Ideología
El concepto de ideología es uno de los más polisémicos y controvertidos de los utilizados tanto en la práctica política como en la obra teórica de politólogos y otros cientistas sociales. Este ensayo constituye una presentación esquemática de su historia, de modo de captar la manera en que, por más de dos siglos, la vitalidad de la ideología se ha conectado con aspiraciones, actitudes, definiciones y hasta sueños ilusorios frente al cambio social. Y mostrar también sus relaciones, complejas y a veces turbulentas, con la religión, la ciencia y la filosofía con las cuales la política, en tanto encaminada a instituir las relaciones de poder entre los seres humanos operado sobre creencias y afectos, disputa -y a veces comparte- espacios y dispositivos conceptuales.
Origen y primeros desarrollos en torno a la noción de Ideología
La palabra ideología data de la época de la Revolución Francesa. Aparece utilizada originalmente por el filósofo francés Antoiné Destutt de Tracy entre 1796 y 1798 en unas conferencias académicas pronunciadas en el Instituto, en París, bajo el título Memoria sobre la facultad de pensar, que fueron luego publicadas -en 1800- en forma de un libro: Los elementos de la ideología. Podría decirse que Tracy hubiera pasado a la historia como una figura relativamente oscura a no ser por la asociación de su nombre con el tema de la ideología.
De su obra y de las reacciones que suscitó parecen surgir no menos de cuatro significados diferentes del vocablo. Primeramente, el de una ciencia de las ideas; en segundo lugar la palabra quedó vinculada a una forma de liberalismo republicano y secular; en tercer término, tomó la connotación peyorativa que implicaba un radicalismo intelectualista y estéril en la práctica; y finalmente, adquirió el sentido de "doctrina política" en general. Estos cuatro diferentes sentidos, muchas veces solapados y superpuestos, se hicieron corrientes en materia política entre 1800 y 1830 e influyeron en los posteriores desarrollos teóricos en torno a aspectos imaginarios y discursivos de las relaciones sociales. Han tenido una considerable permanencia, ya que de una u otra manera subyacen a muchas de las actuales resignificaciones de la ideología. Al dar cuenta del contexto histórico en que se dio cada uno de estos significados y atendiendo a las actitudes políticas concretas de quienes los utilizaron se podrá advertir el modo en que se articulan con los puntos de vista sustantivos sobre la sociedad y, en especial, sobre los cambios sociales. Los examinaremos someramente en lo que sigue culminando con algunas reflexiones generales sobre la relación entre ideología y el cuerpo de ideas y creencias al cual la oponía el pensador francés: la religión.
a) Una ciencia de las ideas. Tracy, discurriendo en la corriente central del pensamiento ilustrado, creyó no solamente posible sino necesario fundar una ciencia empírica de las ideas, para cuya identificación se requería disponer de una denominación específica, una palabra nueva que designara a una ciencia también nueva. Acuñó un neologismo de raíz griega, ideología, "ciencia de ideas", que servía a estos fines mejor que otras palabras del lenguaje ordinario a las cuales hubiera podido recurrirse, ya que a esta nueva rama del conocimiento, a esta ciencia empírica de las ideas se aplicaban mal las designaciones de "metafísica" o "psicología"; la primera por desorientadora y desacreditada y la segunda porque su referencia a la psiquis, al alma, le daba un cierto tinte religioso. En lo que atañe a esto último debe recordarse que Tracy era profundamente anticlerical y materialista y que estuvo por ello involucrado en una áspera discusión con la Iglesia Católica, en la década de 1790 y primeros años del siglo XIX, particularmente en torno al tema del control de la educación. Por lo tanto, el vocablo destinado a identificar la disciplina que trataba de crear debía evitar cuidadosamente cualquier referencia religiosa.
Vale la pena hacer notar que la palabra "ideología", en esta acepción originaria, coincidía aproximadamente con el primer uso de la expresión "ciencia social", que aparecía en esos mismos tiempos. Ambas expresiones resumían el optimismo del iluminismo en establecer y controlar por la razón las leyes que gobiernan la vida social, no solamente con un propósito cognitivo sino con el fin de mejorar la felicidad y desarrollo de la vida humana.
Como muchos de los filósofos del iluminismo y de los pensadores del enciclopedismo, Destutt de Tracy creía que todas las áreas de la experiencia humana, muchas de las cuales eran tradicionalmente abordadas en términos teológicos, podían ser examinadas a la luz de la razón y que competía a los philosophes el esfuerzo de ponerlo en práctica. La ciencia de las ideas, en ese contexto, tendría por objeto investigar su origen natural. Proponía un conocimiento preciso del origen de las ideas, a partir de las sensaciones. Se rechazaba la posibilidad de ideas innatas, sobre las que había especulado la filosofía clásica y se les atribuía a todas -especialmente a partir del influyente pensamiento de Etienne de Condillac- la calidad de sensaciones modificadas.
Tracy describía entonces a la ideología como si fuese una rama especializada de la zoología, señalando que el intelecto humano tiene una base fisiológica. En la misma rigurosa línea de los fundadores de la ciencia moderna, especialmente Bacon y Newton, sugería la posibilidad de tratar a las ideas con el rigor propio de las ciencias empíricas. Estimaba especialmente a Newton en quien veía al más grande sistematizador teórico de la investigación empírica, al hombre que pudo demostrar que todos los hechos, actuales y futuros, se ajustan a los patrones especificados por unas pocas y simples leyes, cuyo alto grado de precisión está dado por la posibilidad de expresarlas en términos matemáticos.
El examen que se hace del proceso de generación de ideas y sus relaciones mutuas (en suma, la "ciencia de las ideas") podría ser descripto, desde una perspectiva actual, como una especie de psicología empírica. Por ello se ha señalado que esta concepción constituye un antecedente tanto del moderno abordaje metodológico de las ciencias humanas, sobre todo en las ciencias sociales cultivadas en los Estados Unidos en las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX, cuanto de las teorías genetistas actualmente en boga.
Esta nueva ciencia, por otra parte, ocupaba un lugar de privilegio en el elenco de las diversas ramas del saber, la ideología era la "teoría de las teorías". Era la reina de las ciencias, las procedía a todas, ya que su objeto son las ideas, las que, a su vez, constituyen el elemento operativo indispensable de las demás ciencias.
Pero Tracy y sus seguidores iban más lejos, no limitaban sus esfuerzos a una tarea animada de objetivos puramente cognitivos. Admiraban al filósofo y político inglés de principios del siglo XVII Francis Bacon, quien había proclamado que el destino de la ciencia era no solamente incrementar la sabiduría de los hombres sino también mejorar la vida humana en este mundo terrenal en el cual ella trascurre, con lo cual abría un espacio diferente y en cierta medida competidor del tradicionalmente ocupado en su totalidad por la religión(1) . En esa línea de pensamiento la "ciencia de las ideas" trasponía los límites de las ciencias descriptivas o explicativas, era una ciencia que tenía una misión: servir a los hombres liberando sus mentes del prejuicio y preparándolos para el advenimiento de la plena soberanía de la razón. No puede extrañar, en ese contexto, el interés que los ideólogos tenían en la educación y que hayan sostenido una dura lucha para sustraerla primeramente del monopolio y luego del influjo de la Iglesia.
Desde su nacimiento se confió en que esta ciencia de las ideas habría de tener un inmenso impacto en el diseño de una política fundada racionalmente. Tracy, que había estado encarcelado durante el Terror, estaba convencido de que Robespierre había traicionado los ideales ilustrados y que para evitar esas desviaciones era conveniente demostrar el fundamento científico de las ideas del liberalismo iluminista, de modo que futuros gobiernos, orientados racionalmente, estuviesen al abrigo de repetirlas. Uno de los campos principales para lograrlo era el terreno educativo y si se conseguía comprender el origen de las ideas ello podría ser usado con gran beneficio en la educación ilustrada y, por vía de consecuencia, en el ordenamiento de la sociedad. Se podrían investigar las raíces de la ignorancia humana, lo que era potencialmente el cimiento de una sociedad racional y progresista. Por esta razón abogaban vigorosamente por el uso social, político y educativo de la ideología. Tuvieron cierto éxito político, aunque efímero, ya que su punto de vista se convirtió, en tiempos del Directorio, en virtualmente una doctrina oficial de la Francia republicana. Hacia el final de este período, en 1799, Tracy fue designado en el Consejo de Instrucción Pública y desde allí expidió circulares a las escuelas enfatizando el papel de la "ideología" en la organización de los planes y métodos pedagógicos.
No hay que perder de vista que la idea prevaleciente, propia del pensamiento y las actitudes ilustrados, es que la ciencia puede -y debería- erigirse en fundamento de las decisiones políticas. Así como la ideología inspiraría una política educativa estrictamente racional, sería análogamente posible intentar, como en el contemporáneo pensamiento del pensador inglés Jeremy Bentham, el establecimiento de una "ciencia de la legislación", que sería la base para la producción de leyes que, en lugar de ser el producto contingente de la voluntad del legislador fuesen la expresión racional del mejor orden social posible, informado por saberes científicos.
Si bien el éxito político inmediato de Tracy y sus seguidores duró poco no puede decirse lo mismo de la repercusión de algunas de sus ideas centrales y, fundamentalmente, de algunos de los principios y actitudes de la Ilustración que las subyacen. Esas ideas, en cuanto asignan a un cuerpo de saberes científicos un papel principal en el diseño de las sociedades humanas, resurgirán años más tarde en el positivismo comteano. Aparecen allí unidas a una noción fuerte de progreso, investido de la calidad de protagonista central de la historia, como la posibilidad de desarrollar una ciencia de la sociedad apta para fundar un dominio racional de las relaciones sociales. Comte derivó ese positivismo hacia una nueva religión constituida sobre sus bases teóricas, con su correspondiente liturgia, sacerdocio, etc. El republicanismo laicista logró romper con ese aspecto religioso de la doctrina positivista, la que quedó instalada en el cientismo social que, como se verá, es el punto de apoyo del anti-ideologismo en el siglo XX. No deja de ser paradojal que entre el ataque al concepto de ideología llevado adelante en la segunda mitad de esa centuria y la concepción que había presidido su origen a fines del siglo XVIII exista un parentesco tan definido.
b) La ideología como la expresión sustantiva del liberalismo republicano y secular. Persiguiendo los objetivos que se propusieron especialmente en materia de política educativa, Tracy y sus seguidores, a los que comenzó a designarse como los "ideólogos" (idéologues), quedaron asociados a una tendencia de liberalismo secularista y republicano, insistiendo en la doctrina del gobierno representativo ejercido por una elite ilustrada. Los ideólogos, entonces, aparecen como aspirando a ejercer una función orientadora del liberalismo elitista, inaugurando una tendencia que habrá de tener importantes consecuencias durante los tiempos venideros: llamar en su auxilio a un corpus de ideas prestigiado por su coloración científica. Esa tendencia metonímica, consistente en expresar como verdades universales y necesarias las aspiraciones, intereses y puntos de vista de sectores, clases y otros protagonistas sociales particulares, habrá de constituir una constante de la retórica política y un modo de definir a la ideología en la historia ulterior del concepto.
En poco tiempo y a partir de la gestión cumplida en los tiempos del Directorio la ideología pasó a ser, en la percepción pública no tanto la formulación de una "ciencia empírica", caracterizada por la objetividad y neutralidad atribuidas al saber científico, sino más bien la específica doctrina política de un grupo de intelectuales liberales. De alguna manera este deslizamiento está anunciado desde el inicio en la obra de Tracy cuando conecta el impulso fundador de una ciencia de las ideas con los principios ilustrados que la desmesura jacobina y el gobierno del Terror habrían estado traicionando. En este punto puede observarse el embrión de discusiones que aún hoy se encuentran vigentes, en relación con las dictaduras y su conexión con la herencia ilustrada y con el modo de respuesta de los detentadores del poder político frente a las demandas populares.
El hecho de que esta ciencia de las ideas tuviera asignadas altas misiones para cumplir en el diseño de la sociedad pone de manifiesto que, pese a buscar las sólidas bases objetivas propias del estatuto científico haya estado sin embargo marcada desde el comienzo por una considerable impronta emocional. No sorprende, entonces, el rápido deslizamiento hacia un segundo sentido de la ideología, que se torna prevaleciente quedando asociado a la doctrina política, si bien a una muy específica pero que sin embargo se presentaba con pretensiones de universalidad. El deslizamiento semántico operado no puede extrañar a poco que se tenga en cuenta que el liberalismo antimonárquico y anticlerical reclamaba la dignidad científica para fundamentar sus puntos de vista sobre la organización institucional, política, económica, en pocas palabras, sobre el ordenamiento general de la sociedad. Y ello no solamente en relación con su época sino con una proyección ilimitada de futuro ya que las verdades de la ciencia, una vez descubiertas, tenían la vocación de permanencia alimentada por su valor de verdad y solamente sujeta a los perfeccionamientos unidos a la idea de progreso, por otra parte tan ligada, esta última, con la filosofía ilustrada.
c) La ideología como expresión del radicalismo intelectualizado. Hay otro perdurable sentido del término ideología que deriva de las asociaciones políticas de Tracy y sus compañeros y que se origina en la circunstancia de que uno de los primeros miembros del grupo de los idéologues fue Napoleón Bonaparte. Su relación con los idéologues, tormentosa tal vez por la poca empatía entre sus arrestos autoritarios y militares y el intelectualismo de los demás integrantes del grupo, culminó en una hostilidad profunda, cuando ya en el poder y persiguiendo sus ambiciones autocráticas los acusó de fomentar el malestar político. Bonaparte se refería a ellos como a individuos que deseaban reformar el mundo simplemente en sus cabezas, metafísicos de poltrona, con poca o ninguna perspicacia política. Los denunció ante el Consejo de Estado en febrero de 1801 como charlatanes pero con pretensiones de socavar la autoridad política. Tan pronto como Bonaparte hubo restablecido relaciones con la Iglesia Católica, mediante el Concordato de 1802, denunció a los idéologues calificándolos como un "Colegio de Ateos". Mme. Germaine de Staël, que estuvo vinculada con el grupo de los idéologues y fue una lúcida observadora de su tiempo, dio cuenta del grado de inquina que inspiró en esa época a Bonaparte señalando que parecía atacado de "ideofobia". Llegó tan lejos como para, en diciembre de 1812, atribuirles la responsabilidad por la derrota militar de las armas francesas.
Este uso peyorativo de la ideología, indicando esterilidad intelectual, ineptitud práctica y, más particularmente, sentimientos políticos peligrosamente subversivos, tendió a permanecer. Pese a su tonalidad un tanto contradictoria, ya que la falta de sentido práctico no parece casar muy bien con la peligrosidad subversiva que se les imputaba, adquirió una considerable difusión. Se la acogió especialmente en los círculos conservadores, legitimistas y monárquicos de Francia, los que no ahorraron críticas ni ásperos comentarios respecto de los idéologues. En tiempos de la restauración, al acentuarse la condena a la herencia iluminista, se la hizo extensiva a los idéologues y a su republicanismo laicista y se denunció una nueva edición de los Elementos... de Tracy, aparecida en 1829, como parte de una conspiración dirigida a socavar y destruir a la antigua y restaurada confraternidad entre el trono y el altar.
De manera que desde sus inicios en el vocabulario político la palabra ideología estuvo fuertemente cargada de contenidos emotivos. El propio Tracy, pese a haber teorizado a su respecto desde una perspectiva que aspiraba a un seco y frío tecnicismo científico, le asignaba propósitos morales, de reforma racional de la sociedad y un consiguiente carácter laudatorio, mientras que Napoleón la relacionó con los aspectos más detestables del pensamiento revolucionario, rodeándola de desaprobación y desconfianza. Esta duplicidad habrá de mantenerse y la palabra ideología habrá de ser utilizada en ambos sentidos, no solamente en francés sino en inglés, alemán, italiano, castellano, de modo de convertirse en una de las más ambiguas e inaprensibles del lenguaje político y de más difícil tratamiento por parte de los cientistas sociales.
d) La ideología en el sentido general de "doctrina política". En el contexto que se viene examinando comienza a perfilarse un nuevo significado. Si la ideología quedaba parcialmente divorciada de la "ciencia de ideas" que provenía de Condillac y la escuela sensualista y pasaba a asociarse con una doctrina política (inicialmente el republicanismo liberal, antirreligioso y secularista), había sólo un corto paso que llevaba identificar las críticas monarquistas como expresión de otra doctrina política enfrentada a aquella, que podría ser descripta igualmente como "ideología". De esta manera la ideología pasó, al menos en algunos círculos en Francia, a ser asociada con cualquier doctrina política, quedando los otros sentidos de la palabra coexistiendo con este último. Podía válidamente hablarse, entonces, de ideologías republicanas y monárquicas, liberales y restauradoras y, en su hora, de ideologías socialistas, revolucionarias o reformistas y tanto anarquismo como positivismo admiten, desde esta perspectiva, ser considerados también como ideologías. Esta acepción de la ideología como aludiendo a cualquier punto de vista doctrinario, cuerpo de ideas o proyecto político, relacionada aun sentido fuerte del quehacer político e independiente de los correspondientes contenidos materiales, sigue proyectando su influencia en tiempos actuales.
Desde esta perspectiva y considerando el tema en términos muy generales se considera, aún en la actualidad, que una ideología constituye una especie de corpus que incluye varios órdenes discursivos. En primer lugar, una teoría general de tipo explicativo sobre la sociedad y sobre la experiencia humana en general, lo que marca un residuo de la concepción de la ideología como ciencia aunque sesgada hacia una consideración como ciencia social empírica más que como estudio de las ideas en sí mismas. Incluye asimismo un programa general sobre cómo debería organizarse la sociedad, definiendo objetivos en el terreno de la organización política e institucional (donde se advierte la impronta de la noción general de "doctrina política"), objetivos que deben ser realizados a través de un proceso de carácter agonal, de una lucha por su logro, lo cual supone, en la mayor parte de los casos, desarrollos de tipo táctico y organizativo. Para estos fines se trata de persuadir y de reclutar adictos en términos de compromiso y lealtad para lo cual es menester dirigirse a un público amplio, generándose liderazgos en los que generalmente se reservan espacios privilegiados para los intelectuales, los "teóricos" políticos. De una u otra manera se pone en juego la noción de cambio social, aunque no siempre para auspiciarlo: en esta concepción se incluyen ideologías conservadoras cuyo tono general es adverso a los cambios importantes en la organización de la sociedad.
