"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

Dialéctica de lo de dentro y de lo de fuera



Gastón Bachelard - Capítulo 9 de La Poética del espacio
Las geografías solemnes de los límites humanos...
(PAUL ELUARD, Les yeux fertiles p. 42)

Porque estamos donde no estamos.
(PIERRE-JEAN JOUVE, Lyrique p. 59)

Una de las máximas de educación práctica que han dominado mi infancia: no comas con la boca abierta.
(COLETTE, Prisons et paradis. p. 79)

I

Dentro y fuera constituyen una dialéctica de descuartizamiento y la geometría evidente de dicha dialéctica nos ciega en cuanto la aplicamos a terrenos metafóricos. Tiene la claridad afilada de la dialéctica del sí y del no que lo decide todo. Se hace de ella, sin que nos demos cuenta, una base de imágenes que dominan todos los pensamientos de lo positivo y de lo negativo. Los lógicos trazan círculos que se encabalgan o se excluyen y en seguida todas sus normas se aclaran. El filósofo piensa con lo de dentro y lo de fuera el ser y el no ser. La metafísica más profunda se ha enraizado así en una geometría implícita, en una geometría que -se quiera o no- espacializa el pensamiento; ¿si el metafísico no dibujara, pensaría? Lo abierto y lo cerrado son para él pensamientos. Lo abierto y lo cerrado son metáforas que añade a todo, incluso a sus temas. En una conferencia en donde Jean Hyppolite ha estudiado la sutil estructura de la denegación, bien diferente de la simple estructura de la negación, ha podido justamente hablar de un “primer mito de lo de fuera y lo de dentro”. Hyppolite añade: “Ustedes sienten qué alcance tiene ese mito de la formación de lo de fuera y lo de dentro: es el de la alienación que se funda sobre esos dos términos. Lo que se traduce en su oposición formal se convierte más allá en alienación de hostilidad entre ambos.” Y así, la simple oposición geométrica se tiñe de agresividad. La oposición formal no puede permanecer tranquila. El mito la trabaja. Pero no debe estudiarse ese trabajo del mito a través del inmenso dominio de la imaginación y de la expresión, dándole la falsa luz de las intuiciones geométricas (Hyppolite pone de relieve la inversión psicológica profunda de la negación en la denegación. Daremos después, al simple nivel de las imágenes, ejemplos de dicha inversión)

El más acá y el más allá repiten sordamente la dialéctica de lo de dentro y de lo de fuera: todo se dibuja, incluso lo infinito. Se quiere fijar el ser y al fijarlo se quiere trascender todas las situaciones para dar una situación de todas las situaciones. Se enfrenta entonces el ser del hombre con el ser del mundo, como si se tocaran fácilmente las primitividades. Se hace pasar a la categoría de absoluto la dialéctica del aquí y del allá. Se da a esos pobres adverbios de lugar poderes de determinación ontológica mal vigilados. Muchos metafísicos exigirían una cartografía. Pero en filosofía todas las facilidades se pagan y el saber filosófico se inicia mal a partir de experiencias esquematizadas.

II

Estudiemos un poco más de cerca esta cancerización geométrica del tejido lingüístico de la filosofía contemporánea. En efecto, parece que una sintaxis artificial viene a soldar los adverbios y los verbos para formar excrecencias. Esta sintaxis, multiplicando las uniones, obtiene frases-palabras. Las fachadas de las palabras se funden en su interior. La lengua filosófica se convierte en lengua aglutinante.

A veces, a la inversa, en vez de soldarse, las palabras se desligan íntimamente. Prefijos y sufijos -sobre todo los prefijos- se desueldan: quieren pensar solos. Entonces a veces las palabras se desequilibran. ¿Dónde está el peso mayor del estar allí, en el estar o en el allí? ¿En el allí -que sería preferible llamar un aquí- debo buscar primeramente mi ser? O bien, ¿en mi ser voy a encontrar primero la certidumbre de mi fijación en un allí? De todas maneras uno de los términos debilita siempre al otro. Con frecuencia el allí está dicho con tal energía que la fijación geométrica resume brutalmente los aspectos ontológicos de los problemas. Y resulta una dogmatización de los filosofemas desde las instancias de la expresión. En la tonalidad de la lengua francesa, el ahí es tan enérgico, que designar al ser por un estar-allí, es erigir un índice vigoroso que colocaría fácilmente al ser íntimo en un lugar exteriorizado.

Pero ¿por qué ir tan aprisa en las designaciones primeras? Se diría que el metafísico ya no se toma tiempo para pensar. Nosotros creemos que para un estudio del ser vale más seguir todos los circuitos ontológicos de las diversas experiencias de ser. En el fondo, las experiencias de ser que podrían legitimar expresiones “geométricas” se encuentran entre las más pobres... hay que reflexionar dos veces antes de hablar en francés del estar-allí. Encerrado en el ser, habrá siempre que salir de él. Apenas salido del ser habrá siempre que volver a él. Así, en el ser, todo es circuito, todo es desvío, retorno, discurso, todo es rosario de estancias, todo es estribillo de coplas sin fin.

