"La filosofía no es el arte de consolar a los tontos ... su única tarea es la búsqueda de la verdad y destruir prejuicios."

Sobre la realidad



La realidad y nuestra percepción acerca de ella
Luis Martínez Negrete

Hablamos a cada rato de lo real, y rápidamente llegamos a la conclusión de que lo que percibimos de nuestro entorno es lo que llamamos “real”. Hablamos de los sólidos, y con toda naturalidad afirmamos cosas como “Esa tabla es sólida”, sin darnos cuenta de que nuestro concepto de lo sólido es solo una ilusión, pues la tabla está formada por átomos que están huecos. Claro que no podemos ver al átomo, pues este mide 10_10 m, en tanto que su núcleo es de 10_15 m, es decir, 100 mil veces más pequeño que el átomo.

Estos numeritos son tan pequeños que no los comprendemos fácilmente, pero podemos hacer una analogía para darnos una mejor idea. Si el núcleo del átomo fuera del tamaño de una toronja de cinco centímetros de radio, el radio del átomo mediría cinco kilómetros, de modo que ese átomo sería como una esfera hueca de cinco kilómetros de radio con una bolita en el centro de cinco centímetros de radio, y los electrones estarían girando a cinco kilómetros de distancia de esa bolita. La esfera tendría entonces diez kilómetros de diámetro. Si estuviera depositada en un lugar tropical, a una temperatura de 40 °C, el tope de la esfera sería más alto que el monte Everest, tendría una temperatura de –25 °C y casi no habría oxígeno para respirar. La masa de esa gigantesca esfera hueca es otro asunto interesante, pues 99.98% de su masa se encontraría en la bolita de cinco centímetros de radio que está en su centro.

Pensemos ahora en el átomo de hidrógeno, que es el más simple. Siguiendo con el modelo de la esfera de diez kilómetros de diámetro, el átomo de hidrógeno consistiría de la bolita de cinco centímetros en el centro, y una pelotita más chica que una munición estaría a cinco kilómetros de distancia... y no habría nada, absolutamente nada, entre la bolita y la munición. En otras palabras, la “esfera” está hueca. Ni siquiera sería como un globo porque el globo tiene una superficie de látex que le da la forma esférica y contiene aire en su interior, mientras que ese átomo no tiene nada. Está vacío. Ni siquiera tiene el aire del globo.

Un átomo de los grandotes, como el uranio por ejemplo, tendría 238 municiones (en lugar de sólo una que tiene el hidrógeno) girando a cinco kilómetros de distancia, y el núcleo sería como una pelota de basquetbol, tan vacía como la del hidrógeno. Podemos concebir que en esa enorme esfera de diez kilómetros de diámetro, las 238 municiones diminutas repartidas alrededor de la esfera ni siquiera podrían verse, pues no podemos ver una munición a cinco kilómetros de distancia.

Así es toda la materia: llena de espacios vacíos. La ilusión de lo “sólido” es sólo eso, una ilusión perceptual nuestra que no coincide con la realidad del átomo, cuya existencia fue concebida por Demócrito cientos de años antes del nacimiento de Cristo. Claro que Demócrito nada sabía de la existencia de los electrones ni de un núcleo con protones y neutrones, pero él conjeturó que la materia no podía ser infinitamente divisible, cosa que el mundo ignoró durante 25 siglos.

Si la solidez es una ilusión perceptual, entonces ¿por qué la luz no puede atravesar una tabla de un centímetro de espesor?, ¿o de medio centímetro?, ¿o de un milímetro? Esto se debe a que los millones de átomos que hay en la tabla están distribuidos en forma desordenada. Y son tantos millones que la luz chocará seguramente con muchos de esos átomos y será reflejada, lo que, por cierto, hace posible que podamos ver aquélla. En cambio, en un cristal los átomos están distribuidos en una estructura ordenada y simétrica, de manera que una gran parte del haz luminoso puede atravesarlo sin chocar contra ningún átomo, aunque parte del haz sí lo hace, reflejándose después. Sin embargo, un vidrio de un metro de espesor ya no permite el paso de la luz porque ya son demasiados los átomos, y, aunque estos estén ordenados, los choques (y la reflexión de la luz) muy probablemente ocurrirán.

El caso inverso también es cierto. Una tabla de madera suficientemente delgada dejaría pasar la luz pese a que sus átomos estén desordenados, porque el número de ellos no sería suficiente para detener todo el haz de luz. Claro que la imagen percibida por nosotros no sería igual a la imagen clara que percibimos cuando vemos a través de un vidrio limpio. Sólo detectaríamos una luz difusa y algo de color.

