Edgar Morin
De Copérnico, Galileo, Kepler a Newton y Laplace, la ciencia revela las figuras, los números y las leyes que instauran el Orden del Universo. La «revolución copernicana», al retirar al hombre su puesto central, redispone el Universo conforme a un Orden cósmico mucho más grandioso que el antiguo. El Universo se convierte en una Máquina perfecta, de impecable armazón matemática, animada por un movimiento perpetuo. Hasta Newton inclusive, Dios permanece a la vez como Creador y Garante de este orden. Después, con Laplace y el Determinismo universal, este Orden se torna autofundador y autosuficiente. Las Leyes del Universo recibieron en herencia la carga de absoluto y de perfección de un Dios en lo sucesivo excluido de la ciencia. Con Einstein el Universo mismo se disuelve en cuanto unidad cósmica para expandirse infinitamente como Espacio/Tiempo, donde van a reinar cuatro leyes soberanas (gravitación, electromagnetismo, interacciones nucleares fuertes, interacciones débiles) que los físicos, conforme a la exhortación de Einstein, se empeñarán en unificar, y esto, en lo que concierne a dos de ellas, con éxito. Así quedaba desencantado el Universo mítico de los Astros-Dioses, luego el del Dios soberano, en beneficio de lo que Goethe, criticando a Newton, llamaba una «ontología gris». Al mismo tiempo, toda la diversidad de las cosas y de las formas de este Universo podía reducirse a la unidad simple del átomo. Pero este mismo desencantamiento encantaba a los científicos, maravillados de revelar, tras las apariencias fenoménicas, la perfección y la simplicidad matemática de un Orden-Rey.
No obstante, desde la mitad del siglo XIX, el segundo principio de la termodinámica degradaba este Orden-Rey; después, a comienzos del XX, la física cuántica lo minaba subterráneamente; y finalmente, en nuestro fin de siglo, todo el Universo construido por Copérnico, Galileo, Kepler, Newton, Laplace zozobraba con la destrucción de todo Centro del Mundo, la desintegración de toda sustancia elemental, el debilitamiento de la idea de realidad. Al mismo tiempo, ante nuestros ojos surge un nuevo, extraño y misterioso Cosmos.
1. Un nuevo Cosmos
Como se sabe, la puesta en evidencia de la dispersión de las galaxias (1930) y luego el descubrimiento de una radiación fósil proveniente de todos los horizontes del Universo (1965), han impuesto, en la mayoría de los astrónomos, la idea de un momento inicial, de naturaleza explosiva, llamado big bang, a partir del cual se habrían formado las partículas, cuyos encuentros habían formado los núcleos y después los átomos, y cuyas agregaciones habían engendrado las galaxias y los astros. La conjunción de las observaciones astronómicas y de las teorías microfísicas han permitido dar una visión coherente de la génesis, la organización y el devenir de este nuevo universo. Pero, para esto fue necesario (lo es siempre) aceptar la idea absurda, a la que sin embargo hemos sido racionalmente conducidos, del nacimiento del espacio, del tiempo, de la materia a partir del no-espacio, del no-tiempo, de la no-materia.
Este nuevo Cosmos funda, pues, su racionalidad sobre un absurdo. Mejor aún, se ha formado en el desorden y se ha organizado en una desintegración generalizada. Sin embargo, no es en modo alguno el Desorden-Rey el que a partir de ahora sucede al Orden destronado. Es una dialógica compleja (a la vez complementaria, concurrente y antagonista) entre Orden y Desorden, dialógica en la que interviene, desde la formación de los núcleos, átomos, galaxias, astros, otro término clave: la Organización.
Así, el Universo no es ya concebible según el único Principio soberano de Orden; debe ser concebido en y por los constreñimientos, leyes, áleas que determinan las interacciones entre sus elementos, es decir, según un Tetragrama constituido por el juego dialógico entre Orden/Desorden/Interacciones/Organización.
Privado de un Dios genésico, este nuevo Cosmos, una vez surgido ex vacuo, deviene autocreador y autoproductor, creando y produciendo profusamente núcleos, átomos, astros, galaxias. Privado de Centro, es a la vez policéntrico, acéntrico, dispersivo. Privado de Ley a priori, este Universo construye y diversifica sus propias leyes según las cuatro modalidades que regulan las interacciones entre sus elementos. Privado de Eternidad, este Cosmos evoluciona en el tiempo y todo lo que le concierne comporta un hic et nunc, es decir, una dimensión histórica.
El nuevo Cosmos no parece obedecer a un plan o programa de desarrollo. Al contrario, su orden y su organización se construyen a partir de una cuasi deflagración, en la agitación y la turbulencia, según encuentros aleatorios: unos, colisiones y choques; otros, colusiones y asociaciones. Según la distancia y la naturaleza de las entidades que se encuentran, las asociaciones físicas obedecen a las leyes gravitacionales, electromagnéticas, nucleares débiles y fuertes. Así nacen por miríadas entidades autoorganizadoras como son las galaxias, astros y átomos. Resulta notable que galaxias y astros se constituyan de modo torbellinesco, y que la forma menos incorrecta de representarse el átomo evoque al torbellino, es decir, un embuclamiento recursivo. De todas maneras, estas entidades se autoorganizan de modo recursivo, según el principio del «bucle» autoproductor (en que todo momento del proceso es a la vez producto y productor, efecto y causa), y mantienen su integridad y su constancia según el principio del bucle autorregulador.
Todo se constituye, hemos dicho, en el desorden, la turbulencia, la agitación, es decir, también en la dispersión, el despilfarro, la pérdida, la destrucción. Además, el segundo principio de la termodinámica parecía indicar, para los que estaban prisioneros de su concepción, que la tendencia irreversible del universo físico era la degradación y la desorganización.
Pero de hecho, según lo indicado, es desintegrándose como se organiza el cosmos, y es en la carrera hacia la dispersión (que no sabemos aún si es irreversible) como se autogenera la complejidad. De hecho, la organización de los astros-soles no sólo es de extrema complejidad, sino que además engendra complejidad química al producir en su seno átomos como los del carbono, constituyente indispensable de nuestras vidas.
Más allá de los átomos se constituyen las moléculas, después las macromoléculas gigantes y luego, finalmente, al menos sobre un pequeño planeta de un astro de aledaños, esta formidable organización de millones de macromoléculas que constituye la célula viva, de la que surgirán todas las complejidades vegetales y animales... Pero esta complejidad es minoritaria. Los Astros, al parecer, no representan más que una parte muy exigua de una materia dispersa por el Cosmos, la vida no es más que una delgada película en la superficie de nuestro planeta, y, hasta más amplia información, el hombre es el único ser consciente y pensante de este Mundo. Lo que plantea el siguiente problema: ¿La generación de la complejidad es el fin obstinadamente buscado, «querido» por la evolución cósmica (Teilhard)? El fantástico derroche que se realiza en la evolución física y luego viviente, ¿no sería más que el precio inevitable que hay que pagar para obtener esa complejificación (Reeves)? ¿O por el contrario, la complejificación no sería más que una desviación en el desastre generalizado de un Universo intrínseca y definitivamente trágico?
En cualquier caso, el nuevo Cosmos es evolutivo. La Historia, que al principio sólo era algo propio de las sociedades humanas, ha llegado a ser, en el siglo XIX, algo propio de la vida, y después, en el siglo XX, se ha extendido a la totalidad de nuestro Universo físico. En lo sucesivo, nada de lo que es cósmico, físico, biológico, humano puede concebirse, comprenderse y explicarse fuera del tiempo; nada, a no ser precisamente la fuente, el fundamento y el origen de nuestro Universo.
Aquí, todo gira en torno a una inaudita paradoja: nada hay fuera del tiempo, pero el tiempo no es todo. En el momento del triunfo generalizado de la Historia, es decir, de los acontecimientos y procesos inscritos en el espacio y el tiempo, el espacio y el tiempo se relativizan. La experiencia de Aspect (1981) confirma las implicaciones más sorprendentes de la física cuántica: hay, no solamente en el origen de nuestro universo, sino también en su transfondo o en su seno, un tipo de realidad profunda donde el Espacio y el Tiempo pierden su poder de separación y de distinción. De ahí que se llegue a la idea aparentemente mística, de hecho misteriosa, de que nuestro universo de distinciones y separaciones, de cosas y objetos, de tiempo y espacio, supone otro tipo de realidad necesaria a su realidad, y que no conoce ni separación, ni distinción, ni determinación. Es lo que d'Espagnat llama lo Real velado, Bohm el Orden implicado, y que nosotros podemos llamar ya sea vacío, si queremos indicar la ausencia de toda determinación positiva, ya sea caos, si queremos indicar la fuente indistinta que porta potencialmente en sí orden, desorden y organización. La irrupción de este misterio, indecible e indecidible, en el corazón de toda realidad, determina a la vez una crisis de lo real.