¡Y qué espiral es el ser del hombre! (¿Una espiral? Expulsemos lo geométrico de las intuiciones filosóficas y regresara al galope.) En esta espiral ¡cuántos dinamismos se invierten! Ya no se sabe en seguida si se corre al centro o si se evade uno de él. Los poetas conocen bien este ser de la vacilación del ser. Jean Tardieu escribe:

Pour avancer je tourne sur moi-méme Cyclone par l'immobile habité.
(Para avanzar giro sobre mí mismo / Ciclón por lo inmóvil habitado)
(JEAN TARDIEU, Les témoins invisibles, p. 36.)

En otro poema, Tardieu había escrito (op. cit., p. 34):

Mais au-dedans, plus de frontières!
(Pero dentro, ¡no más fronteras!)

Así el ser en espiral, que se designa exteriormente como un centro bien investido, no llegará nunca a su centro. El ser del hombre es un ser desfijado. Toda expresión lo desfija. En el reino de la imaginación, apenas se ha anticipado una expresión; el ser necesita otra, el ser debe ser el ser de otra expresión.

A nuestro juicio, deben evitaras los conglomerados verbales. La metafísica no tiene interés en verter sus pensamientos en fósiles lingüísticos. Debe aprovechar la extrema movilidad de las lenguas modernas permaneciendo, sin embargo, en la homogeneidad de una lengua materna, siguiendo precisamente la costumbre de los verdaderos poetas.

Para aprovechar todas las lecciones de la psicología moderna, de los conocimientos adquiridos sobre el ser del hombre por el psicoanálisis, la metafísica debe ser, pues, resueltamente discursiva. Debe desconfiar de los privilegios de evidencia que pertenecen a las intuiciones geométricas. La vista dice demasiadas cosas a la vez. El ser no se ve. Tal vez se escuche. El ser no se dibuja. No está bordeado por la nada. No estamos nunca seguros de encontrarlo o de volver a encontrarlo firme al acercarse a un centro de ser. Y si es el ser del hombre lo que se quiere determinar, ¿no se está nunca seguro de estar más cerca de sí "entrando" en sí mismo yendo hacia el centro de la espiral? Con frecuencia es en el corazón del ser donde el ser es errabundo. A veces es fuera de sí donde el ser experimenta consistencias. A veces también está, podríamos decir, encerrado en el exterior. Daremos después un texto poético donde la prisión se encuentra en el exterior.

Si se multiplicaran las imágenes, tomándolas en los dominios de la luz y de los sonidos, del calor y del frío, se prepararía una ontología más lenta, pero sin duda más segura que la que descansa sobre las imágenes geométricas.

Hemos querido hacer estas observaciones generales porque, desde el punto de vista de las expresiones geométricas, la dialéctica de lo de fuera y de lo de dentro se apoya sobre un geometrismo reforzado donde los límites son barreras. Es preciso que estemos libres respecto a toda intuición definitiva -y el geometrismo registra intuiciones definitivas- si queremos seguir, como lo haremos después, las audacias de los poetas que nos llaman a refinamientos de experiencia de intimidad, a “evasiones” de imaginación.

Ante todo hay que comprobar que los dos términos, fuera y dentro, plantean en antropología metafísica problemas que no son simétricos. Hacer concreto lo de dentro y vasto lo de fuera son, parece ser, las tareas iniciales, los primeros problemas, de una antropología de la imaginación. Entre lo concreto y lo vasto, la oposición no es franca. Al menor toque, aparece la disimetría. Y así sucede siempre: lo de dentro y lo de fuera no reciben de igual manera los calificativos, esos calificativos que son la medida de nuestra adhesión a las cosas. No se puede vivir de la misma manera los calificativos que corresponden a lo de dentro y a lo de fuera. Todo, incluso la grandeza, es valor humano y hemos podido demostrar, en un capítulo anterior, que la miniatura sabe almacenar grandeza. Es vasta a su modo.

De todas maneras, lo de dentro y lo de fuera vividos por la imaginación no pueden ya tomar en su simple reciprocidad; en adelante, no hablando ya de geometría para decir las primeras expresiones del ser, eligiendo puntos de partida más concretos, más fenomenológicamente exactos, nos daremos cuenta de que la dialéctica de lo de dentro y de lo de fuera se multiplica y se diversifica en innumerables matices.

Siguiendo nuestro método habitual, discutamos nuestra tesis con un ejemplo de poética completa, pidamos a un poeta una imagen bastante nueva en su matiz de ser para que nos dé una lección de amplificación ontológica. Por la novedad de la imagen y por su amplificación estaremos seguros de repercutir por encima o al margen de las certidumbres razonables.