Regresando a la tabla de un centímetro de espesor, la luz visible es la que no puede atravesar la tabla; pero si la frecuencia de la luz se incrementa lo suficiente y la empleamos en la forma de rayos gama, por ejemplo, esa luz puede fácilmente atravesar no sólo la tabla de madera sino una de acero. Por supuesto que no es posible percibir esa frecuencia de luz con nuestro sentido de la vista, pero ello se debe a que nuestra visión está diseñada para procesar la luz que nos envía el sol, que tiene una frecuencia mucho menor. La luz de alta frecuencia tiene una energía bastante mayor que la luz visible ya que es proporcional a la frecuencia, pero es “tan luz” como la luz visible. Es, pues, el mismo fenómeno.

La luz es una onda electromagnética que puede ser infrarroja, visible o ultravioleta, consistir de rayos x o rayos gama, según la frecuencia o energía del haz de luz. Tiene diferentes nombres según su frecuencia, pero es exactamente el mismo fenómeno: una onda electromagnética. Haciendo una analogía con el sonido, sería como si a los sonidos muy agudos se les llamara “sonidos gama”, y a los muy graves “sonido infrarrojo”. El sonido sigue siendo el mismo fenómeno: una onda mecánica, una ola de aire.

La luz con una frecuencia intermedia, como la que tienen los rayos x, atraviesa a un cuerpo humano, con excepción de los huesos, que son más densos; hay más átomos que la absorben, y por eso funcionan las radiografías, que muestran zonas oscuras debidas a los huesos, y zonas blancas, que son el tejido blando que esa luz no tiene problema en atravesar. En cambio, si se usa una luz de mayor frecuencia, atravesará a todo el cuerpo y no se obtendrá por lo tanto ninguna imagen. Estas ondas son de una frecuencia tan alta que difícilmente se alteran con algo porque tienen una enorme energía, una frecuencia formidable y una longitud de onda en extremo pequeña, que es lo que se requiere para ver a un átomo, o, mejor dicho, para detectar a un átomo con algún instrumento, porque nuestra vista es ciega ante tales frecuencias.

El color… Cuando un haz de luz choca con un átomo, la energía de la luz es absorbida por el átomo, que se altera aumentando su energía a un nivel mayor. Esa energía adicional lo desestabiliza por un instante, por lo que el átomo tiende a regresar a su estado normal emitiendo en forma de luz la energía adicional que recibió. La luz emitida tiene una cierta frecuencia, que depende del átomo en cuestión y de la luz que chocó contra él. Cuando un haz de luz incide sobre una tabla de madera, ese proceso ocurrirá con millones de átomos, y las frecuencias emitidas por ellos serán diferentes para cada átomo, pero estarán agrupadas a ambos lados de una frecuencia promedio, por lo que, cuando incide sobre nuestros ojos, nos produce la sensación de “color café”. El término “color café” es muy vago e impreciso porque no estamos diciendo absolutamente nada acerca de la frecuencia de esa luz reflejada, como ocurre con el sonido, para el cual sí podemos afirmar “es un la”, y por tanto tiene una frecuencia de 440 hertzios. El color café no es monocromático, es decir, no está definido por una sola frecuencia sino por una distribución de frecuencias, como ocurre cuando escuchamos un sonido de 220 ciclos por segundo (la nota “la”) tocado por un piano, donde los armónicos de ese instrumento musical producen una distribución de muchas frecuencias, que son múltiplos enteros de 220. En otras palabras, habrá una onda de 220 ciclos, la siguiente tendrá 440 (“la”), la siguiente 660 ciclos (“mi”), etcétera.

Ahora bien, la distribución de las intensidades de esas ondas, que se llaman “armónicos”, es diferente para cada instrumento musical, y es precisamente esa distribución de intensidades la que nos hace posible distinguir entre el sonido de un piano y de un violín, aunque toquen la misma nota. El tono telefónico de marcar es el mismo “la” de 440 ciclos, pero como no es generado por un instrumento musical acústico sino electrónicamente, no tiene armónicos (es monocromático), y por ende es un sonido pobre, monótono y hasta enervante.