Si lo propio de la filosofía ha sido poner en crisis la idea de realidad, lo propio de la ciencia clásica fue, hasta comienzos de nuestro siglo, afirmarla y reforzarla. Ahora bien, son precisamente los desarrollos contemporáneos de la nueva física los que efectúan un debilitamiento de la idea de realidad. La noción de materia se relativiza en beneficio de la de energía, y se desustancializa relativamente: en primer lugar, la partícula aparecía en parte como corpúsculo (material) y en parte como onda (inmaterial); luego, las nuevas entidades de la microfísica, «quarks», «cuerdas» y «supercuerdas», no tienen ya ninguno de los caracteres por los que caracterizamos a los objetos. Más profundamente quizá, las entidades microfísicas parecen situarse entre lo posible y lo real, como si fuese la observación la que catalizara su realidad hic o nunc. La «realidad» cuántica está a medio camino entre nuestro tipo de realidad que comporta separaciones/distinciones en el espacio y el tiempo, y lo que acabamos de llamar caos (no ya desorden, sino ausencia de determinación y de distinción).
Por lo tanto, nos parece claro que nuestra realidad nace con la organización (construcción de entidades consistentes, más o menos estables, dotadas de cualidades y propiedades); así los átomos, las moléculas, los astros crean realidad al crear su realidad y nosotros creamos realidad al existir y vivir. Así lo real se crea y se recrea sin cesar, en tanto la autoproducción de las entidades organizadas y sobre todo autoorganizadoras determina ipso facto la autoproducción de la realidad. Aparentemente, la realidad humana sería la realidad suprema, pero, lo sabemos cada vez más, esta realidad comporta lo imaginario, el símbolo, el mito. También, se podría decir, la idea misma de lo real se encuentra minada y mitificada; más aún, lo que nos parece irreal constituye un ingrediente indispensable de nuestra realidad.
Ciertamente tenemos un nuevo Cosmos plenamente físico, plenamente real y que comporta necesariamente Orden. Pero este Cosmos ha perdido sus antiguos fundamentos: tras haber perdido a Dios, ha perdido el Orden perfecto (sinónimo o seudónimo laico de Dios), ha perdido incluso, en sus infraestructuras físicas, la sustancialidad de lo real.
Este Cosmos nace de lo inconcebible, está fundado sobre lo insondable. Es Uno y ha estallado. Se destruye construyéndose, se construye destruyéndose. Lleva aporéticamente en sí los términos antagonistas de determinación e indeterminación, distinción e indistinción, realidad e irrealidad. Es cada vez mejor elucidado y explicado en sus texturas y procesos, pero todas estas explicaciones conducen a las puertas de lo inexplicable.
Por lo tanto, las nociones de insondable, inconcebible, inexplicable nos plantean el problema crítico de las posibilidades y los límites de nuestro entendimiento. El problema cosmofísico se convierte al mismo tiempo en el problema del conocimiento humano: se conecta, entonces, al problema filosófico radicalmente planteado por Kant al mismo tiempo que al nuevo problema que exploran las ciencias cognitivas.
2. El retorno de la Naturaleza
Cuando el Cosmos se torna extraño, misterioso, gélido en sus espacios, ardiente y explosivo en sus astros, terrorífico en sus agujeros negros que beben su propia luz, asistimos a la resurrección de una Naturaleza orgánica, compleja, matricial, nutricia y placentaria, que envuelve al hombre a la vez que está en su interior. Esta Naturaleza había sido expulsada de la ciencia como fantasía romántica, para dar paso a los terrenos, medios, organismos, genes; sólo permanecía como «natural» la cruel selección que elimina al débil en beneficio del fuerte.
Esta Naturaleza parecía definitivamente desintegrada aunque, desde finales del siglo XIX, Haeckel había creado la ciencia ecológica (1866). Pero fue necesario esperar a la mitad de nuestro siglo para que, con la noción clave de ecosistema (1935) y luego, englobando los ecosistemas, con la noción de biosfera, resucitara la Naturaleza como totalidad viviente, compleja, que se autoorganiza y se autorregula en y mediante las interacciones entre todos los seres vivos situados en un biotopo (medio físico).
Esta Naturaleza que retorna bajo la cobertura de la ciencia ecológica se ha provincializado considerablemente en comparación con la antigua Naturaleza cuasicósmica. A lo sumo se limita a la biosfera, que recubre y envuelve al pequeño planeta Tierra; pero esta misma provincialización acrecienta su carácter placentario, nutricio, matricial.
La biosfera no es sino la suma de todos los fenómenos vivientes. Emerge de las interacciones entre estos fenómenos para constituirse como totalidad que retroactúa sobre sus constituyentes y que se autorregula «naturalmente», como indica con fuerza «la hipótesis Gaia» de Lovelock. Más aún quizá: no es sólo la biosfera, es el planeta Tierra en su realidad geofísica misma el que puede ser considerado de alguna manera como un «ser vivo», según la expresión de Claude Allègre, quien, en un bellísimo libro, sintetiza los logros que permiten constituir hoy la ciencia de un sistema autoorganizador al que llamamos Tierra.
A decir verdad, esto no contradice la visión del Cosmos que anteriormente hemos avanzado, puesto que hemos subrayado ahí que la autoproducción, la autoorganización y la autorregulación son los rasgos constitutivos de los sistemas astrales. La originalidad del planeta Tierra, pequeño elemento de un sistema solar, es que haya sido y siga siendo fuente de vida bajo la irradiación nutricia de su Sol. Así se constituyó, sobre la Tierra, una Naturaleza fuera de la cual todo resulta mortífero para lo viviente, aunque la existencia de esta Naturaleza terrestre sea inseparable de la galaxia y más ampliamente del misterioso Cosmos del que es una minúscula parte.
3. Hombre, Naturaleza, Universo
El antiguo Cosmos asignaba al hombre su puesto en el Todo y daba un sentido a su vida. El nuevo Cosmos no sólo retira a Dios su gobierno y al hombre su elección, sino que aporta, ante todo, una incertidumbre fundamental sobre el mundo y sobre el hombre.
Esta incertidumbre procede, en primer lugar, de la naturaleza de ese Cosmos, del que no se sabe ni de dónde y por qué ha surgido ni adónde va. Esta primera incertidumbre concierne de golpe al sentido de la aventura humana. ¿Va el mundo hacia la muerte fría como lo anunciaba Clausius? ¿Va hacia la dispersión indefinida, o al contrario, al menos si dispone de una densidad de materia suficiente, va a reconcentrarse? La primera hipótesis nos dirige ineluctablemente hacia la nada, la segunda hacia una especie de eterno recomienzo. De todas formas, sabemos lo suficiente como para estar convencidos de que, salvo migración hacia otros mundos, la muerte del sol, prevista para dentro de cuatro mil millones de años, aniquilará mucho antes toda vida terrestre. Por tanto, el horizonte de la aventura humana, lejano o próximo según se entienda a escala del tiempo individual o a la del tiempo cósmico, es la Nada.
Una segunda incertidumbre profunda afecta al origen de la vida, y repercute sobre su sentido. Aquí, el debate está abierto desde que la revolución biológica de los años 50-60 reveló la originalidad, la singularidad y la fabulosa complejidad de la organización viviente. Hoy, las dos hipótesis, la pesimista y la optimista, tienen igualmente sus argumentos y sus defensores. La primera hipótesis hace del nacimiento de lo viviente un acontecimiento inaudito, único en el cosmos, teniendo en cuenta: a) la extrema improbabilidad para que puedan combinarse espontáneamente algunas miríadas de macromoléculas de aminoácidos y de ácidos nucleicos para constituir una organización computante/informacional capaz de regenerarse, nutrirse, reproducirse; b) el carácter único del código genético para todos los seres vivos, lo que supone un ancestro común; c) la ausencia de toda huella o signo de vida en el universo.