Esta concepción de la ideología conlleva la idea de su carácter fuerte, del hecho de integrarse con elementos fundamentales no negociables o, al menos, abiertos a la negociación solamente en aspectos tácticos u organizativos pero no en sus lineamientos básicos. Es ella la que alimenta la difundida idea de que los siglos XIX y XX fueron predominantemente "tiempos ideológicos" y es también la que somete a consideración la relación entre la ideología, considerada como un cuerpo general de doctrina, y la religión.
e) La ideología como movilización de creencias. Las relaciones entre la ideología como formación propiamente política y la religión están presididas por el hecho de haberse aquella originado precisamente como un cuestionamiento ilustrado al predominio religioso en la vida civil. Según este punto de vista la religión debería ser considerada como una superstición más; o en el caso más benévolo, como un cuerpo de doctrina orientado a la salvación del alma y que debe en consecuencia limitarse a la esfera de lo privado. La política en cambio es, por definición, de carácter público y su ámbito propio es el de la convivencia en este mundo, el gobierno de los hombres y el ordenamiento de sus actividades. Las diferencias, entonces, son claras y nítidas y se trata de sistemas de ideas ubicadas en posición difícilmente conciliable y hasta contradictoria.
La controversia política que supone el desarrollo de doctrinas ideológicas es consecuencia de la estructuración de un espacio público en el que ella es posible como productora de discursos dotados de autonomía, es decir, no dependientes de otra instancia discursiva, por ejemplo religiosa o jurídica. La política, como se la ha entendido en los últimos dos siglos (2), no es una actividad propia de tiempos de fuerte predominio de lo religioso dado que el monoteísmo excluye, precisamente, la posibilidad de alternativas frente a la dimensión totalizadora de su discurso. La Edad Media, por caso, se apoya unánimemente sobre el cimiento cristiano y, por esa razón, la disidencia, la disconformidad con el estado de cosas, carecen de un espacio en que puedan desarrollar su retórica y la búsqueda de consensos: el estatuto de la disidencia es de la herejía. Todos los debates tienen como referente a la religión, a la iglesia cristiana y a la tradición jurídica heredada de Roma, pasada también por el cedazo religioso. Las reflexiones sobre el orden mundano que aparecen en Dante (3) o en el tardo medioevo en Marsilio de Padua o en Nicolás de Cusa van abriendo muy trabajosamente el camino para que se vaya desarrollando el embrión de una actividad política autónoma en las ciudades italianas del humanismo renacentista: Maquiavelo era florentino y publicó El Príncipe en el año 1513. Pero el gran conflicto europeo hasta por lo menos la Paz de Westfalia (1648) fue el de las guerras de religión, en las que los intereses en pugna están sostenidos por retóricas religiosas sin que sea posible articular en ellas discursos a la vez fuertes y autónomos sobre el orden de la sociedad( 4) . En Francia, en particular, los negocios del poder se tramitaron hasta los prolegómenos de la Revolución en el ámbito cortesano y el pensamiento renovador fue el de los philosophes, no el de ningún sector que pueda ser definido como el de los políticos (5) . En el absolutismo no hay espacio público, no hay opinión pública, no hay política. No la había en el siglo XVIII francés; sí la había ya, por el contrario, en el siglo XVIII inglés, en el cual whigs y tories, Walpole y Bolingbroke, hicieron política, todo lo elitista que se quiera pero política al fin y al cabo, en un sentido análogo al actual. Respecto de otros protagonistas de estos complejos procesos y subrayando el anticipo de un siglo de Inglaterra respecto de Francia en la instalación de un espacio público transitado por el quehacer político puede mencionarse a dos grandes pensadores del siglo XVIII. Ambos escribieron sobre la sociedad humana y lucharon por sus respectivos puntos de vista, pero Voltaire fue un filósofo y, en cambio Edmund Burke un político (6).
El concepto de ideología, como lo hemos visto, emerge asociado a la política como actividad autónoma, es históricamente hijo de la Revolución, un producto cultural ilustrado, que lleva en su origen una dura repulsa al Antiguo Régimen, sus instituciones, su manera de tramitar los conflictos y su asociación con la Iglesia. Los contenidos de la ideología tienden entonces a ser laicos y secularistas. Sin embargo, su relación con las creencias religiosas e incluso la misma proyección de algunas doctrinas ideológicas a la categoría de sistemas dogmáticos que castigan la disidencia tan duramente como las religiones a la herejía siguen constituyendo un tema en la agenda teórica de las ciencias sociales contemporáneas.
No cabe duda que la política opera sobre creencias y que los discursos políticos interpelan a potenciales (y también a actuales) creyentes; pero no se deduce de ello que sea legítimo asimilar las ideologías a doctrinas religiosas, más específicamente a las grandes religiones históricas, si bien en varios casos aparecen zonas grises, discursos entremezclados y recursos apologéticos que guardan gran analogía. Para decirlo en otras palabras: ni la tentativa de Savonarola de llevar a la práctica en la Florencia de fines del siglo XV una utopía cristiana, que resultó por cierto efímera, o la de Calvino de hacer de Ginebra una ciudad-estado puritana implican considerar a sus respectivas visiones del cristianismo como ideologías en el sentido moderno de la palabra pese a la profunda influencia que esas visiones religiosas tuvieron en la organización de las relaciones de poder y de la vida cotidiana en estas experiencias. Tampoco los fundamentalismos religiosos actuales deberían llevar a confundir ideología y religión. Aunque dotadas de una influencia política tan importante como indudable, las religiones y en particular las religiones salvíficas (judaísmo, cristianismo e islamismo) se presentan a sí mismas introduciendo instancias de vida extramundana como su aspecto esencial, trascendiendo ampliamente los límites que se le han asignado a la o las ideologías, desde todas y cualquiera de sus interpretaciones.
Hay que reconocer, sin embargo, que las religiones han hecho amplios aportes a la estructuración de discursos ideológicos y a la refutación de otros. Para acreditar lo primero bastaría citar algunas encíclicas papales, recordar la presencia de partidos demócrata cristianos y, como caso fuerte de ideologización de doctrina religiosa recordar a la "teología de la liberación"; para advertir lo segundo rememorar la persistente prédica anticomunista de la Iglesia romana. Pero desarrollando su retórica y su acción práctica en medio del entramado de debates ideológicos básicamente seculares. Ni sus expresiones integristas, aunque incluyen proyectos de organización de la vida social y requerimientos de entrega absoluta, como los proyectos del catolicismo ultramontano que aspiran a una "nación cristiana" o los que pretenden teñir toda la vida comunitaria con la ley coránica, pueden ser reducidos sin más a formaciones puramente ideológicas. Lo mismo vale para la recíproca aún cuando ciertas ideologías, por su nivel de exigencia totalizadora, por la retórica de que se valen e incluso por el tipo de estructura organizativa intenten reemplazarlas. Todos estos comentarios, sin embargo, ponen de relieve las dificultades teóricas -pero con considerable repercusión práctica- que se suscitan en torno a este tema.
El filósofo francés Dominique Lecourt ha resumido bien la relación contemporánea entre la política y la religión, utilizando como eje la idea de progreso y sus formas históricas de impostación ideológica (evolución, liberación, desarrollo, modernización) poniendo de relieve el modo en que la pérdida de relevancia de la política está en relación directa con el florecimiento de los integrismos religiosos. Lo citaré con alguna extensión. "La política es un arte que opera sobre las creencias, para instituir las relaciones de poder entre los seres humanos... El progreso ha sido objeto de una creencia política; se hace referencia al mismo como a una garantía absoluta. El progreso así concebido suscita siempre una movilización de afectos, en un sentido u otro, ya sea amor u odio... El desarrollo, como antes la evolución, es una forma que ha tomado la noción de progreso. Esta última constituye el núcleo de una filosofía de la historia que inspira a las políticas modernas, pero que no debería calificarse como 'religión moderna'. La política, como acaba de decírselo, moviliza afectos, como lo hace la religión, pero no la reemplaza. No se justifica dar a entender que las religiones tradicionales se encuentran perimidas o que dejarán de existir; eso es pura ilusión positivista. Están muy presentes en las sociedades ultramodernas en las que vivimos. Mantienen con las creencias políticas una relación que no es simple antagonismo ni son su forma arcaica... La atención occidental, en la actualidad, se focaliza sobre el islamismo, pero de manera indudablemente excesiva, pasando por alto que los integrismos son también judaicos, hinduistas, protestantes, carismáticos. De todos esos movimientos puede decirse que son teológico-políticos. La política, negada, se toma venganza de esa negación, resurgiendo violentamente bajo vestiduras teológicas. Y esos movimientos no son, como lo piensan nuestros altos administradores, reducibles a bocanadas de irracionalismo. Son su razón de ser (7).
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Notas:
(1) Bacon había definido en su obra Novum Organum como idola a los obstáculos que se oponían al desarrollo de la ciencia y de la racionalidad, obstáculos que debían ser removidos. Observó claramente la relación entre la adquisición de la verdad y las circunstancias del poder, tema al cual no era ajena su propia experiencia puesto que desarrolló también una destacada actividad política y ocupó importantes cargos públicos.
(2) Hay un cierto grado de acuerdo en que la ideología es una forma relativamente nueva de pensamiento, originada en el siglo XIX, efecto directo de los procesos de secularización y de las grandes revoluciones burguesas. (3) Hay que recordar que Dante no es solamente el inmortal poeta de la Divina Comedia sino también el autor de un verdadero tratado protopolítico, De Monarchia.
(4) Estos discursos sobre la sociedad independizados de la religión se van abriendo camino muy lentamente. Entre sus grandes exponentes se puede citar la obra de Jean Bodin en Francia y, más que cualquier otro, la de Thomas Hobbes y su Leviathan. Pero ambos las escriben en el contexto de luchas impregnadas de controversia religiosa; el primero de ellos en las disputas protagonizadas entre católicos y hugonotes que tuvieron su culminación en la matanza de la Noche de San Bartolomé y Hobbes en el contexto de la guerra civil inglesa..
(5) Aunque había quienes se denominaban "políticos" en la reflexión sobre la cosa pública en tiempos de Bodin. El pensamiento fuerte sobre temas que incluyen las cuestiones cruciales de la vida pública se inscriben en el siglo XVIII en la pléyade de los filósofos y la política práctica en los aledaños del poder monárquico aparece tardíamente, cuando esa monarquía, ya en peligro mortal recurre a ministros como Turgot.
(6) Sobre la generación del espacio y de la opinión públicos v. Keith Michael Baker, Politique et opinion publique sous l'Ancien Régime, en Annales, año 42 nº 1, París, 1987. 41 y s.s.
(7) Dominique Lecourt, L´Avenir du Progrès, Paris, 1997.
El cuestionamiento del valor teórico de la noción de Ideología
Hay que señalar, como observación de carácter general, que el cuestionamiento del valor teórico del concepto de ideología y de su utilidad como herramienta conceptual para los estudios sociales se ha dado siempre en coincidencia con momentos de retroceso de las posturas políticas sustantivas orientadas a cambios radicales en la organización social
El eclipse del valor teórico del concepto operativo de ideología acompaña desde la teoría social al descenso de la potencia interpeladora de las ideologías sustantivas ya que esa noción teórica se relaciona con la existencia de cuerpos de doctrina política de alcance general, como lo fueron el liberalismo o el socialismo en sus respectivos momentos de crecimiento y desarrollo. Se trata de un reflejo de algunas de las connotaciones peyorativas del concepto de ideología explicadas más arriba.
Tanto el concepto teórico de ideología cuando las doctrinas políticas que implican una visión global de l a sociedad reconocen una filiación en el monismo ilustrado, de modo que las épocas de su retroceso arrastran con facilidad a la valoración de uno de sus principales instrumentos teóricos, la ideología. En concreto, fue una época de retroceso del racionalismo universalista y racionalista la presidida por el romanticismo, especialmente cuando se fue diluyendo su originario impulso emancipatorio. Puede decirse que aquello que la teoría de la ideología es a la Ilustración y a su descendencia marxista, es el mito al tardo romanticismo. "En una sociedad en la que la 'razón' tiene más que ver con el cálculo del interés egoísta que con cualquier noble sueño de emancipación, explica el profesor inglés Terry Eagleton (1), el escepticismo sobre sus poderes reúne adeptos sin esfuerzo. La dura realidad de este nuevo orden social no convoca a la razón sino al apetito y al interés y si le queda a la razón algún papel que desempeñar es el muy secundario de apreciar de qué manera pueden esos apetitos e intereses ser mejor atendidos. El sentimiento que prevalece es que la razón puede contribuir a promover nuestros intereses pero es impotente para fundar juicios críticos sobre ellos".
Se abre entonces un camino en el cual se sobrevalora lo estético que conduce por una parte a exaltar al mito, relacionado con lugares, tiempos y orígenes sacros, en desmedro de la ideología, que se percibe como asociada a cuestiones más pragmáticas y más inmediatamente referidas al ejercicio del poder; y por la otra permitiendo que el aura mítica se torne directamente política articulándose en un corpus de sentimiento y apelaciones pasionales. Todo ello en una organización social en la cual la falsa conciencia es percibida como el estado normal, ordinario y corriente de la sociedad y de los protagonistas de sus procesos. Es posible, por lo demás, que los mitos no legitimen al poder tan directamente como las ideologías pero pueden ser vistos como naturalizando y universalizando una estructura social determinada, tornando impensable la disidencia, eliminando el debate y limitando radicalmente las posibilidades de discursos complejos y racionalmente fundamentados. Más tarde se podrá apreciar de qué manera un mito puede también incorporarse a una constelación ideológica aportándole una especial fuerza, como el mito racial de la ideología nacionalsocialista (2).
Así las cosas el cuestionamiento de la ideología, atado de la herencia ilustrada, asume características fuertes en los años crepusculares del siglo XIX, cuando la intelectualidad europea transitaba por el retroceso de la experiencia liberal y por las luchas de las que el affaire Dreyfus fue el síntoma en Francia y la crisis finisecular lo fue en la Viena imperial. Como veremos más adelante hubo más tarde otros momentos de rechazo de la ideología, en contextos políticos muy diferentes: en tiempos de la segunda posguerra y de la guerra fría y luego, con la llamada revolución conservadora que acompañó a los éxitos políticos de Ronald Reagan y de Margaret Thatcher, el hundimiento del poder soviético y el auge del neoliberalismo (3) conservador con el cual se cierra el siglo XX y sus reflejos intelectuales, un tanto espasmódicos, en el llamado postmodernismo. Veamos primeramente la crisis de las postrimerías del siglo XIX.
El elitismo sociológico y la valorización del mito.
El tema de la ideología sufrió una depreciación en la agenda de los estudios sociales durante el auge del llamado elitismo sociológico de fines del siglo XIX y primeros años del XX, del cual fueron expositores principales Vilfredo Pareto, Gaetano Mosca y Robert Mitchell (4). Los elitistas sociológicos, pese a las importantes diferencias existentes entre ellos, coincidían en partir del reconocimiento del fenómeno de "irrupción de las masas" (5) en el cual se creía encontrar el fundamento de un modelo adecuado para hacer frente tanto a la tradición liberal cuanto a los desarrollos del socialismo marxista. La presencia de las masas y el papel que se atribuía a las elites eran el punto de partida de construcciones consideradas como la consecuencia de un examen realista de las circunstancias sociales de la época y que resultaban incompatibles, por una parte, con la perspectiva del juridismo institucional y de las ideas centrales del liberalismo igualitarista y por la otra con la lucha de clases tal como había sido teorizada por el marxismo. Se sostenía, digamos que no sin algunas buenas argumentaciones, que ni el liberalismo expresado en la economía política clásica, en el constitucionalismo político y en filósofos como John Stuart Mill ni el marxismo que pretendía fundar al socialismo en un estudio profundo y objetivo de la realidad económica y social del capitalismo habían tenido éxito en cimentar sus objetivos en las conclusiones universales y transhistóricas de la ciencia, objetivo respecto del cual tenía un sentido especial la noción de ideología. A lo cual se agregaba una crisis del apego a la noción ilustrada de progreso: primeramente cuando el positivismo comteano lo leyó como el despliegue del principio de orden, luego cuando se tornó evolucionismo conservador con Herbert Spencer y, finalmente, cuando se diluyó en el eterno retorno nietzscheano.
El papel central fue asignado al "mito", con lo cual los cientistas sociales se apropiaban de elementos caros al romanticismo tardío, especialmente alemán y más particularmente a la estética wagneriana (6). Se propuso entonces un modelo en el cual las elites aparecían proponiendo mitos a las masas que ellas o bien seguían obedientemente o bien motivaban su rebeldía, a impulsos se instauraciones míticas de signo diferente. La izquierda y la derecha de esos años, huyendo de los modelos basados en la lucha de clases tanto como de los fundados en las posibilidades de desarrollo social en el marco de las instituciones liberales, concibieron la polarización de la vida política en términos de masas y elites, en un esquema en el cual éstas proponen mitos convocantes fundamentalmente dirigidos a la manipulación de aquéllas. Se trataba de poner los objetivos políticos al margen de los modelos que habían prevalecido en la mayor parte del siglo XIX o, al menos, desde el agotamiento de la restauración, forzada a renovarse tras los acontecimientos de 1848. La derecha europea heredera de Metternich y de Pío IX confluyó ominosamente con los aportes de una ciencia biológica ad-hoc para promover al racismo antisemita al lugar central de los enfrentamientos políticos. Queda constituido, sobre bases renovadas, el mito de la raza (7).
Se dio a partir de 1890 una por momentos sorprendente perspectiva de coincidencia del apetito revolucionario con el reflujo reaccionario, de la cual es fiel reflejo el pensamiento de Georges Sorel (8), el teórico del mito de la huelga general, un sindicalismo revolucionario partidario de la revolución absoluto del movimiento obrero contra la política de partidos y contra la propiedad privada y favorable a la destrucción del Estado por la acción revolucionaria de las masas. Achacó a los partidos socialistas intoxicar ideológicamente a las masas, contribuyendo de esa manera a la legitimación del orden burgués. En ese marco se sostenía que las masas no hacían más que idiotizarse depositando sus esperanzas en la acción reformista del Estado.