III

En un poema en prosa, El espacio en las sombras, Henri Michaux escribe (Henri Michaux, Nouvelles de l'étranger, Mercure de France, 1962):

“El espacio, pero no pueden ustedes concebir ese horrible adentro-afuera que es el verdadero espacio.
Ciertas (sombras), sobre todo uniéndose por última vez, hacen un esfuerzo desesperado por “ser en su sola unidad”. Mal les va. Yo encontré una.
Destruido por castigo, ya no era más que un ruido, pero enorme.
Un mundo inmenso la oía todavía, pero ya no era, convertida sola y únicamente en un ruido que iba a rodar aún durante siglos, pero destinado a extinguirse completamente, como si nunca hubiera sido.”

Tomemos toda la lección filosófica que nos da el poeta. ¿De qué se trata en esa página? De un alma que ha perdido su “estar-allí” de un alma que va a decaer del ser de su sombra para pasar, como un ruido vano, con un rumor insituabie en los se-dice del ser. ¿Fue? ¿No fue más que el ruido que es ahora? ¿Su castigo no es no ser más que el eco del ruido vano, inútil, que fue? ¿No era hace poco lo que es ahora: una sonoridad de las bóvedas del infierno? Está condenada a repetir la palabra de su mala intención, una palabra que, inscrita en el ser, ha trastornado al ser (¿Otro poeta no ha dicho acaso: “Piensa que una simple palabra, un nombre, basta para quebrantar las paredes de tu fuerza”? Pierre Reverdy, Riqnas et périls, p. 23). Porque el ser de Henri Michaux es un ser culpable, culpable de ser. Y nosotros estamos en el infierno y una parte de nosotros está siempre en el infierno, puesto que estamos emparedados en el mundo de las malas intenciones. ¿Por qué candorosa intuición localizamos en un infierno el mal que no tiene límite? Esta alma, esta sombra, ese ruido de una sombra que, según nos dice el poeta, quiere su unidad, la oímos desde fuera sin tener la seguridad de que esté dentro. En este “horrible dentro-fuera” de las palabras no formuladas, de las intenciones de ser inconclusas, el ser, en el interior de sí mismo, digiere lentamente su nada. Su aniquilamiento durará “siglos”. El rumor del ser de los se-dice, se prolonga en el espacio y en el tiempo. En vano el alma recluta sus últimas fuerzas, se ha convertido en remolino del ser que se acaba. El ser es por turnos condensación que se dispersa estallando y dispersión que refluye hacia un centro. Lo de fuera y lo de dentro son, los dos, íntimos; están prontos a invertirse, a trocar su hostilidad. Si hay una superficie limite entre tal adentro y tal afuera, dicha superficie es dolorosa en ambos lados. Viviendo la página de Henri Michaux, se absorbe una mezcla de ser y de nada. El punto central del “estar-allí” vacila y tiembla. El espacio íntimo pierde toda su claridad. El espacio exterior pierde su vacío. El vacío, ¡esta materia de la posibilidad de ser! Estamos expulsados del reino de la posibilidad.

En ese drama de la geometría íntima, ¿dónde hay que habitar? El consejo del filósofo de entrar en uno mismo para situarse en la existencia, ¿no pierde acaso su valor, su significado mismo, cuando la imagen más flexible del “estar-allí” acaba de ser vivida siguiendo la pesadilla ontológica del poeta? Observemos bien que esta pesadilla no se desarrolla en grandes sacudidas de espanto. El miedo no viene del exterior. Tampoco se compone de viejos recuerdos. No tiene pasado. Tampoco tiene fisiología. No tiene nada en común con la filosofía del aliento entrecortado. El miedo es aquí el ser mismo. Entonces, ¿dónde huir, dónde refugiarse? ¿A qué afuera podríamos huir? ¿En qué asilo podríamos refugiarnos? El espacio no es más que un “horrible afuera-adentro”.

Y la pesadilla es simple porque es radical. Intelectualizaríamos la experiencia diciendo que la pesadilla está hecha de una duda súbita sobre la certidumbre de lo de dentro y la rotundidad de lo de fuera. Es todo el espacio-tiempo del ser equívoco que Michaux nos da como a priori del ser. En ese espacio equívoco el espíritu ha perdido su patria geométrica y el alma flota.

Se puede ciertamente evitar la entrada por la puerta estrecha de tal poema. Las filosofías de la angustia tienen principios menos simplificados. No prestan su atención a la actividad de una imaginación efímera porque han inscrito la angustia, mucho antes de que las imágenes la activen en el corazón del ser. Los filósofos se conceden la angustia y sólo ven en las imágenes manifestaciones de su causalidad. No se preocupan en absoluto de vivir el ser de la imagen. La fenomenología de la imaginación debe asumir la tarea de captar el ser efímero. Precisamente, la fenomenología se instruye por la brevedad misma de la imagen. Lo que impresiona aquí es que el aspecto metafísico nace al nivel mismo de la imagen, al nivel de una imagen que turba las nociones de una espacialidad comúnmente considerada susceptible de reducir los trastornos y de devolver al espíritu su situación de indiferencia ante un espacio que no tiene que localizar dramas.