A esto se oponen los argumentos optimistas: a) se ha podido detectar en el cosmos y experimentar en laboratorio la formación de macromoléculas necesarias para la vida; b) conocemos demasiado poco el universo para concluir que esté desprovisto de vida y privado de inteligencia, y hoy nada prohibe pensar que algunos fenómenos OVNI sean debidos a la presencia de viajeros del espacio o incluso del tiempo; c) existen ya organizaciones físicas extremadamente complejas (astros, átomos, macromoléculas) y procesos de complejificación que están operando desde el origen del universo; d) la termodinámica prigoginiana nos muestra cómo agitaciones que tienden hacia la turbulencia pueden conducir de hecho a organizaciones de tipo torbellinesco (recursivo, autoorganizador); por ello, la formación de las primeras entidades vivas depende no del azar improbabilísimo de los encuentros químicos, sino también de las condiciones menos improbables de autoorganización torbellinesca; e) todo esto converge para inscribir el nacimiento de la vida y luego la evolución biológica en el gran proceso de autoorganización y complejificación del universo.
Se ve bien el envite del debate. En la primera hipótesis, la vida depende de un increíble azar y el hombre es un absoluto extranjero en un Universo que no le comprende y al que él no comprende. En la segunda hipótesis, la vida está en la vanguardia de la evolución complejificadora y el hombre es la cabeza investigadora del cosmos. Sin embargo, incluso en esta versión optimista, la vida sigue siendo minoritaria y desviante en el universo, el hombre sigue siendo minoritario y desviante en la minoría viviente, y todo parece destinado a la nada final. Ciertamente, el interés del «principio antrópico», formulado por diversos astrofísicos, entre ellos Brandon Carter, está en que nos obliga a concebir un Universo que en su principio y en su origen comportaría la posibilidad de la vida, del pensamiento y de la conciencia. Pero posibilidad no es ni necesidad ni probabilidad. No podemos, pues, estar seguros de que el desarrollo humano lleve en sí el sentido de la evolución cósmica, ni de que la plenitud del hombre sea el fin buscado por el Universo, ni de que haya algo más allá de la Nada.
Persiste, pues, una doble incertidumbre fundamental, que afecta mutuamente al Universo y al hombre.
De todos modos, se produce el hundimiento de toda esperanza de legitimar al Universo mediante la lógica humana, así como de legitimar lógicamente al hombre por su puesto o su misión en el Universo. El hombre no da un sentido evidente al Universo, el cual no da un sentido evidente al hombre. Ni siquiera podemos pensar que el hombre sea un animal absurdo en un universo racional: más bien podríamos pensar que, aunque la racionalidad humana se haya mostrado capaz de descifrar y de elucidar enigmas aparentemente herméticos del Universo, este Universo permanece absurdo, puesto que está, para esa misma racionalidad, privado de causa, de sentido y de finalidad. El hombre no puede ya fundarse sobre el universo y el universo no puede ya fundarse sobre el hombre. Sin embargo, como vamos ver, no son absolutamente extraños el uno al otro, y uno y otro llevan en sí una mezcla de racionalidad y de irracionalidad.
Hay, pues, una gran oquedad allí mismo donde había fundamento; es decir, que no hay ya fundamento. Es en esta fantástica depresión ciclónica del conocimiento humano, nacida de los progresos de este mismo conocimiento, donde van a precipitarse las interrogantes más intrépidas, las especulaciones más audaces (como la idea de un Bi-Universo con dos vertientes,la una de materia, la otra de antimateria; la idea de un Pluri-Universo que se ramifica sin cesar; la idea de un Universo hipercomputadora; la idea de un Universo recursivo donde el futuro retroactúa sobre su origen y su pasado; etc.); pero también las palabras maestras más simplistas, las místicas más ingenuas. Ante la defección casi general de los filósofos profesionales, cuyo desprecio (comprensible) hacia el cientismo y el positivismo descuida la prodigiosa fuente de información y de reflexión que es el conocimiento científico, son los científicos quienes se hacen filósofos salvajes e intentan comprender. Pero con frecuencia el defecto de su voluntad de comprender está en querer explicarlo todo mediante la Fórmula única, y en ocasiones a la antigua unificación materialista/determinista en quiebra le sucede una neounificación espiritualista y librearbitrista a la vez inversa, contraria e idéntica.
La incertidumbre que nos llega del Cosmos es sin duda doble. Por una parte, existe una incertidumbre que depende de la transición actual, en la que la ciencia derriba un antiguo Cosmos y una antigua Realidad, sin haberlos sustituido todavía por un nuevo Cosmos y una nueva Realidad, y donde estamos todavía prisioneros de un modo de conocimiento simplificador que es necesario reformar y complejificar. Por otra parte, existe una incertidumbre profunda que no podrá ser resuelta, pues depende de los límites de nuestro entendimiento ante una realidad que lo excede por todas partes. De todos modos, si, bajo el efecto de nuevos descubrimientos y nuevas teorías, hace su aparición un nuevo Cosmos y una nueva Realidad, no será ya nunca un cosmos laplaciano, una máquina determinista perfecta, un movimiento perpetuo, un concepto simple.
Así, pues, en la incertidumbre profunda que establece el nuevo mundo, hemos adquirido un saber capital. En primer lugar, hemos aprendido que el hombre es íntegramente hijo del Cosmos; las partículas que constituyen sus átomos se formaron en los primeros segundos del Universo, sus átomos se forjaron en las furiosas entrañas de soles anteriores al nuestro, sus moléculas se reunieron en las convulsiones de nuestro planeta en gestación y, finalmente, sus macromoléculas se asociaron en los torbellinos de una «sopa primitiva» para formar el primer ser celular. El hombre, como todos los otros vivientes, es hijo y heredero de ese primer ser, el cual, multiplicado y transformado, continua viviendo en él. Por otra parte, este Cosmos misterioso, cuyos hijos somos íntegramente, no es ya una mecánica implacable animada por un movimiento perpetuo, no es ya sólo un espacio/tiempo anónimo, es un mundo singular, nacido de una fuente genésica inconcebible, donde la autoorganización y la complejificación, por minoritarias que sean, están en acción, y donde creación y destrucción están ligadas de manera complementaria y antagonista.
Más profundamente aún, el hombre es un ser vivo íntegramente. Como acabamos de indicar, el primer ser vivo, multiplicado y transformado, continua viviendo en él como en todo otro viviente. Desde Lamarck y Darwin hemos aprendido que somos la rama avanzada de una evolución animal procedente de los vertebrados, de los mamíferos, de los primates. A lo que es necesario añadir que continuamos siendo vertebrados, mamíferos y primates, y esto no sólo anatómica o fisiológicamente, sino también genéticamente, caracterialmente, cerebralmente, psicológicamente, e incluso sociológicamente. Sabemos, desde los trabajos de Leakey y de los prehistoriadores de los años 60-80, que el hombre no saltó bruscamente fuera del mundo natural, armado de sabiduría como Minerva, sino que se construyó en el curso de un proceso de hominización, que ha durado al menos tres millones de años, y en el que un pequeño bípedo dotado de un cerebro equivalente al de un chimpancé se desarrolló produciendo útiles, armas, lenguaje, cultura. Si el homo sapiens ha «sobrepasado» el orden estrictamente biológico al desarrollar conjuntamente la cultura, el lenguaje, el pensamiento, la conciencia, al mismo tiempo ha ensanchado la esfera de la vida a la cultura, al lenguaje, al pensamiento, a la conciencia.
Lo que nos hace falta comprender no es la cultura excluyendo la naturaleza, no es el espíritu excluyendo el cerebro; por el contrario, no podemos comprender nuestra nuturaleza si excluimos nuestra cultura, nuestro cerebro si excluimos nuestro espíritu; nos hace falta concebir la «unidualidad» compleja de nuestro ser natural-cultural, de nuestro cerebro- espíritu, nuestra realidad a la vez natural y metanatural, es decir: cosmo-físico-bio-antropo-sociológica.
Nos hace falta, pues, insistir en el doble arraigo del hombre, en el Cosmos físico y en la esfera viviente, al mismo tiempo que en su doble desarraigo con respecto al uno y a la otra. El hombre es a la vez plenamente físico y metafísico, plenamente natural y metanatural. Se ha vuelto extraño a aquello de lo que ha surgido y que, al mismo tiempo, continúa siéndole íntimo. La vida nació marginalmente en el mundo físico, y su desarrollo la ha marginalizado más; el hombre se marginalizó en el mundo biológico y su desarrollo lo ha marginalizado más. Su pensamiento, su conciencia, que le permiten conocer el mundo, lo alejan otro tanto de él. El hecho mismo de que pueda considerar racional y científicamente el Universo lo separa de él. Spencer Brown decía que si el Universo quisiera conocerse, entonces debería producir un pedúnculo cuya extremidad pudiese considerarlo a distancia. Pero, en este mismo movimiento, el pedúnculo se alejaría del Cosmos, y finalmente se alienaría de él en el acto mismo de conocimiento. Hace falta un cierto distanciamiento en el seno de este mundo para conocerlo. Esta fábula abstracta ilustra a su modo el estatuto del hombre en el universo: añadamos que para poder conocer el Universo, hace falta ser un monstruo cerebral y mental, como es el hombre.