Este estado de cosas en la teoría se corresponde con un sentimiento bastante generalizado de decepción, aunque por diferentes motivos según los sectores sociales. Consecuencia, por ejemplo, del fracaso de las políticas radicales que habían sido derrotadas en las barricadas, de la tibieza reformista de los medios parlamentarios, del rechazo al liberalismo deliberativo y a la política parlamentaria basada en los partidos políticos, de la desilusión frente a una socialdemocracia cuyo reformismo se ahogaba en la burocratización y cuyas consignas habían sido expropiadas por el realismo político de estilo bismarckiano.
El sociólogo norteamericano Marshall Berman definió el tipo de relación existente entre elite y masa y el modo en que se encabalgó sobre esa relación el modelo político puesto en circulación sobre el filo del cambio de siglo: "Las elites de vanguardia crean mitos que las masas o bien rechazan o bien adoptan. Si las masas están satisfechas con los mitos de la derecha, caerán de rodillas; si, en cambio, prefieren los mitos de la izquierda, saldrán a la calle para luchar en defensa de su derecho de caer de rodillas". Síntesis, esta última, que prolongará su historia a lo largo del siglo siguiente impregnando a la demagogia populista y a las diversas variantes de fascismo.
Es esta la época de la "psicología de las multitudes", como la viera en su momento Gustave Le Bon, cuyos puntos de vista dieron lugar a la conocida réplica de Freud en su Psicología de las masas y análisis del Yo. Es también la de los desarrollos de la teoría de la circulación de las elites de Vilfredo Pareto y de la "clase política" de Gaetano Mosca, de alguna manera el tiempo fundacional de lo que hoy llamamos politología, nacida más a la sombra del pensamiento reaccionario y de la desilusión por los retrocesos liberales y socialistas que al calor de los impulsos renovadores.
Esta irrupción de las masas en el escenario político, ya no solamente como protagonistas de la barricada o como proveedoras de clientela electoral -sobre todo en la medida de la progresiva universalización del sufragio, al menos masculino- sino como destinataria de las construcciones míticas de las elites, de las diversas elites, como coro de las nuevas demagogias, como víctima y también agente de la violencia, llevó a Hannah Arendt a proponer una nueva genealogía de los totalitarismos del siglo XX (9). Desarrolla entonces la idea de que esos regímenes no descienden del absolutismo del Ancien Règime sino de Napoleón, de la época de la revolución permanente, de los tiempos en que laas masas comienzan a participar activamente de la vida política. Según esta tesis la participación de las masas estaría lejos de constituir una contribución a los procesos democráticos. Por el contrario, el aporte históricamente más significativo de esa participación radicaría en la constitución de los autoritarismos caudillistas, fenómeno que arranca con el bonapartismo y que habría de erigirse en la estructura básica, populista, de los grandes totalitarismos. Esta tesis, aunque atrayente para definir el marco de las dictaduras populistas, ilustra, en el marco de este trabajo y probablemente más allá de los objetivos de su expositora, la presencia de un nuevo mito: la "masa". La masa, desconectada de los agentes y protagonismos sociales, se convierte en una categoría conceptual autoexplicativa, minimiza la influencia de los contenidos de las ideologías sustantivas y destruye la posibilidad de desarrollos teóricos en torno a deseos e intereses implicados en la noción de ideología como visión deformada de la realidad social.
De todos modos, como lo hemos visto al examinar algunos desarrollos teóricos de la noción de ideología durante la primera mitad del siglo XX, continuó ella ocupando un lugar destacado en la preocupación de los teóricos sociales y en la interpretación del modo de articularse los mitos. En efecto, el caso del nazismo pone claramente de relieve como un mito fundante esencial, el de la raza, puede y debe ser leído en clave ideológica.
Las tesis del fin de la ideología.
El rechazo del concepto de ideología por parte de los cientistas sociales, ya sea por considerárselo inadecuado como herramienta conceptual, ya sea por asociárselo a ciertos estilos de pensamiento que eran objeto de su repudio, reapareció con intensidad en la segunda posguerra y, tras un momentáneo eclipse, nuevamente en la década de 1980, en coincidencia con los triunfos políticos del neoliberismo conservador, arreciando al producirse el colapso del comunismo en Europa Oriental. Se trata de las tendencias que suelen designarse como del fin o de la muerte de la ideología. Se relacionan con un gradual diluirse de la política ideológica activa en el ámbito de la aséptica disciplina académica de la sociología, que importó la pérdida del aspecto emotivo y concreto del debate ideológico y la desvalorización de las utopías como proyectos de acción dirigidos al futuro con pretensiones de alto grado de generalidad. Mientras la política ideológica es absorbida por un halado academicismo la política práctica se reduce a técnicas de policy making y el conjunto languidece en el más pálido conformismo.
En esta situación la reflexión sobre la vida política pasa a formar parte del material de una ciencia social cerradamente razonada, conducida por expertos intelectuales, que se consideran habilitados para opinar ventajosamente sobre las políticas públicas desde una perspectiva cientificista, despojada de emotividad. Es una actitud indiferente a reclamos provenientes de sectores populares a los que solamente toma en consideración para desarrollar las técnicas adecuadas para metabolizarlos. Por un lado, la política parece asociarse con gran intensidad a expresiones mediáticas más o menos desligadas de exigencias de veracidad y a complejas técnicas de relaciones públicas y asesoramientos de imagen; los políticos profesionales cada vez dependen más de consultores, encuestadores y maquilladores (de imagen y también de ideas). Por otra parte, la política, como articuladora de demandas, parece dominada por criterios básicamente técnicos y con respecto a los cuales, como es natural, el debate queda circunscripto subjetivamente a los expertos y objetivamente a aspectos particularizados de los procesos de toma de decisiones.
a) La crisis de la ideología en tiempos de posguerra y de guerra fría. Una mejor comprensión del alcance de la irrupción de esta línea de pensamiento requiere algunos comentarios sobre las relaciones entre la teoría política y la concepción epistemológica ubicada en la herencia de la tradición positivista, tomando como referencia el estado del tema a partir de la década de 1950.
Los filósofos, bajo el influjo de esa actitud positivista, se alejan de los temas éticos, políticos e históricos, ya que para esas tendencias no hay otra filosofía que aquélla que reflexiona sobre la ciencia, contemplada a su vez desde la óptica de la física (10). Los teóricos políticos, por su parte, comenzaron a dedicar sus más intensos esfuerzos a fundar uan ciencia empírica de la política, de base conductista -es la época de la llamada revolución behaviorista- y utilizando luego modelos sistémicos derivados del campo de la cibernética (11). Se trataba, en otras palabras, de estructurar una ciencia oscial a imagen y semejanza de las ciencias "duras", tratando de precisar su objeto, establecer sus fundamentos y ajustar sus métodos de modo de aplicarles las bien probadas y exitosas pautas que imperaban en el ámbito de las ciencias naturales.
Esta orientación, aunque no sin vínculos con ciertos desarrollos del pensamiento europeo, apareció primero en el ambiente del establishment de la ciencia social americana dominada por la sociología funcionalista de Talcott Parsons. Hay que tener en cuenta que ello acontece en tiempos de la guerra fría y consiguiente oposición entre el "mundo libre" y el régimen comunista. La influencia del neopositivismo operó en el ambiente enrarecido por las persecuciones lanzadas por el anticomunismo de la época macartista, en el que la prudencia sugería no embarcarse en debates sobre las cuestiones más radicales de la vida social. Era epistemológica, política y personalmente menos riesgoso sostener que la teoría política clásica, la que ponía en tela de juicio a las estructuras sociales existentes y a al que se identificaba con la ideología, estaba muerta y concentrar el esfuerzo en el análisis conceptual aséptico y en la lógica, tanto en el ambiente de las ciencias sociales empíricas cuanto en el de la filosofía (12).
Se comprende que en se contexto se haya postulado, para el desarrollo de la ciencia social, la exigencia de un rigor libre de valoraciones y efectuar verificaciones o falsaciones empíricas no contaminadas por apelaciones emocionales de política ideológica e incluso de teoría política normativa, privilegiando los estudios comparatistas y cuantificativos (13). Un neopositivismo, en suma, separando rígidamente los hechos de las valoraciones que acechan en lo ideológico y en lo normativo.
El ímpetu inicial de las principales corrientes americanas sobre el "fin de la ideología" derivaba de cuatro circunstancias principales. En primer lugar, había una clara creencia, en la década de 1950, en una generación que había vivido entre las de 1930 y 1940 -con sus guerras, pogroms, gulags, procesos show, stalinismo, matonismo fascista, nazismo, campos de concentración y "solución final" - que la política ideológica conducía al fanatismo y a una concepción antidialógica de la política. Se tenía por cierto que la política "ideologizada" estaba en la raíz de gran parte del dolor masivo, miseria generalizada y guerra exterminadora de mediados de siglo (14).
En segundo lugar se sostenía que, a pesar del hecho de que las ideologías puedan cumplir una función en el desarrollo de sociedades inmaduras, no la cumplían en las sociedades democráticas industrializadas, en las que desempeñaban un papel decorativo, ya eue en estas últimas había consenso sobre los objetivos fundamentales. La mayoría de los partidos políticos, en estas sociedades, había alcanzado, en la economía de estructura mixta del bienestar, la mayor parte de sus objetivos de política reformista. La izquierda aceptaba los peligros del excesivo poder estatal y la derecha aceptaba la necesidad del Estado de bienestar y los derechos de los trabajadores. El consenso y la convergencia de los objetivos políticos podían observarse en muchos de los países industrializados. En el marco del modelo de acumulación fordista y del Estado de bienestar keynesiano los valores básicos atinentes a la convivencia ya habían quedado acordados y se compartía la ilusión de que se orden si no era para siempre lo era al menos por un tiempo mayor al de los intereses generacionales. Lo que el politólogo americano Seymour Martin Lipset había denominado la "revolución social democrática del Oeste" había triunfado y ese triunfo no dejaba espacio para el despliegue de ideologías o utopías susceptibles de orientar acción política alguna. En consecuencia, se sostenía, lo político debía quedar limitado a cuestiones periféricas referentes a ajustes pragmáticos y a la liquidación de conflictos de intereses sobre temas que no comprometían aspectos esenciales. Las discusiones políticas, entonces, versarían sobre temas relativos al producto bruto, precios, impuestos o créditos públicos. Incluso llegó a sostenerse que la asignación presupuestaria de recursos públicos se había convertido en el tema central del diseño y ejecución de las políticas públicas. Todas esas cuestiones eran ventajosamente abordables por los desideologizados técnicos en policy making especializados en cada uno de sus aspectos particulares. Todo lo demás era mero gesto y apariencia; la lucha democrática habría de continuar, pero como debates protagonizados fundamentalmente por técnicos, sin manifestaciones multitudinarias, sin arengas de balcón y sin banderas partidarias. En dos palabras, sin ideologías.
En tercer lugar, jugaba en favor de la eliminación de lo ideológico el hecho de vivirse un período de gran crecimiento económico, especialmente en Inglaterra y Estados Unidos, así como una gran recuperación en Europa occidental, particularmente en Alemania, estado de cosas que se mantuvo hasta la crisis petrolera de los primeros años de la década de 1970.
Se produjo una elevación en el nivel de vida en amplios sectores de la población y cada vez más ciudadanos pudieron participar de una economía opulenta. Las diferencias sociales y económicas dejaron de ser vistas como tan importantes y se percibía una declinación de la relevancia de las clases sociales en las decisiones de voto, de manera que el comportamiento electoral estaba cada vez menos condicionado por la situación económica o social del votante. La combinación entre prosperidad económica y crecimiento del Estado de bienestar reducía las diferencias sociales y económicas y, en consecuencia, bajaba el perfil de las diferencias políticas y parecía justificar que pudiera sostenerse el fin de las ideologías.
En cuarto lugar, ese clima intelectual coincidía con un momento muy alto de la sociología americana y se vio favorecido porque, en los hechos, los Estados Unidos estaban ofreciendo al mundo una perspectiva de libertad, juntamente con las posibilidades de un alto grado de desarrollo tecnológico conjugado con un sólido bienestar económico, todo ello con la apariencia de perspectivas de progreso material indefinido. Parecía desarrollarse, en una dimensión moderna, el programa de la Ilustración: sustituir las ideologías -que se asimilaban ahora a supersticiones, tal como los philosophes habían visto en su hora a la religión- por una auténtica, sólida y seria "ciencia de la sociedad", firmemente apoyada en una situación económica y social ampliamente auspiciosa.
Es en ese contexto que se desarrolló la teoría del "fin de la ideología". La política pasa a ser pensada como algo diferente de lo ideológico. La ideología denotaría una mentalidad totalitaria, que impediría toda discusión política fuera de su propio contexto. De tal manera, la ideología sería incompatible con una sociedad pluralista, libre, tolerante y racional, que es aquella en la cual tiene lugar el fenómeno político. Escritores tan diversos como Karl Popper, Raymond Aron y Hannah Arendt, de diferentes maneras, hablan de una "ideología totalizadora" y de sociedades cerradas (fascismo y comunismo) como antítesis de las sociedades abiertas, tolerantes, en las que cobra sentido el quehacer político. Casi paradójicamente este último aparece, en ese contexto, circunscripto a la solución de cuestiones de orden técnico y a los ajustes pragmáticos aún necesarios en sociedades en las que ya se habían aventado las disputas cargadas de contenido emocional y los grandes proyectos de reforma social. La ideología, en esta lectura, se convierte en una perspectiva intolerante, no libre y limitada, en comparación con las formas no ideológicas, abiertas y tolerantes de la política; y aparece contrapuesta como la ciencia a la cual tanto Edwared Shils (15) desde la teoría política cuando Karl Popper desde la perspectiva epistemológica considerarán ajena a cualquier forma de cultura ideológica y regida por una racionalidad rigurosamente objetiva.
El eminente epistemólogo Karl Popper, en particular, se constituyó en uno de los más consecuentes impugnadores de la ideología. Dedicó intensos esfuerzos para descalificar al marxismo (y al psicoanálisis) considerándolos carentes de base científica, a partir de su concepción de la ciencia como sistema de aserciones susceptibles de ser falsadas. Para una concepción que hacía de la ciencia la piedra angular de la racionalidad la crítica tendía, en definitiva, a negar toda base racional, tanto al marxismo como al psicoanálisis. De sus libros La sociedad abierta y sus enemigos y Miserias del historicismo se desprende una concepción adversa a los determinismos históricos y contraria también a toda pretensión de ingeniería social holista. La política, en tanto actividad destinada a operar sobre la sociedad en el sentido del cambio y de la organización, no puede ser entendida más que como ingeniería social fragmentaria. Desde una defensa de la libertad vinculada a un ideario claramente conservador, Popper impugna lo ideológico -en lo que ve una insustentable tentativa de formular ingenierías sociales globales- por liberticida e irracional. Las sociedades abiertas no dejan espacio para el pensamiento ideológico, que es el de sus enemigos. Hay que decir que las citadas obras de este importante filósofo figuran entre las obras más influyentes sobre la teoría política de la época.
Esta escuela adquirió especial relieve, en gran medida como consecuencia de las teorías de Daniel Bell que, al contrario de Popper, tienen un carácter marcadamente historicista. Esas teorías anunciaban el advenimiento de una sociedad postindustrial centrada en la información producto natural e inevitable de una evolución de la estructura social relacionada con el aumento de la producción, a su vez motorizado por el constante y permanente desarrollo tecnológico. Esta teleología histórica, este determinismo tecnocientífico aparece conjugado con la liquidación de toda reflexión sobre la ideología, a la cual se presenta o bien como el falso instrumento de los totalitarismos que se oponen al progreso o como un conjunto de creencias supersticiosas que una renovada ciencia social no puede sino eliminar.
Entre los críticos de la ideología que, sin embargo, rescatan la vertiente filosófica recusando la chatura de los excesos empiristas de los cientistas sociales merecen citarse los trabajos del influyente teórico conservador Michael Oakeshott quien, en libros como Rationalism in Politics, establecía una distinción entre las instancias tradicionalista e ideológica en la política. El punto básico era que la ideología representaba una simplificación, una abstracción, lo que Oakeshott llamaba un "compendio abreviado" de la realidad social. Según este modo de ver las cosas los ideólogos seleccionan y, en consecuencia, distorsionan a una realidad mucho más compleja. De modo que el único abordaje serio sobre los temas sociales debe necesariamente ser no ideológico pero filosófico y más académico. Los desarrollos teóricos de Oakeshott y sus estudios sobre la racionalidad en política que han sido considerados como expresión de las formas liberales del pensamiento conservador aparecen, con matices, en la obra de numerosos escritores más recientes, de la década de 1980.
La época del triunfo del neoliberalismo conservador.
Los acontecimientos que arrancan en París en mayo de 1968 pusieron de manifiesto las tensiones que el "círculo virtuoso" del modo de acumulación fordista y de la política keynesiana estaban enmascarando y la consiguiente sobrevivencia de controversias profundas en torno a las circunstancias de la sociedad de la época. Ponen de relieve, además, la insuficiencia del cientismo dominante especialmente en los medios angloamericanos, incapaz de hacerse cargo de la problemática que fuera más allá de los acotados temas de políticas públicas y de empirismo sociológico. Se desarrollan entonces concepciones teóricas que, a diferencia del conformismo de la ciencia social de la época, constituyen poderosas críticas, como las de Herbert Marcuse y Michel Foucault (17). Si bien no hicieron de la ideología un tema central, y pese a las profundas diferencias entre ellas, tuvieron en común el impulso crítico, la renovación metodológica y el radical rechazo del estilo de los cientistas políticos y sociales de la orientación del "fin de la ideología".