Algo parecido ocurre con la luz solar, que contiene todas las frecuencias visibles para nosotros, y algunas más que no detectamos; de manera que al incidir sobre los objetos se obtienen respuestas en todo el rango de frecuencias que podemos ver, que por cierto ni siquiera llega a una octava. El color es entonces una propiedad de los átomos de la materia, pero también depende del haz de luz que se emplee para iluminar al objeto que se quiere ver. Porque si el haz de luz es de muy alta frecuencia, simplemente no vemos nada porque los átomos excitados emitirán una frecuencia que no detectamos con nuestro sistema visual, por lo que no existirá ni el color ni la imagen. Nada.

Comparando nuestro sistema visual con el auditivo, podemos afirmar que este último se especializa en la detección y manejo de frecuencias, pero que es muy pobre en lo espacial; esto es, cuando escuchamos un sonido, sabemos que viene más o menos “de por allá”, término tan ambiguo como el de “color café”, mientras que el visual es excelente en lo espacial pero muy pobre en el manejo de frecuencias.

Nuestro sistema visual puede manejar menos de una octava (de 400 a 700 nanómetros de longitud de onda), a diferencia de nuestro sistema auditivo, que puede manejar más de diez octavas (de 20 a 20,000 hz) y tiene la sensibilidad suficiente para detectar un instrumento desafinado y para identificar claramente la diferencia entre un “la” bemol y un “la” natural, cosa que no sucede con la vista, con la que no podemos definir con precisión un color determinado; tan sólo podemos decir algo tan vago como “es azul pálido” y cosas por el estilo. En cambio, en lo espacial, el sistema visual es excelente, pues podemos ver con toda precisión una pequeña munición y saber exactamente su ubicación. Y no solamente la ubicación sino la distancia a la que se halla gracias a la percepción de profundidad que manejamos sin que nos demos cuenta siquiera de lo maravilloso que es este proceso, que nos permite inferir la tercera dimensión a pesar de que la córnea –que es la que recibe la señal de entrada– es una superficie que tiene sólo dos dimensiones.

Nuestro sistema perceptual visual es tan inteligente que nos parece obvio ver en tercera dimensión, pero el proceso que se requiere para inferir esa tercera dimensión no tiene nada de obvio. Es un proceso en extremo complicado que nos pasa inadvertido; simplemente decimos “yo veo en tres dimensiones” y punto. Se nos dio de gratis, y ya nos acostumbramos a tenerlo sin asombrarnos un ápice.
Regresando a lo del átomo, éste únicamente se puede detectar “a balazos”; esto es, la frecuencia que se requiere es tan alta que la energía del haz de luz es enorme, y cuando choca con un átomo es como si ese átomo recibiera un balazo. Por consiguiente, no se puede detectar un átomo en su estado normal (“en reposo”, por así decirlo); sólo se detectará el resultado del balazo que chocó contra él.

¿Qué vemos? ¿Qué oímos? Tenemos un sistema visual y un auditivo. Ambos sistemas procesan la señal de entrada (que en ambos casos es una onda) y la envían al cerebro en forma de señales eléctricas, que son las que realmente nos informan sobre lo que vemos u oímos. En el cerebro no existen imágenes, sonidos, olores ni sabores; únicamente existen señales eléctricas, que son el lenguaje con el que el cerebro (hardware) comunica a nuestra mente (software) todo lo que sucede en nuestro entorno. Ese lenguaje es extremadamente complejo, pero su característica más sobresaliente es la inteligencia que tiene. En efecto, es tan inteligente que podemos reconocer una gran cantidad de caras, por ejemplo, lo que implica distinguir un enorme número de imágenes que son diferentes entre sí. Cuando vemos la foto de un amigo, sin importar si está de frente o de perfil, lo reconocemos de inmediato y sin el menor esfuerzo. Simplemente decimos “Ah, es fulano”, y punto. Pero tal reconocimiento implica un proceso extraordinariamente complejo e involucra muchísimos billones y billones de conexiones eléctricas que se activan en el cerebro... y en un solo segundo tenemos la respuesta: “Ah, es fulano”.

Este proceso es tan complejo que no existe ninguna máquina que reconozca caras. Las policías del mundo, el FBI y demás organizaciones de ese tipo solamente tienen bancos de datos con imágenes digitalizadas, pero quienes reconocen las caras son las personas a las que se les muestran durante una investigación. Es el cerebro humano el que reconoce caras, no las máquinas.