En cuanto a mí, acojo la imagen del poeta como una pequeña locura experimental, como un grano de haxix virtual, sin la ayuda del cual no se puede entrar en el reino de la imaginación. Y ¿cómo acoger una imagen exagerada, sino exagerándola un poco más, personalizando la exageración? En seguida aparece la ganancia fenomenológica: prolongando lo exagerado se tiene en efecto alguna posibilidad de escapar a los hábitos de la reducción. A propósito de las imágenes del espacio, se está precisamente en una región donde la reducción es fácil, común. Se encontrará siempre a alguien para borrar toda complicación y para obligarnos a partir, en cuanto se habla de espacio -sea de una manera figurada o no- de la oposición de lo de fuera y de lo de dentro. Pero si la reducción es fácil, por esto mismo la exageración es fenomenológicamente más interesante. El problema que estudiamos es muy favorable, a nuestro juicio, para señalar la oposición de la reducción reflexiva y de la imaginación pura. La dirección de las interpretaciones del psicoanálisis -más liberales que la crítica literaria clásica- sigue, sin embargo, el diagrama de la reducción. Sólo la fenomenología se sitúa, por su principio, ante toda reducción, para examinar, para experimentar el ser psicológico de una imagen. La dialéctica de los dinamismos de la reducción y de la exageración puede iluminar la dialéctica del psicoanálisis y de la fenomenología. Es, naturalmente, la fenomenología lo que nos da la posibilidad psíquica de la imagen. Transformemos, pues, nuestro asombro en admiración. Empecemos por admirar. Se verá en seguida si será necesario, por medio de la crítica, por la reducción, organizar nuestra decepción. Para beneficiarse de esta admiración activa, de esta admiración inmediata, basta seguir el impulso positivo de la exageración. Yo leo y releo entonces la página de Henri Michaux aceptándola como una fobia del espacio interior, como si unas lejanías hostiles estuvieran ya opresivas, en la diminuta celda que es un espacio íntimo. Con su poema Henri Michaux ha yuxtapuesto en nosotros la claustrofobia y la agorafobia. Ha exasperado la frontera de lo de dentro y de lo de fuera. Pero por este hecho ha arruinado, del punto de vista psicológico, las perezosas certidumbres de las intuiciones geométricas por las cuales el psicólogo quisiera regir el espacio de la intimidad. Incluso a modo de figura, en lo que concierne a la intimidad, no se encierra nada, no se encajan las unas en las otras para designar una profundidad de las impresiones que surgen siempre: qué bella anotación de fenomenología en esta simple frase de un poeta simbólico: “El pensamiento se vivificaba de surgir corola...”

Una filosofía de la imaginación debe, pues, seguir al poeta hasta la extremidad de sus imágenes, sin reducir jamás dicho extremismo que es el fenómeno mismo del impulso poético. Rilke, en una carta a Clara Rilke, escribe : “Las obras de arte nacen siempre de quien ha afrontado el peligro, de quien ha ido hasta el extremo de una experiencia, hasta el punto que ningún humano puede rebasar. Cuanto más se ve, más propia, más personal, más única se hace una vida.” Pero ¿es necesario ir a buscar el “peligro”, fuera del peligro de escribir, del peligro de expresar? ¿El poeta no pone la lengua en peligro? ¿No profiere la palabra peligrosa? ¿A fuerza de ser el eco de los dramas íntimos, no ha recibido la poesía la pura tonalidad de lo dramático? Vivir, vivir verdaderamente una imagen poética, es conocer en una de sus pequeñas fibras un devenir del ser que es una conciencia de la turbación del ser. El ser es aquí tan sumamente sensible que una palabra lo agita. En la misma carta, Rilke dice también: “Esta especie de extravío que nos es propio, debe insertarse en nuestro trabajo”

Las exageraciones de imágenes son, por otra parte, tan naturales que pese a toda la originalidad de un poeta no es raro encontrar en otro poeta el mismo impulso. Hay imágenes de Jules Supervielle que pueden relacionarse aquí con la imagen de Michaux que estamos estudiando. También Supervielle yuxtapone la claustrofobia y la agorafobia cuando escribe (Jules Supervielle, Gravitations, p. 19.):

“El exceso de espacio nos asfixia mucho más que su escasez.”

Supervielle conoce también (op. cit., p. 21) “el vértigo exterior”. En otro lugar habla de una “inmensidad interior”. Y así los dos espacios de lo de dentro y de lo de fuera truecan su vértigo.