En un terreno diferente y coloreado por matices diversos pero siempre apartados del radicalismo teórico y político de Marcuse o de Foucault, el retroceso de ese cientismo fue favorecido por el resurgimiento de los estudios de filosofía política, de la cual son hitos importantes los trabajos de la antes citada Hannah Arendt, de Isaiah Berlin, de Jürgen Habermas y de John Rawls, entre otros. Arendt publica La condición humana, entre otros trabajos, reflexionando filosóficamente sobre la política, vertiente del quehacer humano que trata no solamente de rescatar sino de ubicar entre las más ricas y creativas, asociada a la idea de libertad. Más relevante aún es el caso de Isaiah Berlin, quien publicó en 1961 el ensayo ¿Existe aún la teoría política?, que formaba parte de una empresa intelectual cuyos lineamientos se anticipaban en trabajos publicados en la década de 1950 (18). A esos trabajos, que navegan contra la corriente del positivismo entonces dominante, hay que verlos como integrando algo así como avanzadas de un camino cuyos hitos posteriores más o menos próximos fueron Conocimiento e interés, publicado por Jürgen Habermas en 1968 y especialmente la Teoría de la justicia de John Rawls (1971) que tuvo una enorme resonancia, dentro y más allá del mundo anglosajón, contribuyendo a restaurar el interés por el enfoque filosófico sistemático de la problemática social. Si bien ninguno de ellos se orienta al rescate de la noción de ideología, tienen un rasgo en común que hace necesario mencionarlos en el presente contexto: recusan al neopositivismo, rescatan la reflexión filosófica sobre el acontecer político y ponen en entredicho la concepción estrecha y empobrecida de la política que caracterizaba a los trabajos de los cientistas sociales de la época.
Pero los éxitos políticos de Thatcher y Reagan impulsaron un refortalecimiento de las teorías poco inclinadas a aceptar a la ideología como concepto útil. A todas las causas por las cuales se le negaba esa calidad hay que añadir que el neoconservadurismo exaltó el principio de efficiency como pauta orientadora exclusiva y excluyente, extendida del mundo de los negocios al espacio político. Esta concepción cientificista no era nueva, había sido puesta en circulación en el cuerpo de la teoría sobre la organización cientifica del trabajo, de los procesos productivos y de la gestión de los negocios que nace con la obra de Frederick Taylor, todavía en los años finales del siglo XIX. Sus principios y métodos, fundados en la autoridad de mediciones y comprobaciones científicas, desempeñaron un papel central en la organización industrial del capitalismo avanzado y fueron adoptados también para el servicio del sistema económico y social más inspirado en la planificación y en la gestión pública que haya existido: el comunismo soviético (19). En efecto; no es ocioso recordar que los principios del taylorismo y, luego, los del fayolismo, fueron introducidos en la unión Soviética por el propio Lenin, donde se convirtieron, con algunas adaptaciones, en doctrina oficial bajo la denominación de "stajanovismo". Los defensores de estos principios eficientistas que constituyen la inspiración de todos los sistemas modernos de organización gestionaria y administrativa, no solamente no necesitan de la ideología como instrumento conceptual sino que deben rechazarla en cuanto la misma expresa vocaciones de cambio y puede colocar al objetivo de eficiencia sistémica en competencia con otros, como justicia social, respeto por la diferencia o por el medio ambiente. LA eficiencia, en este abordaje, coloniza al espacio público político con la lógica de los negocios, del interés privado y de sus expresiones mediáticas y moldea en ella a toda la cultura. (20)
Esta época de exaltación neoliberal rechazó a la ideología incluso desde una perspectiva más filosófica. Un ejemplo destacado es el libro de Ken Minogue Alien Powers: The Pure Theory of Ideologý (1986) que, como lo comenta Vincent, todavía lucha contra los totalitarios dragones ideológicos de la guerra fría, en el nombre de una sociedad más abierta pero también, hasta cierto punto, en el nombre de la sutileza filosófica y académica, sosteniendo que el ideólogo abrevia y constriñe las complejidades del intrincado mundo social en una camisa de fuerza, el lecho de Procusto ideológico. Su argumento básico es que la ideología es una forma relativamente nueva de pensamiento, originada en el siglo XIX. Las ideologías (expresión con la que este autor parece designar todo lo que no sea liberalismo, conservatismo y socialdemocracia) existen en mundos cerrados y operan identificando al mal como algo diferente de la naturaleza humana, como deshumanizado y deshumanizador. Cada ideología tiene su demonio externo, llámese capitalismo, totalitarismo o patriarcalismo, que son los alien powers, que deben ser combatidos por el ideologista, quien trata de demostrar que la liberación y la perfección serán una consecuencia de la revolución triunfante dirigida contra el alien power. Siempre según este criterio, los ideologistas son intrínsecamente adversos al individualismo, al pluralismo y a la sociedad liberal; en suma, no gustan de la modernidad. Son parte de una peculiar actitud existente en la sociedad occidental, característica de ciertos intelectuales. No sorprende que su argumento se oriente a la suposición, solo ligeramente diversa de la de Oakeshott, de que la instancia no ideológica debe coincidir con una forma modernizada del liberalismo clásico. Es oportuno agregar que el derrotero de esta línea intelectual, pese a su vertiente apologética, presenta un no despreciable interés permitiendo, por ejemplo, una interesante lectura de acontecimientos bien actuales. En los primeros años del siglo XXI podría verse en las posiciones asumidas por el gobierno de la ultraderecha norteamericana una buena ilustración de un ideologismo que justifica el uso discrecional del poder militar en escala planetaria sobre la base de afirmar que la perfección democrática depende del aplastamiento de un poderoso alien power terrorista, el "eje del mal" enfrentado al destino manifiesto que se expresa ahora en la sentencia "lo que es bueno para el pueblo norteamericano es bueno para el mundo". Aunque pueda parecer un sarcasmo George W. Bush, según esta manera de ver las cosas, es un auténtico ideologísta y no falta razón a Minogue: lo que él expresa es adverso al pluralismo y a la sociedad liberal y de la modernidad sólo rescata sus logros tecnológicos poniendo entre paréntesis a temas que le eran caros, como el de las libertades públicas.
En lo que atañe a la reflexión sobre los grandes temas filosóficos y sociales hay que señalar la emergencia del llamado postmodernismo que, al negar fundamentos a los que denominó "grandes relatos", concepciones holistas sobre la sociedad, sus problemas y el modo de afrontarlos, rechazó la posibilidad de articular seriamente cualquiera de las posiciones habitualmente definidas como ideológicas (21). Se hizo particular hincapié en la idea de diversidad poniéndola en clave de multiculturalismo, lo que excluye el tipo de formación discursiva propia de las ideologías. En su forma extrema, como lo ha señalado el sociólogo Zygmunt Bauman, insistir en la diferencia termina conduciendo paradójicamente, a la indiferencia, a una actitud en al que naufragan valores universalizables -o al menos generalizables con cierta amplitud- en el altar del respeto por las modalidades culturales (22). Según lo señala el mismo Bauman el multiculturalismo deriva en una ideología de la postmodernidad, algo así como la ideología de la época de la muerte de las ideologías.
La desestimación de la ideología cobró impulso adicional al producirse el colapso del comunismo en el Este de Europa. Puede apreciárselo en los comentarios sobre el "fin de la historia" (23) o en otros trabajos generalmente apoyados en construcciones de tipo sistémico, partiendo de la idea de que se habría llegado a una situación, al menos por el momento en los países "centrales", caracterizada por la vigencia de las instituciones de la democracia representativa y el imperio de la economía liberal de mercado, cuya rápida globalización estaría señalando la definitiva superación de las contradicciones y enfrentamientos políticos, nacionales y clasistas. La democracia capitalista está, desde 1989, en una situación nueva: no tiene obstáculos externos, ya no hay en el mundo un sistema alternativo capaz de desafiarla y tampoco parece tener enemigos internos tan poderosos como para ponerla en peligro. En ese contexto no cabría suponer que haya espacio para las ideologías, en un sentido fuerte y sustantivo de la palabra; y menos aún para un concepto operativo de ideología que podría ser fácilmente reemplazado, cuando se trata de aludir a las formaciones sociales subjetivas, por el de "imaginario social" un otro más o menos equivalente.
La persistencia de la ideología.
Pero las perspectivas del "fin de la ideología" o de la "muerte de las ideologías" dejaban problemas pendientes. En un nivel teórico general y como lo comentó agudamente Alisdair MacIntyre(24), "los teóricos del fin de la ideología fracasaron en hacerse cargo de una crucial posibilidad alternativa: que la teoría del fin de la ideología, lejos de marcar esa extinción, constituyera en sí misma la expresión clave de la ideología del tiempo y lugar en que fue expresada". Los puntos de vista de la escuela del "fin de la ideología" contendrían, entonces, ciertas evaluaciones sobre la naturaleza humana, sobre le funcionamiento que debería tener la racionalidad, sobre el valor del consenso y sobre las características que deberían atribuirse a una sociedad civil pragmática y tolerante. Sostener que esos puntos de vista se sustentan exclusivamente en una perspectiva de carácter científico y que todo lo demás es ideología, -que debe ser despreciada, en términos de valor de verdad-, implica tanto ceguera como chicanería intelectual. La ciencia social "desideologizada" sería, en lo fundamental, el mecanismo de recusar los discursos en torno a temas radicales y a perspectivas de cambio político y, más que nada, social, bajo la imputación de haber incurrido en "irracionalidad ideológica", en formas anticientíficas de pensamiento.
De modo que es sencillo concluir que el "fin de la ideología", así como el cientismo aséptico con el cual se emparenta, es una posición a su vez ideológica, comprometida con una forma de liberalismo pragmático y, más que nada con un liberismo apoyado en el mito del mercado global, tendiente a sustentarlos en la ciencia y a ponerlos al abrigo, en consecuencia, del debate político. Un ejemplo más, podríamos de paso señalar, de la orquestación de un mito (como el del mercado global) en una clave ideológica que consiste en autonegarse.
Aunque a fines de la década de 1980, como ya lo hemos dicho, resurgió repentinamente el interés por esta tesis, la teoría del "fin de la ideología" es vista ahora con más escepticismo, como una fase en el desarrollo del concepto de ideología. Sin embargo sus presupuestos -incluso los implícitos- siguen impregnando a muchos de los debates que tienen lugar y escritos que se publican ya sea en el ámbito del establishment de las ciencias sociales como en el de sus críticos.
Notas:
1) Terry Eagleton, Ideology, Londres, 1990. pag. 159 y s.s. ha dado cuenta del proceso que lleva a la crisis de la ideología en la teoría política y en la filosofía y la irrupción del mito. Para el pensamiento ilustrado, señala, el adversario de la ideología como ciencia de las ideas e incluso como cuerpo de doctrina revolucionaria o, al menos, reformista, había sido paradójicamente la ideología, pero considerada como dogma. El dogma ahora, puede agregarse, asume la formulación metafórica del mito.
2) Terry Eagleton, op. cit., pag. 188.
3) Utilizo a veces la expresión "liberismo" y su derivada neoliberismo, siguiendo a algunos expositores italianos, para diferenciarla de liberalismo. Con la primera aludo específicamente a las concepciones que giran en torno a la soberanía del mercado reservando la segunda a las formas clásicas del pensamiento asociado a las libertades públicas y al progresismo, tal como se la emplea en la tradición anglosajona.
4) Remito al lector al breve y lúcido estudio sobre esta época, centrado en la refundación de la sociología pro Durkheim y Weber y sobre su extensa resonancia posterior, culminando en el decisivo aporte de Antonio Gramsci: Juan Carlos Portantiero, ponencia en el congreso sobre el tema Gramsci e il Novecento, Cagliari, 1997, reproducido en Sociedad, revista de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA) nº 11, Buenos Aires, 1997 (Nota: también disponible en País Global).
5) Fenómeno por otra parte muy sobredimensionado, seguramente como consecuencia de los temores puestos en marcha por los acontecimientos de 1848, por la Comuna de París y por las movilizaciones garibaldinas.
6) He sostenido en otro lugar, en consonancia con especialistas como Joachim Köhler (Wagner's Hitler: the prophet and his disciple, Cambridge-Oxford, 2000) y Anthony Arblaster (Viva la Libertà! Politics in Opera, Londres-Nva. York, 1992) que la obra dramática y los escritos teóricos del músico alemán Richard Wagner constituyen un poderoso manifiesto del mito racial antisemita y que su proyecto de Obra de Arte Total, que en él se inspira, es uno de los más firmes cimientos emocionales y teóricos del nazismo.
7) Sobre el racismo político la más difundida de las obras precursoras es el extenso Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, de Joseph Arthur de Gobineau, cuya publicación se inició en 1852 y una de las que mayor influencia ha ejercido Los fundamentos del siglo XIX de Houston Stewart Chamberlain, publicado en 1899. El gran precursor -y potente difusor- del racismo antisemita fue Richard Wagner quien en su opúsculo El judaísmo en la música publicado por primera vez en 1850 ya anunció la Vernichtung (aniquilación) como punto final de la "cuestión judía".
8) Su libro principal, Reflexiones sobre la violencia, fue publicado en 1908. Como lo ha señalado Isaiah Berlin estudiando el pensamiento de Sorel, no debería extrañar que su figura haya sido reivindicada con entusiasmo por el fascismo italiano pero también por el stalinismo.
9) Su obra fundamental sobre este tema es su obra Los orígenes del totalitarismo, cuya publicación se inició en inglés en 1951. V. la ed. castellana dividida en tres tomos, 1. Antisemitismo, 2. Imperialismo, 3. Totalitarismo, Madrid, 1987.
10) Un caso un tanto extremo pero que vale la pena recordar es el de Hans Reichenbach, portavoz de las líneas básicas de pensamiento del neopositivismo vienés, cuya Filosofía de la Ciencia, publicada en esos años, expulsa a Platón y a Hegel del campo de la filosofía. El primero es definido, no sin cierto desdén y pese a las opiniones que el propio Platón albergable respecto de ellos como "mero" poeta; el segundo, como autor de una prosa esotérica, nebulosa, poco menos que insensata.
11) Un ejemplo típico, mediante el cual las pretensiones de una ciencia política empírica salen al cruce de las dificultades generadas por la crisis petrolera de 1973, lo constituye la obra de Samuel Huntington vinculada con sus trabajos para la Comision Trilateral, basada en modelos sistémicos sobre los que construyó sus teorías en torno a la sobrecarga de demandas y la gobernabilidad, ampliamente utilizadas por la politología afiliada al conservadorismo neoliberal. El tipo de análisis al que me estoy refiriendo encuentra un buen ejemplo en los trabajos de David Easton. En cuanto al behaviorismo, un ejemplo importante es el libro de Burrhus F. Skinner, Más allá de la libertad y la dignidad, Barcelona, 1982, cuya primera publicación en inglés data de 1971.
12) El clima en que tenían lugar estos desarrollos teóricos queda ilustrado por el título del libro que dedicó al tema uno de los más caracterizados e influyentes sociólogos, Daniel Bell: The End of Ideology: On the Exhaustion of Political Ideas in the 50s.
13) De todos modos, no puede pasarse por alto que las contribuciones de las ciencias sociales estructuradas sobre estas bases al conocimiento de la sociedad y de los hechos políticos fueron sin duda muy importantes.
14) Vincent, a quien estoy siguiendo en esta parte, señala agudamente que algunos de los escritores más difundidos de la época eran de hecho intelectuales judíos que reflejaban en forma profunda el destino que los judíos habían padecido bajo el imperio de los dogmas ideológicos.
15) Decía Edward Shils, en Concept and Function of Ideology, (artículo cit. por Andrew Vincent, op. cit), en términos que lo colocan en la antípoda de lo que hemos visto definido como sociología del conocimiento, que "la ciencia no es y nunca ha sido parte de una cultura ideológica. El espíritu en el que trabaja la ciencia es ajeno a la ideología. Veía a la ideología como un producto del romanticismo, apto para alimentar a la "ilusión ideológica marxista".
16) Daniel Bell ha ejercido una significativa influencia, a partir de El advenimiento de la sociedad postindustrial, (1973) y de su obra posterior, Las contradicciones culturales del capitalismo. El modelo con el cual opera, de carácter historicista-teleológico y evolucionista presupone un grado muy considerable de determinismo tecnológico, en el que se margina del análisis lo relativo a los agentes sociales. Para Bell las etapas del desarrollo de la estructura social (preindustrial o primaria, industrial o secundaria y postindustrial o terciaria, basada en la información, en la cual el saber desplaza a las máquinas), que se subsidian en forma sucesiva, se relacionan con el aumento de la productividad, a su vez motorizado por la permanente incorporación de novedades en el campo de la tecnología.
17) Entre sus principales trabajos correspondientes a esta vertiente de sus pensamientos deben recordarse El hombre unidimensional y Eros y revolución de Marcuse y Vigilar y castigar y Las palabras y las cosas de Foucault.
18) Algunos de ellos, al ser editados luego bajo el título de Cuatro ensayos sobre la libertad, se han convertido en aportes señeros en los campos de la historia de las ideas y de la filosofía política. En mi Una apuesta... me esforcé por ubicar a Berlin en una línea teórica en la que se encuentran , en diferentes impostaciones, el sociólogo Max Weber y el fundador del psicoanálisis Sigmund Freud, entre otros, que rescata y asigna un lugar central al pensamiento trágico.
19) Sobre este tema v. el exhaustivo estudio de Judith A. Merkle, Management and Ideology. The Legacy of the International Scientific Management Movement, Berkeley, 1980.
20) Sobre este tema v. mi Una apuesta... cit.
21) Si hubiera que precisar una fecha simbólica de eclosión del postmodernismo podría hacérselo en 1979, cuando Jean-Francois Lyotard publicó La condition posmoderne.
22) Sobre el punto v. Zygmunt Bauman/Keith Tester, La ambivalencia de la modernidad y otras conversaciones, Barcelona, 2002.
23) Como, por ejemplo, el conocido ensayo de Francis Fukuyama sobre el "fin de la historia", asociado, precisamente, a la desaparición del enfrentamiento ideológico entre las democracias occidentales y el comunismo. Como Fukuyama consideraba, siguiendo una cierta lectura hegeliana, que la historia consistía en la dialéctica de los enfrentamientos ideológicos y dado que la ideología comunista desaparecía y dejaba sin contradictor al capitalismo liberal y democrático, era menester concluir que la historia, como se ha venido conociendo, simplemente dejaba de existir. El artículo original de Fukuyama se convirtió luego en el libro El fin de la historia y el último hombre.
24) Alisdair MacIntyre, un escritor comunitarista, crítico de las concepciones teóricas del individualismo liberal, cuyo After Virtue ha devenido un libro clásico, lo expresó en esos términos en Againist the Self-Images of the Age.