Otro proceso igual o más inteligente que el reconocer imágenes es el de reconocer música, en la cual, a diferencia de las imágenes estáticas, tenemos una sucesión de sonidos que varían con el tiempo. Podemos reconocer una sinfonía escuchando unos cuantos compases de ella. Verbigracia, el escuchar los primeros dos compases de la Novena Sinfonía de Schubert o el primer compás de la Quinta Sinfonía de Beethoven es suficiente para reconocerlas de inmediato, a pesar de que se trata de sólo unas pocas notas que duran no más de unos cuantos segundos, mientras que esas obras, completas, duran un tiempo considerable.

Pero lo más fascinante e inteligente de nuestra percepción auditiva no está en reconocer obras musicales, sino en deleitarnos con el enorme valor estético que muchas de ellas poseen. Percibimos la armonía, el ritmo, las melodías y la intensidad sonora, todo ello unido en una sola entidad que nos emociona y que puede llegar a hacernos llorar por el puro placer de escucharla.

Las sinfonías de los grandes maestros son trabajos de una complejidad extrema, escritos para ser tocados por catorce o más tipos de instrumentos musicales; a pesar de que en una orquesta sinfónica tocan cerca de cien músicos, nuestra percepción auditiva nos permite distinguir sin ningún problema un oboe, un chelo, un trombón o un corno; más aún, es nuestra percepción auditiva tan fina, que podemos detectar a un corno que desafina, y así como en las imágenes decimos “Ah, es fulano”, en la música decimos “Ese corno desafinó”, no obstante que hay otros cien instrumentos que tocan al mismo tiempo. Esa desafinación consiste en que el cornista ha tocado alguna nota unos cuantos ciclos por debajo o por arriba de la frecuencia escrita en su partitura. Ahora bien, si el que escucha la música es un buen director de orquesta, entonces las percepciones de él son aún más finas, por lo que detecta detalles que pasa por alto la mayor parte de la gente; una frase mal acentuada, un ritardando mal ejecutado, un volumen mal dado y demás yerros, se hallan entre los miles de detalles que son captados por ese director.

En cambio, en la “otra música”, en esa que tocan en casi todas las fiestas, no hay nada que apreciar. El sonido no es acústico sino electrónico; todas las frecuencias de esos “instrumentos” son tocadas a 120 decibeles, incluida la de un monótono pseudotambor que toca un enervante bum-bum-bum. Solamente a través de alaridos puedo comunicarme con mi vecino de mesa, que, si es sensible a la buena música, seguramente estará tan alterado como yo. Si el valor estético de una obra musical se puntuara en una escala del 0 al 100, la “música” que se emplea en las fiestas no llegaría a –30. En efecto, estaría fuera de la escala, reprobada por nociva y molesta.

Los ejemplos de la inteligencia de nuestro sistema perceptual son muy abundantes. Uno de tantos ejemplos es la forma como leemos un texto escrito. Cuando el niño está aprendiendo a leer, se concentra en cada letra y lee muy despacio porque todavía no conoce ni las letras ni las palabras; en cambio, cuando un adulto lee, ya no se concentra en las letras sino en las palabras y en el significado de las frases. Lo que sigue a continuación demuestra lo anterior. Lea rápidamente el siguiente texto:

EL ODREN NO IPMOTRA SEGÚN UN ETSDUIO DE UNA UNIVENRSDIAD INGLSEANO IPMOTRA EL ODREN EN EL QUE LAS LTEARS ESTÁN ESCRIATS LA UICNA CSOA IPORMTNATE ES QUE LA PMRIREA Y LA UTLIMA LTERA ESTÉN ECSRITAS EN LA PSIOCION COCRRTEA EL RSTEO PEUDEN ESTAR TOATLMNTE MAL, Y AUN ASI PORDAS LERELO SIN POBRLEMAS

No hay problema en entender el texto a pesar de que todas las palabras largas están mal escritas. La primera que nos encontramos fue la palabra “orden”, que está escrita como “odren”. Pero el cerebro no es burocrático, así que no se preocupa mucho por esas sutilezas sino por entender el significado de la primera frase: “el orden no importa”, de modo que, en lugar de enviarnos un escandaloso mensaje de error, como lo haría una computadora o cualquier proceso burocrático, nos ayuda a encontrar el significado de la frase, que es a fin de cuentas lo que importa.