El hombre ha desarrollado su técnica y ha establecido su Ley sobre el planeta Tierra. Pero en el momento en que accede al poder prometeico descubre que al mismo tiempo está destronado, descentrado, periferizado en el Universo. Ya no es el Elegido de los Dioses, la Imagen de Dios, el Rey del Universo; a lo sumo es el Gengis Jan de la periferia solar.
¿Qué ha llegado a ser el Universo para un hombre de hoy que descubre a través de las revistas y de la televisión lo que han descubierto las ciencias de la naturaleza? El Universo se ha desencantado y reencantado a la vez. Se ha desencantado puesto que está privado de genios, de hadas, de espíritus, de dioses, de Dios. Pero se ha reencantado porque ha llegado a ser autocreador a partir de una desintegración; porque, en la dispersión generalizada, están en acción heroicos procesos de agrupamiento, asociación, síntesis, autoorganización; porque en lo sucesivo es portador de un misterio insondable.
El Universo se ha reencantado igualmente porque la interrogación filosófica y la emoción poética, expulsadas por la ciencia clásica, se han vuelto a introducir a la zaga de la física y la cosmología contemporáneas, lo que ilustra el dicho de Novalis: «Toda ciencia se vuelve poesía una vez que se vuelve filosofía». En adelante, se puede invertir la fórmula romántica de Schlegel y decir «si quieres penetrar en la intimidad de la poesía, hazte iniciar en los misterios de la física» (él decía: «si quieres penetrar en la intimidad de la física, hazte iniciar en los misterios de la poesía»).
Sin embargo, ese Universo reencantado no es ya encantador. No es ya pura Armonía, Progreso ineluctable, mensaje de Salvación. Es, lo hemos visto, Orden y Desorden, Asociación y Antagonismo, Creación y Destrucción. Es trágico, portador de muerte en su nacimiento, rodeado por la nada, condenado quizá a disolverse hasta el infinito en polvo y escombro. No aporta ningún consuelo para el ser humano. Este, como el universo, está privado de centro, de fundamentos, de absoluto, está condenado a vagar, como el universo, entre lo real y lo irreal, lleva en sí una insondable Tragedia, como el universo, y está, como el universo, rodeado de noche y penetrado por la nada. Y es quizá porque sufre la tragedia y el destino del mundo por lo que el ser humano, animado por el odio a la muerte y la aspiración a la salvación, no puede ser más que extranjero y exiliado en un Cosmos que, a pesar de todo, está hologramáticamente presente en él.
Al mismo tiempo que la inaudita extrañeza del Cosmos nos hace extraños a él (aunque estemos en él y él esté inscrito en nosotros), a la inversa, tendemos a acercarnos a la Naturaleza, entendida ésta como la totalidad en lo sucesivo provincial, constituida por el planeta Tierra y su biosfera. Esta Naturaleza, que nos resulta cada vez más querida, no es más que un pequeño islote entre el fuego termonuclear de los astros y la gélida noche cósmica, pero este pequeño islote sigue siendo, a la escala del individuo y a la de la humanidad entera, una amplísima y envolvente placenta; sus virtudes matriciales y nutricias nos las revela la ciencia ecológica, así como las contaminaciones y destrucciones industriales. Por eso, en este Cosmos misterioso, maravilloso y terrible, reencontramos una Patria, el planeta Tierra, hábitat de nuestra errancia; reencontramos una Matria, la Biosfera, a la que estamos vinculados por una simbiosis orgánica de la que tomamos cada vez más conciencia. Sentimos que debemos convertirnos en pastores de la Naturaleza viviente, preservar su diversidad, guiar sus desarrollos; y, al mismo tiempo, descubrimos que, en el interior de nosotros mismos (genética y fenotípicamente), estamos pilotados inconscientemente por ella. He aquí, pues, la «nueva Alianza» que se dibuja ante nuestros ojos; es la nueva Alianza entre el hombre y esta Naturaleza. El hombre permanece en ella solitario, pero es solidario con ella. A la vez está separado y es simbiótico. La inteligencia, la conciencia, no hacen más que separarnos de la Naturaleza y de la Vida; también nos unen a ellas, a condición de que la fuente humana de sensibilidad y de amor esté bastante viva para iluminar la conciencia que las ilumina.
4. Dimisión o misión de la racionalidad
La nueva conciencia de lo real nos muestra los límites del entendimiento humano que choca con aporías infranqueables si quiere comprender en profundidad el origen, el fin, la textura de nuestro universo. Estos límites son los de la razón, que no podrá agotar el mundo en sus teorías. Por una parte, nuestra misma conciencia racional nos muestra que su peor enemigo no es lo irracional, sino el delirio lógico abstracto, nacido de su misma fuente, y que es la racionalización.
La racionalidad es limitada y frágil, Homo sapiens es también Homo demens; hay en él polos extremos, de locura y de sabiduría, pero no hay frontera entre el uno y el otro. La razón puede reconocer fácilmente el delirio de incoherencia, pero difícilmente el delirio de una coherencia abstracta. La razón ha podido volverse loca al dar la primacía a lo racional sobre lo real, al creer en la exacta identidad de lo racional y lo real, al autodeificarse. Nuestra historia es no solamente la de las conquistas de la razón, sino también la de sus cegueras, sus extravíos y su autodestrucción.
Después de tantas experiencias, podemos y debemos reconocer que la verdadera racionalidad es de naturaleza dialógica: es el diálogo entre lo lógico y lo empírico, diálogo que conlleva en su seno el diálogo entre lo racional y lo irracionalizable.
Esa racionalidad, que conlleva en sí misma la potencialidad de autocrítica y de autosuperación, constituye un tesoro vital para el espíritu humano. Pero para salvar y desarrollar la racionalidad, nos hace falta hacerla capaz de afrontar la complejidad, es decir, la multidimensionalidad, la incertidumbre, la contradicción, nos hace falta una segunda «nueva Alianza», esta vez entre el modo de conocimiento científico, que via observaciones, verificaciones, «falsaciones», mira hacia la objetividad, y el modo de conocimiento filosófico, propiamente reflexivo, que mira sobre todo a elucidar la relación entre el sujeto y el objeto del conocimiento.
En el alba del pensamiento filosófico, el hombre Esfinge surgió de la reflexión socrática, y no ha cesado de solicitar nuestra reflexión. El Universo Esfinge surge de la ciencia del siglo XX. El Universo Esfinge y el hombre Esfinge deben interrogarse entre sí. Como hemos señalado, las preguntas cosmológicas son también preguntas cognitivas, puesto que nos plantean el problema de las posibilidades y límites de nuestro conocimiento, y las preguntas cognitivas son asimismo preguntas no solamente ántroposociológicas, sino también bio-psico-cósmicas. Así, el conocimiento del conocimiento debe ser iluminado por el conocimiento de la naturaleza, como el conocimiento de la naturaleza debe ser iluminado por el conocimiento del conocimiento.
De todas formas, necesitamos admitir ese rasgo consustancial al Universo, a la realidad, a la vida, al hombre, a la razón, al conocimiento: el misterio. El enigma puede resolverse, el misterio no. De todas formas, no podemos extraer nuestra moral de la insensata esperanza en una Salvación terrestre o celeste. Nuestra moral sólo puede fundarse en sí misma, en nuestra aspiración a desarrollar lo mejor de nosotros mismos. Nuestra fraternidad debe ser, no la de los salvados, sino la de los condenados. Si, como dice el ecologísta Garrett Hardin, «no podemos ganar ni salir del juego», nos corresponde fijar las reglas de nuestro juego, y jugarlo.
No obstante, desde la mitad del siglo XIX, el segundo principio de la termodinámica degradaba este Orden-Rey; después, a comienzos del XX, la física cuántica lo minaba subterráneamente; y finalmente, en nuestro fin de siglo, todo el Universo construido por Copérnico, Galileo, Kepler, Newton, Laplace zozobraba con la destrucción de todo Centro del Mundo, la desintegración de toda sustancia elemental, el debilitamiento de la idea de realidad. Al mismo tiempo, ante nuestros ojos surge un nuevo, extraño y misterioso Cosmos.