El concepto de ideología es uno de los más polisémicos y controvertidos de los utilizados tanto en la práctica política como en la obra teórica de politólogos y otros cientistas sociales. Este ensayo constituye una presentación esquemática de su historia, de modo de captar la manera en que, por más de dos siglos, la vitalidad de la ideología se ha conectado con aspiraciones, actitudes, definiciones y hasta sueños ilusorios frente al cambio social. Y mostrar también sus relaciones, complejas y a veces turbulentas, con la religión, la ciencia y la filosofía con las cuales la política, en tanto encaminada a instituir las relaciones de poder entre los seres humanos operado sobre creencias y afectos, disputa -y a veces comparte- espacios y dispositivos conceptuales.
Origen y primeros desarrollos en torno a la noción de Ideología
La palabra ideología data de la época de la Revolución Francesa. Aparece utilizada originalmente por el filósofo francés Antoiné Destutt de Tracy entre 1796 y 1798 en unas conferencias académicas pronunciadas en el Instituto, en París, bajo el título Memoria sobre la facultad de pensar, que fueron luego publicadas -en 1800- en forma de un libro: Los elementos de la ideología. Podría decirse que Tracy hubiera pasado a la historia como una figura relativamente oscura a no ser por la asociación de su nombre con el tema de la ideología.
De su obra y de las reacciones que suscitó parecen surgir no menos de cuatro significados diferentes del vocablo. Primeramente, el de una ciencia de las ideas; en segundo lugar la palabra quedó vinculada a una forma de liberalismo republicano y secular; en tercer término, tomó la connotación peyorativa que implicaba un radicalismo intelectualista y estéril en la práctica; y finalmente, adquirió el sentido de "doctrina política" en general. Estos cuatro diferentes sentidos, muchas veces solapados y superpuestos, se hicieron corrientes en materia política entre 1800 y 1830 e influyeron en los posteriores desarrollos teóricos en torno a aspectos imaginarios y discursivos de las relaciones sociales. Han tenido una considerable permanencia, ya que de una u otra manera subyacen a muchas de las actuales resignificaciones de la ideología. Al dar cuenta del contexto histórico en que se dio cada uno de estos significados y atendiendo a las actitudes políticas concretas de quienes los utilizaron se podrá advertir el modo en que se articulan con los puntos de vista sustantivos sobre la sociedad y, en especial, sobre los cambios sociales. Los examinaremos someramente en lo que sigue culminando con algunas reflexiones generales sobre la relación entre ideología y el cuerpo de ideas y creencias al cual la oponía el pensador francés: la religión.
a) Una ciencia de las ideas. Tracy, discurriendo en la corriente central del pensamiento ilustrado, creyó no solamente posible sino necesario fundar una ciencia empírica de las ideas, para cuya identificación se requería disponer de una denominación específica, una palabra nueva que designara a una ciencia también nueva. Acuñó un neologismo de raíz griega, ideología, "ciencia de ideas", que servía a estos fines mejor que otras palabras del lenguaje ordinario a las cuales hubiera podido recurrirse, ya que a esta nueva rama del conocimiento, a esta ciencia empírica de las ideas se aplicaban mal las designaciones de "metafísica" o "psicología"; la primera por desorientadora y desacreditada y la segunda porque su referencia a la psiquis, al alma, le daba un cierto tinte religioso. En lo que atañe a esto último debe recordarse que Tracy era profundamente anticlerical y materialista y que estuvo por ello involucrado en una áspera discusión con la Iglesia Católica, en la década de 1790 y primeros años del siglo XIX, particularmente en torno al tema del control de la educación. Por lo tanto, el vocablo destinado a identificar la disciplina que trataba de crear debía evitar cuidadosamente cualquier referencia religiosa.
Vale la pena hacer notar que la palabra "ideología", en esta acepción originaria, coincidía aproximadamente con el primer uso de la expresión "ciencia social", que aparecía en esos mismos tiempos. Ambas expresiones resumían el optimismo del iluminismo en establecer y controlar por la razón las leyes que gobiernan la vida social, no solamente con un propósito cognitivo sino con el fin de mejorar la felicidad y desarrollo de la vida humana.
Como muchos de los filósofos del iluminismo y de los pensadores del enciclopedismo, Destutt de Tracy creía que todas las áreas de la experiencia humana, muchas de las cuales eran tradicionalmente abordadas en términos teológicos, podían ser examinadas a la luz de la razón y que competía a los philosophes el esfuerzo de ponerlo en práctica. La ciencia de las ideas, en ese contexto, tendría por objeto investigar su origen natural. Proponía un conocimiento preciso del origen de las ideas, a partir de las sensaciones. Se rechazaba la posibilidad de ideas innatas, sobre las que había especulado la filosofía clásica y se les atribuía a todas -especialmente a partir del influyente pensamiento de Etienne de Condillac- la calidad de sensaciones modificadas.
Tracy describía entonces a la ideología como si fuese una rama especializada de la zoología, señalando que el intelecto humano tiene una base fisiológica. En la misma rigurosa línea de los fundadores de la ciencia moderna, especialmente Bacon y Newton, sugería la posibilidad de tratar a las ideas con el rigor propio de las ciencias empíricas. Estimaba especialmente a Newton en quien veía al más grande sistematizador teórico de la investigación empírica, al hombre que pudo demostrar que todos los hechos, actuales y futuros, se ajustan a los patrones especificados por unas pocas y simples leyes, cuyo alto grado de precisión está dado por la posibilidad de expresarlas en términos matemáticos.
El examen que se hace del proceso de generación de ideas y sus relaciones mutuas (en suma, la "ciencia de las ideas") podría ser descripto, desde una perspectiva actual, como una especie de psicología empírica. Por ello se ha señalado que esta concepción constituye un antecedente tanto del moderno abordaje metodológico de las ciencias humanas, sobre todo en las ciencias sociales cultivadas en los Estados Unidos en las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX, cuanto de las teorías genetistas actualmente en boga.
Esta nueva ciencia, por otra parte, ocupaba un lugar de privilegio en el elenco de las diversas ramas del saber, la ideología era la "teoría de las teorías". Era la reina de las ciencias, las procedía a todas, ya que su objeto son las ideas, las que, a su vez, constituyen el elemento operativo indispensable de las demás ciencias.
Pero Tracy y sus seguidores iban más lejos, no limitaban sus esfuerzos a una tarea animada de objetivos puramente cognitivos. Admiraban al filósofo y político inglés de principios del siglo XVII Francis Bacon, quien había proclamado que el destino de la ciencia era no solamente incrementar la sabiduría de los hombres sino también mejorar la vida humana en este mundo terrenal en el cual ella trascurre, con lo cual abría un espacio diferente y en cierta medida competidor del tradicionalmente ocupado en su totalidad por la religión(1) . En esa línea de pensamiento la "ciencia de las ideas" trasponía los límites de las ciencias descriptivas o explicativas, era una ciencia que tenía una misión: servir a los hombres liberando sus mentes del prejuicio y preparándolos para el advenimiento de la plena soberanía de la razón. No puede extrañar, en ese contexto, el interés que los ideólogos tenían en la educación y que hayan sostenido una dura lucha para sustraerla primeramente del monopolio y luego del influjo de la Iglesia.
Desde su nacimiento se confió en que esta ciencia de las ideas habría de tener un inmenso impacto en el diseño de una política fundada racionalmente. Tracy, que había estado encarcelado durante el Terror, estaba convencido de que Robespierre había traicionado los ideales ilustrados y que para evitar esas desviaciones era conveniente demostrar el fundamento científico de las ideas del liberalismo iluminista, de modo que futuros gobiernos, orientados racionalmente, estuviesen al abrigo de repetirlas. Uno de los campos principales para lograrlo era el terreno educativo y si se conseguía comprender el origen de las ideas ello podría ser usado con gran beneficio en la educación ilustrada y, por vía de consecuencia, en el ordenamiento de la sociedad. Se podrían investigar las raíces de la ignorancia humana, lo que era potencialmente el cimiento de una sociedad racional y progresista. Por esta razón abogaban vigorosamente por el uso social, político y educativo de la ideología. Tuvieron cierto éxito político, aunque efímero, ya que su punto de vista se convirtió, en tiempos del Directorio, en virtualmente una doctrina oficial de la Francia republicana. Hacia el final de este período, en 1799, Tracy fue designado en el Consejo de Instrucción Pública y desde allí expidió circulares a las escuelas enfatizando el papel de la "ideología" en la organización de los planes y métodos pedagógicos.
No hay que perder de vista que la idea prevaleciente, propia del pensamiento y las actitudes ilustrados, es que la ciencia puede -y debería- erigirse en fundamento de las decisiones políticas. Así como la ideología inspiraría una política educativa estrictamente racional, sería análogamente posible intentar, como en el contemporáneo pensamiento del pensador inglés Jeremy Bentham, el establecimiento de una "ciencia de la legislación", que sería la base para la producción de leyes que, en lugar de ser el producto contingente de la voluntad del legislador fuesen la expresión racional del mejor orden social posible, informado por saberes científicos.
Si bien el éxito político inmediato de Tracy y sus seguidores duró poco no puede decirse lo mismo de la repercusión de algunas de sus ideas centrales y, fundamentalmente, de algunos de los principios y actitudes de la Ilustración que las subyacen. Esas ideas, en cuanto asignan a un cuerpo de saberes científicos un papel principal en el diseño de las sociedades humanas, resurgirán años más tarde en el positivismo comteano. Aparecen allí unidas a una noción fuerte de progreso, investido de la calidad de protagonista central de la historia, como la posibilidad de desarrollar una ciencia de la sociedad apta para fundar un dominio racional de las relaciones sociales. Comte derivó ese positivismo hacia una nueva religión constituida sobre sus bases teóricas, con su correspondiente liturgia, sacerdocio, etc. El republicanismo laicista logró romper con ese aspecto religioso de la doctrina positivista, la que quedó instalada en el cientismo social que, como se verá, es el punto de apoyo del anti-ideologismo en el siglo XX. No deja de ser paradojal que entre el ataque al concepto de ideología llevado adelante en la segunda mitad de esa centuria y la concepción que había presidido su origen a fines del siglo XVIII exista un parentesco tan definido.
b) La ideología como la expresión sustantiva del liberalismo republicano y secular. Persiguiendo los objetivos que se propusieron especialmente en materia de política educativa, Tracy y sus seguidores, a los que comenzó a designarse como los "ideólogos" (idéologues), quedaron asociados a una tendencia de liberalismo secularista y republicano, insistiendo en la doctrina del gobierno representativo ejercido por una elite ilustrada. Los ideólogos, entonces, aparecen como aspirando a ejercer una función orientadora del liberalismo elitista, inaugurando una tendencia que habrá de tener importantes consecuencias durante los tiempos venideros: llamar en su auxilio a un corpus de ideas prestigiado por su coloración científica. Esa tendencia metonímica, consistente en expresar como verdades universales y necesarias las aspiraciones, intereses y puntos de vista de sectores, clases y otros protagonistas sociales particulares, habrá de constituir una constante de la retórica política y un modo de definir a la ideología en la historia ulterior del concepto.
En poco tiempo y a partir de la gestión cumplida en los tiempos del Directorio la ideología pasó a ser, en la percepción pública no tanto la formulación de una "ciencia empírica", caracterizada por la objetividad y neutralidad atribuidas al saber científico, sino más bien la específica doctrina política de un grupo de intelectuales liberales. De alguna manera este deslizamiento está anunciado desde el inicio en la obra de Tracy cuando conecta el impulso fundador de una ciencia de las ideas con los principios ilustrados que la desmesura jacobina y el gobierno del Terror habrían estado traicionando. En este punto puede observarse el embrión de discusiones que aún hoy se encuentran vigentes, en relación con las dictaduras y su conexión con la herencia ilustrada y con el modo de respuesta de los detentadores del poder político frente a las demandas populares.
El hecho de que esta ciencia de las ideas tuviera asignadas altas misiones para cumplir en el diseño de la sociedad pone de manifiesto que, pese a buscar las sólidas bases objetivas propias del estatuto científico haya estado sin embargo marcada desde el comienzo por una considerable impronta emocional. No sorprende, entonces, el rápido deslizamiento hacia un segundo sentido de la ideología, que se torna prevaleciente quedando asociado a la doctrina política, si bien a una muy específica pero que sin embargo se presentaba con pretensiones de universalidad. El deslizamiento semántico operado no puede extrañar a poco que se tenga en cuenta que el liberalismo antimonárquico y anticlerical reclamaba la dignidad científica para fundamentar sus puntos de vista sobre la organización institucional, política, económica, en pocas palabras, sobre el ordenamiento general de la sociedad. Y ello no solamente en relación con su época sino con una proyección ilimitada de futuro ya que las verdades de la ciencia, una vez descubiertas, tenían la vocación de permanencia alimentada por su valor de verdad y solamente sujeta a los perfeccionamientos unidos a la idea de progreso, por otra parte tan ligada, esta última, con la filosofía ilustrada.
c) La ideología como expresión del radicalismo intelectualizado. Hay otro perdurable sentido del término ideología que deriva de las asociaciones políticas de Tracy y sus compañeros y que se origina en la circunstancia de que uno de los primeros miembros del grupo de los idéologues fue Napoleón Bonaparte. Su relación con los idéologues, tormentosa tal vez por la poca empatía entre sus arrestos autoritarios y militares y el intelectualismo de los demás integrantes del grupo, culminó en una hostilidad profunda, cuando ya en el poder y persiguiendo sus ambiciones autocráticas los acusó de fomentar el malestar político. Bonaparte se refería a ellos como a individuos que deseaban reformar el mundo simplemente en sus cabezas, metafísicos de poltrona, con poca o ninguna perspicacia política. Los denunció ante el Consejo de Estado en febrero de 1801 como charlatanes pero con pretensiones de socavar la autoridad política. Tan pronto como Bonaparte hubo restablecido relaciones con la Iglesia Católica, mediante el Concordato de 1802, denunció a los idéologues calificándolos como un "Colegio de Ateos". Mme. Germaine de Staël, que estuvo vinculada con el grupo de los idéologues y fue una lúcida observadora de su tiempo, dio cuenta del grado de inquina que inspiró en esa época a Bonaparte señalando que parecía atacado de "ideofobia". Llegó tan lejos como para, en diciembre de 1812, atribuirles la responsabilidad por la derrota militar de las armas francesas.
Este uso peyorativo de la ideología, indicando esterilidad intelectual, ineptitud práctica y, más particularmente, sentimientos políticos peligrosamente subversivos, tendió a permanecer. Pese a su tonalidad un tanto contradictoria, ya que la falta de sentido práctico no parece casar muy bien con la peligrosidad subversiva que se les imputaba, adquirió una considerable difusión. Se la acogió especialmente en los círculos conservadores, legitimistas y monárquicos de Francia, los que no ahorraron críticas ni ásperos comentarios respecto de los idéologues. En tiempos de la restauración, al acentuarse la condena a la herencia iluminista, se la hizo extensiva a los idéologues y a su republicanismo laicista y se denunció una nueva edición de los Elementos... de Tracy, aparecida en 1829, como parte de una conspiración dirigida a socavar y destruir a la antigua y restaurada confraternidad entre el trono y el altar.
De manera que desde sus inicios en el vocabulario político la palabra ideología estuvo fuertemente cargada de contenidos emotivos. El propio Tracy, pese a haber teorizado a su respecto desde una perspectiva que aspiraba a un seco y frío tecnicismo científico, le asignaba propósitos morales, de reforma racional de la sociedad y un consiguiente carácter laudatorio, mientras que Napoleón la relacionó con los aspectos más detestables del pensamiento revolucionario, rodeándola de desaprobación y desconfianza. Esta duplicidad habrá de mantenerse y la palabra ideología habrá de ser utilizada en ambos sentidos, no solamente en francés sino en inglés, alemán, italiano, castellano, de modo de convertirse en una de las más ambiguas e inaprensibles del lenguaje político y de más difícil tratamiento por parte de los cientistas sociales.
d) La ideología en el sentido general de "doctrina política". En el contexto que se viene examinando comienza a perfilarse un nuevo significado. Si la ideología quedaba parcialmente divorciada de la "ciencia de ideas" que provenía de Condillac y la escuela sensualista y pasaba a asociarse con una doctrina política (inicialmente el republicanismo liberal, antirreligioso y secularista), había sólo un corto paso que llevaba identificar las críticas monarquistas como expresión de otra doctrina política enfrentada a aquella, que podría ser descripta igualmente como "ideología". De esta manera la ideología pasó, al menos en algunos círculos en Francia, a ser asociada con cualquier doctrina política, quedando los otros sentidos de la palabra coexistiendo con este último. Podía válidamente hablarse, entonces, de ideologías republicanas y monárquicas, liberales y restauradoras y, en su hora, de ideologías socialistas, revolucionarias o reformistas y tanto anarquismo como positivismo admiten, desde esta perspectiva, ser considerados también como ideologías. Esta acepción de la ideología como aludiendo a cualquier punto de vista doctrinario, cuerpo de ideas o proyecto político, relacionada aun sentido fuerte del quehacer político e independiente de los correspondientes contenidos materiales, sigue proyectando su influencia en tiempos actuales.
Desde esta perspectiva y considerando el tema en términos muy generales se considera, aún en la actualidad, que una ideología constituye una especie de corpus que incluye varios órdenes discursivos. En primer lugar, una teoría general de tipo explicativo sobre la sociedad y sobre la experiencia humana en general, lo que marca un residuo de la concepción de la ideología como ciencia aunque sesgada hacia una consideración como ciencia social empírica más que como estudio de las ideas en sí mismas. Incluye asimismo un programa general sobre cómo debería organizarse la sociedad, definiendo objetivos en el terreno de la organización política e institucional (donde se advierte la impronta de la noción general de "doctrina política"), objetivos que deben ser realizados a través de un proceso de carácter agonal, de una lucha por su logro, lo cual supone, en la mayor parte de los casos, desarrollos de tipo táctico y organizativo. Para estos fines se trata de persuadir y de reclutar adictos en términos de compromiso y lealtad para lo cual es menester dirigirse a un público amplio, generándose liderazgos en los que generalmente se reservan espacios privilegiados para los intelectuales, los "teóricos" políticos. De una u otra manera se pone en juego la noción de cambio social, aunque no siempre para auspiciarlo: en esta concepción se incluyen ideologías conservadoras cuyo tono general es adverso a los cambios importantes en la organización de la sociedad.