Es realmente fascinante el diseño de nuestra mente-cerebro-cuerpo, tan lleno de inteligencia que al asomarnos a cualquier parte denuestro ser nos quedamos estupefactos del maravilloso diseño del que hacemos gala. Un pequeño detalle de nuestro corazón ejemplifica lo anterior: En una de las aurículas se encuentra un pequeño músculo de no más de dos centímetros, al que por cierto los fisiólogos llaman nodo S.A. (sinoauricular). Este pequeño músculo es autoexcitable, es decir, no necesita que el cerebro le envíe una señal para que se contraiga. Pues bien, gracias a él el corazón funciona; si no existiera aquél, éste no tendría sincronía, ya que los cuatro músculos que lo componen –que también son autoexcitables– tienen un ritmo diferente entre sí.

El musculito sirve de director de orquesta y hace que el corazón tenga un solo ritmo. Y si una persona ha vivido noventa años, significa que este pequeño músculo nunca ha dejado de funcionar esos noventa años y que se los ha pasado latiendo cada segundo, por cierto sin que haya necesitado ningún tipo de mantenimiento.

¿Existen acaso piezas de alguna maquinaria que puedan competir con eso? Un diseño tan confiable es de por sí asombroso, pero todavía hay más maravillas que es posible apreciar. Cuando hacemos ejercicio aeróbico, el cerebro detecta que hace falta más oxígeno, pues los músculos, que en reposo consumen aproximadamente el 10% del oxígeno, durante el ejercicio pueden llegar a demandar hasta el 90%. Pero el corazón es un simple músculo que nada sabe de estas cosas; así que el cerebro, la parte automática de él, le envía una señal al pequeño músculo del que hablamos arriba, el cual responde inmediatamente haciendo que el corazón lata más rápido para satisfacer la demanda adicional de oxígeno; al terminar el ejercicio, el cerebro le enviará paulatinamente señales de frenado, tras de lo cual, pasados unos cuantos minutos, el corazón regresa a la normalidad.

Nuestro cerebro nos protege y cuida todo el tiempo. Si nos excedemos en el ejercicio después de una comida pesada, llegará elmomento en que ya no se pueda satisfacer la demanda extra de oxígeno que exigen los músculos y el sistema gastrointestinal, y entonces el cerebro (hardware) toma medidas drásticas: desconecta a la mente (software), de modo que el sujeto pierde la conciencia y se desploma. Ya tirado en el suelo e inmóvil, sus músculos descansan, y cuando todo está bajo control unos minutos después, el cerebro le dice a la mente: “Ya puedes despertar; te devuelvo el control, taruga”. Entonces el sujeto vomita, pues esa comida tan pesada no pudo ser procesada de forma adecuada, y luego todo vuelve a la normalidad. Claro está que si el ejercicio se hace dentro del agua, al desmayarse el sujeto se ahoga.

Tales mecanismos de defensa son automáticos y los activa el cerebro. Pero lo más sobresaliente radica en nuestra mente, que puede ser entrenada para realizar una infinidad de proezas. Por ejemplo, un pianista tiene un control independiente de cada uno de sus diez dedos, y puede, al tocar un acorde, enfatizar la nota sensible tocada por el dedo meñique, y tocar la dominante más suave con el pulgar. Un gimnasta olímpico tiene una coordinación muscular tan compleja que puede realizar impresionantes movimientos que solamente pueden ser hechos por un joven con muchísimo entrenamiento. Hay muchísimos ejemplos más que muestran la fascinante coordinación mente-cerebro, pero lo más maravilloso de nuestra mente no está en estas proezas realizadas con los músculos, sino en la creatividad de la mente misma. ¿Como se le ocurrió a Issac Newton su ley de gravitación F = GmM / r2?, ¿o a Albert Einstein su E = mc2 ?, ¿o a Max Planck su E = hn?1. La ciencia y el arte están repletos de ejemplos de creatividad humana.

La tecnología también tiene lo suyo. Aunque ahí no se rompen paradigmas generalmente hablando, también está presente en ella la creatividad.

Todavía queda un área fascinante y llena de misterios que no se ha mencionado: la espiritualidad, que también muestra aspectos fascinantes de la mente humana. En fin, sería imposible hacer una lista de todos los detalles, procesos y sistemas que tenemos porque llenarían a una biblioteca entera. Lo único que intenté hacer aquí es fascinar al lector acerca de todo lo maravilloso que hay en nosotros y en el mundo que nos rodea.