En otro texto de Supervielle, justamente subrayado por Christian Sénéchal en su bello libro sobre Supervielle, la cárcel está en el exterior. Después de una gran carrera sin fin por la pampa sudamericana, Jules Supervielle escribe: “En razón misma de un exceso de caballo y de libertad, y de este horizonte inmutable, pese a nuestras desesperadas galopadas, la pampa tomaba para mí el aspecto de una cárcel más grande que las otras."

IV

Si devolvemos, por la poesía, su libre campo de expresión a la actividad del lenguaje, pasamos a vigilar el empleo de las metáforas fosilizadas. Por ejemplo, cuando lo abierto y lo cerrado van a jugar metafóricamente, ¿debemos endurecer o dulcificar la metáfora? ¿Repetiremos, en el estilo del lógico: una puerta debe estar abierta o cerrada? ¿ Y encontraremos en esta sentencia un instrumento de análisis verdaderamente eficaz para una pasión humana? En todo caso y en toda ocasión es preciso afilar tales instrumentos de análisis. Hay que devolver a toda metáfora su ser de superficie, hacerla remontar del hábito de expresión a la actualidad de expresión. Cuando nos expresamos resulta peligroso “trabajar desde la raíz”.

Precisamente, la fenomenología de la imaginación poética nos permite explorar el ser del hombre como ser de una superficie, de la superficie que separa la región de lo mismo y la región de lo otro. No olvidemos que en esta zona de superficie sensibilizada, antes de ser hay que decir. Decir, si no a los otros, por lo menos a nosotros mismos. Y anticiparse siempre. En esta orientación, el universo de la palabra domina todos los fenómenos del ser, los fenómenos nuevos, se entiende. Por medio del lenguaje poético, ondas de novedad discurren sobre la superficie del ser. Y el lenguaje lleva en sí la dialéctica de lo abierto y lo cerrado. Por el sentido, encierra, por la expresión poética se abre.

Sería contrario a la índole de nuestras encuestas resumirlas en fórmulas radicales, definiendo, por ejemplo, el ser del hombre como el ser de una ambigüedad. Sólo sabemos trabajar en una filosofía del detalle. Entonces, en la superficie del ser, en esa región donde el ser quiere manifestarse y quiere ocultarse, los movimientos de cierre y de apertura son tan numerosos, tan frecuentemente invertidos, tan cargados, también, de vacilación, que podríamos concluir con esta fórmula: el hombre es el ser entreabierto.

V

Entonces, cuántos sueños habría que analizar bajo esta simple mención: ¡La puerta! La puerta es todo un cosmos de lo entreabierto. Es por lo menos su imagen princeps, el origen mismo de un ensueño donde se acumulan deseos y tentaciones, la tentación de abrir el ser en su trasfondo, el deseo de conquistar a todos los seres reticentes. La puerta esquematiza dos posibilidades fuertes, que clasifican con claridad dos tipos de ensueño. A veces, hela aquí bien cerrada, con los cerrojos echados, encadenada. A veces hela abierta, es decir, abierta de par en par.

Pero llegan las horas de mayor sensibilidad imaginante. En las noches de mayo, cuando tantas puertas están cerradas, hay una apenas entreabierta. ¡Bastará empujar muy suavemente! Los goznes están bien aceitados. Entonces, un destino se dibuja.

¡Y tantas puertas que fueron las puertas de la vacilación! En la Romanza del retorno, ese fino y tierno poeta Jean Pellerin escribía:

La porte me flairs, elle hésite.
[La puerta me olfatea, vacila.]

En este único verso hay tanto psiquismo transferido al objeto que un lector adherido a la objetividad no verá en él más que un simple juego de ingenio. Si semejante documento procediera de alguna mitología lejana, lo acogeríamos con más facilidad. Pero ¿por qué no toman el verso del poeta como un pequeño elemento de mitología espontánea? ¿Por qué no sentir que se encarna en la puerta un pequeño dios del umbral? Es preciso ir hacia un pasado lejano, un pasado que no es el nuestro, para sacralizar el umbral. Porfirio ha dicho: “Un umbral es cosa sagrada.” Sin referirse a tal sacralización por la erudición, ¿por qué no habríamos de vibrar ante esta sacralización por la poesía, por una poesía de nuestro tiempo, teñida de fantasía tal vez, pero que está de acuerdo con los valores primitivos?

Otro poeta, sin pensar en Zeus, puede muy bien escribir, descubriendo en sí mismo la majestad del umbral:

Je me surprends à définir le seuil Comme étant le lieu géométrique Des arrivées et des départs Dans la Maison du Père.
[Me sorprendo definiendo el umbral / como el lugar geométrico / de las llegadas y las salidas / en la casa del Padre.]