Esta concepción de la ideología conlleva la idea de su carácter fuerte, del hecho de integrarse con elementos fundamentales no negociables o, al menos, abiertos a la negociación solamente en aspectos tácticos u organizativos pero no en sus lineamientos básicos. Es ella la que alimenta la difundida idea de que los siglos XIX y XX fueron predominantemente "tiempos ideológicos" y es también la que somete a consideración la relación entre la ideología, considerada como un cuerpo general de doctrina, y la religión.
e) La ideología como movilización de creencias. Las relaciones entre la ideología como formación propiamente política y la religión están presididas por el hecho de haberse aquella originado precisamente como un cuestionamiento ilustrado al predominio religioso en la vida civil. Según este punto de vista la religión debería ser considerada como una superstición más; o en el caso más benévolo, como un cuerpo de doctrina orientado a la salvación del alma y que debe en consecuencia limitarse a la esfera de lo privado. La política en cambio es, por definición, de carácter público y su ámbito propio es el de la convivencia en este mundo, el gobierno de los hombres y el ordenamiento de sus actividades. Las diferencias, entonces, son claras y nítidas y se trata de sistemas de ideas ubicadas en posición difícilmente conciliable y hasta contradictoria.
La controversia política que supone el desarrollo de doctrinas ideológicas es consecuencia de la estructuración de un espacio público en el que ella es posible como productora de discursos dotados de autonomía, es decir, no dependientes de otra instancia discursiva, por ejemplo religiosa o jurídica. La política, como se la ha entendido en los últimos dos siglos (2), no es una actividad propia de tiempos de fuerte predominio de lo religioso dado que el monoteísmo excluye, precisamente, la posibilidad de alternativas frente a la dimensión totalizadora de su discurso. La Edad Media, por caso, se apoya unánimemente sobre el cimiento cristiano y, por esa razón, la disidencia, la disconformidad con el estado de cosas, carecen de un espacio en que puedan desarrollar su retórica y la búsqueda de consensos: el estatuto de la disidencia es de la herejía. Todos los debates tienen como referente a la religión, a la iglesia cristiana y a la tradición jurídica heredada de Roma, pasada también por el cedazo religioso. Las reflexiones sobre el orden mundano que aparecen en Dante (3) o en el tardo medioevo en Marsilio de Padua o en Nicolás de Cusa van abriendo muy trabajosamente el camino para que se vaya desarrollando el embrión de una actividad política autónoma en las ciudades italianas del humanismo renacentista: Maquiavelo era florentino y publicó El Príncipe en el año 1513. Pero el gran conflicto europeo hasta por lo menos la Paz de Westfalia (1648) fue el de las guerras de religión, en las que los intereses en pugna están sostenidos por retóricas religiosas sin que sea posible articular en ellas discursos a la vez fuertes y autónomos sobre el orden de la sociedad( 4) . En Francia, en particular, los negocios del poder se tramitaron hasta los prolegómenos de la Revolución en el ámbito cortesano y el pensamiento renovador fue el de los philosophes, no el de ningún sector que pueda ser definido como el de los políticos (5) . En el absolutismo no hay espacio público, no hay opinión pública, no hay política. No la había en el siglo XVIII francés; sí la había ya, por el contrario, en el siglo XVIII inglés, en el cual whigs y tories, Walpole y Bolingbroke, hicieron política, todo lo elitista que se quiera pero política al fin y al cabo, en un sentido análogo al actual. Respecto de otros protagonistas de estos complejos procesos y subrayando el anticipo de un siglo de Inglaterra respecto de Francia en la instalación de un espacio público transitado por el quehacer político puede mencionarse a dos grandes pensadores del siglo XVIII. Ambos escribieron sobre la sociedad humana y lucharon por sus respectivos puntos de vista, pero Voltaire fue un filósofo y, en cambio Edmund Burke un político (6).
El concepto de ideología, como lo hemos visto, emerge asociado a la política como actividad autónoma, es históricamente hijo de la Revolución, un producto cultural ilustrado, que lleva en su origen una dura repulsa al Antiguo Régimen, sus instituciones, su manera de tramitar los conflictos y su asociación con la Iglesia. Los contenidos de la ideología tienden entonces a ser laicos y secularistas. Sin embargo, su relación con las creencias religiosas e incluso la misma proyección de algunas doctrinas ideológicas a la categoría de sistemas dogmáticos que castigan la disidencia tan duramente como las religiones a la herejía siguen constituyendo un tema en la agenda teórica de las ciencias sociales contemporáneas.
No cabe duda que la política opera sobre creencias y que los discursos políticos interpelan a potenciales (y también a actuales) creyentes; pero no se deduce de ello que sea legítimo asimilar las ideologías a doctrinas religiosas, más específicamente a las grandes religiones históricas, si bien en varios casos aparecen zonas grises, discursos entremezclados y recursos apologéticos que guardan gran analogía. Para decirlo en otras palabras: ni la tentativa de Savonarola de llevar a la práctica en la Florencia de fines del siglo XV una utopía cristiana, que resultó por cierto efímera, o la de Calvino de hacer de Ginebra una ciudad-estado puritana implican considerar a sus respectivas visiones del cristianismo como ideologías en el sentido moderno de la palabra pese a la profunda influencia que esas visiones religiosas tuvieron en la organización de las relaciones de poder y de la vida cotidiana en estas experiencias. Tampoco los fundamentalismos religiosos actuales deberían llevar a confundir ideología y religión. Aunque dotadas de una influencia política tan importante como indudable, las religiones y en particular las religiones salvíficas (judaísmo, cristianismo e islamismo) se presentan a sí mismas introduciendo instancias de vida extramundana como su aspecto esencial, trascendiendo ampliamente los límites que se le han asignado a la o las ideologías, desde todas y cualquiera de sus interpretaciones.
Hay que reconocer, sin embargo, que las religiones han hecho amplios aportes a la estructuración de discursos ideológicos y a la refutación de otros. Para acreditar lo primero bastaría citar algunas encíclicas papales, recordar la presencia de partidos demócrata cristianos y, como caso fuerte de ideologización de doctrina religiosa recordar a la "teología de la liberación"; para advertir lo segundo rememorar la persistente prédica anticomunista de la Iglesia romana. Pero desarrollando su retórica y su acción práctica en medio del entramado de debates ideológicos básicamente seculares. Ni sus expresiones integristas, aunque incluyen proyectos de organización de la vida social y requerimientos de entrega absoluta, como los proyectos del catolicismo ultramontano que aspiran a una "nación cristiana" o los que pretenden teñir toda la vida comunitaria con la ley coránica, pueden ser reducidos sin más a formaciones puramente ideológicas. Lo mismo vale para la recíproca aún cuando ciertas ideologías, por su nivel de exigencia totalizadora, por la retórica de que se valen e incluso por el tipo de estructura organizativa intenten reemplazarlas. Todos estos comentarios, sin embargo, ponen de relieve las dificultades teóricas -pero con considerable repercusión práctica- que se suscitan en torno a este tema.
El filósofo francés Dominique Lecourt ha resumido bien la relación contemporánea entre la política y la religión, utilizando como eje la idea de progreso y sus formas históricas de impostación ideológica (evolución, liberación, desarrollo, modernización) poniendo de relieve el modo en que la pérdida de relevancia de la política está en relación directa con el florecimiento de los integrismos religiosos. Lo citaré con alguna extensión. "La política es un arte que opera sobre las creencias, para instituir las relaciones de poder entre los seres humanos... El progreso ha sido objeto de una creencia política; se hace referencia al mismo como a una garantía absoluta. El progreso así concebido suscita siempre una movilización de afectos, en un sentido u otro, ya sea amor u odio... El desarrollo, como antes la evolución, es una forma que ha tomado la noción de progreso. Esta última constituye el núcleo de una filosofía de la historia que inspira a las políticas modernas, pero que no debería calificarse como 'religión moderna'. La política, como acaba de decírselo, moviliza afectos, como lo hace la religión, pero no la reemplaza. No se justifica dar a entender que las religiones tradicionales se encuentran perimidas o que dejarán de existir; eso es pura ilusión positivista. Están muy presentes en las sociedades ultramodernas en las que vivimos. Mantienen con las creencias políticas una relación que no es simple antagonismo ni son su forma arcaica... La atención occidental, en la actualidad, se focaliza sobre el islamismo, pero de manera indudablemente excesiva, pasando por alto que los integrismos son también judaicos, hinduistas, protestantes, carismáticos. De todos esos movimientos puede decirse que son teológico-políticos. La política, negada, se toma venganza de esa negación, resurgiendo violentamente bajo vestiduras teológicas. Y esos movimientos no son, como lo piensan nuestros altos administradores, reducibles a bocanadas de irracionalismo. Son su razón de ser (7).
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Notas:
(1) Bacon había definido en su obra Novum Organum como idola a los obstáculos que se oponían al desarrollo de la ciencia y de la racionalidad, obstáculos que debían ser removidos. Observó claramente la relación entre la adquisición de la verdad y las circunstancias del poder, tema al cual no era ajena su propia experiencia puesto que desarrolló también una destacada actividad política y ocupó importantes cargos públicos.
(2) Hay un cierto grado de acuerdo en que la ideología es una forma relativamente nueva de pensamiento, originada en el siglo XIX, efecto directo de los procesos de secularización y de las grandes revoluciones burguesas. (3) Hay que recordar que Dante no es solamente el inmortal poeta de la Divina Comedia sino también el autor de un verdadero tratado protopolítico, De Monarchia.
(4) Estos discursos sobre la sociedad independizados de la religión se van abriendo camino muy lentamente. Entre sus grandes exponentes se puede citar la obra de Jean Bodin en Francia y, más que cualquier otro, la de Thomas Hobbes y su Leviathan. Pero ambos las escriben en el contexto de luchas impregnadas de controversia religiosa; el primero de ellos en las disputas protagonizadas entre católicos y hugonotes que tuvieron su culminación en la matanza de la Noche de San Bartolomé y Hobbes en el contexto de la guerra civil inglesa..
(5) Aunque había quienes se denominaban "políticos" en la reflexión sobre la cosa pública en tiempos de Bodin. El pensamiento fuerte sobre temas que incluyen las cuestiones cruciales de la vida pública se inscriben en el siglo XVIII en la pléyade de los filósofos y la política práctica en los aledaños del poder monárquico aparece tardíamente, cuando esa monarquía, ya en peligro mortal recurre a ministros como Turgot.
(6) Sobre la generación del espacio y de la opinión públicos v. Keith Michael Baker, Politique et opinion publique sous l'Ancien Régime, en Annales, año 42 nº 1, París, 1987. 41 y s.s.
(7) Dominique Lecourt, L´Avenir du Progrès, Paris, 1997.
El cuestionamiento del valor teórico de la noción de Ideología
Hay que señalar, como observación de carácter general, que el cuestionamiento del valor teórico del concepto de ideología y de su utilidad como herramienta conceptual para los estudios sociales se ha dado siempre en coincidencia con momentos de retroceso de las posturas políticas sustantivas orientadas a cambios radicales en la organización social
El eclipse del valor teórico del concepto operativo de ideología acompaña desde la teoría social al descenso de la potencia interpeladora de las ideologías sustantivas ya que esa noción teórica se relaciona con la existencia de cuerpos de doctrina política de alcance general, como lo fueron el liberalismo o el socialismo en sus respectivos momentos de crecimiento y desarrollo. Se trata de un reflejo de algunas de las connotaciones peyorativas del concepto de ideología explicadas más arriba.
Tanto el concepto teórico de ideología cuando las doctrinas políticas que implican una visión global de l a sociedad reconocen una filiación en el monismo ilustrado, de modo que las épocas de su retroceso arrastran con facilidad a la valoración de uno de sus principales instrumentos teóricos, la ideología. En concreto, fue una época de retroceso del racionalismo universalista y racionalista la presidida por el romanticismo, especialmente cuando se fue diluyendo su originario impulso emancipatorio. Puede decirse que aquello que la teoría de la ideología es a la Ilustración y a su descendencia marxista, es el mito al tardo romanticismo. "En una sociedad en la que la 'razón' tiene más que ver con el cálculo del interés egoísta que con cualquier noble sueño de emancipación, explica el profesor inglés Terry Eagleton (1), el escepticismo sobre sus poderes reúne adeptos sin esfuerzo. La dura realidad de este nuevo orden social no convoca a la razón sino al apetito y al interés y si le queda a la razón algún papel que desempeñar es el muy secundario de apreciar de qué manera pueden esos apetitos e intereses ser mejor atendidos. El sentimiento que prevalece es que la razón puede contribuir a promover nuestros intereses pero es impotente para fundar juicios críticos sobre ellos".
Se abre entonces un camino en el cual se sobrevalora lo estético que conduce por una parte a exaltar al mito, relacionado con lugares, tiempos y orígenes sacros, en desmedro de la ideología, que se percibe como asociada a cuestiones más pragmáticas y más inmediatamente referidas al ejercicio del poder; y por la otra permitiendo que el aura mítica se torne directamente política articulándose en un corpus de sentimiento y apelaciones pasionales. Todo ello en una organización social en la cual la falsa conciencia es percibida como el estado normal, ordinario y corriente de la sociedad y de los protagonistas de sus procesos. Es posible, por lo demás, que los mitos no legitimen al poder tan directamente como las ideologías pero pueden ser vistos como naturalizando y universalizando una estructura social determinada, tornando impensable la disidencia, eliminando el debate y limitando radicalmente las posibilidades de discursos complejos y racionalmente fundamentados. Más tarde se podrá apreciar de qué manera un mito puede también incorporarse a una constelación ideológica aportándole una especial fuerza, como el mito racial de la ideología nacionalsocialista (2).
Así las cosas el cuestionamiento de la ideología, atado de la herencia ilustrada, asume características fuertes en los años crepusculares del siglo XIX, cuando la intelectualidad europea transitaba por el retroceso de la experiencia liberal y por las luchas de las que el affaire Dreyfus fue el síntoma en Francia y la crisis finisecular lo fue en la Viena imperial. Como veremos más adelante hubo más tarde otros momentos de rechazo de la ideología, en contextos políticos muy diferentes: en tiempos de la segunda posguerra y de la guerra fría y luego, con la llamada revolución conservadora que acompañó a los éxitos políticos de Ronald Reagan y de Margaret Thatcher, el hundimiento del poder soviético y el auge del neoliberalismo (3) conservador con el cual se cierra el siglo XX y sus reflejos intelectuales, un tanto espasmódicos, en el llamado postmodernismo. Veamos primeramente la crisis de las postrimerías del siglo XIX.
El elitismo sociológico y la valorización del mito.
El tema de la ideología sufrió una depreciación en la agenda de los estudios sociales durante el auge del llamado elitismo sociológico de fines del siglo XIX y primeros años del XX, del cual fueron expositores principales Vilfredo Pareto, Gaetano Mosca y Robert Mitchell (4). Los elitistas sociológicos, pese a las importantes diferencias existentes entre ellos, coincidían en partir del reconocimiento del fenómeno de "irrupción de las masas" (5) en el cual se creía encontrar el fundamento de un modelo adecuado para hacer frente tanto a la tradición liberal cuanto a los desarrollos del socialismo marxista. La presencia de las masas y el papel que se atribuía a las elites eran el punto de partida de construcciones consideradas como la consecuencia de un examen realista de las circunstancias sociales de la época y que resultaban incompatibles, por una parte, con la perspectiva del juridismo institucional y de las ideas centrales del liberalismo igualitarista y por la otra con la lucha de clases tal como había sido teorizada por el marxismo. Se sostenía, digamos que no sin algunas buenas argumentaciones, que ni el liberalismo expresado en la economía política clásica, en el constitucionalismo político y en filósofos como John Stuart Mill ni el marxismo que pretendía fundar al socialismo en un estudio profundo y objetivo de la realidad económica y social del capitalismo habían tenido éxito en cimentar sus objetivos en las conclusiones universales y transhistóricas de la ciencia, objetivo respecto del cual tenía un sentido especial la noción de ideología. A lo cual se agregaba una crisis del apego a la noción ilustrada de progreso: primeramente cuando el positivismo comteano lo leyó como el despliegue del principio de orden, luego cuando se tornó evolucionismo conservador con Herbert Spencer y, finalmente, cuando se diluyó en el eterno retorno nietzscheano.
El papel central fue asignado al "mito", con lo cual los cientistas sociales se apropiaban de elementos caros al romanticismo tardío, especialmente alemán y más particularmente a la estética wagneriana (6). Se propuso entonces un modelo en el cual las elites aparecían proponiendo mitos a las masas que ellas o bien seguían obedientemente o bien motivaban su rebeldía, a impulsos se instauraciones míticas de signo diferente. La izquierda y la derecha de esos años, huyendo de los modelos basados en la lucha de clases tanto como de los fundados en las posibilidades de desarrollo social en el marco de las instituciones liberales, concibieron la polarización de la vida política en términos de masas y elites, en un esquema en el cual éstas proponen mitos convocantes fundamentalmente dirigidos a la manipulación de aquéllas. Se trataba de poner los objetivos políticos al margen de los modelos que habían prevalecido en la mayor parte del siglo XIX o, al menos, desde el agotamiento de la restauración, forzada a renovarse tras los acontecimientos de 1848. La derecha europea heredera de Metternich y de Pío IX confluyó ominosamente con los aportes de una ciencia biológica ad-hoc para promover al racismo antisemita al lugar central de los enfrentamientos políticos. Queda constituido, sobre bases renovadas, el mito de la raza (7).
Se dio a partir de 1890 una por momentos sorprendente perspectiva de coincidencia del apetito revolucionario con el reflujo reaccionario, de la cual es fiel reflejo el pensamiento de Georges Sorel (8), el teórico del mito de la huelga general, un sindicalismo revolucionario partidario de la revolución absoluto del movimiento obrero contra la política de partidos y contra la propiedad privada y favorable a la destrucción del Estado por la acción revolucionaria de las masas. Achacó a los partidos socialistas intoxicar ideológicamente a las masas, contribuyendo de esa manera a la legitimación del orden burgués. En ese marco se sostenía que las masas no hacían más que idiotizarse depositando sus esperanzas en la acción reformista del Estado.