Nuestro ser nos quedamos estupefactos del maravilloso diseño del que hacemos gala. Un pequeño detalle de nuestro corazón ejemplifica lo anterior: En una de las aurículas se encuentra un pequeño músculo de no más de dos centímetros, al que por cierto los fisiólogos llaman nodo S.A. (sinoauricular). Este pequeño músculo es autoexcitable, es decir, no necesita que el cerebro le envíe una señal para que se contraiga. Pues bien, gracias a él el corazón funciona; si no existiera aquél, éste no tendría sincronía, ya que los cuatro músculos que lo componen –que también son autoexcitables– tienen un ritmo diferente entre sí.

El musculito sirve de director de orquesta y hace que el corazón tenga un solo ritmo. Y si una persona ha vivido noventa años, significa que este pequeño músculo nunca ha dejado de funcionar esos noventa años y que se los ha pasado latiendo cada segundo, por cierto sin que haya necesitado ningún tipo de mantenimiento. ¿Existen acaso piezas de alguna maquinaria que puedan competir con eso?

Un diseño tan confiable es de por sí asombroso, pero todavía hay más maravillas que es posible apreciar. Cuando hacemos ejercicio aeróbico, el cerebro detecta que hace falta más oxígeno, pues los músculos, que en reposo consumen aproximadamente el 10% del oxígeno, durante el ejercicio pueden llegar a demandar hasta el 90%. Pero el corazón es un simple músculo que nada sabe de estas cosas; así que el cerebro, la parte automática de él, le envía una señal al pequeño músculo del que hablamos arriba, el cual responde inmediatamente haciendo que el corazón lata más rápido para satisfacer la demanda adicional de oxígeno; al terminar el ejercicio, el cerebro le enviará paulatinamente señales de frenado, tras de lo cual, pasados unos cuantos minutos, el corazón regresa a la normalidad. Nuestro cerebro nos protege y cuida todo el tiempo. Si nos excedemos en el ejercicio después de una comida pesada, llegará el momento en que ya no se pueda satisfacer la demanda extra de oxígeno que exigen los músculos y el sistema gastrointestinal, y entonces el cerebro (hardware) toma medidas drásticas: desconecta a la mente (software), de modo que el sujeto pierde la conciencia y se desploma. Ya tirado en el suelo e inmóvil, sus músculos descansan, y cuando todo está bajo control unos minutos después, el cerebro le dice a la mente: “Ya puedes despertar; te devuelvo el control, taruga”. Entonces el sujeto vomita, pues esa comida tan pesada no pudo ser procesada de forma adecuada, y luego todo vuelve a la normalidad. Claro está que si el ejercicio se hace dentro del agua, al desmayarse el sujeto se ahoga.

Tales mecanismos de defensa son automáticos y los activa el cerebro. Pero lo más sobresaliente radica en nuestra mente, que puede ser entrenada para realizar una infinidad de proezas. Por ejemplo, un pianista tiene un control independiente de cada uno de sus diez dedos, y puede, al tocar un acorde, enfatizar la nota sensible tocada por el dedo meñique, y tocar la dominante más suave con el pulgar. Un gimnasta olímpico tiene una coordinación muscular tan compleja que puede realizar impresionantes movimientos que solamente pueden ser hechos por un joven con muchísimo entrenamiento. Hay muchísimos ejemplos más que muestran la fascinante coordinación mente-cerebro, pero lo más maravilloso de nuestra mente no está en estas proezas realizadas con los músculos, sino en la creatividad de la mente misma. ¿Como se le ocurrió a Issac Newton su ley de gravitación F = GmM / r2?, ¿o a Albert Einstein su E = mc2 ?, ¿o a Max Planck su E = hn?1. La ciencia y el arte están repletos de ejemplos de creatividad humana. La tecnología también tiene lo suyo. Aunque ahí no se rompen paradigmas generalmente hablando, también está presente en ella la creatividad.

Todavía queda un área fascinante y llena de misterios que no se ha mencionado: la espiritualidad, que también muestra aspectos fascinantes de la mente humana. En fin, sería imposible hacer una lista de todos los detalles, procesos y sistemas que tenemos porque llenarían a una biblioteca entera. Lo único que intenté hacer aquí es fascinar al lector acerca de todo lo maravilloso que hay en nosotros y en el mundo que nos rodea.

1 Por cierto, estas tres constantes –la G de Newton, la c de Einstein, y la h de Planck– son las que realmente podemos llamar “universales”, pues son válidas para todo el universo, a diferencia del metro, el segundo, el kilo y otras, que están basadas en características de este planeta que habitamos y son, por ende, locales.