¡Y todas las puertas de la simple curiosidad que han tentado al ser para nada, para el vacío, para lo desconocido que no está siquiera imaginado!

¿Quién no conserva en su memoria un gabinete de Barba Azul que no hubiera debido abrir ni entreabrir? O -lo que es igual para una filosofía que profesa la primacía de la imaginación- una puerta que no debería haberse imaginado abierta, susceptible de entreabrirse?

¡Cómo se vuelve todo concreto en el mundo de un alma cuando un objeto, cuando una simple puerta viene a dar las imágenes de la vacilación, de la tentación, del deseo, de la seguridad, de la libre acogida, del respeto! Diríamos toda nuestra vida si hiciéramos el relato de todas las puertas que hemos cerrado, que hemos abierto, de todas las puertas que quisiéramos volver a abrir.

Pero ¿ es acaso el mismo ser, el que abre una puerta y el que la cierra? ¿A qué profundidad del ser pueden llegar los gestos que dan conciencia de la seguridad o de la libertad? ¿No se vuelven tan normalmente simbólicas en razón de esta “profundidad”? Así, René Char toma como motivo de uno de sus poemas esta frase de Alberto Magno: “Había en Alemania dos niños mellizos de los cuales uno abría las puertas tocándolas con el brazo derecho y el otro las cerraba con el brazo izquierdo.” Semejante leyenda, bajo la pluma de un poeta, no es, claro está, una simple referencia. Ayuda al poeta a sensibilizar el mundo próximo, a afinar los símbolos de la vida ordinaria. Esta vieja leyenda se vuelve nueva. El poeta la toma para sí. Sabe que hay dos “seres” en la puerta, que la puerta despierta en nosotros dos direcciones de ensueño, que es dos veces simbólica.

Y además, ¿hacia quién se abren las puertas? ¿ Se abren para el mundo de los hombres o para el mundo de la soledad? Ramón Gómez de la Serna ha podido escribir: “Las puertas que se abren sobre el campo parecen dar una libertad a espaldas del mundo.” (Ramón Gómez de la Serna. Echantillona, ed. Cahiers verts, Grasset p. 167)

VI

En cuanto la palabra dentro aparece en una expresión, ya no se toma a la letra la realidad de la expresión. Traducimos lo que creemos ser el lenguaje figurado al lenguaje razonable. Nos es difícil, nos parece fútil, seguir por ejemplo al poeta -vamos a presentar documentos- que dice que la casa del pasado está viva dentro de su propia cabeza. En seguida traducimos: el poeta quiere decir simplemente que tiene un viejo recuerdo guardado dentro de su memoria. El exceso de la imagen que quisiera invertir las relaciones de contenido a continente nos hace retroceder ante lo que puede pasar por una vesania de imágenes. Seríamos más indulgentes si siguiéramos las autocopias de la fiebre. Siguiendo el laberinto de las fiebres que corren por nuestro cuerpo, explorando las “casas de la fiebre”, los dolores que habitan el diente enfermo, sabríamos que la imaginación localiza los tormentos y que hace y rehace anatomías imaginarias. Pero no utilicemos en esta obra los múltiples documentos que podríamos encontrar en los psiquiatras. Preferimos acentuar nuestra ruptura con el causalismo, alejando toda causalidad orgánica. Nuestro problema consiste en discutir imágenes de la imaginación pura, de, la imaginación liberada, liberante, sin ninguna relación con incitaciones orgánicas.

Estos documentos de poética absoluta existen. El poeta no retrocede ante la inversión de los encajonamientos. Sin pensar siquiera que escandaliza al hombre sensato, pese al simple buen sentido, vive la inversión de las dimensiones, el trastrueque de la perspectiva de lo de dentro y de lo fuera.

El carácter anormal de la imagen no quiere decir que esté artificialmente fabricada. La imaginación es la facultad más natural que existe. Sin duda, las imágenes que vamos a examinar no podrían inscribirse en una psicología del proyecto, aunque fuese de un proyecto imaginario. Todo proyecto es una contextura de imágenes y de pensamientos que supone un anticipo de la realidad. No tenemos, por lo tanto, que considerarlo en una doctrina de la imaginación pura. Es incluso inútil continuar una imagen, es inútil conservarla. Nos basta que sea.

Estudiemos, pues, con toda simplicidad fenomenológica, los documentos que nos brindan los poetas.

En su libro Donde se abrevan los lobos, Tristan Tzara escribe:

Une lente humiité pénètre dans la chambre Qui habite en moi dans la paume du repos.

[Una lenta humildad penetra dentro del cuarto / Que habita en mí en la palma del reposo.]