1. Un nuevo Cosmos
Como se sabe, la puesta en evidencia de la dispersión de las galaxias (1930) y luego el descubrimiento de una radiación fósil proveniente de todos los horizontes del Universo (1965), han impuesto, en la mayoría de los astrónomos, la idea de un momento inicial, de naturaleza explosiva, llamado big bang, a partir del cual se habrían formado las partículas, cuyos encuentros habían formado los núcleos y después los átomos, y cuyas agregaciones habían engendrado las galaxias y los astros. La conjunción de las observaciones astronómicas y de las teorías microfísicas han permitido dar una visión coherente de la génesis, la organización y el devenir de este nuevo universo. Pero, para esto fue necesario (lo es siempre) aceptar la idea absurda, a la que sin embargo hemos sido racionalmente conducidos, del nacimiento del espacio, del tiempo, de la materia a partir del no-espacio, del no-tiempo, de la no-materia.
Este nuevo Cosmos funda, pues, su racionalidad sobre un absurdo. Mejor aún, se ha formado en el desorden y se ha organizado en una desintegración generalizada. Sin embargo, no es en modo alguno el Desorden-Rey el que a partir de ahora sucede al Orden destronado. Es una dialógica compleja (a la vez complementaria, concurrente y antagonista) entre Orden y Desorden, dialógica en la que interviene, desde la formación de los núcleos, átomos, galaxias, astros, otro término clave: la Organización.
Así, el Universo no es ya concebible según el único Principio soberano de Orden; debe ser concebido en y por los constreñimientos, leyes, áleas que determinan las interacciones entre sus elementos, es decir, según un Tetragrama constituido por el juego dialógico entre Orden/Desorden/Interacciones/Organización.
Privado de un Dios genésico, este nuevo Cosmos, una vez surgido ex vacuo, deviene autocreador y autoproductor, creando y produciendo profusamente núcleos, átomos, astros, galaxias. Privado de Centro, es a la vez policéntrico, acéntrico, dispersivo. Privado de Ley a priori, este Universo construye y diversifica sus propias leyes según las cuatro modalidades que regulan las interacciones entre sus elementos. Privado de Eternidad, este Cosmos evoluciona en el tiempo y todo lo que le concierne comporta un hic et nunc, es decir, una dimensión histórica.
El nuevo Cosmos no parece obedecer a un plan o programa de desarrollo. Al contrario, su orden y su organización se construyen a partir de una cuasi deflagración, en la agitación y la turbulencia, según encuentros aleatorios: unos, colisiones y choques; otros, colusiones y asociaciones. Según la distancia y la naturaleza de las entidades que se encuentran, las asociaciones físicas obedecen a las leyes gravitacionales, electromagnéticas, nucleares débiles y fuertes. Así nacen por miríadas entidades autoorganizadoras como son las galaxias, astros y átomos. Resulta notable que galaxias y astros se constituyan de modo torbellinesco, y que la forma menos incorrecta de representarse el átomo evoque al torbellino, es decir, un embuclamiento recursivo. De todas maneras, estas entidades se autoorganizan de modo recursivo, según el principio del «bucle» autoproductor (en que todo momento del proceso es a la vez producto y productor, efecto y causa), y mantienen su integridad y su constancia según el principio del bucle autorregulador.
Todo se constituye, hemos dicho, en el desorden, la turbulencia, la agitación, es decir, también en la dispersión, el despilfarro, la pérdida, la destrucción. Además, el segundo principio de la termodinámica parecía indicar, para los que estaban prisioneros de su concepción, que la tendencia irreversible del universo físico era la degradación y la desorganización.
Pero de hecho, según lo indicado, es desintegrándose como se organiza el cosmos, y es en la carrera hacia la dispersión (que no sabemos aún si es irreversible) como se autogenera la complejidad. De hecho, la organización de los astros-soles no sólo es de extrema complejidad, sino que además engendra complejidad química al producir en su seno átomos como los del carbono, constituyente indispensable de nuestras vidas.
Más allá de los átomos se constituyen las moléculas, después las macromoléculas gigantes y luego, finalmente, al menos sobre un pequeño planeta de un astro de aledaños, esta formidable organización de millones de macromoléculas que constituye la célula viva, de la que surgirán todas las complejidades vegetales y animales... Pero esta complejidad es minoritaria. Los Astros, al parecer, no representan más que una parte muy exigua de una materia dispersa por el Cosmos, la vida no es más que una delgada película en la superficie de nuestro planeta, y, hasta más amplia información, el hombre es el único ser consciente y pensante de este Mundo. Lo que plantea el siguiente problema: ¿La generación de la complejidad es el fin obstinadamente buscado, «querido» por la evolución cósmica (Teilhard)? El fantástico derroche que se realiza en la evolución física y luego viviente, ¿no sería más que el precio inevitable que hay que pagar para obtener esa complejificación (Reeves)? ¿O por el contrario, la complejificación no sería más que una desviación en el desastre generalizado de un Universo intrínseca y definitivamente trágico?
En cualquier caso, el nuevo Cosmos es evolutivo. La Historia, que al principio sólo era algo propio de las sociedades humanas, ha llegado a ser, en el siglo XIX, algo propio de la vida, y después, en el siglo XX, se ha extendido a la totalidad de nuestro Universo físico. En lo sucesivo, nada de lo que es cósmico, físico, biológico, humano puede concebirse, comprenderse y explicarse fuera del tiempo; nada, a no ser precisamente la fuente, el fundamento y el origen de nuestro Universo.
Aquí, todo gira en torno a una inaudita paradoja: nada hay fuera del tiempo, pero el tiempo no es todo. En el momento del triunfo generalizado de la Historia, es decir, de los acontecimientos y procesos inscritos en el espacio y el tiempo, el espacio y el tiempo se relativizan. La experiencia de Aspect (1981) confirma las implicaciones más sorprendentes de la física cuántica: hay, no solamente en el origen de nuestro universo, sino también en su transfondo o en su seno, un tipo de realidad profunda donde el Espacio y el Tiempo pierden su poder de separación y de distinción. De ahí que se llegue a la idea aparentemente mística, de hecho misteriosa, de que nuestro universo de distinciones y separaciones, de cosas y objetos, de tiempo y espacio, supone otro tipo de realidad necesaria a su realidad, y que no conoce ni separación, ni distinción, ni determinación. Es lo que d'Espagnat llama lo Real velado, Bohm el Orden implicado, y que nosotros podemos llamar ya sea vacío, si queremos indicar la ausencia de toda determinación positiva, ya sea caos, si queremos indicar la fuente indistinta que porta potencialmente en sí orden, desorden y organización. La irrupción de este misterio, indecible e indecidible, en el corazón de toda realidad, determina a la vez una crisis de lo real.
Si lo propio de la filosofía ha sido poner en crisis la idea de realidad, lo propio de la ciencia clásica fue, hasta comienzos de nuestro siglo, afirmarla y reforzarla. Ahora bien, son precisamente los desarrollos contemporáneos de la nueva física los que efectúan un debilitamiento de la idea de realidad. La noción de materia se relativiza en beneficio de la de energía, y se desustancializa relativamente: en primer lugar, la partícula aparecía en parte como corpúsculo (material) y en parte como onda (inmaterial); luego, las nuevas entidades de la microfísica, «quarks», «cuerdas» y «supercuerdas», no tienen ya ninguno de los caracteres por los que caracterizamos a los objetos. Más profundamente quizá, las entidades microfísicas parecen situarse entre lo posible y lo real, como si fuese la observación la que catalizara su realidad hic o nunc. La «realidad» cuántica está a medio camino entre nuestro tipo de realidad que comporta separaciones/distinciones en el espacio y el tiempo, y lo que acabamos de llamar caos (no ya desorden, sino ausencia de determinación y de distinción).
Por lo tanto, nos parece claro que nuestra realidad nace con la organización (construcción de entidades consistentes, más o menos estables, dotadas de cualidades y propiedades); así los átomos, las moléculas, los astros crean realidad al crear su realidad y nosotros creamos realidad al existir y vivir. Así lo real se crea y se recrea sin cesar, en tanto la autoproducción de las entidades organizadas y sobre todo autoorganizadoras determina ipso facto la autoproducción de la realidad. Aparentemente, la realidad humana sería la realidad suprema, pero, lo sabemos cada vez más, esta realidad comporta lo imaginario, el símbolo, el mito. También, se podría decir, la idea misma de lo real se encuentra minada y mitificada; más aún, lo que nos parece irreal constituye un ingrediente indispensable de nuestra realidad.
Ciertamente tenemos un nuevo Cosmos plenamente físico, plenamente real y que comporta necesariamente Orden. Pero este Cosmos ha perdido sus antiguos fundamentos: tras haber perdido a Dios, ha perdido el Orden perfecto (sinónimo o seudónimo laico de Dios), ha perdido incluso, en sus infraestructuras físicas, la sustancialidad de lo real.