Este estado de cosas en la teoría se corresponde con un sentimiento bastante generalizado de decepción, aunque por diferentes motivos según los sectores sociales. Consecuencia, por ejemplo, del fracaso de las políticas radicales que habían sido derrotadas en las barricadas, de la tibieza reformista de los medios parlamentarios, del rechazo al liberalismo deliberativo y a la política parlamentaria basada en los partidos políticos, de la desilusión frente a una socialdemocracia cuyo reformismo se ahogaba en la burocratización y cuyas consignas habían sido expropiadas por el realismo político de estilo bismarckiano.
El sociólogo norteamericano Marshall Berman definió el tipo de relación existente entre elite y masa y el modo en que se encabalgó sobre esa relación el modelo político puesto en circulación sobre el filo del cambio de siglo: "Las elites de vanguardia crean mitos que las masas o bien rechazan o bien adoptan. Si las masas están satisfechas con los mitos de la derecha, caerán de rodillas; si, en cambio, prefieren los mitos de la izquierda, saldrán a la calle para luchar en defensa de su derecho de caer de rodillas". Síntesis, esta última, que prolongará su historia a lo largo del siglo siguiente impregnando a la demagogia populista y a las diversas variantes de fascismo.
Es esta la época de la "psicología de las multitudes", como la viera en su momento Gustave Le Bon, cuyos puntos de vista dieron lugar a la conocida réplica de Freud en su Psicología de las masas y análisis del Yo. Es también la de los desarrollos de la teoría de la circulación de las elites de Vilfredo Pareto y de la "clase política" de Gaetano Mosca, de alguna manera el tiempo fundacional de lo que hoy llamamos politología, nacida más a la sombra del pensamiento reaccionario y de la desilusión por los retrocesos liberales y socialistas que al calor de los impulsos renovadores.
Esta irrupción de las masas en el escenario político, ya no solamente como protagonistas de la barricada o como proveedoras de clientela electoral -sobre todo en la medida de la progresiva universalización del sufragio, al menos masculino- sino como destinataria de las construcciones míticas de las elites, de las diversas elites, como coro de las nuevas demagogias, como víctima y también agente de la violencia, llevó a Hannah Arendt a proponer una nueva genealogía de los totalitarismos del siglo XX (9). Desarrolla entonces la idea de que esos regímenes no descienden del absolutismo del Ancien Règime sino de Napoleón, de la época de la revolución permanente, de los tiempos en que laas masas comienzan a participar activamente de la vida política. Según esta tesis la participación de las masas estaría lejos de constituir una contribución a los procesos democráticos. Por el contrario, el aporte históricamente más significativo de esa participación radicaría en la constitución de los autoritarismos caudillistas, fenómeno que arranca con el bonapartismo y que habría de erigirse en la estructura básica, populista, de los grandes totalitarismos. Esta tesis, aunque atrayente para definir el marco de las dictaduras populistas, ilustra, en el marco de este trabajo y probablemente más allá de los objetivos de su expositora, la presencia de un nuevo mito: la "masa". La masa, desconectada de los agentes y protagonismos sociales, se convierte en una categoría conceptual autoexplicativa, minimiza la influencia de los contenidos de las ideologías sustantivas y destruye la posibilidad de desarrollos teóricos en torno a deseos e intereses implicados en la noción de ideología como visión deformada de la realidad social.
De todos modos, como lo hemos visto al examinar algunos desarrollos teóricos de la noción de ideología durante la primera mitad del siglo XX, continuó ella ocupando un lugar destacado en la preocupación de los teóricos sociales y en la interpretación del modo de articularse los mitos. En efecto, el caso del nazismo pone claramente de relieve como un mito fundante esencial, el de la raza, puede y debe ser leído en clave ideológica.
Las tesis del fin de la ideología.
El rechazo del concepto de ideología por parte de los cientistas sociales, ya sea por considerárselo inadecuado como herramienta conceptual, ya sea por asociárselo a ciertos estilos de pensamiento que eran objeto de su repudio, reapareció con intensidad en la segunda posguerra y, tras un momentáneo eclipse, nuevamente en la década de 1980, en coincidencia con los triunfos políticos del neoliberismo conservador, arreciando al producirse el colapso del comunismo en Europa Oriental. Se trata de las tendencias que suelen designarse como del fin o de la muerte de la ideología. Se relacionan con un gradual diluirse de la política ideológica activa en el ámbito de la aséptica disciplina académica de la sociología, que importó la pérdida del aspecto emotivo y concreto del debate ideológico y la desvalorización de las utopías como proyectos de acción dirigidos al futuro con pretensiones de alto grado de generalidad. Mientras la política ideológica es absorbida por un halado academicismo la política práctica se reduce a técnicas de policy making y el conjunto languidece en el más pálido conformismo.
En esta situación la reflexión sobre la vida política pasa a formar parte del material de una ciencia social cerradamente razonada, conducida por expertos intelectuales, que se consideran habilitados para opinar ventajosamente sobre las políticas públicas desde una perspectiva cientificista, despojada de emotividad. Es una actitud indiferente a reclamos provenientes de sectores populares a los que solamente toma en consideración para desarrollar las técnicas adecuadas para metabolizarlos. Por un lado, la política parece asociarse con gran intensidad a expresiones mediáticas más o menos desligadas de exigencias de veracidad y a complejas técnicas de relaciones públicas y asesoramientos de imagen; los políticos profesionales cada vez dependen más de consultores, encuestadores y maquilladores (de imagen y también de ideas). Por otra parte, la política, como articuladora de demandas, parece dominada por criterios básicamente técnicos y con respecto a los cuales, como es natural, el debate queda circunscripto subjetivamente a los expertos y objetivamente a aspectos particularizados de los procesos de toma de decisiones.
a) La crisis de la ideología en tiempos de posguerra y de guerra fría. Una mejor comprensión del alcance de la irrupción de esta línea de pensamiento requiere algunos comentarios sobre las relaciones entre la teoría política y la concepción epistemológica ubicada en la herencia de la tradición positivista, tomando como referencia el estado del tema a partir de la década de 1950.
Los filósofos, bajo el influjo de esa actitud positivista, se alejan de los temas éticos, políticos e históricos, ya que para esas tendencias no hay otra filosofía que aquélla que reflexiona sobre la ciencia, contemplada a su vez desde la óptica de la física (10). Los teóricos políticos, por su parte, comenzaron a dedicar sus más intensos esfuerzos a fundar uan ciencia empírica de la política, de base conductista -es la época de la llamada revolución behaviorista- y utilizando luego modelos sistémicos derivados del campo de la cibernética (11). Se trataba, en otras palabras, de estructurar una ciencia oscial a imagen y semejanza de las ciencias "duras", tratando de precisar su objeto, establecer sus fundamentos y ajustar sus métodos de modo de aplicarles las bien probadas y exitosas pautas que imperaban en el ámbito de las ciencias naturales.
Esta orientación, aunque no sin vínculos con ciertos desarrollos del pensamiento europeo, apareció primero en el ambiente del establishment de la ciencia social americana dominada por la sociología funcionalista de Talcott Parsons. Hay que tener en cuenta que ello acontece en tiempos de la guerra fría y consiguiente oposición entre el "mundo libre" y el régimen comunista. La influencia del neopositivismo operó en el ambiente enrarecido por las persecuciones lanzadas por el anticomunismo de la época macartista, en el que la prudencia sugería no embarcarse en debates sobre las cuestiones más radicales de la vida social. Era epistemológica, política y personalmente menos riesgoso sostener que la teoría política clásica, la que ponía en tela de juicio a las estructuras sociales existentes y a al que se identificaba con la ideología, estaba muerta y concentrar el esfuerzo en el análisis conceptual aséptico y en la lógica, tanto en el ambiente de las ciencias sociales empíricas cuanto en el de la filosofía (12).
Se comprende que en se contexto se haya postulado, para el desarrollo de la ciencia social, la exigencia de un rigor libre de valoraciones y efectuar verificaciones o falsaciones empíricas no contaminadas por apelaciones emocionales de política ideológica e incluso de teoría política normativa, privilegiando los estudios comparatistas y cuantificativos (13). Un neopositivismo, en suma, separando rígidamente los hechos de las valoraciones que acechan en lo ideológico y en lo normativo.
El ímpetu inicial de las principales corrientes americanas sobre el "fin de la ideología" derivaba de cuatro circunstancias principales. En primer lugar, había una clara creencia, en la década de 1950, en una generación que había vivido entre las de 1930 y 1940 -con sus guerras, pogroms, gulags, procesos show, stalinismo, matonismo fascista, nazismo, campos de concentración y "solución final" - que la política ideológica conducía al fanatismo y a una concepción antidialógica de la política. Se tenía por cierto que la política "ideologizada" estaba en la raíz de gran parte del dolor masivo, miseria generalizada y guerra exterminadora de mediados de siglo (14).
En segundo lugar se sostenía que, a pesar del hecho de que las ideologías puedan cumplir una función en el desarrollo de sociedades inmaduras, no la cumplían en las sociedades democráticas industrializadas, en las que desempeñaban un papel decorativo, ya eue en estas últimas había consenso sobre los objetivos fundamentales. La mayoría de los partidos políticos, en estas sociedades, había alcanzado, en la economía de estructura mixta del bienestar, la mayor parte de sus objetivos de política reformista. La izquierda aceptaba los peligros del excesivo poder estatal y la derecha aceptaba la necesidad del Estado de bienestar y los derechos de los trabajadores. El consenso y la convergencia de los objetivos políticos podían observarse en muchos de los países industrializados. En el marco del modelo de acumulación fordista y del Estado de bienestar keynesiano los valores básicos atinentes a la convivencia ya habían quedado acordados y se compartía la ilusión de que se orden si no era para siempre lo era al menos por un tiempo mayor al de los intereses generacionales. Lo que el politólogo americano Seymour Martin Lipset había denominado la "revolución social democrática del Oeste" había triunfado y ese triunfo no dejaba espacio para el despliegue de ideologías o utopías susceptibles de orientar acción política alguna. En consecuencia, se sostenía, lo político debía quedar limitado a cuestiones periféricas referentes a ajustes pragmáticos y a la liquidación de conflictos de intereses sobre temas que no comprometían aspectos esenciales. Las discusiones políticas, entonces, versarían sobre temas relativos al producto bruto, precios, impuestos o créditos públicos. Incluso llegó a sostenerse que la asignación presupuestaria de recursos públicos se había convertido en el tema central del diseño y ejecución de las políticas públicas. Todas esas cuestiones eran ventajosamente abordables por los desideologizados técnicos en policy making especializados en cada uno de sus aspectos particulares. Todo lo demás era mero gesto y apariencia; la lucha democrática habría de continuar, pero como debates protagonizados fundamentalmente por técnicos, sin manifestaciones multitudinarias, sin arengas de balcón y sin banderas partidarias. En dos palabras, sin ideologías.
En tercer lugar, jugaba en favor de la eliminación de lo ideológico el hecho de vivirse un período de gran crecimiento económico, especialmente en Inglaterra y Estados Unidos, así como una gran recuperación en Europa occidental, particularmente en Alemania, estado de cosas que se mantuvo hasta la crisis petrolera de los primeros años de la década de 1970.
Se produjo una elevación en el nivel de vida en amplios sectores de la población y cada vez más ciudadanos pudieron participar de una economía opulenta. Las diferencias sociales y económicas dejaron de ser vistas como tan importantes y se percibía una declinación de la relevancia de las clases sociales en las decisiones de voto, de manera que el comportamiento electoral estaba cada vez menos condicionado por la situación económica o social del votante. La combinación entre prosperidad económica y crecimiento del Estado de bienestar reducía las diferencias sociales y económicas y, en consecuencia, bajaba el perfil de las diferencias políticas y parecía justificar que pudiera sostenerse el fin de las ideologías.
En cuarto lugar, ese clima intelectual coincidía con un momento muy alto de la sociología americana y se vio favorecido porque, en los hechos, los Estados Unidos estaban ofreciendo al mundo una perspectiva de libertad, juntamente con las posibilidades de un alto grado de desarrollo tecnológico conjugado con un sólido bienestar económico, todo ello con la apariencia de perspectivas de progreso material indefinido. Parecía desarrollarse, en una dimensión moderna, el programa de la Ilustración: sustituir las ideologías -que se asimilaban ahora a supersticiones, tal como los philosophes habían visto en su hora a la religión- por una auténtica, sólida y seria "ciencia de la sociedad", firmemente apoyada en una situación económica y social ampliamente auspiciosa.
Es en ese contexto que se desarrolló la teoría del "fin de la ideología". La política pasa a ser pensada como algo diferente de lo ideológico. La ideología denotaría una mentalidad totalitaria, que impediría toda discusión política fuera de su propio contexto. De tal manera, la ideología sería incompatible con una sociedad pluralista, libre, tolerante y racional, que es aquella en la cual tiene lugar el fenómeno político. Escritores tan diversos como Karl Popper, Raymond Aron y Hannah Arendt, de diferentes maneras, hablan de una "ideología totalizadora" y de sociedades cerradas (fascismo y comunismo) como antítesis de las sociedades abiertas, tolerantes, en las que cobra sentido el quehacer político. Casi paradójicamente este último aparece, en ese contexto, circunscripto a la solución de cuestiones de orden técnico y a los ajustes pragmáticos aún necesarios en sociedades en las que ya se habían aventado las disputas cargadas de contenido emocional y los grandes proyectos de reforma social. La ideología, en esta lectura, se convierte en una perspectiva intolerante, no libre y limitada, en comparación con las formas no ideológicas, abiertas y tolerantes de la política; y aparece contrapuesta como la ciencia a la cual tanto Edwared Shils (15) desde la teoría política cuando Karl Popper desde la perspectiva epistemológica considerarán ajena a cualquier forma de cultura ideológica y regida por una racionalidad rigurosamente objetiva.
El eminente epistemólogo Karl Popper, en particular, se constituyó en uno de los más consecuentes impugnadores de la ideología. Dedicó intensos esfuerzos para descalificar al marxismo (y al psicoanálisis) considerándolos carentes de base científica, a partir de su concepción de la ciencia como sistema de aserciones susceptibles de ser falsadas. Para una concepción que hacía de la ciencia la piedra angular de la racionalidad la crítica tendía, en definitiva, a negar toda base racional, tanto al marxismo como al psicoanálisis. De sus libros La sociedad abierta y sus enemigos y Miserias del historicismo se desprende una concepción adversa a los determinismos históricos y contraria también a toda pretensión de ingeniería social holista. La política, en tanto actividad destinada a operar sobre la sociedad en el sentido del cambio y de la organización, no puede ser entendida más que como ingeniería social fragmentaria. Desde una defensa de la libertad vinculada a un ideario claramente conservador, Popper impugna lo ideológico -en lo que ve una insustentable tentativa de formular ingenierías sociales globales- por liberticida e irracional. Las sociedades abiertas no dejan espacio para el pensamiento ideológico, que es el de sus enemigos. Hay que decir que las citadas obras de este importante filósofo figuran entre las obras más influyentes sobre la teoría política de la época.
Esta escuela adquirió especial relieve, en gran medida como consecuencia de las teorías de Daniel Bell que, al contrario de Popper, tienen un carácter marcadamente historicista. Esas teorías anunciaban el advenimiento de una sociedad postindustrial centrada en la información producto natural e inevitable de una evolución de la estructura social relacionada con el aumento de la producción, a su vez motorizado por el constante y permanente desarrollo tecnológico. Esta teleología histórica, este determinismo tecnocientífico aparece conjugado con la liquidación de toda reflexión sobre la ideología, a la cual se presenta o bien como el falso instrumento de los totalitarismos que se oponen al progreso o como un conjunto de creencias supersticiosas que una renovada ciencia social no puede sino eliminar.
Entre los críticos de la ideología que, sin embargo, rescatan la vertiente filosófica recusando la chatura de los excesos empiristas de los cientistas sociales merecen citarse los trabajos del influyente teórico conservador Michael Oakeshott quien, en libros como Rationalism in Politics, establecía una distinción entre las instancias tradicionalista e ideológica en la política. El punto básico era que la ideología representaba una simplificación, una abstracción, lo que Oakeshott llamaba un "compendio abreviado" de la realidad social. Según este modo de ver las cosas los ideólogos seleccionan y, en consecuencia, distorsionan a una realidad mucho más compleja. De modo que el único abordaje serio sobre los temas sociales debe necesariamente ser no ideológico pero filosófico y más académico. Los desarrollos teóricos de Oakeshott y sus estudios sobre la racionalidad en política que han sido considerados como expresión de las formas liberales del pensamiento conservador aparecen, con matices, en la obra de numerosos escritores más recientes, de la década de 1980.
La época del triunfo del neoliberalismo conservador.
Los acontecimientos que arrancan en París en mayo de 1968 pusieron de manifiesto las tensiones que el "círculo virtuoso" del modo de acumulación fordista y de la política keynesiana estaban enmascarando y la consiguiente sobrevivencia de controversias profundas en torno a las circunstancias de la sociedad de la época. Ponen de relieve, además, la insuficiencia del cientismo dominante especialmente en los medios angloamericanos, incapaz de hacerse cargo de la problemática que fuera más allá de los acotados temas de políticas públicas y de empirismo sociológico. Se desarrollan entonces concepciones teóricas que, a diferencia del conformismo de la ciencia social de la época, constituyen poderosas críticas, como las de Herbert Marcuse y Michel Foucault (17). Si bien no hicieron de la ideología un tema central, y pese a las profundas diferencias entre ellas, tuvieron en común el impulso crítico, la renovación metodológica y el radical rechazo del estilo de los cientistas políticos y sociales de la orientación del "fin de la ideología".