Para aprovechar el onirismo de dicha imagen, hay que situarse primero sin duda “en la palma del reposo”, es decir, recogerse sobre uno mismo, condensarse en el ser de un reposo que sea el bien que, sin esfuerzo, “se tiene en la mano”. Entonces la gran fuerza de humildad sencilla que está en la habitación silenciosa se derrama en nosotros mismos. La intimidad del cuarto pasa a ser nuestra intimidad. Y, correlativamente, el espacio íntimo se ha hecho tan tranquilo, tan simple, que en él se localiza, se centraliza toda la tranquilidad de la habitación. El cuarto es, en profundidad, nuestro cuarto, el cuarto está en nosotros. Ya no lo vemos. Ya no nos limita, porque estamos en el fondo mismo de su reposo, en el reposo que nos ha conferido. Todas las habitaciones de antaño vienen a encajonarse en ésta. ¡Qué sencillo es todo!
En otra página, más enigmática todavía para el espíritu sensato, pero igualmente clara para quien se hace sensible a las inversiones topoanalíticas de las imágenes, Tristan Tzara escribe:

Le marché du soleil est entré dans la chambre
Et la chambre dans le tête bourdonnante.
[El mercado del sol ha entrado en el cuarto / Y el cuarto en la cabeza zumbadora.]

Para aceptar la imagen, hay que oír la imagen, vivir este extraño rumor del sol que entra en un cuarto donde se está solo, porque, es un hecho, el primer rayo golpea fuertemente las paredes. Esos ruidos, sin duda, los oirá también -más allá del hecho- el que sabe que cada rayo del sol acarrea abejas. Entonces todo zumba y la cabeza es una colmena, la colmena de los ruidos del sol.

La imagen de Tzara estaba, en un principio, sobrecargada de surrealismo. Pero si se la sobrecarga todavía más, si se aumenta su carga de imagen, si, bien entendido, se superan las barreras de la crítica, de toda crítica, entonces entra verdaderamente en la acción surrealista de una imagen pura. Si lo extremo de la imagen se revela así, activo, comunicable, es que el punto de partida era bueno: la habitación soleada zumba dentro de la cabeza del soñador.

Un psicólogo diría que nuestro análisis no hace más que relatar “asociaciones” audaces, demasiado audaces. El psicoanalista aceptará tal vez -está acostumbrado a ello- “analizar” dicha audacia. Uno y otro, si toman la imagen como “sintomática”, tratarán de encontrarle razones y causas. El fenomenólogo toma las cosas de otra manera; más exactamente, toma la imagen tal como es, como el poeta la crea y trata de hacerla propia, de nutrirse con ese raro fruto; lleva la imagen hasta la frontera misma de lo que puede imaginar. Por muy lejos que esté de ser poeta, intenta repetir para él la creación, continuar, si es posible, la exageración. Entonces la asociación ya no es encontrada, padecida, es buscada, querida. Es una constitución poética, específicamente poética. Es una sublimación totalmente desembarazada de los pesos orgánicos o psíquicos de los que queríamos liberarnos, en resumen, corresponde a lo que llamábamos, en nuestra introducción, sublimación pura.

Claro que no se recibe de igual modo todos los días semejantes imagen. No es nunca -psíquicamente hablado- objetiva. Otros comentarios podrían renovarla. Y hace falta para acogerla bien estar en las horas felices de la superimaginación.

Una vez tocados por la gracia de la superimaginación, la experimentamos ante las imágenes más sencillas por las que el mundo exterior viene a dar al hueco de nuestro ser espacios virtuales bien coloreados. Así es la imagen por la que Pierre-Jean Jouve constituye su ser secreto. Lo sitúa en la celda íntima:

La cellule ¿e moi-méme emplit d'étonnement La muraille peinte I ja chaux de mon secret.
[La celda de mí mismo llena de sorpresa / El muro pintado con cal de mi secreto.]
(Las nupcias, p. 50.)

La estancia donde el poeta tiene este ensueño no está, probablemente, “pintada con cal”. Pero esta habitación, la habitación donde se escribe, tan tranquila, merece también su nombre de “cuarto solitario”. Se le habita por la gracia de la imagen, como se habita una imagen que está “en la imaginación”. El poeta de Las nupcias habita aquí la imagen celular. Esta imagen no transpone una realidad. Sería ridículo pedir al soñador sus dimensiones. Es refractaria a la intuición geométrica, pero enmarca bien al ser secreto. El ser secreto se siente guardado allí por la blancura de una leche de cal más que por espesas murallas. La celda del secreto es blanca. Un solo valor basta para coordinar bien los sueños. Y siempre sucede igual, la imagen poética está bajo el dominio de una cualidad ampliada. La blancura de los muros protege, por al sola, la celda del soñador. Es más fuerte que toda geometría. Viene a inscribirse en la celda de la intimidad.