Este Cosmos nace de lo inconcebible, está fundado sobre lo insondable. Es Uno y ha estallado. Se destruye construyéndose, se construye destruyéndose. Lleva aporéticamente en sí los términos antagonistas de determinación e indeterminación, distinción e indistinción, realidad e irrealidad. Es cada vez mejor elucidado y explicado en sus texturas y procesos, pero todas estas explicaciones conducen a las puertas de lo inexplicable.
Por lo tanto, las nociones de insondable, inconcebible, inexplicable nos plantean el problema crítico de las posibilidades y los límites de nuestro entendimiento. El problema cosmofísico se convierte al mismo tiempo en el problema del conocimiento humano: se conecta, entonces, al problema filosófico radicalmente planteado por Kant al mismo tiempo que al nuevo problema que exploran las ciencias cognitivas.
2. El retorno de la Naturaleza
Cuando el Cosmos se torna extraño, misterioso, gélido en sus espacios, ardiente y explosivo en sus astros, terrorífico en sus agujeros negros que beben su propia luz, asistimos a la resurrección de una Naturaleza orgánica, compleja, matricial, nutricia y placentaria, que envuelve al hombre a la vez que está en su interior. Esta Naturaleza había sido expulsada de la ciencia como fantasía romántica, para dar paso a los terrenos, medios, organismos, genes; sólo permanecía como «natural» la cruel selección que elimina al débil en beneficio del fuerte.
Esta Naturaleza parecía definitivamente desintegrada aunque, desde finales del siglo XIX, Haeckel había creado la ciencia ecológica (1866). Pero fue necesario esperar a la mitad de nuestro siglo para que, con la noción clave de ecosistema (1935) y luego, englobando los ecosistemas, con la noción de biosfera, resucitara la Naturaleza como totalidad viviente, compleja, que se autoorganiza y se autorregula en y mediante las interacciones entre todos los seres vivos situados en un biotopo (medio físico).
Esta Naturaleza que retorna bajo la cobertura de la ciencia ecológica se ha provincializado considerablemente en comparación con la antigua Naturaleza cuasicósmica. A lo sumo se limita a la biosfera, que recubre y envuelve al pequeño planeta Tierra; pero esta misma provincialización acrecienta su carácter placentario, nutricio, matricial.
La biosfera no es sino la suma de todos los fenómenos vivientes. Emerge de las interacciones entre estos fenómenos para constituirse como totalidad que retroactúa sobre sus constituyentes y que se autorregula «naturalmente», como indica con fuerza «la hipótesis Gaia» de Lovelock. Más aún quizá: no es sólo la biosfera, es el planeta Tierra en su realidad geofísica misma el que puede ser considerado de alguna manera como un «ser vivo», según la expresión de Claude Allègre, quien, en un bellísimo libro, sintetiza los logros que permiten constituir hoy la ciencia de un sistema autoorganizador al que llamamos Tierra.
A decir verdad, esto no contradice la visión del Cosmos que anteriormente hemos avanzado, puesto que hemos subrayado ahí que la autoproducción, la autoorganización y la autorregulación son los rasgos constitutivos de los sistemas astrales. La originalidad del planeta Tierra, pequeño elemento de un sistema solar, es que haya sido y siga siendo fuente de vida bajo la irradiación nutricia de su Sol. Así se constituyó, sobre la Tierra, una Naturaleza fuera de la cual todo resulta mortífero para lo viviente, aunque la existencia de esta Naturaleza terrestre sea inseparable de la galaxia y más ampliamente del misterioso Cosmos del que es una minúscula parte.
3. Hombre, Naturaleza, Universo
El antiguo Cosmos asignaba al hombre su puesto en el Todo y daba un sentido a su vida. El nuevo Cosmos no sólo retira a Dios su gobierno y al hombre su elección, sino que aporta, ante todo, una incertidumbre fundamental sobre el mundo y sobre el hombre.
Esta incertidumbre procede, en primer lugar, de la naturaleza de ese Cosmos, del que no se sabe ni de dónde y por qué ha surgido ni adónde va. Esta primera incertidumbre concierne de golpe al sentido de la aventura humana. ¿Va el mundo hacia la muerte fría como lo anunciaba Clausius? ¿Va hacia la dispersión indefinida, o al contrario, al menos si dispone de una densidad de materia suficiente, va a reconcentrarse? La primera hipótesis nos dirige ineluctablemente hacia la nada, la segunda hacia una especie de eterno recomienzo. De todas formas, sabemos lo suficiente como para estar convencidos de que, salvo migración hacia otros mundos, la muerte del sol, prevista para dentro de cuatro mil millones de años, aniquilará mucho antes toda vida terrestre. Por tanto, el horizonte de la aventura humana, lejano o próximo según se entienda a escala del tiempo individual o a la del tiempo cósmico, es la Nada.
Una segunda incertidumbre profunda afecta al origen de la vida, y repercute sobre su sentido. Aquí, el debate está abierto desde que la revolución biológica de los años 50-60 reveló la originalidad, la singularidad y la fabulosa complejidad de la organización viviente. Hoy, las dos hipótesis, la pesimista y la optimista, tienen igualmente sus argumentos y sus defensores. La primera hipótesis hace del nacimiento de lo viviente un acontecimiento inaudito, único en el cosmos, teniendo en cuenta: a) la extrema improbabilidad para que puedan combinarse espontáneamente algunas miríadas de macromoléculas de aminoácidos y de ácidos nucleicos para constituir una organización computante/informacional capaz de regenerarse, nutrirse, reproducirse; b) el carácter único del código genético para todos los seres vivos, lo que supone un ancestro común; c) la ausencia de toda huella o signo de vida en el universo.
A esto se oponen los argumentos optimistas: a) se ha podido detectar en el cosmos y experimentar en laboratorio la formación de macromoléculas necesarias para la vida; b) conocemos demasiado poco el universo para concluir que esté desprovisto de vida y privado de inteligencia, y hoy nada prohibe pensar que algunos fenómenos OVNI sean debidos a la presencia de viajeros del espacio o incluso del tiempo; c) existen ya organizaciones físicas extremadamente complejas (astros, átomos, macromoléculas) y procesos de complejificación que están operando desde el origen del universo; d) la termodinámica prigoginiana nos muestra cómo agitaciones que tienden hacia la turbulencia pueden conducir de hecho a organizaciones de tipo torbellinesco (recursivo, autoorganizador); por ello, la formación de las primeras entidades vivas depende no del azar improbabilísimo de los encuentros químicos, sino también de las condiciones menos improbables de autoorganización torbellinesca; e) todo esto converge para inscribir el nacimiento de la vida y luego la evolución biológica en el gran proceso de autoorganización y complejificación del universo.
Se ve bien el envite del debate. En la primera hipótesis, la vida depende de un increíble azar y el hombre es un absoluto extranjero en un Universo que no le comprende y al que él no comprende. En la segunda hipótesis, la vida está en la vanguardia de la evolución complejificadora y el hombre es la cabeza investigadora del cosmos. Sin embargo, incluso en esta versión optimista, la vida sigue siendo minoritaria y desviante en el universo, el hombre sigue siendo minoritario y desviante en la minoría viviente, y todo parece destinado a la nada final. Ciertamente, el interés del «principio antrópico», formulado por diversos astrofísicos, entre ellos Brandon Carter, está en que nos obliga a concebir un Universo que en su principio y en su origen comportaría la posibilidad de la vida, del pensamiento y de la conciencia. Pero posibilidad no es ni necesidad ni probabilidad. No podemos, pues, estar seguros de que el desarrollo humano lleve en sí el sentido de la evolución cósmica, ni de que la plenitud del hombre sea el fin buscado por el Universo, ni de que haya algo más allá de la Nada.
Persiste, pues, una doble incertidumbre fundamental, que afecta mutuamente al Universo y al hombre.
De todos modos, se produce el hundimiento de toda esperanza de legitimar al Universo mediante la lógica humana, así como de legitimar lógicamente al hombre por su puesto o su misión en el Universo. El hombre no da un sentido evidente al Universo, el cual no da un sentido evidente al hombre. Ni siquiera podemos pensar que el hombre sea un animal absurdo en un universo racional: más bien podríamos pensar que, aunque la racionalidad humana se haya mostrado capaz de descifrar y de elucidar enigmas aparentemente herméticos del Universo, este Universo permanece absurdo, puesto que está, para esa misma racionalidad, privado de causa, de sentido y de finalidad. El hombre no puede ya fundarse sobre el universo y el universo no puede ya fundarse sobre el hombre. Sin embargo, como vamos ver, no son absolutamente extraños el uno al otro, y uno y otro llevan en sí una mezcla de racionalidad y de irracionalidad.