En un terreno diferente y coloreado por matices diversos pero siempre apartados del radicalismo teórico y político de Marcuse o de Foucault, el retroceso de ese cientismo fue favorecido por el resurgimiento de los estudios de filosofía política, de la cual son hitos importantes los trabajos de la antes citada Hannah Arendt, de Isaiah Berlin, de Jürgen Habermas y de John Rawls, entre otros. Arendt publica La condición humana, entre otros trabajos, reflexionando filosóficamente sobre la política, vertiente del quehacer humano que trata no solamente de rescatar sino de ubicar entre las más ricas y creativas, asociada a la idea de libertad. Más relevante aún es el caso de Isaiah Berlin, quien publicó en 1961 el ensayo ¿Existe aún la teoría política?, que formaba parte de una empresa intelectual cuyos lineamientos se anticipaban en trabajos publicados en la década de 1950 (18). A esos trabajos, que navegan contra la corriente del positivismo entonces dominante, hay que verlos como integrando algo así como avanzadas de un camino cuyos hitos posteriores más o menos próximos fueron Conocimiento e interés, publicado por Jürgen Habermas en 1968 y especialmente la Teoría de la justicia de John Rawls (1971) que tuvo una enorme resonancia, dentro y más allá del mundo anglosajón, contribuyendo a restaurar el interés por el enfoque filosófico sistemático de la problemática social. Si bien ninguno de ellos se orienta al rescate de la noción de ideología, tienen un rasgo en común que hace necesario mencionarlos en el presente contexto: recusan al neopositivismo, rescatan la reflexión filosófica sobre el acontecer político y ponen en entredicho la concepción estrecha y empobrecida de la política que caracterizaba a los trabajos de los cientistas sociales de la época.
Pero los éxitos políticos de Thatcher y Reagan impulsaron un refortalecimiento de las teorías poco inclinadas a aceptar a la ideología como concepto útil. A todas las causas por las cuales se le negaba esa calidad hay que añadir que el neoconservadurismo exaltó el principio de efficiency como pauta orientadora exclusiva y excluyente, extendida del mundo de los negocios al espacio político. Esta concepción cientificista no era nueva, había sido puesta en circulación en el cuerpo de la teoría sobre la organización cientifica del trabajo, de los procesos productivos y de la gestión de los negocios que nace con la obra de Frederick Taylor, todavía en los años finales del siglo XIX. Sus principios y métodos, fundados en la autoridad de mediciones y comprobaciones científicas, desempeñaron un papel central en la organización industrial del capitalismo avanzado y fueron adoptados también para el servicio del sistema económico y social más inspirado en la planificación y en la gestión pública que haya existido: el comunismo soviético (19). En efecto; no es ocioso recordar que los principios del taylorismo y, luego, los del fayolismo, fueron introducidos en la unión Soviética por el propio Lenin, donde se convirtieron, con algunas adaptaciones, en doctrina oficial bajo la denominación de "stajanovismo". Los defensores de estos principios eficientistas que constituyen la inspiración de todos los sistemas modernos de organización gestionaria y administrativa, no solamente no necesitan de la ideología como instrumento conceptual sino que deben rechazarla en cuanto la misma expresa vocaciones de cambio y puede colocar al objetivo de eficiencia sistémica en competencia con otros, como justicia social, respeto por la diferencia o por el medio ambiente. LA eficiencia, en este abordaje, coloniza al espacio público político con la lógica de los negocios, del interés privado y de sus expresiones mediáticas y moldea en ella a toda la cultura. (20)
Esta época de exaltación neoliberal rechazó a la ideología incluso desde una perspectiva más filosófica. Un ejemplo destacado es el libro de Ken Minogue Alien Powers: The Pure Theory of Ideologý (1986) que, como lo comenta Vincent, todavía lucha contra los totalitarios dragones ideológicos de la guerra fría, en el nombre de una sociedad más abierta pero también, hasta cierto punto, en el nombre de la sutileza filosófica y académica, sosteniendo que el ideólogo abrevia y constriñe las complejidades del intrincado mundo social en una camisa de fuerza, el lecho de Procusto ideológico. Su argumento básico es que la ideología es una forma relativamente nueva de pensamiento, originada en el siglo XIX. Las ideologías (expresión con la que este autor parece designar todo lo que no sea liberalismo, conservatismo y socialdemocracia) existen en mundos cerrados y operan identificando al mal como algo diferente de la naturaleza humana, como deshumanizado y deshumanizador. Cada ideología tiene su demonio externo, llámese capitalismo, totalitarismo o patriarcalismo, que son los alien powers, que deben ser combatidos por el ideologista, quien trata de demostrar que la liberación y la perfección serán una consecuencia de la revolución triunfante dirigida contra el alien power. Siempre según este criterio, los ideologistas son intrínsecamente adversos al individualismo, al pluralismo y a la sociedad liberal; en suma, no gustan de la modernidad. Son parte de una peculiar actitud existente en la sociedad occidental, característica de ciertos intelectuales. No sorprende que su argumento se oriente a la suposición, solo ligeramente diversa de la de Oakeshott, de que la instancia no ideológica debe coincidir con una forma modernizada del liberalismo clásico. Es oportuno agregar que el derrotero de esta línea intelectual, pese a su vertiente apologética, presenta un no despreciable interés permitiendo, por ejemplo, una interesante lectura de acontecimientos bien actuales. En los primeros años del siglo XXI podría verse en las posiciones asumidas por el gobierno de la ultraderecha norteamericana una buena ilustración de un ideologismo que justifica el uso discrecional del poder militar en escala planetaria sobre la base de afirmar que la perfección democrática depende del aplastamiento de un poderoso alien power terrorista, el "eje del mal" enfrentado al destino manifiesto que se expresa ahora en la sentencia "lo que es bueno para el pueblo norteamericano es bueno para el mundo". Aunque pueda parecer un sarcasmo George W. Bush, según esta manera de ver las cosas, es un auténtico ideologísta y no falta razón a Minogue: lo que él expresa es adverso al pluralismo y a la sociedad liberal y de la modernidad sólo rescata sus logros tecnológicos poniendo entre paréntesis a temas que le eran caros, como el de las libertades públicas.
En lo que atañe a la reflexión sobre los grandes temas filosóficos y sociales hay que señalar la emergencia del llamado postmodernismo que, al negar fundamentos a los que denominó "grandes relatos", concepciones holistas sobre la sociedad, sus problemas y el modo de afrontarlos, rechazó la posibilidad de articular seriamente cualquiera de las posiciones habitualmente definidas como ideológicas (21). Se hizo particular hincapié en la idea de diversidad poniéndola en clave de multiculturalismo, lo que excluye el tipo de formación discursiva propia de las ideologías. En su forma extrema, como lo ha señalado el sociólogo Zygmunt Bauman, insistir en la diferencia termina conduciendo paradójicamente, a la indiferencia, a una actitud en al que naufragan valores universalizables -o al menos generalizables con cierta amplitud- en el altar del respeto por las modalidades culturales (22). Según lo señala el mismo Bauman el multiculturalismo deriva en una ideología de la postmodernidad, algo así como la ideología de la época de la muerte de las ideologías.
La desestimación de la ideología cobró impulso adicional al producirse el colapso del comunismo en el Este de Europa. Puede apreciárselo en los comentarios sobre el "fin de la historia" (23) o en otros trabajos generalmente apoyados en construcciones de tipo sistémico, partiendo de la idea de que se habría llegado a una situación, al menos por el momento en los países "centrales", caracterizada por la vigencia de las instituciones de la democracia representativa y el imperio de la economía liberal de mercado, cuya rápida globalización estaría señalando la definitiva superación de las contradicciones y enfrentamientos políticos, nacionales y clasistas. La democracia capitalista está, desde 1989, en una situación nueva: no tiene obstáculos externos, ya no hay en el mundo un sistema alternativo capaz de desafiarla y tampoco parece tener enemigos internos tan poderosos como para ponerla en peligro. En ese contexto no cabría suponer que haya espacio para las ideologías, en un sentido fuerte y sustantivo de la palabra; y menos aún para un concepto operativo de ideología que podría ser fácilmente reemplazado, cuando se trata de aludir a las formaciones sociales subjetivas, por el de "imaginario social" un otro más o menos equivalente.
La persistencia de la ideología.
Pero las perspectivas del "fin de la ideología" o de la "muerte de las ideologías" dejaban problemas pendientes. En un nivel teórico general y como lo comentó agudamente Alisdair MacIntyre(24), "los teóricos del fin de la ideología fracasaron en hacerse cargo de una crucial posibilidad alternativa: que la teoría del fin de la ideología, lejos de marcar esa extinción, constituyera en sí misma la expresión clave de la ideología del tiempo y lugar en que fue expresada". Los puntos de vista de la escuela del "fin de la ideología" contendrían, entonces, ciertas evaluaciones sobre la naturaleza humana, sobre le funcionamiento que debería tener la racionalidad, sobre el valor del consenso y sobre las características que deberían atribuirse a una sociedad civil pragmática y tolerante. Sostener que esos puntos de vista se sustentan exclusivamente en una perspectiva de carácter científico y que todo lo demás es ideología, -que debe ser despreciada, en términos de valor de verdad-, implica tanto ceguera como chicanería intelectual. La ciencia social "desideologizada" sería, en lo fundamental, el mecanismo de recusar los discursos en torno a temas radicales y a perspectivas de cambio político y, más que nada, social, bajo la imputación de haber incurrido en "irracionalidad ideológica", en formas anticientíficas de pensamiento.
De modo que es sencillo concluir que el "fin de la ideología", así como el cientismo aséptico con el cual se emparenta, es una posición a su vez ideológica, comprometida con una forma de liberalismo pragmático y, más que nada con un liberismo apoyado en el mito del mercado global, tendiente a sustentarlos en la ciencia y a ponerlos al abrigo, en consecuencia, del debate político. Un ejemplo más, podríamos de paso señalar, de la orquestación de un mito (como el del mercado global) en una clave ideológica que consiste en autonegarse.
Aunque a fines de la década de 1980, como ya lo hemos dicho, resurgió repentinamente el interés por esta tesis, la teoría del "fin de la ideología" es vista ahora con más escepticismo, como una fase en el desarrollo del concepto de ideología. Sin embargo sus presupuestos -incluso los implícitos- siguen impregnando a muchos de los debates que tienen lugar y escritos que se publican ya sea en el ámbito del establishment de las ciencias sociales como en el de sus críticos.
Notas:
1) Terry Eagleton, Ideology, Londres, 1990. pag. 159 y s.s. ha dado cuenta del proceso que lleva a la crisis de la ideología en la teoría política y en la filosofía y la irrupción del mito. Para el pensamiento ilustrado, señala, el adversario de la ideología como ciencia de las ideas e incluso como cuerpo de doctrina revolucionaria o, al menos, reformista, había sido paradójicamente la ideología, pero considerada como dogma. El dogma ahora, puede agregarse, asume la formulación metafórica del mito.
2) Terry Eagleton, op. cit., pag. 188.
3) Utilizo a veces la expresión "liberismo" y su derivada neoliberismo, siguiendo a algunos expositores italianos, para diferenciarla de liberalismo. Con la primera aludo específicamente a las concepciones que giran en torno a la soberanía del mercado reservando la segunda a las formas clásicas del pensamiento asociado a las libertades públicas y al progresismo, tal como se la emplea en la tradición anglosajona.
4) Remito al lector al breve y lúcido estudio sobre esta época, centrado en la refundación de la sociología pro Durkheim y Weber y sobre su extensa resonancia posterior, culminando en el decisivo aporte de Antonio Gramsci: Juan Carlos Portantiero, ponencia en el congreso sobre el tema Gramsci e il Novecento, Cagliari, 1997, reproducido en Sociedad, revista de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA) nº 11, Buenos Aires, 1997 (Nota: también disponible en País Global).
5) Fenómeno por otra parte muy sobredimensionado, seguramente como consecuencia de los temores puestos en marcha por los acontecimientos de 1848, por la Comuna de París y por las movilizaciones garibaldinas.
6) He sostenido en otro lugar, en consonancia con especialistas como Joachim Köhler (Wagner's Hitler: the prophet and his disciple, Cambridge-Oxford, 2000) y Anthony Arblaster (Viva la Libertà! Politics in Opera, Londres-Nva. York, 1992) que la obra dramática y los escritos teóricos del músico alemán Richard Wagner constituyen un poderoso manifiesto del mito racial antisemita y que su proyecto de Obra de Arte Total, que en él se inspira, es uno de los más firmes cimientos emocionales y teóricos del nazismo.
7) Sobre el racismo político la más difundida de las obras precursoras es el extenso Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, de Joseph Arthur de Gobineau, cuya publicación se inició en 1852 y una de las que mayor influencia ha ejercido Los fundamentos del siglo XIX de Houston Stewart Chamberlain, publicado en 1899. El gran precursor -y potente difusor- del racismo antisemita fue Richard Wagner quien en su opúsculo El judaísmo en la música publicado por primera vez en 1850 ya anunció la Vernichtung (aniquilación) como punto final de la "cuestión judía".
8) Su libro principal, Reflexiones sobre la violencia, fue publicado en 1908. Como lo ha señalado Isaiah Berlin estudiando el pensamiento de Sorel, no debería extrañar que su figura haya sido reivindicada con entusiasmo por el fascismo italiano pero también por el stalinismo.
9) Su obra fundamental sobre este tema es su obra Los orígenes del totalitarismo, cuya publicación se inició en inglés en 1951. V. la ed. castellana dividida en tres tomos, 1. Antisemitismo, 2. Imperialismo, 3. Totalitarismo, Madrid, 1987.
10) Un caso un tanto extremo pero que vale la pena recordar es el de Hans Reichenbach, portavoz de las líneas básicas de pensamiento del neopositivismo vienés, cuya Filosofía de la Ciencia, publicada en esos años, expulsa a Platón y a Hegel del campo de la filosofía. El primero es definido, no sin cierto desdén y pese a las opiniones que el propio Platón albergable respecto de ellos como "mero" poeta; el segundo, como autor de una prosa esotérica, nebulosa, poco menos que insensata.
11) Un ejemplo típico, mediante el cual las pretensiones de una ciencia política empírica salen al cruce de las dificultades generadas por la crisis petrolera de 1973, lo constituye la obra de Samuel Huntington vinculada con sus trabajos para la Comision Trilateral, basada en modelos sistémicos sobre los que construyó sus teorías en torno a la sobrecarga de demandas y la gobernabilidad, ampliamente utilizadas por la politología afiliada al conservadorismo neoliberal. El tipo de análisis al que me estoy refiriendo encuentra un buen ejemplo en los trabajos de David Easton. En cuanto al behaviorismo, un ejemplo importante es el libro de Burrhus F. Skinner, Más allá de la libertad y la dignidad, Barcelona, 1982, cuya primera publicación en inglés data de 1971.
12) El clima en que tenían lugar estos desarrollos teóricos queda ilustrado por el título del libro que dedicó al tema uno de los más caracterizados e influyentes sociólogos, Daniel Bell: The End of Ideology: On the Exhaustion of Political Ideas in the 50s.
13) De todos modos, no puede pasarse por alto que las contribuciones de las ciencias sociales estructuradas sobre estas bases al conocimiento de la sociedad y de los hechos políticos fueron sin duda muy importantes.
14) Vincent, a quien estoy siguiendo en esta parte, señala agudamente que algunos de los escritores más difundidos de la época eran de hecho intelectuales judíos que reflejaban en forma profunda el destino que los judíos habían padecido bajo el imperio de los dogmas ideológicos.
15) Decía Edward Shils, en Concept and Function of Ideology, (artículo cit. por Andrew Vincent, op. cit), en términos que lo colocan en la antípoda de lo que hemos visto definido como sociología del conocimiento, que "la ciencia no es y nunca ha sido parte de una cultura ideológica. El espíritu en el que trabaja la ciencia es ajeno a la ideología. Veía a la ideología como un producto del romanticismo, apto para alimentar a la "ilusión ideológica marxista".
16) Daniel Bell ha ejercido una significativa influencia, a partir de El advenimiento de la sociedad postindustrial, (1973) y de su obra posterior, Las contradicciones culturales del capitalismo. El modelo con el cual opera, de carácter historicista-teleológico y evolucionista presupone un grado muy considerable de determinismo tecnológico, en el que se margina del análisis lo relativo a los agentes sociales. Para Bell las etapas del desarrollo de la estructura social (preindustrial o primaria, industrial o secundaria y postindustrial o terciaria, basada en la información, en la cual el saber desplaza a las máquinas), que se subsidian en forma sucesiva, se relacionan con el aumento de la productividad, a su vez motorizado por la permanente incorporación de novedades en el campo de la tecnología.
17) Entre sus principales trabajos correspondientes a esta vertiente de sus pensamientos deben recordarse El hombre unidimensional y Eros y revolución de Marcuse y Vigilar y castigar y Las palabras y las cosas de Foucault.
18) Algunos de ellos, al ser editados luego bajo el título de Cuatro ensayos sobre la libertad, se han convertido en aportes señeros en los campos de la historia de las ideas y de la filosofía política. En mi Una apuesta... me esforcé por ubicar a Berlin en una línea teórica en la que se encuentran , en diferentes impostaciones, el sociólogo Max Weber y el fundador del psicoanálisis Sigmund Freud, entre otros, que rescata y asigna un lugar central al pensamiento trágico.
19) Sobre este tema v. el exhaustivo estudio de Judith A. Merkle, Management and Ideology. The Legacy of the International Scientific Management Movement, Berkeley, 1980.
20) Sobre este tema v. mi Una apuesta... cit.
21) Si hubiera que precisar una fecha simbólica de eclosión del postmodernismo podría hacérselo en 1979, cuando Jean-Francois Lyotard publicó La condition posmoderne.
22) Sobre el punto v. Zygmunt Bauman/Keith Tester, La ambivalencia de la modernidad y otras conversaciones, Barcelona, 2002.
23) Como, por ejemplo, el conocido ensayo de Francis Fukuyama sobre el "fin de la historia", asociado, precisamente, a la desaparición del enfrentamiento ideológico entre las democracias occidentales y el comunismo. Como Fukuyama consideraba, siguiendo una cierta lectura hegeliana, que la historia consistía en la dialéctica de los enfrentamientos ideológicos y dado que la ideología comunista desaparecía y dejaba sin contradictor al capitalismo liberal y democrático, era menester concluir que la historia, como se ha venido conociendo, simplemente dejaba de existir. El artículo original de Fukuyama se convirtió luego en el libro El fin de la historia y el último hombre.
24) Alisdair MacIntyre, un escritor comunitarista, crítico de las concepciones teóricas del individualismo liberal, cuyo After Virtue ha devenido un libro clásico, lo expresó en esos términos en Againist the Self-Images of the Age.