cuyas tareas, que son muy otras, sólo pueden ser cumplidas mediante la fuerza. El genio o demonio de la política vive en tensión interna con el dios del amor, incluido el dios cristiano en su configuración eclesiástica, y esta tensión puede convertirse en todo momento en un conflicto sin solución. Esto lo sabían ya los hombres en la época de la dominación de la Iglesia. Una y otra vez caía el interdicto papal sobre Florencia (y en esta época esto significaba para los hombres y la salud de sus almas un poder más fuerte que lo que Fichte llama la “aprobación fría” del juicio moral kantiano), cuyos ciudadanos, sin embargo, continuaban combatiendo contra los Estados de la Iglesia. Con referencia a tales situaciones, y en un bello pasaje que, si la memoria no me engaña, pertenece a las “Historias florentinas”, Maquiavelo pone en boca de uno de sus héroes la alabanza de aquellos que colocan la grandeza de la patria por encima de la salvación de sus almas.
Si en lugar de ciudad natal o de “patria”, que quizás no tienen hoy para todos un significado unívoco, dicen ustedes “el futuro del socialismo” o la “paz internacional”, tendrá planteado el problema en su forma actual. Todo aquello que se persigue a través de la acción política, que se sirve de medios violentos y opera con arreglo a la ética de la responsabilidad, pone en peligro la “salvación del alma”. Cuando se trata de conseguir una finalidad de ese género en un combate ideológico y con una pura ética de la convicción, esa finalidad puede resultar perjudicada y desacreditada para muchas generaciones porque en su persecución no se tuvo presente la responsabilidad por las consecuencias.
Quien así obra no tiene conciencia de las potencias diabólicas que están en juego. Estas potencias son inexorables y originarán consecuencias que afectan tanto a su actividad como a su propia alma, frente a las que se encuentra indefenso si no las ve. “El demonio es viejo; hazte viejo para poder entenderlo.” No se trata en esta frase de años, de edad. Yo nunca me he dejado abrumar en una discusión por el dato de la fecha de nacimiento. Pero el simple hecho de que alguien tenga veinte años y yo más de cincuenta tampoco puede inducirme, en definitiva, a pensar que eso constituye un éxito ante el que tengo que temblar de pavor. Lo decisivo no es la edad, sino la educada capacidad para mirar de frente las realidades de la vida, soportarlas y estar a la altura.
Es cierto que la política se hace con la cabeza, pero en modo alguno solamente con la cabeza. En esto tiene toda la razón quienes defienden la ética de la convicción. Nadie puede, sin embargo, prescribir si hay que obrar conforme a la ética de la responsabilidad o conforme a la ética de la convicción, o cuándo conforme a una y cuándo conforme a otra. Lo único que puedo decirles es que cuando en estos tiempos de excitación que ustedes no creen “estéril” (la excitación no es ni esencialmente ni siempre una pasión auténtica) veo aparecer súbitamente a los políticos de convicción en medio del desorden gritando: “El mundo es estúpido y abyecto, pero yo no; la responsabilidad por las consecuencias no me corresponden a mí, sino a los otros para quienes yo trabajo y cuya estupidez o cuya abyección yo extirparé”, lo primero que hago es cuestionar la solidez interior que existe tras esta ética de la convicción. Tengo la impresión de que en nueve casos de cada diez me enfrento con odres llenos de viento que no sienten realmente lo que están haciendo, sino que se inflaman con sensaciones románticas. Esto no me interesa mucho humanamente y no me conmueve en absoluto. Es, por el contrario, infinitamente conmovedora la actitud de un hombre maduro (de pocos o muchos años, que eso no importante), que siente realmente y con toda su alma esta responsabilidad por las consecuencias y actúa conforme a una ética de responsabilidad, y que al llegar a cierto momento dice: “No puedo hacer otra cosa, aquí me detengo”. Esto sí es algo auténticamente humano y esto sí cala hondo. Esta situación puede, en efecto, presentársenos en cualquier momento a cualquiera de nosotros que no esté muerto interiormente. Desde este punto de vista la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son términos absolutamente opuestos, sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre que puede tener “vocación política”.
Y ahora, estimados oyentes, los emplazo para que hablemos nuevamente de este asunto dentro de diez años. Si entonces, como desgraciadamente tengo muchos motivos para temer, llevamos ya mucho tiempo dominados por la reacción y se ha realizado muy poco o quizás absolutamente nada de lo que, seguramente muchos de ustedes, y yo mismo, como he confesado frecuentemente, hemos deseado y esperado (muy probablemente eso no me aniquilará, pero supone, desde luego, una grave carga saber que así será), me gustará mucho saber qué “ha sido” interiormente de aquellos que entre ustedes que ahora se sienten auténticos “políticos de convicción” y participan en la embriaguez de esta revolución actual. Sería muy bello que las cosas fueran de tal modo que les pudiera aplicar lo de Shakespeare dice en el soneto 102:
Entonces era primavera y tierno nuestro amor
Entonces la saludaba cada día con mi canto
Como canta el ruiseñor en la alborada del estío
Y apaga sus trinos cuando va entrando el día.
Pero las cosas no son así. Lo que tenemos ante nosotros no es la alborada del estío, sino una noche polar de una dureza y una oscuridad heladas, cualesquiera que sean los grupos que ahora triunfen. Allí en donde nada hay, en efecto, no es sólo el emperador quien pierde sus derechos sino también el proletariado. Cuando esta noche se disipe poco a poco, ¿quién de aquellos vivirá cuya primavera florece hoy aparentemente con tanta opulencia? ¿Y qué habrá sido entonces internamente de todos ellos? Habrán caído en la amargura o en la grandilocuencia vacía, o habrán aceptado simplemente el mundo y su profesión, o habrán seguido un tercer camino, que no es el más infrecuente, el de la huida mística del mundo para aquellos que tienen dotes para ello o que (y esto es lo más común y peor) adoptan este camino para seguir la moda. En cualquiera de estos casos sacaré la consecuencia de que no han estado a la altura de sus propios actos, de que no han estado a la altura del mundo como realmente es, y a la altura de su cotidianidad. Objetiva y verdaderamente, no han tenido, en sentido profundo, la vocación política que creían tener. Habría hecho mejor ocupándose lisa y llanamente de la fraternidad de hombre a hombre y dedicándose simplemente a su trabajo cotidiano.
La política consiste en una dura y prolongada penetración a través de tenaces resistencias, para la que se requiere, al mismo tiempo, pasión y mesura. Es completamente cierto, y así lo prueba la Historia, que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez. Pero para ser capaz de hacer esto no sólo hay que se un caudillo, sino también un héroe en el sentido más sencillo de la palabra. Incluso aquellos que no son ni lo uno ni lo otro han de armarse desde ahora de esa fortaleza de ánimo que permite soportar la destrucción de todas las esperanzas, si no quieren resultar incapaces de realizar incluso lo que hoy es posible. Sólo quien está seguro de no quebrarse cuando, desde su punto de vista, el mundo se muestra demasiado estúpido o demasiado abyecto para lo que él le ofrece; sólo quien frente a todo esto es capaz de responder con un “sin embargo”; sólo un hombre de esta forma construido tiene “vocación” para la política.