Hay, pues, una gran oquedad allí mismo donde había fundamento; es decir, que no hay ya fundamento. Es en esta fantástica depresión ciclónica del conocimiento humano, nacida de los progresos de este mismo conocimiento, donde van a precipitarse las interrogantes más intrépidas, las especulaciones más audaces (como la idea de un Bi-Universo con dos vertientes,la una de materia, la otra de antimateria; la idea de un Pluri-Universo que se ramifica sin cesar; la idea de un Universo hipercomputadora; la idea de un Universo recursivo donde el futuro retroactúa sobre su origen y su pasado; etc.); pero también las palabras maestras más simplistas, las místicas más ingenuas. Ante la defección casi general de los filósofos profesionales, cuyo desprecio (comprensible) hacia el cientismo y el positivismo descuida la prodigiosa fuente de información y de reflexión que es el conocimiento científico, son los científicos quienes se hacen filósofos salvajes e intentan comprender. Pero con frecuencia el defecto de su voluntad de comprender está en querer explicarlo todo mediante la Fórmula única, y en ocasiones a la antigua unificación materialista/determinista en quiebra le sucede una neounificación espiritualista y librearbitrista a la vez inversa, contraria e idéntica.
La incertidumbre que nos llega del Cosmos es sin duda doble. Por una parte, existe una incertidumbre que depende de la transición actual, en la que la ciencia derriba un antiguo Cosmos y una antigua Realidad, sin haberlos sustituido todavía por un nuevo Cosmos y una nueva Realidad, y donde estamos todavía prisioneros de un modo de conocimiento simplificador que es necesario reformar y complejificar. Por otra parte, existe una incertidumbre profunda que no podrá ser resuelta, pues depende de los límites de nuestro entendimiento ante una realidad que lo excede por todas partes. De todos modos, si, bajo el efecto de nuevos descubrimientos y nuevas teorías, hace su aparición un nuevo Cosmos y una nueva Realidad, no será ya nunca un cosmos laplaciano, una máquina determinista perfecta, un movimiento perpetuo, un concepto simple.
Así, pues, en la incertidumbre profunda que establece el nuevo mundo, hemos adquirido un saber capital. En primer lugar, hemos aprendido que el hombre es íntegramente hijo del Cosmos; las partículas que constituyen sus átomos se formaron en los primeros segundos del Universo, sus átomos se forjaron en las furiosas entrañas de soles anteriores al nuestro, sus moléculas se reunieron en las convulsiones de nuestro planeta en gestación y, finalmente, sus macromoléculas se asociaron en los torbellinos de una «sopa primitiva» para formar el primer ser celular. El hombre, como todos los otros vivientes, es hijo y heredero de ese primer ser, el cual, multiplicado y transformado, continua viviendo en él. Por otra parte, este Cosmos misterioso, cuyos hijos somos íntegramente, no es ya una mecánica implacable animada por un movimiento perpetuo, no es ya sólo un espacio/tiempo anónimo, es un mundo singular, nacido de una fuente genésica inconcebible, donde la autoorganización y la complejificación, por minoritarias que sean, están en acción, y donde creación y destrucción están ligadas de manera complementaria y antagonista.
Más profundamente aún, el hombre es un ser vivo íntegramente. Como acabamos de indicar, el primer ser vivo, multiplicado y transformado, continua viviendo en él como en todo otro viviente. Desde Lamarck y Darwin hemos aprendido que somos la rama avanzada de una evolución animal procedente de los vertebrados, de los mamíferos, de los primates. A lo que es necesario añadir que continuamos siendo vertebrados, mamíferos y primates, y esto no sólo anatómica o fisiológicamente, sino también genéticamente, caracterialmente, cerebralmente, psicológicamente, e incluso sociológicamente. Sabemos, desde los trabajos de Leakey y de los prehistoriadores de los años 60-80, que el hombre no saltó bruscamente fuera del mundo natural, armado de sabiduría como Minerva, sino que se construyó en el curso de un proceso de hominización, que ha durado al menos tres millones de años, y en el que un pequeño bípedo dotado de un cerebro equivalente al de un chimpancé se desarrolló produciendo útiles, armas, lenguaje, cultura. Si el homo sapiens ha «sobrepasado» el orden estrictamente biológico al desarrollar conjuntamente la cultura, el lenguaje, el pensamiento, la conciencia, al mismo tiempo ha ensanchado la esfera de la vida a la cultura, al lenguaje, al pensamiento, a la conciencia.
Lo que nos hace falta comprender no es la cultura excluyendo la naturaleza, no es el espíritu excluyendo el cerebro; por el contrario, no podemos comprender nuestra nuturaleza si excluimos nuestra cultura, nuestro cerebro si excluimos nuestro espíritu; nos hace falta concebir la «unidualidad» compleja de nuestro ser natural-cultural, de nuestro cerebro- espíritu, nuestra realidad a la vez natural y metanatural, es decir: cosmo-físico-bio-antropo-sociológica.
Nos hace falta, pues, insistir en el doble arraigo del hombre, en el Cosmos físico y en la esfera viviente, al mismo tiempo que en su doble desarraigo con respecto al uno y a la otra. El hombre es a la vez plenamente físico y metafísico, plenamente natural y metanatural. Se ha vuelto extraño a aquello de lo que ha surgido y que, al mismo tiempo, continúa siéndole íntimo. La vida nació marginalmente en el mundo físico, y su desarrollo la ha marginalizado más; el hombre se marginalizó en el mundo biológico y su desarrollo lo ha marginalizado más. Su pensamiento, su conciencia, que le permiten conocer el mundo, lo alejan otro tanto de él. El hecho mismo de que pueda considerar racional y científicamente el Universo lo separa de él. Spencer Brown decía que si el Universo quisiera conocerse, entonces debería producir un pedúnculo cuya extremidad pudiese considerarlo a distancia. Pero, en este mismo movimiento, el pedúnculo se alejaría del Cosmos, y finalmente se alienaría de él en el acto mismo de conocimiento. Hace falta un cierto distanciamiento en el seno de este mundo para conocerlo. Esta fábula abstracta ilustra a su modo el estatuto del hombre en el universo: añadamos que para poder conocer el Universo, hace falta ser un monstruo cerebral y mental, como es el hombre.
El hombre ha desarrollado su técnica y ha establecido su Ley sobre el planeta Tierra. Pero en el momento en que accede al poder prometeico descubre que al mismo tiempo está destronado, descentrado, periferizado en el Universo. Ya no es el Elegido de los Dioses, la Imagen de Dios, el Rey del Universo; a lo sumo es el Gengis Jan de la periferia solar.
¿Qué ha llegado a ser el Universo para un hombre de hoy que descubre a través de las revistas y de la televisión lo que han descubierto las ciencias de la naturaleza? El Universo se ha desencantado y reencantado a la vez. Se ha desencantado puesto que está privado de genios, de hadas, de espíritus, de dioses, de Dios. Pero se ha reencantado porque ha llegado a ser autocreador a partir de una desintegración; porque, en la dispersión generalizada, están en acción heroicos procesos de agrupamiento, asociación, síntesis, autoorganización; porque en lo sucesivo es portador de un misterio insondable.
El Universo se ha reencantado igualmente porque la interrogación filosófica y la emoción poética, expulsadas por la ciencia clásica, se han vuelto a introducir a la zaga de la física y la cosmología contemporáneas, lo que ilustra el dicho de Novalis: «Toda ciencia se vuelve poesía una vez que se vuelve filosofía». En adelante, se puede invertir la fórmula romántica de Schlegel y decir «si quieres penetrar en la intimidad de la poesía, hazte iniciar en los misterios de la física» (él decía: «si quieres penetrar en la intimidad de la física, hazte iniciar en los misterios de la poesía»).
Sin embargo, ese Universo reencantado no es ya encantador. No es ya pura Armonía, Progreso ineluctable, mensaje de Salvación. Es, lo hemos visto, Orden y Desorden, Asociación y Antagonismo, Creación y Destrucción. Es trágico, portador de muerte en su nacimiento, rodeado por la nada, condenado quizá a disolverse hasta el infinito en polvo y escombro. No aporta ningún consuelo para el ser humano. Este, como el universo, está privado de centro, de fundamentos, de absoluto, está condenado a vagar, como el universo, entre lo real y lo irreal, lleva en sí una insondable Tragedia, como el universo, y está, como el universo, rodeado de noche y penetrado por la nada. Y es quizá porque sufre la tragedia y el destino del mundo por lo que el ser humano, animado por el odio a la muerte y la aspiración a la salvación, no puede ser más que extranjero y exiliado en un Cosmos que, a pesar de todo, está hologramáticamente presente en él.