Tales imágenes son inestables. En cuanto se abandona la expresión tal como es, tal como el escritor nos la ofrece con una espontaneidad total, se corre el riesgo de volver al sentido llano y de aburrirse en una lectura que no sabe condensar la intimidad de la imagen. Qué repliegue sobre uno mismo se necesita, por ejemplo, para leer esta página de Blanchot, en la tonalidad de ser en que está escrita: “Desde esa estancia, sumergida en la noche más profunda, lo conocía yo todo, la había penetrado, la llevaba en mí, la hacía vivir, con una vida que no es la vida, pero que es más fuerte que ella y que ninguna fuerza en el mundo podría vencer”. ( ¿Acaso no se siente en esas repeticiones, o más exactamente en esos refuerzos repetidos de una imagen en que se ha penetrado -y no de una estancia donde se ha penetrado- de una habitación que el escritor lleva en él, a la que hace vivir una vida que no está en la vida; sí, no se ve que el escritor no pretende simplemente decir que tal es su morada familiar? La memoria colmaría esta imagen. La amueblaría con recuerdos compuestos procedentes de varios siglos. Todo es aquí más sencillo, más radicalmente sencillo. El cuarto de Blanchot es una morada del espacio íntimo, es su cámara interior. Participamos en la imagen del escritor gracias a lo que es preciso llamar una imagen general, una imagen que la participación nos impide confundir con una idea general. Esta imagen general la singularizamos en seguida. La habitamos, la penetramos como Blanchot penetra la suya. La palabra no basta, la idea no basta, es preciso que el escritor nos ayude a invertir el espacio, a alejarnos de lo que se quisiera describir para vivir mejor la jerarquía de nuestros reposos.

Con frecuencia, por la concentración misma en el espacio íntimo más reducido, la dialéctica de lo de dentro y de lo de fuera toma toda su fuerza. Se sentirá dicha elasticidad meditando esta página de Rilke (Los cuadernos...): “Y aquí no hay apenas espacio; y tú te calmas casi, pensando que es imposible que algo demasiado grande pueda sostenerse en esta estrechez.” Consuela saberse en calma en un espacio exiguo. Rilke realiza íntimamente -en el espacio de lo de dentro- esta estrechez, donde todo es a la medida del ser íntimo. Entonces, un poco más allá, el texto vive la dialéctica: “Pero fuera, fuera todo es desmedido. Y cuando el nivel sube fuera se eleva también en ti, no en los vasos que están en parte en tu poder, o en la flema de tus órganos más impasibles: sino que crece en los vasos capilares, aspirado hacia arriba hasta en los últimos ramales de tu existencia infinitamente ramificada. Allí es donde asciende, allí es donde desborda de ti, más alto que la respiración, y, último recurso, tú te refugias como sobre el filo de tu alimento. ¡ Ah!, y dónde después ¿dónde? Tu corazón te expulsa fuera de ti mismo, tu corazón te persigue y ya estás casi fuera de ti y no puedes más. Como escarabajo al que han pisado, te escurres fuera de ti mismo y tu escasa dureza o elasticidad ya no tiene sentido.Oh noche sin objetos. Oh ventana sorda a lo de fuera, oh puertas cerradas con cuidado; costumbres venidas de antiguos tiempos, trasmitidas, comprobadas, jamás enteramente comprendidas. Oh silencio en la jaula de la escalera, silencio en las estancias próximas, silencio allá arriba, en el techo. Oh madre, oh tú, única, que te has puesto ante todo este silencio, en los tiempos en que yo era niño.”

Hemos dado esta larga página sin interrupción, porque tiene precisamente una continuidad dinámica. Lo de dentro y lo de fuera no están abandonados a su oposición geométrica.

Para terminar este capítulo, consideraremos un texto en donde Balzac define una voluntad de oposición ante el espacio confrontado. El texto es doblemente interesante porque Balzac creyó deber rectificarlo.

En una primera versión de “Louis Lambert”, se lee: “Cuando empleaba así todas su fuerzas, perdía en cierto modo la conciencia de su vida física, y sólo existía por el juego todopoderoso de sus órganos interiores cuyo alcance hacía, de acuerdo con su admirable expresión, retroceder el espacio ante él” (Ed. Jean Pommier, Corti, p. 19) En la versión definitiva se lee solamente: “Dejaba, según su expresión, el espacio tras él”.

¡Qué diferencia entre los dos movimientos de expresión! ¡Qué descenso de potencia del ser frente al espacio, pasando de la primera forma a la segunda! ¿Cómo pudo hacer Balzac una corrección semejante? Volvió, en resumen, al espacio indiferente. En una meditación sobre el ser suele ponerse comúnmente el espacio entre paréntesis, es decir, que dejamos el espacio “detrás de nosotros”. Como índice de la tonalización de ser perdida, anotemos que “la admiración” ha caído. La segunda manera de expresarse ya no es, por confesión del escritor, admirable. Porque era efectivamente admirable este poder que hace “retroceder el espacio”, que pone al espacio fuera, todo el espacio fuera para que el ser meditante esté libre en su pensamiento.