Al mismo tiempo que la inaudita extrañeza del Cosmos nos hace extraños a él (aunque estemos en él y él esté inscrito en nosotros), a la inversa, tendemos a acercarnos a la Naturaleza, entendida ésta como la totalidad en lo sucesivo provincial, constituida por el planeta Tierra y su biosfera. Esta Naturaleza, que nos resulta cada vez más querida, no es más que un pequeño islote entre el fuego termonuclear de los astros y la gélida noche cósmica, pero este pequeño islote sigue siendo, a la escala del individuo y a la de la humanidad entera, una amplísima y envolvente placenta; sus virtudes matriciales y nutricias nos las revela la ciencia ecológica, así como las contaminaciones y destrucciones industriales. Por eso, en este Cosmos misterioso, maravilloso y terrible, reencontramos una Patria, el planeta Tierra, hábitat de nuestra errancia; reencontramos una Matria, la Biosfera, a la que estamos vinculados por una simbiosis orgánica de la que tomamos cada vez más conciencia. Sentimos que debemos convertirnos en pastores de la Naturaleza viviente, preservar su diversidad, guiar sus desarrollos; y, al mismo tiempo, descubrimos que, en el interior de nosotros mismos (genética y fenotípicamente), estamos pilotados inconscientemente por ella. He aquí, pues, la «nueva Alianza» que se dibuja ante nuestros ojos; es la nueva Alianza entre el hombre y esta Naturaleza. El hombre permanece en ella solitario, pero es solidario con ella. A la vez está separado y es simbiótico. La inteligencia, la conciencia, no hacen más que separarnos de la Naturaleza y de la Vida; también nos unen a ellas, a condición de que la fuente humana de sensibilidad y de amor esté bastante viva para iluminar la conciencia que las ilumina.
4. Dimisión o misión de la racionalidad
La nueva conciencia de lo real nos muestra los límites del entendimiento humano que choca con aporías infranqueables si quiere comprender en profundidad el origen, el fin, la textura de nuestro universo. Estos límites son los de la razón, que no podrá agotar el mundo en sus teorías. Por una parte, nuestra misma conciencia racional nos muestra que su peor enemigo no es lo irracional, sino el delirio lógico abstracto, nacido de su misma fuente, y que es la racionalización.
La racionalidad es limitada y frágil, Homo sapiens es también Homo demens; hay en él polos extremos, de locura y de sabiduría, pero no hay frontera entre el uno y el otro. La razón puede reconocer fácilmente el delirio de incoherencia, pero difícilmente el delirio de una coherencia abstracta. La razón ha podido volverse loca al dar la primacía a lo racional sobre lo real, al creer en la exacta identidad de lo racional y lo real, al autodeificarse. Nuestra historia es no solamente la de las conquistas de la razón, sino también la de sus cegueras, sus extravíos y su autodestrucción.
Después de tantas experiencias, podemos y debemos reconocer que la verdadera racionalidad es de naturaleza dialógica: es el diálogo entre lo lógico y lo empírico, diálogo que conlleva en su seno el diálogo entre lo racional y lo irracionalizable.
Esa racionalidad, que conlleva en sí misma la potencialidad de autocrítica y de autosuperación, constituye un tesoro vital para el espíritu humano. Pero para salvar y desarrollar la racionalidad, nos hace falta hacerla capaz de afrontar la complejidad, es decir, la multidimensionalidad, la incertidumbre, la contradicción, nos hace falta una segunda «nueva Alianza», esta vez entre el modo de conocimiento científico, que via observaciones, verificaciones, «falsaciones», mira hacia la objetividad, y el modo de conocimiento filosófico, propiamente reflexivo, que mira sobre todo a elucidar la relación entre el sujeto y el objeto del conocimiento.
En el alba del pensamiento filosófico, el hombre Esfinge surgió de la reflexión socrática, y no ha cesado de solicitar nuestra reflexión. El Universo Esfinge surge de la ciencia del siglo XX. El Universo Esfinge y el hombre Esfinge deben interrogarse entre sí. Como hemos señalado, las preguntas cosmológicas son también preguntas cognitivas, puesto que nos plantean el problema de las posibilidades y límites de nuestro conocimiento, y las preguntas cognitivas son asimismo preguntas no solamente ántroposociológicas, sino también bio-psico-cósmicas. Así, el conocimiento del conocimiento debe ser iluminado por el conocimiento de la naturaleza, como el conocimiento de la naturaleza debe ser iluminado por el conocimiento del conocimiento.
De todas formas, necesitamos admitir ese rasgo consustancial al Universo, a la realidad, a la vida, al hombre, a la razón, al conocimiento: el misterio. El enigma puede resolverse, el misterio no. De todas formas, no podemos extraer nuestra moral de la insensata esperanza en una Salvación terrestre o celeste. Nuestra moral sólo puede fundarse en sí misma, en nuestra aspiración a desarrollar lo mejor de nosotros mismos. Nuestra fraternidad debe ser, no la de los salvados, sino la de los condenados. Si, como dice el ecologísta Garrett Hardin, «no podemos ganar ni salir del juego», nos corresponde fijar las reglas de nuestro juego, y jugarlo.
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Este artículo apareció en: A. Jacob (ed.), L'univers philosophique, tomo I de la Encyclopédie philosophique universelle. París, Presses Universitaires de France, 1991 (2ª edición; 1ª de 1989), páginas 384-388. Agradecemos a Edgar Morin su amable autorización para traducir y publicar este texto. Traducción y resumen de José Luis Solana Ruiz, becario de investigación del Ministerio de Educación y Ciencia, Universidad de Granada.
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Resumen
La relación ántropo-bio-cósmica
La concepción newtoniana-laplaciana de un universo mecanicista regido por el orden absoluto ha sido sustituida por la de un cosmos autoorganizador, resultado de la dialógica compleja entre orden y desorden; por otra parte, las nociones de ecosistema y de biosfera dibujan una nueva imagen de la Naturaleza. Morin analiza las repercusiones que para la antropología tienen estas nuevas ideas científicas sobre la biosfera y el cosmos. El hombre pertenece íntegramente al cosmos y al reino de lo viviente, pero, al desarrollar el reino de la cultura, los «sobrepasa» y se desarraiga de ellos. Así, el hombre es plenamente biofísico y metafísico y lo que hay que comprender, evitando cualquier reduccionismo, es esta «unidualidad» compleja de nuestro ser a la vez natural y metanatural. Muestra las incertidumbres que sobre el origen, sentido y fundamentación del hombre, de la vida y del conocimiento plantean la naturaleza incierta y aporética del nuevo Cosmos, y termina abogando por una racionalidad autocrítica que evite las racionalizaciones y que sea capaz de establecer un diálogo continuo con lo empírico, lo irracionalizable, la incertidumbre y el misterio.
© Edgar Morin
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Edgar Morin. Director Honorario de Investigaciones del CNRS, París, Francia.
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Este artículo apareció en: A. Jacob (ed.), L'univers philosophique, tomo I de la Encyclopédie philosophique universelle. París, Presses Universitaires de France, 1991 (2ª edición; 1ª de 1989), páginas 384-388. Agradecemos a Edgar Morin su amable autorización para traducir y publicar este texto. Traducción y resumen de José Luis Solana Ruiz, becario de investigación del Ministerio de Educación y Ciencia, Universidad de Granada.
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Resumen
La relación ántropo-bio-cósmica
La concepción newtoniana-laplaciana de un universo mecanicista regido por el orden absoluto ha sido sustituida por la de un cosmos autoorganizador, resultado de la dialógica compleja entre orden y desorden; por otra parte, las nociones de ecosistema y de biosfera dibujan una nueva imagen de la Naturaleza. Morin analiza las repercusiones que para la antropología tienen estas nuevas ideas científicas sobre la biosfera y el cosmos. El hombre pertenece íntegramente al cosmos y al reino de lo viviente, pero, al desarrollar el reino de la cultura, los «sobrepasa» y se desarraiga de ellos. Así, el hombre es plenamente biofísico y metafísico y lo que hay que comprender, evitando cualquier reduccionismo, es esta «unidualidad» compleja de nuestro ser a la vez natural y metanatural. Muestra las incertidumbres que sobre el origen, sentido y fundamentación del hombre, de la vida y del conocimiento plantean la naturaleza incierta y aporética del nuevo Cosmos, y termina abogando por una racionalidad autocrítica que evite las racionalizaciones y que sea capaz de establecer un diálogo continuo con lo empírico, lo irracionalizable, la incertidumbre y el misterio.
© Edgar Morin